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Mundos habitados, de Roberto Merino

Mundos Habitados no es un poema largo sólo porque no rima ni tiene la estructura. Pero bien podría serlo. La memoria se transforma en ficción y ésta en poesía. Como para decirnos que no hay tal distinción, sólo literatura—en estos tiempos, ¿a quién le importan los formalismos de género?


Estructurado en años, Roberto Merino se adentra en el misterio de la infancia, que no es otra cosa que perplejidad y preguntas. A través de fragmentos, que como un puzzle bien o mal armado completan un todo, revisita su pasado: escenas que no arman una historia necesariamente coherente pero sí una vida, que es lo más lejano a la coherencia que existe. En ese sentido, no pareciera escudriñar en sus recuerdos como si fuera a dar con la promesa freudiana de una clave que lo descifre todo; quizás está la pregunta, pero no trata de resolverla. Y se agradece. Primero, porque no hay respuesta. Segundo, porque no impresiona ser un ejercicio terapéutico, el que suele derivar en pedagogía, tanto como uno contemplativo—aunque quién sabe si con o sin quererlo terminó siendo catártico de todas formas; lo importante en este caso es el propósito y la especulación la dejamos hasta ahí.


Los primeros capítulos parecieran ser memorias de cuando no había memorias, de aquellos años en que el mundo aún no estaba dividido en conceptos y se habitaba el todo sin definir nada; atmósferas, sentidos y sensaciones, un mundo arcaico, por no decir mamífero. Tal vez por eso evocan una especie de asombro infantil, un asombro que solo después cobra sentido, o algo parecido al orden, con la llegada del verbo y los desengaños. Que indefectiblemente llegan, junto con esos amores de infancia siempre inalcanzables, aunque sea porque se sospecha que de alcanzarlos no serían tales.


A medida que avanza —ya sea por nostalgia, ilusión o tragedia—, nos lleva a esos tiempos en que estábamos más conectados precisamente por estarlo menos. Un mundo pre-internet y sin consumo masivo —suena romántico, pero ojo que peor es el consumo exclusivo—, donde todos participaban de los mismos eventos, escuchaban los mismos programas y veían las mismas películas; había una sola tele, una sola estufa, un solo baño. El calor se compartía. Todo se compartía. Era como vivir en una especie de casa de verano sin ser verano y sin estar de vacaciones; no queda claro el beneficio. De cuando el centro era Santiago y Santiago era Chile, o de cuando el centro de Santiago era Chile. De boticas y emporios y curas y ministros. Un mundo de barrios y no de edificios. De cités y no de condominios. Del mendigo antiguo que pedía un plato de comida en las casas. De pandillas de huérfanos aspirando pegamento en las calles. De conventillos y prostíbulos. De matiné y de misas. De tranvías y zaguanes. De revistas y radios con sonido de playa. De voces solemnes y nasales. De fundos y disparidades profundas. Más aún. De padres perdidos y huachos criados por abuelas. De profesores normalistas, tías viejas, pensiones y peones; el mundo de Donoso, Bunster y Marcela Paz, con palabras, objetos y oficios de otra época: aquilinas, fonola, biselado, lacre, filigranas, balaustradas, tinterillo, resolana, petimetres, azafates, rebencazos, pichonas, cocho y Fortesán.


Si bien la prosa tiene un ánimo poético, no llega a ser barroca, tampoco afectada, al contrario, es austera, incluso económica. Por lo mismo, es sintética y regala frases como “los volantines aúnaun ofrecían una promesa mágica. Lo mismo que los resortes”, —y podría haber agregado los imanes—, bella rehabilitación de la inocencia, por no idealizar la infancia; o “recordando quizás cosas pendientes de personas con corbata en el centro”, imagen que perfectamente podría haber pertenecido a Papelucho, que digan lo que digan, es uno de los sabios de la literatura chilena.


Y algo ocurre con el pasado que había más días nublados y grises. Azulados. No se sabe si es romanticismo o cambio climático, como si siempre fuera otoño o invierno. Como si los recuerdos fueran descoloridos. Se fueran diluyendo. Al igual que una foto revelada. Difusa y angustiante como una noche de domingo en invierno. Y a ratos, Merino pareciera estar siempre viviendo en una. Este libro tiene olor a verano antiguo en una playa nublada, y como buen romántico, el autor sabe, o al menos intuye, que el alimento del mito es la memoria.


Juan M. Aguirre



Mundos Habitados

Roberto Merino

Random House 2022




























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