La técnica
La ‘técnica’ no es ‘ciencia’ en un sentido estricto, pues no busca la ampliación del ‘conocimiento’, sino una purificación metódica del ‘hacer’, eliminando el ruido, los flecos y los sobrantes, con la idea de depurar la acción para lograr eficazmente un objetivo. Esto ha ocurrido desde el primer garrote hasta un acelerador de partículas. Y, ¿qué es hacer? Hacer es ‘llevar a cabo’, ‘realizar’. Por lo mismo, los útiles o herramientas con las que se realiza algo deben ser construidas ‘para’ facilitar esa realización. A estos instrumentos, en la cuna de la civilización occidental, se los denominó pragmata, que en castellano tiene su equivalente en la palabra ‘útil’. Y esta palabra es muy expresiva, puesto que significa ‘lo que sirve’ para algo. El desatornillador implica al tornillo y este, fijar, por ejemplo, las patas de una mesa. Lo curioso es que el desatornillador está determinado por su utilidad para algo que no es él mismo. Sin tornillos no cobra existencia el desatornillador. La ‘fabricación’ se refiere, en general, a ‘cosas’ materiales y es lo que define el Homo faber que algunos consideran uno de los aspectos más relevantes del Homo sapiens. Sin embargo, las palabras son históricamente confusas. Efectivamente, este ‘llevar a cabo’ se entronca con la poiesis pues esta consiste en hacer pasar lo no-ente a ente. Es decir, hacer pasar lo no existente a existente. Los aviones no existían hasta hace un poco más de un siglo. Fueron ‘construidos’, y eso es fabricar y también crear. Los ‘entes culturales’ difieren de los ‘entes naturales’ en que tienen, no solo organización y estructura como estos últimos, sino también diseño y finalidad, es decir, son entes ‘construidos’[1]. La naturaleza no tiene propósitos: un meteorito no viaja hacia la tierra para extinguir a los dinosaurios. La naturaleza meramente ‘ocurre’. Ningún ente cultural ‘simplemente’ ocurre. Su PC está ahí porque fue diseñado con un propósito, ‘para’ algo.
Es evidente que la cultura está hecha de creaciones y construcciones en una avalancha geométrica que va desde el garrote hasta las bombas nucleares.
Tanto el arte como la ciencia tienen una estructura diferente, aunque usen tecnología de manera preeminente. No podemos abordar ahora este tema. Baste con señalar que una cosa es un telescopio, de compleja tecnología, y otra la materia oscura o las teorías sobre en inicio del universo. El teléfono celular influye en su vida, en cambio la materia oscura o el concepto de Big Bang, no tienen cabida en su cotidianeidad.
Lo que hoy nos interesa destacar es la explosión tecnológica, su proliferación invasiva y sus desechos inevitables y tóxicos para la vida en los últimos 200 años. Heidegger, siempre solícito en aportar al pensamiento, consideraba a la técnica como el resultado del ‘pensamiento calculador’, es decir, del pensamiento que saca cuentas y calcula ganancias y éxitos, desafiando a la naturaleza.
En el texto Serenidad [2], sostiene que la naturaleza, “mediante el pensamiento calculador, se convierte en una estación gigantesca de gasolina, en fuente de energía para la técnica y la industria modernas” (pp. 22-23). Efectivamente: ya no la montaña, sino recursos mineros, ya no el bosque, sino recursos madereros, ya no el océano, sino recursos pesqueros, ya no el río, sino recursos hídricos, ya no las flores, sino recursos textiles, y así. De cierto modo nos hemos quedado sin paisaje. Heidegger, cuyo texto sobre la técnica fue escrito inmediatamente después de las bombas que destruyeron Hiroshima y Nagasaki, que mataron a más de 250.000 personas y dejaron heridas a muchas más, se preguntó: ¿cómo podría llegar a dominarse la enorme magnitud de la energía liberada? La técnica ¿se desarrollará sin poder ser detenida en parte alguna? “Estos poderes –continúa– que en todas partes y a todas horas retan, encadenan, arrastran y acosan al ser humano bajo alguna forma de utillaje [conjunto de útiles] o instalación técnica, estos poderes hace ya tiempo que han desbordado la voluntad y capacidad de decisión humana porque no han sido hechos por el hombre” (p. 24).
Lo que inquieta a Heidegger es que el ser humano no está preparado para esta transformación universal o, lo que es igual, “que aún no logramos enfrentar meditativamente [subrayo] lo que se avecina” (Ibídem). Así, el ser humano de la era atómica se vería indefenso y desconcertado ante la “prepotencia” de la técnica.
La respuesta que Heidegger da a este drama consiste en enfrentar al “pensamiento calculador”, propio de la técnica, con el “pensamiento meditativo”. No se trata por lo tanto de arrinconarse como un ermitaño o de arremeter ciegamente en contra del mundo técnico. Dependemos de los objetos y artilugios que la técnica pone a nuestro alcance. El problema es que estamos “atados” a ellos y mantenemos una relación de “servidumbre”. Y este “pensamiento meditativo”, que significa simplemente reflexionar y pensar, implica una actitud diferente a la de la servidumbre: “podemos usar los objetos técnicos –dice Heidegger–, servirnos de ellos en forma apropiada, pero manteniéndonos a la vez tan libres de ellos que en todo momento podamos desembarazarnos de ellos” (p. 27). En suma, se trata de dejar entrar tales objetos en nuestro mundo cotidiano y, al mismo tiempo, de mantenerlos fuera. Lograrlo es ‘serenidad’ y al mismo tiempo libertad para ser lo que somos. Podemos agregar que en la técnica ya no se trata solamente de praxis y poiesis. Se trata de una provocación: al campo, a la montaña, al subsuelo, a los mares, a los ríos y a la tierra toda. Este emplazamiento desafía y maltrata a la naturaleza, pues le exige que dé. Al aire se lo emplaza a que dé nitrógeno, al suelo a que dé minerales, al mineral a que dé, por ejemplo, uranio, a éste a que dé energía atómica. La consecuencia de todo esto es que se destruye la forma que la naturaleza se ha dado a sí misma. Un árbol quemado es CO2, la tierra explotada y desnaturalizada es ahora residuo tóxico.
Tenemos claro que la tecnología nos es útil, a veces amable, pero siempre lucrativa para quienes, con ese fin, la construyen. El punto es que la biosfera es un sistema donde nada sobra, por eso solemos llamarla ‘mundo’ y lo contraponemos a lo ‘inmundo’. El mundo no necesita asearse, porque es siempre ‘limpio’. El ser humano es el único cuyos desechos (como el plástico o los residuos radioactivos) no son alimento para otros seres vivos. Nosotros respiramos desechos de los seres que realizan fotosíntesis, las bacterias se alimentan de nuestros detritus, y los carroñeros de los cuerpos en putrefacción. Como decía poéticamente Oscar Castro, los materiales de nuestros cuerpos se pondrán a vivir en cada rosa, en cada lirio que alguien mire y, en cada trino, se cantará la existencia de la vida. Somos parte de todo y dueños de nada. Es lo que nos recuerda el poeta. Allí donde nos pongamos a vivir siempre estaremos en casa. La naturaleza no olvida, pero a la vez, ignora los nombres propios.