Aburridos contra el futuro
Ninguna muerte de ningún dios, ningún fin de ninguna historia, salvo en esta o aquella cabeza, nos arrojará al nihilismo, al aburrimiento; eso solo pasa en los libros. Afuera, aquí y ahora, la vida sigue, seguimos, aburridos o no, da lo mismo; o al menos así ha sido hasta ahora, tal como mañana saldrá el sol, aunque seamos escépticos.
Hay una manía demasiado humana, tal vez moderna, que procura definir épocas, tiempos, quiebres y busca distinguir el propio momento, singularizarlo; desde «somos la época de las luces» a «nuestro tiempo es el fin de la historia», desde el «hombre nuevo» a el «último hombre». Parte de esa manía es buscar hitos, en general ideológicos, o conceptuales, si se prefiere, que irían marcando cuando no empujando la marcha de la historia: el cogito cartesiano, la libertad-igualdad-fraternidad, las tesis de Lutero, la muerte de Dios, etcétera. Es un idealismo, si entendemos por este la creencia en que las ideas gobiernan y hasta hacen la realidad; sería algo como: porque Nietzsche dijo que Dios ha muerto, que la moral es contingente, por eso el mundo, la vida humana perdió sentido; o puesto de otra manera, en «la época de la muerte de Dios» las personas no tienen referencias, están perdidas y todo está permitido. Sin embargo, se me ocurre, la muerte (o no) de Dios, el fin (o no) de la historia y otras grandilocuencias le importan y tal vez solo ocurren en algunas mentes enfermas de intelecto; una condición que se cura con un paseo, como recomendó Hume, o viendo tele.
Con o sin Dios, con o sin un fundamento trascendente de la moral, la gente mata y no mata. Nunca nadie supo, ni percibió que tal o cual día terminó una época y comenzó otra; ayer, hoy y mañana suelen ser días similares. Hasta donde me alcanza la conciencia, parece que la vida tiene esa característica, yo diría virtud, de ser siempre cotidiana, incluso en medio de lo que alguien, en algún futuro, pueda llegar a describir como decadencias, renacimientos, acontecimientos, crisis, esplendores o lo que sea.
No creo que hasta la muerte de Dios las personas vivieran sin lugar a dudas, navegando en la certeza o pisando suelo firme, tan firme que ni lo notaban. O puede que sí, que para ellos todo tuviera sentido... al igual que para nosotros, que, apenas salimos de la cabeza actuamos con seguridad, que por lo demás es la única manera de actuar, de vivir; vamos a lavar la loza, que ahí está, cierta, esperando, tan cierta como el agua y el jabón; o salimos a comprar pan, y la luz verde es verde, y la roja es roja, y ahí está el pan; o nos subimos a la micro y vamos al trabajo.
Pienso en Hegel creyendo, pasándose la película, si me disculpan el anacronismo, o contándose el cuento, de que en su cabeza y en lo que de ahí salía y se convertía en palabra escrita se estaba jugando el mundo, el progreso y culminación del espíritu del mundo; por supuesto que nada de eso estaba ocurriendo, o quizás sí... en el papel. Esa pulsión metafísica, creer que alguna finalidad se juega en nuestra vida, pues sí, también es cotidiana. «Los hombres son más cotidianos que metafísicos», dice Paul Veyne.
No es que no haya decadencias, esplendores o medianías, malos y buenos momentos, y otros que están a medio camino; no es que no podamos sentirnos bien o mal, o ni lo uno ni lo otro; no es que no podamos intentar cambiar el mundo o conservarlo o las dos; podemos sentir miedo, alegría; pero, primero, todo eso responde a contingencias, son contingencias, no el resultado de crisis o esplendores morales, por ejemplo, de que alguien haya predicado no sé qué cosa; y, segundo, no impiden ninguna cotidianidad, o en todo caso son parte de ella, de ese sentido que es el único sentido de la vida.
Ninguna muerte de ningún dios, ningún fin de ninguna historia, salvo en esta o aquella cabeza, nos arrojará al nihilismo, al aburrimiento; eso solo pasa en los libros. Afuera, aquí y ahora, la vida sigue, seguimos, aburridos o no, da lo mismo; o al menos así ha sido hasta ahora, tal como mañana saldrá el sol, aunque seamos escépticos.
Pero, insiste alguien, insistimos, muerto Dios, nos aburrimos. Hay que reemplazarlo, llenar el vacío. Lo reemplazaremos. Hasta el capitalismo quiso, quiere ser Dios; pero no lo es, ni con toda su pirotecnia. Nadie es Dios, ni siquiera Él. Entonces nos aburrimos. Dos mil años y ni un nuevo Dios, dijo Nietzsche.
De eso se trata, en realidad, no de que sin Dios nos aburrimos, sino de que Dios es o se volvió aburrido, como tantas cosas, como nosotros mismos; y ya que Dios pretendía ser todo nos quedamos sin nada, eso creemos. Pero tampoco es cierto. Eso es pura abstracción, pura cabeza. Nos quedamos con esto, nos quedamos aquí y ahora, donde y cuando siempre hemos estado; de nuevo, la vida sigue, como siempre; vivimos, como siempre. Aburridos o no. O en el fondo siempre aburridos; estoy aburrido puede significar soy aburrido, y porque estoy descubro lo que soy.
Lo que pasa y lo que hacemos, pasa y lo hacemos aquí y ahora.
Y de vuelta a empezar y ya veremos cómo seguimos, y en verdad tampoco importa cómo, no fundamentalmente, bien, mal o nada, porque, repito, de hecho siempre seguimos, incluso tirados en la cama mirando el techo o deslizando el dedo por la pantalla del celular estamos siguiendo.
Entonces no, no estamos aburridos, tal vez somos aburridos. Somos, nos volvemos o devolvemos. Por eso es terrible que el cristianismo y lo que queda de cristianos en nosotros haya combatido y combata el aburrimiento, y haga de la pereza un pecado capital y ahora Capital, y capaz que el pecado original: es volver pecaminosa la condición humana, es no querer ser humanos, es negarnos.
Es pura inhumanidad, eso es; es hacer de la necesidad defecto, convertir la condición en enfermedad. Y lograr que tengamos miedo; ese es el asunto, no que estemos aburridos, sino que tenemos miedo de aburrirnos. Tenemos miedo de nosotros. Y quizás por eso, para no aburrirnos de nosotros, nos drogamos: con estupefacientes, aplicaciones, guerras o especulación financiera.
Contra la enfermedad intelectual de nuestros días, esa que dice que vivimos en la época de la falta de futuro, en realidad estamos drogados de futuro. Y entonces insatisfechos como síndrome de abstinencia.
Deuda, ingresos proyectados, ganancias que vendrán, comprar en verde y hasta en blanco, acciones, bonos; etcétera. La economía está inflada de especulación; el dinero hace tiempo que ya no es real, ya no es el medio de intercambio, sino que es la mercancía, de eso se trata la industria financiara, de comprar y vender dinero (sin economía real que lo sustente). Es como en esa idea religioso-filosófica que dice que preferimos creer en nada —en la Idea, en Dios— antes que no creer. Capitalismo platónico, podríamos llamarlo, o nihilista: pretende sostener el mundo de todos los días, real como la economía real, en fundamentos de aire, en arena. Hasta que se haga un socavón, que es la única realidad de ese sostén. Mercado-ficción, mercado de la nada. Y la nada, claro, nadea. La economía está inflada de futuro, de nada, mientras arruina el presente y el pasado que alguna vez fue presente. Pero no vemos o no queremos ver. El ángel de la historia —perdonen este ataque de intelecto— está vuelto hacia delante, tironeado por la gravedad de un hoyo negro, no ve donde pisa, (no) ve nada, y da la espalda a las ruinas.
La economía del futuro, esa es la paradoja, así se ríe el universo de nosotros, nos quitó el futuro, simbólica y literalmente: no es solo que no podamos imaginar nada nuevo, es que parece que no habrá planeta para nosotros. Esto es lo que hay y aquí nos vamos a morir; ese es el realismo capitalista del que habla Mark Fisher.
Pero seamos porfiados o irrealistas, ¿idealistas de este mundo?, saquemos agua de las piedras. Cambiemos el tiempo. Si no hay futuro, regalémonos un presente. Es... perdón, era el arrojo hacia el futuro lo que había desvanecido el presente. Volver, aquí y ahora, no supone reivindicar las cosas tal como están, o al menos no si no nos gustan; se trata de que, si queremos cambiarlas, lo hagamos ya. Porque ya deberíamos haber caído en cuenta de que es ahora o nunca, de que siempre es ahora o nunca. Aunque tampoco tiene que ser estresante, como si estuviéramos perdiendo una oportunidad, el tren o la micro (o la nave que nos rescatará de la Tierra, cuyos pasajes hay que comprar en blanco, probablemente, para llevar a los afortunados a ninguna parte). Quizás el asunto es ese, que toca dejar que se vaya el tren o la micro (o la nave espacial); terminarla ya con el oportunismo. Aburrirnos. Quizás ahí podemos recobrar el tiempo.
Una amiga me dice que para Simone Weil el tiempo es muy importante, que quizás ella no propone emanciparse del trabajo, pero sí cambiar la estructura del trabajo para que este dé tiempo. Y pienso que sí, que si no nos vamos a emancipar del trabajo, porque no se puede, porque no tiene sentido, hagamos que el trabajo nos dé tiempo en vez de quitarnos tiempo. De hecho esa es la promesa del trabajo: dar tiempo, bella expresión. Un tiempo dado sería, literalmente, y en los dos sentidos de la palabra, un presente. Dar tiempo para tener tiempos.
No necesitamos un futuro, sino un presente. La injusticia, el malestar, es aquí y ahora. Es cotidiano. Siempre. Y el futuro, los futuros han sido la excusa para tener que soportar el mal, incluso el totalitarismo, porque había y hay que sufrir hoy para que mañana seamos felices, como en esa broma de almacén: no se fía hoy, pero se fiará mañana. Una definición de totalitarismo, y por qué no de mal, podría ser: la enajenación del presente en nombre del futuro; o sea, endeudarse.
Volcarse al futuro como enajenación del presente. Como empobrecimiento del presente, del día a día, en honor a un futuro que nunca pagará, es decir, como construcción de un presente inmediatista, incluso presentista, un tiempo total, un tiempo sin tiempos, sin aburrimiento, sin lugar para el pasado, sin pasado, y entonces sin un auténtico futuro, ese de la imaginación que enriquece el presente, que lo hace vital, diverso, que es hoy y no mañana.
«El discurso de que la izquierda debe proponer un futuro me aburre; pero la experiencia del tiempo me interesa», me dijo una amiga, la misma amiga de Weil. Y me hizo sentido: no había pensado que, sí, quizás es mejor insistir en el tiempo que en el futuro.
Tal vez proponer un futuro es en realidad darse un tiempo, o sea, algo aquí y ahora; de nuevo, un presente, un regalo, un don.
Puede que la revolución, cualquiera, no sea alcanzar el mañana, sino volver a este día, a la condición cotidiana, como las revoluciones que hacen los planetas; ese es o sería el cambio, el único posible, la odisea.
Habría que hacer caso a ese dicho que advierte que es mejor diablo conocido que ángel por conocer. Cuando el cristianismo lucha contra el aburrimiento y hace pecado de la pereza, lo que combate es ese estado del alma, o del cuerpo, en el que nos dejamos estar, en el que bajamos la guardia, la melancolía que, por ejemplo, surge luego de comer, cierta apatía o desidia, incluso desgano, que nos instala en el puro presente, que suspende los afanes, las manías, y que deja abierta la puerta para que se nos meta el diablo, para dudar. Para dejar de apostar por ese ángel, futuro, que, si nos esforzamos, si sufrimos, conoceremos mañana.
No se trata, pues, de ofrecer un futuro, menos cuando es una supuesta grandeza pasada, sino recobrar el regalo, lo dado, que es el presente, y que es tan extraño, ajeno cuando estamos lanzados a mañana y pasado mañana, o lo que es lo mismo, anclados a un presente que se repite, que no tiene nada nuestro, que de alguna manera no es, no transita, no se da, o peor, que nos lo quitan y nos lo quitamos.
No hay, entonces, otro futuro que aquí y ahora, en este el único mundo o planeta; la plenitud del aburrimiento, la suficiencia. No hay sino tiempo.
Aburrimiento - Alisher Kushakov
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