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Formas, fuerzas y anomalías en la escena artística local. Sobre la obra de Víctor Hugo Bravo

La fuerza impetuosa de la vida fluye a través de las plantas y animales, sin que sea formulada.

Martin Heidegger, Introducción a la metafísica


El viento, el agua o el vapor podrían, sin ningún problema, tomar el lugar del hombre

Timothy Morton, Hiperobjetos


Intentar escribir sobre la extensa y prolífica obra visual y plástica de Víctor Hugo Bravo, así como sobre su figura, me presenta una doble dificultad. La primera está relacionada con la naturaleza inclasificable de su obra, pues su hacer no se deja reducir a categorías como son las de arte conceptual, arte político, arte relacional o contextual ni tampoco a los refritos posmodernos de orientación subjetivista o expresionista. Más bien, las obras de este artista parecen ser el resultado de la puesta en acción de una voluntad artística impersonal, de una dinámica pulsional y acéfala que desborda por todas partes la figura del sujeto y el conjunto de certezas que garantizan su identidad estable y auto constituyente. La segunda dificultad que experimento al escribir sobre Víctor Hugo Bravo, no menos importante que la anterior y muy relacionada con ella, está vinculada al carácter heterogéneo y anómalo de su imaginario.


Esto se manifiesta en la utilización, en sus montajes, de imágenes que atentan e inestabilizan los imperativos categoriales con las cuales damos orden al mundo y, sobre todo, que alteran hasta la confusión las dimensiones valóricas a través de las cuales transformamos la vida en un débil reflejo de nuestros temores y miedos más primarios.


En efecto, la elaboración de enunciados críticos no anclados ni en el individuo ni en el yo creador o el sujeto cartesiano y la elaboración de una propuesta estética que perturba nuestras perspectivas valóricas más primarias me hace pensar que su trabajo se orienta o dirige a producir un espacio estético cuyos contenidos o dinámicas de expresión. como diría el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, se localizan más allá del bien y del mal, es decir, fuera de todas las ficciones que el hombre ha configurado para mantenerse a resguardo de las dimensiones no humanas que inundan su humanidad.

Dentro de esta exploración de un plano de consistencia estética que no obedece a los patrones antropocéntricos que rigen nuestro devenir subjetivo, creo que el que predomina y señorea en la obra de Víctor Hugo Bravo es, sin lugar a duda, lo animal. Me refiero a que, si existen figuras por medio de las cuales se pueda producir un acceso a su trabajo, es evidente que todas ellas están estrechamente relacionadas con la potencia desterritorializante o desfigurante de una vida anterior a la humana.


No solo lo pienso o creo porque dentro de su propuesta la figura de lo animal, los insectos, las bacterias y todo aquello que distorsiona la figura del hombre y la convierte en un hibrido chocante adquieren una presencia que iguala o incluso supera en protagonismo los signos de nuestra cultura occidental, sino porque, al ver detenidamente sus instalaciones, es imposible no percatarse de la similitud que sus tácticas de apropiación de los espacios expositivos tienen con las formas en que las bestias marcan su territorio o construyen sus nichos y madrigueras.


Función de firma o marca territorial análoga tienen el camuflaje, la mancha o la mácula, los símbolos y los iconos políticos, los objetos y las múltiples y atroces imágenes del cuerpo presentes en el trabajo de Víctor Hugo Bravo. Pero, además, estos elementos plásticos se convierten en fuerzas artísticas impersonales que, de manera simultánea, desatan el miedo y la fascinación en el espectador, provocando su huida o su captura definitiva. Así, al parecer, para este artista el arte contemporáneo no es un medio para vehicular ideas, conceptos o contenidos que refuercen la humanidad del sujeto o den expresión estética a su mala conciencia.


La existencia de una subjetividad estética de las características recién mencionadas es la que actúa a lo largo de toda la obra de Víctor Hugo Bravo. En cada una de sus puestas en escena se aprecia cómo las imaginaciones de una entidad larvaria y molecular secreta formas, excreta cosas, modula espacios y vocifera palabras cuya única finalidad es la de agredir o violentar sistemáticamente la organización binaria de nuestra consciencia socializada.


Tanto en su dimensión corporal como en su articulación social y política, lo deforme para el artista simboliza el sustrato rebelde, irracional e irrepresentable que posee la vida y, en especial, la voluntad de poder que en ella reside y habita. Es este pre-sentimiento de que existe un poder anterior al poder, una política anterior a la política, una anarquía anterior al anarquismo o una voluntad más allá de lo humano lo que sus trabajos intentan captar y hacer visible al espectador.


Bravo es un artista que trabaja “con su animalidad tomando la palabra” (Lemm 16). Sin embargo, esta indagación de formas de expresión no sometidas al significante antropológico se desplaza hacia la exploración del potencial constituyente y disruptivo de lo deforme, lo anormal y lo residual. Al parecer, el artista utiliza el monstruo, la máquina y todo cuanto remita a la pérdida o perturbación de la forma humana como figuraciones que le permiten contrarrestar el patrón apolíneo que domina las formas de expresión critica del arte contemporáneo; formas humanas y demasiado humanas que, por lo mismo, no reflejan el carácter contradictorio de nuestra existencia actual o, más aun, les colocan un velo que nos impide “ver todo lo que hay de terror, de crueldad, de misterio, de vacío, de fatalidad en el fondo de las cosas de la vida” (Nietzsche 37).


Tal toma de posición por lo que aparentemente se manifiesta como negativo o necesario de evadir, borrar o simplemente embellecer es indicativa también de que el artista pone en práctica una política de la forma que busca directamente contrarrestar la nitidez y la transparencia de los modos de subjetivación estética o artística que predominan en la escena actual. Estos modos de hacer que nunca alteran lo políticamente correcto se caracterizan por trabajar una economía de medios austera y de gran pulcritud y, en términos temáticos, abordan nuestros estados de crisis, conflicto, incertidumbre y terror, pero, al someter la visualidad a un régimen de orientación clásica o cartesiana, configuran una imagen mundo liberada de su opacidad y secreta violencia[1].


En La salvación de lo bello Byung-Chul Han observa que “lo pulido, pulcro, liso e impecable es la seña de identidad de la época actual”, enfatizando que estamos en un contexto social en el cual “toda negatividad resulta eliminada”. Este régimen estético lustroso y sin contrasentidos en el que coinciden “las esculturas de Jeff Koons, los iPhone y la depilación brasileña” (5) es lo que el yo mutante de Bravo desafía. Su posicionamiento de un sí mismo informe o acéfalo solo obedece a la necesidad de hacer visible el lado b de lo real que gran parte del arte contemporáneo se afana en tapar, velar u ocultar. Porque, para el artista, lo real contemporáneo, sumido en lógicas de mercado y sometido al imperativo de una felicidad prefabricada, está plagado de paradojas y en particular está lleno de disonancias y contraproducencias. De este modo, su identidad zombi, dado que en su obra “todo ocurre a manera de plaga, por infección y mordedura de temas” (Fernández 13), se plisa y se revuelca en lo abyecto con el único objetivo de hacernos visibles los horrores que traman la jovialidad posmoderna y contemporánea.


Siguiendo a Juan Duchesne acerca del filósofo de la ciencia mexicano Manuel de Landa, “el ensamblaje es legión. Es población, multiplicidad: de células, de átomos, personas, especies vivientes, instituciones, artefactos culturales, sonidos, gradientes de temperatura, o combinaciones de estos”. Esta idea de que el ensamblaje es un sistema de composición basado en lo múltiple y no en lo individual ha estado presente desde el inicio en las instalaciones del artista. En estas obras, cada elemento comparece hasta cierto punto serializado; no es una forma aislada, sino una manada de signos que se movilizan o migran sin destino específico por la geografía de la sala. Por otro lado, en los montajes del artista las cosas o insumos extraídos y recolectados de su medio más inmediato se juntan. pero al mismo tiempo se separan, como si los artefactos diseñados por él emitieran campos de fuerzas que atraen y rechazan componentes a su alrededor. Las cosas, de este modo, están allí, pero su estar nunca es quieto o tranquilo, sino convulso y agonal, por lo cual se puede decir que cada objeto y cada imagen se disputan el espacio que ocupan, pelean y luchan por hacer prevalecer su poder o voluntad de sentido.


Lo que circula, entonces, son deseos, voluntades y potencias sin nombre y sin un yo que garantice su identidad plástica ni les asigne un lugar de procedencia u origen; residuos parciales que, al no estar organizados según un fin narrativo especifico ni sintetizados por aspiraciones formales totalizantes se apropian anárquicamente del espacio expositivo. Más una toma ilícita que un montaje programado, estos sitios son espacios excitados por la imposición de un magma formal que carece de un núcleo o centro ordenador. Este cuerpo rizomático, que solo obedece a directrices pulsionales o instintivas, articula un mundo semiótico en el que la idea o el concepto carecen de todo lugar.

Por ejemplo, las imágenes de dictadores o criminales, las cabezas de teóricos de arte chileno, los cuerpos mutilados o deformes y los múltiples objetos que el artista realiza con desechos de todo tipo, entre otros elementos, no tienen un fin semántico especifico. Contrariamente, se puede apreciar que buscan desenfrenadamente establecer un orden en constante desequilibrio y tensión. Nunca en paz o siempre en guerra, estas iconologías parecieran atacarse todo el tiempo: su agresiva presencia plástica es bélica y no conceptual.


Muy cercanas al materialismo presente en la obra de Georges Bataille y al realismo fecal de la literatura de Howard Phillips Lovecraft, las instalaciones de Víctor Hugo Bravo nos sumergen continuamente en campos de experiencia sensorial contradictorios. La precisión gráfica de sus montajes se confronta con cuerpos volumétricos amorfos y plenos de agresividad; las imágenes de seres alterados por la enfermedad o la violencia se enfrentan a cuerpos fuertemente estructurados por la disciplina militar; entre estos polos o polaridades habitan una infinidad de criaturas de las cuales no se puede establecer un estatuto ontológico específicos: ¿son cosas o criaturas?, ¿pertenecen al presente o a un pasado remoto?, ¿son artefactos diseñados por el hombre o herramientas fabricadas por entidades que pertenecen a otras culturas y civilizaciones?. Estas interrogantes no tienen respuesta en la obra, pues su inquietante “ser allí” solo quiere perturbar una subjetividad demasiado acostumbrada a mirarse a sí misma desde lugares claramente delimitables. En estos espacios distópicos, nada de lo sabido se cumple; al contrario, todo lo que hemos aprendido se rompe: lo militar ya no significa orden ni jerarquía, la violencia se manifiesta como una belleza desenfrenada, el mal se torna una experiencia demasiado familiar, la vida no parece diferir de la muerte, el hombre aparece como una imagen debilitada de lo animal.






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