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Rimbaud y la fotografía


A Rimbaud no lo conocemos por fotos. Es inconcebible que el mayor príncipe de la modernidad se haya escapado siempre del tratamiento mecánico de luz, símbolo de una era donde los poetas se vuelven concretos, feos, gordos, demasiado familiares. Sí, ustedes me dirán, hay retratos. Primero de muy niño con ese trozo "de lencería clerical" que encaja la madre en su brazo. Y en la última parte de su vida en esos experimentos africanos con su humilde empleado griego Sotiro, que disparó la cajonera fotográfica siempre desde cinco metros, sin experiencia, (solo con las instrucciones que le daba el mismo Rimbaud, ahora convertido en comerciante), creando más un fantasma que un retrato respetable.


Carjat hacía retratos impecables. Pierre Michon en su maravilloso libro "Rimbaud el hijo" dice:


"Mientras esperaban, se hacían fotos. Pues todos se habían dado cuenta de que, allende los sonetos confusos, esos menudos puños cerrados de catorce versos enarbolados hacia el futuro, allende la poesía, muy próxima a las poses de exilio con dos dedos metidos en el chaleco y la melena al viento, fluyendo de la caperuza negra, acudía la posteridad; y sentados en el taburete de los fotógrafos, se estremecían ante la posteridad: el Viejo, frente a Nadar, frente a Carjat, miró la caperuza negra y contuvo el aliento; Baudelaire, frente a Nadar, frente a Carjat, contuvo el aliento; y frente a esos mismos, el dulce Mallarmé contuvo el aliento; y, de igual forma, Dierx, Blémont, Creissels, Coppée, unos frente a Nadar, otros frente a Carjat, se estremecieron. Y hasta el propio Rimbaud…"


Carjat era de origen humilde, también quería ser poeta. Pero se enfrenta al peor adolescente etílico, que no se congracia con nadie, menos con un artesano que le recuerda los ridículos retratos que imponía su madre. Lo insulta, lo hiere con un estoque. Pocas ganas le dan a Carjat de conservar algún negativo de ese horrendo niño salvaje, de ese flaite provinciano. Seguramente morirá pronto o terminará en la cárcel. Así solo se conserva una copia de ocho, o más bien una copia de una copia. Si vemos los otros retratos de Carjat coloreados, pasados hoy por la edición de una inteligencia artificial, su realismo es sorprendente. Victor Hugo podría ser un vecino de Providencia. Pero el odio de Rimbaud lo convirtió en un difuso trazo de comic, un héroe de carboncillo que no puede asociarse a ninguna imagen contemporánea, que no vive en ninguna época ni en ningún continente en particular.

Hay una obsesión por las fotos de Rimbaud (obsesión que comparto), cada cierto tiempo aparece una más enigmática y más borrosa. El poeta siempre a diez metros. Lejos de su clásica fisonomía y más lejos aún de sus versos. La muerte le llegó pronto. Hizo el esfuerzo de trasladar un pesado aparato fotográfico a Etiopía. No para documentar su rostro (eso ya lo hizo Carjat y lo escondió aún más) sino para catalogar plantas y aves. Pero la tentación seguramente lo hubiese vencido. Apropiado de su papel de comerciante, quizás en unos años más , ya con el nuevo siglo andando, se hubiese registrado al menos en un formato de pasaporte. Concreto, cansado, demasiado económico. Ahora con el corbatín en su posición correcta. Porque de lo que realmente hablamos cuando hablamos de Rimbaud, es del lento, irrevocable y doloroso camino que recorren todos los hombres (y con mayor fuerza los que actuaron alguna vez de locos) hacia la horrible solvencia. La solvencia que es también mi Beatriz.

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