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Poética del pelo

Prolongaciones delgadas de nuestra piel, apenas perceptibles individualmente, pero que en masa delinean nuestro rostro y lo caracterizan, marcan zonas resguardadas de nuestra anatomía y entregan claves respecto a nuestra edad, género, identidad. Su exceso nos acerca al mono que supuestamente fuimos, su ausencia nos vuelve muñecas de plástico liso. No nos duele si nos lo cortan, y dicen que sigue creciendo tras la muerte. No parece vivo, pero crece, y su carácter flotante se presta a agresiones y gestos de afecto, invita a agarrarlo, tirarlo, acariciarlo, peinarlo o despeinarlo…ondula al viento, cae lacio con la lluvia, cubre nuestro cráneo y lo protege. 


Nos salvamos por un pelo o no tenemos ni un pelo de tontos, la virilidad se asocia con el pelo en pecho y la inmadurez con ser imberbes. Que aparezca un pelo en la sopa la arruina, pero ser franco es hablar sin pelos en la lengua. Las canas son sinónimo de sabiduría, pero también del cansancio del cuerpo, de la decoloración que nos va volviendo grises con el tiempo. La calvicie, nos aclaraba enfáticamente en el colegio un profesor de historia que la padecía, proviene del exceso de testosterona, y por tanto es síntoma de un exceso de masculinidad y no su opuesto. Ahora que he ido perdiendo pelo en la parte superior de mi cabeza, hasta el punto en que la zona descubierta se vuelve cada vez más notoria, no he notado en mí ningún exceso de virilidad. El pelo se cae y punto. En mi caso, con la particularidad de que se cae en la coronilla, en una zona que cuando me miro al espejo de frente no se ve, pero aparece en los ascensores y las fotos en que inclino la cabeza o tomadas desde arriba. Es un agujero que no forma parte de mi identidad imaginaria, de mi yo ideal, pero está ahí, a la vista de todos. Aunque es uno de los aspectos del paso del tiempo que me desagradan, y hago lo posible por que no aparezca en las fotos o videos, no se me ocurriría intentar revertirla: probé (¿quién no?) los champú “anti caída” cuando comenzó a manifestarse, pero la idea de los implantes me parece excesivamente artificiosa y laboriosa, seguramente porque no estoy acostumbrado a ella. 


Si cada cabello contiene todo nuestro material genético, cada uno que se pierde es un indicio de la muerte que se acerca, como las hojas de un árbol que caen, pero sin la promesa de volver a brotar al año siguiente. Por algo a la muerte le dicen “la pelá”, calavera sin cabello, y hablar mal de alguien es pelarlo. Sansón pierde su fuerza cuando deja que Dalila le corte el pelo, una suerte de castración y feminización simbólica. Su opuesto en la mitología bíblica sería Absalón, hijo rebelde de David, cuyo hermoso pelo, tan largo que al cortárselo anualmente pesaba dos kilos, se enreda en las ramas de un árbol y lo deja a merced de sus enemigos. Otras cabelleras largas de mi memoria infantil son la de Rapunzel, que la deja caer desde una torre en que está encerrada para que suba su amado, y los de Lady Godiva, que cubren su desnudez cuando su marido la fuerza a exhibirse a caballo como condición para cumplir su solicitud de bajar los impuestos que agobian al pueblo. Creo recordar que leí una versión en que su pelo crecía milagrosamente hasta ocultarla por completo, evitándole la humillación de que la vieran, pero puedo estarlo inventando (la IA no corrobora mis recuerdos). 


De niño era mi madre quien me cortaba el pelo, a mí y a mis hermanos, en un estilo funcional, nunca muy a la moda. En esos años ochenta de estrechez y austeridad, ir a la peluquería habría sido un dispendio. Años más tarde me compré una máquina para cortarme el pelo al rape yo mismo, aunque siempre he necesitado que alguien me ayude con la nuca, si no quiero quedar con mechones rebeldes que se escapan a los dientes metálicos del instrumento. Una de las primeras veces que probé cortarme solo, la máquina murió a medio camino, y el corte quedó inconcluso. Tuve que ir humillado a un peluquero para que me lo arreglara, me hizo un precio especial “para que venga para acá y no trate de cortarse el pelo solo”. Cuando empecé, ya adulto, a ir a peluquerías “de verdad”, me desconcertaba que me preguntaran cómo quería el corte, no imaginaba que hubiera tantas maneras posibles de llevar a cabo esa operación…


La única que vez que hice de peluquero yo fue en pandemia, cuando le corté el pelo a mi pareja. Ahí descubrí lo difícil que es cortar en línea recta, y hasta qué punto buscando arreglar una irregularidad puedes agravarla: lo que se suponía que era un recorte de puntas terminó siendo un corte de pelo tipo honguito o novicia rebelde, a medida que avanzaba en diagonal y luego buscaba emparejar lo ya recortado. Un amigo profesional dijo que no estaba nada mal el corte para ser un principiante, pero mi pareja se ha negado tajantemente a repetir la exigencia. Hasta ahí llegó mi carrera de estilista. 


Las peluquerías actuales son palacios comparados con los austeros locales en los que los hombres nos cortábamos el pelo en los ochenta y hasta inicios de los noventa. Es curioso cómo en general siguen siendo locales segregados por sexo, como si cortarse el pelo fuera un ritual que debiera practicarse a escondidas del sexo opuesto, y si bien hay muchos peluqueros que le cortan a mujeres, si no me equivoco no hay tantas mujeres que le corten a hombres. Muchas peluquerías masculinas son lugares que exorcizan la intimidad entre cuerpos viriles a punta de decoraciones que exacerban una atmósfera muy “macho”, siempre a punto de pasarse para el otro lado: motocicletas, cuerpos musculosos, aves disecadas, pósters de bandas de rock, camisas escocesas. 


En mi colegio, un antro conservador y autoritario, estaba prohibido llevar el pelo largo, y había un inspector en la puerta haciendo devolverse a casa a los rebeldes, que intentaban ocultar su transgresión a punta de gomina. El día en que a alguien se le ocurrió llegar rapado al cero lo enviaron a inspectoría pese a que no había ninguna regla que lo prohibiera. A partir de ese momento, se modificó el reglamento para explicitar que el pelo no debía ser ni demasiado largo ni tampoco demasiado corto, sino que un justo medio: un ejemplo perfecto de cómo funcionan las sociedades represivas, definiendo prohibiciones nuevas cuando surgen conductas inesperadas. Homogeneizar el pelo es lo primero que requiere cualquier institución jerárquica y autoritaria, eliminar todo rastro de individualidad: los militares, las cárceles, las órdenes religiosas, los campos de concentración se parecen en eso. Para qué hablar de la exigencia musulmana de cubrir el cabello femenino… 



Mi padre tenía el pelo espesamente rizado, y cuando de niño me dijeron que era probable que lo heredara y que el pelo se me fuera poniendo “ruliento”, me pareció una maldición y me encerré a llorar en mi pieza. Me parecía denigrante no tener el pelo liso, y ominosa la posibilidad de que se fuera encrespando de a poco, implacablemente. No sucedió, pero años después, cuando logré dejarme el pelo largo hasta los hombros, disfruté por algún tiempo de unos rizos moderados que me daban un aire exótico, latino, en Estados Unidos, donde estudiaba por entonces. En la Historia del pelo de Alan Pauls, el personaje principal cree descubrir el poder del estilo afro, y se obsesiona con lograrlo aunque su pelo lacio y rubio no se presta bien a ese experimento. Siempre es mejor el cabello del otro, más rubio o más oscuro, más dócil o abundante.


Una vez al año, ya bien entrado el verano y terminadas las clases de la universidad, en diciembre, ejecuto el ritual de raparme al cero, como una forma de dejar atrás los malos recuerdos de, dar vuelta la página y comenzar de cero. Me digo que en el pelo se guardan las malas energías, y que cortarlo las anula, lo que es por supuesto una forma supersticiosa de pensamiento. Pero algo debe haber. De mis lecturas del delirante y genial filósofo chileno Patricio Marchant, recuerdo que evocaba a un psicoanalista que sostenía que nuestro apego al pelo proviene de la época en que éramos primates y nos aferrábamos al pelo del pecho de nuestras madres, y desde que nuestra especie perdió el vello capilar quedamos huérfanos, intentando agarrarnos a todo…soltar el pelo es entonces dejarnos ir, aceptar nuestra caída inevitable hacia la muerte, desnudos como vinimos, con nuestra piel descubierta y vulnerable. Un ritual que nos prepara para lo inevitable. 


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