Los pájaros y el enigma en el corazón de las enredaderas
- Silvia Veloso

- hace 6 días
- 7 Min. de lectura
Actualizado: hace 4 días
sobre Cielo Nativo, de Nicolás Browne
Tuve la suerte de leer por primera vez Cielo nativo un domingo. Concretamente, la primera tarde de domingo de esta primavera. Escuchaba pájaros alrededor mientras leía los nombres de los muchos pájaros que aparecen en el texto. En las ciudades, los sonidos del domingo son para los pájaros, un día alejado de la productividad en el que el tiempo se expande. Está permitido no preocuparse del horario, bajar la guardia y tomarse el tiempo para prestar atención al entorno: al silbido de los pájaros que escuchas y generalmente no ves, a las risas y los juegos de los niños, a los cambios de luz, y al pasar de las nubes de primavera, que son las mejores del año.
Ese contexto, aparentemente trivial y sin importancia, marcó una clave de lectura: el libro se abre desde lo íntimo y lo cotidiano y esa tarde perfecta de domingo me introdujo en el texto desde una experiencia de contemplación que no buscaba respuestas ni ideas, sino presencia y habitar las imágenes que leía: mirar a través de la ventana del café de la calle Wolfgang Bessemer Ufer, captar a las palomas en el momento que alzan vuelo, ver el edificio naranja que varias veces marca un hito desde el punto de observación, seguir la mirada de la niña que se agacha para escarbar y descubrir lo que se esconde entre las hebras de hierba o capturar lo que ve cuando levanta la vista al cielo para mirar a los pájaros. Porque el texto está lleno de pájaros: por las páginas de Cielo nativo vuelan golondrinas, zorzales, petirrojos, también gaviotas que planean en un paisaje ajeno, muy lejos del mar. En ese recorrido levantaba yo también la vista buscando a los pájaros en nuestro cielo de Santiago, esos seres enigmáticos que parecen mediadores entre lo visible y lo que no se ve, testigos que marcan con sus rutinas el tránsito y el correr del día.
El texto de Browne construye un cielo que no siempre se mira hacia arriba ni hacia afuera, sino que se percibe en la inmanencia y en la observación: dice Nicolás: “el cielo trepa por las raíces de los árboles / busca abajo lo de arriba, y como un aprendiz humilde pregunta: ¿lo estoy haciendo bien?”. Esa inversión del orden vertical -que aparece en el capítulo Verano- sugiere una mirada hermética, donde lo terrestre y lo celeste son reflejos de una misma materia que sorprende al observador. Tal vez al propio escritor, que quizá es a sí mismo a quien pregunta si lo está haciendo bien. Una imagen sutil para hacer presente al implacable y molesto juez interno con el que todos convivimos.
En Cielo nativo, el cielo no es una metáfora trascendente y lejana sino una mirada interior, una extensión del suelo que se desplaza y respira, desde el oscuro corazón de las enredaderas que cobijan un mundo que no se ve, hasta el espacio abierto y plano del territorio aéreo de los pájaros. Y es ahí, en ese descubrimiento fortuito y sorprendente que Browne se pregunta y pregunta si es lícito y válido cortar las margaritas, la hierba y las enredaderas del jardín, si nuestro canon de equilibrio tiene sentido o si es un sinsentido mutilar y domesticar a la naturaleza como pretendemos domesticarnos a nosotros mismos. En la niña, Julia, la hija de Nicolás, se intersectan todos los planos: el padre que cuida y educa y el observador que escribe, el cielo y el suelo, el habitar interior y exterior. Me detuve en la imagen y en la frase, traté de llegar al corazón de las enredaderas y entre las hojas me prendí de la sensación de haber registrado esa revelación: hay cosas que existen aunque no se ven, y no necesitan ser vistas para existir. Construido desde la experiencia personal y a través de una imagen aparentemente insignificante, el mundo oculto en el corazón de las enredaderas viene a recordarnos nuestra humilde medida en el orden de las cosas. Desplazando constantemente las jerarquías, Browne sugiere una propuesta que invita a relativizar, a regresar y disfrutar de la aldea y la religión de Caeiro.
Así, las frases se apoyan y se mueven entre escenas y parajes domésticos que adquieren densidad simbólica sin perder su sencillez: -un jardín y un parque, una niña, la ventana de un café que es puesto de trabajo transitorio y punto privilegiado de observación. Un edificio que asalta el paisaje y la atención con su insoslayable y provocador color naranja; trayectos en bicicleta, la naturaleza tratando de reconquistar el terreno que le ha robado la ciudad. Árboles y flores, muchos insectos y pájaros-. En este ejercicio de atención, el mundo se percibe a través de gestos mínimos, de presencias que no anuncian ni enuncian, apenas suceden. Suceder como acto de humildad y de reconocimiento perplejo ante la inmensidad de la existencia y la fragilidad del ser. Quizá es esa epifanía efímera de lo sublime lo que registra Nicolás cuando dice: “todo lo que toca la luz se quema”. La luz que en el libro es una constante, y que aun tenue y débil como es la luz boreal, o en palabras de Browne “una luz como de ampolleta de baja intensidad”, va matizando los tonos y conduce la unidad del relato.
Leer Cielo nativo es ir acompañando una mirada de extrañeza que medita al vuelo, que no se instala en el pensamiento sino en la observación como reflejo de sí y como materia de trabajo, en el espacio suspendido de un tiempo que se sabe en tránsito y se vive desde las imágenes y en cierto modo desde los márgenes, porque la lengua alrededor es ajena y las rutinas diferentes al entorno habitual. En esa mirada que disfruta de tiempo para detenerse y trabajar los detalles de las cosas y en las pequeñas acciones cotidianas, Nicolás Browne aprecia y recoge la sorpresa de un espacio íntimo que, como un regalo, le permite acercarse a todo desde una perspectiva diferente: el tiempo que pasa con su hija, la casa y el núcleo familiar como fortaleza y refugio, el fluir de las estaciones, los mundos insospechados que se ocultan bajo las enredaderas y el vuelo de los pájaros rompiendo la estática de las fotografías que enmarca la ventana del café de la calle Wolfgang Bessemer Ufer. Puntos de referencia que trazan los ejes de una geografía que sucede en un escenario de límites precisos y quedan hoy aquí, en este libro, vivos como viven los acontecimientos y el pensamiento en los libros.
Cielo nativo se abre frente a la orilla de un lago seco con un pasaje fugaz de amistad y silencio, dos términos que combinan bien, porque la amistad se prueba y se juega en el silencio. Un silencio espeso / antes aquí que nosotros, dice Nicolás Browne marcando de entrada el valor relativo que tiene la experiencia del sujeto en el orden general de las cosas. Transcurre después entre el suelo, Julia y el cielo. Y termina con un personaje-enigma y un recuerdo de muerte que, en un giro inesperado, abren una puerta que no dice dónde nos puede llevar. En ese umbral, Browne nos pasa el testigo.
Para qué escribimos poesía. ¿Para aliviar el presente, para salvar el pasado? ¿Tal vez creyendo ingenuamente que alguna vez correremos a la par que el futuro? La pregunta y las respuestas son inútiles y pretenciosas. De alguna forma, la poesía tiene el espíritu y el método de la matemática, comprimir, destilar, reducir, abarcar el máximo posible con el mínimo indispensable para extraer la esencia y llegar a una fórmula que por sí misma haga sentido, expresando o intentando expresar lo que de otra manera se nos escapa. La poesía es como un lenguaje anterior que registra nuestro paso por el tiempo, mientras haya tiempo y la galaxia siga girando sin tropezar.
Hoy no es domingo, es martes. Si aún no lo habéis hecho, yo recomiendo leer Cielo nativo una tarde de domingo. Rescatar los ritos y la ceremonia, dejar que duerma un rato la siesta el yo abrumado y afligido de los lunes a viernes, y hasta de los sábados. Porque tal vez gran parte del terror contemporáneo se sanaría con esos pequeños gestos que rescata Nicolás Browne, levantando de vez en cuando la vista al cielo para mirar los pájaros y encontrar en esa plenitud fortuita y suficiente el banco y la plaza interior de nuestro cielo nativo.
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Texto para la presentación del libro Cielo nativo, de Nicolás Browne
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Bajo las cuchillas de la podadora de pasto
Recuerdo el día que corté la hierba:
saltamontes en las espigas
un jardín de margaritas
chinches del arce, caracoles macrogastra
erguidos como pequeñas hojas afiladas
sobre el banco y sobre la reja de alambre
y polillas cogidas del nudo de las vainas
rozando con el abdomen la tierra
(las tomo con las manos como un capullo
mientras apenas sus finas patas sus finas alas
y las dejo aún dormidas
en el corazón de las enredaderas)
Y justo más allá del prado
por entre sombreros y escamas
justo más allá de las enormes babosas
que se arrastran exhalando su propio peso
hay una bodega donde se guardan
herramientas y juegos de verano
y las arañas cuelgan de telas cubiertas de polvo
y los segadores se arriman unos en otros
Y casi paro de golpe la máquina
cuando supe que las margaritas buscaban sobre las espigas
el asombro de la luz
para abrirse para cerrarse
como niños jugando en el agua
(las tomo envolviendo sus tallos
con dedos que son trompas doradas
y las dejo sobre las copas de los árboles)
Y entonces las raíces y las coronas vueltas hacia el sol
las libélulas las mariposas las abejas
alumbrando zumbando mañana
cuando un petirrojo baja del muro a la tierra
y gorjea
porque todo de pronto se hace de día
y porque sacude sus alas y se marcha
-.-
Relinchan los ojos de mi padre
Amanece
y tan contento pides que te pongan morfina
porque durante la noche
entre estertores y penumbra
estuviste contando las horas para despedirte
Relinchan tus ojos llenos de alegría
cuando ves aparecer a mi madre en la mañana
y una claridad sin fondo inunda la habitación
dices entonces como dicen las hojas en otoño
cuando todo lo que nació y creció
cae ahora bajo un cielo cubierto de nubes
ya no puedo más
y se deslizan por el abismo
rotas y descoloridas
no pueden resistirse
Me despido
Lo recuerdo
acostado en la camilla del hospital
el camisón blanco
los brazos tendidos a su costado
Tomarte la mano para despedirme
y palpar en la propia carne
tus dedos llenos de vida aún
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Cielo nativo
Nicolás Browne
Ed. Las Bacantes, 2025

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