Rojo pasión, rojo sangre
- Diego Rossi

- hace 7 días
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En la carne nace toda sabiduría.
Cuidado con lo que no tiene carne.
Cuidado con los dioses:
cuidado con la idea.
La Reina de los condenados, Anne Rice
En el año 1992 se estrenaba en los cines Drácula, de Bram Stoker, cinta basada en la novela homónima de Bram Stoker, publicada en el año 1897, y que se convirtió – hasta el día de hoy – en uno de los manuscritos de ficción epistolar más traducidos de la narrativa gótica. Dirigida por Francis Ford Coppola (El Padrino) ha sido considerada como una de las adaptaciones más fieles a esa obra del siglo XIX. Aunque – como suele ocurrir con una mirada novedosa– también la que traicionó el núcleo narrativo: fundó un vínculo amoroso en dos de los personajes principales.
A modo de prólogo, ambientando una Rumania de 1492, la película introducía a un hipnótico Gary Oldman (Amada Inmortal) en la piel de Draculia; conocido por ser un sanguinario guerrero de la Orden del Dragón. Su armadura – sin piel, a carne viva– y parte del vestuario, elaborado por Eiko Ishioka (Mishima), vislumbró la composición del personaje. En la historia, Draculia estaba casado con Elisabeta, interpretada por una icónica Winona Ryder (Mujercitas) y a quien besó y abrazó antes de ir a la batalla que le asignaron ir, para defender la palabra de Dios, de quienes estaban en oposición. En el medio de la batalla, Elisabeta recibía una carta, arrojada por una flecha, donde los enemigos de Draculia anunciaron su muerte. Creyendo esas palabras, escribe una carta contando que su vida no tenía sentido sin él, y que se reunirían en el cielo. Luego se quitó la vida lanzándose a un río. Draculia, al regresar, la encontró muerta en el suelo, cubierta de algas – como Ofelia en Hamlet, de William Shakespeare –. Los sacerdotes le enseñaron la carta que ella dejó y le comentaron, además, que estaba maldita por atentar contra su vida. Consumido por la ira, el guerrero, renunciaba a Dios jurando vengar la muerte de Elisabeta y clavó su espada en un símbolo sagrado: una cruz que derramó una de las cifras de vida de una persona humana: la sangre. Sangre que al beberla lo transformó en un nosferatu: un vampiro.
En Londres, cuatro siglos después, Mina, interpretada – una vez más– por Ryder se hospedaba en la casa de su amiga Lucy, a quien dio vida la actriz Sadie Frost (El celo). Mina era una maestra que solía estar vestida con los conservadores vestidos victorianos de color pastel, y portaba en sí, cierta inocencia; Lucy, en cambio, era una aristócrata que no ocultaba su interés hacia lo desconocido (nada más lejos de cómo se la describía en la novela de Stoker). Mina estaba comprometida con Keanu Reeves (Constantine) interpretando a Jonathan Harper; un abogado que le encomendaron viajar a Transilvania para concretar la venta de una casa en Londres que su antecesor, el Señor Renfield, no pudo finalizar. En el viaje, Jonathan, leía con atención la carta del nuevo comprador: ni más ni menos que el Conde Drácula. En la correspondencia, el conde, le explicaba que su carruaje lo recibiría cuando llegara a destino. Esa trayectoria de viaje– y la película– musicalizada por el compositor polaco Wojciech Kilar (La muerte y la doncella) y los efectos visuales de Tom von Badinski(Godzilla) conducían al espectador hacia un clima enigmático: unos ojos azules que observaban en un cielo rojo.
A medida que la película transcurría, el espectador podía ir desvelando poco a poco los planes de Drácula: conquistar a Mina, a quien Drácula creía la reencarnación de su amada Elisabeta. Para llevar a cabo esos planes contó con la ayuda de sus novias vampiresas, interpretadas por tres actrices de lenguas multiculturales: la italiana Mónica Bellucci(Malena); la israelí Michaela Bercu; y la rumana Florina Kendrick. Cada vampiresa con su particularidad física (como la cabellera de medusa de Kendrick), pero caracterizadas en alusión a un estilo griego y bizantino, y maquilladas, en conjunto con el elenco, por Greg Cannom(Hannibal) y Michèle Burke (La Celda). Las tres creaturas le quitaban vitalidad a Jonathan bebiendo de su sangre, mientras Drácula se iba en Barco a Londres a buscar a Mina. También hay que decir que, sin escenografía no habría película: un castillo, un templo, una mansión, criptas, laberintos y jardines han sido el resultado del trabajo a cargo de Garrett Lewis.
Tanto la novela, como la película, describen las habilidades que tiene el vampiro: puede transformarse en lobo, ratas, murciélago y en niebla; puede hipnotizar a los seres humanos; y puede manipular el clima. Pero ese mundo detrás del mundo tiene sus limitaciones: puede caminar bajo la luz del sol, sí, pero sus dones están debilitados; no puede ingresar a un hogar sin invitación (en principio) y necesita de la tierra sagrada de Rumania para su descanso. Esa atmosfera inexplicable es la que, según H.P. Lovecraft (Dragón) y Horace Walpole (El castillo de Otranto) otorgan la autenticidad que se desplaza en una ficción gótica.
Hay dos actuaciones de la película, además de Oldman por su puesto, que resaltaron de riqueza: el Doctor Van Helsing, a quien le dio vida Anthony Hopkins (El silencio de los inocentes) y Tom Waits, al Señor Renfield. Van Helsing era un médico especializado en ocultismo cuya obsesión, exclamada a gritos en una escena, era Drácula, y por ende Mina – que algo de él olía en ella–. Renfield, por otro lado, era un abogado que, a raíz de conocer al Conde, perdía la razón y empezaba a llamarlo “Maestro” y que, al volver a Londres, era recluido en una institución mental. Sin embargo, el mismo Renfield les advertía a los demás sobre Drácula: siempre dijo la verdad. Pero por su extrañeza no le creían: lo excluían. Fue el personaje de Mina quien, en un momento de cercanía, le creyó: creando un breve lazo que lo sacaba del aislamiento, con un modo que tenemos los humanos: dialogando.
Hubo grandes aciertos estéticos por parte del guion adaptado por James V. Hart: la escena en la que Mina caminaba por una vereda con un mítico vestido color verde y Drácula la observaba con unos lentes azules – el color que Rebecca Solnit define como el color de la distancia– y en la que él le susurraba: “mírame, mírame” haciendo que ella – en un primer plano– lo mirara. Después de todo, el cine, en parte, es eso: rostros y miradas. Además de los primeros planos en los que el alemán Michael Ballhaus indicaba qué instrumentos utilizar para concentrar, difundir y recortar escenas iluminadas de rojo, y la cámara pathé que utilizaron como un guiño al cine mudo y a D. W. Griffith. E Imposible dejar de lado la imagen del personaje de Lucy, como una inmortal, vestida de blanco simulando a un reptil en el mausoleo. O al mismo Drácula vestido de negro besando a Mina con un imponente vestido rojo, rodeados de velas encendidas.
La ropa fue el gran concepto audiovisual que le interesó a Coppola: el vestuario como luz y la escenografía la contraluz que evocaba los sueños.
Si bien Drácula estaba sumergido en una melancolía de la cual no podía salir; un duelo que no supo hacer y que su odio lo anclaba, es factible evidenciar que la película señaló ese inicio: se odia lo que antes se amó. Por otra parte, hubo fuerza radicada, en una palabra – en el cuerpo de una palabra –, palabra cuya etimología lo puso en movimiento; lo sacó del anclaje, la palabra recordar: volver a pasar por el corazón. Cada vez que el Conde, o el Príncipe, recordaba a Elisabeta, su malevolencia se esfumaba, la ternura se asomaba.
La historia concluía en un lazo de gestos: de lo humano y lo divino.
Habrá otras adaptaciones de Drácula, de esa novela en la que Stoker se inspiró a partir de un sueño; una “pesadilla” en algún lugar de Inglaterra y que, como cuenta Elizabeth Mac Andrew, la esencia de lo gótico radica en la ficción de las pesadillas.
Lo que si podemos afirmar es que ese trabajo fílmico y colectivo de los años noventa, y que está grabado en varias capas de nuestro aparato sensorial, tiene la capacidad de la menta seca: pase el tiempo que pase no desvanecerá su perfume.














































