Identidad a préstamo
-Ah sí, la conciencia histórica…-, dijo el hombre de la bata blanca golpeando la mesa con los dedos y mirando hacia afuera. Resultaba impreciso hablar de mirar hacia afuera. Estaban afuera. La sala no era más que un cubo de vidrio. Una interferencia casi invisible en medio de la nada. Dentro, una mesa transparente sin un solo objeto encima y las dos sillas en las que estaban sentados. Curiosamente, en la sala no hacía calor.
-...No tenemos nada que ver con eso…con la conciencia histórica…-, repitió el hombre de la bata blanca que no llevaba ninguna identificación visible. Debía ser el médico. O el vigilante. Vigilante o médico era casi lo mismo, entre unos y otros ya no había diferencias evidentes. Cada vez resultaba más difícil establecer las diferencias entre cualquier cosa.
El visitante consideró oportuno esperar a que el hombre de la bata blanca decidiera continuar. Él ya había dicho todo lo que tenía que decir. Que no era mucho, aunque sí lo suficiente. A pesar de la digresión, el visitante sabía que el hombre al otro lado de la mesa lo escrutaba buscando una fisura. Para protegerse trató de despejar la cabeza y dejar la mente en blanco. Pero T. aún poblaba sus pensamientos. Aunque ahora ella se encontraba a más de un año luz y de que él iba en dirección contraria, no conseguía convertirla en un recuerdo selectivo. Algo fallaba en el tratamiento y en su cerebro que se resistía al efecto de las píldoras. Cuando la memoria parecía haber sellado el acceso al recuerdo espontáneo, este conseguía reaparecer saltando las barreras de su voluntad y de los efectos químicos que hubieran debido frenarlo. En aquel momento tendría que haberle dicho muchas cosas, pero sin futuro, de qué hubieran servido las palabras. Serían otra carga de la que habría que desprenderse a fuerza de fármacos porque ahora viajaban en direcciones opuestas y el visitante sabía lo que eso quería decir: nunca más. Desde que se produjo el desajuste vivían un presente sin memoria sensible. El dominio de las distancias había obligado a desfigurar las emociones. No había nada que preguntar. Ellos ya habían heredado ruinas y debían manejarse con identidades a préstamo.
Una hormiga pasó debajo de su bota bajo el piso de vidrio. Dio varias vueltas entre los guijarros pálidos y se perdió en un agujero. ’Camponotus mus. Aún saben dónde van y cuál es su misión, es la memoria intrínseca de su especie’, pensó. ‘Debo grabar eso y desarrollarlo, la teoría puede ser interesante’. Hormigas todavía quedaban, de varias clases. Abejas no. Algunos científicos y la mayoría de los charlatanes aseguraban que su desaparición era la causa del desajuste. En la polémica sobre las razones que lo produjeron, ese era el único punto en el que los pasquines amarillos y las publicaciones científicas estaban de acuerdo.
-El Estado invierte mal sus recursos, es…-. Mientras hablaba, el hombre de la bata blanca lo miró fijamente pero desistió de terminar la frase. No parecía cansado, ni sorprendido, ni siquiera molesto con la visita. Solo transmitía aburrimiento. Un tedio espeso que le hundía los ojos y lo dejaba con las frases a medias. Ese era su trabajo. Era probable que llevara mucho tiempo en el Cubo 4. El visitante había visto a muchos como él, casi todos los asignados en las estaciones de control del Meridiano 29 tenían el mismo aspecto y hablaban de forma similar. Eran funcionarios de frontera de quinta o sexta categoría con cara inexpresiva, mirada fija y ojos secos. El visitante pensó en chasquearle los dedos frente a la nariz: uno, dos, tres, ¡despierta! Pero se contuvo. La broma no sería bien recibida y aún sacaría menos del hombre de la bata blanca. No es que necesitara mucho de él, sólo el pase administrativo. Ese encuentro en el Cubo 4 no era más que un trámite que esperaba se alargara lo menos posible. Le desagradaban los exiliados de frontera, siempre les gustaba hacer sentir la pequeña dosis de poder que el sistema les concedía por gestionar la burocracia allí donde nadie quería estar.
-¿Usted no escucha la música?-, preguntó el funcionario. La negativa del visitante le hizo sonreír. Más bien torció la boca en una mueca inclasificable. Fea en todo caso.
-Ya la escuchará…-, añadió hilando por fin una idea que no quedaba entrecortada en el aire. Por primera vez un brillo apareció en sus ojos pero enseguida bajó los párpados y volvió a ensimismarse en el paisaje muerto y arenoso en el que estaba incrustado el cubo de vidrio. El visitante percibió maldad en aquel relámpago que había cruzado los ojos del funcionario. El brillo del placer morboso que disfrutan los mezquinos ante la desgracia ajena. Fue fugaz pero definitivo. Ese era el rasgo de su identidad primaria. Manifestándolo había cometido un error que puso en alerta al visitante. Contra su voluntad comenzó a especular mentalmente sobre si el hombre de la bata tendría o no tatuajes. Intuyó que debía deshacerse de esos pensamientos. El funcionario estaba utilizando un método simple para tomar control y extraer más información de la que había recibido. Trató de volver a concentrarse en T. sin conseguirlo. A pesar de sus intentos por salir del espectro de influencia, su mente seguía especulando sobre los tatuajes. No, no tenía, estaba casi seguro. Su piel era demasiado fina y transparente. No los hubiera soportado. Era solo una conjetura pues no alcanzaba a ver más piel que la de las manos y el rostro que asomaba sobre el cuello rígido y alzado de la bata.
La hormiga acudió en su ayuda cuando volvió a pasar debajo de su bota consiguiendo que desviara su atención de los pensamientos que el funcionario trataba de infiltrar en su cerebro. Salió a toda velocidad del agujero por el que había entrado unos minutos atrás. El visitante estaba seguro de que se trataba de la misma hormiga. No había visto ninguna otra y era fácil advertir que aquel hueco entre los guijarros no era un hormiguero. Detrás de la hormiga apareció una araña de patas largas que quedó aprisionada entre la tierra y el piso del cubo de vidrio. Durante unos segundos contorsionó el cuerpo tratando de adaptarlo al espacio para poder avanzar, pero era demasiado grande y tuvo que retroceder. Quedó agazapada en la entrada del agujero esperando que la presa volviera.
La esperanza es un mal universal, pensó el visitante. Ninguna fuerza es tan irracional. Lo más probable es que la hormiga hubiera aprendido y memorizado la lección. Aún conservaba el instinto de su identidad primaria. No regresaría. Estaba convencido de que por ningún motivo cometería el mismo error. Y la araña sería capaz de morir de hambre a la entrada de su agujero, confiada y expectante, aferrada ciegamente a la esperanza de ver a su presa regresar a la trampa. Las arañas son hábiles y laboriosas pero menos inteligentes que las hormigas. La esperanza y la razón discurren por caminos diferentes que no se cruzan. Si en aquel duelo tuviera que apostar por alguien, definitivamente el visitante apostaría por la hormiga.
La voz del funcionario lo tomó por sorpresa cuando dijo ‘aquí’, mientras se descubría el costado derecho del cuerpo subiéndose la bata. El visitante levantó los ojos del suelo y alcanzó a ver un tatuaje que se extendía desde la axila hasta más allá de la cadera, perdiéndose bajo el pantalón. Una serie intrincada de dibujos que debían contener algún código que no llegó a descifrar porque enseguida el hombre dejó caer la bata y volvió a sentarse. El visitante sintió un escalofrío y se enderezó en la silla. ¿Por qué había hecho eso? ¿Por qué había saltado los protocolos tomando el control para hacerle pensar en el tatuaje y después mostrárselo como prueba de que lo había conseguido? Él no escuchaba la música. Sólo los psíquicos y los deficientes escuchaban la música. Los primeros aún podían contar con ser asignados a labores despreciables. Los deficientes no tardaban mucho en desaparecer, mantener inútiles resultaba demasiado caro. El incidente tenía que ser una simple casualidad. Pero el visitante sabía que atribuir lo inesperado a la casualidad es otro mal universal. La casualidad, como la esperanza, no calza con la razón. Menos aún en la línea del Meridiano 29 donde las variables fortuitas habían sido excluidas.
-Si está aquí algo habrá hecho…usted está empezando a escuchar la música…-, la voz del funcionario no era incriminatoria ni transmitía ningún juicio de valor. Sonó atonal e higiénica, como de relleno. El visitante lo miró fijamente y dejó pasar la frase. Nada era muy diferente de lo ensayado en los entrenamientos. Nada, salvo el hecho de extralimitar el procedimiento regular del trámite y haber tomado el control. Aquello era definitivamente un error. Debería reportarlo. Pero decidió no hacerlo. Corría el riesgo de quedar varado mucho tiempo en el Cubo 4 hasta que el proceso fuera reprogramado en otro punto del meridiano. Nadie salvo tipos como el hombre que tenía enfrente aceptarían trasladarse de un momento a otro al borde del Meridiano 29. El visitante se impacientaba. El trámite se estaba alargando de más. Sacó su celular de uno de los bolsillos interiores del chaleco y lo colocó sobre la mesa. El hombre de la bata blanca dobló un poco la cabeza y se irguió imperceptiblemente. El visitante sabía que debía blindarse, algo en aquel gesto sinuoso le recordó a una cobra cuando estudia al enemigo antes de decidirse a atacarlo con un movimiento rápido.
-Ya se jugaron todas las revoluciones y el Estado continúa invirtiendo mal sus recursos, usted es un claro ejemplo… -, insistió. El visitante no contestó. Hacía ya un buen rato que quería terminar con las amenazas enigmáticas y las frases inconclusas del funcionario. Cerró los ojos para evitar una nueva interferencia. Hasta que por fin el hombre se puso de pie y colocó el índice y el pulgar de la mano izquierda sobre la pantalla de su dispositivo. Un triple sonido agudo anunció que los datos habían sido comprobados con éxito. Tenía vía libre.
Antes de salir, el hombre de la bata blanca se roció la cabeza con un spray y se puso un overol que se infló ligeramente al contacto con el cuerpo.
-Antes de pasar al siguiente meridiano, acepte que las singularidades son supuestas y repase sus notas. Sabe que todo está allí. No tendrá más oportunidades-, dijo girándose hacia el visitante mientras cerraba la puerta.
El visitante aún continuó en la silla viendo cómo el funcionario se alejaba al otro lado del vidrio. Llevaba las manos metidas en los bolsillos y al caminar levantaba polvo amarillento. Pronto desapareció entre las ráfagas de nubes compactas que producía el fuerte viento arenoso.
Contra todo pronóstico la hormiga volvió a pasar debajo de su bota dirigiéndose como una estúpida hacia el agujero. La araña apenas tuvo que estirar dos de sus patas. Y enseguida desapareció en la oscuridad asegurando bien a su presa.