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Poética de la piscina

Un volumen de agua encerrada, enclaustrada, encajonada. Un agua delimitada, a veces temperada, otras gélida. Cristalina o verdosa, transparente o densa. Un agua enmarcada, como un cuadro. Repleta de cuerpos chapoteando en ella o vacía, expectante, agitada o inmóvil. De profundidad variable, en principio siempre se ve el fondo si nadamos en ella de día o con las luces encendidas. Típicamente ortogonales, en forma de rectángulo, pero también de riñón, en el patio de una casa o al interior de un gimnasio techado.

 

Una zona del suelo en que la superficie es líquida, separada del resto por un borde de cemento. Rodeada de pasto, junto al mar o un lago, en una redundancia algo absurda, excesiva, lujosa. Un despilfarro, un agua restringida junto al agua ilimitada de espacios naturales incontrolables en su temperatura, movimientos o salinidad. Nadie navega en piscinas, más cercanas a las fuentes que a los ríos o canales, otras formas de agua restringida por orillas que la contienen. Sí se encuentran a veces esos colchones flotadores en los que alguien yace a la deriva, boca arriba o boca abajo, eventualmente con un cóctel en la mano. El agua que pasa, que corre, que sigue la inclinación del terreno, contra el agua quieta, estable, en equilibrio. Es curioso que no exista un equivalente en castellano a la palabra inglesa shallow, “poco profundo”, antónimo de deep. Aplicado a personas se puede traducir como “superficial”, pero nadie diría de una piscina que es superficial, sino “poco profunda”. Tantear el fondo con los pies para ver si uno topa, y dónde. Caminar hasta el lugar en que empezamos a flotar, o nos hundimos…

 

Las piletas pueden tener peces; las piscinas en principio no, aunque en Argentina le llaman pileta a la piscina. Y la palabra piscina proviene del latín piscis, pez, porque originalmente designaba pozos para peces. Los primeros cristianos designaban con esta palabra a la pila bautismal. Algunos cristianos evangélicos todavía practican el bautismo con inmersión total para significar el renacer a una vida nueva, y lo hacen muchas veces en piscinas. Se sumergen vestidos, hundiéndose en el agua de espaldas, hacia atrás. La piscina como umbral, como lugar sagrado.  

 

Las piscinas deportivas son un conjunto de pistas paralelas reguladas por velocidad de nado, con estrictas reglas de direccionalidad (circule por su derecha). Normalmente si un nadador de velocidad intermedia como yo entra por algún motivo a la pista rápida y no logra mantener el ritmo, genera la irritación de los otros nadadores, que comienzan a tocarle el tobillo para apurarlo. A veces interviene el entrenador, que le pide amable o cortantemente cambiarse de pista. En la pista lenta muchas veces hay personas de la tercera edad, que nadan a un ritmo insoportablemente lento (para mí). Yo debo ser algo igualmente insoportable para los nadadores veloces que miden su tiempo con relojes sumergibles y alternan estilos de manera programada para optimizar su entrenamiento. Yo en cambio, me turno nadando pecho y crawl de manera irregular, cuando me canso de uno paso al otro y viceversa. Soy claramente un nadador de velocidad mediana, ni atleta ni anciano.

 

Las piscinas recreativas, en cambio, son extensiones de tránsito libre en trayectorias indeterminadas. Se pueden cruzar de lado a lado pero también en diagonal, o en recorridos sinuosos. En verano se llenan de cuerpos que se mueven de manera impredecible, errática, como cardúmenes de peces, persiguiéndose, chocando, manteniéndose a flote o nadando, saliendo y entrando al agua una y otra vez, en elegantes zambullidas o guatazos y bombitas que salpican lo más posible. Son un territorio tensionado entre reglas diversas, la de quienes desean sobre todo desplazarse por el agua a solas y la de quienes desean conversar, jugar, coquetear, entrechocarse en ella. Bajarse el traje de baño, orinar subrepticiamente, hundirle a otro la cabeza, lanzarse agua, empujarse, abrazarse o rozarse al pasar. Mirarse bajo el agua. Son juegos energizados por un peligro real, el de la muerte por ahogo, como si la piscina fuera al fin y al cabo un lugar de encuentro con nuestra propia inevitable eventual ausencia del reino de los vivos. Jugamos a ahogarnos para prepararnos para el día en que dejaremos por fin de respirar.

 

Nadie pintó piscinas como David Hockney, en su período californiano. Piscinas de un azul diáfano, agitadas por los cuerpos que se lanzan a nadar en ellas, atravesadas por ondulantes líneas blancas que marcan los múltiples planos en los que se descompone el agua al alborotarse, refractando el fondo y los cuerpos de los nadadores. Piscinas vacías en casas lujosas, piscinas en las que cuerpos desnudos se sumergen o emergen, húmedos, a cuyo borde se tienden a tomar el sol. Natalia Babarovic también pintó piscinas, más pastosas e inquietantes, con una paleta que se acerca al verde y una intensidad más deslavada. Una piscina olímpica que alguien atraviesa caminando mientras un grupo lo observa en la orilla (Enjuagues, a partir del video de una performance de Claes Oldenburg), piscinas despobladas que reflejan con una extraña avidez el paisaje en torno suyo, una piscina sin agua en una casa que parece abandonada. Si las de Hockney son piscinas de una temperatura cromática veraniega, las de Bavarovic parecen ser piscinas fuera de estación, piscinas invernales. Piscinas a las que no dan ganas de lanzarse, pero que capturan la mirada con su gélida quietud.

 

El cuadro de Hockney Retrato de un artista (Piscina con dos figuras), de 1972, se suele interpretar como la historia del fin del amor del pintor con su pareja Peter Schlesinger, también el tema de la película biográfica hecha en 1973 por Jack Hazan, A Bigger Splash, un título que cita otra pintura del artista. Es una película extraña, en la que actúa el propio artista haciendo de sí mismo, en un terreno indefinido entre el documental, la ensoñación y la biografía ficcionalizada. Las piscinas son irresistibles para el cine. Unos pocos ejemplos, como muestra: Sunset boulevard (1950), de Billy Wilder, comienza con un cadáver flotando en la de una actriz famosa. M. Night Shyamalan, en La dama en el agua (2006), hace surgir una sensual sirena de la de un condominio, en un cuento de hadas y suspenso muy poco logrado. La ciénaga (2001) de Lucrecia Martel se abre con una familia emborrachándose en torno a una piscina.  El primer largometraje de Céline Sciamma, Nacimiento de los pulpos (2007), explora el despertar sexual y la complicidad de jóvenes adolescentes que participan del equipo de nado sincronizado en el mundo pasado a cloro de los camarines y las duchas compartidas.  

 

En una reseña del taller que dio en la Universidad de Chile, Marisol Águila recuerda que Lucrecia Martel compara la sala de cine a una piscina vacía, y que su filmografía vuelve una y otra vez al espacio acuático como una zona en la que se distorsionan las ondas de luz y sonido. La piscina, más que como un cuadro enmarcado, podría pensarse entonces como una pantalla, un espejo de agua en el que podemos entrar a refrescarnos para escapar del calor veraniego, desplazándolos por otro medio diferente al suelo terrestre cubierto por aire por el que solemos movernos. Una extensión de agua delimitada, domesticada, sin corrientes ni remolinos, pero también potencialmente peligrosa, seductora, mortífera. Lugar de escape o encuentro, de ejercicio o juego, entretención o competencia, ojo sin párpados que nos contempla y al que entramos para transformarnos por un rato en criaturas flotantes, acuáticas, anfibias, regresando al lugar del que salimos en un tiempo del que no hay memoria.  

 


ESCENA DE LA CIÉNAGA - LUCRECIA MARTEL [2001]

NATALIA BABAROVIC

RETRATO DE UN ARTISTA. PISCINA CON DOS FIGURAS - DAVID HOCKNEY [1972]
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