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Foto del escritorJudith Butler

Futuros del mundo de la vida: fragmento del nuevo libro de Judith Butler

La filósofa estadounidense publica ¿Qué mundo es este? (Taurus), un ensayo en el que se pregunta qué es un mundo habitable y qué hace vivible una vida. Somos seres vulnerables, interdependientes, a la vez que necesitamos a los otros, ese trato nos pone en peligro, así como nosotros ponemos en riesgo al resto. ¿Cómo relacionarnos? ¿Cómo convivir con otras criaturas?, «lo que parece claro es que ya no podemos actuar solo en interés propio», escribe la autora.


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La idea del mundo de la vida nos ofrece la oportunidad de plantear juntas nuestras dos preguntas: ¿qué hace que una vida sea vivible? y ¿qué constituye un mundo habitable? Bajo el confinamiento provisional, quizá hayamos sentido, o sigamos sintiendo, que la falta de contacto físico y de reunión social resulta insoportable, y sin embargo soportamos esas carencias para así proteger las vidas. Y lo hacemos no solo para protegernos, sino porque somos conscientes de nuestra capacidad para infectar a otros. Vivimos, por así decirlo, en un vector ético en el que podemos infectarnos o infectar, una situación que nos sitúa como seres que constantemente estamos desprendiendo partes de nosotros mismos en dirección a otros, y a su vez, naturalmente, recibimos partes de los otros.


Al comienzo de la pandemia, cuando no entendíamos que el virus se transmitía por el aire, teníamos miedo de las superficies del mundo. Y es posible que nos hayamos dado cuenta de que las compartimos: los picaportes que tocamos, los paquetes que abrimos. En todas partes estamos en manos de los demás, lo que significa que la condición misma de nuestra sociabilidad se vuelve letal bajo las condiciones de la pandemia. Sí, todavía hay partes del mundo suspendido que se abren paso durante el confinamiento: palabras de amor y apoyo, arte, y risas a través del teléfono o de internet. Estas conexiones pueden ser a la vez virtuales y viscerales y no deberían subestimarse como sustento de la vida. Pero este vector ético que somos plantea preguntas más amplias sobre hasta qué punto ignoramos parcialmente cómo estamos afectando a los demás o cómo los otros podrían estar afectándonos. Sin embargo, lo que parece claro es que ya no podemos actuar solo en interés propio, ya que este yo corpóreo está en sociedad, ya fuera de sí mismo, en el entorno, con los otros, afectado y afectando. Mi interés resulta ser tu interés, ya que esta vida que es mía está unida también a la tuya, del mismo modo que la tuya lo está a la mía. Y esto es cierto no solo bajo las condiciones de la pandemia, sino también en el mundo social interdependiente en el que nuestras vidas toman forma y tienen sentido. El hecho es que compartimos las superficies y los objetos del mundo, y que los otros pasan entre nosotros, a veces de manera inconsciente. Por lo tanto, lo que tocas me toca, aunque no siempre. Si yo toco una superficie, ¿estoy tocando potencialmente a otro, o estoy siendo tocado por otro? No queda claro si tú me afectas a mí o si soy yo quien te afecta a ti, y quizá ninguno de los dos sepamos en ese momento si ese afectar / ser afectado es también una forma de infectar / infectarse. Cuando pensamos en la relación entre los cuerpos, no estamos hablando simplemente de entidades distintas que existen de forma aislada unas de otras. Pero tampoco estamos hablando de una simple reciprocidad, porque la tierra, el agua y la comida median en nuestra relación, y pertenecemos a esas regiones tanto como nos pertenecemos unos a otros.


Tal como mencioné antes, las reflexiones de Merleau-Ponty, publicadas a título póstumo, sobre el tacto se basan en la figura del entrelaces —el entrelazamiento—. Nos dice que cuando tocamos un objeto, nos hacemos también conscientes de nosotros tocando, y de que el mundo tangible, todo lo que tocamos en el mundo, está siempre definido en parte por el hecho de que lo podemos tocar. Al mismo tiempo, el mundo tangible excede nuestro tacto y establece las condiciones generales de tactilidad. Y ese exceso se da a conocer en el propio acto de tocar. De esta manera, no podemos imaginarnos como seres capaces de tocar sin los objetos tangibles del mundo. Y cuando nos acercamos y nos tocamos, ¿sabemos siempre en ese momento quién toca a quién? Decimos «nos tocamos» y parece que estemos haciendo un informe sobre un encuentro emocional o físico. Si mi mano toca otra, es al mismo tiempo tocada por esa otra superficie corporal, animada y animadora. Esto significa que la otra también me toca, tanto si pienso en mí mismo como receptor o no. Por supuesto, la receptividad no es lo mismo que la pasividad y, sin embargo, ambas se mezclan con demasiada frecuencia. Además, si la actividad y la pasividad se entrelazan, entonces tanto la acción como la receptividad deben pensarse fuera de la lógica de la exclusión mutua.


Esta noción de entrelazamiento obliga a una reformulación de las preguntas básicas: ¿soy sujeto u objeto o ambos siempre? y ¿qué diferencia supone entender el propio cuerpo como unido a un mundo tangible? Si como Merleau-Ponty señala, tocar a otro es también la experiencia de tocarse a uno mismo o tomar conciencia de la propia piel en el punto de contacto, ¿hay alguna manera de distinguir entre esta escena de tocar / ser tocado y un sentido de la tactilidad del yo? Hay momentos de contacto en los que uno se plantea preguntas sobre sí mismo: ¿quién soy en este momento de contacto o en quién me estoy convirtiendo? O, siguiendo la cuestión planteada por María Lugones, ¿en quién me he convertido en virtud de este nuevo encuentro táctil con otro? Cualquier adolescente, en su camino hacia la madurez, se encuentra con este dilema existencial o social emergiendo precisamente en ese momento y lugar, en una proximidad e intimidad cuya forma no podría haber anticipado por completo. Así es como funciona el tacto, nos dice Merleau-Ponty, si es que los límites porosos del cuerpo marcan caminos de racionalidad: afectados por aquello que tratamos de afectar, no hay una vía clara para distinguir la actividad y la pasividad como mutuamente excluyentes. Aristóteles vuelve a morder el polvo.


¿Por qué unir a Scheler y Merleau-Ponty como lo he hecho? ¿Es la destrucción de valor que, para Scheler, define lo trágico algo que realmente nos habla ahora? ¿Es la noción de mundo acusado o descubierto por el trágico suceso algo que ahora podemos presentar mientras buscamos comprender las coordenadas del mundo en el que ahora se nos pide que vivamos? ¿Es este mundo habitable? Si lo es, ¿para quién lo es? ¿Y en qué medida? ¿Qué sucede cuando la destrucción de un valor, como el valor de las vidas, los valores de la Tierra, empapa el mundo de tristeza? ¿Cuándo perdemos el tacto, o la respiración próxima del otro? ¿Quiénes somos entonces o, mejor dicho, qué mundo es este que entonces habitamos, si es que de hecho habitarlo sigue siendo posible? Quizá apartarse de una visión del mundo centrada en el sujeto lleva consigo señales de esperanza o la promesa de otro tipo de construcción del mundo, otra forma de vivir en el mundo del aire y la tierra, de los recintos arquitectónicos y pasillos estrechos, como una criatura táctil que respira y que necesita ciertas dimensiones humanas y no humanas de vida para vivir.


Merleau-Ponty pensaba que el cuerpo humano estaba disperso en el tiempo y el espacio de una forma que otros objetos y cosas no lo estaban. Sin embargo, no tuvo en cuenta que los objetos y las cosas llevan consigo historias naturales, utilizando la frase de Adorno, la historia del trabajo y el consumo, y una mediación de los valores del mercado. Esto es especialmente cierto cuando pensamos en el extractivismo como el expolio de los recursos naturales con fines de lucro. Cuando la relación intersubjetiva se formula sin referencia al mundo objeto, al medio ambiente, a los valores complejos de los bienes naturales, entonces se pierde de vista la organización más amplia de la realidad económica y social, los valores que produce y los que destruye. Cuando la cuestión de un mundo habitable no reflexiona sobre las sustancias tóxicas ambientales y el aire respirable, perdemos el clima como horizonte del mundo, mientras pensamos en cómo vivir bien, y en la mejor manera de habitar la Tierra y hacer un mundo habitable. Vivir de modo vivible exige habitar un mundo y, por lo tanto, ese mundo debe seguir siendo habitable. Los objetos pueden ser vectores para todas estas cuestiones, quizá de manera más clara que si nos enfocamos exclusivamente en la subjetividad o su variante, la intersubjetividad. Para Merleau-Ponty, la relación diádica entre tú y yo está a la vez condicionada y sobrepasada por la propia tangibilidad y por el lenguaje, pero también, podríamos añadir, por la respirabilidad —la propiedad social del aire—.


Aunque la ciencia ha descartado la transmisión a través de los objetos, es posible que tengamos que mirar más detenidamente el mundo de los objetos para comprender su relación con las condiciones elevadas de transmisibilidad. Después de todo, como forma social el objeto está constituido por un conjunto de relaciones sociales. Se fabrica, se consume y se distribuye en el marco de las organizaciones socioeconómicas de la vida. Esta verdad general asume un nuevo significado bajo las condiciones de la pandemia: ¿por qué el repartidor de comida a domicilio sigue trabajando, incluso si al hacerlo puede exponerse al virus más fácilmente que aquel que recibe la comida de él? El carácter funesto de esta pregunta, por supuesto, se intensifica para aquellos que no están vacunados, ya sea por elección o porque las vacunas le resultan inaccesibles o caras, o porque su autoinmunidad es tal que las vacunas no lo protegen. Demasiado a menudo, los trabajadores se han enfrentado a la elección de arriesgarse a caer enfermos, tal vez a morir, para no perder el trabajo. Un virus nunca pertenece al cuerpo que lo contrae. No es una posesión ni un atributo, aunque digamos «fulano de tal tiene el virus». El modelo de la propiedad no puede ofrecer una manera de entender el virus. Más bien, el virus parece poseer a esa persona: viene de otro lugar, toma a esa persona entre sus garras, se transfiere a la superficie de las mucosas o entra en un orificio a través del tacto o la respiración, toma el cuerpo como anfitrión, excava allí, penetra en las células y dirige su multiplicación, extendiendo sus zarcillos letales, solo para ser liberado en el aire y potencialmente entrar en otras criaturas vivientes. El virus aterriza ahí, penetra en un cuerpo parcialmente definido por su porosidad, y parte para aterrizar en otro cuerpo, en busca de otro anfitrión —la piel, las fosas nasales, el orificio—. Durante el periodo más estricto del confinamiento, la gente parecía temer el contacto de proximidad, la transmisión aérea del virus en el cara a cara. Sin duda, en este momento (mientras escribo estamos en plena oleada de la variante ómicron), el encuentro cara a cara se teme mucho más que cualquier contagio a través de la manipulación de un objeto (a pesar de que la investigación sobre las superficies o los fómites sigue sorprendiendo), y ahora al parecer la transmisión por aerosoles es la forma claramente preponderante del contagio viral. Raramente tenemos un control absoluto sobre la proximidad con los otros en el día a día: en este sentido, el mundo social es impredecible. La proximidad no deseada respecto a objetos y otras personas es un rasgo de la vida pública, y le resultará natural a todo aquel que utiliza el transporte público o necesita moverse por una calle en una ciudad densamente poblada: nos topamos unos con otros en espacios reducidos, nos apoyamos en los pasamanos o nos inclinamos hacia la persona con la que hablamos, tocamos cualquier cosa que esté en nuestro camino, a menudo nos aproximamos a extraños con los que tenemos que tratar o que simplemente viven y se mueven en los espacios del mundo que compartimos. Y, sin embargo, esa situación de contacto y encuentro fortuitos, de rozarse unos con otros, se vuelve potencialmente fatal cuando ese contacto aumenta las posibilidades de contraer la enfermedad, y esa enfermedad conlleva el riesgo de muerte. Bajo estas condiciones, esos objetos y esos otros a los que necesitamos se nos aparecen como las mayores amenazas potenciales para nuestras vidas. Esta continua paradoja ha sido, como ya saben, prácticamente insoportable.


Sin embargo, en medio de la pandemia, nos planteamos si queremos vivir en este mundo estructurado por la distancia y el aislamiento, por el trabajo nulo o limitado y por el miedo a las deudas y a la muerte; nos preguntamos si un mundo así es habitable. Sí, hemos sido capaces de encontrar maneras para seguir haciéndonos compañía y crear comunidad en los peores repuntes del virus, de poner arte en el mundo, de mantener conexiones viscerales vivas a través de medios virtuales, conexiones virtuales vivas a través de medios viscerales. Pero el problema de la desigualdad radical es característico de estos días: ¿las vidas de qué personas se consideran valiosas y cuáles no? Lo que podría parecer una pregunta abstracta y filosófica resulta que surge del corazón de una emergencia social y epidemiológica o, incluso, de una crisis. Para que el mundo sea habitable no solo debe mantener las condiciones de vida, sino también el deseo de vivir. Porque ¿quién quiere vivir en un mundo que prescinde tan fácilmente de la propia vida, o de la vida de los amigos y la familia, o de la de poblaciones enteras con las que cohabitamos? Querer vivir en un mundo así es emprender la lucha contra los poderes que se deshacen de las vidas, de las formas de vida y de los entornos de vida con demasiada facilidad. Uno no puede hacer frente a toda esta brutalidad solo, sino únicamente a través de una colaboración, de redes de apoyo que se expanden, que ofrecen nuevas condiciones para vivir y unos espacios-tiempo reconfigurados para el deseo, poniendo en marcha nuevas formas de vida y valores y deseos colectivos. Y para que una vida sea vivible, tiene que estar encarnada, es decir, requiere todos aquellos apoyos que permiten que un espacio sea habitable, y necesita un espacio, un refugio o una vivienda para vivir. Así pues, la vivienda y una infraestructura accesible son precondiciones esenciales para una vida vivible. Pero esos espacios no se limitan a la casa y el hogar; incluyen el lugar de trabajo, la tienda, la calle, el campo, el pueblo, la metrópolis, los medios de transporte, las tierras públicas y protegidas y la plaza pública.


Dado que las vacunas están cada vez más disponibles para los países que las pueden pagar o que tienen la capacidad de producir vacunas no patentadas, y que los antivirales, como Paxlovid, marcarán sin duda una diferencia si se distribuyen ampliamente y se hacen accesibles, los mercados financieros, como era de esperar, han empezado a invertir en el futuro de tal o cual industria farmacológica. La desigualdad radical que caracteriza la distribución global de vacunas nos recuerda que el esfuerzo por acabar con la pandemia debe ir unido a la lucha por superar las profundas desigualdades globales. Tenemos que luchar por un mundo en el que defendamos el derecho a la asistencia sanitaria para el extraño que se halla al otro lado del mundo con tanto fervor como defendemos el de nuestro vecino o la persona querida. Esto puede parecer irracionalmente altruista, pero quizá ha llegado el momento de dejar a un lado ese rasgo local y nacionalista que impregna nuestra idea de lo racional. En 2020 el director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, formuló un precepto ético que tomó «el mundo» como medida, sugiriendo que tal concepto podía ser fundamental para la reflexión ética en el futuro: «Ninguno de nosotros puede aceptar un mundo en el que algunas personas están protegidas mientras que otras no lo están». Hacía un llamamiento para poner fin al nacionalismo y a la racionalidad del mercado, que calculaba qué vidas valía más la pena proteger y salvar, indexando límites y beneficios. Pero también nos decía que la vacuna seguirá circulando mientras haya personas infectadas o infecciosas: nadie estará a salvo hasta que lo estemos todos. Esta verdad epidemiológica relativamente simple coincide, pues, con un imperativo ético. Así, de ambas perspectivas se deriva un compromiso con formas globales de colaboración y apoyo que busquen asegurar un acceso igualitario a la asistencia sanitaria, a una vida digna de ser vivida. Para ello, tenemos que ser conscientes de los potenciales liberados por la pregunta ¿qué clase de mundo es este? De esta pregunta surge otra: ¿en qué tipo de mundo deseamos vivir? No he contestado a la pregunta «¿qué hace una vida vivible o un mundo habitable?». Pero espero estar contribuyendo a que estas preguntas se mantengan abiertas y sirvan para el debate. Sin embargo, pienso que los mundos de la vida en que vivimos deben garantizar las condiciones de vida para todas las criaturas que persisten en su deseo de vivir. Mientras que los epidemiólogos aconsejan que se entienda el covid-19 como una endemia para resolver el problema actual, debemos preguntarnos si, incluso así, es de suponer que una parte de la población mundial tendrá que perder la vida. Son los que nunca tuvieron acceso a las vacunas, los que nunca fueron persuadidos por el argumento de que las vacunas los ayudarían, o aquellos inmunodeprimidos para quienes las vacunas no funcionan. Negarse a aceptar una solución en la que algunos tienen que morir para que la mayoría viva, supone rechazar un utilitarismo grosero a favor de una igualdad más radical para los vivos. Implica afrontar críticamente el cálculo impulsado por el mercado que nos obligaría a tomar tales decisiones. Solo un compromiso planetario puede satisfacer la interdependencia global. Para emprender esta labor, tenemos que renovar y revisar nuestra comprensión de lo que entendemos por mundo, un mundo habitable, entendido como una forma de estar ya y para siempre implicados en la vida del otro. En pleno apogeo de la pandemia, esa interdependencia puede a veces parecer fatal, empujándonos de nuevo a las nociones de individualidad protectora y «seguridad» doméstica (¿segura para las mujeres?, ¿para los jóvenes queer?). Y, sin embargo, la interdependencia es también la salida, que implica una visión de salud global, igualdad de accesibilidad y vacunas gratuitas, y el fin de las ganancias de las farmacéuticas. La interdependencia es también la posibilidad de que podamos tener un éxtasis sensual, el apoyo que necesitamos para vivir y para una igualdad radical, y para aquellas alianzas que se comprometen a construir y sostener un mundo habitable en común. Podemos replegarnos en nuestras vidas personales, preguntarnos cuándo se abrirá más el mundo para que podamos reanudar nuestras actividades y relaciones, y sentirnos cada vez más abatidos por la frustración de nuestro propio interés. Pero este aislamiento personal y esta frustración es algo que se comparte en todo el mundo. Algunos se quejan y se oponen como maníacos a las vacunas solo para comprobar que el virus les arrebata la vida o la de aquellos a quienes dicen amar. Vemos también la respuesta hipernacionalista, que aprovecha la pandemia para consolidar los poderes del Estado bajo formas autoritarias, fortaleciendo las fronteras, practicando la xenofobia y apuntalando el ámbito doméstico heteronormativo. Pero para aquellos que todavía luchan por un mundo común en medio de unas desigualdades letales y formas geopolíticas de dominación, es una situación desconcertante, y mientras tanto nos aferramos a los momentos de promesa dispersos y oscilantes a medida que se proclama el fin de la pandemia, justo antes de la nueva oleada.


A pesar de las distintas formas en que percibimos esta pandemia, todos comprendemos que es de carácter global; nos recuerda que estamos implicados en un mundo compartido. Algunos pueden despotricar contra la condición global y apoyar el nacionalismo, pero sus frenéticos esfuerzos reconocen la naturaleza global de la relacionalidad pandémica. La capacidad de las criaturas humanas vivas de afectarse unos a otros ha sido siempre una cuestión de vida o muerte, pero esto únicamente se hace evidente bajo determinadas condiciones históricas. Por supuesto, no compartimos exactamente un mundo común, y reconocer la pandemia como algo global significa afrontar esas desigualdades. La pandemia ha puesto el foco en las desigualdades raciales y económicas y las ha intensificado, y al mismo tiempo ha reforzado el sentido global de cuáles son nuestras obligaciones con los otros y con la Tierra. Existe un movimiento en una dirección global, un movimiento basado en un nuevo sentido de la moralidad y la interdependencia, resultado de la cruda realidad de la destrucción del clima y de la pandemia. La experiencia de finitud va acompañada de un sentido agudo de desigualdad: ¿quién muere antes y por qué, y a quién se le niega una promesa social o infraestructural que le permita continuar con su vida?


Este sentido de interdependencia del mundo, fortalecido por una situación inmunológica común, desafía la noción de nosotros mismos como individuos aislados, encerrados en cuerpos separados, limitados por fronteras establecidas. ¿Quién podría negar ahora que ser un cuerpo significa estar unido a otras criaturas vivientes, a las superficies y los elementos, incluido el aire, que no pertenece a nadie y pertenece a todos, que nos recuerda que la vida solo puede persistir más allá de las relaciones de propiedad?


En esta época de pandemia, el aire, el agua, la vivienda, la ropa y el acceso a la atención sanitaria son lugares de ansiedad individual y colectiva. Pero todas estas necesidades vitales ya estaban en peligro debido al cambio climático. Tanto si uno vive una vida vivible como si no, esta no es solo una cuestión privada existencial, sino una cuestión económica urgente, instigada por las consecuencias de vida y muerte de la desigualdad social: ¿hay servicios sanitarios y refugios y agua potable para todos aquellos que deberían tener derecho a una parte igual de este mundo? La pregunta se hace más urgente por las condiciones de mayor precariedad económica durante la pandemia, que ha puesto en evidencia también la catástrofe climática en curso y la amenaza que supone para una vida digna de ser vivida.


Un mundo habitable para los seres humanos depende de una Tierra floreciente en la que nosotros no seamos el centro. Nos oponemos a la contaminación medioambiental no solo para que nosotros, los seres humanos, podamos vivir y respirar sin miedo de envenenarnos, sino también porque el agua y el aire tienen que tener vidas que no estén centradas en la nuestra. Al desmantelar las formas rígidas de la individualidad en estos tiempos interconectados, podemos imaginar el papel menor que los mundos de los seres humanos deben desempeñar en esta Tierra de cuya regeneración dependemos, y que, a su vez, depende de nuestro papel, menor y más consciente. Una Tierra habitable exige que no habitemos todo el planeta, que no solo limitemos el alcance del espacio habitable y la producción humana, sino que lleguemos a conocer y prestar atención a lo que la Tierra requiere.





¿Qué mundo es este? Fenomenología y pandemia

Judith Butler

Traducción de Cristina Zelich

Taurus, 2023, 176 páginas.


*Miquel Taverna, CC BY-SA 4.0

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