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De individuos y tiranos: ¿cómo reconstruir la trama social?

Foto del escritor: Mariela CuadroMariela Cuadro

Otros que fallan. Otros con otros deseos, otras historias, otras experiencias, otras creencias, otras ideas. Al igual que nosotros. El otro nos incomoda, pero en esa incomodidad también nos desafía, nos muestra otros mundos, nos enseña, nos ama, nos (trans)forma. El otro nos habilita la vida. De allí la necesidad de defender los espacios que nos permiten esos encuentros.

 

“La moral de lo empático, del amor, donde todo no puede estar bien si el otro también no lo comparte, donde no existe poesía hasta que no la lea el otro y donde no existe felicidad hasta que todos no sean un poco felices, sino resulta ser que lo único que importa es uno” 

 Alejandro Dolina

 


El menú de un bar en una esquina de Buenos Aires sentencia: “Ser único es mejor que ser diferente”. Con la atención puesta en el carácter cada vez más individualista de nuestras subjetividades y con la pregunta por el lazo a cuestas, la ironía no tarda en presentarse. El enunciado hace red con otros que articulan de modo reflejo la pregunta por la utilidad y el provecho para uno mismo de prácticas, relaciones y afectos; con la fantasía reinante de la libre elección de casi todo; con la moda del estilo asertivo tan tajante como impermeable; con la preocupación restringida exclusivamente a los microscópicos dominios propios; con la primacía de la demanda; en fin, con el excesivo centramiento en el Yo que se pregona, se practica y se recomienda y que erosiona a la velocidad de nuestra época el suelo de la comunidad.

 

Esta mirada se arma con retazos de experiencias propias y ajenas, de encuentros y desencuentros con los otros y fue estimulada por varias lecturas, entre ellas, la de La era del individuo tirano de Éric Sadin. No es mi intención hacer un elogio del libro, tampoco su reseña. En cambio, quiero rescatar, subrayar, distinguir la preocupación que lo moviliza: la pregunta por lo común. Ese es el sentido de esta intervención que toma la forma de ensayo, es decir, de intento, de borrador tejido por apuntes desordenados.

 

El texto de Sadin hace foco, hurga, penetra, en una dimensión de la política que continúa sin poder reclamar el lugar que, a esta altura, a todas luces merece: la subjetividad. Comienza por describirnos como aturdidos, desorientados, deprimidos, lastimados. Postula que priman entre nosotros sentimientos de enojo y de resentimiento que conducen a que todo (incluso un posicionamiento político) devenga personal: lo que el otro hace, me lo hace a mí. Se pregunta, entonces, qué pasa y qué pasó con nuestros lazos, qué pasa y qué pasó con la confianza en el otro, con la necesidad del otro, con el amor hacia los otros.

 

De esta manera, registra cierta melancolía que nos acompaña, cierta sombra que pinta con un tinte oscuro nuestra cotidianeidad, cierta frustración, cierta idea de que hay algo que podríamos poder y no podemos o de que hay algo que nos merecemos y no tenemos. En fin, cierta idea de injusticia que nos conduce a la búsqueda de chivos expiatorios. Pero como aquí no hay culpables, sino solo síntomas, habitamos una “creciente desorientación colectiva” a la que contribuimos disparando etiquetas que la cosa no cesa de evadir. No damos con la solución. Quizá el problema radique en que no tenemos más suerte en atinar con la pregunta.

 

Sadin arriesga una respuesta en la que vale la pena detenerse porque produce un movimiento de apertura: lo que estamos viviendo es el paroxismo de un proceso histórico de individuación, la era del individuo tirano.

 

Este individuo está convencido de que puede (y debe) reinar sobre las cosas y sobre los otros, de que puede (y debe) hacerse su voluntad en la tierra, desdeñando cualquier limitación (biológica, expresiva, material, mucho menos, social, política). En el terreno de la moral, se sostiene y es sostenido por los valores del emprendedurismo, de su independencia, de su libertad, de su empoderamiento. En fin, de todo aquello que le permita soltar amarras.

 

Sadin se detiene en el rol que en este proceso de subjetivación juega la relación hiperindividualizada que han dispuesto los dispositivos tecnológicos. Estos se esfuerzan por entregarnos una realidad cada vez más personalizada, más moldeable a nuestro gusto y semejanza. En este marco, la relación con el otro, diferente por definición, se nos presenta, en el mejor de los casos, como pasible de instrumentalización y, en el peor (y en el más cotidiano), como un escollo, como una fuente de malentendidos, conflictos, desacuerdos. Por momentos solo nos incomoda, por otros, nos parasita. 

 

El borramiento del otro -corolario lógico de estas impresiones- hace posible que el yo aparezca como pura afirmación y habilita la crueldad. De ahí el gobierno de las consignas afirmativas y el cierre del espacio a toda duda: la duda requiere de otro y es ella misma una forma de la otredad. Si no hay duda, tampoco hay argumentación.

 

El borramiento del otro se manifiesta también en lo que se ha dado en llamar como “crisis de la representación”. Más allá de la muletilla teórica, la idea da cuenta de que la relación representante-representado se ha quebrado. En lugar de esta relación que supone una distancia entre el Yo y el Otro, aparece una suerte de identificación primaria en la que existe la fantasía de que Yo puedo ser el Otro.

 

Sadin sostiene que esta fantasía narcisista que cautiva a quienes se encuentran así identificados, esta “máquina de embriagar”, es alimentada por otra fantasía que es la de la horizontalidad, la de la cercanía. Esto puede evidenciarse en el modo en que los representantes son nombrados, pasando de la utilización del apellido (Menem) a la utilización del nombre propio (Mauricio) y culminando en el uso de apodos (“Javo”). Ciertos dispositivos digitales que los acercan a sus públicos (por ejemplo, el uso de redes sociales para dirigirse sin intermediaciones a sus seguidores), refuerzan esta idea. Esta identificación implica no solo que yo puedo ser el otro, sino que cualquiera puede serlo.

 

Doble corolario de esta transformación. Por una parte, los mecanismos de competencia continúan expandiéndose por el tejido social, llegando a campos que hasta el momento quedaban al margen de ellos. Por otra, la distancia necesaria para el establecimiento de lazos desaparece.

 

Ante estos sentimientos oscuros, que nos comprimen y nos ahogan, la respuesta parece ser la retirada. De esta manera, aparece una pluralidad de mundos que no logra constituir un pluriverso. Queda desnuda, entonces, la problemática del lazo como hilo que forma lo común, es decir, la comunidad. Emerge así una soledad que es desamparo. Para salir de ahí necesitamos levantar la mirada y mirar a los otros.

 

Otros que fallan. Otros con otros deseos, otras historias, otras experiencias, otras creencias, otras ideas. Al igual que nosotros. El otro nos incomoda, pero en esa incomodidad también nos desafía, nos muestra otros mundos, nos enseña, nos ama, nos (trans)forma. En fin, el otro nos habilita la vida. De allí la necesidad de defender los espacios que nos permiten esos encuentros.

 

El individualismo en expansión debilita esos espacios organizativos, institucionales, comunes. Los desafía y los vacía. Quizá radique allí la mayor dificultad para quienes deseamos y necesitamos con las mismas ansias la comunidad, para quienes creemos que su potencia y vitalidad es infinitamente superior a la de mónadas aisladas, desconfiadas, hastiadas.

 

Pero la comunidad ya no aparece como un supuesto, ya no está garantizada. En cambio, se presenta como aquello por lo que hay que trabajar, nuestro horizonte ético-político. ¿Cómo reconstruir la trama social? ¿Cómo construir el deseo ya no de ser el que está arriba sino de acercarnos al que está al lado? ¿Cómo volvernos plurales? ¿Cómo sacar la mirada de nuestros dispositivos y mirar al otro?

 

Nos gobierna una guillotina que no cesa de establecer cortes entre nosotros. El tiempo de la recomposición del tejido social es otro: paciente, reflexivo, amoroso.


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Barbarie es un espacio para el pensamiento crítico que acoge diversas y divergentes posturas. Las opiniones vertidas son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, los puntos de vista de esta publicación.

 

Hello World! Or: How I Learned to Stop Listening and Love The Noise, de Christopher Baker /  Saatchi Gallery 

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