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Carta a Pier Paolo Pasolini en su centenario


Pierpa, amado mío:

Solías decir que “los primeros recuerdos de la vida son visuales”, que “la vida, en el recuerdo, se convierte en una película muda”. La primera imagen de mi vida contigo no es la de una cortina que, colgando burguesa, provoca una angustia cósmica –como le cuentas que fue la tuya al napolitanito que te inventaste tan pronto dejaron de existir jóvenes sin bigotes a quienes dirigir tu grito–. Alguna vez revelaste que el principio de todo tu hacer es la ab-gioia, expresión que tomaste en préstamo de la poesía dialectal que da existencia al ruiseñor que canta de y por alegría. Pero Pierpa, tú no cantas, tú gritas de y por la alegría que experimentas al ver esos rostros humildes zurcidos por el sol de las tierras campesinas que colindan con Casarsa, localidad que dio el título al primer libro de poesía que publicaste a tus atormentados veinte años. Y sí, gritas, gritas, gritas, siempre gritas, como si esa fuera tu manera de ser igual a ellos, a ellos los del Friuli; a ellos los de las borgate romanas, los de Nápoles, Bari y Matera; a ellos los de Yemen, Marruecos y Sana’a. Mas, como escribió después de que fuiste asesinado tu amiga Elsa, no puedes ser igual a ellos porque eres diverso. Ella dice que es por ser un poeta solitario que se entrega una y otra vez, con toda su naturaleza, a esos jóvenes que, escupiéndote en la cara, te siguen pidiendo dinero, te siguen citando en sus volantes, siguen chismeando a tus espaldas que todo lo haces sólo por amor a ti mismo. Yo, en cambio, digo que ante todo eres diverso: un amante incansable de lo heterogéneo, de una realidad que varía al ritmo de la potencia vital que compartes con todas las cosas a las que te vinculas, subvirtiendo cualquier jerarquía que impida que recibas lo que a ellas das, sin importar cuán encerradas estén en la lógica del consumo.


Decía que la primera imagen de mi vida contigo fue la del cuervo marxista que pusiste parlanchín en pantalla para ser engullido por un padre y un hijo que luego diste forma de franciscanos que, a su turno, intentaban evangelizar a halcones y gorriones, y así, ¡constituido el círculo de animalidad humana! Pero más que aterrorizarme o angustiarme –como le decías a Gennariello que te pasó a ti con la imagen de la cortina– me hiciste sentir indignación: ahora yo a mis poco atormentados veinte años, en los que empezaba a confiar al cine toda activación de mi sensibilidad política, me veo por ti forzada a escuchar una y mil veces palabras dichas en mayúsculas por aquellos cuerpos frágiles que son ignorados por la gran historia. Mientras pensaba que la potencia del cine se hallaba en mostrar lo que no puede ser dicho, tú me lo dices todo, frontalmente y sin tapujos, como si fuera el único modo de comprender la impotencia con la que cargan las palabras al tomar consciencia que algo las excede. Vi ese filme bisagra tuyo –único entre tus más de veinte y alrededor de cuarenta años después de su estreno– gracias a la recomendación de un amigo al que no frecuenté más. Con el paso del tiempo he llegado a creer que su misión para conmigo fue simplemente prestarme la caja con ese CD que no tuve nunca ocasión de devolverle y, por tanto, que me ha acompañado en todas mis mudanzas. Cuando vi Pajarritos, pajarracos no entendí que con él también querías ser devorado, tú y tu obra poética temprana que hablaba en un dialecto declarado extinto por el lenguaje tecnológico del progreso. No percibí la radicalidad de tu operación de incluirte a ti mismo, a mediados de los años sesenta, en el anuncio del fin de ese mundo delineado por la palabra marxista y la palabra cristiana de las que muestras, sin perder tu ánimo jocoso, su incapacidad de responder a la nueva realidad modelada por lo que llamas neocapitalismo. Fui tan corta de vista como aquellos que insisten en leer en 2D, sin identificar profundidades, dobleces, ironías, silencios, en fin, sin percatarse de los gestos que inscriben a una obra en cierta discusión, creando así su propio marco de legibilidad.


Me dije, pasado un tiempo considerable desde ese fallido encuentro contigo, que debía hacerme de una buena vez cargo de esta curiosidad mía de pensar el cine, lo que se hizo irresistible luego de que se fijara en mi cerebro la abismal diferencia que noté entre la escena final del filme La profesora de piano de Haneke, en la que se encuadra la expresión del rostro de ella mientras el blanco sublime de su camisa es lentamente cubierto por el rojo denso de su sangre, tras haberse clavado un puñal en el pecho en medio del hall del teatro en el que su otrora amante-estudiante daba un concierto de piano; y el pasaje final de la novela La pianista de Jelinek, en la que se lee una pesada batería de palabras que intentan explicar, con una obsesión quirúrgica, el estado mental de ella al abandonar esa misma sala de teatro. Al compartir lo que me provocaba la constatación de dicha diferencia, como un destello en medio del oscurecido campo de la academia, un admirado amigo mío –quien además de escritor excepcional hace las veces de profesor– me azuzó a que revisara tu obra usando de mirilla un magistral ensayo del, por ti tan amado como odiado, Auerbach en el que, según la lectura apasionada de mi amigo-coleccionista de gestos menores, sugiere que el principio del cine se hallaría en la forma de narración cristiana.


Le decías a una persona que se dirigió a ti, en el contexto de los diálogos que sostenías en el Vie Nuove, que “después de haber aprendido a ‘leer’ con tus contemporáneos, puedes enfrentarte con los clásicos con más experiencia y más sensibilidad”. Sea o no que lo dijeras con el ánimo de reforzar tu posición marginal frente al mundo de la academia, sin ser mi contemporáneo en sentido estricto, fingí ser yo quien recibía de ti ese consejo casi cincuenta años después. Y te comencé a devorar, de a poquito, partiendo por tus filmes en orden; siguiendo por tus cartas, tus críticas, tus poemas, tus pinturas, tus traducciones, tus antologías y tus textos de batalla; y, por lo que se escribía de ti, a ti y para ti mientras vivías y también después de muerto. Del asco pueril pasé al amor maduro: lo que partió siendo la escritura de una tesis doctoral sobre la peculiaridad del cine se transformó en una experiencia vital tan singular como lo es quien, como tú, dice que el silencio adormece. Viajé a Italia, tu tierra natal; recorrí las mismas calles por las que tú transitaste; me retraté afuera de la que fue tu casa en via Borgonuovo, Bolonia; caminé por Casarsa, Versuta y San Vito al Tagliamento; con la ilusión de que así reconocerías que me estaba entregando a ti, con el mismo amor incondicional que sientes por la enigmática expresividad de las cosas, incluidos los cuerpos. Me comenzaste a visitar en sueños, me decías con esa voz suave que contrasta con tu anguloso rostro: “qué haces, no me homologues también tú”.


No tengo empacho en decirte que a medida que te digería iba comprendiendo que lo tuyo no son ideas. Ni siquiera un pensamiento vital, que es lo que algunos dicen que te hermana a fuego con Gramsci. Lo tuyo es una manera de ser que denominas, con una fuerza poética sinigual, puesta en cuestión viviente. Tu singularidad, sin embargo, está dada por el hecho de que esa disposición va adoptando diversas formas según lo dicta la realidad con la que te empapas, cuya materialidad, entonces, es a la vez guía y producto. Recién ahí logré entender que tu paso de la literatura al cine en la década de los 60’ no fue agregativo, como si quisieras sumar nuevas técnicas a la expresión de una idea, sino que fue significativo: con el cine puedes, decías, “expresar la realidad con la realidad”. Y es que, en los filmes, a fin de cuentas, se puede mostrar la expresividad de aquel rostro afectado por lo que dura la hechura de una mancha de sangre, producida a sabiendas, en la camisa blanca que lo sostiene.


No te quiero mentir. La voracidad con la que me aproximé a ti me jugó un par de malas pasadas: a ratos sentía que no iba a ser capaz de hacerte justicia, pues no entiendo todavía los dialectos de tu poesía y apenas hablo el italiano de tus ensayos; me sigue chocando tu frontalidad, esa a la que Lemebel llamaba con alevosía “explicaciones”; a veces me aleja tu prosa atormentada y la ferocidad con la que polemizas con tus amistades. Temía que el corazón de tu vida en obra dejara de palpitar si lo reducía a mi escritura, que la fuerza de tu naturaleza me gritara en la cara o, en el mejor de los casos, recibiera la impertinencia de tu risa que, contrario a lo que se podría pensar, dicen tus cercanas que se te da con soltura o, más aún, que la risa es la puerta de entrada a tu amistad. En ese viaje, y con una cuota de fortuna, conocí a Tonino –como tú cariñosamente lo llamas–, este “chico del arroyo” (idéntico a los que protagonizan tus novelas y tus primeros filmes) que encontraste en el Parco della Montagnola, Bolonia y que me dice, con tono de arrepentimiento, que mientras tú lo habías desinteresadamente salvado, él, cual reencarnación de Pedro, te había negado por miedo a romper su reciente matrimonio con una bella donna. Gracias a ti, me confiesa, se convirtió en un afamado restaurador, gracias a ti pudo atestiguar la gracia avasalladora de Betti, gracias a ti pudo leer a Rimbaud. Le conversé, lo abracé, lloré con él, lo grabé, pensando que quizá así podía yo interesarte como te había interesado él. Sólo cuando me resigné ante lo imposible comencé a disfrutar contigo: por primera vez acudí a tu llamado y jugué a descubrir esa risa gozosa que está en los cimientos de cada pieza tuya, pero sobre todo de tus escenas más atroces, por ejemplo, las que dan lugar a tu filme póstumo Salò. Y así siento que también te puedo dar algo yo: una lectura atenta de tus tensiones que se identifican con las propias tensiones que constituyen la realidad de cualquier época.


Decías que te sientes atraído por la figura de Cristo porque encarna una “vida modelo –aunque inalcanzable– para todos y todas”. Fair enough: tú, en y con tu vida, no la alcanzaste, pero la invertiste. La vaciaste de la promesa de salvación que obligó a Jesús a nacer para morir sin recibir más que la confianza ciega de once hombres de pura palabra. Te convertiste en un Cristo retornado que vive realmente, que se da su ser en los contactos que establece con esa realidad física que se siente cada vez más desesperadamente amada por ti. Así, frente a los insultos constantes en tu contra, no pones tu otra mejilla: pones el cuerpo entero. Exudando carne, sangre y sudor muestras escandalosamente que estás vivo incluso después de muerto. Y es que, en cada movimiento suelto de muñeca, en cada movimiento pesado de cámara, en cada movimiento sagaz de cuerpo, le vas dando forma a ese mundo saturado de materia sensible que parece venida de tiempos primigenios para, así, resistir al dictum neocapitalista que hace pensar que su realidad es tal como aparece. Si por ello Bertolucci te llama santo y De Filippo te llama ángel, tú insistes en acortar toda distancia crítica sin dejar de sentirte excluido. Sin dejar de habitar ese sentimiento, dices, “que no aniquila el amor a la vida, sino que lo aumenta”. Aunque sé que no es tu intención salvar a nadie ni quieres ser salvado, hay algo en esa necesidad impasible tuya de escandalizar que me ha hecho actuar hoy como una agente oficiosa, que te defiende de quienes asumen esa distancia que rechazas con tanta contundencia o de quienes se invisten del rol de juez para sentenciar que sólo hay una mínima porción de tu vasta obra que merece ser considerada.


No te diré, como Elsa, que se te abrirá la puerta dorada apenas ofrezcas tus libros de poesía al guardián del cielo, porque tú persistes aquí. No es, como decía tu amada Laura, que no pueda buscarte ya bajo el sol, porque sí estás en el más acá. De hecho, apareces cada vez que invocamos en nuestras prácticas tu modo singular de vivir la realidad en su hacerse, tu preocupación por la forma en la que se configura una visión de mundo, tu agudeza de detener la mirada en aquello que no se ve. Si los cobardes que te desfiguraron cruentamente hasta matarte, aquel 2 de noviembre de 1975, pensaron que estaban también exterminando tu fuerza de contestación, a ellos les enrostramos nuestra lectura de ese acto como una performance mortuoria que te permite seguir compartiendo una vida conmigo, con éste y con el otro. Lo que estoy aprendiendo de ti, Pierpa, no es solo a leer sin tomar distancia, estoy aprendiendo a amarte a ti y, amándote a ti, aprendo a amar a esa realidad en constante variación. Y es que aquel “Sócrates miserable e impotente” que en un poema dijiste ser, ese que “sabe pensar y no filosofar”, es el que todavía me susurra al oído, mostrándome que es aún posible transformar la realidad actual mientras echemos a correr la potencia imaginativa que tú vistes tan bien para, entonces, crear nuevas formas dictadas por la realidad misma, con toda su bruta materialidad.



Ivana Peric Maluk




Ivana Peric Maluk (Santiago, Chile, 1989). Abogada, doctora en Filosofía con mención en Estética (ambas de la Universidad de Chile) y crítica de cine. La tesis por la cual obtuvo el grado de doctora se titula “La actualidad de Pasolini. Estudio sobre la potencia figural del lenguaje cinematográfico” (2021). Recientemente, ha publicado en coautoría los libros “La mirada de los comunes. Contra Hollywood” (2021, La Calabaza del Diablo) y “La mirada de los comunes. Cine, amor y comunismo” (2019, La Calabaza del Diablo) y ha escrito varios ensayos que transitan entre la filosofía, el cine y la teología.

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