<link rel="icon" href="/path/to/favicon.ico">
Barbarie pensar con otros
Revista de pensamiento y cultura
info@barbarie.cl
www.barbarie.lat
<!-- Google Tag Manager -->
<script>(function(w,d,s,l,i){w[l]=w[l]||[];w[l].push({'gtm.start':
new Date().getTime(),event:'gtm.js'});var f=d.getElementsByTagName(s)[0],
j=d.createElement(s),dl=l!='dataLayer'?'&l='+l:'';j.async=true;j.src=
'https://www.googletagmanager.com/gtm.js?id='+i+dl;f.parentNode.insertBefore(j,f);
})(window,document,'script','dataLayer','GTM-MNF8HCS');</script>
<!-- End Google Tag Manager -->
Resultados de la búsqueda
475 elementos encontrados para ""
- ¡Qué lata!
Una fotografía perfecta, una cámara que siempre sabe dónde estar y filma con audacia y precisión única. Una música de una rara belleza que acompañada algunas de las secuencias más inolvidables del cine chileno. Todo en un escenario siniestro de una adictiva desolación. Paisaje por el que circulan los mejores actores del teatro y el cine chileno, todos perfectamente caracterizados de los monstruos que les encargaron ser. ¿Cómo todo eso junto puede terminar en una película sorprendentemente mala? El Conde es así una película en que todo está bien, menos todo. Un cuerpo bello y terrible al que le falla un solo órgano, el guion, es decir el corazón. Un corazón que como los que consume el Conde Pinochet, el vampiro de la película, parece haber pasado por una juguera, para convertirse en una masa blanda de lugares comunes, frases hechas y chistes para actores, que no los hacen reír ni a ellos. Así El Conde escenifica una de las tragedias más frecuentes de un cierto tipo de cine latinoamericano que arrasa en los festivales extranjeros. La tendencia a pensar que en las canciones lo único que no importa es la letra, y que en las películas el guion no tiene otra razón de ser que llevar al director de fotografía a filmar las tres o cuatros secuencias mágicas, surreales o simbólicas que el director arde en ganas de filmar. Problemas, que si lo pienso bien lastran también a Roma de Alfonso Cuarón o Bardo de González Iñárritu, todas filmadas lujosas para Netflix. La incapacidad de intentar comprender a los otros, a los malos, o a los dudosos, se reemplazan por imagines bellas o chocante que permiten al jurado dar el premio a una película de la que es mejor solamente ver el tráiler. En El Conde todo confluye hacia la escena en que Carmen, la monja-vampiro-contadora- francesa-enamorada-fría- exorcista-vampira-periodista, vuela por encima de lagunas y mares del extremo sur de chile. A la película le importa poco, que quien hace volar a la Monja Exorcista sea justamente el malvado máximo de su caricatura: el general Pinochet, encarnado por el más encantador de los actores chilenos, Jaime Vadell. En efecto Pinochet, es en toda la película lúcido y poderoso, gentil y divertido. Si come corazones y mata a los que los llevaban, es porque no sabe hacer otra cosa. Esta incluso dispuesto a dejar de hacerlo, aunque algo parecido al amor lo obliga a volver. Pero tampoco es amor lo que siente, como tampoco odio hacia Allende o la Unidad Popular, apenas mencionadas en la película. Solo parece moverlo o conmoverlo el enorme hastió de escuchar parrafadas casi líricas, informe de Amnisty Internacional y párrafos de investigaciones de CIPER Chile que le lanzan a la cara en todo momento, antes los que responde, a coro con el espectador con un “Qué lata.” ¿Quién es Pinochet, que hace ahí? “Que lata” responde el Conde, y nosotros por primera vez estamos de acuerdo con Pinochet. La imaginación visual, una vez más, substituye la imaginación moral y a los dos minutos sabemos que la película no intentará siquiera explicar que pasaba por la cabeza de Pinochet ese 10 de septiembre del 1973. Ni menos, mucho menos que les pasa a los que lo apoyaron entonces y los que lo apoyan aun hoy. Claro, no son humanos, son vampiros, títeres, monstruos. Pero incluso las caricaturas tienen alma, o motivos, o razones para hacer las cosas. Lo propio de la caricatura es justamente ser exageradamente humano. Así Pinochet es el Conde, eso mismo que nunca fue, un Conde, un aristócrata, eterno y ligero en su capa, inmortal, incólume, todo lo contrario del general que se hizo el loco para volar de vuelta a Santiago, que encontraba muy económico que enterraran dos muertos en una sola tumba, y declaró que no se acordaba de los hechos que se le preguntaba, pero que por sí se acordaba que no los había hecho. Todas las caricaturas de Pinochet del tiempo de su máximo poder lo representan como un soldado patético y cobarde con rasgos de megalomanía ridícula. Un militar sin gracia y sin vuelo que a veces se cree Napoleón, Julio Cesar, Hamlet o Luis XIV, pero visiblemente no es nada de todo eso. En todos los dibujos y textos que los ridiculizan, cuando era arriesgado hacerlo, era de un funcionario que llegó al poder más o menos al azar y que vive obsesionado de que su gorra tenga 5 centímetro más que la de los demás. Un tirano sin envergadura que hasta Ferdinand Marco manda de vuelta a Santiago sin dejarlo pisar la losa de Manila. Otras caricaturas lo muestran como un “macabeo”, un hombre explotado por una esposa siempre insatisfecha, ávida de venganza oro y sombreros. Una pareja infernal no por su grandeza transilvánica, sino por su pequeñez burguesa, que los hacia para la gran burguesía que los apoyó hasta el asunto de Daniel López, fueran apenas frecuentables. En sustancia la forma clásica de caricaturizar el dictador era mostrarlo más como una babosa que como un vampiro, personaje de una picaresca triste en cuyo centro no aloja la capacidad de volar sobre la cuidad sino el odio hacia cualquiera que vuele más alto que él. El Conde no es entonces una caricatura de Pinochet sino una estilización de Pinochet. Si no nos recordara cada cinco minutos los hechos de su terrible gobierno, sería un homenaje. No es un “asesinato de imagen” sino una forma de embellecer, sin disimular sus malos actos, una figura que carecía hasta esta película de cualquier grandeza. En ese sentido la elección como contrapeso y mayordomo del Conde, de Miguel Krassnoff, obedece a toda la estrategia de quitarle el carácter de político, chileno, o latinoamericana incluso a la dictadura chilena. Krassnoff hijo y nieto de cosacos del ejercito blanco es sin duda más interesante e internacional que Manuel Contreras, el único vampiro verdadero de la dictadura chilena. Pero la relación entre Contreras y Pinochet de competencia, envidia, y vigilancia mutua, habría obligado a la película en interesarse por el que se supone es su tema: las formas en que dictadura chilena más allá de sus lideres, sobrevive y se renueva no solo en la memoria, sino en el cuerpo de chile. Como hay siempre un Pinochet (y un Contreras) entre nosotros, un Pinochet desde siempre y para siempre. Esta es sin duda la idea que dio nacimiento a la película: es una gran idea, una idea genial incluso, a la que le faltó sin embargo el trabajo mas humilde y aburrido de intentar averiguar en que consiste este cuerpo y esa alma de Chile, y en que consiste, por tanto, el horror y el placer que Pinochet convoca en nosotros. El Conde podría haberse filmado con un celular, y actuado por gente de la calle, se podría haber musicalizado con canciones de Patricia Maldonado o Nano Stern, y filmado todo en el patio de su casa, pero si hubiera intentado por un segundo entender la eternidad de Pinochet sería una obra maestra. Es la sensación de no haber hecho el trabajo intelectual, es decir el trabajo moral, que una idea genial requiere, el que lleva a cubrirla de imágenes perfectas, y sonido y música, y delirios profesionales. Formas que recubren el vacío de no haberse hecho las preguntas que hay que hacerse ante cualquier personaje de ficción: ¿Por qué hacen las cosas que hacen? ¿Por qué no pueden hacer otras? Es algo que, hasta el Conde, el único personaje consciente de sí mismo de la película, puede ver. Por eso su que “lata” y que “te pusiste latera” en medio de la escenografía, la música, la fotografía, el paisaje más apasionante del mundo es un grito de rebeldía y liberación que nunca habríamos esperado justamente del dictador. Único ser libre, democrático, de esta tiranía sin tiranía que debería hacernos reír y llorar y temblar y nos libera de estas tres cosas a la vez.
- "La UP no fue una bella utopía, esto lo puede hacer un fenómeno incómodo y dotarlo de potencia hoy"
El historiador y actual Decano de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Valparaíso, dice que la conmemoración de los 50 años del golpe nos pilla sin haber realizado un cierre de proceso y con una violencia que anida en lo profundo de la sociedad chilena; desmitifica la mirada utópica sobre la UP; y señala que la generación que encarna este gobierno, de “nativos neoliberales”, va por fuera de cualquier tradición o memoria. “El gobierno no es una muestra de continuidad con la historia de las izquierdas en Chile, sino una ruptura importante”, afirma. Esta entrevista fue publicada en la revista Sociedad y Estudios Diferenciados [SED] ¿En qué estado se desarrolla la conmemoración de los 50 años del golpe en nuestro país? A veces la regularidad del calendario, o del conteo decimal, parece obligarnos a cosas para las que no estamos preparados. Creo que estos cincuenta años el gobierno, y también cierto progresismo bien intencionado, quisiera haberlos conmemorado como la culminación de una suerte de progreso moral de la sociedad chilena, pero no tenemos mucha evidencia de ello. No obstante, en historia las rupturas, retrocesos y estancamientos -y ciertamente el acontecimiento- forman parte de una expectativa siempre abierta del pensar. En este sentido la contradicción entre las expectativas (al menos las de sectores verdaderamente democráticos) y los datos a la mano, a cincuenta años del golpe, nos obligan a alejarnos de las lecturas tranquilizantes para hacer frente a realidades que no pudimos o no quisimos considerar. Por ejemplo, que, en el mismo mundo popular, que es la sociedad chilena en su mayoría, hay un fuerte componente antidemocrático (y violento) que hoy simplemente se ha avivado producto de los discursos sobre el inmigrante, la inseguridad y la delincuencia. En esos sectores la idea de que el golpe -con conocimiento de todo lo que significó- era necesario, nunca se diluyó, sólo se reprimió frente a la generación de una corriente de opinión pública, en tiempos de prosperidad y consenso, que valoraba los Derechos Humanos. Diría que simplemente se autocensuraron largo tiempo, por precaución, conveniencia y hasta arribismo. Pero nada más. La legitimidad de la violencia en Chile tiene larga data, habría que leer trabajos, un poco esotéricos, como El fantasma de la sin razón del poeta Armando Uribe para ir comprendiendo esto. En relación con las actividades de conmemoración de los 50 años del golpe, ¿Qué tan diferentes son estas reivindicaciones en comparación con las conmemoraciones del año 2003 y 2013? ¿Cuáles considera que son los principales conceptos y debates que perfilan este año de conmemoración? Me parece que la principal diferencia es la falta de pudor de los sectores antidemocráticos y el desarme ideológico y programático de las izquierdas hoy. De verdad me cuesta distinguir, en medio de todo lo que se enuncia en los noticiarios, y escribe en tanta columna de opinión que circula, algo así como “conceptos” y “debates”. Lo que sí parece haber -y digo sólo que parece- es una suerte de revisionismo, sobre todo respecto de un cierto exceso de confianza, o ingenuidad (o irresponsabilidad), que habría tenido la UP, y en particular Allende. Tampoco esto es nuevo (años atrás escuche en una conferencia decir a Gabriel Salazar que Allende siempre se quiso matar), pero creo que esta vez se ha escuchado, por las condiciones descritas arriba, con mayor claridad. Pero si uno va a documentos de época y analiza las políticas, las “medidas” de la UP, y la voluntad de diálogo y de alianzas de aquel gobierno, uno no logra ver algo así como un mero “utopismo”, sino un “proyecto político”, con todo el pragmatismo que, en cambio, ello implica. La UP no fue una bella utopía del pasado, sólo esto lo puede hacer un fenómeno incómodo y dotarlo de una eventual potencialidad política hoy, aunque por lo menos fuese disparando la imaginación en otra dirección. En relación con esto, desde su punto de vista, ¿cuáles han sido los hitos o procesos del último tiempo que han potenciado la reactivación de sectores negacionistas? El negacionismo necesita de la afirmación de que la barbarie no ocurrió, que todo es un invento de los judíos o los comunistas. A mí me parece que esto en nuestro medio en estricto rigor no existe, o no en forma convencida, sino tan sólo como un recurso para esquivar una conversación que, de seguir su curso, termina asumiendo la verdad de esa barbarie, y con cierto orgullo. Acabo de terminar el libro de Nancy Guzmán sobre Ingrid Olderock, y me he encontrado ahí con esta postura de parte de la ex agente de la DINA, pero que es prácticamente lo mismo que me he encontrado en gente, digamos, “común” (de la familia, el trabajo, antiguos compañeros de colegio, en conversaciones escuchadas en el metro, etc.). Esto me causa un cierto vértigo. Y más aún el constatar la distancia entre los discursos académicos y esos otros de la cotidianidad. ¿Qué es lo que ha hecho que esto resurja hoy con tanta potencia? Me parece que el fenómeno es global y, en este sentido, su respuesta difícil. Pero, como he señalado ya, en Chile tiene que ver principalmente con “la inseguridad”, es decir con los discursos que la articulan, en los que no me cabe duda de que las nuevas tecnologías de la información tienen un rol central, y no tan solo como meros “medios”. Tengo la intuición que han sido muy productivos: por ejemplo, debilitando al máximo la capacidad crítica, el simple razonamiento incluso. ¿Qué le parece la labor del Estado chileno en torno a la memoria? ¿Qué políticas del Estado considera importantes en el último tiempo? De parte del Estado, o promovidos desde él, creo que fundamentalmente lo que tenemos son los informes Rettig y Valech, a lo que podríamos sumar el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, como los diversos lugares de memoria. Me parece que son esfuerzos valorables en términos, al menos, de establecer unos hechos. Políticas recientes, a este nivel de impacto concreto, no recuerdo. Pero el gran problema que veo es que no hay algo, alguna “iniciativa”, que logre dar respuesta, reparación, o que se corresponda con la brutalidad y malignidad de esos hechos acometidos, yo dudo incluso de que el “hacer justicia” formalmente esté a la altura de lo sucedido. Este es el gran problema: nada lo puede estar, lo que en modo alguno podría encaminarse a un argumento para algún tipo de amnistía, es justamente lo contrario. En este sentido siempre recuerdo un pasaje de un documental de Patricio Henríquez, llamado El Lado Oscuro de la Dama Blanca (2006), en donde la agrupación de familiares de detenidos desaparecidos, torturados y ex presos políticos van a la casa del filósofo porteño Sergio Vuskovic a pedir que firme una denuncia como, él mismo, exprisionero y torturado en el buque escuela Esmeralda. Pero Vuskovic no firma. Ese era un gesto ético por sobre la posibilidad de justicia, para el que además se requería de una doble valentía, pues implicaba la sanción moral, por incomprensión, de la mayor parte de los familiares, es decir, la soledad (pero él, amante de Sócrates, sabía de esas cosas). Desde su punto de vista, ¿Cuál es el papel que ha jugado el oficialismo en torno a esta coyuntura? Un papel siempre errático, porque no se encuentra realmente concernido por aquellos acontecimientos, la generación que encarna este gobierno va por fuera de cualquier tradición o memoria. El gobierno no es una muestra de continuidad con la historia de las izquierdas en Chile, sino una ruptura importante. Es este un extraño progresismo, pero sin idea de Progreso, y en donde el agenciamiento político es prácticamente un emprendimiento; nativos neoliberales que tratan de diferenciarse de la derecha por algunos “contenidos”, pero con un innegable acuerdo en “lo a priori”. Respecto de tu pregunta el caso de la entrada y salida del periodista Patricio Fernández es muy decidor: no se le debió haber ofrecido el rol de encargado oficial de la conmemoración, ni tampoco él debió haberlo aceptado. Tanto quien designó como el que aceptó van por fuera de una tradición. En el último tiempo se ha discutido bastante sobre si el proceso de la Unidad Popular fue fracaso o derrota ¿qué puede decir sobre ese debate? Da la impresión de que es mejor optar por la tesis de la derrota y amontonar datos en ese sentido, porque la lucha da cierta dignidad y una épica recuperable a futuro. Con el fracaso pareciera ser todo peor, algo así como “el problema siempre fuimos nosotros”. Pero me parece que esta diferencia, de sentido común, es sólo aparente, en términos políticos son equivalentes en el caso de la UP, porque la derrota implica asumir una miopía notable respecto de la magnitud del poder que ostentaban los sujetos adversos al proceso y de su capacidad de alianza y coordinación frente a intereses comunes, no hay que ser de derecha para aceptar esto. Si uno mira un filme tan fundamental como La Spirale (Valérie Mayoux, Jacqueline Meppiel, Armand Mattelart, 1976), un documental hecho para organizar la solidaridad internacional con Chile, eso salta a la vista: en un momento se disponen figuras de madera sobre una suerte de tablero de ajedrez, cada una de esas figuras va avanzando hasta que el juego se cierra. Como dije arriba, la UP no fue una bella utopía, fue proyecto político, lucha y estrategia diaria, creo que impresiona mucho lo que duró y lo que logró, pero con unos errores de cálculo político (y capacidad de lograr hegemonía interna) que hacen dudar mucho a su vez de la capacidad de lectura de las condiciones subyacentes y el contexto (por algunos documentos veo que Allende, y su entorno cercano tenía gran lucidez, pero no pudo convencer de la verdad de ese panorama a la UP). Si eso fue así en el momento de mayor ilustración de la izquierda, no veo que podemos esperar hoy. En su libro La destrucción de Valparaíso. Escritos antipatrimonialistas menciona que “donde hay patrimonio, no hay memoria, ni historia, ni lugar” apelando a la destrucción de la ciudad de Valparaíso que habría comenzado con el Golpe de Estado de 1973 ¿Qué reflexión hace sobre su afirmación en torno a esta coyuntura? Yo afirmaba eso asumiendo que durante la primera mitad del siglo XX la ciudad de Valparaíso se redefinió principalmente por un entramado social ligado al trabajo portuario, industrial y estatal que, combinado con la migración campo ciudad, como del norte salitrero al centro, cuajó en una ciudad dotada de una particular cultura popular. El Golpe no fue sólo contra Allende y la UP, sino que contra todo ese mundo popular que venía avanzando desde los años treinta. El destino patrimonial de la ciudad, por la década del 2000, asumía lo irrecuperable de ese mundo. Desaparecido dicho entramado desaparecían también las condiciones para la memoria y con ella la posibilidad de la historicidad del mundo popular. Ya no se tendría relación con una ciudad, sino con su escenificación nostálgica, y el objeto más cotizado en esa lógica era el menos posible: la bohemia porteña, pues esta tenía como condiciones fundamentales: un gran excedente económico en manos de los sectores populares y unas normas de residencia estables. Ambas barridas por la dictadura y nunca repuestas, sino asumidas bajo la opción patrimonial. Hoy ya tenemos la certeza de que incluso esa vía patrimonial fracasó, de ella se benefician los comerciantes de dos cerros y un par de cuadras, no impacta tampoco como fuente de trabajo para los porteños. El panorama es desolador. No hay más que un voluntarismo de iniciativas -subsidiadas- del “vamos que se puede”, pero nada identificable como un proyecto. En torno a nuestra disciplina ¿Qué rol cree cumple la historiografía en este momento? Para ser más específico aun ¿qué rol cree que cumple la filosofía de la historia en esta coyuntura y cómo debe proyectarse? Idealmente, en mi opinión, uno pensaría que la historiografía -en torno a los acontecimientos de esta conmemoración- debiera contribuir a la formación de una conciencia histórica. Este es un concepto que suele usarse coloquialmente, pero que en la tradición del pensamiento historicista significa conocer las determinantes y contingencias de las que somos producto, para ver de qué disponemos, o no, para plantearnos objetivos y proyectos con alguna expectativa de realización (se quiere lo que se puede, no al revés), es el punto en que se encuentran historiografía y política, el discurso de la historia con el discurso de la acción. Entonces aquí yo tengo serias dudas de que el grueso de la producción de lo rotulado como “historia” vaya en vías de esto (hay mucha mistificación y discurso legitimante). Pero incluso si la producción historiográfica hoy se encaminara hacia la dirección señalada, haría mías las palabras que un día me dijera el intelectual argentino José Sazbón: “Yo no sabría cómo crear una conciencia histórica cuando de manera tan desproporcionada estamos, en general los intelectuales, desmedidamente avasallados por unas formas de producción de sentido que vienen de los medios de comunicación y que contrarrestan cualquier otro esfuerzo de producción de sentido”.[1] Y es que este mundo no es precisamente un mundo receptivo a la historiografía, aunque sí al pasado vuelto mercancía, como lo es en ciertos casos la producción de patrimonio. Por otra parte, ciertos desarrollos de la filosofía de la historia hoy (en las líneas de Hartog y Ginzburg, por ejemplo) nos sirven para hacernos cargo de un fenómeno específico de nuestra época: hoy el pasado nos es cada vez menos accesible. Puede sonar poco verosímil o hasta contraintuitivo, pues hace ya mucho tiempo vivimos un boom de la memoria, el patrimonio, proliferan los museos, los films, series y canales de cable que han hecho de la historia su emblema. Además perece ser que la humanidad ha alcanzado una potencia técnica, y un desarrollo tecnológico, que haría mucho más fácil que antes reconstruir el pasado. ¿En dónde se afirma mi constatación entonces? Hablo del acceso al pasado del hombre y mujer comunes, (no necesariamente del de la historiografía, aquella disciplina a la que se le encargaba el conocimiento científico del pasado, y que sigue existiendo aún, pero con cada vez menos relevancia en nuestras vidas, entre otros motivos porque se ha ido privatizando aceleradamente, es decir, se ha convertido en un campo de especialistas que intercambian papers entre sí, un saber cada vez menos público que la institución universitaria anima –bajo estímulos económicos– a desarrollar cada vez más a intramuros) Me refiero al pasado público, el pasado que está a la mano principalmente a partir de los medios de comunicación, de la escuela, de los museos, lo que ciertos teóricos de la historia han señalado como las fuentes de nuestra “cultura histórica”, el pasado del que se dispone en la vida cotidiana, un “pasado práctico” (en el concepto de White). Este pasado a la orden del día es la mayoría de las veces un pasado hipermediado, elaborado y hecho familiar, por eso es que nos gusta relacionarnos con él, nos resulta placentero o una fuente de entretención. Y este es el problema, pues el acceso al pasado es en realidad una de las tantas formas de tratar con “lo otro”, lo distinto. Así, al elaborarlo o empacarlo como mercancía –como hace la industria del turismo y el patrimonio– eliminamos su especificidad, su opacidad. Consumir o gozar estéticamente el pasado no significa conocerlo ni relacionarse con él, sino con nuestras propias proyecciones, reforzando así nuestra mismidad y perdiendo la posibilidad de ser interpelados, afectados o desestabilizados identitariamente. Y si esta posibilidad se pierde también se restringe la posibilidad de que se produzca lo otro como futuro. ¿Por qué? Porque la experiencia de extrañamiento que resulta de la relación con lo otro del pasado es a partir de la que podemos comprender que nuestras formas presentes son arbitrarias, producidas y artificiales, y que si se pudo ser de otra forma en el pasado se podría, en principio al menos, ser distinto en adelante. ¿Cree que, a medio siglo del golpe de Estado, esta conmemoración va a marcar un precedente respecto de las que vendrán? ¿Cómo se imagina las conmemoraciones del futuro? Creo que estamos cerca del punto en que ya no se conmemorará más. En algún momento del siglo XX chileno una generación ya dejó de sentirse concernida por la Guerra Civil de 1991, por ejemplo. Es duro, pero al mismo tiempo es muy claro que mi relación con esos acontecimientos es muy distinta a la de nuestros hijos… no poseen odio, podría decir alguien, y tampoco un saber, diría yo. Creo que esto me excusa de contestar tu segunda pregunta.
- Álvaro Corbalán: Ex CNI condenado a cadena perpetua cuenta su historia
Por convicción y profesionalismo, Raquel Correa (1934-2012) fue una de las más brillantes periodistas bajo la dictadura. Logró mantenerse independiente, preguntando por la verdad, sin caer en el propagandismo, en El Mercurio, el diario que apoyó el golpe y al gobierno militar. Esta entrevista, publicada el 9 de agosto de 2000, quiere ser un homenaje a su seriedad y talento. Corbalán, de 71 años, sigue preso por crímenes de lesa humanidad. Procesado por varios homicidios, condenado a cadena perpetua por el asesinato del carpintero Juan Alegría –crimen cometido para encubrir el asesinato de Tucapel Jiménez–, este militar en retiro tiene los ojos negrísimos como el pecado, la mirada desafiante y la palabra aguda. –Aquí estoy –dice con tono sardónico–. Sólo falta que me proceses por infringir la ley de gravedad. Detenido en el Comando de Apoyo Técnico del Ejército, Álvaro Corbalán Castilla espera el fallo de la Corte Suprema que debe resolver si pasa el resto de su vida en la cárcel. Aunque no es abogado (entró a la Escuela Militar a los 14 años y egresó como subteniente de Artillería), maneja los términos legales como un perito. No por nada lleva años siendo procesado. Ha estado detenido en la Penitenciaria, el Hospital Militar y ahora espera sentencia definitiva por uno de los muchos casos en que se lo enjuicia. Corbalán (48 años, casado tres veces, siete hijos) es mayor en retiro –aunque insiste en decir que es teniente coronel– y estuvo destinado a la Dirección de Inteligencia del Ejército hasta 1980. De ahí no fue raro que lo trasladaran a la Central Nacional de Inteligencia. Niega haber sido comandante de la Unidad Metropolitana de la CNI y Jefe Operativo de la CNI. Admite, sí, haber sido el jefe del Cuartel Borgoño, el mismo que muchos detenidos recuerdan con pavor. –Su alias era Álvaro Valenzuela y… –Los alias existen normalmente dentro de los delincuentes –dice molesto–. Y los oficiales de Ejército no somos delincuentes. En la mayoría de los servicios de Inteligencia del mundo se usan identidades verdaderas y a ello se le llama identidad operativa. Álvaro Valenzuela fue una de mis identidades operativas. Cuando lo defino ideológicamente como “nacionalista”, el ex presidente de Avanzada Nacional corrige sin ambages: “Pinochetista”. Autor, compositor e intérprete de himnos marciales, tiene dos cassettes de circulación restringida. Uno, Sones militares en tiempos de libertad, fue grabado por la banda instrumental de la Escuela Militar, con producción musical de Antonio Zabaleta; el otro, Sentimientos de soldado, lo hizo con la orquesta y producción musical de Horacio Saavedra. Además compuso el himno oficial de la Escuela de Inteligencia del Ejército y publicó un libro (La verdad está enferma), para difundir sus ideas y defenderse de los cargos que pesan sobre él. Pero, pese a su voz sonora y bien timbrada, no es como músico precisamente que Álvaro Corbalán Castilla pasará a la historia, sino por su largo historial como funcionario de la CNI. Además del proceso rol Nº 71.835-1998 por el homicidio del carpintero Juan Alegría Mundaca, se le procesa por la Operación Albania (“violencia innecesaria con resultado de muerte” donde cayeron 12 frentista, en lo que ha sido descrito como una masacre y que el define como un “enfrentamiento”). Y por los asesinatos del periodista José Carrasco, del publicista Abraham Muskablit, del pintor Felipe Rivera y del arquitecto Gastón Vidaurrázaga, ocurridos el 8 de septiembre de 1986, después del atentado contra Pinochet. También fue procesado por quiebra fraudulenta de la empresa de transportes Santa Bárbara y se le vinculó con la muerte de Aurelio Sichel, en el caso de la financiera informal "La Cutufa". –Durante diez años he sido y estoy siendo un deleite jurídico, político y comunicacional de mis detractores –dice. Corbalán describe "Punta Peuco Dos" como “un cuartel militar muy sobrio, con muy moderadas comodidades, similares a las que se tiene en la época de subteniente y de incomodidades menores a las que se viven cuando se está en campaña”. En todo caso, ahí cuenta con celular, computador, televisor, su guitarra, mucha música y harta lectura. –¿Qué le está prohibido? –¡Fugarme! No se levanta “a diana” pero dice que no es posible dormir a deshoras por la bulla propia de una unidad militar. Cuenta con pieza solo, con una cama, un velador y una mesita para la TV. En cuanto a las comidas comenta "el 'rancho' de los cuarteles sin tener exquisiteces es bastante digerible", por lo que no requiere de extras. Como está en libre plática, recibe visitas en el casino de oficiales todos los días, hasta las 20.00 horaa. Preocupado de su apariencia personal, en sus tiempos de político se distinguía por su vestir atildado, además de ese bigote bien espeso y cuidado que lleva desde los 18 años. –¿Qué posibilidad de “vista privada” tiene con su señora? –Las que me permite mi edad y los días que hago economía de energía eléctrica. Aparte de él, dice que allí están detenidos “dos tenientes coroneles, una mayor, un capitán, un teniente, dos suboficiales mayores y varios más”, y que el lugar no está a cargo de Gendarmería de Chile sino del Comandante de la Unidad, “con manejo estrecho del señor Comandante de la Guarnición de Santiago. –Ese lugar lo llaman “Punta Peuco Dos”. ¿Diría que es una cárcel? –Yo fui varias veces de visita a Punta Peuco, la que entre otras cosas tiene muy buen aire., cancha de tenis, un gimnasio. Aquí en Punta Peuco Dos el Zanjón de la Aguada pasa a 40 metros. Felizmente es invierno porque con calor hace sentir su presencia. Pero también hay beneficios: no queda a trasmano para nuestras familias, se está cerca de los tribunales –de los que somos clientes permanentes– y también hay mejor señal de televisión. Estamos efectivamente de libertad, cuesta vivir. Somos prisioneros que quisiéramos tener mala memoria. Nos gustaría ser sordos, ciegos, incluso tontos para aceptar muchas cosas y no darnos cuenta de muchas otras. –A veces me pregunto –reflexiona– ¿para qué arriesgué la vida tantas veces? ¿Puedo permitir que mis esfuerzos hayan sido para destinos muertos? Pero nos mantendremos en pie, esperando las próximas represalias de este revanchismo organizado, que tanto daño nos hace. –¿Espera cumplir ahí su condena completa? –Espero que no, porque hasta este momento no he sido condenado y confío en la Corte Suprema porque ellos ya no tienen que hacer carrera judicial. Distinto es en la Corte de Apelaciones, en que el ministro que absuelve a Álvaro Corbalán –dice refiriéndose a Valenzuela Patiño– va a ser acusado y verá rápidamente truncadas sus aspiraciones profesionales. Desde que está allí ha salido sólo por razones de salud y para el funeral del general (r) Gordon, pues consiguió que la jueza Lusic lo autorizara. –Usted que trabajó en la CNI, ¿piensa que eran necesarios los organismos de seguridad como la Dina y la CNI? –Si no hubieran existido la Dina y la CNI, Chile estaría viviendo situaciones similares a las que enfrenta hoy día Colombia, en que el terrorismo y la guerrilla rural han sobrepasado a sus Fuerzas Armadas regulares. ¿Sabe usted cuántas bombas explosivas desactivó la CNI y que estaban destinadas a mutilar la vida de chilenos inocentes? ¿Cuántas noches de vigilia protegiendo el sueño de nuestros compatriotas para desbaratar que se consumaran atentados terroristas, que habrían costado la vida a connotados empresarios, ministros del Poder Judicial, honorables parlamentarios en funciones, ilustres ciudadanos, muchos de los cuales se desempeñan actualmente en elevadas responsabilidades. Los servicios de seguridad debieron combatir a terroristas homicidas buscados por la justicia y que tenían emboscado a nuestro pueblo, sin importarles sus derechos humanos, asesinando por la espalda, volando puentes, torres de alta tensión, incendiando micros, secuestrando a menores, deteniendo el Metro con explosivos, atentando contra la vida del Presidente de la República y llegando, incluso, a interrumpir a Su Santidad el Papa en la eucaristía del Parque O’Higgins. Además, ¿sabe usted de las misiones realizadas, de las operaciones de seguridad nacional que no tienen que ver la subversión, pero sí con la soberanía y libertad de nuestra patria y que se efectuaron en momentos muy álgidos en que se evitó una guerra con países hermanos? –¿Qué fue más eficaz para eliminar el terrorismo, la represión o la democracia? –La palabra represión se usa livianamente, en el escenario en que estamos viviendo este nuevo milenio, en forma descontextualizada y no en el tiempo en que ocurrieron las cosas, en que jóvenes inexpertos fueron preparados intelectual y militarmente por personeros políticos vigentes que los mandaron a enfrentarse al Ejército institucional, y ahora somos culpables los que por obligación profesional debíamos combatirlos. Pero le puntualizo: durante el gobierno civil-militar se hacía inteligencia preventiva, se desbarataron muchos atentados. Hoy día solamente se actúa cuando los delitos ya ocurrieron. –¿Diría que el terrorismo desapareció en Chile? –Los terroristas han evolucionado, se decepcionaron de sus líderes y, como se ha visto en los últimos días, están dedicados al narcotráfico y la delincuencia, actividades que son de menor peligro, mucho más lucrativas, pero que incrementan una corrupción que es el síntoma más infalible de los libertinajes de la democracia. La democracia debe tener cuidado con las puertas que abre y que después no puede cerrar. –¿Qué piensa del general Contreras y su castigo en Punta Peuco? –Ese hecho afecta directamente la seguridad nacional. Un director de la Inteligencia Nacional, que tuvo acceso a las materias de inteligencia más sensibles, no debe estar confinado en un recinto penal, por presunciones de haber participado en un hecho que ni siquiera ocurrió en Chile. ¿Podríamos imaginar a un director de la CIA preso en Estados Unidos, condenado por la justicia y expuesto a solicitudes de extradición, exhortos e interrogatorios de tribunales extranjeros? –¿Mantiene alguna comunicación con él? –He mantenido contactos con él en forma esporádica, pero con mucha solidaridad y profundo respeto. –Usted se decía amigo del general Gordon, ¿también lo es de Contreras y Espinoza? –Sería mucha pretensión de mi parte definirme como amigo de ellos, pero les tengo particular aprecio y reconocimiento. Sin embargo con el señor general Humberto Gordon existió un vínculo de amistad, al margen de cargos o jerarquías institucionales. –A su juicio, ¿la Dina, la CNI, el Comando Conjunto, cometieron “excesos” o derechamente crímenes contra los derechos humanos? –Los organismos de seguridad que conozco son la DINA y la CNI, aclarándole que mi institución me destinó solamente a esta última. Durante el gobierno civil-militar se vivió un período de emergencia, de crisis nacional, fue una guerra contra el terrorismo en que, a mi juicio, se produjeron excesos por ambos bandos y no se debe culpar a algunos miembros de las FFAA que tuvieron la orden de combatir, en una guerra antisubversiva que fue un problema de Estado que afrontó el gobierno militar y, fundamentalmente, el Ejército. Paradójicamente, es bueno que sepa que al día de hoy, cuando hay más de medio centenar de uniformados procesados o privados de su libertad, no hay ningún terrorista de los que participaron en hechos de sangre, entre 1973 y 1989, en prisión. Ellos tuvieron una ley de amnistía mucho más eficiente, una ley de punto final que se llama indulto presidencial, con la que la Concertación benefició a ciento de terroristas condenados por los tribunales. –¿Cómo califica la Operación Albania? –La Operación Albania fue un operativo oficial del Servicio de Seguridad del gobierno, en que se neutralizó a quienes habían atentado contra el primer ciudadano de la República, asesinado a cinco de sus escoltas y dejando a una decena de lisiados y heridos. De no haber existido la Operación Albania, las acciones terroristas del Frente Manuel Rodríguez habrían incrementado los índices criminales de chilenos inocentes y de uniformados asesinados por la espalda. Los terroristas Rivera y Calderón, miembros de la VOP que asesinaron al ministro del Interior, don Edmundo Pérez Zujovic en 1971, fueron cercados y acribillados en un operativo de Investigaciones. Menos mal que esto ocurrió en democracia, porque si hubiera sido durante el gobierno militar, habría un ministro en visita, de esos que ya conocemos, que tendría presos a decenas de funcionarios de Investigaciones y estaría en curso en los tribunales una Operación Albania Dos. –¿Y cómo califica el asesinato de Tucapel Jiménez? –Me parece lamentable, como también me parece lamentable la muerte del ex intendente de Santiago, mayor general don Carol Urzúa. O un hecho que ya nadie recuerda: el asesinato en Rancagua de un mayor de Ejército en que también se ultimó cobardemente a su esposa. –¿Cree que Tucapel Jiménez era un enemigo, un peligro? –Pienso que no. –¿Qué siente cuando ex partidarios del gobierno militar como Lavín y Longueira, reconocen públicamente que el error del gobierno de Pinochet fue el atropello a los derechos humanos? –El tema de los derechos humanos pareciera que no le conviene abordarlo a ningún político de derecha, pero no es el caso de esas personas. En más de una oportunidad les he escuchado manifestar su preocupación por los derechos humanos de nuestros caídos, por sus viudas, por los padres y familiares de uniformados acribillados por terroristas (…). Me provoca mucha preocupación el fondo que contiene su pregunta. Esa civilidad ausente, esa civilidad que propició y creó las condiciones para un 11 de septiembre, que nos fue a buscar a los cuarteles, que en un porcentaje importante fueron gangueros del gobierno militar y que hoy se mantienen desembarcados ante lo que estamos viviendo, condenándonos con un silencio que nos perjudica, sin darse cuenta que nosotros lo sabemos y que después de las batallas no se debe pisotear a los heridos. Se tiende a olvidar lo que ocurrió, una realidad que nos afectó directamente a todos: asesinatos por bombas arteras, secuestros, terrorismo selectivo con homicidios de altas personalidades, la mayor internación de armamentos y explosivos hecha en América Latina, la infiltración clandestina de cuadros preparados militarmente en el extranjero, planificaciones todas siniestramente efectuadas con el apoyo de transnacionales y, fundamentalmente, por el comunismo. (…) –¿Cree que se sabrá el destino de los detenidos desaparecidos? –No es fácil. –¿O no cree que haya detenidos-desaparecidos? En La verdad está enferma lo pone en duda. –No lo dudo, pero intuyo que hay varios de ellos que se encuentran clandestinos y están vivos. Una vida humana me merece el mayor de los respetos, pero en un país donde se evitó una guerra civil, donde había 14 mil terroristas extranjeros dirigidos por el condecorado general cubano Patricio de la Guarda, creo que los costos fueron ínfimos en relación a lo que podría haber sucedido y que gracias al profesionalismo de las FF.AA. y de Orden y Seguridad, que actuaron en defensa de la seguridad y de los derechos humanos de toda la ciudadanía, se evitaron situaciones de mayor gravedad. No olvidemos que muchos que murieron o desaparecieron estaban siendo protagonistas de la lucha armada que ellos originaron. –Habiendo trabajado en la CNI, ¿tiene información que aportar al respecto? –El problema de los desaparecidos fundamentalmente corresponde al periodo que cubre la Ley de Amnistía del 78, fecha en que recién se creaba la CNI. –Si tuviera información, ¿la daría? –Probablemente. –¿Qué significa para usted el 11 de septiembre del 73? –Es el día de nuestra segunda independencia nacional, en que nuestra patria, a petición de la mayoría ciudadana, es recogida de las cenizas por nuestras FFAA de Orden y Seguridad, para ser entregada 17 años después en el umbral del desarrollo con el apoyo del 44 por ciento de la población? –¿Y el 11 de julio de 1983? (día del asesinato del carpintero Alegría, montaje para culparlo del crimen de Tucapel Jiménez) –El suicidio de un modesto carpintero, cuya muerte h sido utilizada para revanchismos que están en ejecución.
- Rosa Devés: “Es necesario educar en la complejidad”
En sus primeros meses a cargo de la rectoría de la Universidad de Chile, la académica y educadora chilena Rosa Devés ha tenido que enfrentar una agenda intensa, que ha estado marcada por la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado, la participación de la Universidad en el proceso constitucional, transformaciones a nivel interno que buscan aumentar la equidad y la justicia, favorecer ambientes complejos y diversos y flexibilizar el intercambio entre disciplinas. ¿Cómo han sido estos primeros meses en la rectoría de la Universidad de Chile? Intenso, en el sentido de que siempre la actividad de un rector, en este caso de la rectora de la Universidad de Chile, es muy amplia. La universidad es muy grande, internamente tiene muchas actividades y desafíos, y externamente la Universidad de Chile dialoga mucho con la sociedad y con el gobierno, con el Estado principalmente, entonces es una actividad muy diversa, muy intensa e importante. Por ejemplo, algo que nunca habría imaginado que me hubiera tocado liderar junto con el rector de la Universidad Católica todo el tema de la participación ciudadana para la constitución. Esto, por mandato constitucional, es decir, no es que un grupo de parlamentarios haya pedido ayuda, sino que es parte de la constitución, el artículo 153 de la constitución vigente para ser más específica, que mandata a las universidades a hacerse encargo. Eso nos ha tomado mucho de la agenda. También hemos estado promoviendo nuevos proyectos de ley para el hospital clínico. El Hospital Clínico es un tema grande de esta universidad. ¿En qué sentido? Las otras universidades no tienen hospitales, salvo la Católica que alguna vez tuvo, pero que finalmente lo externalizó, privatizó, etc. Pero acá el hospital clínico Dr. José Joaquín Aguirre es histórico. En estos momentos estamos escribiendo una ley que está en su última fase, para que el hospital tenga un vínculo más estrecho con el sistema público de salud, y esto, como cualquier ley ha implicado hacer todo el trayecto en el parlamento, participar de distintas instancias, de la Cámara de Diputados, de la Cámara del Senado, etc. En este momento nos queda una sola etapa, que es el pleno de la cámara, y eso es muy importante porque este hospital fue público años atrás y después quedó circunscrito a la universidad, lo que no significa que sea privado obviamente, pero tampoco estrictamente público. Por lo que avanzar en esto, evidentemente, podría propiciar un tiempo distinto para el hospital. Y está también el tema de los 50 años del Golpe. Eso ha marcado este año, la intensidad que tiene esta gestión marca el ánimo, en el sentido de la importancia que tiene. Las distintas actividades que uno realiza están marcadas por esa presencia, por esa memoria y ese futuro que tiene que ver con los 50 años. La constitución es otro hito importante. Estamos hablando de hitos que tienen relación con la memoria y por tanto con el futuro. ¿Qué desafíos en términos de modernización de la universidad hay por delante? Hay varios temas. Uno que es importante tiene relación con los temas de remuneración en estas instituciones grandes. Nosotros tenemos ahora el desafío de implementar un nuevo reglamento de remuneraciones, que es un reglamento que emanó del Senado Universitario, que es un cuerpo colegiado y triestamental. Esta institución es muy importante en la universidad, a la par de lo que es el consejo universitario, que es donde están los decanos, las decanas, directores de instituto, etc. Y sí, hay un reglamento que lo que busca se podría decir que es ordenar el tema de las remuneraciones mínimas, remuneraciones máximas y que estás estén muy de acuerdo a cada una de las facultades respecto de las jerarquías académicas que van desde lo que es un instructor, un profesor asistente, un profesor asociado, un profesor titular, y lo que se gana en las distintas facultades. Tanto por asignaciones específicas como por cumplir ciertas labores. Es un gran desafío. Sí, pero es más un ordenamiento que decir que toda la universidad va a tener el mismo salario, independiente de qué facultad sea, porque todo esto tiene que ver con el mundo en que vivimos y con las oportunidades que tienen los académicos de trabajar en otras universidades también. Y esto, como en todos lados, depende en parte de la competencia, entonces sí, tiene que ser claro, tiene que ser equitativo en el sentido de que tiene que haber explicación de por qué cada sueldo es el que es, de forma muy regulada. En esto siempre se puede avanzar más. Hay un horizonte de justicia. Sí, todas las facultades son igualmente importantes. Es claro que tienen tamaños distintos, por supuesto que tenemos un mecanismo para hacer aportes a las distintas facultades, para su desarrollo académico que es diferenciable y en ese sentido pro equidad, pero el desafío hoy día es más bien vincularlas. El gran desafió de todas las universidades del mundo es articular el trabajo de las distintas facultades. De tal manera que por un lado haya una movilidad más fácil de los estudiantes para que puedan realmente transitar por los distintos espacios de la universidad, y obtener su formación no solamente en una carrera o en una facultad determinada, sino que beneficiándose de todas las capacidades que tiene la universidad. Estamos trabajando para eso. No se agota ahí la vinculación me imagino. No, en investigación también estamos haciendo avances, porque hoy día los problemas más complejos y urgentes de ser investigados requieren de la participación de las distintas disciplinas. En ese sentido, la investigación se abre caminos, porque la investigación interdisciplinaria avanza con mayor facilidad que la vinculación en la docencia de pregrado, porque cuando hay que resolver un problema hay que buscar cómo se resuelve y eso es un motor para concertar estas distintas capacidades. Tanto en el posgrado, como en el doctorado esto se observa de forma muy nítida. Los doctorados, por ejemplo, están siendo cada vez más interdisciplinarios. En el pregrado está el principal desafío, porque el pregrado es más estructural. ¿En qué se ha podido avanzar respecto al pregrado? Estamos ahora avanzando a ciertas certificaciones complementarias, en sustentabilidad, por ejemplo, entonces ahí uno crea un ecosistema que reúne a estudiantes y a profesores de distintas unidades académicas, de distintas facultades. Vamos a tener certificaciones complementarias en innovación, de modo que un abogado que esté certificado en sustentabilidad pueda tener una certificación en innovación. Con esto se pueden hacer juegos, es interesante. También vamos a reconocer los dos primeros años, los primeros 120 créditos con un bachiller general con tres menciones en la universidad. Esto también es un esfuerzo de justicia, porque si alguien por alguna razón tuviera que suspender sus estudios antes de terminar tenga al menos ese grado inicial de esos dos años con reconocimiento de las competencias que ha adquirido y los conocimientos, y eso va a comenzar pronto. También es interesante que van a ser solo tres menciones para toda la universidad, nosotros tenemos más de 60 carreras, entonces que la mención en ciencia vaya a ser tanto para un agrónomo como para un ingeniero es algo muy bueno. Conceptualmente es algo muy bueno, porque es una señal de que me puedo mover entre facultades. Esto tiene que ver con la equidad. Ethos de universidad pública En otro ámbito, hay mayor cobertura, pero el acceso sigue siendo desigual. En 2018 se promulgó la Ley sobre universidades estatales, ¿qué cambios introduce? Efectivamente la cobertura de la educación superior ha aumentado, y el acceso a la educación superior también, pero a qué instituciones. Esto empezó a ocurrir con estudiantes que provenían de establecimientos escolares de contextos más desfavorecidos o vulnerables, que tendían a entrar a universidades de menor calidad, más masivas y privadas en muchos casos y no a las instituciones de mayor tradición. Entonces, como hace 12 años comenzamos en la Universidad de Chile con una política para tener sistemas especiales de acceso, focalizado en estudiantes que eran muy buenos estudiantes, pero que habían concurrido a establecimientos donde la preparación académica era inferior, y que por lo tanto no lograban obtener los puntajes necesarios como para ingresar a una universidad tan selectiva como la nuestra. Para la Universidad de Chile esto es un problema grave. Por lo mismo no solamente se trata de avanzar en términos de brindar oportunidades y de tener un acceso más equitativo, sino que, por la naturaleza misma de la universidad, porque si homogenizamos por la selectividad, esta universidad de alguna manera deja de ser la Universidad de Chile porque que pierde diversidad. La diversidad aquí es clave. Educarse no puede ser salir de un establecimiento escolar, por ejemplo, de una institución privada para ir a una institución en donde finalmente vas a estar con las mismas personas con las que te formaste en el colegio. Porque después tienes que enfrentar un mundo complejo. Hay un verdadero problema en esto, porque tener un ambiente diverso en el cual te tienes que entender con personas que piensan distinto, que tienen una historia distinta, es importante para la investigación. ¿En qué sentido? Es necesario educar en la complejidad, en un ambiente que te preparare para vivir en un mundo complejo. Eso es lo que nosotros buscamos, por un lado, un plan de justicia y de equidad, de abrir las puertas a estudiantes que no tenían esas oportunidades, pero por otro lado de enriquecer el ambiente formativo que tenemos justamente asegurando esa diversidad, y por eso partimos con ingresos especiales desde el punto de vista socioeconómico. En 2011-2012 entró el primero, y luego dijimos bueno y género, qué pasa con género, entonces tengamos un sistema especial en las carreras de ingenierías, después en economía, etc. Después dijimos se requiere también hacer un esfuerzo respecto a pueblos indígenas y así hemos ido aumentando. ¿Qué efectos ha tenido todo esto? Es un cambio enorme en la universidad. Todo eso ha generado no solo un sistema de acompañamiento, sino una forma de enfrentar y de mirar la docencia que es distinta también. ¿Y respecto a la Ley? La ley de universidades estatales tiene mucha importancia, por un lado, reconoció la especificidad de las universidades estatales, que era algo que no estaba claro en este país. Pero también porque es una ley que incentiva la cooperación y la articulación de un sistema de educación superior a lo largo de todo el país desde Arica hasta Magallanes. Entonces ya no estamos cada uno preocupado de su institución, sino de este conjunto que hoy día cuenta con 18 universidades ¾hay 2 universidades nuevas, en Aysén y en O’Higgins¾, y eso es muy clave. La coordinación y articulación, pero también la misión de las universidades estatales como instituciones muy importantes para las regiones, que se deben a la sociedad donde están insertas, y por lo tanto un llamado a que la investigación sea pertinente y relevante en relación con los problemas locales son elementos importantes de esta ley. ¿Hay otros? Sí, porque además esta es una ley relevante conceptualmente, esto aún no se manifiesta, porque por ejemplo podríamos tener una gratuidad que fuera diferente, o más completa. Uno podría pensar, yo de hecho era partidaria de eso, que todos los estudiantes de las universidades estatales estudiarán gratis, por ejemplo. Ahora ahí tendría que haber definido ciertas cuotas, a lo mejor nos habríamos vuelto más interesante para muchos, pero se pueden hacer y uno dice por qué no. Hoy día eso es igual en todas las universidades, porque entraron las universidades privadas a la gratuidad también, entonces no hay demasiadas diferencias, salvo algunos instrumentos de financiamiento, no mucho. Pero hay un ethos de la universidad pública, y eso está en la ley y es importante. Ser mujer en la Universidad Usted es la primera mujer rectora de la Universidad de Chile ¿Qué significa eso para usted? A mí me emociona mucho que mujeres a veces jóvenes, a veces no tan jóvenes, que no tienen nada que ver o ningún vínculo con la Universidad de Chile, o con ninguna universidad o institución de educación superior se emocionen tanto de que haya una mujer en la Universidad de Chile. Eso habla de la Universidad de Chile, de cómo muchos en este país la sienten cerca y propia de alguna manera. Eso es muy bonito y emocionante de ver. Y por otro lado el que sea una mujer lo sienten como un triunfo propio, para mí eso fue muy inesperado. No lo esperaba y es bonito verlo, porque es cierto que quizás la razón más importante por la que decidí postular fue por abrir la puerta a las mujeres, ya era tiempo de que esta Universidad tuviera una rectora mujer, y sentí que, si no postulaba, eso no iba a ocurrir. ¿Y qué significa? Nosotras las mujeres tenemos mucha fuerza en la universidad. Es cierto que es una universidad un poco machista, porque obviamente que si uno mira las cifras y los números a las mujeres nos cuesta más como grupo llegar a las jerarquías superiores. Hay un 20% de mujeres entre las profesoras titulares en las jerarquías más altas, mientras que en las jerarquías menores un 38%, entonces hay una pérdida de talento, de capacidad de la mujer en la medida que se asciende en la jerarquía, en la carga académica y eso es grave. Pero estamos trabajando fuertemente de distintas maneras para revertirlo. ¿De qué maneras? Entre otras cosas estamos generando mentorías y acompañamientos de las mujeres, pero también haciendo esfuerzos de valoración de actividades que históricamente y que muy importantes que han hecho las mujeres, pero que son menos valoradas en la evaluación académica. Por ejemplo, todo lo que refiere al trabajo docente y de formación. Las mujeres tenemos más inclinación a dedicar mucho tiempo de trabajo a esto, pero la evaluación académica privilegia las investigaciones, entonces eso se queda de cierta manera atrás. Hoy día la formación es fundamental y difícil, precisamente por lo que estábamos conversando ante las exigencias que tiene formar en diversidad, pero también estamos incentivando que aumente el número de mujeres en aquellas carreras que son masculinizadas. ¿Cómo es eso? Por ejemplo, en la Facultad de Economía y Negocios hay pocas académicas, pero hartas estudiantes. Hay un sistema de equidad, pero hay pocas académicas. En ingeniería hay más académicas, pero todavía se necesita aumentar la proporción y ahí hay un desafío en dos sentidos. En algunos casos se trata de aumentar el número de mujeres, pero en otros de dar promoción y avance. Estamos trabajando en aquello con fuerza. Ahora, respecto a las nuevas formas de hacer academia las mujeres lo hacemos muy bien. Por ejemplo, el gran centro que tenemos de investigación en cambio climático que se llama CR2 está compuesto por puras mujeres. De ahí viene la ministra Maisa Rojas, quien fue directora de ese centro. La directora de posgrado Laura Gallardo también dirigió ese centro, entonces uno dice ¿por qué tocó que sean mujeres? Y tocó porque las mujeres colaboran mejor, hacen mejor interdisciplina, son más abiertas a eso, somos. Es interesante el punto que marca. Sí, hay algo muy interesante en esto porque la ciencia que viene, la investigación del futuro en diferentes ámbitos requiere mucho de trabajar con otros. Con declararse de alguna manera interdependiente y por lo tanto incompleto, porque para trabajar interdisciplinariamente tienes que reconocer que tú no puedes hacerlo desde la disciplina propia. Las mujeres somos mejores en eso y yo creo que eso va a actuar como una energía positiva, en términos de movilizar el talento femenino. Política espectáculo Estamos en un momento de conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado en Chile, pero en un clima muy complejo, ¿cuál es su análisis en torno a esto? Sí, este es un momento muy importante. Además, yo pertenezco a esa generación, entonces vivo esto de forma muy intensa en mi propia vida, pero para la Universidad de Chile que ha sido testigo y actor de la república y de los dolores y las alegrías de este país, el conmemorar el golpe es una obligación ética. Así como también revisar nuestra propia historia, en los tiempos tempranos y post dictadura, porque la universidad tuvo una actitud bien heroica de resistir. Se la trató de destruir sin duda, ese era uno de los objetivos principales de la dictadura: destruir la Universidad de Chile. No lo logró. Es que gracias a su gente logró sobrevivir y seguir siendo mejor universidad. Eso es realmente heroico, pero por ejemplo en los tiempos tempranos de la dictadura aquí hubo represión. Murieron muchas personas de nuestra comunidad, 126 estudiantes fueron detenidos desaparecidos o ejecutados. Hubo todo lo malo. Hoy día estamos otorgando títulos póstumos a todos ellos, tenemos que entregar los 5 últimos ahora en septiembre. Entonces esta es una universidad que tiene que revisar su propia historia y hacer memoria con su propia historia, pero también la del país. Hemos estado muy volcados a esto todo este año. El gran tema es hacer memoria, no olvidar y también mirar y asegurar que el futuro sea distinto, por lo que la educación en Derechos Humanos es fundamental y un desafío importante. Y respecto al clima polarizado. Es terrible, ni siquiera me refiero a lo negacionista, sino al llamado a olvidar, a dejar hasta aquí, a que partamos de nuevo. Esto es una cosa muy grave, porque es tan posible en incurrir en algo parecido nuevamente sino recordamos. Esto es algo que hay que combatir. Hay que preocuparse por las generaciones más jóvenes, en el sentido de transmitir lo que ocurrió y volverlos conscientes y que cuiden este país hacia adelante. Porque han pasado 50 años, es mucho tiempo para los jóvenes, y por lo tanto es fácil olvidar el horror, olvidar el dolor, olvidar el drama profundo que fue y de eso estamos nosotros conscientes y estamos trabajando en que eso no ocurra. Y a nivel país. La situación del país es seria y sobre todo a nivel de la política. La política espectáculo. Nosotros vimos por ejemplo, en el proceso de participación ciudadana, en las audiencias públicas, en las iniciativas populares de normas, en los diálogos y las encuestas que lo que las personas dicen ahí es todo muy razonable. Estamos en un país que está de acuerdo en lo fundamental, como también quedó claro en el texto que preparaba la comisión experta. En la participación ciudadana respecto al texto de la comisión de expertos, el 80% estaba de acuerdo, pero ahora en el consejo constitucional empieza un poco el espectáculo. Eso es lo tremendo porque el texto de la comisión experta parecería tener una aprobación bastante generalizada, entonces corremos el peligro de que se transforme en un texto que todos quieran rechazar. Es impresionante. Puede ocurrir. Sí, y eso es muy grave, es una frustración muy grande si no somos capaces de generar un texto que nos parezca mínimamente razonable. Los países que han salido adelante se han puesto de acuerdo, Finlandia en educación, por ejemplo. A veces queremos imitarlo y la diferencia es que ellos se pusieron de acuerdo en la educación que querían tener, independiente de la posición política y eso lo han mantenido por 40 años. ¿Dónde está la polarización entonces? Hay harta polarización en las cámaras, las cámaras que nos filman claro. Por ejemplo, nosotros estuvimos en el consejo constitucional presentando el informe de participación ciudadana. Esto fue en julio, en la primera sesión que ellos tuvieron plenaria, les presentamos y estuvimos 4 horas y fue una discusión profunda y pasional, de escucha y de mucha valoración de la participación ciudadana. De todas las bancadas y no solo de sus resultados, sino del proceso. Esto es algo muy importante al menos en el texto constitucional tal como está, la participación ciudadana es algo que en el texto nuevo aparece y que es fundamental para la democracia y la participación directa, entonces uno dice, por qué no se puede mantener ese ánimo que vimos ahí, que era totalmente racional, positivo, respetuoso, aunque tal vez no muy espectacular. De hecho, esa reunión no salió mucho en los medios. Finalmente, usted es parte del Comité Estratégico de Hidrogeno Verde para Chile, ¿qué es el hidrogeno verde? ¿y en qué contribuye al país? Es una industria que puede tener una escala enorme en el país, donde se genera hidrogeno a partir del agua, con energía limpia y no con combustible fósiles. Con energía eólica, solar, a partir de la electrolisis del agua, etc. Así se genera hidrogeno y por lo tanto es limpio. Ahora, lo que va y se está planificando es que exista en Chile una industria muy grande de exportación del hidrogeno verde, porque produciríamos hidrogeno en una cantidad superior a la cantidad que nosotros necesitamos y de lo que estamos preparados. Esto es lo que se está discutiendo en nuestro comité estratégico, pero hay muchos aspectos que considerar. ¿Cómo cuáles? Uno de los aspectos más importantes son los ambientales, porque no vaya a ser que producimos hidrogeno verde con energías limpias para Europa, pero con unos estándares de proyección al medioambiente que son menos estrictos que los europeos. Entonces es fundamental que esta industria no termine produciendo daño ambiental en nuestro país, o en los territorios que esto va a ocurrir, ya sea en Antofagasta o en Magallanes, por lo tanto lo que hay que cuidar ahora es eso. Los efectos negativos en los propios territorios donde esto se va a producir. Al contrario, hay que procurar que produzca desarrollo, que este mismo hidrogeno pueda ser utilizado por esas comunidades. Es un aspecto relativo a la sustentabilidad, por eso es importante que vaya acoplado con la formación de capacidades, no solo técnicas, sino también científicas. De manera que lo que hay que cuidar es que no termine siendo una industria extractivista, en el sentido de que produzcamos este hidrogeno en beneficio de Europa, o cualquier otro socio que se vaya a agregar, en desmedro nuestro.
- “Cómo diseñar una revolución”: la gran exposición del CCLM para conmemorar los 50 años del Golpe
Con motivo de la conmemoración de los 50 años del golpe civil-militar, el Centro Cultural La Moneda (CCLM) presenta Cómo diseñar una revolución: La vía chilena al diseño, la mayor exposición sobre el diseño creado durante el gobierno de Salvador Allende. La muestra inaugura una nueva aproximación y análisis sobre este periodo, fundamental para Chile y el mundo. Instancia que cuenta con 350 piezas, a las que se suma la primera reconstrucción de la sala de operaciones Cybersyn, un proyecto pionero de la cibernética. La exposición permite comprender cómo Chile pensó y construyó alternativas de cambio y justicia social a través del diseño, un momento histórico donde el proyecto inédito de elegir una revolución a través del voto, condujo también, a la primera respuesta de un país para diseñar su futuro uniendo socialismo y democracia. La muestra será inaugurada en el Centro Cultural La Moneda, el jueves 7 de septiembre, por el rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Ignacio Sánchez, y la directora ejecutiva del CCLM, Regina Rodríguez. Permanecerá en exhibición hasta el 28 de enero de 2024. Cómo diseñar una revolución: La vía chilena al diseño es una exposición sobre el diseño gráfico e industrial realizado durante el gobierno del presidente Salvador Allende (1970-1973), producida en conjunto por la Pontificia Universidad Católica de Chile (UC), el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y el Centro Cultural La Moneda (CCLM), con la colaboración del Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación y Goethe-Institut Chile. Con la curaduría de Hugo Palmarola (UC), Eden Medina (MIT) y Pedro Ignacio Alonso (UC), la exposición reúne piezas originales de diseño, destinadas en el periodo a la acción colectiva, la democratización de la lectura y la música, la reducción de la dependencia tecnológica y la superación de la desnutrición infantil. La muestra cuenta también con la primera reconstrucción integral y funcional de la sala de operaciones Cybersyn, obra de los curadores de la exposición. Hoy, situada en las inmediaciones del palacio de Gobierno —edificio donde Cybersyn se pensaba instalar hace 50 años— esta reconstrucción adquiere un especial significado y se abre a nuevas perspectivas de análisis. La exposición presenta un recorrido amplio y sensible sobre la cultura visual y material de un momento histórico fundamental, donde el proyecto inédito de elegir una revolución a través del voto implicó, también, la primera respuesta de un país a una interrogante esencial del diseño global: cómo diseñar conjugando socialismo y democracia. “En plena Guerra Fría, Chile fue pionero en proponer una alternativa al capitalismo estadounidense y al socialismo soviético, creando una tercera vía no solo económica, sino también en su producción gráfica e industrial”, dicen los curadores. Cómo diseñar una revolución: La vía chilena al diseño se enmarca en las actividades de conmemoración de los 50 años del golpe de Estado civil-militar en Chile. “Una nueva mirada a las esperanzas depositadas en los futuros que imaginó el proyecto político-social y de diseño liderado por Salvador Allende. Las piezas exhibidas, en su momento, tuvieron el propósito de mejorar las condiciones de vida de la población, a través de proyectos que buscaron implementar el diseño gráfico e industrial en el impulso de políticas públicas de alto impacto social”. Para Regina Rodríguez Covarrubias, directora del Centro Cultural La Moneda, se trata de la exposición más importante del año. Dice: “En el marco de los 50 años del golpe civil-militar, esta exposición nos habla desde un lugar poco explorado, más allá del trauma del golpe civil-militar y la dictadura: nos permite conocer y valorar un Chile vanguardista que usó sus recursos creativos para democratizar la cultura, educar y construir lazos de convivencia en favor de la equidad y la innovación. Si bien el país tiene tareas pendientes e ineludibles en torno a la violación de los derechos humanos por parte de la dictadura, ello no nos impide activar la memoria personal y colectiva, rescatar lo que hemos sido capaces de construir trabajando colaborativamente. Chile es un país lleno de creatividad y merecemos que la cultura visual y material generada por el diseño sea puesta en el centro del debate local y global desde los creadores y las comunidades”. Las piezas de esta exposición, seleccionadas cuidadosamente, constituyen la materialización de los episodios más destacados de la “vía chilena al socialismo”. Dicen los curadores: “Exponer la historia del diseño durante el gobierno de Salvador Allende, 50 años después de su violento final, permite apreciar el significado de un momento de inflexión y quiebre en Chile y el mundo, y a su vez comprender qué destruyó, desmanteló e imposibilitó la dictadura con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, a partir del reemplazo de las políticas públicas orientadas al desarrollo social y a la industria, imponiendo lo que sería el primer experimento de neoliberalismo a escala nacional”. Cómo diseñar una revolución: La vía chilena al diseño reúne por primera vez lo más significativo del diseño chileno, a través de piezas como los afiches de la Oficina de los hermanos Larrea junto a sus carátulas de discos para la Nueva Canción Chilena, los libros y revistas de la Editorial Quimantú, el diseño gráfico de Santiago Nattino para la educación técnica de los campesinos, los afiches de Waldo González y Mario Quiroz para el Servicio Nacional de Salud, las innovaciones de productos para vivienda, agricultura, electrónica y salud del Área de Diseño Industrial INTEC, las adaptaciones productivas de trabajadores industriales, así como el trabajo editorial del Taller Gráfico UTE y sus afiches para la exposición que inauguraría Salvador Allende junto a Víctor Jara el 11 de septiembre de 1973. La exposición valora especialmente también el trabajo de mujeres pioneras del diseño en Latinoamérica, en proyectos para la visualización de datos de la sala de operaciones Cybersyn y para la señalética de la UNCTAD III desarrollados por Eddy Carmona, Jessie Cintolesi, Pepa Foncea y Lucia Wormald, y los juguetes didácticos de Marisol Navarro para el Instituto de Psicología Aplicada. Adicionalmente, algunos destacados diseñadores viajarán a Chile para participar de la exposición, como el jefe del área de diseño INTEC Gui Bonsiepe desde Argentina, el diseñador INTEC Fernando Shultz desde México y el director operacional de Cybersyn Raúl Espejo desde Reino Unido. La ministra de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, Aisén Echeverry, se refiere a la importancia del proyecto Cybersyn: "La historia de Cybersyn tiene que ser observada y analizada con mucha atención por todos aquellos a quienes nos importa la tecnología, porque abrió la reflexión sobre lo que ella significa en el desarrollo, no solo económico, sino que político y cultural de un país. Se trató de un caso de experimentación al interior del Estado, y es un hito que los interesados en innovación y tecnología deben conocer. Por eso valoramos que Cybersyn sea parte de esta muestra". Un libro especializado en las temáticas de la exposición se publicará en ediciones en español e inglés. El volumen será publicado y distribuido internacionalmente por la reconocida editorial suiza Lars Müller Publishers y contará con artículos de destacados investigadores del diseño, la tecnología, la historia de Chile, y la cultura visual y material. Sobre los Curadores: Hugo Palmarola (Santiago de Chile, 1977) es diseñador, doctor en Estudios Latinoamericanos por UNAM y profesor asociado de la Escuela de Diseño UC en Chile. Su investigación doctoral recibió el Design History Society Student Essay Prize de Reino Unido (2018). Junto a Pedro Ignacio Alonso obtuvo el León de Plata por Monoloith Controversies, Pabellón de Chile en la Bienal de Arquitectura de Venecia (2014) y, por el libro asociado, recibieron el Deutsches Architekturmuseum Book Award (2014). Monoloith Controversies forma parte de la exposición permanente del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Chile. Palmarola y Alonso publicaron el libro Panel (Architectural Association, 2014), curaron la exposición Flying Panels: How Concrete Panels Changed the World en The Swedish Center for Architecture and Design (2019-20), publicando un libro bajo el mismo título (Dom, 2019), y realizaron investigaciones Fondecyt sobre los observatorios soviéticos Pulkovo y las estaciones de la NASA en Latinoamérica (2015-21). Palmarola fue becario en The Society for the History of Technology de Estados Unidos (2008). Sus textos fueron seleccionados para el libro Extinct: A Compendium of Obsolete Objects (Reaktion Books, 2021). Eden Medina (Bogotá, Colombia, 1976) es historiadora de la ciencia y la tecnología, doctorada en Historia y Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología del MIT y magíster en Estudios de Derecho por la Facultad de Derecho de Yale University. Actualmente se desempeña como profesora asociada del Programa de Ciencia, Tecnología y Sociedad del MIT. Medina es autora de Cybernetic Revolutionaries: Technology and Politics in Allende's Chile (MIT Press, 2011), libro que obtuvo el Edelstein Prize al mejor libro sobre la historia de la tecnología (2012) y el Computer History Museum Prize (2012) al mejor libro sobre la historia de la computación. Su libro Beyond Imported Magic: Essays on Science, Technology, and Society in Latin America (MIT Press, 2014), donde es coeditora, recibió el European Society for the Study of Science and Technology Amsterdamska Award (2016). Sus investigaciones se centran en la relación de la ciencia, la tecnología y el diseño con los procesos de cambio político en la historia de Chile. Pedro Ignacio Alonso (Santiago de Chile, 1975) es doctor en Arquitectura por The Architectural Association de Reino Unido y jefe del Doctorado en Arquitectura y Estudios Urbanos UC en Chile. Fue Princeton-Mellon Fellow en Princeton University (2015-16) y arquitecto residente en Rockefeller Foundation Bellagio Center (2019). Junto a Hugo Palmarola obtuvo el León de Plata por Monoloith Controversies, Pabellón de Chile en la Bienal de Arquitectura de Venecia (2014) y, por el libro asociado, recibieron el Deutsches Architekturmuseum Book Award (2014). Alonso y Palmarola publicaron el libro Panel (Architectural Association, 2014), curaron la exposición Flying Panels: How Concrete Panels Changed the Worlden The Swedish Center for Architecture and Design (2019-20), publicando un libro bajo el mismo título (Dom, 2019), y realizaron investigaciones Fondecyt sobre los observatorios soviéticos Pulkovo y las estaciones de la NASA en Latinoamérica (2015-21). Otras publicaciones de Alonso incluyen, junto con Pamela Prado, Cycles: The Architects Who Never Threw Anything Away (Circo de Ideias, 2022) y, próximamente con Paulina Bitrán, The Additional Element in Architecture: On Kazimir Malevich Arkhitektons and Planits (MIT Press, 2024). Cybersyn (Sinergia Cibernética), Chile, 1971. El proyecto consistió en crear, durante la presidencia de Salvador Allende, una red de comunicaciones a tiempo real en todo el país, a través del cual se aplicaría su teoría del Modelo de Sistemas Viables, modelo recursivo que buscaba entregarle las herramientas de la ciencia al pueblo. El proyecto ha sido recreado y exhibido en varias ocasiones en distintos países. Cybersyn, sinergia cibernética Cybersyn 1973/2023
- La balada de los hermanos Fuentes (Un relato de los años funestos)
Pero será, será lo que será… José Feliciano A Claudio Fuentes lo mataron el año 1974. i.m. La historia de los hermanos Fuentes podría ser una balada de Dickens, si Dickens hubiese escrito baladas y no esos geniales folletines melodramáticos en los que retrató con una pluma lacrimógena y cruel la vida de las ciudades, las putas, los bandidos y los huérfanos de la Inglaterra victoriana, esas ciudades rubricadas por la maldad de los tiempos, en su caso de la Revolución Industrial. O un entremés trágico que representa en un pueblo del sur la irrevocabilidad del destino. A los hermanos Fuentes los conocí a comienzos de los años 70, en Chiguayante, algo así como un villorrio cercano a Concepción, largo como Chile, que se extiende a orillas del río Biobío. Los hermanos Fuentes eran tres, número mágico si se quiere, propio de las triadas de los cuentos maravillosos. Y quien no dice que su historia no sea un relato maravilloso, inadvertido en lo más cotidiano de lo que llamamos "realidad", esa palabra que, como dice Navokov, siempre hay que escribir entre comillas. Claudio, el mayor, estudiaba Pedagogía en castellano en la Universidad de Concepción y tenía veintitrés años. Además, se dedicaba a la artesanía, era titiritero y poeta, cantaba y tocaba en la guitarra canciones de Feliciano y esos bluseados rocks de los setenta. Patricio, el segundo, estudiaba Ingeniería civil en la misma universidad y militaba en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR. Carlitos, el menor, estudiaba Mecánica y también era de izquierda, como la mayoría de los jóvenes que valían la pena en esa época, pero no militaba en ningún movimiento o partido. Sus padres habían sido cantantes de ópera, no recuerdo sus nombres, pero sí el final de sus vidas breves, como en la novela de Onetti. El padre murió de cáncer a la laringe, porque no se quiso operar, esperando un milagro que curara aquella parte de su cuerpo que producía su arte, el bel canto que finalmente se trocó en un bel morir. Su madre no lo sobrevivió más de un año, como se sabe de algunas parejas que al unirse están predestinadas en la muerte, la gente suele decir que el sobreviviente muere de tristeza, lo que no sé si será cierto, pero sí es poético en la acepción más verdadera de esta palabra. Cuando murió la pareja de cantantes de ópera, los tres hermanos Fuentes eran aún unos niños y los adoptó una tía materna, solterona, de una situación económica, como se suele decir, acomodada; así llegaron a la calle Colón de Chiguayante, donde los conocí cuando yo aún estaba en el liceo y escribía pésimos poemas políticos y de amor, imitaciones casi textuales del peor Neruda, —y no hay nada peor— y a los que trataba de dar un cierto aire de hermetismo para que parecieran poemas de verdad. La tía de los hermanos Fuentes, más allá de su disposición a adoptar a los tres chicos –no sé si por filantropía, una suerte de religioso sentido del deber o algún compromiso pactado en vida con su hermana, cuando ya había decidido morir–, era una señora hosca y desagradable, como esas nodrizas de las películas inglesas que cumplen una promesa como si fuera una carga divina, un destino, más que un acto de amor. La Señorita, como ellos la llamaban, no miraba con buenos ojos las praxis de los hermanos, como diríamos por esos años, sospechando, imagino, que tras sus estudios en la Universidad de Concepción se ocultaban, pecaminosas, la política y la poesía, la música y la droga, el sexo y cualquier libertad a ultranza. Ignoro si el trato en la intimidad de la extraña y artificial familia fuese agresivo o agraviante por parte de ella. O, tal vez, incluso, vejatorio. Fuera por las causas que fuesen —tampoco quiero ser injusto con la Señorita—, los hermanos Fuentes, a poco de haberlos conocido, abandonaron la casa de la tía solterona y se fueron a vivir a una casita exterior de un amigo en común, el Negro Willy, como lo apodábamos cariñosamente. Debo aclarar, en la misma calle Colón. Paradójicamente, el Negro Willy también era adoptado por una tía soltera, pero en versión inversa de la Señorita: una mujer bonachona, consentidora, madre y abuela a la vez, que consideraba los excesos de su sobrino como propios de la juventud, un mal pasajero, como las espinillas o el rock, algo así. El asunto es que la casa, y sobre todo la pieza del Negro Willy, se transformó en nuestra guarida, en nuestro Club de la Serpiente, incluso antes de que los hermanos Fuentes se mudaran a la casita exterior. Allí pasé las primeras noches completas fuera de mi casa familiar, escuchando rock pesado, fumando mariguana y tomando lo que fuera en cantidades pantagruélicas; hablando de cambiar el mundo, de literatura y, por supuesto de la nunca bien ponderada patafísica alfredjarriana. Nunca invitamos mujeres a la pieza del Negro Willy ni tampoco a la casita exterior, cuando los hermanos Fuentes se mudaron a ella; era, imagino, algo impensado en aquella época del amor libre made in Chile, hoy demasiado mitificada. Los lugares de encuentros amorosos furtivos eran las márgenes del río, el cerro, la plaza de Chiguayante, que por esos años brindaba una mullida intimidad bajo la complicidad de los frondosos castaños y la falta de farolas. La plaza de Chiguayante, en los veranos, olía a magnolias y jazmines, y, por la frondosidad de los castaños, siempre mantenía un aroma a humus, a humedad de invierno soterrada. Y en esa guarida aromática y ritmada por los grillos teníamos nuestros primeros encuentros furtivos, veloces, clandestinos, que terminaban con sostenes y vestidos de muselina en desorden y muslos empapados con el quáker del semen, en un orgasmo presuroso y precoz, que se iría secando con la brisa estival. Chiguayante fue mi primer y último paraíso adolescente, el año 1971, y duraría hasta que llegasen los bárbaros, en 1973. Pero entretanto ocurrirían muchas cosas memorables para mi educación sentimental, en el mirador del cerro que estaba tras la plaza donde se ubicaba mi casa, en las márgenes del río Biobío y, sobre todo, en la casita exterior a la del Negro Willy, donde ahora vivían o sobrevivían los hermanos Fuentes. Si hay un soundtrack para este tiempo, están sin duda “Escalera el cielo” de Led Zeppelin, Santana Abraxas (El pájaro rompe el cascarón. El huevo es el mundo. Quien quiere nacer tiene que romper un mundo. El pájaro vuela hacia Dios. El Dios es Abraxas),y Survival de Grand Funk, rock primitivo y un tanto tarriento. Pero la canción que me trae ese tiempo en Chiguayante con Claudio Fuentes, jamás será lo que fue, es la voz del mismo “Pájaro”, que cantaba “Qué será” de José Feliciano, como una gris y triste premonición. Y claro, el primero en irse fue el que cantaba la canción, como siempre. El año 1973 me sorprendió en La Serena, mi ciudad natal, por motivos familiares que sería inútil contar acá. Después del golpe de Estado, de la masacre, de la pérdida de la felicidad, los sueños y la utopía, regresé a Concepción, a Chiguayante, en marzo de 1974. Afortunadamente, por ese entonces, ninguno de mis amigos había sufrido ningún apremio físico, como cárcel o tortura, sólo –diría ahora paradójicamente–, la delación y la necesidad de que los amigos de la familia Pierart, y los mismos hermanos Fuentes, de guarecerse por un tiempo de las posible redadas que efectuaba, a diestra y siniestra, el régimen dictatorial recién instituido, en los terrenos que tenía don Armando Pierart, en esos años militante comunista, en Roa, un campo cercano a la localidad de Bulnes, como a 20 kilómetros al este de Concepción. En toda balada que se precie debe haber un malvado, un ogro, un vampiro ávido de sangre inocente. El ogro de esta balada tiene un nombre o un apodo: el “Cheno”, el patrón del 039, el bar donde bebíamos y discutíamos de política y vida, antes del golpe de 1973, uno de esos soplones que “te parten el alma”, el poeta Diego Maquieria dixit. Pocos días después de mi regreso a Concepción, a Chiguayante para ser más exacto, como quien regresa a un edén subvertido por la palabra metralla, como escribió Octavio Paz en su poema Vuelta, que el poeta Carlos Decap citaba en nuestros años de universidad oscura, ese cambio de mi particular edén de la adolescencia fue torvo y fatal. Aunque el pueblo mantenía su clima mediterráneo, sus casas de fachadas blancas, amarillas y rosáceas, la profusa vegetación que se descolgaba desde los cerros en los que sobrevivía y proliferaba la flora chilena, los peumos, ñirres, boldos y maquis, que decía una suerte de leyenda local que quien los comía siempre volvería a esa tierra, tierra en que yo había ingerido a puñados de la fruta del maqui que te deja la boca y las manos moradas, y esa impronta de bocas y manos manchadas de morado por el jugo del maqui, se entreveraba con los recuerdos de mis primeros escarceos amorosos, con muchachas cuyas bocas y manos también se habían manchado de morado con el jugo sabor a tierra, que se iba secando lentamente después de los besos y los juegos furtivos de manos y bocas, cuando regresábamos del cerro al caer la tarde, todos manchados de morado, como si esas manchas fueran una suerte de complicidad erótica o santo y seña secreto de las partes de nuestros cuerpos y ropa que habían entrado en contacto clandestino. Me es difícil trazar una línea divisoria en mi memoria de un antes y un después del morado erótico al rojo de la muerte; y los recuerdos no teñidos de miedo y represión, como el cadáver exquisito que hicimos con Alexis Figueroa en la casa de los hermanos Fuentes —la casita exterior del Negro Willy—, cuando ni él ni yo éramos poetas con cierto reconocimiento local, y después nacional, por sendos premios Casa de las América que obtuvimos años más tarde. O las noches de guitarra y vino en la casa exterior a la del Negro Willy, donde todavía vivirían los hermanos Fuentes por un año más. Si evoco esas noches, la única pero crucial diferencia podría ser que después del año 73, a mi regreso al edén subvertido por la palabra metralla, Claudio cantaba como en sordina. Y su guitarra más que blusear, gemía, y cualquier movimiento entre la fronda del huerto era motivo de sospecha y temor: el sonido de un motor pasando lento por la calle de tierra podría marcar el fin de una jornada de vino, guitarra y metafísica despoblada ya de moras y chicas, por un allanamiento brutal e inesperado. Pero eso no ocurrió, aún insisto, sólo que ahora ya no debatíamos sobre la manera de construir una nueva sociedad o las diferencias entre el materialismo dialéctico y el materialismo histórico, o el marxismo de Lenin y la utopía inadecuada, para los que aún se debatían en la cruel falacia del stalinismo, o de Trotsky. Eso ya era parte del otro lado de la utopía, la que había sido violentamente cercenada, y ahora, como si un río torrentoso, donde algún cadáver pensativo descendía, separara ambos momentos de mi juventud con los hermanos Fuentes. Los temas de nuestras conversaciones ahora divergían permanentemente, ya fuera en los deseos eróticos salvadores, alguna película que había llamado la atención del Pato Fuentes, como El hombre Omega, donde Charlton Heston recorría una ciudad de aspecto apocalíptico, abandonada durante el día y que se plagaba de muertos vivientes pálidos y siniestros durante la noche. El hombre Omega entusiasmaba a Patricio Fuentes por su inquietante sincronía con la vida que llevábamos ahora y su inevitable lectura política. Toda película de terror o ciencia ficción lleva un trasfondo político, sea reaccionario o subversivo encriptado, aunque sus mismos realizadores no se lo hayan propuesto. Alexis hablaba horas del éxodo bíblico, con entusiasmo e ilustración, y el Gera se reía de tanta huevada y prefería desviar la conversación hacia las chicas que más le gustaban y que lo admiraban por su pelo rubio estilo príncipe valiente, que aún conservaba a pesar de las amenazantes tijeras militares y su amor prematuro por la Marisol. Y aún comprábamos el vino y las cervezas en el bar 039, que quedaba justo frente a la casa de los hermanos Fuentes, y que juega un papel fatal en esta historia; pero ya no lo tomábamos en el patio con parrones donde discutíamos, antes del golpe militar, de política con los parroquianos de rigor, bajo la mirada atenta y penetrante del Cheno, el patrón del 039, un tipo que se parecía a Nigel Green, el actor británico que interpretaba a un inspector de la Scotland Yard y perseguía con obstinación inglesa al siniestro doctor Fú Man Chú, o sea Cristopher Lee o Drácula, Príncipe de las Tinieblas, igual. Pero ya no tomábamos ni nos reuníamos en ese bar del diablo, sino que alguno de nosotros, generalmente yo por ser el menos sospechoso, iba a comprarlo presuroso y casi clandestino, para llevarlo al refugio de la casita exterior del Negro Willy. Esos y otros detalles al parecer sin importancia, fueron decisivos, marcaron el antes y el después de que el río sangriento atravesara dividiendo, en dos momentos irreconciliables, el pueblo de mi memoria utópica con un Estigia fatal. Quiero insistir con el Cheno, el personaje maligno y fatal de esta historia, que ya exhibía una piel grisácea por al cáncer que lo corroía y que sería finalmente el silencioso e invisible justiciero que terminó matándolo en medio de espasmos y gemidos, era un soplón de esos que te parten el alma: no puedo dejar de reiterarlo para que de él se haga mala memoria como un puto soplón que llevaba a su propio torturador en el hígado. Qué mejor negocio para un soplón de esos que te parten el alma que ser el dueño del bar donde nosotros abríamos las nuestras bajo el influjo del alcohol. Eso era antes de que el río se desbordara. Ahora ya no era un posible sospechoso sino un soplón impúdico, exhibicionista de su triunfo inmoral, que nos sonreía sarcásticamente cada vez que entrábamos a comprar vino o aguardiente, presurosos y asustados de la noche y sus sicarios, de la noche y sus perros de presa, que aguardaban y no caían aún sobre ninguno de nosotros, y que murmuraba cuando le comprábamos su pestilente pipeño: “Miren como se arrastran ahora, los comunistas, como ratones de alcantarilla”. Recuerdo ahora, como axis mundi, una tarde de lluvia y sed. Mojados por dentro y por fuera, como se suele decir en el sur: “¿Han visto matar a un cerdo?” —preguntó de sopetón el Cheno, el patrón del 039, bar de Chiguayante, siempre bajo la lluvia. La pregunta, bajo la lluvia torrencial de ese octubre de 1973, nos dejó a todos sorprendidos. O más bien, paranoicos. Sabíamos que el Cheno, con esa facha de Nigel Green, el comisario de Scotland Yard que perseguía a Cristopher Lee como un siniestro Doctor Fu-Man-Chú, era uno de esos putos soplones que te parten el alma y te hacer tomar miedo en sus cañas de chuflai. El chuflai era un brebaje tan siniestro como el mismo Cheno, consistente en tres cuartos de aguardiente puro, que se traía a los bares del pueblo contrabandeado de los campos de Bulnes, y el resto mezclado con Bilz o Pap, esas bebidas de fantasía cuyo slogan en la publicidad actual, en pleno siglo XXI, es “Quiero otro mundo”. Pero el 039 quedaba en la esquina y para llegar al bar más cercano había que caminar como tres kilómetros por la línea del tren. Y en Chiguayante llovía casi todo el año. Y ya nadie de los conjurados del bar quería otro mundo. “Vos rucio tenís que saber cómo se mata un cerdo”, le dijo el Cheno al Gera, porque su papá, hijo de belgas emigrados, tenía un fundo, camino a Bulnes, en el Puente 7, de la vieja ruta a Bulnes, con puentes abigarrados como los de El salario del miedo. El papá del Gera, por esos años, como dije, militaba en el Partido Comunista, y tenía un amigo profesor de filosofía que impartía cátedras de marxismo a los trabajadores del campo. El Mambo, que era el hermano menor del Gera, le decía el tío Lenin. El tío Lenin era igualito al señor Barriga, el propietario de la vecindad del Chavo del 8, sólo que en su maletín llevaba el Manifiesto comunista y el Capital de Marx, en lugar de cuentas por cobrar. Pero el Tío Lenin no tiene mayor importancia en esta historia de matanzas de cerdos y de soplones, así que lo dejaremos por ahora para otra. Con el Gera nos miramos como diciendo qué cresta le decimos a este soplón culiao. Como el Gera sólo apuró un poco más su caña de chuflai, y como yo había visto cómo se mataban los cerdos en el campo, le respondí al Cheno: —Mire, a los cerdos se los deja todo un día a pura agua, porque es… como que intuyen, intuición animal –aventuré una explicación etológica–, que los van a matar… Por eso la dieta de agua, para que no se caguen en la batea. La batea es como una cama de madera donde se acuesta al cerdo atado por las pezuñas –agregué–, y como generalmente se cagan, antes de matarlo, le meten una mazorca de choclo, por el culo. Ahí el cerdo empieza a chillar. —O sea que es como culearse al cerdo con un consolador antes de matarlo —rio el Cheno. —Entretanto se hierve una cazuela con agua, para que, una vez muerto el cerdo, se le saquen las crines con facilidad —le dije al Cheno sin pescar su mala broma—. Ahí el cerdo ya no chilla porque está muerto. —¿Y antes de sacarle las crines con agua hirviendo? —preguntó el Cheno, el soplón del bar 039, que nos llevaba ya meses o años partiendo el alma—. ¿Cómo matan finalmente al cerdo? —Hay dos maneras de matar un cerdo —sacó la voz el Gera—. Se le hunde un cuchillo por la garganta, moviendo el puño en redondo, hasta que alcance el corazón: ahí el cerdo deja de chillar y se pega unos pataleos, mientras brota la sangre, humeante, y se escurre por la batea. Hay que hundir el brazo casi hasta el codo, pero hay que hacerlo rápido para que no sufra. Don Pedro se encarga de eso. Lo hace desde que era muy cabro. Y lo hace bien, porque no le gusta que los animales sufran. —Pero es necesario que sufran —dijo el Cheno—, no me vengai con huevadas, pú cabro. Yo he visto matar cerdos, ¿o creíste qué nací ayer y en la otra esquina? Y puta que chillan, casi como medio minuto desde que le clavan la cuchilla en el cogote y le atraviesa la cuchara. (Se refería al corazón). —Sí —le contestó el Gera—, pero es la mejor manera… también se le puede dar con un combo. De madera o de fierro en la testa, pero ahí hay que tener buen pulso, porque si no, no se muere al tiro y hay que seguir dándole con el combo en la cabeza. Por eso preferimos el cuchillo y don Pedro sabe cómo lo hace. El Cheno apuró su caña de tinto, mientras nosotros nos bajábamos el chuflai de un trago. Nos pegamos el tiritón de rigor, de rigor mortis, como se lo pagaban los cerdos al morir. El Cheno sonrió: miraba como caían las gruesas gotas de lluvia. El aguacero arreciaba: aún le quedaba media caña de tinto que arrojó al barro. El tinto se escurrió por el barro, arrastrado por la lluvia, como si fuera un reguero de sangre. —Sabí rucio —le dijo el Cheno al Gera— nosotros les decimos cerdos a los comunachos, porque son antipatriotas y traidores: un día me tenís que invitar al campo de tu viejo, porque me gustaría ver morir a un cerdo. No respondimos. El aguacero arreciaba con más violencia. El Cheno encendió un cigarrillo —Cabañas oblicuos, que era los que le gustaba fumar, unos cigarrillos planos, con boquilla sin algodón, café—. Después de aspirar profundo el fétido tabaco dijo: —Me gusta más el combo, puede parecer un accidente. El cuchillo es demasiado piadoso. O demasiado evidente. Que es lo mismo. Con el Gera no dijimos nada. Encendimos nuestros Hilton y sin despedirnos nos fuimos del 039. Sabíamos que el Cheno nos clavaba su mirada traidora por la espalda. Como el cuchillo en el gaznate del cerdo. Pero no pensaba en el evidente cuchillo, sino en el imponderable combo de fierro. El Pájaro Fuentes sólo miró en silencio este diálogo de cerdos y de muerte. Llegamos empapados a la casa del Negro Willy, que quedaba sólo a una cuadra. Así de violento, mortalmente, se nos derrumbaba el cielo. Esa noche escuchamos a Charlie Parker y también a Grand Funk, mientras nos fumamos unos pitos. Sólo nos faltaban unas Magas para estar en el Club de la Serpiente, del libro negro de Cortázar, nuestro último consuelo, el paso al casillero del tan distante Cielo. Pero ellas estaban a resguardo del aguacero, con sus minifaldas de muselina, en las casas de sus padres. Los amigos de Cheno, los buenos vecinos del Cheno y todos los soplones de aquellos años. Los guarde el demonio en sus llamas eternas. A comienzos del año 1974, la Universidad de Concepción había interrumpido sus actividades académicas. El rector designado de entonces, Carlos Von Plessing —más parecido a Peter Cushing, el caza vampiros de la Hammer que a Nigel Green o a Cristopher Lee, que solo nos atisbaba desde el bosque, con sus iris rojos de sangre, en el verdadero silencio de la muerte—, se dedicaba a reestructurar la universidad, exonerando a los profesores de izquierda y cerrando carreras como Antropología, Filosofía, Historia y Periodismo. El campus ya no era el mismo que yo conocí cuando algunas veces acompañé a Claudio Fuentes, el Pájaro o el Pepa Loca, como lo apodábamos entonces, al Instituto de Lenguas, donde dos años más tarde yo entraría a estudiar Español y Filosofía. Pero entonces miraba con esa admiración adolescente a los estudiantes vestidos de jeans azules y bototos negros, ponchos de Castilla o mantas beige atravesadas de franjas blancas, como las del “Manco” en los western italianos, y a las muchachas de minifaldas escocesas plisadas y calcetas de lana blancas, tan distintas a las chicas de nuestro pueblo, y que me producían involuntarias, pero inevitables y urgentes erecciones, que bajaba llegando a mi casa con la paja de rigor. Ahora el río Biobío había invertido su curso y las chicas de vestidos de mueselina, o jeans de piel de durazno y petos como Sherezades hippies, envejecieron prematuramente con el miedo. Los milicos nos cagaron las ganas, nos obliteraron el deseo. Nos cortaron el pelo y los jumpers, como si fuéramos cerdos y cerdas. Nos castraron a nosotros y a ellas las hicieron monjas poseídas por el demonio del convento de rigor. Pocos años atrás, Patricio Fuentes, militante del MIR y Claudio Pérez, pintaban en los muros de Chiguayante: MILITARES NO DISPAREN CONTRA EL PUEBLO USTEDES SON EL PUEBLO. Y una noche el pueblo uniformado les cayó desde las sombras: un quiasmo, una puta figura literaria fue el fatal recurso: Patricio dijo Patricio Fuentes y Claudio Pérez, sí, dijo soy. Claudio Fuentes: un quiasmo fatal por el miedo, por el terror. Yo había vuelto a Chiguayante y vivía en la calle Manquimávida, a cinco cuadras del río Biobío. Y, una tarde soleada, desde el río, apareció el Claudio Fuentes, somnificado, muerto vivo, como los zombies de Romero, en blanco y negro, con la mirada clavada en la nada; con mi mamá lo entramos en la casa, a la parcela blanca, donde vivíamos por esos años, al margen del río, de la vida, cerca de la calle Cementerio, justo a dos cuadras del cementerio de Chiguayante y sus tumbas entreabiertas. Le dimos café, le preguntamos qué le pasaba. Vueltas y vueltas en una furgoneta, nos dijo, ahora me mareo, desorientación: y por azar, desde el río, llegó a nuestra casa. Fue en 1974, septiembre. El Claudio Fuentes sin saber por qué. Fue dando el paseo de la muerte sin morir y abandonado junto al río. No sé cómo narrarlo para que se entienda. El Claudio Fuentes amaba a la Sofía. La Sofía vivía frente a la carnicería junto al condominio donde yo viví años después. No sé ya cómo continuar narrándolo. La boca se me hace espuma, me acogollo. Lo intento, lo palpo con estas palabras, vanas. El 24 de diciembre de 1974, con el Gera y el Negro Willy nos fuimos a tomar hasta morir al campo del papá del Gera. El Claudio Fuentes iba a ir con nosotros. Pero la Sofía, su polola, estaba de cumpleaños. Se quedó con ella y regresó a la casita del Negro Willy por la línea férrea, como siempre lo hacia los 24 de diciembre cuando la Sofía cumplía años. Cuando volvimos del campo una tía del Gera, la tía Maggy, me llamó a mí —no sé por qué a mí— y me dijo: —Murió. —¿Pero quién? —le pregunté a la tía Maggy. —Claudio –me respondió la tía Maggy. (Yo tengo un hermano que se llama Claudio) —¿Qué Claudio? —le pregunté a la tía Maggie, sólo por reflejo. —Fuentes —respondió. Perdón, sólo pido perdón por el primer alivio, y también sólo pido perdón por un dolor tan hondo, tan hondo, que no sé si fue alivio o salvación. —Trata de decirle al Gera y al Willy de la mejor manera posible —me dijo la tía Maggy. No alcancé a preguntarle por qué el elegido, como el emisario de la muerte, había sido yo. El Gera y el Negro Willy reían y se estaban subiendo a la camioneta. Repetí el dictum: —Murió. —¿Qué chucha, flaco? ¿Quién? —preguntaron el Gera y el Negro Willy. —El Claudio —dije–, lo atropelló, anoche, lo atropelló el tren cuando volvía de la casa de la Sofía. No era posible, pero lo imposible se imponía como los tiempos que vivíamos, como lo posible, como el destino. Como siempre lo hacía, de regreso de la casa de la Sofía, caminando por la vía férrea, al Claudio lo atropelló el tren. Un tren que nunca pasaba por esa vía férrea a esa hora. Don Armando, el padre del Gera, aún militante del Partido Comunista el 25 de diciembre de 1974, nos dijo a mí, a su hijo, el Gera, al Negro Willy, al Carlitos y al Pato, los hermanos de Claudio Fuentes: no pensemos más: lo atropelló el tren, no sacamos nada con pensar otra cosa. Sabiduría del patriarca de los hermanos Pierart, sabiduría de viejo militante del Partido Comunista. Lloramos, sin preguntas, por esa muerte absurda del mejor de todos nosotros. El cura de la iglesia de Chiguayante aceptó que en lugar de una cruz pusiéramos sobre el ataúd el signo de la paz. Y que en lugar del Requiem pusiéramos como tema de despedida a Pink Floyd. Después del funeral nos fuimos todos al campo del papá del Gera. Tomamos como condenados, fumamos mariguana como condenados. Todos, menos yo, los demás se desnudaron e hicieron una pirámide. No me desnudé porque fui el fotógrafo. Pero estaba tan borracho y volado que la foto salió desenfocada. Estaban todos en pelotas riendo y llorando y amando al Pepa Loca, a Claudio Fuentes, el poeta que casi no escribió. (No hay versos suyos en su memoria. Sólo un poema de Mario Milanca, en su libro El asco y otras perspectivas. Mario Milanca, poeta que moriría años después, ya en democracia, en un vuelo desde Cuba a Venezuela cuando fue el alud de barro sobre Caracas. A Mario Milanca nadie le ha escrito un poema In Memoriam) Esa noche tiré como loco con la chica hippie que hacía palomitas de maíz recubiertas con chocolate en la casa del Negro Willy. (Digamos que se llamaba Paloma). Al otro día nos bañamos en el río que queda junto a la casa del fundo del papá del Gera: yo continué siendo el fotógrafo. Hay puros desnudos, empelotados, todos nosotros. La vagina de la Paloma (sí, se llamaba Paloma) y varios close-up de falos medio erguidos, tristes. Sexo, paz, amor, tristeza y resignación. ¿Qué más? Bien, como siempre pasan los años. La Sofía se casó con el carnicero de la esquina, que le puso una paquetería al frente. Ella vendía hilo negro y también de colores, lanas, botones y cuadernos con espirales de esos que se llamaban universitarios. El carnicero de la esquina me fiaba por esos tiempos huesos de cazuela y pana para mi hijo Diego, envueltos en papeles de diario donde las moscas se confundían con las mentiras que publicaban los periodistas cobardes proclives a la junta de gobierno y los paquetes se teñían de sangre de vacuno. El carnicero de la esquina vigilaba desde su carnicería la paquetería de la Sofía, con la que nunca volvimos a hablar del Claudio Fuentes. El carnicero de la esquina no era un soplón: sólo cumplía con su faena de carnicero y de vigilar a su mujer, porque el hombre sabía que la Sofía en su juventud había sido una chica hippie y diz que comunista y aún me fiaba la carne para la cazuela del Diego sin decir palabra, mientras espantaba las moscas verdes del paquete envuelto en la prensa ensangrentada. Los hermanos Fuentes, el Pato y Carlitos, se exiliaron en Argentina y después en Inglaterra. Siguieron su vocación de músicos. El Pato regresó por unos días a Chiguayante, allá por el año 1988, creo. Bebimos, nos acordamos de esos tiempos, aún durante la dictadura. Como despedida, antes de regresar a Inglaterra, el Pato me regaló un cassette de Tom Jobim. Pasaron los años y una mañana de 1997, en la Biblioteca Nacional, donde ahora trabajo, apareció, una tarde, Carlitos Fuentes. Nos abrazamos. Iba de la mano con su hijo. Le pregunté ¿cómo está el Pato? Me respondió: murió. Cáncer a los testículos. Sólo atiné a decir: ¿y tu hijo? Carlitos me dijo, bien, sí, se llama Patricio, pero sólo habla inglés, dijo con una tierna ironía. ¿Qué toca?, le pregunté. Guitarra y bajo, me respondió el Carlitos. Sonreímos. No hubo lágrimas. Sólo un abrazo que decía, bueno, hasta la próxima vez. Si la hay, creo que pensamos los dos. Y ese niño, el otro Patricio, el otro Carlitos, el otro Claudio, será creo, deseo, nuestro tiempo pasado, nuestro tiempo inconcluso, nuestro futuro para todos los amigos de Chiguayante, ya agostado para nosotros para siempre. La historia de los hermanos Fuentes podría ser una balada de Dickens, si Dickens hubiese escrito baladas y no esos geniales folletines melodramáticos en los que retrató con una pluma lacrimógena y cruel la vida de las ciudades, las putas, los bandidos y los huérfanos de la Inglaterra victoriana, sino este entremés trágico que representa en un pueblo del sur, la irrevocabilidad del destino. ¿Y mi historia, en los años siguientes? Un cuento mal narrado de terror, con vampiros y zombies, un blues trasnochado, en esos años en el Cecil Bar, el Cotton Club de Concepción, donde las putas desdentadas de Orompello bailaban a la Billie Holiday, sin saber quién era, con la Tatiana, el único travesti de Concepción, que fue camionero antes de travestirse, porque perdió el camión en una apuesta con unos malandras de Iquique, y noche tras noche de esos inviernos, sobre el serrín de la pieza 6 del Cecil se travestía en macho, a la inversa del show, y hablaba por los tatuajes mal trazados de su abdomen de inexorable hígado graso, y se tiraba unos aguardientes tras otros, que le hacían caer lágrimas de alcohol o pena, nunca supimos, y contaba esas historias de caminos hacia Antofagasta por el desierto de Atacama, y después, antes de borrar el último borrón de rouge apelmazado de sus labios gordos, nos decía, o más bien balbucía, ya cabros, váyanse con cuidado, miren que la noche es oscura y aunque no haya curvas, la carretera es larga y traidora.
- A propósito de la visita de Oppenheimer a Chile en 1962
La conferencia. A fines de julio recibí algunos llamados de periodistas tratando de averiguar si me contaba entre los testigos presenciales de las charlas dadas por el físico Julius Robert Oppenheimer en su breve visita a Chile en 1962. Me pareció con humor una especie de búsqueda de sobrevivientes motivada, sin duda, por la publicidad en torno al reciente film sobre su vida basado en el libro “Prometeo Americano. El Triunfo y la Tragedia de J. Robert Oppenheimer” (Bird & Sherwin), una de las 13 biografías de él que podemos encontrar en Amazon. No tengo aun claro cómo llegaron a mí, pero sé que afortunadamente llegaron a otros también. Efectivamente yo había estado presente como estudiante y les conté lo poco y nada que recordaba: una sala oscura atestada de gente en un edificio de Ingeniería de la U. de Chile, un pizarrón y ese curioso, extremadamente delgado y genial personaje, deambulando frente a este. Del tema de esa charla recordaba poco, excepto que creía que había hablado de lógica lo que me pareció curioso en esa época pues habría esperado que Oppenheimer hablase sobre física o astrofísica o matemáticas, pero no fue enteramente sorprendente dada la multifacética fama que lo precedía. Y eso es lo que quedó grabado en mi memoria a lo largo de todos estos años. En todo caso, y para redondear el punto anecdóticamente, yo sabía desde la adolescencia algo sobre nuestro personaje gracias a la publicación del informe Smyth, solicitado en 1945 por el general L. R. Groves quien fue en la práctica el “boss” del proyecto Manhattan que produciría la bomba atómica. No recuerdo cómo ese ya antiguo volumen (ahora disponible en Amazon) llegó a mis muy jóvenes manos; quizás fue la asiduidad con que mi padre llenaba la biblioteca. Curioseando en ese ejemplar supe por primera vez de la existencia de la física nuclear y la bomba, también sobre el Dr. Oppenheimer, el director científico del proyecto cuya conferencia en Chile no me perdería años más tarde. Con los días, el regreso al pasado se me ha ido aclarando a partir de otras fuentes mejor documentadas. La Universidad de Chile emitió un comunicado a fines de julio[1] con más información. El recordado físico teórico chileno Igor Saavedra, para entonces recientemente retornado de sus estudios en Inglaterra, había registrado la visita en una revista interna con fines de difusión. El actual académico Hugo Orellana también participó en días recientes en desentrañar el pasado. La conferencia que yo recordaba resultó ser la segunda de las dos que Oppenheimer ofreció en la Universidad de Chile y fue la más “técnica”. Se titulaba “Elementos empíricos y axiomáticos de la Física de Partículas elementales” y, evidentemente, lo que yo retenía borrosamente como “lógica” era el contenido axiomático de la charla. Es decir, los postulados de base sobre los que se construyó la, entonces, relativamente reciente teoría de partículas elementales y campos cuánticos. La otra fue para público más general, “Meditaciones sobre la Ciencia y la Cultura” y ahí aparece nítidamente el aspecto multifacético de Oppenheimer y el impacto y el costo que tuvo en él su participación en la fabricación de la primera bomba atómica. Es interesante que Igor Saavedra estuviese presente y apareciera en la foto que quedó registrada en la prensa, porque creo que en la enseñanza de la física teórica él jugó un papel en Chile similar al de Oppenheimer en los EE. UU. en la preguerra. Los registros de Saavedra contienen otros conceptos que utilizaré más adelante. Vale la pena recordar que en el año 1962 Chile experimentó algo más que la visita de Oppenheimer. Chile preparaba excitadamente su papel de anfitrión de la Copa Mundial de Fútbol, la que comenzó cuatro días más tarde de su llegada y en la cual habría de dar la mejor actuación futbolística de su historia clasificándose tercero en el mundo. Es bueno constatar que, pese al entusiasmo reinante, Chile no dejó pasar completamente inadvertida la visita del padre de la bomba atómica. Pero ¿fue Oppenheimer realmente el padre de la bomba atómica? Se dice que el fracaso es huérfano y el éxito tiene muchos padres, y éste los tiene. Para explicarlo y poder agregar algunas otras cosas relevantes, tengo que hacer algo de historia de la ciencia y pasearnos brevemente por la época en que le tocó vivir a Oppenheimer. Me alejaré por un rato de su visita para hablar del visitante y ponerlo en contexto. El camino hacia la bomba A fines del siglo XIX, muchos físicos creían que el entonces edificio de la física, ahora la llamamos “clásica”, estaba completo y sólido, y que bastarían ciertos pequeños ajustes para seguir adelante indefinidamente sin grandes cambios conceptuales. Eran tiempos serenos, predecibles e ingenuos. Las dos fuerzas conocidas eran la gravitación y el electromagnetismo. La primera había sido descrita ya en el Siglo XVII por Newton y puesta a prueba en el cosmos por los astrónomos matemáticos que lo siguieron. El también británico Maxwell había descrito matemáticamente la segunda fuerza en el siglo XIX, y sus predicciones se cumplían al pie de la letra. La primera grieta no tardó en aparecer cuando se evidenciaron anomalías en la teórica de la radiación emitida por cuerpos calientes. El alemán Planck (1885-1947) encontró una descripción matemática de ese fenómeno bajo la suposición de que la radiación observada se emitía en forma discreta, en forma de “cuantos”, pero fue Einstein en 1905 -en una de las cinco fundacionales publicaciones de su “año milagroso”- quién demostró que esos cuantos no eran un truco matemático, sino reales: eran los fotones, partículas asociadas a la luz y por lo tanto al campo electromagnético. Ese fue el comienzo de la física cuántica que habría de cambiar el mundo de la física y mucho en nuestras vidas cotidianas. Einstein fue más allá en ese mismo año y demostró la equivalencia masa-energía (la famosa “E igual a mc al cuadrado” que todos saben recitar). Una generación más tarde, esto último abriría el camino hacia la bomba atómica de Oppenheimer. Diez años después Einstein creó una nueva teoría de la gravitación, la Relatividad General, usando la noción de espacio-tiempo implícita en su Relatividad especial de 1905, como un instrumento geométrico. Esta nueva teoría se reduce, como debe ser, a la de Newton en el límite de baja intensidad del campo gravitacional, pero no era “cuántica”, no sigue siéndolo, y lograr que de alguna manera lo sea es la oculta ambición de todo estudiante de física que se respete. La Relatividad General lleva más de cien años explicando todos los fenómenos gravitacionales que le arrojamos y prediciendo otros, desde la desviación de los rayos luminosos por el sol, los arcos gravitacionales de galaxias lejanas, las ondas gravitacionales, y los agujeros negros. Las “imágenes” de estos últimos en los centros de las galaxias las hemos obtenido hace poco con la ayuda de ALMA cerca de San Pedro de Atacama, y las ondas gravitacionales las observamos desde el 2015 gracias a LIGO en América y VIRGO en Europa. La física cuántica siguió su veloz camino y su mayor impulso inicial fue el descubrimiento del átomo con su núcleo y sus electrones “orbitándolo”. Fue el nacimiento de la física nuclear. Einstein siguió en su pedestal y otros héroes científicos comenzaron a aparecer siguiendo en gran parte el ejemplo, empuje y visión de Niels Bohr (1885-1962). Los años 20 del siglo pasado vieron a los alemanes Werner Heisenberg (1901-1976), Edwin Shrödinger (1887-1961) y Wolfgang Pauli (1900-1958) formular los principios de la mecánica cuántica junto con el británico Paul A.M. Dirac (1902-1984) y otros como el polaco Max Born (1882-1970), quien formuló la interpretación estadística de las ecuaciones de la nueva mecánica y que, además, fue el director de tesis doctoral de Oppenheimer en la Universidad de Göttingen. Revisando estas fechas vemos que Oppenheimer (1904-1967), nacido en Nueva York, fue profesionalmente el contemporáneo de todos ellos. Pero si bien fue parte de esa generación dorada, creo que como científico él no fue decisivamente influyente en el desarrollo de esa nueva física. Sus experiencias europeas y sus contactos lo ayudarían más tarde en su misión autoasignada de expandir el estudio de la física teórica en los EE.UU., atrasada en ese período de la preguerra con respecto a Europa, especialmente Alemania, Inglaterra y Dinamarca. Esta es la analogía con la labor de Igor Saavedra (y otros), de expandir la física teórica en Chile que mencioné al comienzo de este artículo. Más tarde, con el surgimiento del nazismo en Alemania y su sanguinaria ocupación de Europa, la forzada emigración de científicos a los EE.UU., entre ellos una notable cantidad de físicos y matemáticos judíos huyendo de las persecuciones y del holocausto, cambió rápidamente la situación que había enfrentado Oppenheimer. En 1938, los alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann siguiendo una idea de los físicos austríacos Lise Meitner y Otto Frish descubrieron un proceso que daría la pista para la fabricación de la bomba atómica: la fisión nuclear, una forma de extraer energía fragmentando el átomo con neutrones. El físico italiano, Enrico Fermi (1901-1954) -para muchos el arquitecto de la era nuclear y quien también había emigrado a EE. UU- patentó en 1939, junto con el inmigrante húngaro Leó Szilárd (1898-1964), el diseño de un reactor nuclear capaz de lograr fisión de Uranio autosostenida y controlada. Sin entrar en detalles técnicos sobre la fisión nuclear (y dejando al lector investigarlo si así lo desea), añadiré como referencia que se trata del mismo proceso físico que, cuando está adecuadamente controlado, alimenta de electricidad a una parte del mundo gracias a los reactores nucleares. La bomba atómica es algo parecido, pero diseñada para ser transportada y puesta fuera de control (es decir detonada) en el momento y lugar elegidos. Eso sí, contrariamente a los reactores, para funcionar una bomba requiere “enriquecer” enormemente el uranio algo extremadamente difícil de obtener en las cantidades necesarias, como aún sigue afortunadamente siéndolo. La guerra estaba por comenzar en Europa y la información de inteligencia que llegaba hacía sospechar que los alemanes también estaban interesados en la fisión nuclear. En 1939, Leo Szilard, colaborando con los físicos emigrados Edward Teller (1908-2003) y Eugene Wigner (1902-1963) escribió una carta al presidente Roosevelt, firmada por nada menos que el inmensamente influyente y hasta entonces pacifista Einstein. La carta describía el potencial de la fisión nuclear tanto para generar electricidad como para crear una bomba que podría, “…con menos certeza…destruir un puerto y parte del territorio cercano” y mencionaba el acceso alemán a las minas de uranio checoslovacas y la posible participación del joven físico alemán von Weizsäcker (1912-2007), aparentemente conectado con la jerarquía alemana, en experimentos con uranio. Esa carta le llegó a Roosevelt en los momentos que Alemania atacaba Polonia. Haciendo otro paréntesis anecdótico, recordé al escribir estas líneas que en 1976 asistí a una conferencia en Caltech dada por ese mismo von Weizsäcker quien visitaba brevemente Pasadena y quien en la ronda de preguntas aseguró que Hitler no había estado interesado en la bomba atómica, sino más bien en las armas “portentosas”, como la V1 y V2 que asolaron Londres sin cambiar el curso de la guerra. Eso no era nuevo, pues ni en 1945, ni posteriormente los ejércitos de ocupación aliados encontraron rastros fehacientes de progreso en un tal proyecto aun cuando se supuso por un tiempo que Heisenberg estuvo involucrado en él. Sin embargo, en 1939 la preocupación de los científicos norteamericanos era considerable y se intensificó en 1941, especialmente después de una sospechosa visita, plena de preguntas, por parte de Heisenberg llegado desde Alemania a conversar con su antiguo profesor Niels Bohr, aún residente en Dinamarca antes de ser evacuado a Inglaterra. Los entretelones de lo que pasaba en Alemania y de la ya resentida relación entre Bohr y Heisenberg siguen siendo muy interesantes.[2] El proyecto Manhattan A fines del 1939 Roosevelt respondió positivamente a la carta de Einstein. A uno de sus consejeros que lo instaban a actuar le comentó “…entiendo que lo que quieres es que los nazis no nos vuelen en pedazos”, lo que resume bien la perspectiva de tener que llegar primero y a partir de la cual se organizó ya en 1942 el desarrollo de la bomba. El proyecto completo quedó militarmente en manos del general Leslie Groves -mencionado anteriormente- del cuerpo de Ingenieros del Ejército. El Laboratorio Nacional de los Álamos en Nuevo México, con Oppenheimer como director, quedó a cargo de los infinitos detalles del diseño y fabricación de la bomba y de su sistema de detonación. Para entonces el joven Oppenheimer tenía sólo 38 años, era muy conocido y respetado en la comunidad científica lo que le daba “poder de convocatoria”, era reconocido por su notable inteligencia y por sus publicaciones científicas (destaco, por mi profesión, entre ellas su temprana predicción en 1939 de la formación de agujeros negros a partir de estrellas de neutrones). Oppenheimer poseía además una cualidad que Groves consideró esencial y apreció inmediatamente: su inmensa ambición. Fue una apuesta decisiva. Un colaborador, el físico Víctor Weiskopf (1908-2002) comentó que Oppenheimer estuvo presente física e intelectualmente en cada uno de las etapas decisivas de la construcción de la bomba y su continua presencia creó la necesaria atmósfera de entusiasmo y constante desafío que los condujo al éxito. La amplitud del proyecto fue colosal llegando a emplear más de 130 mil personas distribuidas entre los EE.EE, UK y Canadá (la casi totalidad ignorando lo que realmente estaba produciendo), incluyendo unos 15 diferentes lugares esparcidos en EE.UU. Costó en total 2 mil millones de dólares de 1945, equivalente a unos 35 mil millones de hoy. La mayor parte del presupuesto fue destinada a la costosa y lenta producción a escala industrial del material fisible enriquecido y sólo un 10% del total para el desarrollo y fabricación de la bomba propiamente tal. Varios de los científicos que he nombrado más arriba trabajaron directamente en la bomba, a los que se agregaron muchos más, entre ellos los premios Nobel Bethe (1906-2005), director de la división teórica y el famoso Richard Feynman (1918-1988), entonces de 24 años, considerado por algunos entre los 10 más grandes físicos de la historia. En total 13 de los científicos involucrados obtuvieron el premio Nobel antes o después del proyecto. Entre ellos se contaba una sola mujer, Maria Goeppert Mayer (1906-1972).[3] No creo que haya existido algo semejante al Proyecto Manhattan por su costo, sus dimensiones, sus dificultades y su impacto histórico, y me resulta admirable ese hombre de 38 años, sin experiencia administrativa previa, haciéndole frente y guiando a los egos de 13 presentes o futuros premios Nobel (premio que él nunca obtuvo), provenientes de muchos países diversos, enfrentando las decisiones y los inmensos requerimientos de coordinación para la bomba. Y todo ello, dentro del rigurosamente guardado secreto de la carrera en pos del arma nuclear. Sin embargo, fue un proyecto en una época de destrucción y con un objetivo destructivo. Esto último fue su verdadero precio. El test de la primera bomba atómica (“Trinity”) tuvo lugar en Jornada del Muerto, cerca de Alamogordo N.M., temprano en la mañana del 16 de julio de 1945. La colosal explosión, equivalente a cerca de 25 mil toneladas de TNT, pequeña para los estándares actuales, fue percibida en un radio de 160 km. La reacción de los colaboradores de Oppenheimer fue variada, algunos reían, otros lloraban, varios permanecieron en silencio. Es bien sabido que Oppenheimer, como parte de su sentido del dramatismo, su ego y su “flair” por la literatura sánscrita, recordó los versos del Bhagavad Gita, “Me he transformado en Shiva, destructor de mundos”, donde el dios Visnú, hablándole al Príncipe se transforma en Shiva con sus múltiples brazos: la imagen de la muerte. Fue una advertencia y me gustaría llamarla el “momento Shiva”. La bomba había llegado demasiado tarde para la guerra europea pues la Alemania nazi se había rendido en mayo y el futuro de Europa estaba ahora en manos de los aliados, principalmente los EE.UU., Gran Bretaña y Canadá, Francia y la URSS. Pero subsistía, entre otros aspectos, la sangrienta guerra contra Japón, la que costaría en caso de invasión centenares de miles de muertos americanos y japoneses. Para entonces, y debido a la campaña aliada de bombardeos masivos, quedaban pocos objetivos en Japón sin destruir. El presidente Truman dio la orden de lanzar dos bombas. Hiroshima fue bombardeada el 6 de agosto de 1945 y Nagasaki el 9 de agosto de 1945, poniendo fin a la resistencia japonesa y a la Segunda Guerra Mundial. Ese 8 de agosto, la URSS declaró la guerra a Japón y el 9 del mismo mes comenzó la invasión soviética a Mongolia exterior, Corea del Norte y otros territorios anteriormente conquistados por Japón. Pero con sus dos bombas los EE.UU. no solo habían marcado territorio en Japón mismo, sino que también los destinos de Europa durante los siguientes 45 años. El virreinato americano en Japón y el plan Marshall para Europa fueron muy probablemente los grandes triunfos políticos norteamericanos de la postguerra. El costo para Japón fue muy alto: las dos bombas atómicas mataron unas 220 mil personas sumando Hiroshima y Nagasaki, casi tanto como el total debido a los bombardeos convencionales incluyendo bombas incendiarias que asolaron unas 65 ciudades japonesas y desplazaron cerca de 5 millones de personas de un total de algo menos de 80 millones. Volviendo a Oppenheimer, su propio destino fue marcado por la política local de la postguerra inmediata y por su negativa a apoyar la construcción de la inmensamente más poderosa bomba de hidrógeno, lo que transformó a su antiguo colaborador, Edward Teller (1908-2003), finalmente el padre de la bomba de hidrógeno, en su acérrimo y poderoso enemigo. Es cierto que la acumulación de ciencia y tecnología que he descrito involucra a una inmensa cantidad de protagonistas a lo largo del tiempo, algo que he querido destacar. Sin embargo, analizando la participación intelectual y práctica de Oppenheimer creo que es razonable llamarlo el padre de la bomba atómica. Quizás al título de padre le agregaría el de partero, aun cuando reconozco que he dejado afuera a Leslie Groves, como tantos otros lo han hecho. Reflexiones Primero, y mirando las fechas asociadas a las vidas de los grandes científicos en torno a Oppenheimer que he coleccionado deliberadamente a lo largo de este artículo, notarán lo cercano cronológicamente que nos son estos antiguos eventos, en tanto sus vidas se superpusieron con las de muchos de nosotros. Volviendo ahora a su visita a Chile, en su segunda conferencia y en otras declaraciones registradas por Igor Saavedra[4], Oppenheimer agregó algo esencial: “Estos son cambios irreversibles, y es por esto que el carácter acumulativo, la irreversibilidad del desarrollo de las ciencias establece un paradigma, un ejemplo de algo que, en otros aspectos, está mucho más sujeto al debate: la idea del progreso humano…el retroceso científico no es compatible con la práctica continuada de la ciencia”. En efecto, la revolución que fue la física cuántica y que hemos seguido en las líneas anteriores es responsable de mucho de lo que hoy gozamos en el mundo moderno. Hizo posible los transistores, los microprocesadores que pueblan nuestros artefactos incluyendo los computadores portátiles y los mágicos teléfonos celulares que nos entretienen y conectan instantáneamente (aunque también nos roban la atención de nuestros hijos y nietos); los nuevos sensores de imágenes que nos permiten inmortalizar en color y en movimiento nuestras vidas y la sonrisas de nuestros seres queridos y también explorar los detalles del Universo; el láser y las velocísimas redes de internet, la inmensa aceleración del cálculo en los procesadores modernos, las tecnologías informáticas y la computación cuántica ya en ciernes. Pero, también la bomba atómica. Y no hay vuelta atrás, porque efectivamente el conocimiento científico es acumulativo e irreversible. En términos más contemporáneos, estas tecnologías constituyen también muchas de las herramientas que permiten la nueva revolución en marcha, la Inteligencia Artificial, cuyo dominio es precisamente aquello que nos define y nos es propio, la inteligencia, y que también nos traerá sin duda inmensos beneficios. Pero ya hemos escuchado recientemente a muchos de los creadores de esta nueva aventura vocear su “momento Shiva”. Eduardo Hardy es Astrofísico. Científico emérito del National Radio Astronomy Observatory, USA. [1] https://uchile.cl/noticias/207343/la-visita-de-robert-oppenheimer-a-la-universidad-de-chile-en-1962 [2] Recomiendo leer la obra de teatro Copenhague de Michael Frayn (1998) con ellos dos y la esposa de Bohr como personajes centrales. [3]Si les interesan algunas notas, a veces lúdicas pues se trataba de una empresa de seres humanos, sobre la vida cotidiana dentro de Los Álamos, recomiendo leer ¿Está usted de broma, Sr. Feynman? del mismo Richard Feynman. [4] https://uchile.cl/noticias/207343/la-visita-de-robert-oppenheimer-a-la-universidad-de-chile-en-1962
- Proscritos del aire y de la luz
Este 10 de septiembre se cumplen 100 años de la muerte de Baldomero Lillo, quien con dos libros de cuentos marcó para siempre la historia de la literatura chilena. ¿Qué explica la vitalidad inagotable de una obra tan breve? Según escribe Vicente Undurraga —en este prólogo a la reedición de Subterra publicada por Ediciones UDP en 2018—, la persistencia de Lillo se debe tanto a la vigencia del abuso como eje de la chilenidad como, principalmente, a la notable sagacidad narrativa del autor y el carácter fundacional de su obra, que no está exenta de humor. Si se considera que pasó a la historia chilena como el escritor que le dio una voz literariamente consistente a los explotados de la minería del carbón, a aquellos hombres que en condiciones infrahumanas trabajaron todas sus vidas de sol a sol –sin verlo pues lo hacían subterráneamente– para aumentar las riquezas de unos patrones impíos y despóticos que no mostraban, como si fueran maquetas de cartón piedra, asomo alguno de humanidad o consideración, no deja de ser irónico que Baldomero Lillo (1867-1923) fuera sobrino de Eusebio Lillo, autor del himno nacional que habla de Chile como “copia feliz del Edén”, que le dice al país “que o la tumba serás de los libres / o el asilo contra la opresión”. Copia infeliz del infierno, más bien, el Chile que retrató Baldomero Lillo fue el país de los “proscritos del aire y de la luz”, como se lee en su cuento “Juan Fariña”. * Aunque hay quien sostiene que quizás llegó al mundo en Lebu, donde nacerían luego Gonzalo Rojas y Elvira Hernández, lo más probable es que Lillo haya nacido en la Lota carbonífera donde se crió y que años después retrataría para la posteridad. Lo cierto es que a los treinta y un años Baldomero dejó atrás las calles y pulperías de Lota y se fue a Santiago, donde se convertiría rápidamente en escritor, colaborando en periódicos y en la Universidad de Chile al tiempo que frecuentaba a autores como Federico Gana y Augusto D’Halmar. Pero tuvo una vida corta y apenas dejó, aparte de Subterra y Subsole –sus dos libros publicados en vida–, una veintena de relatos dispersos y un conato de novela inspirado en la matanza de Santa María de Iquique. Mientras su hermano, el también escritor Samuel Lillo, cuyo influjo y vigencia son infinitamente menores, lo sobrevivió treinta y cinco años, llegando incluso a obtener el Premio Nacional de Literatura en 1947, Baldomero sólo ganó un premio: el del concurso literario de la Revista Católica en 1903. Pero fue un premio clave –se lo dieron por “Juan Fariña”– pues propició la publicación al año siguiente de Subterra. * No cualquier colección de cuentos se deja leer por más de cien años. ¿Por qué a más de un siglo de su primera publicación se siguen leyendo y editando, estudiando y adaptando al cine y al teatro los cuentos que Baldomero Lillo reunió bajo el título de Subterra (originalmente ocho y años después ampliada la edición a trece por el propio autor)? ¿Por qué, pese a la extinción definitiva de ese mundo del carbón y sus alrededores que antes que nadie, y como nadie después, retrató? ¿Por qué, pese a su sobrecarga de adjetivos –una verdadera compulsión calificativa parece poseer con frecuencia a Lillo, que adjetiva muchas veces cada tres o cuatro palabras o bien redundantemente, como cuando califica una llovizna de “fina”–? ¿Por qué, si la vida de los hombres que retrata es un mundo de blancos y negros radicales, con víctimas y victimarios con poco o nulo espacio para los matices y los claroscuros? ¿Por qué, pese a la obligatoriedad de la lectura escolar de que es objeto, esa imposición que tanto daña al libro, al autor y a veces a la literatura en general? ¿Por qué, pese a todo esto, Subterra se sostiene, se reedita en colecciones populares y críticas y se lee y se sigue leyendo? ¿Por qué, en otras palabras, es un clásico? ¿Qué sitúa a estos relatos en el centro del canon cuentístico chileno (que, sin ser como el rioplatense, tiene puntos altísimos como Juan Emar, María Luisa Bombal, Mauricio Wacquez o Roberto Bolaño)? Me parece que hay tres principales motivos, uno social o histórico o cultural en sentido amplio, digamos, y dos netamente literarios: 1) la vigencia travestida y atenuada –pero vigencia al fin– del abuso como eje rector de la chilenidad; 2) la notable sagacidad narrativa del autor y 3) el carácter fundacional de su obra para la literatura chilena. La dinámica conjunción de estos tres factores explica suficientemente la centralidad de este libro que, no solamente en sentido literal, muestra a Chile desde abajo. * Muchos de los hechos, conductas y modos que Lillo narra siguen operando, aunque actualizados y atemperados, en el Chile contemporáneo. No por nada más de medio siglo después Víctor Jara les dedicaría una de sus mejores canciones justamente a los mineros del carbón, los “caras negras”, aunque lo hizo utilizando, como nunca, un estilo minimalista que está en las antípodas del de Baldomero: Voy Vengo Subo Bajo Todo para qué Nada para mí Minero soy A la mina voy A la muerte voy Minero soy Abro Saco Sudo Sangro Todo pa’l patrón Nada pa’l dolor. Otro caso elocuente, mucho más cercano en el tiempo, sería el de las condiciones en que trabajaban los 33 mineros de la San José que quedaron atrapados bajo tierra el año 2010 (si bien es cierto que hace un siglo nadie habría movido ni un tractor viejo para rescatarlos). Pero donde más clara se ve la actualidad nacional de lo retratado por Lillo es en la perennidad de ciertas figuras como la del hipócrita severo, plasmado por Lillo en ese patrón y alguacil que en “La mano pegada” se desvive por desenmascarar el ardid mendicante de un pobre viejo zarrapastroso para escarmentarlo con palizas públicas de modo de aleccionar moralmente a la población, todo mientras se solaza por haber logrado colar unas vacas tísicas en una venta de ganado al por mayor. En verdad era infrahumano el mundo que desde joven Lillo tan de cerca conoció y que en estos cuentos se dedicó a mostrar con realismo, más que sucio, carbonizado: la minería estaba dominada por patrones y mandos medios canallescos, maximizadores del rendimiento y la productividad que, amparados por una legislación laboral no sólo ciega sino derechamente permisiva, ejecutaban relaciones de aprovechamiento sistemáticas, al punto que la mina es personificada en los cuentos como un ser sádico que hace vivir a sus rehenes peor que si estuvieran presos, como se ve a las claras en “La compuerta número 12”, donde la mina es presentada como un “monstruo insaciable que arrancaba del regazo de las madres a los hijos apenas crecidos” y que “no soltaba nunca al que había cogido”. Pero consignar el dolor para la literatura no basta. Se necesita del arte que lo haga comparecer vivamente en la página. Lo que logra Lillo es justamente eso: visibilizar convincentemente; es la suya una literatura que “hace ver” en el sentido en que la poeta y crítica alemana Ingeborg Bachmann entendía dicho efecto: “La tarea del escritor no puede consistir en desmentir el dolor, borrar sus huellas y engañarnos al respecto. Por el contrario, tiene que reconocerlo y devolverlo a la realidad para que podamos ver. Ese dolor secreto nos vuelve sensibles a la experiencia, sobre todo a la de la verdad… Y esto es lo que debería logar el arte: que abriésemos los ojos en este sentido”. Desafío doblemente difícil pues se trata la carbonífera de una realidad acartonadamente cruel, casi caricaturesca; Lillo supo darse maña para transmitir vívidamente esa opresión sin límites. * Sobre esa base, el primer factor netamente literario que explica la vigencia de Subterra es, por supuesto, la gran destreza narrativa que Lillo alcanza en sus mejores cuentos: el autor perfila personajes con mucho relieve y carácter sin recurrir casi nunca a disquisiciones sicológicas, sino más bien echando mano a escenas, diálogos y gestos elocuentes. Dibuja cuadros del horror y el espanto con trazo firme y sin alargarse ni caer en excesos ni monsergas (salvo uno que otro arranque calificativo); un buen ejemplo de esta prescindencia es cuando narra el suicidio de una madre desesperada que al enterarse de la muerte de su hijo se lanza al vacío de la mina y desaparece. Y entre sus arrebatos líricos, si bien varios son harto relamidos (“las primicias de esos labios más encendidos que un manojo de claveles y más dulces que el panal de miel que elabora en las frondas la abeja silvestre”), Lillo tiene momentos de gran delicadeza visual, como la descripción que en el cuento “El pago” hace, en medio de un ambiente ominoso, de la luz de la luna que atraviesa “con la violencia de un proyectil” los nubarrones de un anochecer oscuro y ventoso. Es innegable la pericia alcanzada por Lillo en un puñado de cuentos, como el que ha de ser su texto más famoso, “El Chiflón del Diablo”, donde de alguna manera contiene –y supera– los cuentos que le anteceden en el libro respecto al trabajo minero. Pero sobre todo destaca la habilidad que demuestra en cuentos como “Juan Fariña”, subtitulado “leyenda” y que es quizá su mejor creación, donde un inolvidable espectro ciego se venga por fin de la ignominia, cosa inaudita en los personajes de Lillo, uniendo mediante un desquiciado ardid el mar con la tierra, es decir colapsando la mina para siempre. O en “El registro”, donde pasa de la narración en pasado a presente como si nada para dar cuenta de ese imperecedero flagelo nacional que es la delación, el vil sapeo. O en “El pozo”, donde el factor cursi (“… por la atmósfera cálida y sofocante resbalaba la acariciadora y rítmica sinfonía de los ósculos fogosos…”) convive con la astucia del autor, que va dosificando impecablemente el fluir de los hechos, permitiéndose incluso un amago de final feliz para darle luego paso a un muy bien consolidado remate trágico. Sorprende en Lillo la capacidad de estructurar, de la nada (es su primer libro), un conjunto de relatos de manera tan notable, con tanta solidez. Subterra no es una mera recopilación de cuentos con el común denominador temático de la minería, sino un entramado que sabe introducir, ahondar, incluso saturar con un mundo, estableciendo puntos de contacto y delicadas resonancias internas para luego introducir quiebres notables, como el que marca la irrupción del mencionado cuento “El pozo”, donde el libro literalmente sale a tierra, a tomar sol, cambiando de aire y transitando de la opresión a la vejación y, finalmente, al deseo y la venganza. Por todo lo antes dicho, da para pensar el hecho notorio de que Baldomero Lillo en la segunda edición de Subterra (la primera es de 1904; la segunda, de 1917) haya incorporado cinco cuentos (“El registro”, “La barrena”, “Era él solo…”, “La mano pegada” y “Cañuela y Petaca”) que, en general, se salen del eje temático subterráneo, del que en todo caso ya se salían dos de los originales: “Caza mayor” y “El pozo”. Suponerle dejadez o atribuirlo a una mera coyuntura editorial sería subestimar a un autor que apenas publicó dos libros y que, como queda dicho, en este primero que es Subterra lo hizo con especial cuidado por la arquitectura general y las relaciones internas. Además, entre la primera y la segunda edición de Subterra Lillo publicó Subsole, un libro mucho más dúctil para recibir cuentos como “El registro”, “La barrena” o “Cañuela y petaca” (de hecho, estos dos últimos formaron inicialmente parte de Subsole hasta que el autor los trasladó a la segunda edición de Subterra). A mi parecer, y contrario a lo pensado por críticos como Leonidas Morales, estas inclusiones enriquecen sustancialmente Subterra, aportándole luminosidad y cortocircuitos que alejan al libro de la literatura de tesis y lo hacen ganar en imprevisibilidad e incluso humor, como el proyectado por los niños Cañuela y Petaca, esas especies de Bouvard y Pecuchet de poca monta que intentan irse de caza con resultados patéticos. Y es que, si bien en la obra de Lillo prevalecen atmósferas y emociones duras y rudas (“furia, terror y cansancio” son los sentimientos dominantes, según anota Jaime Concha en el prólogo a la obra completa de Lillo publicada hace una década por Ediciones Universidad Alberto Hurtado), hay un ocasional pero fulminante humor que ensancha el sentido y la vivacidad del libro, aunque hay que decir que es en Subsole donde aparece con más fuerza, especialmente en “Inamible”, ese hilarante cuento carabineril que evoca el cine de Raúl Ruiz o de Cristián Sánchez, del mismo modo en que se viene el recuerdo de la canción “Arriba quemando el sol” de Violeta Parra cuando al leer “El Chiflón del Diablo” aparece el siguiente pasaje: “La masa humana apretada y compacta palpitaba y gemía como una res desangrada y moribunda, y arriba, por sobre la campiña inmensa, el sol, traspuesto ya el meridiano, continuaba lanzando los haces centelleantes de sus rayos tibios”. * Por último, aunque no menos importantemente, el tercer elemento que hace a este libro seguir titilando en el cielo parcialmente estrellado de la historia narrativa nacional es el estar en la base de una línea literaria que abrió una brecha –una compuerta, cabría decir– por la que habrían de transitar algunas de las voces más sólidas y singulares del país, un arco que incluye desde la novela social en cuyo centro está Nicomedes Guzmán, pasando por la narrativa inteligente y crítica de Manuel Rojas y la colérica y enérgica de Carlos Droguett, hasta llegar al presente, donde, por ejemplo, Pedro Lemebel lo ultra urbanizó y homosexualizó y Marcelo Mellado lo carnavalizó. O sea que, a juzgar por su herencia, la literatura de Baldomero Lillo no sólo se mantiene de pie sino que crece, se bifurca y amplía, proyectándose más de un siglo en distintas direcciones, como una barrena que nada ni nadie detiene y que refrenda sobradamente las palabras de quien no sólo ha sido uno de sus mejores continuadores, sino también uno de sus lectores más agudos, Carlos Droguett, que dejó dicho que Baldomero Lillo fue “el que señaló el derrotero y encontró la veta”, siendo sus cuentos “el cimiento, la capa subterránea más profunda desde la que está naciendo lentamente, tal vez demasiado lentamente, la gran literatura chilena”. Vicente Undurraga
- El derecho a precipitarse
La historia es conocida. En pleno tránsito por el mar de amplio curso, Circe le advierte a Odiseo que debe pasar de largo la isla de las Sirenas. Evitar escuchar, a toda costa, a esas mujeres-pájaro que con su “canto fascinante” hechizan a cualquier humano que se aproxima a ellas. Pero la diosa conoce al héroe aqueo y sabe que se ve siempre tentado. De ahí que divida la estrategia a seguir: le insta a poner tapones de cera en los oídos de sus compañeros, mientras a Odiseo le abre una alternativa a la altura de su astucia y necedad: “Respecto a ti mismo, si deseas escucharlas, que te sujeten abordo de tu rápida nave de pies y de manos, atándote fuerte al mástil, y que te dejen bien tensas las amarras de éste, para que puedas oír para tu placer la voz de las dos sirenas”. Deseo. Placer. Supervivencia. Odiseo repite a sus hombres las indicaciones de Circe. Reman y obedecen. Poco después, las sirenas hacen su aparición y con su bella voz llaman a Odiseo para que se detenga. El héroe cae inevitablemente seducido y ordena a señas que lo desaten. Perimides y Euríloco, bien aleccionados, se ponen de pie y lo sujetan más fuerte con la soga. Solo cuando ya han dejado atrás la isla, los navegantes se quitan la masa de los oídos y liberan a Odiseo. Si uno no se cansa de relatar esta historia es porque hay pocos momentos de poder más claros e influyentes en el inventario de Occidente que ese héroe que no está dispuesto a sacrificar su deseo y logra sobrevivir tras haber escuchado aquel mortífero canto. La metáfora clarifica. Adorno y Horkheimer toman esa peripecia como el prototipo del individualismo y la autoafirmación burguesas. Ven en el canto XII de la Odisea una alegoría de la subjetividad moderna que se mueve por el interés más irresponsable. Para escuchar el canto de las sirenas, Odiseo pone en marcha una razón instrumental que somete y utiliza a los otros para conseguir su propio fin: dominar la naturaleza a placer. En su forma de proceder ya ven dibujada la praxis del que veta el gozo de los demás y dispone de su esfuerzo para incrementar su poder. Ahí el triunfo del que puede sentirlo y contarlo todo para convertirse él mismo en mito. Mi curiosidad se inclina por los que no oyen nada. Por los que sí lo hicieron y naufragaron. La historia de los que no vencieron. En origen, el término fracasar remite a una embarcación que tropieza con un escollo hasta romperse y hacerse pedazos. El propio Homero recuerda que solo la célebre Argo había cruzado por ahí antes que Odiseo sin ver destrozados sus maderos y zarandeados los cuerpos de sus tripulantes al vaivén de las olas. En aquella expedición, Orfeo combate el canto de las sirenas con música; sube rápidamente a lo alto de la nave y toca con tal fuerza las cuerdas de su cítara que contrarresta y nulifica la voz de las sirenas. De golpe los 50 navegantes dejan de escuchar el llamado de las aves turbadoras, vuelven a sus filas y se alejan remando al ritmo de la cítara. Todos menos uno. Butes abandona su remo, se levanta y salta al mar. Orfeo y Odiseo triunfan épicamente con su ingenio y destreza, Butes no. Se ve gobernado por una tentación que está por encima de sus fuerzas. En ese argonauta que arde por escuchar se revela la verdad de los personajes secundarios. Como tantos otros vencidos —esos que a diferencia de los héroes no llegan a la otra orilla o lo hacen tarde—, Butes ha pasado desapercibido en el imaginario colectivo. Se le emparenta con los suicidas, con los imprudentes, con los derrotados. Pero basta prestar atención a su dejarse ir para fisurar el relato heroico al uso y sentir afecto por su renuncia y vulnerabilidad. Butes encarna el cuerpo que responde. Su acción no obedece al cálculo. No quiere salvarse. Da el paso. Se precipita. Pascal Quignard dedica un pequeño libro al gesto de Butes. Es todo música. Entre otras cosas, interpreta ese salto como una forma de disidencia. Sedeo, nos recuerda este escritor, remite al estar sentado. Dis-sedeo es des-sentarse. Esto importa. No sólo es que Butes deje de remar, sino que se levanta y desasocia del grupo. No está dispuesto a entregar su fuerza, mirar siempre adelante y esquivar el placer y los riesgos que presenta la vida misma. Gira la cabeza. Sigue el canto. Avanza en solitario. Sabemos poco de Butes, pero hay algo de su arrojarse al agua que conecta y resuena en cada uno de nosotros. Después de todo, eso que llamamos adultez no es más que la suma de los actos de emancipación e insolencia cometidos. Lo que uno se jugó y lo que no. No es casual que el propio Quignard, en la parte final de Butes, recuerde un episodio que vivió en Paris cuando tenía veinte años. En plena revuelta de 1968, se dirigió a la calle Miguel Ángel No 6 bis. Tocó la puerta y le comunicó a Emmanuel Lévinas su decisión de abandonar la tesis que ese filósofo le había propuesto redactar bajo su tutela. Quignard había decidido renunciar a la filosofía y dejar la universidad para volver a la música. Poco importó que Lévinas desaprobara su decisión; retomó el órgano familiar y en sus ratos libres escribió un ensayo que a la postre le abrió las puertas de la editorial Gallimard. Uno escucha el canto de las sirenas en ciertos desplantes y abandonos. Al sentir el fracaso como una tentación. Pienso, cómo evitarlo, en esa obra maestra que son los diarios de Julio Ramón Ribeyro. En los avatares de esa vida precaria, nómada, poco saludable. En su aversión a los domingos por la tarde y el compromiso a fondo perdido con la escritura. Y su placer. El 6 de noviembre de 1974 Ribeyro caminaba por las calles de París —uno lo imagina cruzándose con Quignard— rumbo a su casa en la más bien fea Place Falguière. Antes de llegar le vino a la cabeza el primer verso de su epitafio: Como barco que sale en busca de naufragio Levo las anclas cada día para hacerme a la vida No temo ni avería mar brava o mal presagio Otros antes jugaron semejante partida… Esos versos desvelan la convicción saltarina del fracaso que poco o nada tiene que ver con la eficacia. Un soplo de aire fresco en tiempos en los que el relato neoliberal ha colonizado y vulgarizado el fracaso como si se tratara de un escalón más de camino al éxito. En el que se nos asfixia con el culto a la autoayuda, al liderazgo, a la velocidad. Hablo de soltar el remo y levantar la guarida ante los profetas de la línea recta. Esos que hacen caja con nuestro cansancio y pretenden expropiarnos el derecho a errar y experimentar el placer de lo lento e inútil. A cambiar de idea. Enrique Díaz Álvarez Escritor y profesor de la UNAM. Su libro más reciente, La palabra que aparece. El testimonio como acto de supervivencia obtuvo el Premio de Ensayo Anagrama 2021. Ulysse et les sirènes - Pablo Picasso 1947
- Desenterrando la utopía
En El amanecer de todo, David Graeber y David Wengrow atacan la proposición de que hay una flecha de la historia. Las sociedades de cazadores-recolectores podían ser miserablemente jerárquicas; algunos grupos indígenas americanos, engordados con la recolección y la pesca, tenían aristócratas vanagloriosos. Las comunidades agrícolas podrían ser maravillosamente democráticas. Las sociedades podrían tener grandes obras públicas sin agricultura. Y las ciudades podrían funcionar perfectamente sin jefes ni administradores. Que la historia de nuestra especie vino por etapas fue una idea que vino por etapas. Aristóteles vio la formación de entidades políticas como un proceso tripartito: primero, tuvimos familias; luego tuvimos las aldeas en las que ellas se agruparon; y finalmente, en la fusión de esas aldeas, obtuvimos una sociedad gobernada, la polis. Los teóricos del Derecho natural ofrecieron más tarde nociones tipo fábula de cómo la política surgió del estado de naturaleza, culminando con el relato de Thomas Hobbes de mediados del siglo XVII sobre cómo el soberano rescató al hombre prepolítico de una guerra incesante de todos contra todos. Pero fue Jean-Jacques Rousseau, cien años después, quien popularizó la idea de que podíamos observar nuestra prehistoria y discernir etapas de desarrollo marcadas por cambios en la tecnología y los arreglos sociales. En su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755), los seres humanos pasaron de ser brutos solitarios a cazadores-recolectores sociables e igualitarios; pero con el surgimiento de la metalurgia y la agricultura, las cosas tomaron un giro terrible: la gente se civilizó y la humanidad se arruinó. Una vez que te encontrabas cultivando un pedazo de tierra, surgía la propiedad: el campo en el que trabajabas era tuyo. La propiedad privada condujo a la acumulación de capital, las disparidades de riqueza, la violencia, la subyugación, la esclavitud. En poco tiempo, las sociedades políticas “se multiplicaron y extendieron sobre la faz de la tierra”, escribió Rousseau, “hasta que apenas quedó un rincón del mundo en el que un hombre pudiera escapar del yugo”. Incluso las personas que rechazaron su política quedaron cautivadas por su relato de origen. En el siglo XIX se aportó un mayor rigor empírico a la historia conjetural que había desarrollado Rousseau. Un arqueólogo danés dividió la prehistoria en las Edades de Piedra, Bronce y Hierro; uno británico dividió la Edad de Piedra en el Paleolítico y el Neolítico. Para la disciplina emergente de la antropología, las etapas cruciales fueron establecidas en La sociedad primitiva (1877) por el etnólogo estadounidense Lewis Henry Morgan. Los seres humanos, concluyó, habían emergido de una fase de “salvajismo” de cazadores-recolectores a una era agrícola sedentaria “bárbara”, marcada por la domesticación de los cereales y el ganado. Las tecnologías de la agricultura avanzaron, surgió la escritura, los pueblos y ciudades gobernados se fusionaron y se estableció la civilización. El modelo de evolución social de Morgan, presagiado por Rousseau, se convirtió en la comprensión usual de cómo surgió la sociedad política. Luego vino otra etapa importante en la historia de las etapas. En la década de 1930, el arqueólogo australiano V. Gordon Childe sintetizó los hallazgos antropológicos y arqueológicos de sus predecesores: después de una era paleolítica de caza y recolección en pequeños grupos, una revolución neolítica vio el surgimiento de la agricultura (de nuevo, principalmente la cosecha de cereales y el pastoreo de rumiantes), una población en alza, el sedentarismo y, finalmente, lo que él llamó la “revolución urbana”, caracterizada por los grandes y densos asentamientos, la complejidad administrativa, las obras públicas, la jerarquía, los sistemas de escritura y los Estados. Este relato base de la evolución social ha sido refinado y revisado por estudiosos posteriores. (Un punto de énfasis reciente es que el grano, al ser almacenable y difícil de ocultar, se prestaba para ponerle impuestos). Pero se considera principalmente —como nos gusta decir en estos días— direccionalmente correcto. Creemos que habría una conexión gradual entre sembrar cereales en nuestro pasado primitivo y hacer cola en el Departamento de Vehículos Motorizados. El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad, del antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow, ataca la proposición de que hay algo así como una flecha de la historia desde los cereales a los Estados. Un modo de producción, insisten, no viene con una política predeterminada. Las sociedades de cazadores-recolectores podían ser miserablemente jerárquicas; algunos grupos indígenas americanos, engordados con la recolección y la pesca, tenían aristócratas vanagloriosos, relaciones de dominio y esclavitud. Las comunidades agrícolas podrían ser maravillosamente democráticas. Las sociedades podrían tener grandes obras públicas sin agricultura. Y las ciudades —este es un punto crítico para Graeber y Wengrow— podrían funcionar perfectamente sin jefes ni administradores. Ellos elocuentemente previenen en contra de asumir que lo que sucedió tenía que suceder: en particular, que una vez que los seres humanos inventaran la agricultura, sus descendientes estaban obligados a ser súbditos del Estado. Hemos sido persuadidos de que las comunidades a gran escala requieren que algunas personas den órdenes y otras las sigan. Pero eso es solamente porque los Estados, que asfixian al mundo como un evento tóxico transportado por el aire, se han promocionado a sí mismos como un desarrollo natural e inevitable. (Graeber, quien murió el año 2020 a los cincuenta y nueve años, fue, entre otras cosas, un teórico, defensor y activista anarquista). Tanto Hobbes como Rousseau, se argumenta en El amanecer de todo, nos han desviado gravemente. Ahora, si a uno no le gustan los Estados, naturalmente le irritará la afirmación neohobbesiana, hecha en libros como Los ángeles que llevamos dentro (2011), de Steven Pinker, de que somos más nobles —menos propensos a la violencia y generalmente más agradables— cuando nos sometemos a la autoridad centralizada, con sus interminables reglas y restricciones burocráticas. Sin embargo, los neo-rousseauianos no son una gran mejora, según el relato de Graeber y Wengrow, porque representan el pecado de la desesperación. Está todo bien con que el antropólogo Marshall Sahlins (profesor guía en el doctorado de Graeber en la Universidad de Chicago) haya hablado de la superioridad —moral y hedónica— del estilo de vida cazador-recolector respecto al nuestro, o que Jared Diamond haya dicho, por razones similares, que la revolución agrícola fue un terrible error. El hecho es que nuestro planeta no puede sustentar a 7.700 millones de personas con la caza y la recolección: no hay vuelta atrás cuando se trata del desarrollo de la agricultura. Si el cultivo de cereales lleva a la instauración de los gobiernos —si implica nuestra sumisión al poder estatal— no hay mucho que hacer; nos queda ver videos de YouTube del feliz pueblo !Kung, en el desierto del Kalahari, y suspirar sobre nuestra taza de café de comercio justo. Graeber y Wengrow rechazan ese pesimismo paralizante. Creen que el evolucionismo social es una estafa, cuyo objetivo es hacernos pensar que no tuvimos más remedio que renunciar a nuestra libertad por la comida y que los Estados que encontramos en todas partes son el resultado inexorable de desarrollos de hace diez o doce mil años. El giro hobbesiano conduce al triunfalismo terco; el giro rousseauniano conduce al derrotismo quejumbroso. En opinión de ellos, deberíamos renunciar a ambos y rechazar la inevitabilidad de los Estados. Tal vez la historia no proporcione ningún contraejemplo edificante: comunidades duraderas, a gran escala, autónomas y no dominantes sostenidas por la ayuda mutua y la igualdad social. Sin embargo, argumentan Graeber y Wengrow, nuestra prehistoria sí lo hace. Para imaginar un futuro en el que seamos verdaderamente libres, sugieren, debemos comprender la realidad de nuestro pasado neolítico, para ver lo que casi fue nuestro. El amanecer de todo, repleto como está de minucias arqueológicas y etnográficas, es una lectura extrañamente apasionante. Graeber, que hizo su trabajo de campo en Madagascar, era bien conocido por su ingenio cáustico y su prosa enérgica, y Wengrow también se ha establecido no solamente como un consumado arqueólogo que trabaja en el Medio Oriente, sino también como un escritor de tanto talento como brío. Un volumen de macrohistoria —incluso de anti-macrohistoria— necesita aterrizar sus puntos de vista con cierta regularidad, y Graeber y Wengrow no son reacios a repetirse. Pero, en la mayor parte del libro, transmiten una sensación de reto e incluso de suspenso. Esta es una prosa a la que es fácil rendirse. Pero, ¿debemos rendirnos a sus argumentos? Una cuestión es cuán persuasiva encontramos la historia intelectual del libro, que se desarrolla principalmente desde los comienzos de la Ilustración hasta los macrohistoriadores de hoy y cuenta cómo las verdades consiguientes acerca de los arreglos sociales alternativos se ocultaron de la vista. Otra cuestión es cuán persuasiva encontramos la prehistoria según el libro, en particular su desfile de comunidades neolíticas a gran escala que, según sospechan Graeber y Wengrow, eran autónomas y no dominantes. En ambas escalas de tiempo, El amanecer de todo es jubilosamente provocativo. Entre sus afirmaciones más llamativas se encuentra que los intelectuales europeos no tenían un concepto de desigualdad social antes del siglo XVII porque el concepto fue, efectivamente, una importación del Nuevo Mundo. Las voces indígenas, particularmente de los bosques del este de América del Norte, ayudaron a ilustrar a los pensadores de la Ilustración. Graeber y Wengrow se centran en un diálogo que el barón de Lahontan, que había servido en el ejército francés en América del Norte, publicó en 1703, aparentemente reproduciendo conversaciones que tuvo durante su estancia en el Nuevo Mundo con un interlocutor wyandot (hurón) al que llamó “Adario”, teniendo como base un espléndido estadista wyandot conocido como Kondiaronk. Graeber y Wengrow dicen que Kandiaronk, en su oposición al dogma, la dominación y la desigualdad, encarnó lo que ellos llaman “la crítica indígena”. Y era inmensamente poderosa: “Para el público europeo, la crítica indígena tuvo que resultar una sorpresa, una revelación de posibilidades de emancipación humana que, una vez conocida, no podía ignorarse”. Los historiadores de la corriente dominante, como Richard White, parecen inclinados a pensar que la voz de Adario es en parte de Kondiaronk y en parte de Lahontan. Graeber y Wengrow, por el contrario, sostienen que (permitiendo algún ebellecimien) Adario y Kondiaronk eran la misma persona. No tiene importancia, dicen, que las afirmaciones de Adario de que su pueblo no tenía ningún concepto de propiedad, desigualdad ni leyes simplemente no fueran (como ellos reconocen) verdad para los wyandot. Tampoco se da importancia al hecho de que Adario comparte el deísmo anticlerical de Lahontan, expresa críticas específicas de la teología cristiana asociada con Pierre Bayle y otros philosophes tempranos, y ofrece una crítica sorprendentemente detallada de los abusos del Poder Judicial francés. Si el diálogo no presenta argumentos conceptualmente novedosos, eso es lo que cabe esperar; después de todo, dicen Graeber y Wengrow, “hay un número limitado de argumentos lógicos que uno puede plantear, y la gente inteligente, en circunstancias similares, responderá con enfoques retóricos similares”. Tal vez sea así. Con todo, nuestra comprensión de la crítica indígena se habría fortalecido si los autores hubieran tratado de determinar qué era y no era, para su época, distintivo en este diálogo. Pero entonces habrían tenido que descartar la tesis de que los europeos, antes de la Ilustración, carecían del concepto de desigualdad social. Esta afirmación está claramente fuera de lugar. Basta mirar hacia el sur y se encontrará que Francisco de Vitoria (circa 1486-1546), como otros de la Escuela de Salamanca, tenía mucho que decir sobre la desigualdad social; y él, a su vez, podría citar a eminencias como Gregorio Magno, quien en el siglo VI insistía en que todos los hombres eran iguales por naturaleza, y que “querer ser temido por un igual es enseñorearse de los demás, contrariamente al orden natural”. O mirar hacia el norte y se encontrará al radical alemán Thomas Müntzer en 1525 incitando a la Gran Revuelta de los Campesinos: “Ayúdanos en todo lo que puedas, con hombres y con cañones, para que podamos cumplir los mandatos del mismo Dios en Ezequiel 14, donde dice: ‘Os libraré de los que se enseñorean de vosotros con tiranía…’”. Una oposición vehemente a la dominación y a la desigualdad social fue ciertamente parte de la Reforma radical. Consideremos la teoría y la práctica, en el mismo período, de grupos anabaptistas como los huteritas, entre los cuales la propiedad privada fue reemplazada por la “comunidad de bienes” y posiciones de autoridad sujetas a elección. Curiosamente, Graeber y Wengrow incluso se apresuran a pasar por alto el famoso ensayo de Montaigne de 1580 que retoma un episodio en el que los exploradores trajeron tres tupinambás de América del Sur a la Corte francesa. Los tupinambás se maravillaron de que la gente de la Corte se sometiera a la obediencia de un pequeño rey Carlos IX en lugar de a alguien que eligieran entre sus propias filas. Se maravillaron aún más, escribe Montaigne, de que “había hombres llenos y ahítos de toda suerte de bienes” mientras que otros “mendigaban a sus puertas, demacrados por el hambre y la pobreza”. Los tupinambás se maravillaron de que estos desdichados “pudieran soportar una injusticia así sin coger a los otros por el cuello o prender fuego a sus casas”. Es como si Graeber y Wengrow temieran que esta crítica indígena restara valor al sistema que asocian con Kondiaronk. David Graeber y David Wengrow, autores de El amanecer de todo ¿Qué pasa con su posicionamiento ante Rousseau? Siguiendo a Émile Durkheim y otros, insisten en que su historia de cómo las cosas se pusieron mal nunca tuvo un significado literal; fue simplemente un experimento mental. Es cierto que el Discurso tiene una frase en ese sentido: “No hay que tomar por verdades históricas las investigaciones que puedan emprenderse sobre este asunto, sino solamente por razonamientos hipotéticos y condicionales, más adecuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero origen”. Pero interpretaciones más plausibles —en particular la ofrecida por el historiador intelectual A.O. Lovejoy— toman ese descargo de responsabilidad como una precaución de publicación, o lo que Lovejoy llama “el usual pararrayos contra los rayos eclesiásticos”. El relato es simplemente demasiado detallado (la metalurgia, según la hipótesis de Rousseau, surgió de la observación de lava volcánica) como para pensar que no estaba hablando en serio al respecto. Luego, Graeber y Wengrow repiten la conocida línea de que Rousseau pensaba que todo estaba bien hasta que surgió el Estado, mientras que Hobbes pensaba que hasta entonces todo estaba perdido. Es por eso que dicen que la versión de la historia humana de Rousseau, al igual que la de Hobbes, tiene “terribles implicaciones políticas”: si los graneros inevitablemente significan gobiernos, “lo mejor a lo que podemos aspirar es a ajustar el tamaño de la bota que tendremos siempre sobre el cuello”. Sin embargo, esas implicaciones no se siguen. De hecho, Graeber y Wengrow han pasado por alto el hecho de que Rousseau y Hobbes estaban de acuerdo en un punto crítico: en el período que precedió directamente al surgimiento del Estado, las cosas eran horribles. Donde Hobbes hablaba de un bellum omnium contra omnes, Rousseau invocaba una “negra inclinación a dañarse unos a otros”. Se podría decir que Rousseau comienza su historia antes que Hobbes (Lovejoy contó atentamente cuatro etapas que preceden a la sociedad política en el Discurso, aunque se podrían trazar las líneas de forma ligeramente diferente); pero los dos terminan en el mismo lugar. El problema que identificó Rousseau es que los ricos nos vendieron un pacto social amañado que aseguró sus intereses a expensas de nuestra libertad. Y la solución no era volver a los días felices del forrajeo y la caza, sino elaborar un mejor pacto social. La afirmación más significativa de Graeber y Wengrow, en el campo de la historia intelectual, es que “nuestra deficiente metanarración histórica acerca del ambivalente progreso de la civilización humana”, en realidad “se inventó en gran medida para neutralizar la amenaza de la crítica indígena” —que esas etapas desde los graneros a los gobiernos representaron una “reacción conservadora” contra las voces de la libertad. Fueron diseñadas para persuadirnos de que no podemos prescindir de la obediencia a la autoridad centralizada y que debemos hacer lo que se nos dice. Dejemos de lado la desconcertante inferencia de que el Discurso sobre la desigualdad de Rousseau, en este relato, al mismo tiempo promulgó la crítica indígena y la sofocó. Cuando miramos a destacados evolucionistas sociales, ¿encontramos apologistas de la autoridad centralizada? Más bien lo contrario. “La centralización es la tendencia y el resultado de las instituciones de gobiernos arbitrarios y despóticos”, sostuvo Lewis Henry Morgan en su conferencia de 1852 “La difusión contra la centralización”, denunciando un orden político en el que “la propiedad es el fin y el objetivo”. En La sociedad primitiva, Morgan pretendía revitalizar, no neutralizar, una política de emancipación. “La democracia en el gobierno, la fraternidad en la sociedad, la igualdad de derechos y privilegios y la educación universal presagian el próximo plano superior de la sociedad”, escribió. El esquema tripartito de Morgan fue revisado en Teoría de la clase ociosa (1899) de Thorstein Veblen. Los salvajes pacíficos y productivos, según cuenta Veblen, dieron paso a bárbaros más depredadores y menos productivos; el surgimiento de los derechos de propiedad y el poder estatal es esencialmente una consecuencia del patriarcado. Pero Veblen era hostil al determinismo del tipo que encontró en Marx. Lo que favorecía no era rendirse al statu quo, sino una versión no estatal del socialismo, que algunos estudiosos han llamado anarquismo. V. Gordon Childe, por su parte, era un socialista con tendencias sindicalistas que tenía esperanzas en arreglos políticos radicalmente diferentes. A mediados del siglo XX, cuando el evolucionismo social cayó en desgracia entre los antropólogos, su defensor más vigoroso en la disciplina fue Leslie A. White. Y White —quien fue profesor de Sahlins, quien fue profesor de Graeber— era un socialista receloso del estatismo. Quizá la interpretación reciente más notable de la historia desde los cereales a los Estados aparece, con elaboraciones novedosas, en Contra el Estado, de James C. Scott, quien también es el autor de Elogio del anarquismo. Si esta metanarración se construyó con el propósito de reconciliarnos con un statu quo empobrecido, es curioso que sus máximos exponentes abogaran por la transformación política. Graeber y Wengrow podrían estar completamente equivocados en su historia intelectual, por supuesto, y completamente en lo correcto acerca de nuestro pasado neolítico. Sin embargo, su modo de argumentación se apoya en gran medida en algunas estrategias retóricas. Una es la falacia de la bifurcación, en la que se nos presenta una elección falsa entre dos alternativas mutuamente excluyentes. (O Adario es Kondiaronk o Kondiaronk no tiene presencia en el diálogo de Lahontan). La otra es lo que a veces se llama la “falacia de la falacia”: debido a que se plantea un mal argumento para una conclusión, la conclusión debe ser falsa; o porque se ha hecho un mal argumento en contra de una conclusión, la conclusión debe ser verdadera. Y que la ausencia de evidencia sirve rutinariamente como evidencia de ausencia. A través de una curiosa alquimia retórica, el argumento de que una afirmación no es imposible se transmuta en un argumento de que la afirmación es verdadera. Graeber y Wengrow tienden a introducir una conjetura con las calificaciones requeridas, que luego se desmoronan, como un andamiaje una vez que se ha erigido un edificio. Hablando del asentamiento mesopotámico de Uruk, advierten que cualquier cosa que se diga sobre su gobierno es especulación; solamente podemos decir que no tuvo monarquía. La ausencia de una corte real es consistente con todo tipo de arreglos políticos, incluido el gobierno de un grupo de familias de alto poder, de una élite administrativa, militar o sacerdotal, de caudillos de barrio y jefes de consejo cambiantes, etc. Sin embargo, cien páginas después, la falacia de la bifurcación entra en vigor: hay un jefe real o no hay jefes, y estamos seguros de que Uruk disfrutó de “al menos siete siglos de autogobierno colectivo”. Una simple conjetura de “¿y si fuera?” se ha desviado y regresado en el traje de tres piezas de un hecho establecido. Se presenta una lasitud similar cuando visitamos los megayacimientos de Tripilia (4100-3300 a. C.) en la estepa forestal de Ucrania. La mayor de estas áreas de asentamiento, Talianki, se extiende sobre 1.3 millas cuadradas, los arqueólogos han descubierto más de mil casas allí, y Graeber y Wengrow nos dicen que la población por sitio era, en algunos casos, probablemente más de 10.000 residentes. “¿Por qué dudamos en dignificar lugares así con el nombre de ciudad?", se preguntan. Debido a que no ven evidencia de administración centralizada, declaran que es “la prueba de que una organización muy igualitaria ha sido posible a escala urbana”. ¿Prueba? Un arqueólogo en el que se basan ampliamente para su relato, John Chapman, indica que el recuento de personas que invocan Graeber y Wengrow se basa en un desacreditado “modelo maximalista”. Él sospecha que esas mil casas no estaban ocupadas al mismo tiempo. Basándose en al menos nueve líneas de evidencia independiente, concluye que estos asentamientos no se parecían en nada a las ciudades. De hecho, piensa que un lugar como Talianski puede haber sido menos un pueblo que un sitio de festival, menos Birmingham que Burning Man, el evento del “hombre en llamas” de Nevada. Un lector que haga la arqueología de sillón de excavar a través de las notas finales, se encontrará repetidamente con este tipo de discordancia entre lo que dice el libro y lo que dicen sus fuentes. ¿Estaba Mohenjo Daro —un asentamiento que data de alrededor del 2600 a. C., en un lado del río Indo en la provincia de Sindh en Pakistán— libre de jerarquía y administración? “Con el tiempo, los expertos han acabado acordando que no hay pruebas de sacerdotes-reyes, nobleza guerrera ni nada que podamos reconocer como Estado en la civilización urbana del valle del Indo”, escriben Graeber y Wengrow, y citan investigaciones del arqueólogo Jonathan Mark Kenoyer. Pero Kenoyer concluyó que Mohenjo Daro probablemente fue gobernado como una ciudad-Estado; señala, por ejemplo, que se encuentran sellos con un motivo de unicornio en los asentamientos del Indo e infiere que pueden haber sido utilizados por funcionarios "que eran responsables de reforzar los aspectos económicos, políticos e ideológicos de la élite gobernante del Indo". ¿Por qué dudamos en dignificar (o denigrar) lugares así con el nombre de Estado? Luego está el yacimiento de Mashkan-shapir en Irak, que floreció hace cuatro mil años. “Una intensa prospección arqueológica”, se nos dice, “reveló una distribución de la riqueza, de la producción artesana y de herramientas administrativas llamativamente regular” y “sin un centro de poder económico o político evidente”. Aquí están resumiendo un artículo de los arqueólogos que excavaron el sitio, un artículo que en realidad se refiere a las disparidades de la riqueza de los hogares y un “recinto amurallado en el Oeste, que creemos que era un centro administrativo”, y los arqueólogos piensan, puede haber tenido una función administrativa similar a la de los palacios en otros lugares. El artículo dice que los centros comerciales y administrativos de Mashkan-shapir estaban separados; cuando Graeber y Wengrow presentan esto como la afirmación de que puede haber carecido de un centro comercial o político, es como si se hubiera pasado un cepillo de pelo a través de evidencia enredada para que se alineara con su tesis. Ellos gastan mucho tiempo en Çatalhöyük, una antigua ciudad o protociudad de Anatolia que se asentó por primera vez hace unos nueve mil años. Afirman que el registro arqueológico no arroja evidencia de que el lugar tuviera una autoridad central, pero sí una amplia evidencia de que se reconocía y honraba el papel de la mujer. El hecho de que se hayan encontrado más figurillas que representen a mujeres que a hombres indica, ellos aventuran, “una nueva conciencia del estatus femenino, con toda seguridad basada en sus logros a la hora de unir estas nuevas formas de sociedad”. Lo que ellos no dicen es que la gran mayoría de las figurillas son de animales, incluyendo ovejas, vacas y cerdos; entonces, es posible ser menos optimista de si las figurillas de mujeres establecen el empoderamiento femenino. Es posible que aún uno se encuentre persuadido de que una preponderancia de mujeres desnudas entre las representaciones de cuerpos humanos con género es, como piensan Graeber y Wengrow, evidencia de una sociedad ginocéntrica. Solamente hay que prepararse para ser flexible: cuando discutan la cultura de la Edad de Bronce de la Creta minoica, el hecho de que solemente los hombres estén representados desnudos se tomará como evidencia de una sociedad ginocéntrica. Luego está el hecho de que el 95 por ciento de Çatalhöyük ni siquiera ha sido excavada; cualquier afirmación radical sobre su estructura social está destinada a ser rehén de la fortuna de la excavación. Y así sigue, mientras, jugando al luche, nos abrimos paso por el planeta. Si, una generación atrás, un historiador del arte propuso que Teotihuacan era un “experimento utópico en la vida urbana”, no escucharemos mucho sobre los murales de reflexiones y los argumentos presentados por todos los arqueólogos que desde entonces han llegado a conclusiones bastante diferentes. La vista que se nos ofrece es emocionante, pero como evidencia gana claridad a través de la filtración. Dos verdades a medias, ¡ay!, no hacen una verdad, y tampoco lo hacen mil. De la primera sumisión del hombre: El amanecer de todo tiene mucho interesante que decir sobre la naturaleza del Estado. Pero si se lo toma como una prueba de estrés de la prehistoria convencional, se descubrirá que sus objetivos y sus logros no están del todo alineados. De hecho, cuando el polvo, o los dardos, se han asentado, encontramos que Graeber y Wengrow no tienen mayores problemas con la “metanarración histórica estándar”, al menos en sus repeticiones más cautelosas. “Existen, ciertamente, tendencias en la historia”, conceden, y las versiones más reputadas del relato estándar no se refieren a reglas inexorables, sino, precisamente, a tendencias: un desarrollo crea condiciones que son propicias para otro. Después de la agricultura vinieron asentamientos más densos, ciudades, gobiernos. “A largo plazo”, admiten, “la nuestra es una especie que ha acabado esclavizada por sus cultivos: trigo, arroz, mijo y maíz alimentan al mundo, y es difícil imaginar la vida moderna sin ellos”. No discuten que las sociedades de recolectores, con fascinantes excepciones, tienden a tener menos acumulación de capital y desigualdad que las sociedades agrícolas sedentarias. Están enfáticamente de acuerdo con muchos evolucionistas de los últimos dos siglos en que “algo fue terriblemente mal en la historia de la humanidad”. Al mismo tiempo, una idea absolutamente plausible fluye a través de El amanecer de todo. Los seres humanos están desgarrados por impulsos realistas y regicidas; somos propensos a erigir jerarquías y propensos a derrocarlas. Podemos ser profundamente crueles y profundamente cariñosos. “Los principios básicos del anarquismo —autoorganización, asociación voluntaria, ayuda mutua— se refieren a formas de comportamiento humano que se consideraba habían formado parte de la humanidad desde sus inicios”, escribió Graeber sobre los pensadores anarquistas del siglo XIX en sus Fragmentos de antropología anarquista (2004). “Lo mismo se puede decir de su rechazo del Estado y de todas las formas de violencia estructural, desigualdad o dominio”. El amanecer de todo puede leerse como un esfuerzo por construir la tesis de “la humanidad desde sus inicios”. Deberíamos aceptar fácilmente que los seres humanos rutinariamente se resisten a ser dominados, incluso si rutinariamente buscan dominar; que la autoorganización, la asociación voluntaria y la ayuda mutua son fuerzas vitales en nuestra historia social. Es solamente que Graeber y Wengrow no se contentan con plantear esos puntos: quieren establecer la existencia de asentamientos grandes, densos, similares a ciudades, libres de gobernantes o reglas; y, cuando los humos de la conjetura se disipan, nos quedamos sin un solo ejemplo inequívoco. Cualesquiera que sean sus deficiencias empíricas, el libro debe considerarse un éxito imaginativo. El Capital de Marx llegó con un edificio de conjeturas prehistóricas e históricas; los principios básicos del marxismo no se sostienen ni caen con él. El amanecer de todo también tiene un argumento que es independiente de todos los trozos de cerámica y todas las notas de campo. En una era en la que la crítica social procede en gran medida en nombre de la igualdad, argumenta, a la manera de una profecía social optimista, que nuestra principal preocupación debería ser, en cambio, la libertad, que resume como las libertades de movimiento, de desobediencia, de reordenamiento de los lazos sociales”. Hay que decir que Graeber, en libros como La utopía de las normas (2015) y Trabajos de mierda (2018), fue exactamente ese profeta social: satírico, bufonesco, apasionante. Es imposible no lamentar la pérdida de esa voz. Su visión es de particular importancia porque no encaja fácilmente dentro de las posiciones políticas habituales de nuestra era. Lo que los lectores de El amanecer de todo no deben pasar por alto es que el tipo de desigualdad que más nos preocupa hoy a sus autores solamente les preocupa en la medida en que choca con la libertad. En su esencia es una propuesta fascinante sobre los valores humanos, sobre la naturaleza de una existencia buena y justa. Y así podemos abordar este libro de manera provechosa teniendo en mente el descargo de responsabilidad de Rousseau: “No hay que tomar por verdades históricas las investigaciones que puedan emprenderse sobre este asunto, sino solamente por razonamientos hipotéticos y condicionales, más adecuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero origen”. Sí, se pueden presentar muchos argumentos en contra de la visión anarquista de Graeber y Wengrow; algunos también funcionan como argumentos en contra de los libertarios. (Nótese, por ejemplo, la naturaleza paradójica de la “libertad para desobedecer”: no podemos ser mandados —y por lo tanto no podemos desobedecer mandatos— sin instituciones que autoricen el mando.) Pero estos son, precisamente, argumentos; pueden estar equivocados, en parte o en su totalidad. Deben sopesarse, evaluarse, probarse y tal vez modificarse frente a los contraargumentos. Y el peor argumento que se puede hacer contra el anarquismo —contra una forma de gobierno sin política— es que aún no lo hemos visto en funcionamiento. “Si la teoría y la práctica anarquista no pueden seguir el ritmo, y mucho menos ir más allá, de los cambios históricos que han alterado todo el panorama social, cultural y moral”, escribió el eminente anarquista Murray Bookchin hace tres décadas, “todo el movimiento terminará convirtiéndose en lo que Theodor Adorno lo denominó: un ‘fantasma’”. Vivimos en la era de la Web, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la inteligencia artificial y una crisis climática. No necesitamos escudriñar nuestro pasado prehistórico para decidir qué pensar sobre estas cosas. “Por favor, señor MacQuedy, ¿cómo es que todos los caballeros de su nación comienzan todo lo que escriben con la ‘infancia de la sociedad’?”, pregunta un reverendo epicúreo a un economista político en la novela Crotchet Castle (1831) de Thomas Love Peacock. Este hábito, tan arraigado en esa época, ha persistido a través de la nuestra. El amanecer de todo a veces me recuerda el best-seller internacional de Riane Eisler de 1987, El cáliz y la espada. Eisler, recorriendo a través del Neolítico, vio que el modelo de “sociedad” favorable a las mujeres de “gilania”, que alguna vez prevaleció, fue suplantado, en etapas, por el modelo “dominador” de la “androcracia”. Al igual que Graeber y Wengrow, ella tenía una profunda antipatía hacia la dominación; como ellos, abrigaba una visión de libertad y cuidado mutuo; como ellos, pensó que la vislumbraba en la Creta minoica. Pero el argumento moral aquí no depende de si creemos que la gilania estuvo alguna vez muy extendida: un pedigrí antiguo no hace que el patriarcado sea correcto. Los profetas sociales, incluidos los de la tradición anarquista —desde Piotr Kropotkin y Emma Goldman hasta Paul Goodman y David Graeber— hacen la contribución vital de ampliar nuestra imaginación social y política. De cara al futuro, podemos realizar nuestros propios experimentos de vida. Podemos idear las etapas que nos gustaría ver. Eso es lo que llegó a pensar Rousseau. Cuando publicó El contrato social (1762), había abandonado la noción de que el argumento político necesitaba estar respaldado por alguna utopía primordial. “Lejos de pensar que no hay ya virtud ni felicidad para nosotros”, argumentó, “esforcémonos por sacar del mismo mal el remedio que debe curarlo” —reorganicemos la sociedad, es decir, a través de un mejor pacto social. No importa el amanecer, nos instaba: no encontraremos nuestro futuro en nuestro pasado. Artículo aparecido en New York Review of Books 16-12 (2021). Se traduce con autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia Ficha El amanecer de todo David Graeber y David Wengrow Trad. J. Andreano, Editorial Ariel, Barcelona, 2022, 842 pp., $29.900.
- Hogares Adentro
Este podcast se construye en base a los resultados del proyecto de investigación fondecyt regular 1190150 “Infancia Institucionalizada y vida cotidiana de la niñez en las residencias de protección de Santiago de Chile (1979-2000)” dirigido por la investigadora Patricia Castillo Gallardo. Escucha aquí todos los episodios > HOGARES ADENTRO
- La realidad de los muertos
Fotografía de Patricio Salinas, de su libro Atacama. Geometría de un cautiverio (Saposcat). Me pillo subrayando nombres en una novela para luego buscarlos (sé que no lo haré, pero me gusta engañar a mis manías) y ver si corresponden a personas reales. Dejo a medio camino la raya que estoy haciendo, la interrumpo, me interrumpo, porque me pregunto si realmente quiero saber si son nombres reales o no, si son representaciones o son del todo invenciones. Si las personas o personajes nombrados realmente existieron. Antes de esa pregunta ya había buscado el nombre del protagonista, que en el libro es un musicólogo y orientalista; lo busqué porque supuse que era real, como lo son otros personajes de la novela, y me encontré, bajo ese nombre, con un jerarca nazi, compañero de Hitler, que no fue musicólogo ni orientalista, al menos según me informa internet. ¿Será el personaje del libro una versión de él? ¿Por qué eligió el autor ese nombre? Apenas llevo un tercio de la novela, quizás al avanzar la historia encuentre alguna respuesta. Sin embargo, ¿tiene sentido preguntar si ese nazi real será también, versionado, el personaje del libro? ¿Tiene sentido preguntar si el personaje de una novela es real, incluso si comparte al pie de la letra la biografía de una persona real? Esto de la representación y la realidad de los nombres se me había aparecido ya a propósito de otra novela, una sobre un boxeador chileno, que leí justo antes que la del musicólogo. La novela del boxeador es Muriendo por la dulce patria mía, de Roberto Castillo, que hace ficción con la vida del iquiqueño Arturo Godoy, el peso pesado que peleó el título mundial de boxeo, dos veces, con Joe Louis, el bombardero de Detroit. La otra historia, la del musicólogo, es Brújula, de Mathias Enard, protagonizada por el austriaco Franz Ritter. Cuando terminaba de leer el libro de Castillo, antes de empezar el de Enard, antes de los subrayados de nombres, quedé perplejo al descubrir que la historia de Gabriel Meredith, uno de los protagonistas, su final, es la que cuenta —vive— el fotógrafo Patricio Salinas en su libro Atacama. Geometría de un cautiverio; la misma historia que me había contado y que le había oído contar a otros. Aunque tampoco me consta que sea la misma historia, pero coinciden, coincidieron, la realidad y la representación confluyeron en ese momento, hacia el final de Muriendo por la dulce patria mía; la representación se me hizo realidad. Tras el golpe de Estado (¿cuántas historias comienzan “tras el golpe de Estado”?), en noviembre de 1973, Patricio Salinas fue llevado junto a quinientos prisioneros al abandonado campamento salitrero Chacabuco, en el desierto de Atacama; el lugar había sido reconvertido en campo de detención por la naciente dictadura chilena. Salinas era el prisionero número 32, pasó ahí un año, fue trasladado a otros campos de prisioneros y luego fue expulsado de Chile. Regresó al país en 1985, viajó a Atacama, a Chacabuco; lo hizo muchas veces entre 1985 y 2009. En noviembre de 2020 publicó Atacama. Geometría de un cautiverio, un ensayo visual que, en textos y fotos, hace memoria de esos desiertos. En una entrevista que dio en 1989, todavía en dictadura, Nissim Sharim cuenta la vez en que Roberto Parada, en plena función del Ictus, se enteró del asesinato de su hijo, José Manuel Parada, y a pesar de eso decidió seguir con la obra. Él hacía de un padre que tenía un hijo preso: “Las palabras que se decían en la obra”, recuerda Sharim, “ya no se sabía si eran de la obra o eran de la realidad [...] Roberto me hablaba a mí y parecía que estuviera hablándole a su hijo. Y yo nunca como en aquella época, pude darme cuenta de la distancia absolutamente efímera que hay entre la realidad y la ficción”. También dice Sharim: “Cuando el Ictus insiste en la temática de los Derechos Humanos [...] es porque nuestro corazón está profundamente herido”. Sharim plantea dos asuntos que, creo, también están presentes en el trabajo de Patricio Salinas: el primero es el de los límites entre realidad y representación o, dicho de otro modo, ese punto o momento cuando el arte excede la mera representación y se transforma en realidad o te transporta a la realidad. El segundo tema es el de las heridas abiertas como motor del arte, de la representación; el tema de las heridas o quizás de las ruinas pasadas y de cómo se puede crear a partir de ellas. El libro anterior de Salinas, Los últimos días de Walter Benjamin, también muestra ruinas: sigue los pasos hacia la muerte del filósofo que dijo que en las ruinas viven las posibilidades de nuevos mundos, y que todo documento de civilización es también un documento de barbarie. ¿Por qué Salinas regresó a Chabuco, a Atacama, más de una vez? ¿Y por qué quiso fotografiarlo o representarlo, documentarlo? En Atacama, en el texto y en las fotografías, hay al menos tres historias, tres momentos distintos pero superpuestos: la historia del desierto, de esa inmensidad despoblada de la que habla Manuel Vicuña en uno de los ensayos que introduce el libro; la historia de la salitrera Chacabuco, de la llegada, luchas y retirada del capital y el trabajo; y la historia del campo de prisioneros y de Salinas allí. Y entonces, pienso, Atacama. Geometría de un cautiverio es y no es la historia del desierto, es y no es la historia de una salitrera y, también, es y no es la historia de un campo de prisioneros. Está eso, todo eso, pero hay algo más, quizás la ruinas, no sé. ¿Qué historia cuentan estas fotos? A propósito del subtítulo, “Geometría de un cautiverio”, podríamos hablar de la manera en que trabaja Salinas. Cuenta él que durante su año como prisionero en Chacabuco se dedicó a hacer estadísticas, a perfilar en números a las personas y el lugar (Salinas estudiaba sociología en la Universidad de Concepción). Hay algo geométrico o ingenieril en ese gesto, en ese perfilamiento; ingenieril en el sentido de intuitivo, imaginativo, como si Salinas quisiera captar ese mundo en una forma o imagen simple. Y eso lo hace antes, muchísimo antes de transformarse en fotógrafo. Captar, primero en estadísticas, luego en fotografías. Documentar. Las fotos de Salinas, y en realidad todas las fotos, se podrían entender como un intento de captar un mundo en una sola forma, en un solo encuadre. Y entonces, puede preguntar uno, ¿cómo se aproxima Salinas a los lugares que va a fotografiar, cómo se prepara? ¿Se prepara? El relato que escribe Salinas, el de su paso por Chacabuco, sin dejar de ser crudo, emotivo, o quizás por lo mismo, tiene momentos en que parece un informe, con datos, cifras y hechos que se yuxtaponen. Incluso cuando cuenta la muerte de un amigo, un amigo que de algún modo es un padre; esa historia simplemente pasa, Salinas se contiene. ¿Le sale así o es algo que hace conscientemente? No sé si tenga que ver con esa contención, pero insiste Salinas en el libro, y se lo he escuchado varias veces, en que él no vuelve a Chacabuco ni hace este libro como víctima. Es casi una advertencia, quizás una reivindicación. ¿Por qué? ¿Por qué toma esa precaución? En sus varios viajes a Chacabuco, Salinas recogió objetos —documentos, incluidos algunos que dejó allí durante ese año como prisionero, esas notas que hizo el estudiante de sociología—, sacó fotos, del desierto, de las ruinas. Compuso con eso una historia y la convirtió en un libro, en un volumen, en Atacama. Geometría de un cautiverio; realidad y representación. Y entonces también podemos preguntarnos: ¿volverá Patricio Salinas a Chacabuco? Vuelvo yo al subrayado de nombres en Brújula: Franz Ritter. Lo busqué y leí en Wikipedia que fue “uno de los primeros miembros del NSDAP, colaborador financiero de Adolf Hitler y feroz perseguidor de comunistas alemanes”. Y vuelvo también a Muriendo por la dulce patria mía, donde leí esto: “La señora «O» no tenía cómo saber que en el momento en que ella escribía Gabriel Meredith ya estaba en el campamento de prisioneros instalado en las ruinas de la antigua oficina salitrera de Chacabuco. Allí, con cincuenta y dos años, Gabriel burló la vigilancia de sus guardias, encontró las ruinas de la casa de su infancia y se colgó en una viga”. Y vuelvo a Atacama: “Al poco llegar a Chacabuco cultivé amistad con Oscar Vega, un hombre ya anciano y de mirada cansada. Nos juntábamos por las mañanas, después del desayuno, a jugar sobre un tablero mientras me contaba su historia...”. Así comienza la historia, no sé si la misma historia, qué importa si la misma historia, que cuenta Patricio Salinas, la de ese amigo muerto que mencioné más arriba. “Curiosamente, cuando niño había vivido con su familia en ese mismo pueblo, en Chacabuco. [...] Una mañana de noviembre, Oscar no apareció. Ya me había señalado en qué casa había vivido y partí a buscarlo allí, en la calle Serrano 71. Encontré su cuerpo aún caliente, atado al cuello a una viga de madera”. En otro libro de Roberto Castillo, Muertes imaginarias, Meredith (¿Vega?) revive como editor de una revista de cultura y arte; una revista imaginaria que publica necrológicas imaginarias; aunque, claro, en el libro son reales o eso parece. “Aquí está entonces esta barca de muertos, para que quienes no los conocieron los saluden y quienes los reconocen los despidan. Los muertos siempre encuentran la manera de devolver la atención que les brindamos”, dice el editor. Casi transcribo, por error y tal vez deseo, que los muertos siempre encuentran la manera de volver. Atacama. Geometría de un cautiverio Patricio Salinas Saposcat, 2020. Muriendo por la dulce patria mía Roberto Castillo Laurel, 2017. Muertes imaginarias Roberto Castillo Laurel, 2020. Brújula Mathias Enard Literatura Random House, 2015.