La niebla de la historia
El comité del Nobel fue realmente inteligente al deslizar su premio a la persona cuyo nombre aparece en la portada, antes de que nadie tuviera la oportunidad de apreciar completamente quién es Olga Tokarczuk. Pues Los libros de Jacob se sitúa junto a las grandes meganovelas posmodernas de Pynchon o Perec, Bolaño o García Márquez.
Jacek Kotodziejsk
El hebreo se escribe de derecha a izquierda: ¿se podría uno hacer la idea numerando las páginas de un libro al revés, como en Los libros de Jacob, de Olga Tokarczuk? Al menos, podría pensarse, uno sabría cuántas páginas quedan por leer sin tener que restar; pero se estaría en un error, ya que hacer esto tiene el efecto de eliminar la idea misma de una última página, que ha resultado ser la primera. Tal vez, entonces, esto simula la cuenta regresiva mesiánica misma: el tiempo de espera del fin de los tiempos, o del Apocalipsis, “un rey ataviado con armadura de oro que entrara en Jerusalén a lomos de un corcel blanco, quizá también con sus huestes, guerreros que junto con él se harían con el poder y fijarían el orden definitivo de todas las cosas”. A menos que “el Mesías que viene es un Mesías afligido y doliente, lo ha aplastado el mal del mundo y el sufrimiento humano. Quizá incluso se parezca a Jesús [la sola idea es una abominación para los creyentes], cuyo cuerpo herido está clavado a una cruz en casi todos los cruces de caminos de Korolówka”. ¡Error, error! El tercer Mesías no es nada de eso. ¿Mencioné que era el tercero? ¡Otro malentendido más!
Pero en cuanto al hebreo, nuestro interés por él está precedido por el del padre Chmielowski, bibliófilo apasionado y autor (él es un verdadero personaje histórico) de la primera gran crestomatía polaca, Nueva Atenas (a partir de la cual Jacob Frank aprenderá el idioma polaco), un folleto de los más interesantes pensamientos y dichos del pasado, al que ha decidido añadir la sabiduría de los judíos, hasta ahora vedada a él. El sabio rabino Elisha Shor, a quien el padre Chmielowski propone un intercambio de preciosos volúmenes, resulta, sin embargo, que le ha dado no el Zohar, sino simplemente un libro para niños (más tarde, el padre Chmielowski, incapaz de guardar rencor, o incluso mucho más, protegerá la considerable biblioteca del viejo rabino durante las persecuciones). Sin embargo, habrá tenido el instructivo privilegio de entrar en la laberíntica guarida del rabino Shor en una casa en la ciudad, poblada por los miembros más oscuros de un clan lejano que se reúne desde lugares distantes para celebrar una boda trascendental. ¿El camino del padre Chmielowski se cruza alguna vez con el de Jacob? No lo puedo recordar; pero al menos durante esa misma visita realiza una gentileza con una noble polaca acongojada (otra verdadera persona histórica) que será de gran utilidad para el clan mesiánico en años futuros.
Es en esta boda que Shor y sus más cercanos reciben por primera vez la noticia de la aparición de un nuevo Mesías en Esmirna, en esas mismas tierras otomanas donde el primer Mesías, Shabtai Tzvi, inició su misión. Finalmente, también estamos en deuda con esta fiesta de bodas por el desafortunado error al que debemos Los Libros de Jacob. El comité del Nobel fue realmente inteligente al deslizar su premio a la persona cuyo nombre aparece en la portada, antes de que nadie tuviera la oportunidad de apreciar completamente quién es Olga Tokarczuk. Pues Los libros de Jacob se sitúa junto a las grandes meganovelas posmodernas de Pynchon o Perec, Bolaño o García Márquez; y puede decirse que rivaliza incluso con la propia Nueva Atenas, de la que la igualmente histórica poeta Elżbieta Drużbacka dice: “El libro es extrañamente mágico: se lo puede leer sin cesar, ora aquí, ora allá, y siempre se halla una curiosidad que queda grabada en la conciencia, amén de los pretextos que ofrece para reflexionar acerca del mundo, de lo grande y complejo que es, inabarcable para nuestras mentes, quizá tan solo en sesgados fragmentos, en minúsculas motas de entendimiento”.
En cualquier caso, es durante la fiesta de bodas que una anciana abuela de una rama distante de la familia se ha tomado la molestia de entrar en agonía. Esto es más que un inconveniente, ya que toda la boda tendrá que posponerse, con un gran costo. Los mayores consultan sobre qué es preferible, si una boda o un funeral. El rabino Shor, de manera imprudente, decide posponer el fallecimiento a través de un amuleto mágico, que la mujer moribunda, quien tiene su propia marca de sabiduría y astucia, se traga rápidamente. Ella, Yenta, nuestro ojo que todo lo ve, entra entonces en la condición de no-muerta, su cadáver viviente se traslada en secreto de un escondite a otro (uno de ellos, una gruta y un lugar de peregrinaje, será visitado más tarde por su propio nieto Jacob Frank), mientras su espíritu, separándose de ese cuerpo no-muerto, se eleva para dar la vuelta a la Tierra como el Sputnik de siglos posteriores y ve todo lo que vamos a presenciar, desde Frankfurt hasta Esmirna, desde Varsovia hasta el Monte Athos, y en particular aquellos castillos y aldeas campesinas de Podolia y los numerosos caminos por los que los cansados mercaderes judíos viajan para ejercer su comercio.
El centro de todo, sin embargo, la época más feliz y plena de la aventura mesiánica, es el pueblo de Iwanie, un pequeño grupo de chozas abandonadas después de la peste y situadas a orillas del río Dniéster:
“Yenta ve, por ejemplo, que Iwanie goza de un estatus especial en la jerarquía natural; no está del todo asentado en la tierra... Las casas están jorobadas como los seres vivos... Las palabras que se pronuncian en Iwanie, palabras grandes y fuertes, transgreden los límites del mundo. Más allá de ellas existe otra realidad muy diferente... Sería como poner una seda bordada con hilos de cincuenta y seis colores al lado de un fustán gris: son incomparables... Cual el cuerpo vivo y extraño dejado por una herida al descubierto, cual la jugosa pulpa que asoma de un corte en la piel”. “Es así precisamente como en el mundo aparece la Shejiná [el principio femenino de la Cábala]”.
Pero este espacio —transformado momentáneamente en la anhelada morada de los seguidores de Jacob— no debe confundirse con Utopía, que también visitamos, cortesía de Moliwda y los bogomilos. Iwanie significa tierra: “No podemos comprar tierra aquí, instalarnos para siempre. Nos desperdigamos a los cuatro vientos”; “El hombre que no posee un pedazo de tierra propio no es un hombre”. Y este es el impulso detrás de las falsas conversiones: obtener la aristocracia polaca, obtener la Iglesia, dar a la comunidad su propia tierra en las grandes propiedades de los aristócratas; esta es la promesa más profunda de Jacob, el impulso detrás del anhelo del Mesías, por muy personal que parezca la fascinación que su carisma ejerce.
Es necesario detenerse un momento en esta palabra, “carisma”, que, en una petitio principii sociológica, Weber tomó prestada de la tradición religiosa para explicar otro fenómeno religioso que, sin embargo, solamente sirvió para nombrarlo. Incluso menos útil será la palabra “populismo”, que, alguna vez fue el nombre de un movimiento revolucionario, se ha convertido hoy, con la ayuda de Le Bon y de Freud, en sinónimo del pseudoconcepto de totalitarismo aplicado indiscriminadamente a los fenómenos de izquierda y derecha similares. Yenta no hace juicios de este tipo: no tiene lecciones para nosotros; su ojo que todo lo ve simplemente registra la historia.
En cuanto al carisma de Jacob, tenemos nuestros propios testimonios. ¿Es fiable el de Nachman de Busk? Él es sin duda el “profeta” de Jacob, en el sentido en que las diversas figuras mesiánicas de la historia (a menudo sin darse cuenta de su vocación) han necesitado un profeta para ellas mismas: Juan el Bautista para Jesús, Aarón para Moisés, Natán de Gaza para Shabtai Tzvi, las innumerables eminencias grises a lo largo de la historia, si es que no, de hecho, los poderes detrás de los tronos. Nachman no es exactamente una eminencia gris, pero sí da testimonio del despertar mesiánico de Jacob: “Cuando lo miro, veo que existen personas que nacen con ese algo que yo no sé nombrar con la palabra justa y que hace que los demás les muestren estima y respeto… Basta con que entre en cualquier lugar, sea este el cobertizo más miserable o la cámara más excelsa, para que todos los ojos se vuelvan hacia él de inmediato y aparezca en ellos una expresión de respeto y satisfacción, pese a que aún no haya hecho ni dicho nada”. Incluso los niños lo sienten: "Estas palabras impresionan a Hershel sobremanera. A partir de ahora querrá ser como Jacob. Por añadidura, la proximidad de Jacob despierta en él una excitación incomprensible, el calor inunda su menudo cuerpo y el muchacho se siente fuerte y a salvo”.
¿Puede ser físico, incluso sensual? Esto se murmuró de Shabtai Tzvi: “También se dice, con gran secreto —que se propaga sin embargo más velozmente que si de un pequeño secreto se tratara—, que el Mesías es una mujer [la Shejiná es lo que se quiere referir aquí]. Los que se acercaron a él han visto sus pechos femeninos. Su piel, tersa y sonrosada, huele igual que la piel de una mujer”. Las atracciones físicas de Jacob no son de este tipo. Pero escuchemos de un enemigo:
“El hombre que desciende de la carroza es alto y apuesto. El estilizado gorro turco, que parece indisolublemente ligado a su porte, lo hace parecer aún más alto. El ondulado cabello oscuro se escapa del gorro, suavizando así los rasgos tal vez demasiado definidos de su armonioso rostro. Tiene una mirada un tanto descarada —así se lo parece a Pinkas— y dirige la vista hacia arriba, de manera que en la parte baja deja al descubierto el blanco de sus ojos, como si estuviese a punto de desmayarse. Pasea esa mirada por las personas que rodean la carroza y por las coronillas de la multitud congregada. Pinkas ve el movimiento de sus labios, abultados y bonitamente esculpidos. Dice algo a la gente, ríe, y en ese momento brillan sus perfectos dientes blancos. Su rostro da la impresión de ser joven y su oscura barba parece esconder más juventud todavía, quizá incluso tenga hoyuelos en las mejillas. Rezuma autoridad al tiempo que candor infantil. Ahora Pinkas ya sabe que ese hombre puede gustar a las mujeres, y no solo a las mujeres, sino también a los hombres, a todo el mundo de hecho, gracias a su enorme encanto, que hace, sin embargo, que Pinkas lo odie más aún”.
A partir de esto propongo que desviemos nuestra atención al testimonio de la fascinante figura de Moliwda, un gentil y noble polaco que ha visto el mundo y que termina como una especie de embajador entre los verdaderos creyentes (a los que también podemos empezar a referirnos como los “anti-talmudistas”) y las autoridades superiores de la Corona y la Iglesia:
“Hace tiempo Moliwda se preguntó si Jacob podía tener miedo y se contestó que no, que no conocía ese sentimiento, como si la propia naturaleza lo hubiera privado de él. Esto le da fuerza, la gente lo percibe a través de la piel y esa ausencia de miedo se torna contagiosa. Y puesto que los judíos siempre tienen miedo —piensa Moliwda—, ya sea del terrateniente, o del cosaco, o de la injusticia, o del hambre y del frío, y viven en constante incertidumbre, Jacob se convierte para ellos en una forma de salvación. La ausencia de miedo es como una aureola en la que calentarse, una garantía de calidez para un alma pequeña, aterida y asustada. Bienaventurados los que no conocen el miedo”.
Sin embargo, ese Jacob aún no es un acontecimiento, su historia aún no es histórica; los historiadores, interesados solamente en hechos y causas, no tienen cabida aquí. Estamos en lo que, por analogía con la niebla de la guerra, puede llamarse la niebla de la historia: solamente de forma gradual los acontecimientos históricos mundiales y las instituciones que dejan tras de sí comienzan lentamente a emerger, en forma de sombras. Sin duda, la Historia irrumpe en Podolia como una presencia efectiva con los grandes pogromos cosacos de 1648 y se filtra gradualmente cuando ocurre la apostasía de Shabtai Tzvi, la conversión forzada del primer Mesías al islam, en 1666, drena las aldeas de su esperanza mesiánica. Porque la historia del mundo es en sí misma imaginaria: es el horizonte lejano de hechos legendarios que se desarrollan más allá de la vida cotidiana inmemorial y los recorridos de los campesinos cuyo tiempo es incompatible con ella. Es un friso distante de acontecimientos con un tiempo propio, un lejano tiempo privilegiado que fluye ininterrumpida e incesantemente, como en ese magnífico pasaje de Hebel que tanto admiraba Walter Benjamin:
“Entretanto la ciudad de Lisboa en Portugal fue destruida por un terremoto, y la Guerra de los Siete Años quedó atrás, y el emperador Francisco I murió, y la Orden de los Jesuitas fue disuelta y Polonia dividida, y murió la emperatriz María Teresa, y Struensee fue ejecutado, América se liberó, y las fuerzas conjuntas de Francia y España no lograron conquistar Gibraltar. Los turcos encerraron al general Stein en la cueva de los Veteranos en Hungría, y también el emperador José falleció. El rey Gustavo de Suecia conquistó la Finlandia rusa, y la Revolución Francesa y la larga guerra comenzaron, y también el emperador Leopoldo Segundo acabó en la tumba. Napoleón conquistó Prusia, y los ingleses bombardearon Copenhague, y los campesinos sembraron y segaron. Los molineros molieron, y los herreros forjaron, y los mineros excavaron en pos de las vetas de metal en sus talleres subterráneos”.
En Podolia misma, sin embargo, el tiempo aún no es histórico, como sabe Yenta: “¿Cómo habrá podido creer alguna vez que el tiempo fluye? ¿El tiempo fluye? Es ridículo. Ahora resulta evidente que el tiempo gira, como las faldas en el baile”. Los habitantes de este mundo no histórico tampoco deben ser juzgados como personajes literarios: redondos y planos, altos y bajos, grandiosos y anónimos. Como en pocas novelas, todos piensan todo el tiempo; obstinadamente, todos tienen sus opiniones sobre todo y cualquier cosa, y están preparados para discutirlas a gritos en cualquier momento.
Pero debemos ser claros: este es un mundo de mercaderes (los campesinos son polacos), un mundo de caravanas y mercados: “Los viajeros dejan tras de sí un rastro caótico y, por eso mismo, desagradable a la vista. Culebreos, retorcidas espirales, elipses aviesas: pruebas de viajes de negocios, peregrinaciones, expediciones mercantiles, visitas a familiares, huidas y añoranzas”. “Rondan por aquí muchos hombres malvados, muy crueles algunos”. Un mundo, también, de enumeración caótica: “La multitud es de lo más dispar, habla en un sinfín de lenguas, expone a la venta mercancías abigarradas: especias aromáticas, vistosos kilims, delicias turcas, tan dulces que hacen desfallecer de gozo, dátiles secos y uvas pasas de toda clase, pantuflas de piel exquisitamente teñidas y bordadas con hilo plateado”. No debemos olvidar tampoco que Jacob es él mismo un comerciante, aunque un espécimen perezoso y autocomplaciente: “Jacob nunca está en el despacho, sino en una mesilla de té, va vestido como un turco acaudalado, lleva con agrado un caftán verde y azul y un gorro turco de color rojo oscuro. Antes de abordar los negocios hay que tomar dos o tres vasitos de té… Jacob concede una especie de audiencia… Al cabo de unos pocos días de su llegada, el almacén de Abraham se ha convertido en el lugar más concurrido de toda Craiova”.
¡Pero esto es de día! ¡Esto es el negocio! Es la cuestión del ocio lo que debemos examinar, la cuestión del entretenimiento y la relajación, la diversión, la distracción, que nosotros, en nuestra época, a veces llamamos cultura de masas. Para los contemporáneos de Jacob, los mercaderes, tenemos que entender que la cultura de masas es teología. Las interminables, innumerables disputas sobre la barrica y el vino, las sutilezas sin fin de los argumentos que pueden volverse apasionantes en un instante: todo esto es diversión, hasta la forma misma de las letras cuyos significados cabalísticos pueden contemplarse durante horas. Aquí al socializar se le llama estudio y profecía de chismes, las noticias del matrimonio más reciente no son menos fascinantes que la del Mesías venidero o la autoridad de algún nuevo rabino al que hay que visitar lo antes posible. La sabiduría está tan extendida como las barbas, y hay que buscarla por todas partes a lo largo de los ríos y caminos del sureste de Europa, desde Polonia hasta Turquía, que llevan cartas llenas de habladurías matrimoniales y teológicas tan lejos como España, todo el tiempo irregularmente tolerado en las tierras alemanas y en el Imperio Otomano, en idiomas que van desde el hebreo y el turco hasta el polaco, el alemán, el ruteno, el yiddish y en reinos desde la holgadamente gobernada Polonia de las aristocracias feudales, hasta el Imperio Otomano, que alberga pacíficamente a todas las religiones y herejías concebibles en su seno, por un precio (Jacob crece allí). Shabtai Tzvi también emergió allí, en medio de un extraordinario despertar de la especulación judía y, en particular, la cabalística. El sultán preside todo esto con divertida tolerancia hasta que se le informa de las afirmaciones más impertinentes de Shabtai, momento en el que confronta a Shabtai con la última opción existencial, morir o ponerse el turbante; después de lo cual este antiguo Mesías vuelve a disfrutar de una sorprendente medida de libertad personal.
Junto a esta experiencia histórica de derrota sufrida por los judíos del mundo, persistió una corriente de sabateos dispuesta a ver la conversión como un acto de engrandecimiento espiritual (el sucesor de Shabtai, Baruchia, también se convirtió, pero, tal como Jacob, al cristianismo). Sin embargo, no es exactamente alguna doctrina trinitaria en las tres religiones mosaicas reunidas por lo que ellos se sienten atraídos, sino por la persona de Jacob. Las historias de ellos no reflejan una teología abstracta sino más bien el deseo por la tierra y la feroz guerra civil dentro del judaísmo estimulada por la búsqueda de protección.
¿No debemos suponer alguna cosmovisión general que, aparte de los propios libros sagrados, podría calificar como lo que llamamos religión? ¿Por qué no? Podría ser, como mínimo, que “para crear el mundo, Dios tuvo que retirarse de sí mismo, dejando en su cuerpo un vacío que devendría un espacio para el mundo”. Y también podría ser que los destellos de la Shejiná hay que buscarlos en el barro y en los excrementos. En cuanto a Dios, “a veces se cansa de su propia luminosidad y del silencio, la infinitud lo marea. Entonces — como si se tratara de una enorme ostra omnisensible, cuyo cuerpo, tan desnudo y delicado, percibe la más mínima vibración de las partículas de luz— se contrae dejando un poco de espacio, donde enseguida, y de la perfecta nada, surge el mundo”. (Schelling también tuvo tales visiones.) O, por el contrario, “el espíritu nos ronda como el lobo ronda las cuevas clausuradas… Busca el agujero más pequeño para acceder a ellas, a esas figuras débiles y luminosas que viven en el mundo de las sombras”.
“¿Por qué le gusta tanto el aceite al espíritu?”, pregunta Jacob, en respuesta a estas visiones teológicas. “¿De dónde viene esa unción? ¿No será porque se desliza así con más facilidad al entrar en la materia?”. Esta palpable obscenidad prueba que no hemos entendido nada del Mesías o del mismo Jacob, cuya misión es virtualmente inocente de tales sutilezas teológicas. Nos hemos estado acercando a esta figura con espíritu de reverencia, en voz baja, como en la iglesia, como si tuviera una tarea o misión religiosa. ¡Lo que no hemos entendido es que el Mesías ha venido, no para cumplir la Ley sino para destruirla! No para perfeccionarla, sino para abolirla por completo. Hemos estado tratando de imaginar el tipo de mundo equivocado: este no es el mundo utópico de Tomás Moro (ni siquiera el de Moliwda); es el mundo de las blasfemias y orgías de Shabtai Tzvi, su vilipendio y repudio del Talmud, su consumo público de carne de cerdo, su desprecio —de hecho, su cancelación— de las fiestas judías más sagradas, su pronunciación en voz alta del sagrado nombre de Dios en todas las ocasiones.
Esta es la quintaesencia de la transgresión, la promoción de un misticismo tipo Bataille en el propio centro de la vida social, el mandato de destruir el orden en sí mismo, absolutamente. La escandalosa violencia de este mesianismo marca el fin no solamente de la Ley sino del propio judaísmo, y señala el retorno a la inocencia perdida del Edén y al tiempo anterior a la Ley. Los estallidos psicóticos de Shabtai en cierto sentido formalizan y dan autoridad al programa anti-talmudista de Jacob. El reagrupamiento en torno a la persona de Jacob de los “verdaderos creyentes” (es decir, los restantes sabateos), el regreso a Polonia, el encarcelamiento de Jacob, su llegada a Viena: no son hechos biográficos, sino verdaderas convulsiones históricas y colectivas ocasionadas por una figura que permanece, como concluye Moliwda, en última instancia inescrutable.
Surge una nueva historia dentro del propio judaísmo, una lucha entre los rabinos de lo ya establecido y los discípulos de Shabtai, cuyos remanentes se reúnen en torno a la figura de Jacob y, cruzando su propio Rubicón hacia Polonia, comienzan a escenificar disputas públicas con los talmudistas (es decir, los “verdaderos” judíos) y convertirse en masa al cristianismo bajo el patrocinio vacilante de los grandes prelados y una monarquía debilitada por la muerte del rey Estanislao y la incursión de los rusos. Ahora que Podolia llega a tener una historia, podemos comenzar a hablar de “hechos” históricos y de investigaciones propiamente históricas (es decir, occidentales): ¿cómo explicar el éxito de Jacob Frank en la corte?, ¿lo traicionó su amado Nachman, como Judas, para cumplir la profecía?, ¿cambió su misión después de Częstochowa, sustituyendo la prédica del ecumenismo por la lucha por la tierra, etc.? ¿Estos judíos todavía quieren tierra? Sin duda —“El hombre que no posee un pedazo de tierra propio no es un hombre”—, pero tierra en las haciendas y bajo la protección de la nobleza y la Iglesia, incluso del mismo rey. (Porque esto no es tanto un argumento sionista para el Estado de Israel como la celebración de la propia Polonia, “paradisus Judaeorum”).
Pero tal como Jacob no es el comienzo de este libro —siguiendo el recordatorio de Aristóteles de que una vida no es un evento completo— tampoco tiene final. Simplemente se deteriora como la vida misma: el movimiento sigue a Jacob hacia Occidente, las lenguas germánica y francesa, primero de la corte vienesa y la propia "corte" de Jacob en Bruenn y luego la de Offenbach cerca de Frankfurt, con su bolsa de valores emergente; el frankismo se hunde en la historia (Occidente es de algún modo la historia para estos europeos del Este), y el movimiento se disuelve, aunque incompletamente, como todo movimiento intenso e innovador. Los “actos extraños” se convierten en ceremonias, Jacob en una especie de príncipe cuya muerte se celebra ritualmente como si fuera un arzobispo polaco. Como ya he señalado, el libro mismo no tiene final, sino que se desgaja a medida que se acerca a la primera página. Para entonces, un Jacob que nos ha pertenecido al menos durante un tiempo se habrá convertido en un nombre y un hecho, en los libros de historia, con un movimiento que será registrado hacia atrás.
Mientras tanto, algunos historiadores querrán evaluar si el programa político-religioso de Jacob cambió significativamente después de su encarcelamiento. Los apologistas gnósticos de Judas excusarán su traición por parte de Nachman de Busk a la luz de la convicción de este último de que el Mesías debe hundirse hasta el fondo de la sociedad y compartir los sufrimientos de sus sedimentos. Los moralistas liberales querrán leer el hecho de que Tokarczuk destaca la insistencia de Jacob en la identidad de las tres religiones mosaicas como una súplica no tan disimulada de tolerancia en una Polonia autoritaria. Los místicos lingüísticos responderán, con Nachman, que las maldiciones siguen a los nombres y que no es poca cosa contemplar la transformación revolucionaria de Shlomo Shor en Franciszek Wołoski, de Nachman de Busk en Pietr Jakubowski, de Jankiel ben Yehuda Buchbinder en el mismo Jacob Frank. Los historiadores, al considerar la visión dialéctica de Gershom Scholem sobre el importante papel que jugó el frankismo en el surgimiento del judaísmo moderno, pueden compartir o no su juicio sobre Jacob Frank como “sin escrúpulos y depravado”. Los postestructuralistas y los seguidores de Bataille se deleitarán con los “actos extraños” de Jacob y lo celebrarán como un ejemplo temprano de transgresión; algunos lectores estarán preocupados por este “populismo”, mientras que otros concluirán, con Moliwda, que Jacob es inescrutable.
La visión de un Jacob anciano y próspero en Offenbach, revisando sus inversiones en la recién establecida bolsa de valores de Frankfurt, bien puede llevar a los mesiánicos a concluir, de manera triste, que él era, después de todo, solamente otro fraude y un estafador, simplemente el más reciente de los falsos Mesías. Pero la hipocresía es el tributo que el vicio paga a la virtud, y no es poca cosa fundar un movimiento que arrolle paisajes, lenguas y generaciones enteras. Incluso el falso Mesías resplandece con ese mesianismo en el que nos calentamos las manos. ¡No importa! Lo importante aquí es que Olga Tokarczuk ha aprendido a hacer lo imposible: escribir la novela de lo colectivo.
“El Mesías es algo más que una figura o una persona, es algo que fluye en la sangre y mora en el aliento, es la idea humana más valiosa y preciada: la salvación existe. Por eso hay que cultivarla como la planta más delicada, mimarla, regarla con lágrimas, ponerla al sol durante el día y por la noche guardarla en una cálida estancia”.
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Artículo aparecido en “London Review of Books” 44-6 (2022).
Se traduce con autorización de su autor [Traducción: Patricio Tapia]
Los libros de Jacob
Olga Tokarczuk
Trad. A. Orzeszek y E. Rubio, Editorial Anagrama, Barcelona, 2023, 1.064 pp.
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