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Filosofía y psicoanálisis: la práctica de la autorización



I


Se cuenta que una noche, Tales de Mileto caminaba tan concentrado en su contemplación de las estrellas que no advirtió el profundo pozo que se abría a sus pies y cayó en él. Su sirvienta, mientras se burlaba, lo ayudó a salir. Desde su origen –Tales es considerado el primer filósofo de la historia–, la filosofía ha estado ligada al ridículo y a lo ridiculizado, al ridere frente a lo precario, lo menesteroso, lo deforme, lo caído. La caída –también la bíblica– es la cifra de la carencia intrínseca al deseo (we fall in love, on tombe amoreux). Tales está poseído, enamorado, y por eso cae en un hoyo del que solo puede sacarlo quien ha tenido que investir los objetos con orientación al trabajo (a la necesidad). No hay conocimiento sin curiosidad, es decir, sin Eros. El asombro que se asocia al filosofar es un producto de esa curiosidad: no hay más enigma que el que proyecta quien se sorprende, quien desea, quien se expone al ridículo y a la humillación.


La caricaturización del psicoanálisis ha sido patente desde sus inicios, sin siquiera debilitarse hasta hoy. Ese discurso sobre la sexualidad, sobre la infancia, avergüenza, irrita; pero lo que perturba no consiste tanto en sus presupuestos teóricos. La pura teoría es un invento teórico: la filosofía y el psicoanálisis son prácticas, que giran en torno a la transmisión, la transferencia, al vínculo erótico y asimétrico entre personas. En la filosofía se trata de la tradición del discipulado; en el psicoanálisis, de la tradición de la cura. En ambos casos, se pone en juego el vínculo con un otro investido de autoridad, el terror a la pasividad con que la autoridad amenaza (el miedo a ser abusado, a que el otro nos acueste). El riesgo es, precisamente, el de sucumbir al deseo. La figura de la pederastia ha impregnado la imagen de la filosofía desde Grecia: el adulto activo, el inspirator, transmite el conocimiento. Es también quien tiene barba –en sintonía con las figuras icónicas del analista y el filósofo–, en contraste con el erómeno pasivo, que es imberbe. El pasaje a la adultez exige la ruptura con el maestro. Pero la autoridad no despierta temor sino en la medida en que es objeto de deseo lo tremendum es lo fascinans. No hay erotismo sin poder, ni conocimiento liberador sin autoridad de la que liberarse. Se trata, en definitiva, del proceso de autorización (en extremo costoso para filósofos y psicoanalistas, sometidos al diccionario de los adultos, los grandes, so pena de caer en el ridículo).


El psicoanálisis y la filosofía no son caminos de autoconocimiento, sino más bien de liberación. Por eso el análisis exige un final que incluya la prescindencia respecto del analista. En caso contrario, no hay liberación sino tutor. La principal herramienta del sujeto es el coraje, antes que la inteligencia. Si la terapia psicoanalítica busca que el sujeto viva una vida acorde a su deseo, no significa esto “que haga lo que quiera” (mucho menos si lo que quiere es gozar sin límite). Se trata de la soberanía del deseo y su conflicto. El deseo es soberano no porque sea propio (en contraste con el deseo ajeno) sino precisamente porque es lo más impropio del sujeto: es lo que se impone, lo que no se elige. Incluso Eros, cuando ve a Psique, debe clavarse su propia flecha –símbolo de esa falta de elección– para enamorarse. La filosofía y el psicoanálisis actualizan en sus prácticas, en el vínculo entre maestro-discípulo y entre analista-analizante, el proceso de autorización del sujeto, que asume como primer principio el reconocimiento del lazo entre autoridad y deseo.



II


Detrás de la alianza (educativa o terapéutica), se esconde la rivalidad. No es un impedimento, sino más bien condición del erotismo que habilita la transferencia. Como afirma René Girard, no hay deseo sin rival. La filosofía surge de la competición dialéctica: no importaba cual fuera la tesis que eligiera sostener el contrincante, el juego agonístico consistía en refutarla. En la terapia psicoanalítica, la tensión transferencial se hace explícita no solo en las resistencias sino en el hecho de que el discurso del paciente es para el analista un enigma. El vínculo entre enigma y odio fue patente en la Antigüedad griega: los enigmas de la Esfinge son el producto de su crueldad, de su potencia destructiva. Apolo, el dios “que hiere de lejos”, expresaba su perversidad y su ferocidad diferida a través del oráculo de Delfos (Giorgio Colli ha explicado estas cuestiones en detalle). El enigma se vincula a una verdad que se presenta como oculta e incierta pero sobre todo hostil, dolorosa. Se trata de un obstáculo, un desafío, que invita por lo tanto a la lucha. Como el fascinante cielo de Tales, ese misterio es producto de una proyección (del analista), del deseo de interpretar. La interpretación, que presupone el carácter enigmático de su objeto, pertenece desde su origen a este entramado en que deseo y odio muestran su copertenencia. (Por eso cuando George Steiner afirma con desprecio que el psicoanálisis busca anular nuestros valiosos secretos, no ha entendido que más bien los construye).


Si bien el proceso de autorización exige el parricidio, el padre no puede nunca dejarse matar (no lo han hecho Urano, ni Cronos, ni Layo). El oráculo advierte al padre que el hijo lo asesinará, pero renegar del oráculo es un mandato tan fuerte como el oráculo mismo. En una competencia, dejarse ganar es jugar sucio. La filosofía y el psicoanálisis se animan al ridículo: declaman que solo saben que no saben. Pero asumir la castración significa asumir que no puede asumirse. El sujeto filósofo y el sujeto psicoanalista no pueden resignar el saber. Si lo resignaran, ya no desearían. Se ha dicho que el juego socrático consiste en suponer en el otro a un sujeto que sabe, que no sabe que sabe y que puede ir desplegando este saber no sabido a partir de ofrecerse él –Sócrates– como un otro vaciado de saber (el que no sabe nada, el que escucha). Pero Jacques Rancière ya ha desenmascarado la astucia de este juego analítico. El Sócrates de Platón no abandona nunca su lugar de autoridad: comanda siempre la investigación, subraya irónicamente su superioridad. Porque no se trata meramente de liberarse de la autoridad externa, sino de autorizarse uno mismo. Sin tabú sobre la ignorancia, no hay erotismo.


Freud afirmó que hay tres cosas imposibles: educar, psicoanalizar y gobernar. Toda investidura es extremadamente frágil, apenas un ropaje (como el cofre que se revela vacío en The Devils, de Ken Russell, cuyo poder sugestiona a una multitud hasta la posesión). Porque el asunto central no es el deseo inconsciente de matar al padre, sino la angustia frente al hecho de que no hay padre: en el núcleo del parricidio se encuentra la orfandad (Carlos Quiroga). En ese sentido la ironía, el humor, el ridículo, se presentan como las únicas vías de liberación posibles: la palabra que alude, que desplaza su significado, que asume la deuda con el pasado no en términos de sacrificio, sino de interpelación a llevar a cabo en el vacío la práctica de la autorización.



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