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Creíamos haber dominado los elementos: Rafael Elizalde y la catástrofe climática

Comprender el hecho de que la crisis que vivimos es de una escala sin precedentes, devela cómo la responsabilidad individual y el principio de cohesión social que conocemos son insuficientes. Las urgencias medioambientales implican al mismo tiempo formas coacción y obediencia, tanto así que, como señaló Michel Serres, se hace necesario ya no un contrato social sino uno natural.


Pablo Chiuminatto
Pablo Chiuminatto

Rafael Elizalde es un intelectual chileno (1908-1970), cientista político de Lovaina (1936), especializado en economía en la Universidad del Sur de California. Viajero, testigo de lo peor y mejor del siglo XX, trabajó con el político republicano estadounidense Nelson Rockefeller, que dirigía la Oficina de Asuntos Interamericanos, así como hizo La sobrevivencia de Chile, un estudio para el Ministerio de Agricultura de Chile durante el segundo gobierno de Carlos Ibáñez del Campo. Realizó traducciones y doblajes para Walt Disney y participó en la fundación del Comité Pro Defensa de la Flora y Fauna chileno en 1968. Es fácil imaginar que su figura resulte inclasificable para el contexto de la época y más aún para las décadas posteriores.

 

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Elizalde recupera una forma clásica, su libro, aunque principalmente científico, supone un público más amplio. Rescata pasajes de cronistas, intelectuales y poetas que apreciaron la naturaleza, la conservación y su complejo equilibrio y, sobre todo, autores que reconocen la influencia humana en el entorno desde la colonia hasta el siglo XIX. Como diría Mauricio Ostria, se trata de “textos con vocación ecológica” que permiten a Elizalde una visión amplia, no solo respecto de su tiempo, sino que contrasta con la Revolución Industrial y los efectos de la aceleración que provocó. Allí se produce el cambio de escala de los efectos humanos sobre el planeta, lo que puso en crisis la idea occidental de naturaleza y, por cierto, también la de humanidad.

 

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Sin duda Elizalde, al igual que Víctor Bianchi en 1942, entre otros, son precursores no solo del ambientalismo, sino del estudio y la acción —desde las instituciones responsables— por aminorar los efectos antrópicos. La fascinación prometeica que trajeron los adelantos técnico-científicos de la segunda mitad del siglo XX postergaron las consecuencias. Nadie puede negar que representaron el control de fenómenos que por siglos eran un misterio para la agricultura, la salud y el bienestar, pero a poco andar demostraron su ambivalencia. Por eso titulé el prólogo de La sobrevivencia de Chile, “una voz en el desierto”, eso representa Elizalde. No tan sólo no fue escuchado por décadas, con aquella publicación del 1958, sino después: a partirdel proceso de la Reforma Agraria en Chile y en Latinoamérica en general, se intensifica especialmente lo social, pero él, así como Luis Oyarzún y otros, se dan cuenta de que no solo se trata de una modernización y tecnificación agropecuaria, sino que es preciso establecer criterios medioambientales, suelo, agua, biodiversidad, población y, por cierto, una cultural local responsable.

 

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Comprender el hecho de que la crisis que vivimos es de una escala sin precedentes, devela cómo la responsabilidad individual y el principio de cohesión social que conocemos son insuficientes. Las urgencias medioambientales implican al mismo tiempo formas coacción y obediencia, tanto así que, como señaló Michel Serres, se hace necesario ya no un contrato social sino uno natural. De ahí que algunos estudiosos propongan un alcance teológico-político. Ya no bastaría con la solidaridad, sino también debemos asumir formas de compromiso que van más allá del fuero asociado a la noción occidental de provecho y libertad. Los datos científicos de la época de Elizalde ya demostraban la complejidad involucrada. Transformaciones profundas, cambios de hábitos y costumbres, no bastan decretos o revisiones, ni una tecnología revolucionaria fruto exclusivo de la innovación. Las resistencias y el malestar, el negacionismo, no son simplemente posturas u opciones, son convicciones que pueden acarrear guerras internacionales, pero también guerras civiles. Hablamos de “creer en el cambio climático”, no es solo de una cuestión científica o intelectual, es algo mayor. La literatura y el cine hace ya un tiempo que imaginan escenarios más allá de la catástrofe. No es fácil dar con obras especialmente esperanzadoras, pero entre las muchas series que podría recomendar hay dos recientes: Estación once (HBO) de 2022, que imagina un futuro más luminos a lo que nos propone el video juego Death Stranding de 2019, que figura el colapso de los Estados Unidos. Desde el cine, aunque no recientes, pero no por eso menos atingentes, Niños del Hombre de 2006 y, por cierto, El mapa de las nubes de 2012. Ambas nos muestran maneras de poder pensarnos como humanidad en ciclos más grandes que la pura contingencia en la que a veces se nos sume esta crisis global. En el caso de la literatura, de Michel Nieva, La infancia del mundo (Anagrama 2023), y un clásico, de Ursula K. Le Guin, La rueda celeste, originalmente publicada en 1971.

 

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El concepto de naturaleza tiene acepciones según las diferentes culturas y hoy pueden reconocerse corrientes panteístas con influencias arcaicas, pero también acercamientos a formas de animismo. No es casual que el papa Francisco impulsara la encíclica Laudato si en 2015, donde reconoce y discute los así llamados “motores del cambio global”, es decir, de la crisis. Ahora redacta una segunda parte. El llamado a asumir que la humanidad depende de la naturaleza es una responsabilidad común. Los credos de influencia mundial están determinados a su vez por formas tradicionales de humanismo, por eso, si esperan un futuro para sus comunidades, este tiene que ser ecológico o de otro modo las conducen a la autodestrucción, que es lo contrario de la trascendencia. De ahí la relevancia del negacionismo, porque se vuelve una religión no formal, pero atención, es tan nefasto como quienes cultivan la idea de una vida en Marte. Ambas perspectivas no consideran ni la recuperación del planeta ni una salvación en comunidad.

 

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Las intuiciones de Elizalde, aunque visionarias, son a escala de su contexto. Lo que no quita que conozca bien crisis específicas relacionadas con la sobreexplotación del suelo, la contaminación del agua, la sobrepoblación, la falta de educación agropecuaria y también industrial —no solo de quienes trabajan sino también de quienes rentan con ellas—, la distribución de los bienes y la tierra. Sabe de la capacidad atómica, química y biológica, natural o artificial. Y, sobre todo, ese canon histórico de naturalistas, literatos y poetas nos muestra la intuición de Elizalde respecto a la capacidad humana de negar los hechos por conveniencia, por ciega codicia. Una premisa suicida, sí, pero al mismo tiempo humana.

 

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La urgencia por alcanzar a contener o amainar los efectos de la catástrofe que ya vivimos a nivel global tiene una cara individual, social y nacional, si se quiere, pero, a su vez, considera aspectos regionales, continentales y mundiales. De ahí la actitud de espera e incluso de inmovilismo que reina: “Yo no cambio si tú no cambias primero”. Eso, a nivel planetario es la raíz del problema. Necesitamos acuerdos a gran escala, lo que decide Estados Unidos, China, Rusia y Europa no incumbe solo a sus estados. Los países pequeños, como Chile, inclusive el peso de toda la región, dependen de la suma de voluntades y eso ya a nivel local es una utopía. Hace décadas se sabe que esto no se trata de una cuestión de ideas de izquierda o derecha. Más que de educación cívica se trata de impulsar una nueva cultura, así de radical. Este es el único mundo que tenemos, cualquier alternativa es una ilusión que supone que serán otros los que sufrirán las condiciones no aptas para la vida. Creíamos haber dominado los elementos y bueno, aquí estamos, ahogados o sedientos, sin punto intermedio. La pregunta es por qué a pesar de la evidencia no se produce un cambio. De ahí que no se trate de solo educación, sino de acuerdos políticos, pero también culturales, los que ya no son responsabilidad solo de una gestión gubernamental, sino de una visión medioambiental; de otro modo estamos destinados al colapso como civilización.

 

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En el caso de los más jóvenes, sirve la metáfora del cigarrillo. Infantes y jóvenes son los “fumadores pasivos” de un hogar donde los “adultos responsables”, sabiendo las consecuencias cancerígenas, fuman. El término de eco-ansiedad se refleja en los estados emocionales de la población más joven como un síntoma de una época. Sabemos que no podemos seguir con este ritmo de consumo, producción y contaminación del medio que permite la propia vida humana y la biodiversidad. Es una incógnita relacionada quizás con las dinámicas de poblaciones humanas desde hace miles de años, que superan esta civilización en específico. Sabemos que todas las culturas son cíclicas y fenecen, desaparecen o se transforman, no somos distintos a egipcios, romanos, mayas o incas. La diferencia es que hoy el fenómeno es global, de ahí la asociación con el pensamiento tradicional apocalíptico y el llamado a una misión global como esperanza.

 

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La noción de apocalipsis en las religiones está asociado con una forma trascendente, no con la autoaniquilación por el propio potencial humano. Aunque claro, hay corrientes distópicas que lo ven como un destino inevitable. Otras perspectivas plantean que lo que ocurre en realidad es que estos son los signos y consecuencias de un modelo patriarcal, prometeico y codicioso de ver el mundo desde el liderazgo masculino y un dios hombre. Insisto que son fenómenos complejos. El fin que se nos ofrece es una inmolación colectiva si no se logra pronto nuevos acuerdos o se cumplen las esperanzas en la innovación tecnológica en las que otros basan sus anhelos.

 

 

La sobrevivencia de Chile
Rafael Elizalde Mac-Clure
Introducción de Pablo Chiuminatto
Saposcat, 2023

 
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