3 fábulas constituyentes
1
La constitución de la ciudad de S hace ya años que resulta anticuada, inadecuada y hasta podría decirse que absurda en su anacronismo. Tras años de discusiones estériles por parte de sus políticos acerca de la conveniencia o inconveniencia de cambiarla, el pueblo finalmente se manifestó en masa a favor de redactar otra, y designó representantes para hacerlo. Los representantes trabajaron por meses y meses, cada uno esforzándose por escribir las leyes que creía que le habían encargado. Cuando se votó el texto resultante, el pueblo lo rechazó por un amplio margen. Los políticos discutieron acaloradamente cómo establecer un proceso adecuado, y se designó una nueva asamblea encargada de redactar un texto que recogiera las aspiraciones del anterior sin parecerse demasiado a él, eliminando todo lo que en la versión previa resultaba exagerado, utópico, extremista, inconveniente, impracticable.
El resultado fue un texto razonable hasta el extremo de resultar insípido, que el pueblo nuevamente rechazó. Los políticos, furiosos, se echaron la culpa unos a otros, pero después de un tiempo acordaron iniciar un nuevo proceso legislativo. En el intertanto, la gente había poco a poco dejado de obedecer las leyes de la constitución antigua, ya completamente caduca y desprestigiada, y mientras no había una nueva comenzaron a regir sus relaciones a partir del sentido común. Los abogados se encontraron poco a poco sin trabajo, los juzgados se vaciaron. Dicen que hay todavía un sinnúmero de comisiones encargadas de redactar varias nuevas constituciones, para darle opciones al pueblo para elegir la que más le pareciera, pero nadie sabe cuándo terminen su tarea, ni si para entonces habrá todavía alguien dispuesto a votar.
2
Al cabo de muchas discusiones, en la ciudad de S decidieron que la ciudadanía era incapaz de redactar por sí misma sus leyes. Se convocó entonces a un comité de los más connotados expertos en todo: botánica, cocina, leyes, antropología, ciencias exactas. Los expertos se encerraron durante un año, al cabo del cual anunciaron que habían logrado producir una constitución perfecta. “Podemos garantizar que esta constitución se ajusta a los más altos estándares internacionales en materia de legislación, ha sido escrita a partir de los últimos descubrimientos en ciencias legales y se ciñe con exactitud a los anhelos y necesidades del pueblo de S”, explicaron los expertos.
Los políticos y el pueblo se alegraron con la noticia. Se decretó por ley una semana de celebraciones, al cabo de la cual comenzaría a regir la nueva carta magna. Al principio todo el mundo comentaba las virtudes de la legislación de los expertos, pero al poco tiempo comenzaron a surgir problemas de implementación. Las leyes que en el papel parecían irrefutables, al aplicarse se volvían absurdas, abusivas, impracticables. Los propios políticos no comprendían del todo su sentido, los jueces se confundían respecto a su espíritu, y había incluso quien se preguntase si lo poseían. El pueblo comenzó a rebelarse y no acatar las normas. Se produjo una terrible inestabilidad social.
Consultados sobre estos problemas, los expertos fueron tajantes: estamos seguros de que las leyes son intachablemente correctas, los problemas que se han producido en su implementación se deben a un pueblo inadecuado, a usuarios que no están todavía en sintonía con la perfección del sistema legal que creamos. Si hay que cambiar algo, no es la constitución, dijeron, sino al pueblo que no sabe cómo regirse por ella.
3
Después de muchos intentos de formular una constitución adecuada para regir su vida en común, los políticos decidieron proponerle a la ciudadanía la opción de carecer por completo de leyes. Los anarquistas no cabían en sí de gozo ante la posibilidad, los conservadores la equipararon al apocalipsis; el resto de la ciudadanía, en cambio, la acogió favorablemente, aunque sin fervor. Cansados de las propuestas constitucionales, cada una más descabellada, utópica, opresiva o aburrida que la otra, la falta de legislación les pareció no una panacea sino un descanso, un alivio, una liberación práctica.
Los primeros meses era tópico obligado comentar que cómo no se nos había ocurrido antes, cómo no nos dimos cuenta de que las leyes no eran necesarias, de que la mayoría de las personas espontáneamente se comportan de manera razonable, y quienes no lo hacen no lo harían tampoco si la ley se lo prohíbe. En vez de ir a juicio, había que conversar hasta ponerse de acuerdo; en vez de multarte por infringir alguna regla, la policía apelaba a la consideración y el sentido común. Los crímenes disminuyeron, la gente disfrutó con calma una libertad sin precedentes que, pese a las predicciones de los catastrofistas, no se convirtió en libertinaje.
Sin embargo, luego de esos meses de disfrute del nuevo estado de cosas, una sensación opresiva comenzó a instalarse de pronto. En una sociedad en la que no hay nada prohibido, en donde la transgresión ya no es posible, no hay tampoco libertad, sentenció un filósofo. La carencia de Ley a nivel colectivo imposibilita al individuo salir del triángulo edípico y construir una subjetividad adulta, retrucó una conocida psicoanalista. Fuera cual fuera la explicación, la gente se sentía presa de una vaga y persistente inquietud, de una angustia sin nombre. Ascendió la tasa de suicidios, decayeron las artes, aumentó la productividad, ya que gran parte de la ciudadanía optó por enterrarse en el trabajo para escapar a la opresión de la falta de leyes. En el referéndum siguiente, hubo un voto masivo a favor de una constitución conservadora, detallista, que regulaba minuciosamente todos los aspectos de la vida individual y comunitaria. Cuando se proclamó el triunfo de esa opción, un suspiro de alivio recorrió el país.