Hacerse lugar: Lemebel según Óscar Contardo
Luchar toda la vida para ser quien eres. Podrías esconderte, evadir; o puedes ir a la guerra, estar listo para atacar. Así te haces un lugar, te haces reconocer. En teoría todos, porque somos humanos, hacemos eso. La vida es lucha, dicen. Pero esa lucha genérica, en abstracto, que quizás damos por hecho, para algunos es, debe ser, un acto hiperconsciente, constante, sin tiempo para dormirse o te llevará la corriente. Debes hacer de ti una reivindicación: debes, o sea, te lo impone el mundo que te margina y a la vez decides hacerlo para plantar tu margen. Así como todos somos libres e iguales, pero algunos son más libres e iguales, bueno, todos luchamos, pero solo algunos luchan de verdad y por siempre: los menos libres e iguales que, porque se eligen, en realidad son más libres e iguales.
Todo ese párrafo de filosofía trivial, por el que me excuso, viene al caso para decir que Pedro Lemebel —escritor, artista, comunista, pobre, homosexual, loca— se la pasó luchando y que ser espectador de ese trance, gracias a Loca fuerte, la biografía de Lemebel firmada por Óscar Contardo, abisma, angustia, agota. Da rabia.
Contardo hace un retrato que lleva a preguntarse por aquellas vidas, como la del autor de Tengo miedo torero, que no pueden dar por descontado su lugar en el mundo. Y que entonces deben luchar y luchar, y cuidar cada paso.
“Él era muy notorio. Para la época era demasiado, muy fuerte ¿me entiendes? Él llegaba pintado a la universidad y le importaba un coco, ese era el Pedro”. Cuando uno de los entrevistados le dice eso a Contardo, este se queda suspendido en el adjetivo “fuerte”, “una palabra que se usaba en tono despectivo para referirse a los más afeminados. La expresión supone que pasar inadvertido es una cualidad, un superpoder admirable. La masculinidad como un atributo valioso. En el otro extremo estaban lo femenino y las locas fuertes”.
No siempre es cierto que el infierno sean los otros, como creía Sartre, a veces puede ser uno mismo, incluso uno mismo creyendo que el resto se preocupa de mí. Pero al menos en el caso de Lemebel la hipótesis se confirma: un niño homosexual y pobre, entre niños y adultos pobres y homofóbicos; un comunista y demócrata, homosexual, en medio de una izquierda y una democracia homofóbica; incluso, cuando ya se había hecho un nombre, un lugar, le toca ser un artista y escritor exitoso, homosexual, tachado y simbólicamente muerto por jóvenes artistas universitarios homosexuales que lo acusan de vendido.
“Tenía una conciencia firme y rigurosa del personaje que proyectaba y de la manera en que quería aparecer en la escena pública: desde las portadas de sus libros hasta las entrevistas en la prensa”, escribe Contardo. “Era un rigor cultivado en la experiencia del acecho enemigo y la desventaja crónica, un punto de comunión de muchos hombres homosexuales criados en estado de emergencia: había que estar alerta en la casa, en el barrio, en la escuela, en el liceo, en la calle, en la universidad. Conocer la mejor hora para salir al pasillo del block, para bajar la escalera, para rodear a los machitos de la esquina y a los del recreo. Interpretar el más mínimo gesto que pudiera indicar un ataque. Mantener rutas de seguridad y de emergencia, esperar el momento para la ofensiva, leer las señales que indican cuándo iniciar la retirada y con quién establecer alianzas”.
Esa autoconciencia al segundo, en vivo y en directo, sin descanso, seguro es opresora; te obliga a ser valiente, imagino, aunque no lo seas. Aunque no quieras serlo. ¿Por qué tener que ser bravo para poder ser? ¿Por qué no poder ser sin más?
¿Por qué importa la homosexualidad, lo que otro u otra haga o no con otros u otras, sus orientaciones? ¿Qué molesta? ¿Por qué molestamos a esos compañeros de liceo amanerados, gestuales, que se contornean más de lo “debido” al caminar? Digo, ¿por qué nos molesta y por qué, luego, nos damos permiso para molestarlos? ¿Qué hay en nosotros que nos inquieta esa presencia, esa figura, esa representación, esa manera de ser en el mundo?
Es todo muy raro, muy tonto, incluso ridículo, gratuito. Pero hace daño. Y hasta mata: recién el pasado 2 de agosto el congreso chileno derogó la última ley homofóbica; días antes en Quillota asesinaron a un chef y le escribieron palabras homofóbicas en su cuerpo.
Cuando Contardo publicó Raro, su historia gay de Chile, le pregunté qué es lo raro en la historia que cuenta su libro: “Lo raro es la persistente preocupación por algo que no debería tener ninguna relevancia. Lo raro es la cantidad de contenidos con los que se rellena ese prejuicio, un sinfín de creencias —como descripciones médicas, ¡médicas!, que determinaban que los homosexuales no podían orinar en línea recta y les gustaba el color verde—, que durante mucho tiempo le han hecho y le siguen haciendo un inmenso daño a muchísima gente”.
Lemebel, en todo caso, no era una víctima. Eso queda claro en Loca fuerte, le enardecía la condescendencia. Y se me ocurre que si alguien le hubiera dicho que estaba dañado lo hubiera escupido. Tampoco era un santo, ser su amigo parece cosa difícil, y más difícil ser sujeto de su amor, parece que había que llevarle el amén o pelearse. O de vez en cuando descansar de su intensidad. Además, la santidad (a pesar del amén), o la santificación, siempre endulzante y neutralizadora, no se lleva bien con la rabia y el resentimiento, esas potencias creadoras.
No era santo Lemebel, sí quería vítores, aplausos, quería brillar; que es otra manera de decir que quería reconocimiento. Lo mismo que queremos todos. Reconocimiento y gozar; “todo lo que el CADA asumía con rigor conceptual y explicaba con severidad y erudición, las Yeguas del Apocalipsis lo transformaban en una fiesta escandalosa para audiencia callejera, ajena a las galerías de artes y con ambición de goce”, dice Contardo.
Lemebel no quería trabajar porque trabajar es sufrir. ¿No se trata de eso hacer arte, escribir? Además, ¿en qué puede trabajar una loca, y una loca fuerte, sin tener que esconderse, simular, negarse?
Detrás de la fortaleza de Lemebel se adivina, Contardo la deja ver, una tristeza, un desconsuelo. Una pena. Que se hace evidente cuando muere la madre y a él casi se le va la vida. Era un soporte, tal vez uno de los pocos. Y ahora qué, piensa uno como lector que pensó Lemebel. Qué y para qué.
Si uno es pesimista, melancólico y un poco dramático, autocompasivo incluso, podría pensar como pensaba Chéjov: “Cruel, implacable… Si el individuo desaparece tras la muerte, la vida no existe. No puedo consolarme pensando que me fundiré con los suspiros y los tormentos de una vida universal cuya finalidad ignoro. Convertirse en nada es siniestro. Te llevarán al cementerio y, después, la gente volverá a su casa y beberá té. Es horrible pensar en eso”.
Uno podría ponerse cerebral, implacablemente lógico y decirle a Chéjov que no se preocupe de tonteras, que no sufra por cosas que no va a experimentar. Que convertirse en nada es precisamente eso, nada, y que nada le va a importar si la gente se vuelve a la casa a beber té y chao. O podría poner manos a la obra y asegurarse de que las cosas no sean así, por ejemplo, con un funeral en vida. Una especie de trampa a la muerte para asegurarse la inmortalidad.
Hacer como hizo Lemebel.
Cuando ya estaba muy grave, con cáncer, internado, casi sin voz, esperando morir… en realidad no esperaba morir. Seguía. Organizó un autohomenaje en el GAM. Los médicos le prohibieron ir, era peligroso para él. ¿Qué dicta el instinto de supervivencia en una situación así? ¿Ir o no ir? La pregunta está mal planteada, o requiere de una pregunta previa: ¿qué es sobrevivir?, ¿cuidar la salud a todo evento, especialmente la poca salud, o hacer lo que te hace sentido? ¿En cuál alternativa uno se cuida mejor? ¿Qué es más saludable?
Contardo recuerda que Carmen Soria, amiga de Lemebel, no quería que este fuera al homenaje: “Después entendí que eso fue un regalo enorme para el Pedro: el aplauso, el reconocimiento. La peleó harto el Pedro. Yo una vez le dije. ‘Pedro, basta, no sigas’. Y me retó”. Lemebel le dijo: “Conchatumadre, tú quieres que me muera, huevona”.
Pelearla era, tal vez, descuidarse, exponerse, como lo había hecho toda su vida. Así se protegía, o no; pero en todo caso vivía con algún sentido, haciéndose lugar y haciendo lugar. Descuidarse era cuidarse, porque, supongo, seguir siempre es seguir por la vida. El resto, la muerte, son despojos que no valen la pena. Sin embargo, sigue ahí una pregunta: ¿qué ocurre con quienes no quieren luchar, o no pueden, o simplemente con quienes quieren pasar desapercibidos, pero siendo quienes son, sin tener que estar en guardia, sin hacer de sí una reivindicación, reconocidos sencillamente porque también son humanos?
Juan Rodríguez M.
Loca fuerte
Retrato de Pedro Lemebel
Óscar Contardo
UDP 2022
Biografía
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