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Foto del escritorManuela Agüero

Más pelos a la sopa

Hace algunos días asistimos con mis compañeras del Colectivo Trenza a un encuentro conmemorativo de varias instituciones y grupos psicoanalíticos por los 50 años del Golpe de Estado en Chile. Fuimos invitadas a presentar y también participamos de la organización del evento, a través del trabajo sostenido de una de nuestras integrantes. Fue un evento conmovedor, esperanzador y, sobre todo, necesario para la comunidad psicoanalítica chilena.


No han sido pocas las investigaciones que han explorado la relación y la posición que sostuvieron las instituciones psicoanalíticas frente a la violencia de estado (Vetö, Fischer, Mailer, Scott, entre otras). Sus conclusiones son devastadoras: la única institución psicoanalítica reconocida por la IPA al momento en que el golpe del 73 sobrevino se replegó ante el horror, se coludió con el silencio, y durante mucho tiempo fue incapaz de pronunciarse y de poner el saber y las herramientas propias de la disciplina psicoanalítica al servicio de un trabajo de elaboración, memoria y reparación.


Mientras Francisco Vázquez, miembro de APSAN, leía su robusta presentación y aludía a las tareas pendientes del campo psicoanalítico para con la historia escuché la voz de una mujer sentada atrás mío: “Qué vergüenza”, señaló acongojada. Cuando digo que este encuentro fue necesario para los psicoanálisis de Chile, es porque pienso que los y las psicoanalistas juntamos coraje para encontrarnos desde nuestras diferencias (de género, políticas, generacionales, entre otras) con nuestra propia vergüenza. Si la desvergüenza colude con la desmentida, la vergüenza como afecto, dique psíquico e indicador de goce, tiene un componente ético. La vergüenza, en este caso, no es ajena. Surge en nosotros mismos una vez que salimos del plano de la ignorancia, la negación o la disociación. Hace rato ya que no podemos decir: “no sabíamos lo que pasaba”. Como planteaba Andrea Rihm, integrante del Colectivo Trenza, en su presentación: “Para que nuestras instituciones puedan cambiar, necesitamos conocer la historia de nuestra profesión, la genealogía de nuestras ideas y fracturas”, y ese conocimiento implica que estemos dispuestos a hacer vergüenza y atravesarla.

En esa invitación a mirarnos y a pensar el lugar de los psicoanálisis durante estos 50 años apareció también la necesidad de algunas dosis de humildad para acotar nuestras fantasías omnipotentes. ¿Es tan evidente que la posición del psicoanálisis institucional del 73 habría de ser distinta? Para nada. El psicoanálisis, tanto como teoría como en sus vertientes institucionales, no puede pensarse sino inserto hasta el cuello en el campo de lo social y lo político, como un producto más de la cultura y sus micro y macro políticas. Por esta razón, tanto la teoría como las instituciones psicoanalíticas están sujetas y atravesadas por pactos, pasiones y colusiones que la exceden. Así como la historia de la violencia de estado en Chile no se inicia con el golpe del 73, el psicoanálisis nunca se ha bastado a sí mismo.


De todas formas, y por suerte, la vergüenza no fue en ningún caso el único afecto que se tomó la escena; estuvo todo el tiempo acompasada por la esperanzadora constatación de lo que durante estos 50 años grupos, colectivos y activistas de derechos humanos sí han podido hacer frente a la violencia haciendo uso de la teoría y escucha psicoanalíticas. Elena Castro, del Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos (ILAS), por ejemplo, nos habló con el cuerpo y nos sumergió en la textura de un oficio clínico de décadas al servicio del reconocimiento, la función del testigo y la elaboración del trauma. Señalar que todo el psicoanálisis fue silente y desvió la mirada frente al horror sería coludir con una definición demasiado estrecha del campo psicoanalítico, que no hace justicia al coraje de tantas y tantos que como Elena pusieron su cuerpo, su escucha y su voz para mantener con vida a un tercero moral bajo amenaza.


Durante el cierre de la jornada, Juan Flores, psicoanalista del ICHPA, señaló lo siguiente: “La poca vinculación y el cierre asfixiante en que el psicoanálisis puede estar es una experiencia muy chilena (…) Si pensamos la experiencia del consultorio de Berlín (...) o en Argentina donde los psicoanalistas estuvieron presentes en los conflictos piqueteros, trabajan en los hospitales, en las políticas públicas, etc. Es decir, no es un conflicto del psicoanálisis, es un conflicto de los psicoanalistas y de cómo los psicoanalistas en cada momento histórico nos encontramos ubicados. No es un problema de la teoría ni del psicoanálisis como disciplina”.


Agradeciendo, primeramente, las palabras de Juan Flores quien, además de haber estado en el equipo organizador del evento, ha tenido un papel clave en la historia institucional del psicoanálisis en Chile y ha dedicado parte importante de su trabajo a pensar la implicación de los analistas - y entendiendo también lo inherentemente problemático e incompleto que todo cierre resultar ser - me gustaría plantear algunas cosas que pulsan por ser dichas:


¿Por qué tendríamos que dejar a la teoría psicoanalítica en un lugar tan puro, sagrado, intocado, suspendido y apartado de los modos en que los y las psicoanalistas la encarnamos en nuestros oficios? ¿Alcanzan los valiosos actos de reflexión y memoria como el de aquel día para pensar también las violencias en sus registros más elementales, esas que por elementales casi no se ven? ¿Podemos afirmar con tanta seguridad que la teoría psicoanalítica está eximida de las violencias que fundan la cultura que busca comprender y analizar? ¿Sería muy incendiario decir, por ejemplo, como lo hizo el Colectivo Las Tesis en su momento junto a los planteamientos de Rita Segato, que no podemos pensar la violencia de estado al margen de la violencia que es propia del pacto social patriarcal? Por otro lado, ¿qué cualidad tan especial libraría al psicoanálisis del destino de toda teoría de ser revisada, problematizada y disputada con los cambios sociales, las transformaciones políticas y sus intercambios con otros campos del conocimiento y de las ciencias?


La experiencia clínica muestra que cuando el psicoanálisis llega a los territorios y es utilizado creativamente para el cambio social, no sólo aplicamos la teoría psicoanalítica sino que en ese proceso la teoría es también transformada. Dicho proceso aumenta la pertinencia cultural del psicoanálisis y actualiza su potencial político y emancipador. El hermetismo y la defensa rígida de las fronteras del campo psicoanalítico tiene riesgos. No olvidemos que, como señaló Paul Preciado, ha sido en nombre de la teoría que los criterios de pertenencia a las instituciones psicoanalíticas por muchos años dejaron fuera al mundo de la diversidad y la disidencia sexual. Es urgente que no sólo los psicoanalistas seamos interpelados, sino que también podamos revisar nuestras teorías, en sus lapsus fundamentales al decir de la psicoanalista argentina Ana María Fernández, así como también los pactos de género, raza y clase sobre los que ha sido construida.


Un segundo punto importante a plantear a partir del cierre de la jornada es que si bien aún hay muchas tareas pendientes respecto de las relaciones entre psicoanálisis y políticas públicas -en eso no podríamos sino estar de acuerdo con las palabras de cierre- no podemos omitir el trabajo de un número nada desdeñable de grupos y organizaciones psicoanalíticas que durante décadas han sostenido un trabajo territorial en diálogo permanente con la política pública. El hecho de que por diversos motivos, personales o institucionales, para muchos analistas el trabajo clínico se circunscribe al diván de la consulta particular, no significa que no haya psicoanalistas en los llamados “territorios”.


El trabajo que por años lleva adelante La Morada, Fundación Templanza, los grupos operativos de mujeres que por tanto tiempo se hicieron en comunas de Santiago arrasadas por las políticas urbanas que implementó la dictadura, todo esto en el marco del trabajo de la Fundación Santa Ana, son sólo algunos ejemplos. Hay más: Casa del Cerro y Casa del Encuentro, ambas iniciativas que, en diálogo permanente con municipios, escuelas y centros de salud mental, contaron con el apoyo y el compromiso de la psicoanalista Pilar Soza hasta sus últimos días, y cuya impronta para pensar los intersticios institucionales desde los cuales la escucha psicoanalítica ofrece posibilidades de resistencia, se mantienen hasta hoy en el equipo. Cuántas psicoanalistas formadas por Franchesca Lombardo trabajando silenciosamente en los equipos de maternidad de diversos hospitales; cuántos psicoanalistas formados por Pilar Errázuriz trabajando desde el psicoanálisis en territorio con las subjetividades trans. El trabajo incansable de investigación y de memoria en el campo de las infancias de Patricia Castillo es otro ejemplo de los modos en que el psicoanálisis se estira, estalla y se inmiscuye - casi al modo de una peste, la misma que Freud decía llevarle a los norteamericanos en su camino a la conferencia de la Clark University- cuando de lo que se trata es de responder preguntas de gran relevancia social. Y cuántos ejemplos más habrá.


Durante la jornada, una de mis compañeras tomó la palabra y con un tono suave pero decidido dijo querer meterle “un pelito más a la sopa”. Me sumo a su intención, y aquí vamos metiéndole pelitos e ingredientes a esta sopa, disputando respetuosamente modos de hacer memoria, con la apuesta de poder encontrarnos para pensar no a pesar sino desde nuestras diferencias. Y es que como planteó el psicoanalista Juan Francisco Jordán, haciendo referencia al poema de Primo Levi “Unfinished business”, para que podamos mantenernos fuera del campo de la melancolía, la tarea del duelo y así también la de la memoria tiene que ser necesariamente una tarea que no concluya.


Manuela Agüero es psicóloga clínica de la UDP con formación en psicoanálisis y estudios de género y miembro fundadora del Colectivo Trenza.


Minimal secret - Voluspa Jarpa // 2012
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