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Para una ética del fútbol


Los más de seis mil trabajadores migrantes muertos entre los que construyeron los estadios del Mundial de fútbol de Qatar, un país multimillonario sin libertades, han provocado diferentes críticas, boicots y ausencias en un evento que suele reunir a hinchas y estrellas para esgrimir buenas intenciones de fiesta global. En su defensa, el presidente de la FIFA, organizadora del torneo, maximizó la cuestión y apuntó a los tres mil años de explotación europea, que debieran generar otros tres mil años de perdón a los explotados del extrarradio planetario. Tuvo la audacia de decir que se sentía migrante, africano, catarí, también gay e incluso mujer. Él, suizo, millonario y mandamás de una organización multimillonaria y opaca, se confundiría entonces con uno más de los miles de millones de explotados del mundo. El mundo es así y se demora mucho en cambiar, quiso decir. Todos somos víctimas, al parecer era la metáfora.


Pero claro, no es tan simple celebrar un Mundial en un país donde los homosexuales son penados y se consideran enfermos –por eso los capitanes y jugadores de varios países europeos iban a usar la jineta multicolor LGTBI+, pero la FIFA amenazó con ponerles tarjeta amarilla, y todos echaron pie atrás– o dónde las mujeres no pueden ni tomar un taxi sin pedir permiso al hombre que siempre las tutela y reciben latigazos si cometen un delito. Es un país donde no están permitidas las muestras de afecto en público: incluso serían ilegales todas las celebraciones, hasta de los mismos futbolistas. No es llegar y decir hoy que se juega fútbol en un suelo asfixiante de calor cuya enorme riqueza viene de los combustibles fósiles que recalientan al planeta y que debieran limitarse para lograr la sobrevivencia de la atmósfera que nos permite vivir. Para Catar, se supone, es una operación estratégica para consolidar su nombre y su territorio nacional.


Tristes hechos, triste Mundial, tristes palabras para un deporte que es un arte y una pasión, o más que esas cosas, como rezan los himnos. El fútbol es una máquina de crear dinero y blanqueos de imagen, pero también es una ética, que enseña cuestiones como la lealtad con el adversario o la aceptación de la derrota. Para Pier Paolo Pasolini, que lo amaba, el fútbol era un sistema de signos y un lenguaje, y como tal tiene formas prosaicas (el fútbol europeo) o poéticas (el sudamericano). Para Pasolini, el fútbol “es una enfermedad juvenil que dura toda la vida”, y esa esencia juvenil es clave: escapa de las satisfacciones de lo operativo y lo mercantil –el mundo del padre– y tiene que ver con las posibilidades de pureza, también violenta y desgarrada, de las hermandades –el mundo de la madre. Pasolini murió atropellado por unos marginales en un campo de fútbol de Ostia, nos recuerda Pietro Barcellona, y quizá esa muerte era su deseo oscuro de unirse a lo primordial más que el resultado de una conspiración fascista por eliminar a un polemista que había llegado demasiado lejos al retratar la banalidad el mal de la sociedad capitalista, donde el pueblo, alegre y turbio, terrenal y esotérico, ya no existe sino que es una masa de consumidores narcisistas pegados a alguna pantalla. No, para Pasolini no todos somos víctimas potenciales: todos estamos en peligro.


Como la pasión del fútbol es propia y juvenil, no tiene que ver solamente con el origen sino que se elige: en el momento que se siente la fascinación del fútbol, se ama a un equipo en particular. El de Pasolini era el Bolonia, escuadra y ciudad de tradición antifascista que se precia de no haber elegido un gobierno de derecha desde la segunda guerra mundial. Gary Medel juega hoy en ese equipo. El defensor chileno dijo hace un tiempo que preferiría vivir en España que en Chile, porque aquí no hay seguridad social ninguna –lo sufrió su madre por una enfermedad reciente–, y se le fueron encima cuestionando su opinión por millonario y extranjerizante.


Niños pobres que su talento volvió ricos, sagas de héroes que se la juegan por una causa, esa es la narrativa típicamente publicitaria y normativa que pretende imponer el fútbol oficial. Las críticas, las opciones, las disidencias, parecen no tener cabida en este juego de astros superdotados. No mezclar fútbol y política, manda la FIFA. Este Mundial, sin embargo, fundado en la corrupción y la injusticia, parece derogar otra vez esa inmaculada pretensión de no tener que ver con la política, la ética o la economía. Porque sí tiene que ver, como lo sabe Marcelo Bielsa, que con su magnífica lengua filosofa y critica a partir del fútbol. No olvidemos lo que pasó con él en Chile: por un momento entregó el aura perdida a un país extraviado en su exitismo. “Es el único que se preocupa por los pobres, qué vamos a hacer ahora”, dijo una señora cuando se lo homenajeó de despedida. El fútbol puede ser el mejor espacio para el deseo, para que la pasión se encarne y tenga un lugar demarcado, y también para la decencia del juego y de lo colectivo. El campo de una estética y de una ética que supera con mucho el rendimiento atlético, la productividad económica, el anecdotario periodístico, las arbitrariedades del VAR y las supuestamente apolíticas e infinitas ganancias de la FIFA.



Marcela Fuentealba

















Modelo de la pelota utilizada en la final del Mundial de 1930 que enfrentó a Argentina y Uruguay.


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