Mudanza de libros
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Mudanza de libros




Nos estamos cambiando de casa. Es con esos movimientos que uno se da cuenta de cómo vive, y de cuánto ha acumulado: cajas, closets y repisas repletas de papeles, juguetes, recuerdos, ropa, fotografías, cachureos, fotocopias. Pero sobre todo libros y más libros, de todo tipo: catálogos de exposiciones, manuales de teoría literaria, clásicos en ediciones baratas, diccionarios, enciclopedias, libros de artista y libros de cocina, folletos informativos y libros infantiles. El departamento nuevo es amplio, pero no sabremos si cabrán todos, y con mi pareja estamos de acuerdo en que estaría bueno aligerarse un poco de equipaje…


Recorrer con la mirada los estantes de tu biblioteca buscando libros de los que deshacerse es una experiencia inquietante pero también liberadora. No son necesariamente libros que no me gusten, hay de todo: los que me encantaron pero no creo que relea, los que tenemos repetidos, los que creo que no voy a leer nunca. Mientras reviso los estantes siento que los libros se estremecen ante la perspectiva de ser destinados al exilio, pero en realidad lo que les sucederá es lo mismo que a mí, cambiarse de casa. Me gusta la idea de pensarlos como objetos migrantes, que pasan de mano en mano, en vez de propiedades perpetuas. Cuando publico en Instagram unas fotos de libros explicando que quiero “podar” mi biblioteca, alguien me dice que le duele ver a Rebeca Solnit y Patti Smith entre las autoras descartadas. Ellas están entre los libros que me encantaron pero que no creo que relea: como un jardín, le respondo, las bibliotecas necesitan podarse para seguir vivas.


¿Qué libros dejar ir y por qué? ¿Con cuáles quedarse? Las razones no son homogéneas ni del todo lógicas: hay autores sobre los que he trabajado mucho y no me quiero deshacer de esas colecciones aunque es poco probable que regrese a ellas. Hay libros que me regaló alguien que quiero, o que quise. Otros que creo que podría necesitar algún día, o que me parece bueno tener en la biblioteca. Me doy cuenta de que los que dejo ir son sobre todo novelas que compré para pasar el rato o enterarme de lo que se estaba publicando. No soy un gran relector de narrativa, o de ensayos, típicamente solo los releo en diagonal para enseñarlos. La poesía, en cambio, tiendo a no darla por leída: un buen poema es un texto al que siempre se puede volver (aunque no necesariamente lo hagamos).


El otro día un amigo me contaba que iba por su tercera lectura de La guerra y la paz, y que cada una había sido una experiencia única en la que aparecieron dimensiones distintas del libro, en distintas etapas de su vida. Es verdad que uno olvida tanto de lo que lee que casi es absurdo, como explica Pierre Bayard, decir que uno “ha leído” un libro, porque tan pronto como lo dejamos la experiencia de sus páginas comienza a borronearse y transformarse en un recuerdo selectivo, muchas veces deformado por nuestra propia mirada. Leí La guerra y la paz en una traducción inglesa excelente, en un viaje largo en tren por Rusia, y luego me deshice de la carga del voluminoso ejemplar para continuar viaje ligero. ¿Volveré a leerlo alguna vez? Al escuchar a mi amigo me doy cuenta de que solo conservo de esa lectura un puñado reducido de escenas y personajes, más una impresión general muy vaga.


He ido reuniendo, con los años, una biblioteca considerable. Al sumarse a la biblioteca de mi pareja, con la que además se ha ido entremezclando poco a poco, se volvió algo desbordante y exagerada. De estudiante compraba libros muy de vez en cuando y frecuentaba mucho las bibliotecas, con el tiempo me he puesto más dispendioso. He tenido también proyectos de investigación con fondos para adquirir libros, algunos tan específicos que probablemente no le interesen más que a mí y a un puñado de personas. Cuando he comprado libros con esos fondos ha sido la única vez en que he acumulado muchas cosas que termino no leyendo: en general no me permito comprar libros nuevos si no he terminado los que ya compré.


Georges Perec, en su libro Pensar, clasificar, tiene un precioso ensayo sobre la imposibilidad de ordenar los libros a partir de un solo criterio, ya sea alfabéticamente, por colores, por país, por encuadernación, por época (de publicación o adquisición), por géneros o por idioma. Allí también recuerda a un amigo que se había impuesto como máximo un número limitado de libros. Si lo superaba, debía deshacerse de algunos para volver al máximo permitido, pero de a poco comenzó a hacer trampa, considerando como un solo libro una colección, todos los libros de un autor o todos los libros sobre un tema, con lo que finalmente el número máximo se refería a los ítems y no a los volúmenes físicos.


Mi biblioteca está ordenada, como todas, a partir de una mezcla de criterios incompatibles: a veces por tamaño (hay libros que no caben en todos los estantes), a veces por nacionalidad o zona geográfica, a veces por editorial, otras veces por tema. Y están, por cierto, las estanterías a las que van a parar los libros inclasificables, o secciones en que se mezclan libros cuya afinidad es evidente solo para mí. Los volúmenes se concentran en dos grandes estanterías situadas en muros opuestos. La primera consiste en tres estantes de madera de pino pintados de negro. En el primero tengo, arriba, el Tesoro de la juventud junto a los inmanejables tomos de Umbral de Juan Emar, regalados por una amiga que decidió que nunca llegaría a leerlos (yo no pierdo la esperanza). Luego vienen secciones de poesía chilena ordenada semi alfabéticamente, prosa chilena (ensayo y narrativa) y escritores latinoamericanos de diversos géneros. El segundo estante se divide en dos: arriba están los libros de literatura anglófona, sobre todo inglesa y norteamericana. Abajo están los libros de y sobre China, en cuya literatura y cultura me sumergí algunos años. El tercer estante tiene arriba las literaturas europeas en orden algo antojadizo: antigua, medieval, polaca, portuguesa, rusa, algunos libros del mundo árabe (¿?), luego una hilera dividida entre Alemania e Italia, con un par de libros españoles y catalanes entremedio, y finalmente una hilera de libros franceses. Las tres hileras de abajo son libros brasileños.


Esta organización parece en principio razonable, pero tiene sus incoherencias y sus paradojas: ¿Qué hacen los libros árabes al lado de los rusos, en la sección europea? ¿Es Rusia realmente parte de Europa? ¿Por qué separar el portugués de las demás lenguas romances? ¿No debiera Portugal estar más cerca de Brasil que de Alemania? Mirando ahora, mientras escribo, me doy cuenta de que entre los libros catalanes hay un volumen de Ursula Le Guin que debiera estar en la pequeña sección de libros de aventuras y ciencia ficción que tengo en la estantería del frente.


A algunos amigos les ha parecido sintomática la distribución de los libros en estos estantes: el mundo angloparlante encima de la China milenaria, los árabes junto a Europa, encima de Brasil, Chile por sobre Latinoamérica. No se trata de un comentario geopolítico intencional, sino de una mezcla del azar de cómo fui poniendo los libros y del espacio que ocupan. Preferiría tener más libros latinoamericanos, pero la verdad es que son menos que los chilenos y por eso quedaron relegados a un rincón. Brasil podría estar con Latinoamérica, pero entonces todos esos libros no cabrían en el mismo estante. Tal vez algunas de estas paradojas se solucionen al trasladarnos a una nueva casa, pero sospecho que aparecerán otras. Toda biblioteca está condenada a un orden imperfecto e inestable, como toda vida.


La estantería del frente de la que acabo de describir pertenece a este departamento, y por lo tanto será imposible replicarla en el departamento nuevo. Su clasificación es más diversa y compleja que la anterior, y un poco más caótica. Además de libros, tiene mi colección de DVDs, CDs y de discos de vinilo, un par de estantes con instrumentos musicales y partituras, mis libretas personales y todo tipo de objetos decorativos. El resto se divide entre una colección de libros experimentales o de artista (frágiles y de tamaños y formatos muy diversos), una zona dedicada a los cómics, otra de catálogos de exposiciones y libros sobre arte, una en desuso de diccionarios en papel, varias de cine, otras de música, filosofía, teoría y psicoanálisis. Aquí aparecen otras paradojas y problemas: ¿los libros de filósofos chilenos debieran ir en la sección de prosa chilena o en la sección de teoría? Opté por lo segundo, salvo en casos en los que me pareció que la filosofía se aproximaba al ensayo. En cuestiones como estas, la clasificación de libros se acerca a la crítica…


No me considero, para nada, un coleccionista, pero indudablemente mis libros constituyen una colección, la única en la que perseveré luego de breves intentos adolescentes por entusiasmarme con las monedas, billetes o estampillas. Walter Benjamin tiene un precioso ensayo sobre el momento de desembalar su biblioteca tras una mudanza, en que propone una reflexión sobre el coleccionismo como arte. Sus libros, que oscilan entre el caos y el orden obsesivo, son también la historia única de cómo cada uno ha llegado a sus manos, pasando de ser una mercancía deseada obsesivamente a ser una posesión cuya historia se entrevera inextricablemente con la de su dueño.


Me mudé a esta casa recién separado, inicialmente con nada más que los mínimos muebles: una cama, un escritorio, un par de sillas, un sillón cama donde dormía mi hijo los días que estaba conmigo. Era una vida algo inhóspita, pero me gustaba ese aspecto algo ascético: separarse es también soltar el conjunto de cosas en torno a cuya acumulación se construye una casa en común: cuadros, muebles, loza, electrodomésticos, discos, partituras, alfombras. Recuerdo que cuando imaginaba separarme me agobiaba preguntarme cómo lo haríamos para dividir algunas de esas cosas. Resultó, por supuesto, banalmente fácil: esto para mí, esto para ti. Cuando estaba a punto de traerme a esta casa todas las cosas que acordamos que me correspondían, comenzaron rumores de un virus muy contagioso que estaba llegando y le propuse al encargado del flete que esperásemos unos días antes de hacer el traslado. Era, por supuesto, sin que lo supiéramos el inicio de la pandemia, que me hizo volver por unos meses a la casa de mi ex a cuidar juntos a nuestro hijo pequeño. Durante algo así como un año y medio, fui trasladando poco a poco como hormiga, en cajas y maletas, mis cosas a esta casa, hasta que se abrió la cuarentena y pude por fin traerme todo lo que quedaba. Casi podría decir que solo entonces terminé de separarme.


Escribo ahora rodeado de cajas de libros que he ido llenando estos días y que iré trasladando en los próximos. Sé que el nuevo espacio me obligará a redistribuir los libros, a inventar otras maneras de clasificarlos, a redescubrirlos en un nuevo espacio. Tal vez Brasil quede ahora más cerca de América Latina. Tal vez me anime a retomar algunos libros que aún no he leído y, quién sabe, tal vez incluso a releer alguno. Mi biblioteca y la de mi pareja se entrelazarán cada vez más, hasta volverse indistinguibles: ya regalamos los libros que estaban repetidos. La biblioteca de mi hijo seguramente irá creciendo.


Cambiamos de casa acompañados por cosas, colecciones que crecen pero también a veces se aligeran. Nos hicimos socios de la biblioteca municipal a ver si en esta nueva etapa compramos menos libros. Descubrí allí a una escritora por casualidad, Milena Busquets, y su diario desenfadado, descaradamente frívolo y por lo mismo adorable, en estos tiempos de tomarse tan en serio. Me dejó con ganas de volver a escribir un diario. Tal vez lo haga en la nueva casa, que no solo albergará nuestros libros, vasos, ropa, cuadros, mesas, sillas, sino también los libros y proyectos que uno lleva consigo y que tal vez con una nueva luz y espacio se den mejor, como las plantas. Todavía quedan cosas sueltas por meter en cajas mientras le pongo punto final a estas líneas. Sería fantástico, me digo, llegar a una casa nueva llena solo con cosas nuevas: libros, ropa, muebles diferentes, como cuando uno aloja en casa de un amigo. Renovarse por completo. No tener nada propio. Pero necesitamos, como los niños, objetos a los que nos aferramos para conseguir un poco de continuidad entre un espacio y otro, un hilo narrativo hecho de cosas que nos acompañan, saben quiénes somos y hemos sido y nos lo recuerdan cada día.



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