Ambulancias
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Ambulancias


Raúl balbuceaba. Nunca se le había dado muy bien la expresión oral, pero esa vez, ese martes a la noche, superó todos los límites, todos sus límites.

Raúl, junto a seis sesentones más, se juntaban para jugar al póker con mi viejo todos los martes desde hacía más de treinta años. Siempre existieron muchas historias alrededor de este grupo y de su juego sacrosanto de las cuales se vanagloriaban. Según cuenta la leyenda, o sea ellos siete, cuando a Pepe Rebagliatti lo internaron un lunes por un infarto de miocardio, los otros seis al día siguiente, se las ingeniaron para pasar disfrazados de médicos burlando la seguridad del Hospital Británico y así jugar una partida, literalmente clandestina, en la sala de terapia intermedia.

Mi celular se iluminó con un número desconocido en la pantalla: Santiago, soy Raúl, tu papá no puede respirar, vení urgente. Estamos en lo de Luis Farid, la dirección es… Colgué. Sabía la dirección, soy amigo de Maximiliano, su hijo. En esa casa de principios del Siglo XX pasé tardes eternas y hermosas; enajenados, mirábamos a Los Cebollitas en el televisor de tubo mientras mojábamos ansiosamente las vainillas en tazones repletos de café con leche; después, jugábamos al fútbol con una media mientras Claudia, la madre de Maxi, se dejaba meter los goles en un arco formado por dos bibliotecas enormes; esas tardes pletóricas de felicidad y despreocupación en Díaz Colodrero 2541, siempre van a estar ahí: entre la memoria y la imaginación.

Esa noche se la había dedicado exclusivamente a Onetti; estaba terminando Los adioses, uno de mis libros preferidos. No puedo explicar por qué seguí leyendo hasta terminar la novela después del llamado sorpresivo y desesperado de Raúl. Tampoco podría explicar por qué empecé a musitar Construcción de Chico Buarque mientras sacaba la ropa del armario con una lentitud preocupante.

Ni bien la puerta del edificio se cerró violentamente y una ráfaga de viento frío me impactó de lleno en la cara, me invadió la opresiva sensación de no llegar, de no poder llegar. Fue un sueño recurrente en mi adolescencia, aunque hacía tiempo que no revoloteaba por mis sábanas. Las pesadillas eran siempre idénticas, solo rotaba la persona exánime; por ahí desfilaron mis viejos, mis abuelas, mis abuelos que nunca conocí, mis tías y mis amigos más cercanos. Me llamaban y yo, por situaciones tan cotidianas como idiotas, no podía llegar: se terminaba la batería de mi celular y no recordaba la dirección; el taxista que me llevaba se agarraba a trompadas con un peatón por cruzar mal la calle, y así. Mi demorado arribo solo me hacía sentir más culpable; todos, sin excepción, ya habían muerto.

Hacía un frío de esos dolorosos, de esos que molestan, de esos que matan a los invisibles, de esos que conmueven y hacen que un grupo de personas lave sus pecados y sus penas prosaicas donando camperas olvidadas en sus armarios desbordantes y colosales. Esos inviernos también provocan querer entrar a cualquier café para, entre otras cosas, preguntarnos qué sería de esta ciudad y del mundo sin ellos; pienso que un lugar aún peor.

Me abrigué, como siempre, de una manera paupérrima: un sweater, una campera de media estación, un jean viejo y gastado con algunas roturas y unas zapatillas de lona que casi no le presentaban batalla a aquella helada invernal.


Vivía en el barrio de Chacarita, sobre Avenida Dorrego. De noche pasaban pocos taxis, pero en ningún momento reparé en eso. Tuve suerte; no pasaron más de cinco minutos cuando frenó un Fiat Tempra: el auto de mi viejo que más quise; siempre, antes de subir, le daba un beso a la ventanilla y un abrazo al capó. Hace varios años, cuando mi papá contó en una cena de fin de año que lo había vendido, fui corriendo a mi habitación al grito de: ¡Nunca más vamos a encontrar otro auto como Chichilo! Las risas estruendosas de los invitados todavía hoy las recuerdo como pequeñas dagas; también me acuerdo de la patente de Chichilo: RYJ 863.

Llegué bastante rápido a la casa de Luis Farid, Lito para sus amigos timberos; solo ellos le decían así, creo que por una historia con Lito Cruz en Valeria del Mar que nunca me interesó demasiado escuchar de la boca de mi viejo, el recuerdo menos sustancioso y entretenido podía durar horas.

La nimiedad de mis pensamientos durante el trayecto del taxi me desesperaba y, al mismo tiempo, me tranquilizaba. La ciudad se presentó ante mis ojos anestesiados de una forma apoteósica. Sentí que nunca había estado en otro lugar más hermoso que en esa Buenos Aires congelada de agosto.

Le dejé al taxista todo lo que tenía en mi enjuta billetera de fin de mes; un poco por su celeridad al volante, otro poco por nervios, pero principalmente por no ser el conductor tan ominoso de mis pesadillas. Bajé, y todo cambió. Tal vez para siempre.

La vista se me empezó a nublar, mis ojos necesitaban descargar de alguna manera todas las lágrimas que se habían acumulado y no caían. No cayó ni una. Ni una sola.

En la calle estaban esperándome Luis y Horacio López, que con un gesto bastante torpe intentó abrazarme. Horacio fue ludópata durante toda su vida; solo sabía que tenía una remisería en Villa Crespo y que había entrado a la mesa de los martes por ser amigo de la infancia de Mario Stalleri. La historia la escuché de su boca en la confitería del Hospital Durand; ambos habíamos ido a donar sangre para mi abuela Lita que, un poco en serio y otro poco en chiste, me pedía que la desconectara cada vez que la iba a visitar. Tenía dos horas libres antes de ir al dentista y me pareció interesante hablar con él durante ese rato; tal vez porque Horacio parece ser de esas personas que vinieron al mundo para hacer, única y simplemente, un poco de tiempo. Sin querer romantizar sus existencias, dolorosas en su mayoría, siempre me parecieron las personas más interesantes a priori; como si fuesen novelas caminando entre nosotros que, por alguna razón, nadie quiere o se anima a leer.

Horacio construyó, muy a su pesar, una vida literaria justamente. Tristemente literaria. Vi ojos tristes, muchos más de los que me hubiese gustado ver, pero como los de Horacio nunca.

La tristeza de los ojos es la única tristeza que no se puede disimular o camuflar, incluso en fiestas o eventos aparentemente alegres. Lo ves. Los ves. Y cuando se dan cuenta de eso, sencillamente van a buscar otros ojos que no los puedan identificar; sienten vergüenza y quieren estar solos, inundados y solos.

Su madre murió en el parto y su padre cinco años después, según Horacio, de tristeza. Su tío materno lo descuidó hasta los diecisiete: Se fue a vivir a Chubut tengo entendido, pero nunca supe más nada. La verdad, mejor; era un hijo de puta, me dijo mientras se intentaba limpiar con saliva una mancha de su camisa color ocre.

Durmió en pensiones de Constitución, en plazas y en pisos de Libertador –cuando estaba de racha– con la misma facilidad. Nunca tuve problemas para dormir. Apoyaba la cabeza en la almohada y dormía. Ah! –me asustó– ,escuchá ésta: en la ruleta de Mar del Plata gané setecientas lucas, hasta Sofovich, Gerardo, no Hugo, que estaba ahí dando vueltas, me felicitó; al día siguiente volví y le jugué todo al mismo número: el quince negro. Perdí y tuve que volver a Capital haciendo dedo; nunca más volví a pisar esa casino de mierda, me contó risueñamente y con un dejo de autocompasión.

Tuvo un hijo. Solamente pude elegir el nombre: Fernando, por Pessoa; nunca me dejaron verlo. Creo que vive en Olavarría o en Tandil, no sé bien. Deben pensar que no tengo nada bueno para ofrecerle, y es cierto. Me dijo, y automáticamente pensé en todos los padres que ofrecen sin tener nada bueno que ofrecer; ofrecen por compromiso, ofrecen con desgano, ofrecen con resentimiento. Ofrecen con una única ilusión: que pronto puedan dejar de hacerlo.

Cuando pedimos la cuenta me apoyó suavemente la mano en el hombro, como se apoya un gorrión en una rama, y con los ojos algo vidriosos me confesó: Los muchachos de los martes son todo; sin ellos, hoy estaría al lado de mi vieja. Me sorprendió que no haya mencionado también a su papá, no sé por qué.

Entré corriendo aparatosamente sin mirar a nadie. Está en el sillón; la ambulancia debe estar por llegar, me informó Horacio con una voz tan triste como sus ojos.

Le costaba respirar y temblaba; me saqué la campera y lo tapé un poco, aún sabiendo que no temblaba por el frío. Y me miraba, como podía, pero me miraba. Tiernamente. Con amor y con miedo, esa combinación tan perfecta hacía de esa mirada algo único. Me agarró el dedo índice y apretó con fuerza; con esa mano débil y suave, cómo la de un recién nacido, pero con las ineludibles manchas de la vejez. El siguiente recuerdo que tengo es en la ambulancia. Según me dijo Luis después, ayudé a los enfermeros y los abracé muy fuerte cuando llegaron; sinceramente, no me acuerdo. El destino era el Sanatorio Otamendi en Recoleta.

Nunca más amé a nadie como a mi viejo en esa ambulancia. Mi viejo, nuestro viejo, el viejo de casi todos los hijos, ese viejo que arranca como Superman pero termina adicto a la criptonita; ese viejo que repite, en mayor o menor medida, las mismas virtudes y miserias casi como fotocopias: dulces, opresores, tolerantes, egoístas, bondadosos, machistas, comprensivos, violentos, tiernos. Nuestros.

Son unos pelotudos. Veinte veces pedí que cambiaran la sirena– le dijo con voz aflautada el enfermero/conductor a su copiloto de no más de veinticinco años y gesto adusto. Pensar en una ambulancia sin sirena me angustió todavía más.

Ese cuerpo frágil pidiendo que se terminara el mundo con un grito ahogado me dolía y me enternecía a cada segundo; todos esos segundos que en esa Renault Traffic acondicionada a medias estuvieron cargados de despedida y de un amor completo; un amor que no necesitó más demostraciones, palabras, gestos, miradas, caricias ni ninguna de todas esas cosas que vamos mendigando por la vida silenciosamente y que, en su mayoría, nos llegan muy a cuentagotas.

Esa ambulancia, durante el trayecto Villa Urquiza-Recoleta, se transformó en un genuino reducto de amor. Pienso en todas las cosas que lo son y lo van a seguir siendo, aunque también pienso en las que no lo fueron ni serán, en las que no llegaron como yo no llegaba nunca en mis sueños de adolescente. Pienso en cómo deben sentirse esas ambulancias; fracasadas y tristes por no haber podido cumplir con su misión, única y final.



Gonzalo Fudim


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