Entre geometrías perversas y dispositivos polimorfos
- Mauricio Bravo

- 30 jul
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 28 ago
Notas sobre “Liturgias Menores”, de Emilia Moren
Galería Animita
Maule 669, Santiago
Hasta el 10 de agosto
Cuanto mayor es la tendencia a ver cosas, menos dioses hay,
y cuando más dioses se ven, menor es el interés por las cosas.
Hay pueblos que solo creen en dioses,
y otros que solo creen en la economía.

Las obras de Emilia Moren presentadas en la Galería Animita incorporan una dimensión ominosa que, aunque latente, ya se encontraba presente en trabajos anteriores. En esos primeros proyectos, la artista problematizaba los dispositivos materiales que la gubernamentalidad neoliberal emplea para reproducir un modelo subjetivo infantilizado, dócil a los ideales de consumo. Me refiero, específicamente, a esculturas como el carro de supermercado transformado en coche para bebés; al video en el que niños replican un mundo adulto conduciendo automóviles de juguete; y a las piezas minimalistas elaboradas con silabarios de goma eva. En cada una de estas obras, Moren nos muestra cómo el mobiliario, los productos, los anaqueles —y otros elementos presentes en centros comerciales, supermercados o espacios de esparcimiento— sostienen su eficacia persuasiva mediante el diseño de morfologías que instrumentalizan la dimensión perversa y polimorfa de nuestra sensibilidad infantil.
En Liturgias Menores, a mi modo de ver, se mantienen algunos de estos tópicos, pero Moren los complejiza al apropiarse estratégicamente de objetos que evocan lo sagrado y lo profano en estado residual. Los dos elementos principales, un carrito con flores plásticas y una pirámide tapizada con cuerina fucsia, junto a una pila de agua bendita impresa en 3D y el piso pintado de un verde estridente, configuran un clima de rara y perturbadora sacralidad doméstica en el interior del inmaculado cubo blanco de la galería.
Este montaje con carácter de simulacro ambiental sitúa al espectador en un espacio litúrgico y liminal donde los restos de nuestra existencia espiritual se enfrentan a vivencias profundamente ambivalentes: el carrito de juguete nos coloca entre la vida y la muerte; el verde del piso nos obliga a experimentar estados emocionales confusos, que oscilan entre la calma y la angustia; la pirámide fucsia evoca sensaciones de trascendencia imposibles en el mundo contemporáneo; y la pila bautismal trae al presente los vestigios de nuestra cultura católica. En conjunto, estos elementos activan en nosotros una sensibilidad religiosa abstracta: una religiosidad sin dioses, que, sin embargo, sigue alimentando el poder que estas formas ejercen sobre nosotros.
Más que simples objetos, estos elementos se presentan como artefactos que revelan, por un lado, cómo persisten —de forma velada— miedos, temores y conductas ancestrales, incluso en un mundo secularizado por el pensamiento ilustrado; y, por otro lado, cómo las tecnologías del marketing en el Chile actual se apropian de esos aspectos inconscientes y oscuros de nuestra vida psíquica para neutralizar las relaciones críticas que los sujetos establecen consigo mismos, con los otros y con su entorno.
Moren, al igual que el filósofo de la ciencia Bruno Latour, parece sostener la idea de que “nunca fuimos modernos”: es decir, que todo proceso de modernización capitalista no sería más que una fachada profiláctica, diseñada para maquillar con discursos de progreso una matriz conductual primitiva e irracional. ¿Qué somos, entonces, si no somos modernos ni civilizados? ¿Subjetividades ingenuas, continuamente capturadas por el fetichismo de la mercancía? ¿O quizás aún antropoides que sucumben ante la enigmática presencia de imágenes que tocan los estratos más primigenios de su memoria filogenética?
La artista no parece interesada en ofrecer una respuesta definitiva. Más bien, se adentra en el sustrato ominoso que recorre, de manera soterrada, el paisaje contemporáneo. Hay algo dark en su propuesta: pese a estar cargadas de color, sus obras emanan una energía extraña, profundamente oscura. Esta atmósfera de ambivalencia sensorial —potenciada por dosis no menores de una belleza convulsa— sugiere que Moren concibe el arte contemporáneo como una caja de herramientas que le permite, mediante ingeniosos procesos de hibridación, leer el inconsciente del capital. En particular, se enfoca en esa zona fantasmática donde el sujeto cartesiano se desploma y se convierte en un amasijo de automatismos fuera de control.
Nada en sus proyectos se presenta como una realidad unívoca o estable. Las cosas están siempre atravesadas por fuerzas contrapuestas y las formas —sin dejar de ser lo que son— devienen morfologías anómalas dentro del sistema: entidades ambiguas que desbordan su funcionalidad y se cargan de intensidades inesperadas.
En este caso particular, lo ritual ensombrece la nitidez ontológica que rige nuestras realidades cotidianas, y el significante popular distorsiona las geometrías euclidianas del estilo minimalista. Aunque Emilia Moren ha declarado su intención de tomar distancia de la crítica al neoliberalismo que atravesaba sus primeras obras, Liturgias Menores —a mi juicio— nos aproxima incisivamente a su núcleo tanatológico. Lo cual nos obliga a preguntarnos: ¿será acaso la pulsión de muerte que alimenta las economías planetarias lo que nos impide ser modernos? ¿O será que el capital, al plusvalorizar nuestra finitud, ha transformado toda nuestra vida subjetiva en un ciclo infinito de ritos que giran sobre sí mismos?
Como señalé antes, la artista no responde. Simplemente, establece conexiones entre objetos que subvierten los rituales colectivos que realizamos para transitar entre la vida y la muerte. De manera similar a la saga El juego del calamar, Moren diseña un escenario distópico en el que la infancia asume la tarea de amalgamar dinero y violencia, pero, también, de revivir creencias que suponíamos extintas.
La pirámide de cuerina, el carrito con flores, el piso pintado y la pila bautismal parodian un mundo que no va hacia ninguna parte, y aluden —con sus colores brillantes, texturas y artificialidad— a las lógicas de simulación en las que estamos atrapados y por medio de las cuales el capital oculta su parte maldita.
El filósofo inglés Timothy Morton define su perspectiva ambientalista como “ecología oscura” (dark ecology), diferenciándose de las corrientes New Age que atribuyen a la naturaleza una cierta beatitud y sacralidad. Para Morton, en efecto, Gaia es oscura, es rara y siempre escapa a todo intento de racionalización. Esa oscuridad resuena en la propuesta de Moren y alcanza también al arte contemporáneo, el cual ya no puede concebirse desde la frágil historicidad del yo psíquico ni desde la transparencia semiótica de un arte conceptual absolutamente disociado de la vida. Se trata, definitivamente, de otra cosa: de convertirnos en máquinas que decodifican y deconstruyen los tiempos y las escalas humanas y no humanas que el capital articula para reducir la vida a juegos de explotación y consumo.
Para finalizar: en Animita, Emilia Moren despliega un giro inquietante. Sus dispositivos estéticos invocan lo sagrado y lo residual dentro de una estética brillante pero ominosa. Lejos de ofrecer respuestas, su obra nos sumerge en una ecología oscura donde el arte se vuelve ritual y anomalía. Como una heterotopía infantilizada, sus piezas parodian los vínculos entre capital, muerte y simulacro. Moren no representa lo real: lo subvierte, lo contamina. Nos recuerda que quizá nunca fuimos modernos, y que la pulsión que organiza nuestras formas de vida es tan ambigua como las arquitecturas anómalas que modulan su devenir.

















































