Hasta la perra era hembra
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Hasta la perra era hembra

El hombre es el hijo del niño. Me encanta esta frase: lo vivido en la infancia determina tantas cosas. Simple, rotundo, indiscutible. Yo crecí con mi mamá, mi abuela, la nana, mi hermana mayor, mi hermana menor, la perra. Mi mamá: siempre el centro de atención, divertida, hermosa, culta, con mucha vida social; una deidad y el centro de mi vida. Mi abuela: elegante, bella, proveedora. La nana: cálida, contadora de historias, siempre ahí. Mis hermanas: populares, guapas, sociables. Y la perra –una pseudo cocker negra llamada Lady–: incluso ella era hembra.

 

Lady era extravagante y noctámbula. Por las noches se oían sus rápidos pasos sobre el tejado de la casa, que era lo suficientemente horizontal como para que ella pudiera deambular libremente. Sin que nadie le hubiera enseñado, había aprendido a subir al techo desde el altillo para vigilar la entrada. Quienes pasaban por ahí se quedarían estupefactos al ver que los ladridos que rompían el silencio nocturno provenían de un pequeño animal que se confundía con la oscuridad, y que los observaba fijamente desde las alturas casi lanzándose al vacío. Lady era conocida en el barrio como la perra-gato y rebosaba energía. Un ser cariñoso con una mirada dulce, pero que iba y venía a su antojo. A pesar de su nombre, ni un asomo de flema británica, ni una pizca de perrita faldera.

 

Tímido y sensible, yo era el único hombre –entonces niño– de la casa. Tan solo uno de siete: representaba un desnutrido 14% de la población. Más encima, mi mamá quería dejar este porcentaje en cero. Sin reparar en mi sexo, en las más diversas conversaciones repetía con convicción: «Es que en este país no hay hombres, ¡ya no quedan hombres en este país!». Supongo que no me lo tomaba muy en serio –desde temprana edad tuve que aprender a advertir ironías, sutilezas, dobles sentidos–, pero recuerdo que me dejaba perplejo y me hacía sentir incómodo, impotente. ¿Y yo no soy un hombre? ¿No cuento? me decía, incapaz de rebatir a la poderosa mujer eje de mi existencia.  

 

Mi devoción por ella podía transitar por caminos curiosos. Unos días que estuvo enferma sentí la necesidad de alegrarla, y me las ingenié para recolectar todas las monedas que pude e ir a una tienda cercana en búsqueda de un regalo. El escaso dinero reunido no me permitió muchas opciones, y elegí dos estilizadas figuritas de yeso: un joven y una doncella ataviados con elegantes ropajes azules estilo rococó (con una postura galante, él parece invitarla a bailar; coqueta, ella da a entender que acepta). Las pequeñas estatuas decoraron por un par de días la mesa de trabajo de mi mamá –desde la cual en tantas noches se escuchaba el pájaro carpinteril repiqueteo de su máquina de escribir–, y diría que después no volví a verlas.

 

Incontables veces al día llamaban por teléfono a mi mamá y Rosa, la nana, sabía lo que tenía que hacer. ¿De parte de quién?, preguntaba con tono amable y, tras silenciar la bocina del aparato, cantaba el nombre. Dile que estoy en la ducha y que lo llamo después. Dile que me acabo de ir y que volveré tarde. Mmm dile que no estoy pero que te dejé dicho que la llamaré apenas pueda, replicaba mi madre en forma de alegres cánticos que se oían en toda la casa. El antiguo suelo de parquet y los varios muebles de madera parecían templar su voz algo metálica y, sobre todo al sol del atardecer, eran tan cálidos como su pelo crespo y rojizo. La mayoría de veces no se ponía al teléfono; crecí escuchando múltiples excusas, cosa que aumentaba mi convicción de que ella vivía en una especie de Olimpo. Un cielo por el que yo pululaba y desde el que ella decidía a los elegidos.

 

Y un cielo que se resquebrajó cuando empecé a ir al colegio, para mí enorme y hostil, para mis hermanas un lugar donde socializar. En él yo echaba tantísimo de menos a mi mamá, a la nana, la tibieza del hogar; recuerdo el primer año como un año de llantos y angustia. Esos pasillos fríos donde me cruzaba, y a veces me chocaba, con un río imparable de ruidosos desconocidos. Aquellas salas de clase llenas de elementos coloridos que invitaban a jugar y a sentirse bien, pero que para mí eran horribles y burdos. Mi casa era mi refugio, un mundo totalmente separado del colegio. En cambio, mis hermanas lo traían a casa: las tardes eran un hervidero de compañeras-amigas que las visitaban, lúdicas y risueñas, ante mi mirada desconfiada. En definitiva, todavía más mujeres y ningún hombre a añadir; yo nunca rompía la barrera de protección, nunca traía compañeros a casa.      

 

Rosa era evangélica y una gran narradora. Con innatos dotes dramatúrgicos, nos contaba con el mismo ímpetu y cariño tanto escenas divertidas de su reciente juventud –acompañadas de su risa contagiosa– como pasajes bíblicos y de la vida de Jesús. Las primeras ocurrían en la verde Araucanía, que en sus historias yo imaginaba invernal y ahumada, y los segundos en tierras que visualizaba desérticas y muy soleadas: los escenarios eran Jerusalén, Jericó o Galilea. Supongo que yo no era consciente de la enorme distancia cronológica, geográfica y devocional que había entre ambos tipos de relatos. Para mí todos eran la mejor forma de pasar el tiempo, y las historias de Rosa y sus amigos llamaban tanto mi atención como las vidas de los apóstoles. ¿Para qué querría ir al colegio si tenía esto en casa? ¿Qué profesor o miss podría enseñarme cosas más estimulantes, más cercanas?      

 

Las vacaciones en casa de mi abuela en el sur tampoco ayudaban a que yo quisiera salir del matriarcal entorno familiar. Ahí todo era impecable, como ella, que tenía una belleza elegante y sobria y una figura esbelta que vestía de la misma manera. Su casa funcionaba a la perfección: una cocina a leña donde en cada instante se preparaba puntualmente la siguiente comida, inmejorable y generosa en platos favoritos; dos chimeneas siempre encendidas cuyo fuego me hipnotizaba; una sala de estar que siempre recordaré como el lugar más acogedor posible; un brillante suelo de largas y angostas tablas de madera color miel sobre el que me encantaba jugar; unos duros y curvilíneos sofás antiguos con tapices florales que mi cuerpo amaba. Y todo estaba teñido de una sensación de natural abundancia –heredera de “la América” que habían hecho mis bisabuelos al migrar desde España– que yo disfrutaba saborear.

 

Ciertamente, soy el hijo de un niño que se crió entre unas mujeres que eran todo su mundo. Hace años, cuando asumí que me gustan los hombres, para dar ligereza a algo que en aquel tiempo no la tenía empecé a decir en broma que soy lo que soy porque crecí entre tantas mujeres, y qué mujeres. Tan omnipresentes, demasiado potentes, enormemente centrales en mi vida. Muy líderes, y yo no. Mi mamá y mis hermanas tan populares, y yo no. Mi mamá negando la existencia de los hombres. Las amigas de mis hermanas invadiendo mi espacio privado. ¡No más mujeres en mi vida!, bromeaba.

 

Desconozco si alguna teoría psicológica podría sustentar este planteamiento. Parece simplificar demasiado, claro: tuvo tanto de algo que necesitó de lo otro. Un lado lo abrumó e hizo patente su fragilidad, y por eso se fue al otro lado. Se empachó de lo femenino. ¿Funcionaremos así? ¿En alguna medida, tal vez? No lo sé, diría que no, y por lo demás qué importa. Es una simple broma, no una búsqueda de las causas de nada. Pero me sigue dando vueltas; cada cierto tiempo asoma su cabeza y vuelvo a soltarla ante nuevos interlocutores. Qué culpa tendría esa pobre perra, añado a veces.


Dedicado a María Teresa, Teresa, Rosa, Maite, Marcela y Lady.



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