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  • Clara Ramas: El origen es siempre una ficción

    De reciente paso en Chile, la filósofa española y exdiputada por Más Madrid Clara Ramas conversó con nosotros sobre su último libro El tiempo perdido (Ediciones Arpa, 2024), donde arremete contra los nuevos melancólicos que piensan que pueden recuperar aquel pasado supuestamente glorioso y volver a una Edad Dorada que no ha existido y no existirá nunca: “Proust es perfectamente consciente de que no se puede volver al paraíso perdido y de que la única cura para esa pérdida es escribir el propio libro, o emprender una tarea de autointerpretación si quieres llamarla así, porque ciertas heridas o tentaciones de vuelta al origen no se van a poder cerrar nunca; y ahí no hay programa político que sea nunca suficiente”.  Comencemos esta entrevista conversando sobre tu último libro El tiempo perdido  (2024). Ahí, criticas la idea, más o menos generalizada, de que en algún momento anterior hubo una edad dorada de la sociedad y la política; arremetes contra lo que llamas el fantasma de la melancolía y dices que esta sensación de pérdida, que está idea de que “todo tiempo pasado fue mejor”; de que no hay futuro… No future  cantaban los Sex Pistols en los años 70`. Ahora, tu provienes de esa generación de políticos y políticas españoles que se reunieron el 15 de mayo y acusaron esta dificultad de imaginar un futuro -podríamos hacer cierto paralelo con el 18 de octubre en Chile-, pero antes, hablemos de este sentimiento que identificas, de esta melancolía… El punto de partida de hecho es una escena de Los Sopranos con la que arranca el primer capítulo. En esta escena, Tony Soprano se queja con su psicoanalista porque siente que todo lo que vale la pena se ha perdido y se compara con su padre y con esa generación, diciendo que ellos si tenían valores, la familia, la iglesia, la política incluso, pero, que todo eso se ha perdido. Esa sensación desde hace un par de décadas es generalizada. Y, claro, lo que me interesó, lo peculiar, es que hubo un momento donde esto tuvo una traducción política. En España, en el movimiento del 15 de mayo, que es mi generación al final, cuando nos politizamos el discurso era mostrar eso que se había perdido. De hecho, el lema de juventud sin futuro fue la plataforma que inicio todo esto: “Sin casa, sin curro, sin pensión y sin miedo”.   El ”sin” Claro, era el sin, y de alguna manera parecía que se estaría reclamando por un con, con futuro, con casa con…, ahora, esta sensación era mi presente, pero lo que he observado es que en los últimos años este sentimiento se ha cristalizado. Pero, ya no solo como motor de crítica social o de una forma de queja o reivindicación, si no que como una melancolía de pensar que efectivamente hubo una edad dorada en la que todo eso se tenía: en la que estábamos en plenitud, donde teníamos un objeto que podíamos poseer plenamente, llámese patria, dios, valores, familia, y que en este momento de nihilismo sería posible volver atrás, y ahí es donde lo veo peligroso.  ¿En qué sentido? Porque si te fijas es posible ver en esto mucho de los desarrollos políticos de los últimos 5 a 7 años, desde el “Make América Great Again” y todos esos regímenes del “re”, del retornar a algo. En España Vox y la “re” conquista, en Francia la Rassemblement national: resurgir, refundar, renacer, etc. Entiendo como punto de partida el desosiego y la sensación de perdida, pero además esta pretensión de volver al origen me parecía políticamente muy peligrosa. Esto es lo que diagnóstico en el libro. Pero, esta sensación de pérdida no te parece que tiene mucho de realidad, en relación a las dificultades que enfrenta el Estado de Bienestar, o las economías en general, etc… Pues claro, la perdida es real, o sea el capitalismo neoliberal arrasó con todas las conquistas de unos mínimos civilizatorios o de bienestar para unas clases un poco más amplias, de progreso y bienestar para las clases trabajadoras, del desarrollo de los servicios públicos, etc. Todo eso ha sido arrasado por el neoliberalismo y eso es muy real. No sé si viste Children of Man  de Alfonso Cuarón. De hecho, hay un documental sobre este film donde, entre otros, le preguntan a Slavoj Zizek lo que esta le sugiere: “Es más fácil imaginar el fin del mundo, que el fin del capitalismo”. Hasta hace poco tiempo la ciencia ficción aún representaba futuros posibles. Me acuerdo de ver cuando niño Los Supersónicos , esta idea de vivir en el espacio exterior y que la tecnología estaría al servicio del ser humano, etc. Pero, en la actualidad, pareciera imponerse otro futuro, uno que sólo remite a la catástrofe… ¿qué piensas?  Algo de eso hay en el desarrollo de la ciencia ficción, porque hace unos años los relatos eran futuristas y optimistas, como la colonización del espacio, mientras que ahora son distopías, zombies, de destrucción y el fin del mundo. El tono es más crepuscular, yo estoy muy obsesionada con el asunto de lo crepuscular, lo vengo utilizando desde hace un tiempo. Hay una crisis de imaginación, de hecho, el famoso lema al que te referías “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, se relaciona con que el capitalismo tiene una forma de totalidad social y, por ende, un poder tan abarcador, que determina todo lo que hacemos y lo que somos.  ¿En qué sentido? Es que el capitalismo no son solo las 8 horas que vamos a trabajar, si no que impregna, que subsume todo en nuestra vida, como nos relacionamos, como consumimos, como utilizamos el teléfono, como tenemos relaciones de pareja y, es esa sensación, que todo el mundo siente pero que no sabe teorizar, es decir: que hay una especie de sistema, que algo que nos gobierna y que no comprendemos. Esto es lo que nos da esa sensación de que lo real esté tan alejado de nuestra capacidad de intervención. Pero tampoco se trata de traducir esto de forma ingenua, tipo, hay un grupo de élite que controla los hilos. Sin embargo, de alguna manera todo el mundo intuye que el poder capitalista es un poder sin rostro, que nadie dirige, ni siquiera los grandes magnates, pues ellos mismos tienen que obedecer al imperativo de la rentabilidad.  ¿Y entonces cómo hacemos? Yo siempre pongo este ejemplo. Fredric Jameson, teórico marxista de los años 70` en los Estados Unidos, tenía herramientas teóricas diferentes a las de la tradición europea, pero de repente escribe un libro que es Marxismo y forma , donde intenta convencer a los americanos de que tiene que leer a todos los idealistas alemanes, a toda la tradición especulativa dialéctica alemana y francesa: a Adorno, a Sartre, a todos los hijos de Hegel, para entender el capitalismo. Luego, yo me pregunto, ¿por qué hay que hacer este rodeo tan denso? Marx lo decía así, los científicos naturales tienen microscopios, mientras que los teóricos de la sociedad tenemos conceptos. En este sentido, tenemos que hacer un rodeo teórico enorme para comprender qué es el capitalismo, eso que de alguna manera todo el mundo siente, que hay una estructura que nos gobierna a todos y que requiere un gran poder de abstracción para ser entendida. En conclusión, no se trata sólo de un problema de imaginación, el problema también es conceptual.  ¿Podrías explicar más esta idea del capitalismo como totalidad social? El capital convierte toda exterioridad en interioridad, es decir, consigue interiorizar incluso lo que aparentemente le niega o es exterior a él. Fagocita incluso o sus negaciones. Produce desde sí mismo sus propias formas de exterioridad como fetiches o formas de subversión (pensemos en las camisetas del Che Guevara, formas de revolución convertidas en fetiches de consumo). En ese sentido, su capacidad de dar soluciones es en principio infinita y eso es un tipo de lógica social, que no ha existido antes en la historia de la humanidad.  Pero y qué ocurre, porque se siguen buscando formas de organización y de hacer política por fuera del sistema. De hecho, tú recorrido personal junto a toda una generación planteó un proyecto político distinto al de los partidos tradicionales de España. Fuiste diputada por Más Madrid, ¿cómo fue este paso hacía la política desde la filosofía?  Me suelen hacer esta pregunta y no tengo una buena respuesta todavía, porque aún no la he resuelto. Incluso después de haberla experimentado en mis carnes. Es evidente que existe una tensión entre filosofía y política desde los tiempos de Platón, pero también que la filosofía en cierto modo llega siempre tarde porque el tiempo de la reflexión no es idéntico a los tiempos del acontecimiento. Luego, también pienso, que el filósofo se pregunta por las condiciones del mundo, del mundo en el que habita, por lo que significa habitar ese mundo y hay determinados momentos en los que uno siente que los perfiles, que los contornos de ese mundo están cambiando demasiado y que hay heridas demasiado profundas y hay que intervenir, y tomar la palabra y acción. Cuando vi ese momento fui lo que hice.  En mi país era un momento crítico, que venía desde hace varios años atrás, pero además que se sintió que el futuro era arrebatado, y por eso, yo sentía que era casi una obligación de quienes teníamos el privilegio de poder dedicarnos a la academia o al pensamiento de decir algo. También por todos aquellos que no tienen si quiera el tiempo o la palabra para poder hacerlo y simplemente lo hice porque creí que tenía que hacerlo en ese momento. Era un momento como de crisis, de consensos y donde eso que había sido la política desde la transición estaba cambiando muy rápido y con problemas nuevos encima de la mesa. José Luis Villacañas lo explica muy bien, dice que había una carencia de élites incapaz de constituir un proyecto de país y en ese sentido, de alguna manera creo que era un deber para todos y todas, y de cada una desde la trinchera que pudiera.  Madrid es conocida por ser una ciudad complicada políticamente hablando. ¿Es en parte esa experiencia la que te lleva después, con un `poco más de distancia a identificar este sentimiento de pérdida, esta melancolía que describes en El tiempo perdido ?  Si, tiene mucho que ver, porque Madrid es un buen punto de observación, ya que es una especie de laboratorio neoliberal, donde se aplican las recetas digamos más despiadadas, donde se destruyen las condiciones de una vida agradable y buena, donde hay colas para cualquier cosa, donde no puedes llevar a tus niños a una escuela infantil, donde el médico tarda meses en darte una cita, donde las aulas de los colegios está cada vez más masificada, donde no hay árboles, donde todo está lleno de coches, o sea, es una ciudad que se somete a esta lógica neoliberal y el problema es que eso termina permeando y generando esta propia resignación en la población. Se ha ido instalando que lo público es una especie de atraso, no genera prestigio, es una jungla. “Todos contra todos” y por lo mismo lo que hay que hacer es sobrevivir. Y creo al mismo tiempo que la izquierda se ha quedado anclada en esa situación de desamparo antropológico, ya no solo político si no que antropológico general. Porque la izquierda se ha quedado anclada en tratar de salvar pequeñas parcelitas de bienestar keynesiano, de un modo capitalismo post Segunda Guerra Mundial, pero que ahora mismo constituyen migajas respecto del tipo de reto que nos enfrentamos.  ¿En qué sentido? Esto, Zizek lo decía en un texto, si bien la derecha aunque habla de temas que aparentemente son los mismos de siempre, los roles de género, la inmigración, el antifeminismo, que la mujer vuelva a la familia, bajo cuerda está generando una serie de revoluciones planetarias, que tienen que ver con el uso de la IA, con el agravamiento de las crisis climáticas, etc., y para eso la izquierda está pensando en ayudas con una  política pública determinada, en ayudar en tal cuestión social y creo que el problema es mucho más grave. El otro día veía a Peter Thiel, el magnate de las IA conversando con Richard Spencer que es como un neonazi supremacista. Estaban hablando de hasta qué punto un paradigma poshumanista de la tecnología podría intervenir del todo en la vida humana. Estaban teniendo debates teológicos sobre lo que significa la vida y de cómo vamos a ser criaturas poshumanas atravesadas por la tecnología. ¿Te das cuenta? A mí me parece que la izquierda no está entrando en esos debates y por lo mismo no va a dar herramientas para enfrentar el tipo de retos que vienen quedándose anclada en esta visión de vivir ojalá de la forma como vivieron nuestros padres, de ojalá tener un trabajo estable, de volver al fordismo, al desarrollismo de los años 60`. Esto no basta. Es, de hecho, un agotamiento de paradigma. Toca retirarse a pensar a casa, pero rápido que no tenemos mucho tiempo, pensar rápido, aunque esto sea un hierro de madera porque no suele ser posible pensar muy rápido. En este sentido, ¿cuál es la diferencia que estás haciendo ahí duelo y melancolía?  Mi conocimiento de psicoanálisis es superficial, pero sí, tomo la distinción del texto clásico de Freud y mucho de la elaboración que hace en Sol negro  Julia Kristeva. Pero la pista vino por un texto de Zizek quien dice que el siglo XXI será el siglo de la melancolía, precisamente, porque no seremos capaces de elaborar los duelos o de desapegarnos de esos objetos que nos resistimos a perder ante esta corriente devastadora nihilista y neoliberal. De hecho, la idea de que la fidelidad a los objetos es quedarnos apresados en esos paradigmas que ya no sirven y él dice que el problema de la melancolía es que encierra al sujeto en una dependencia y en una incapacidad de dar una salida creativa hacia el futuro. Y, sin embargo, eso es lo que toca hacer, porque todos esos paradigmas de bienestar ya no sabemos cómo van a poder mantenerse.  A los melancólicos de la idea de España, por ejemplo, no les importa tanto España, les importa más su agravio, su herida y ser ellos reconocidos, ponerse en el lugar de la victima central. Y España o Dios o lo que sea son más bien armas arrojadizas para un gesto muy narcisista de agravio de privilegios que se han perdido y discursos sociales que cambian, en donde lo que sea la patria ya no va a ser lo que quienes ganaron la guerra civil en España quieren que sea.  Esto hace poco en España Esto ha ocurrido hace nada. Pero es precisamente esto, lo que quería coger, es decir, la idea de melancolía como un gesto encubierto de narcisismo de sujetos heridos que quieren apropiarse del objeto de una manera muy posesiva y toxica. No sé, ocurre en esto también cuando se piensa en una España unida y armónica, que nunca fue así. O, lo que ocurre con el feminismo cuando se dice “las mujeres han roto la idea de familia” como si la familia hubiese sido siempre una unidad armónica, etc., etc...  Pero, más que esta idea conservadora de volver a lo que fue, a lo que tenían nuestros padres, me interesa poner énfasis en otras cosas. Hace poco escuché a una periodista española que dijo: “siempre se dice vivimos peor que nuestros padres, pero no peor que nuestras madres. Todo depende mucho de a quien le preguntes”. Me parece una formula buenísima, porque desmantela toda esta queja conservadora. Claro, claro. Me quedé en esto del capitalismo y salud mental por así decirlo. Durante el estallido social chileno una de las frases que se leían rayados en las paredes decía “no era depresión, era capitalismo”. ¿Cuál es la relación que observas entre una y otra? ¿Hay nuevos efectos en esta nueva forma de organización del capitalismo global, financiero o avanzado? Hay rasgos propios del capitalismo avanzado que son mucho más devastadores que el anterior. Si tomamos el lema al que te referías: “no es depresión, es capitalismo”, cierto, pero también es depresión producida por el capitalismo. En el sentido de que esta forma de organización actual produce unos niveles de daño psíquico y de incapacidad de construir formas de vidas estables o llevaderas para las personas. El sociólogo norteamericano Richard Sennett hablaba de cómo hacia el final del paradigma fordista se empezó a advertir eso que llamó corrosión del carácter, pero ahora mismo es más aún que eso, se trata de una imposibilidad de biografías, de no poder articular un pasado con un presente y un futuro, cuestión que genera una forma de devastación psíquica y subjetiva que se manifiesta en el auge de consumo de psicofármacos. Eso tiene una raíz de época y social. No es una enfermedad individual. Esto es un gran problema en términos de salud mental, pero también a nivel político el daño se va agravando. Estamos enfrentando una situación en la que la propia idea de democracia puede dejar de ser indiscutible como sistema político, porque no es operativa para la acumulación neoliberal. Esto es un gran problema.  ¿Está en peligro la democracia?  La democracia es algo que se tolera mientras no entre en contradicción con determinados imperativos de acumulación de capital, de reparto de capital o de valorización capitalista. En el momento en que pueda entrar en contradicción con eso, hay ajustes severos, de reducción de democracia me refiero, y eso se ha visto en toda la historia del siglo XX y en América Latina, qué te voy a decir de esto. Creo que podemos volver a enfrentar un momento antidemocrático perfectamente, en Estados Unidos están cogiendo a gente por la calle y metiéndolas en un camión, es decir, eso ya está pasando. Sí Lo que se está viendo es que occidente está realmente tambaleando en sus pilares, y este daño político tiene un efecto psíquico, social, de desmembramiento social, pues está generando estas tentaciones de retorno y de idealización de pasados idílicos, de los que se pueden pagar precios, soluciones autoritarias, ante los que podría no importarnos tanto renunciar a garantías democráticas a cambio de una promesa de estabilidad, tipo la serie El cuento de la criada  [ The Handmaid's Tale ]. Es que es un poco creo a lo que vamos sin darnos cuenta de que es una salida en falso. ¿Cómo así? Yo pienso que la solución puede ser peor que la enfermedad. No me sorprende desde posiciones conservadoras, porque últimamente me preocupa que esta solución también venga desde la izquierda. Incluso en el feminismo, que a veces está comprando una serie de imaginarios. En el libro, de forma un poco provocativa, me meto bastante con Simone Weil, porque ahora está super de moda, todo el mundo está leyendo Simone Weil  y ella tiene cosas que están muy bien, he escrito sobre ella, el asunto es, por ejemplo, todo este discurso de echar raíces es súper problemático, todo este discurso de los vínculos, el cuerpo, la piel, creo que hay que tener cuidado en no caer en posiciones naturalistas, ni esencialistas porque como decía Karl Polanyi, siempre estamos en esta oscilación entre lo llamaba el molino satánico del capital, refiriéndose al capitalismo en cuanto que destruye todo, por lo mismo, ontológicamente satánico y la tentación de regreso a comunidades que se protejan, que es como él interpreta el fascismo europeo del siglo XX, es decir, como una reacción autoritaria de comunidad cerrada frente a esta lógica como nihilista y atomizante, y creo que nos movemos en eso y las dos salidas son falsas.  ¿Es esto efecto del neoliberalismo? El triunfo del paradigma neoliberal no afecta sólo en la política institucional, ni sólo como vota la gente. De hecho, más allá de lo directamente institucional el problema es que el neoliberalismo afecta en la cotidianidad, donde termina imponiéndose una lógica donde cada quien tiene que salvarse solo. Es el exceso que produce: vivir sin tiempo. En este contexto, es imposible que convivan formas de solidaridad dada la precariedad laboral que existe, o las largas jornadas de trabajo, o las horas que gastas en trayectos en el transporte público para desplazarte de casa al trabajo, o el móvil que nos expropia de nuestras pulsiones psíquicas más oscuras.  Es nuestro tiempo de vida que está expropiado, no solo el trabajo, sino el de toda nuestra cotidianeidad. Eso genera desafección política, te diría quepor pura economía de fuerzas, por pura afinidad corporal, afectiva y psíquica. ¿Cómo es eso? Hay una especie del tiempo del fin de la historia que instaura el capitalismo en donde sólo está la lógica del capital y no cabe otro relato y no cabe otra idea de futuro, ni cabe siquiera una vida que no sirva para cumplir esas metas. El capitalismo afecta al sujeto en su cotidianeidad e integralidad, en la construcción de espacios colectivos y en su vida política. Esto es lo que Marx intenta dinamitar: considera necesario comprender teóricamente esta totalidad enormemente abstracta que es la que gobierna nuestras vidas independientemente de nuestras necesidades y de la cualidad intrínseca de las cosas. Si es más rentable producir misiles que producir vacunas para una enfermedad producimos misiles, pese a que la cualidad intrínseca de la vacuna para nosotros puede ser mucho más valiosa que un misil. El esfuerzo está en pensar esta lógica. El tiempo perdido  busca encarar a estos nuevos melancólicos que sueñan con esta Edad Dorada que nunca existió ni existirá… cuéntanos de la referencia a Marcel Proust En realidad, todo el libro es un caballo de Troya para hablar de lo que era mi obsesión en ese momento que era Proust y con un momento vital que era muy particular. Es una especie de caballo de Troya pero que me daba un buen pie para hablar de los problemas que hemos venido comentando, pero con un giro interesante. Toda la obra En busca del tiempo perdido  presupone una pérdida de algo que es el tiempo, porque constitutivamente es el tiempo lo que uno ha perdido, y que aparece en Proust como una idea de origen al que uno quisiera volver.  Ahora, Proust es perfectamente consciente de que no se puede volver al paraíso perdido y de que la única cura para esa pérdida es escribir el propio libro, o sea una tarea de autointerpretación si quieres decirla así, porque ciertas heridas o tentaciones de vuelta al origen no se van a poder cerrar nunca, y ahí no hay un programa político que sea tampoco suficiente.  ¿A qué te refieres? Me refiero a que, si hubiéramos resuelto el problema de la distribución de la riqueza o de la crisis psicológica, aún no habríamos cerrado para siempre el campo del lenguaje y la conversación compartida. Tampoco esta autointerpretación es una operación solipsista, porque, aunque el lugar al que cada quien quisiera volver es propio, pues para algunos puede ser su casa de infancia, para otros un sueño, los padres, etc…, siempre requiere de traducción y de la elaboración de formas simbólicas, y eso tiene algo de colectivo necesariamente.  Esto también ocurre con el capitalismo, en el sentido de que también generamos ficciones para intentar explicar que significa. ora la ciencia ficción se ha vuelto apocalíptica, por qué están tan de moda y triunfan todos estos productos tipo The Last of Us , o El juego del calamar . ¿Por qué?, Porque generan preguntas por el límite de la comunidad y por cómo relacionarnos con las personas que nos rodean. Y, esto no es un problema solamente político en el sentido estrecho del término institucional, es un problema del colectivo en el sentido amplio y esas narraciones nos ayudan a plantear esas preguntas.  Volvamos a Proust Sí, porque Proust considera que esa es la tarea de la literatura, esa necesidad de producir relatos y búsqueda del sentido; aunque ahí lo que es políticamente útil no siempre coincide con lo que es estéticamente satisfactorio, y en esa tensión podemos perfectamente jugar. Yo digo en el libro un poco como de broma que el problema con los reaccionarios es que escriben muy mal, y que sus relatos de las familias son malísimos, o sea que Alejandro Zambra escribe mil veces mejor sobre la familia que todos estos fachas: el problema es que no es que sean fascistas, sino que escriben muy mal. Con el lenguaje expresamos y a la vez calmamos lo que nos falta: en el momento de pura entrega al amor no estás escribiendo un poema, estás amando; el poema lo escribes cuando has perdido a Beatriz y entonces sale la Divina Comedia. Roland Barthes decía a propósito de Proust que esto de escribirle a un amor perdido es algo que a todos nos ha pasado, pero que en Proust ese gesto es llevado a su extremo del estilo el esfuerzo, donde el lenguaje funciona como un farmakón , a la vez veneno y cura. Esto, como decía, es un proceso simbólico, de relato y no solipsista, que ninguna política institucional por sí sola nos va a ahorrar.

  • Los pájaros y el enigma en el corazón de las enredaderas  

    sobre Cielo Nativo ,   de Nicolás Browne Tuve la suerte de leer por primera vez Cielo nativo  un domingo. Concretamente, la primera tarde de domingo de esta primavera. Escuchaba pájaros alrededor mientras leía los nombres de los muchos pájaros que aparecen en el texto. En las ciudades, los sonidos del domingo son para los pájaros, un día alejado de la productividad en el que el tiempo se expande. Está permitido no preocuparse del horario, bajar la guardia y tomarse el tiempo para prestar atención al entorno: al silbido de los pájaros que escuchas y generalmente no ves, a las risas y los juegos de los niños, a los cambios de luz, y al pasar de las nubes de primavera, que son las mejores del año.  Ese contexto, aparentemente trivial y sin importancia, marcó una clave de lectura: el libro se abre desde lo íntimo y lo cotidiano y esa tarde perfecta de domingo me introdujo en el texto desde una experiencia de contemplación que no buscaba respuestas ni ideas, sino presencia y habitar las imágenes que leía: mirar a través de la ventana del café de la calle Wolfgang Bessemer Ufer, captar a las palomas en el momento que alzan vuelo, ver el edificio naranja que varias veces marca un hito desde el punto de observación, seguir la mirada de la niña que se agacha para escarbar y descubrir lo que se esconde entre las hebras de hierba o capturar lo que ve cuando levanta la vista al cielo para mirar a los pájaros. Porque el texto está lleno de pájaros: por las páginas de Cielo nativo  vuelan golondrinas, zorzales, petirrojos, también gaviotas que planean en un paisaje ajeno, muy lejos del mar. En ese recorrido levantaba yo también la vista buscando a los pájaros en nuestro cielo de Santiago, esos seres enigmáticos que parecen mediadores entre lo visible y lo que no se ve, testigos que marcan con sus rutinas el tránsito y el correr del día.  El texto de Browne construye un cielo que no siempre se mira hacia arriba ni hacia afuera, sino que se percibe en la inmanencia y en la observación: dice Nicolás: “el cielo trepa por las raíces de los árboles / busca abajo lo de arriba, y como un aprendiz humilde pregunta:  ¿lo estoy haciendo bien?” . Esa inversión del orden vertical -que aparece en el capítulo Verano - sugiere una mirada hermética, donde lo terrestre y lo celeste son reflejos de una misma materia que sorprende al observador. Tal vez al propio escritor, que quizá es a sí mismo a quien pregunta si lo está haciendo bien. Una imagen sutil para hacer presente al implacable y molesto juez interno con el que todos convivimos.  En Cielo nativo , el cielo no es una metáfora trascendente y lejana sino una mirada interior, una extensión del suelo que se desplaza y respira, desde el oscuro corazón de las enredaderas que cobijan un mundo que no se ve, hasta el espacio abierto y plano del territorio aéreo de los pájaros. Y es ahí, en ese descubrimiento fortuito y sorprendente que Browne se pregunta y pregunta si es lícito y válido cortar las margaritas, la hierba y las enredaderas del jardín, si nuestro canon de equilibrio tiene sentido o si es un sinsentido mutilar y domesticar a la naturaleza como pretendemos domesticarnos a nosotros mismos. En la niña, Julia, la hija de Nicolás, se intersectan todos los planos: el padre que cuida y educa y el observador que escribe, el cielo y el suelo, el habitar interior y exterior. Me detuve en la imagen y en la frase, traté de llegar al corazón de las enredaderas y entre las hojas me prendí de la sensación de haber registrado esa revelación: hay cosas que existen aunque no se ven, y no necesitan ser vistas para existir. Construido desde la experiencia personal y a través de una imagen aparentemente insignificante, el mundo oculto en el corazón de las enredaderas viene a recordarnos nuestra humilde medida en el orden de las cosas. Desplazando constantemente las jerarquías, Browne sugiere una propuesta que invita a relativizar, a regresar y disfrutar de la aldea y la religión de Caeiro.  Así, las frases se apoyan y se mueven entre escenas y parajes domésticos que adquieren densidad simbólica sin perder su sencillez: -un jardín y un parque, una niña, la ventana de un café que es puesto de trabajo transitorio y punto privilegiado de observación. Un edificio que asalta el paisaje y la atención con su insoslayable y provocador color naranja; trayectos en bicicleta, la naturaleza tratando de reconquistar el terreno que le ha robado la ciudad. Árboles y flores, muchos insectos y pájaros-. En este ejercicio de atención, el mundo se percibe a través de gestos mínimos, de presencias que no anuncian ni enuncian, apenas suceden. Suceder como acto de humildad y de reconocimiento perplejo ante la inmensidad de la existencia y la fragilidad del ser. Quizá es esa epifanía efímera de lo sublime lo que registra Nicolás cuando dice: “todo lo que toca la luz se quema” . La luz que en el libro es una constante, y que aun tenue y débil como es la luz boreal, o en palabras de Browne  “una luz como de ampolleta de baja intensidad”,  va matizando los tonos y conduce la unidad del relato.   Leer Cielo nativo  es ir acompañando una mirada de extrañeza que medita al vuelo, que no se instala en el pensamiento sino en la observación como reflejo de sí y como materia de trabajo, en el espacio suspendido de un tiempo que se sabe en tránsito y se vive desde las imágenes y en cierto modo desde los márgenes, porque la lengua alrededor es ajena y las rutinas diferentes al entorno habitual. En esa mirada que disfruta de tiempo para detenerse y trabajar los detalles de las cosas y en las pequeñas acciones cotidianas, Nicolás Browne aprecia y recoge la sorpresa de un espacio íntimo que, como un regalo, le permite acercarse a todo desde una perspectiva diferente: el tiempo que pasa con su hija, la casa y el núcleo familiar como fortaleza y refugio, el fluir de las estaciones, los mundos insospechados que se ocultan bajo las enredaderas y el vuelo de los pájaros rompiendo la estática de las fotografías que enmarca la ventana del café de la calle Wolfgang Bessemer Ufer. Puntos de referencia que trazan los ejes de una geografía que sucede en un escenario de límites precisos y quedan hoy aquí, en este libro, vivos como viven los acontecimientos y el pensamiento en los libros.  Cielo nativo se abre frente a la orilla de un lago seco con un pasaje fugaz de amistad y silencio, dos términos que combinan bien, porque la amistad se prueba y se juega en el silencio. Un silencio espeso / antes aquí que nosotros ,  dice Nicolás Browne marcando de entrada el valor relativo que tiene la experiencia del sujeto en el orden general de las cosas. Transcurre después entre el suelo, Julia y el cielo. Y termina con un personaje-enigma y un recuerdo de muerte que, en un giro inesperado, abren una puerta que no dice dónde nos puede llevar. En ese umbral, Browne nos pasa el testigo.  Para qué escribimos poesía. ¿Para aliviar el presente, para salvar el pasado? ¿Tal vez creyendo ingenuamente que alguna vez correremos a la par que el futuro? La pregunta y las respuestas son inútiles y pretenciosas. De alguna forma, la poesía tiene el espíritu y el método de la matemática, comprimir, destilar, reducir, abarcar el máximo posible con el mínimo indispensable para extraer la esencia y llegar a una fórmula que por sí misma haga sentido, expresando o intentando expresar lo que de otra manera se nos escapa. La poesía es como un lenguaje anterior que registra nuestro paso por el tiempo, mientras haya tiempo y la galaxia siga girando sin tropezar. Hoy no es domingo, es martes. Si aún no lo habéis hecho, yo recomiendo leer Cielo nativo  una tarde de domingo. Rescatar los ritos y la ceremonia, dejar que duerma un rato la siesta el yo abrumado y afligido de los lunes a viernes, y hasta de los sábados. Porque tal vez gran parte del terror contemporáneo se sanaría con esos pequeños gestos que rescata Nicolás Browne, levantando de vez en cuando la vista al cielo para mirar los pájaros y encontrar en esa plenitud fortuita y suficiente el banco y la plaza interior de nuestro cielo nativo. - Texto para la presentación del libro Cielo nativo, de Nicolás Browne - Bajo las cuchillas de la podadora de pasto   Recuerdo el día que corté la hierba: saltamontes en las espigas un jardín de margaritas chinches del arce, caracoles macrogastra erguidos como pequeñas hojas afiladas sobre el banco y sobre la reja de alambre y polillas cogidas del nudo de las vainas rozando con el abdomen la tierra   (las tomo con las manos como un capullo mientras apenas sus finas patas sus finas alas y las dejo aún dormidas en el corazón de las enredaderas)   Y justo más allá del prado por entre sombreros y escamas justo más allá de las enormes babosas que se arrastran exhalando su propio peso hay una bodega donde se guardan herramientas y juegos de verano y las arañas cuelgan de telas cubiertas de polvo y los segadores se arriman unos en otros   Y casi paro de golpe la máquina cuando supe que las margaritas buscaban sobre las espigas el asombro de la luz para abrirse para cerrarse como niños jugando en el agua   (las tomo envolviendo sus tallos con dedos que son trompas doradas y las dejo sobre las copas de los árboles) Y entonces las raíces y las coronas vueltas hacia el sol las libélulas las mariposas las abejas alumbrando zumbando mañana cuando un petirrojo baja del muro a la tierra y gorjea porque todo de pronto se hace de día y porque sacude sus alas y se marcha -.- Relinchan los ojos de mi padre   Amanece y tan contento pides que te pongan morfina porque durante la noche entre estertores y penumbra estuviste contando las horas para despedirte   Relinchan tus ojos llenos de alegría cuando ves aparecer a mi madre en la mañana y una claridad sin fondo inunda la habitación   dices entonces como dicen las hojas en otoño cuando todo lo que nació y creció cae ahora bajo un cielo cubierto de nubes ya no puedo más   y se deslizan por el abismo rotas y descoloridas   no pueden resistirse Me despido Lo recuerdo acostado en la camilla del hospital el camisón blanco los brazos tendidos a su costado Tomarte la mano para despedirme y palpar en la propia carne tus dedos llenos de vida aún - Cielo nativo Nicolás Browne Ed. Las Bacantes, 2025 --- ---

  • Alcanzar aquello que siempre se aleja

    sobre el poemario El inesperado vuelo de las moscas, de Sebastián Correa Duval -y selección de poemas El asombro muchas veces se relaciona con el efecto que produce un hecho u objeto por su tamaño o espectacularidad. Sin embargo, a veces, lo que es leve, aparentemente leve, adquiere una dimensión que, por su trascendencia, se expande más que el volumen o el espectáculo. Esto ocurre con El inesperado vuelo de las moscas , donde se presentan situaciones como esta: «La poesía es el lugar de los débiles / pero la poesía no es un lugar para los débiles». Esta proposición, ya desde el título expuesta, se vislumbra desde los epígrafes de Emily Dickinson y Kobayashi Issa. En ellos, el silencio vibra en la situación cotidiana que se observa en las palabras que la designan. Lo que parece breve carga o ausculta en extensiones mucho más amplias por lar referencias que parecen ocultarse. Es ahí donde la palabra, las palabras, trascienden su propia emisión, pues más que designar, evocan.  No hay palabras difíciles, sólo conocidas o desconocidas, o algunas que se olvidan. Las que se conocen o recuerdan no son nunca simples, pues su carga siempre es intensa, y bastan unas pocas para que se despliegue un muy amplio espectro de resonancias más que conceptuales: sensaciones que de por sí constituyen una forma de pensamiento. Es en este registro donde se desplaza la escritura de este inesperado vuelo; inesperado, pero cercano al cuerpo, al sentir y el territorio cotidiano. En este se hacen referencias a actos que parecen mínimos, pero que, por otra palabra cercana, hace del momento único, expansivo y trascendente.  Entre «El ahogo final / el cuerpo despierta» y «Lo que resulta / no es certeza / Es un intento» se despliegan múltiples posibilidades de aprehender cada momento, que siempre hace referencia a ser consciente, a estar consciente de la intensidad de vivir. Al intento del despertar antes del final, o su posibilidad, siempre presente. Y ello no en los momentos límites, sino en el transcurso habitual de aquello que se silencia, aunque «la voz se marchita / cuando lo pronuncio». Este intento constante, incluso, a veces tiende a desaparecer en la propia grafía de la escritura, pero reaparece con más fuerza, y es la infancia que se tuvo, y las infancias que se guían, las que permiten sostener que «Sólo el niño sabe / lo que nunca sabrá / quién es».  Los escritos finales del libro, «Teorema del Inesperado Vuelo de las Moscas» y “Fórmula del Intento», no son el final. Se vuelcan sobre el propio libro y, en su lectura, la fórmula se aplica sobre las posibilidades del uso de los lenguajes, de las palabras. Pero el teorema y la fórmula de la lengua intentan formalizar el sentir, la percepción, y ese intento logra, en este libro, alcanzar aquello que siempre se aleja, pero que es una posibilidad de conseguirlo. Bienvenidos al esperado vuelo. - Selección de poemas † Quise decirle que había muerto pero lo olvidé R Al fondo del pozo  no hay reflejo ni pozo , Hay que aprender a ser el rastro que se pierde a la distancia el olvido del niño que no olvidaste asumir que fuiste bruma  de quien su vida despejó X Que cada verso sea una locomotora que no se detenga  frente al canto de gatos amarrados en la línea del tren O.O.O Todo deseo es anhelo de conexión Todo deseo es miedo de incubación Todo deseo es tentación del fracaso P No sé qué palabra vendrá E s p e r o   c o m o      e l    c i e l o     a     l a     a r a u c a r i a Q ͜ ͡ Algún día seré cicatriz y volarán a casa los pájaros que dibujamos cuando niños Teorema del Inesperado Vuelo de las Moscas Postulados iniciales: mosca ≠ insecto mosca = símbolo ∈ (misterio + putrefacción + infancia) poema = ∫(cuerpo · deseo) + rumor previo a la realidad herida ≠ latido → herida = altar palabra = enjundiaⁿ / (olvido + ternura) deseo = ∞ · (vacío − certidumbre) niño = criatura que juega con el abismo sin saberlo Desarrollo del sistema: ∀ n ∈ ℕ:        n moscas + n poemas = un intento ∑(intentos) → no demuestra nada, pero deja huellas en la pleura cuando: verso → ∅ mosca → ∞ cuerpo → residuo entonces: nostalgia = derivada de la emoción perdida tiempo = ∫(recuerdo) · dt dolor = (presente − presencia)ⁿ fé = plegaria / respuesta Sean: t = té compartido antes del fin x = hijo en monopatín z = zumbido δ = la fragilidad inesperada de los vínculos π = la sinfonía inconclusa del abuelo Θ = aire en el cordón de los zapatos  =  la carretera avanza lento Fórmulas terminales (o de regreso): 1 = ∞ ∞ = intento intento = poema / cuerpo ∑(poemas) ≠ totalidad Conclusión:   Una mosca y un poema  → un intento, ∞ moscas y ochenta y ocho poemas  → un intento. Pero un hijo dormido en el asiento trasero y una mosca detenida al final del poema son regreso inaugural - El inesperado vuelo de las moscas Sebastián Correa Duval Ed.  Las Bacantes 2025 -

  • Javier Llaxacondor: poeta sin pergaminos

    Organizador del Festival Internacional de Poesía de Santiago - FIP , el peruano Javier Llaxacondor ha venido a movilizar desde la calle el mundo de la poesía en Chile. El FIP se está desarrollando hasta el 22 de noviembre. Ig: @fipsantiago Poeta peruano migrante, Javier Llaxacondor se avecindó en Chile hace 10 años para replicar un Festival Internacional de Poesía (FIP) que gerenció en Lima. Aunque dice que aquí se encontró con una desarticulación separatista entre los poetas, donde existían grupos que rivalizaban entre ellos, reconoce que él tuvo mucho apoyo. “Yo aquí he encontrado mi familia literaria, en el Perú no la he tenido nunca. Yo no hubiese podido hacer este festival internacional sin la ayuda de los poetas” Llaxacondor cursó muchos estudios sin finalizar ninguno y ha trabajado en diferentes oficios para vivir de la poesía. Es un poeta sin pergaminos, como se autodenominó Enrique Lihn. Gran conocedor de la poesía nacional y latinoamericana, no ha sido él un gran publicador, aunque escribe poesía como quien respira. De su autoría son los libros “Autícono” en coautoría con el artista visual Nelson Plaza, obra que se despliega como un leporello donde convergen distintas sensibilidades poéticas a través del grabado; “Manual de Apicultura Local”, y “Fondo de Ojo” también en coautoría con los grabadores Alejandro y Mabel Palavecino.   ¿Por qué decidiste replicar el FIP Lima en Chile? Por hambre, porque había que emplearse y yo pensé que Chile, país de poetas, iba a tener grandes eventos de poesía. Pero ya cuando pasaron tres meses y no conseguía trabajo, decidí inventarme mi propio festival de poesía para tener una fuente de trabajo, y también para darle a Chile un espacio internacional contemporáneo de grandes festivales, que los tienen casi todos los países del mundo y que Chile no tenía. El último fue el que hizo el poeta José María Memet “Encuentro Internacional de Poetas Chile-Poesía “el año 2001, que sí tenía un impacto internacional muy importante.   ¿Cuál es la línea curatorial del FIP? El FIP tiene parámetros, que son su columna vertical, entre otros la equidad de género, la transversalidad social y regional, el carácter intercultural y la participación ciudadana. Este año estamos muy abocados a la parte educativa, llegar a los colegios, a las universidades, desde una práctica abierta y popular. Este es un festival para no-poetas como lo dijimos una vez. Yo creo que esa es su esencia, porque la poesía sale de lo que podemos entender en el sentido más amplio como pueblo, como sociedad, entonces tiene que regresar a ella. Los poetas que escriben para que no se les entienda, que no tienen una poesía dialogante con la gente, pierden mucho de esta esencia y Chile tiene una tradición hermosa de poesía dialogante. Borges le criticaba tanto a Neruda sus poemas a la cebolla, a la papa, se horrorizaba, pero estoy seguro de que no todo el mundo encuentra accesible El Aleph, en cambio el poema a la cebolla seguro que sí. En Chile existen poetas gigantes como Mauricio Redoles, que dice todo es poesía, entonces hay un enfoque mucho más democrático, esa amplitud del festival a mí me gusta.   ¿Crees que el FIP ha ayudado a generar una conciencia crítica de la poesía nacional? Yo creo que sí, porque en las antologías del Fip que hemos sacado, hemos juntado a poetas de distintas regiones de lugares muy alejados, chilotes, de Punta Arenas con poetas como Patricio Manns. Este festival da lugar a eso y como no va a generar una conciencia crítica si haces el enorme esfuerzo de llevar la poesía a lugares periféricos donde no se produce nada de esto y no sólo a comunas modestas como Cerrillos o La legua, periférico también es Barnechea porque tampoco pasa nada. Entonces, una de las características más importantes para desarrollar ese espíritu crítico creo que ha sido la transversalidad de nuestro proyecto.   ¿Cómo se desarrolla el FIP? Cuando empezamos eran cuatro o cinco días, muy intensos, a veces en Santiago otras veces en la Quinta región y terminábamos con una gran fiesta de la que uno salía extasiado de poesía. Algo me pasó a mí con eso, me dieron ganas de darle peso a la experiencia, y eso es conversar, es publicar, es tener espacio para que los y las poetas que vienen se conozcan con otros poetas, entonces en un evento con tan poco tiempo eso pasa desapercibido, lees cinco minutos y ahí se acabó la experiencia. Este año el Festival dura un mes, es distinta la convivencia, la amistad. Entones en el FIP hace recitales en colegios, centros culturales, hace presentaciones de libros, conciertos y crea espacios de conversación entre poetas, que son almuerzos, paseos, situaciones de encuentro.   ¿De dónde crees que proviene el éxito de la convocatoria del FIFV? Me parece que surge de que nosotros ya tenemos un nombre instalado y un buen récord de haber hecho cosas. No tenemos ni un solo financiamiento público, siempre que hemos postulado a los Fondart los hemos perdido profesionalmente, excepto una vez. Ya nos hemos cansado de esa gestión, yo mismo me he sentido un poco solo ahí, entonces lo hemos hecho un poco con la solidaridad de los amigos que pasa por tratar de apoyar el festival desde donde estén, desde el mundo editorial, diplomático, de la gestión cultural también.   ¿Cuántos invitados extranjeros vienen?   Esta vez van a ser alrededor de diez invitados entre gente que vive acá, gente que viene desde China, de Estados Unidos, gente que pasa un tiempo por Santiago y va en dirección al Sur. Entonces es un festival para nosotros pequeño, entre extranjeros y chilenos debe haber unas treinta personas en total moviéndose entre los recitales, presentaciones de libros, conciertos, talleres, lo que implica un impacto social más amplio.   ¿Cuántos recitales de poesía se proyectan para este año y dónde se realizarán? Vamos a estar en Quinta Normal, en Providencia, en el centro de Santiago y en diversas librerías de Chile, porque van a distribuirse libros de autores que están publicando, aprovechando este festival a través de Las Bacantes, que es la editorial que hemos formado como una extensión del mismo festival de poesía. Somos dos personas en la editorial, mi amigo Pablo Fantes que está a cargo de la edición técnica y yo que estoy a cargo de la edición literaria.   ¿Por qué, a pesar de esta odisea para obtener recursos, sigues haciendo el festival?   Porque pienso que es un deber artístico. Si nosotros mismos como artistas no promovemos nuestro arte sencillamente puede pasar la vida sin que pase nada, sin que ocurra algo.  Esto es como un efecto físico, tienes que tocar a la partícula para que se mueva. De esta manera hemos logrado con el festival, por ejemplo, que se traduzca a Elvira Hernández al chino. Cuando yo llegue a Chile no lo estaba, hoy día a raíz de una curatoría de poetas chilenos para que expongan sus manuscritos se concretó en una exposición en Beijin, hemos traducido también a Maquieira, Soledad Fariña, Pablo Fante, Rosabety Muñoz, Damsi Figueroa. Lo que pasó es que en China se producen festivales cada mes y muchos, es un país con grandes recursos para la cultura.  El mundo tiene una gran curiosidad por los poetas latinoamericanos y de lo que pasa en Chile Y este año, por ejemplo, vienen dos poetas chinos súper importantes Yan Xi y Dai Weina y uno de ellos está publicando un libro en Chile, entonces esos intercambios son fundamentales.   ¿Como perciben los poetas extranjeros el movimiento poético nacional? Los poetas extranjeros tienen un interés enorme por Neruda, por Mistral, por Huidobro, por la tradición poética nacional. Estuve yo hace poco en India en un festival de poesía como invitado y me presentaron por ahí a alguien que su hijo se llamaba Pablo, nombre rarísimo en India y me comentó que el nombre era por su admiración a Neruda. Entonces, fíjate que Chile debería tener hasta dentro de sus estrategias comerciales incluir todo este capital poético, porque más conocido que el vino afuera son los poetas chilenos.     Poesía que es música y visualidad El FIP ha tratado de sacar a la poesía de su categoría de nicho, desde ese lugar incómodo, para expandirla a todos, al que la quiera recitar y escuchar o al que siempre ha escrito pero no ha sido publicado. Una de las cosas que han hecho son concursos de poesía. Una vez lo ganó un pescador de la isla Alejandro Selkirk  popularmente conocida como la isla de más afuera. “Eso pasa con la poesía, porque tiene la facultad de ser accesible a todo el mundo, no necesitas una gran formación académica para entenderla. La poesía es el trabajo con la lengua, es la perspectiva del trabajo con el lenguaje y eso es lo común en los seres humanos. Hoy cualquier persona puede participar, tenemos un podcast desde hace un par de años llamado “Poetas ruculistas” con Francisco Jimenes Buendía y Jimena Rosas, que tiene una sección de llamada a la gente para que nos manden sus poemas y el poema elegido se lee, se analiza literariamente”   ¿Qué grandes poetas han participado en el FIP?   Muchos, más de quinientos, pero no puedo nombrar a unos sobre otros, De la India vino un poeta muy importante Shiva Pakras, es un poeta medio gurú, en su país la gente hace fila para tocarle los pies. También ha estado con nosotros Bruno Montané, uno de los mayores poetas vivos en lengua hispana, amigazo de Roberto Bolaño.  Es chileno y acá en Chile no se le conoce como debería. Está produciendo en estos momentos lo mejor de su obra. Por nuestro festival vino el año 2019 a Chile.   ¿La poesía cumple algún rol para ti?  ¿Es una forma de escape? Yo creo que la poesía es un deber, ese es el cincuenta por ciento y el otro cincuenta es íntimamente personal porque en la creación literaria estó todo nuestro mundo, entonces es un deber, pero también una enfermedad. Por otra parte, creo que esta más ligada a la condición humana que al escape. Un escape es salir con amigos, hacer algo que rutinariamente no haces, pero la condición humana tiene que ver con aspectos muchos más profundos que te invaden la mente, el pensamiento y el espíritu.   Cuál crees que es la principal cualidad de un poeta ¿ser enteramente libre para crear, aunque corra el riesgo de perderse buscando respuestas a su vida, o guiarse por criterios estéticos y filosóficos? Yo creo que la mayor cualidad de un poeta seguramente es su desnudez, debe ser absolutamente honesto consigo, desde ahí parte el valor simbólico de su honestidad en libertad, porque esa vieja concepción de que la poesía debe ser enteramente social o personal, ya se superó, no es una cosa o la otra, el poeta puede pasar por distintos periodos, pero creo que el componente estético debe estar. Como en los rayados de las calles en el estallido social, qué de estético tiene eso, pues es una ebullición social. Entonces como dice Raúl Zurita, la poesía no sirve para nada, pero es absolutamente indispensable. Y creo que hay que ser poeta hasta el punto de dejar de serlo, porque cuando dejas de serlo finalmente has contribuido para algo que sería otra escritura.   ¿Crees en la frase de Huidobro “no se trata de hacer belleza, se trata de hacer hombres”?   Yo a Huidobro le creo todo o casi todo, porque es uno de los poetas clásicos de la poesía chilena más favorito; creo que no es un medio sino un fin en sí mismo y como tal está ligada a la biografía. En mi caso no hay manera de separar obra de autor.   ¿Crees que el poeta adquiere más honra haciéndose oscuro y atormentado? Eso lo desactualizó Parra, por eso es tan grande este país en su tradición poética. Claro que ha habido poetas oscuros, difíciles, con vidas atormentadas, pero Parra se fue al humor, dijo “bajen a esos poetas del olimpo”, el bohemio ya pasó de moda.    ¿Cuál es la importancia de la oralidad en el ritmo y en el cuerpo del poeta?   Es fundamental. Cincuenta por ciento es lo escrito y cincuenta por ciento es como lo lees y en voz alta como autor. India es un ejemplo importantísimo porque allá los poemas se cantan, pues hay algo ahí donde subyace otro nivel con el que no estamos acostumbrados. La poesía es música y también es un arte visual. Los poetas chinos que tienen una enorme tradición de la poesía no sólo como expresión escrita en un libro sino en caligrafía. Estos poemas chinos se ven, se observan. Maquieira, por ejemplo, sus últimos libros han sido obras visuales. Hay que preguntarse por qué en Chile los poetas desarrollan tanto las artes visuales, hay algo que en este país se silencia y que en las artes visuales se expresa. Esto para mí ha sido una escuela porque yo también he estado vinculado a las artes visuales.   ¿Y qué se silencia?   La escritura, por eso te digo que es una pregunta que hay que hacerse, por qué Chile es uno de los pocos países de Latinoamérica donde hay poetas artistas visuales. Hay un espacio en que la imagen reemplaza la palabra, tendrá que ver con su pasado político. Guillermo Deisler y Parra son ejemplos de poetas visuales. De repente la palabra no es silenciar, sino que se complementan, pero podría ser un eufemismo, me parece que hay algo más doloroso detrás y que tiene un impacto doblemente importante. Para mí todas las artes tienen un hilo conductor que yo ligo con la poesía.   ¿Cuál es la generación de poetas chilenos con los que más te identificas y por qué?   Yo siempre, con los más viejos, con la generación de los ochenta. Juan Gelman, poeta argentino, decía una cosa interesante, cuando eres un poeta joven debes juntarte con los poetas viejos, cuando eres un poeta viejo debes juntarte con los poetas jóvenes. Maquieira es uno de los poetas que más me ha influido, no sólo por su genialidad literaria, que admiro, sino sobre todo por su amistad, él no pertenece a ningún grupo literario. También a Bruno Montané y Manuel Silva Acevedo. Y de jóvenes tengo un grupo de amigos entusiastas llamado Grupo Viernes, a dos de ellos los publicamos en la editorial Las Bacantes, bajo la colección Viernes, son Nicolás Browne y Sebastián Correa Duval. También me interesa Jaime Sepúlveda.    ¿Piensas regresar a Perú? Siempre vuelvo, cada dos o tres meses. Pero a vivir nunca porque Perú es un país que a mi me duele, es un país tremendamente racista y en crisis permanente. Es un país que tiene una gangrenación política en este momento, la ha tenido cuando yo era niño, la tuvo cuando yo era adolescente, yo dudo de que pueda volver a vivir al Perú.

  • Walther Rauff, un hombre eficiente

    “Rauff era un hombre de corta estatura, siempre bien afeitado, frío como el hielo, de mal semblante, e “imbuido de un aire de superioridad racial”, según comentaba otro observador. Cuando estaba tranquilo, su voz era ronca y gutural, y pronunciaba las palabras con una cadencia a la vez frágil y precisa. La emoción, en cambio, desencadenaba en él “una avalancha de sonidos inarticulados, ásperos, rítmicos, bruscos”. Cuando se enfadaba, golpeaba agitadamente el suelo con los pies al tiempo que blandía un corto bastón”. Hacia el final del celebrado, críptico y no completamente fiable libro de Bruce Chatwin, En la Patagonia , publicado en 1977, hay un breve pasaje sobre un residente de lo que entonces era la ciudad más remota en Chile, cerca del frío y ventoso final de Sudamérica. En un libro compuesto de fragmentos concisos, a veces fantasmales, este pasaje es, con diferencia, el más inquietante. “En Punta Arenas hay un hombre”, comienza, “que sueña con bosques de pino, tararea Lieder , despierta cada mañana y ve el negro estrecho. Va en coche a una planta industrial que huele a mar. Por todas partes lo rodean cangrejos de color escarlata que se arrastran, y después son hervidos. Oye cómo se quiebran los caparazones y se rompen las pinzas, y ve cómo comprimen la dulce carne blanca dentro de envases metálicos. Es un hombre eficiente, con alguna experiencia anterior en la línea de producción. Se atribuye a Walther Rauff la invención y aplicación del horno de gas móvil”. Chatwin no explica el significado de ninguno de estos detalles. Ese era su estilo, pero probablemente esperaba que al menos algunos de sus lectores lo comprendieran. Rauff, un expatriado alemán que había vivido en Chile durante casi veinte años, ya era reconocido como uno de los fugitivos nazis más infames de Sudamérica. En 1974, el periódico Harvard Crimson  publicó un artículo sustancial sobre él, señalando que el “antiguo coronel nazi de las SS, Walther Rauff, supuestamente autorizó y envió camiones de gas en los cuales, estando en movimiento, fueron asesinados casi cien mil judíos de Europa del Este”. Se continuaba informando que, tras el golpe militar de 1973 que derrocó al presidente izquierdista de Chile, Salvador Allende, Rauff había sido nombrado “asesor principal del coronel Héctor [de hecho, Manuel] Sepúlveda [en realidad, Contreras]”, jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), “que recientemente fue establecida como una todopoderosa red de seguridad estatal por el gobierno de Pinochet”. Tres décadas después de organizar atrocidades para un régimen, Rauff lo hacía, con aparente impunidad, para otro, mientras mantenía su espantoso pero respetable trabajo diario como gerente de la fábrica de conservas de cangrejos de Punta Arenas. Alemania Occidental había intentado extraditar a Rauff a comienzos de la década de 1960, pero la Corte Suprema chilena dictaminó que sus crímenes se habían cometido hacía demasiado tiempo. A principios de la década de 1980, tras la presión del Parlamento Europeo y de los gobiernos británico y estadounidense, entonces liderados por Thatcher y Reagan, Alemania Occidental lo intentó de nuevo, esta vez exigiendo a la dictadura de Augusto Pinochet que expulsara a Rauff —un proceso legalmente menos delicado que la extradición— a Alemania. Sin embargo, a pesar de que Thatcher, en particular, era cercana a Pinochet, los chilenos se negaron a entregar a Rauff. Él murió de causas naturales en 1984, poco antes de cumplir 78 años.  Su notoriedad lo sobrevivió. En el año 2000, un ligeramente ficcionalizado “Sr. Odeim” apareció en Nocturno de Chile , una de las inquietantes novelas cortas de Roberto Bolaño sobre la era de Pinochet. En 2011, el servicio de inteligencia de Alemania Occidental, la BND, publicó su expediente sobre Rauff, que reveló que había trabajado como espía de Alemania Occidental durante sus primeros años en Chile. En 2013, se publicó una biografía escrita por el historiador alemán Martin Cüppers. El año pasado, la prensa y la televisión chilenas conmemoraron el cuadragésimo aniversario de la muerte de Rauff. “Walther Rauff sigue despertando interés”, escribe Philippe Sands, con cierta fatiga, hacia el final de su extensa contribución a esta obsesión internacional, que surgió desde el momento en que, al final de la Segunda Guerra Mundial, Rauff escapó de un campo de concentración estadounidense en Italia mediante unas tenazas. Ahora que la guerra ocurrió hace tanto tiempo, el tema de los exiliados nazis en Sudamérica —cómo escaparon allí, cómo rehicieron sus vidas, cuán cerca estaban de los gobiernos autoritarios del continente y cómo a menudo evadieron el castigo por sus crímenes en Europa— puede parecer una preocupación obsoleta, incluso sospechosa. El hecho de que dictaduras sudamericanas ferozmente anticomunistas permitieran que alemanes con una visión de mundo similar se establecieran en sus países, y en ocasiones los contrataran como asistentes para sus propios proyectos de represión, es inquietante, pero no tan sorprendente. Explorar este territorio una vez más no necesariamente nos dice algo nuevo sobre los nazis ni sobre el fascismo y el semifascismo sudamericanos; sí corre el riesgo de sumarse a la interminable producción de lo que Don DeLillo ya satirizaba como “estudios sobre Hitler” en Ruido de fondo  hace cuarenta años. También corre el riesgo de minimizar el papel mucho mayor que desempeñaron las divisiones y tensiones sociales sudamericanas, y las tradiciones de violencia política, en la creación y el mantenimiento de sus dictaduras. “¿Por qué viene buscando a un nazi alemán cuando podría escribir sobre los crímenes de los chilenos?”, le pregunta alguien a Sands en Punta Arenas. “Era una buena pregunta”, admite. Una respuesta es que Sands tiene conexiones personales con víctimas tanto de la dictadura de Pinochet como del Holocausto. Su esposa y su suegro conocieron a Orlando Letelier, político y diplomático chileno de izquierda asesinado por la DINA en Washington en 1976. Un pariente lejano de Sands, Carmelo Soria, ciudadano español y chileno, y también diplomático de izquierda, fue secuestrado, torturado y asesinado por la DINA en Chile ese mismo año. Sin embargo, estas conexiones quedan eclipsadas por la revelación, postergada hasta el tercer capítulo del libro, de que en 1941 la tía abuela de Sands y su hija “probablemente se encontraban entre las noventa y siete mil personas cuyas vidas acabaron en uno de los furgones de color gris oscuro de Walther Rauff”. El papel central de Rauff en el diseño y la operación de las camionetas de gas es explicado por Sands con un detalle casi insoportable. A veces pintados para imitar ambulancias, los tubos de escape de los vehículos eran desviados a grandes compartimentos de carga sellados, a los que se conducía a las víctimas. Sands cita a Rauff, reflexionando sobre los asesinatos más de treinta años después: “No sabría decir si en aquel momento tenía dudas contra el uso de furgones de gaseamiento... La cuestión principal para mí era que los fusilamientos [el método anterior de asesinato en masa] suponían una carga considerable para los hombres que se encargaban de ellos, y dicha carga se eliminaba mediante el uso de los furgones”. Sands presenta este material con serenidad. (Ha escrito libros anteriores sobre los nazis). Pero unos párrafos después, no puede contenerse. “Rauff era un hombre de corta estatura, siempre bien afeitado, frío como el hielo, de mal semblante, e “imbuido de un aire de superioridad racial”, según comentaba otro observador. Cuando estaba tranquilo, su voz era ronca y gutural, y pronunciaba las palabras con una cadencia a la vez frágil y precisa. La emoción, en cambio, desencadenaba en él “una avalancha de sonidos inarticulados, ásperos, rítmicos, bruscos”. Cuando se enfadaba, golpeaba agitadamente el suelo con los pies al tiempo que blandía un corto bastón”. Después de eso, el tono se vuelve tranquilo de nuevo, a medida que se reunían pruebas, se recogían declaraciones de testigos, se entrevistaba a cómplices y se visitaban escenas del crimen. El caso contra Rauff es armado y presentado sin melodrama. Sands es un reconocido abogado, académico y activista contra el poder estatal excesivo. Como autor, una de sus especialidades es pasar tiempo con personas que han cometido actos terribles, o con sus apologistas o descendientes, forjando una conexión improbable que permita obtener revelaciones y confesiones. En uno de los mejores capítulos, pasa un día soleado en San Antonio, un puerto pesquero y balneario al oeste de Santiago, con “dos hombres que sabían mucho sobre desapariciones de personas” gracias a su trabajo para la DINA en la década de 1970. Sands y los hombres viajan a la costa y luego visitan algunos lugares —un hotel clausurado, los restos de unas cabañas vacacionales, el antiguo emplazamiento de una fábrica de harina de pescado— donde se planearon y llevaron a cabo torturas, asesinatos y su encubrimiento. Mientras conducían “íbamos hablando de esto y de aquello”, escribe Sands, con la misma estudiada informalidad que debió de desplegar ese mismo día. La visita termina en el hotel, donde un conserje les abre las puertas a un amplio salón con vista al mar. Fue allí, en 1974, donde Rauff se reunió con el jefe de la DINA. Rauff y Contreras “estuvieron juntos una hora y media”, le cuenta a Sands uno de los hombres, que presenció el encuentro y escuchó un fragmento de la conversación. “Decían algo de unos ‘paquetes’ que debían eliminarse sin dejar rastro. Rauff se encargaba de ‘hacerlos desaparecer para siempre’”. El capítulo incluye una foto de aficionado, pero efectiva que Sands tomó de la sala, ahora vacía salvo por unas pocas mesas y sillas, con el sol del atardecer entrando a raudales y el mar brillando a lo lejos a través de las ventanas cerradas. La sensación de que la dictadura, a la vez que ha desaparecido hace tiempo, sigue presente de forma inquietante se transmite con claridad. Fotografías similares de lugares infames y de personas dañadas o aún amenazantes salpican el libro, dándole una calidad íntima, casi hogareña. Esto es engañoso. Además de una búsqueda personal, el libro es el resultado de una maquinaria de investigación bien dotada de recursos. En los agradecimientos se nombran catorce asistentes de investigación, y los numerosos contactos legales y políticos de Sands en todo el mundo se aprovechan al máximo, proporcionando información privilegiada y asesoramiento experto, además de realizar presentaciones entre personas. Casi todos los sujetos de interés para Sands acceden a hablar con él o con sus investigadores, y posteriormente se muestra invariablemente elogioso sobre estas fuentes. Dos figuras británicas importantes en la historia resultan ser sus vecinos en Hampstead. Gran Bretaña y Chile son países con un entorno social y físico muy reducido, en los que las redes sociales pueden ser muy útiles. Sands también se basa en gran medida en la obra de Cüppers, el biógrafo de Rauff, para explicar la relación de este con Chile y Pinochet. Rauff y Pinochet se conocieron en la década de 1950, en Ecuador, donde Pinochet enseñaba en una academia militar y Rauff intentaba por primera vez una nueva vida en Sudamérica. En una frase extrañamente expresada, que sugiere una investigación parcialmente digerida, Sands afirma que ambos hombres “llegaron a establecer una estrecha relación social, unidos por un virulento sentimiento anticomunista, el respeto por los temas alemanes y un interés compartido por el todo lo que rodeaba al nazismo”. Pinochet fue uno de los que convencieron a Rauff para que se mudara a Chile en 1958. Durante la década de 1960 y principios de la de 1970, ambos hombres se vieron mucho menos. Rauff, quien dirigía la conservera de cangrejo y mantenía un perfil bajo en Punta Arenas y sus alrededores, se encontraba a más de 2000 kilómetros de las ciudades del centro y norte de Chile a las que Pinochet fue destinado mientras ascendía en la jerarquía del ejército. Luego, en 1974, unos meses después del golpe, la conservera recibió una visita oficial de dos colegas de alto rango de Pinochet en el nuevo gobierno militar. Sands admite que el objeto de la visita sigue siendo incierto, pero esto no le impide sacar una conclusión sobre la relación de Rauff con el régimen: él tenía ahora "contactos en las más altas esferas”. Para 1976, Rauff viajaba regularmente a Santiago en aviones de la fuerza aérea, "a veces llegaba a pasar semanas fuera de Punta Arenas”. En 1978, se mudó a la capital. En una carta a su sobrino en 1980, describió su estatus en términos ostentosos pero enigmáticos: “Estoy protegido como un monumento”.  Tras el fin de la dictadura en 1990, Pinochet parecía disfrutar de una impunidad similar. Entonces, repentinamente, en octubre de 1998, fue arrestado en Londres por violaciones de los derechos humanos y fue detenido en Gran Bretaña hasta marzo de 2000. El libro relata esta conocida saga, con el objetivo de añadir nuevos elementos e interpretaciones. De nuevo, Sands revela un interés personal. El asesinato de su pariente Carmelo Soria a manos de la DINA fue uno de los motivos del arresto de Pinochet. De manera extraña, se le pidió que actuara como abogado de Pinochet. Él se las arregló para escabullirse del trabajo alegando que ya había declarado en una entrevista con la BBC que Pinochet no debía gozar de inmunidad procesal. Poco después, tras ser contactado por Human Rights Watch, se unió al lado anti-Pinochet en el caso. Sands jugó un papel relativamente menor en los dieciséis meses de debates legales sin precedentes que siguieron, pero estuvo presente en el tribunal la mayor parte de los días importantes. Su relato del proceso es ágil y claro, aunque un poco entrecortado y con una redacción algo comercial (“la expectación y la ansiedad flotaban en el aire”), y no agrega mucho a la narrativa conocida. Más útil aún, consigue que participantes clave en el asunto, como Jack Straw, el entonces ministro del Interior, se sinceren. “Podría haber decidido que [Pinochet] estaba en condiciones de viajar y ponerlo en manos de los tribunales españoles”, le dice Straw a Sands. “Ojalá lo hubiera hecho”. El libro también incluye información intrigante sobre uno de los abogados de Pinochet, Miguel Schweitzer, con quien Sands se sentó en el tribunal:  “Un hombre de mediana edad, elegantemente vestido y de rostro carnoso y afable, que desprendía un agradable olor y exhibía una generosa mata de cabello blanco muy bien cuidado. Aquella mañana se presentó con una voz cálida y melodiosa y un apretón de manos, hablando un inglés con marcado acento español”.  Como sucedió con muchos de los facilitadores y partidarios de Pinochet en los establishments  chilenos y británicos, durante su detención, así como durante su dictadura, las maneras de Schweitzer, muy conscientemente civilizadas, y sus argumentos superficialmente razonables sobre el derecho de Chile a autogobernarse distrajeron de las electrocuciones y lanzamientos desde helicópteros, en las que el régimen de Pinochet se especializaba. La admisión de Sands de que Schweitzer lo sedujo un poco —“La verdad es que me caía bien”— sugiere que incluso quienes investigan los horrores del autoritarismo a veces buscan distraerse, y quizá incluso creer por un momento que no ocurrieron. Sands también revela algo más específico sobre Schweitzer: décadas antes, siendo estudiante de derecho, había ayudado a Rauff a frustrar el intento de Alemania Occidental de extraditarlo. Al igual que quienes se oponen a las dictaduras, quienes defienden los regímenes suelen estar comprometidos por un largo trayecto. El otro personaje fresco y memorable en las numerosas secciones del libro sobre la estancia de Pinochet en Gran Bretaña es Jean Pateras. Lectora del Daily Mail  residente en Sloane Square, de ascendencia chilena, argentina y británica, fue contratada por la Policía Metropolitana como intérprete de Pinochet. Pensaba que era un "malvado hijo de puta", pero cumplió con su deber concienzudamente. Su silenciosa venganza consiste en haberlo visto en su peor momento y ahora habérselo contado todo a Sands. En una ocasión, creyendo erróneamente que estaba a punto de ser liberado de su tan estrecho arresto domiciliario en Surrey, Pinochet se sentó “rodeado de bolsos de Burberry y Harrods”. La perspectiva de regresar a Chile había animado a su familia a hacer “compras masivas”. El escape final de Pinochet desde Inglaterra aparece sesenta páginas antes del final del libro, y la atención se centra de nuevo en Rauff. Parte de lo que hizo por la DINA se hace más evidente. Al igual que en el Holocausto, se trataba de una flota de camiones, el confinamiento de personas en su interior y la eliminación de los cuerpos mediante métodos industriales. Los camiones prestaban servicio a centros de tortura de todo el país: Londres 38, una dirección en una bonita zona del centro de Santiago, fue uno de los más notorios. La escala de la operación y la rapidez con la que se montó —los camiones y la fábrica de harina de pescado fueron tomados por los militares el día del golpe— sugieren, como señala Sands, que se planeó y puso en marcha mientras Chile aún era una democracia. Cuando la política democrática se vuelve lo suficientemente agria —como ocurrió durante la presidencia de Allende, cuando sus políticas socialistas amenazaron con acabar con muchas largamente establecidas jerarquías chilenas—, la frontera entre el conservadurismo típico y una versión autoritaria de “emergencia” puede llegar a difuminarse tanto que desaparece por completo. Sands no prueba todo lo que se alega que Rauff hizo en Chile. Exactamente cuándo comenzó a trabajar para el régimen de Pinochet, cuáles eran sus cargos, cuánto duraron: nada está establecido con certeza. Sands dedica mucho tiempo a confirmar los rumores de que Rauff participó en el diseño o la gestión de un campo de concentración para presos políticos cerca de Punta Arenas. El campo ciertamente existió, en la cercana isla Dawson. En marzo de 1974, el periodista británico de derecha Peregrine Worsthorne obtuvo permiso para visitarlo para el  Sunday Telegraph . En su relato, inquietantemente crédulo, describió sus condiciones “duras, pero no escabrosas” y al comandante con “mejillas sonrosadas y una sonrisa dulce y humorística”. Sands no menciona este episodio, ni los muchos otros ejemplos de entusiasmo por el régimen entre los conservadores de democracias fuera de Chile; en cierto modo, un fenómeno más inquietante y significativo que las estrechas relaciones del régimen con antiguos nazis. A pesar de los esfuerzos de Sands, Rauff sigue siendo una presencia difusa en el campo de concentración, posiblemente una ficción conveniente para algunos chilenos, un extranjero al que culpar de lo ocurrido allí. Su papel en los centros de tortura está establecido de manera más sólida, aunque no definitiva. En un impactante pasaje final, dos sobrevivientes de la sala de electrocución de Londres 38, León Gómez y Miguel Ángel, visitan el edificio con Sands. “Rauff miraba y escuchaba”, recuerda Gómez, “y a veces hacía un ademán como diciendo: ‘¡Más corriente’ o ‘¡Corten la corriente!’. Pero el alemán, que hablaba en alemán, sobre todo escuchaba”. Miguel Ángel no está tan seguro: “Sabes que van a torturarte y te pones tan tenso que no te fijas en nada”. Sands descubre que otros edificios que Rauff y la DINA usaban han sido demolidos. Gran parte de la documentación de esa policía secreta ha sido destruida. Muchos chilenos, ya sean víctimas o participantes, todavía tienen demasiado miedo de hablar sobre algunas de las cosas que hizo la dictadura, incluso treinta años después del regreso de la democracia. Y quienes fueron arrastrados por Chile por la red de camionetas de Rauff no pueden revelar lo que sufrieron. Como le dice un juez chileno a Sands: “no sabemos de nadie que llevaran en esas camionetas y luego liberaran”. - Artículo aparecido originalmente en London Review of Books 47-12 (2025). Se traduce con autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia. - Calle Londres 38 Philippe Sands Trad. F. J. Ramos y J. M. Salmerón Editorial Anagrama, 2025

  • Seis poetas de Myanmar

    Selección y traducción de Enrique Winter Maung Aung Pwint (Hpayakon, 1945) Ribera de aterrizaje El ganado  pisa sus huellas, él pisa las huellas del ganado ese día en nubes de polvo marchan arduos hacia el río. ¿El hombre dirige al ganado o el ganado dirige al hombre? Apoyado en su bastón, lo dejaron muy atrás, su foto en la orilla sale a la luz desde las sombras borrosas: ¡qué rápido envejece! En un momento baja a tomar como lo hace el rebaño. Nyein Way (Rangún, 1962) Una nube de sentido sobre mi cabeza Siempre hay una nube de sentido sobre mi cabeza, lo sé pero siempre miro al suelo Nunca miro al cielo porque mi cabeza está pegada en el calor de la vida bajo mis pies corriendo hacia los zapatos del mañana No sé cómo construir sentido a partir del polvo en el calor pero sé que el sentido está sobre mi cabeza mirándome fijamente El absurdo no tiene sentido la vida misma es el sentido Eaindra (Delta del Irawadi, 1973) Flor del desierto 1 Waris Dirie atisbó al mundo por debajo de su piel que es oscura, brillante y suave como seda negra recién hilada. Lo primero que vio fue a su padre reírse victorioso entre sus esposas como un rugiente león africano. Su madre, respirando pero muerta, contempló con ojos en blanco a su marido desde adentro de la choza de barro que parecía una ratonera. Las manos de su madre en ella fueron ásperas como hojas de maíz, pero se sintió tibia y cuidada. Escuchó el sonido de las pezuñas de camellos a la distancia y vio una planicie feroz reluciendo espejismos. Escuchó el redoble regular de la ronda de tambores en la ceremonia del nacimiento y vio niños de todas las edades y portes, sus mantos coloridos al viento volando. Cuando su madre la bañó en perfume, Waris se rió. Demasiado pequeña para saber que vivir es un maleficio de creencias tradicionales, la vida una taza envenenada de supersticiones y ser mujer una caída en la boca del infierno, Waris se rió. Su risa no dejaba rastros de dolor –no todavía.  Maung Day  (Rangún, 1979) Hay una aldea Hay una aldea que no tiene idea de flores para los muertos. En la misma aldea hay un guardabosques pinchando con una perica. Para los aldeanos, el color de la leche es el color de la vida, y las explosiones de dinamita en las montañas son música. Reciben felices lo que la vida les depara. Sí, hablo de mi aldea. Mi querida, la perica, dijo: “Anoche fuiste como la puerta de un establo en la tormenta”. Soy feliz cuando ella está feliz. Hemos dormido juntos por años. Hemos pasado muchas Navidades Tuberculosas muchos Años Nuevos con Cáncer de Garganta. Tenemos un par de hijos bastardos también:uno mitad perro mitad fénix, uno mitad ogro mitad mango, y uno mitad hombre mitad gusano. Nos dijeron que respetáramos el desarrollo moderno. Nada que hacerle salvo un cara pálida al sol con desprecio. Como mis hermanas, soy una playa sin arena y como mis hermanos, soy un pozo sin agua. El tiempo es el hijo retardado que no sabe dónde ponerse en la foto familiar. Queridos niños, hay mucho más  que decir y esta historia podría llenar cada página. Han Lynn  (Kalaw, 1986) Estimado doctor Phyo Wai Linn: Olvidé cómo se llega a los lugares a los que solía ir. No duermo por las noches. Desconocidos absolutos me abrazan con cariño. No recuerdo cuánto calzo cuando me preguntan en la zapatería. Ni siquiera sé amarrarme los cordones. Casi me desmayo cada vez que me paro de golpe. Nunca me siento fresco ni digno cuando me levanto. Todos los números de teléfono que me sabía se mezclaron a estas alturas. También las claves. No me di cuenta que me había echado la pasta de dientes en la cara hasta que noté la falta de espuma. A veces me siento mareado el día entero. No me acuerdo cuántas veces diarias tomo esas pastillas que debo tomar una vez al día. No duermo por las noches. No logro cuidar los pendrives donde guardo mi información personal. No puedo leer una novela sin volver a las primeras páginas porque no recuerdo los nombres de los personajes. No me doy cuenta que ya la había leído hasta que la termino. Cuando le rezo a las nueve virtudes de Buda me paso de largo o bien no llego a las nueve. Se me olvida pagar mi trago en el salón de té hasta que el mozo me grita. Podría caminar con los ojos cerrados por la calle, igual tengo que seguir las señales y pedirle direcciones a la gente. Me duele la cabeza a cada rato. Me duele tanto que ningún remedio me alivia. Cuando alguien me preguntó lo que almorcé sentí que me partía un rayo. Cuando me encontré un Levi’s 501 en una maleta vieja y le pregunté a mis hermanos y tíos de quién era, todos me respondieron lo mismo: tuyo, si la etiqueta está cortada. Puedo irme derechito para la casa solo si me lleva un taxi. Me lavé la cara con pasta de dientes. No lo sabía hasta que no hizo espuma. Las jaquecas son bien insoportables. Dígame si no es divertido que un paisano como yo no pueda sacar sus manos del mapa callejero de Rangún en pleno centro de Rangún. Cada vez que llego a un lugar no hay forma de que emerja el motivo por el que fui. Me la paso confundiendo a Myo Naing con Moe Naing y viceversa, y hablando tonterías por teléfono. Una vez casi colapsé al pararme. Me quedo dormido al alba y me despierto al atardecer porque no puedo dormir de noche. Es que no logro tener clara la hora o el lugar o ambas en lo que a compromisos se refiere. Las aspirinas no me quitan las jaquecas. Leo las novelas enteras de nuevo, desde el principio hasta el final. Por error me lavé la cara con pasta de dientes. Tengo una jaqueca espantosa, doctor.  Atentamente,  Han Lynn.  Nyan Linn  (Mawlamyaing, 1988) Ponche de frutas Algo se harán las manecillas del reloj con solo doce dígitos ¿Y si el invierno no existiera del todo? Dentro de la taza aparentemente vacía y llena del humo que desborda Una está medio llena Una está medio vacía haciendo telarañas entre la palma y el dorso contento aún con las palabras que mi abuela dice hasta el día de hoy “completar el silabario no te hará un letrado”. Dudo que el tren encuentre la estación. Mi abuela tampoco encuentra ya el tren. Aún espero y espero por trenes que no traen silabarios con media mueca y media mirada de reojo tomando aún las inquietas líneas del sedimento hechas por detrás de la mano últimamente me pregunto por qué “ya no es rico tomar café cuando huele mucho a leche”, dicen.

  • Arte: palabras

    Cuatro chicas en bikini bailaban sobre el mostrador, donde los presentes podían agenciarse dosis gratuitas de vodka y cerveza: antes de que imaginen nada, les aclaro que estoy hablando de la inauguración de una feria de arte contemporáneo. No digo que todo el arte que se fabrica hoy sea superficial, pero dios sabe que buena parte sí lo es. Uno podría echarle la culpa a la mercantilización, aunque sin esta el arte de antaño no habría sido posible. Pero incluso el arte antimercado es tonto. Seguramente el renombrado curador Ivo Mesquita tuvo una sensación similar cuando, no recuerdo en qué año, al hacerse cargo de la Bienal de Sao Paulo, sostuvo que el arte pasaba por una crisis. Las razones no me quedaron claras; al parecer, el exceso de bienales y galerías habría provocado un aumento artificial de la cantidad de arte en circulación o, para usar una expresión con la que estamos más familiarizados por estos días, se habría producido una “burbuja especulativa”. Mesquita fue al rescate del arte moderno y, como primera medida, excluyó la pintura y los murales de la bienal, que cedieron su lugar a géneros artísticos emergentes, como las instalaciones conceptuales y las performances . No contento con lo anterior, el curador dejó vacío el segundo piso del edificio de la expo para invitar a la reflexión. Harían falta muchas páginas para enumerar las curiosidades que ha producido el arte como señal de crisis, desde que Duchamp expusiera el famoso inodoro de Elsa von Freytag-Loringhoven. No censuro ninguna pero me preocupa que en su desesperación creativa los artistas hayan llevado las cosas al extremo de poner en riesgo su salud. Hubo uno que cocinó usando su grasa corporal y en Francia, no hace tanto tiempo, una mujer jugaba a deformarse la cara con cirugías. Otros vanguardistas eran especialmente crueles consigo mismos en la Viena de los años sesenta, bebiendo su propia orina y practicándose cortes con hojas de afeitar. No entiendo que una obra de arte pueda considerarse tan importante como para justificar estos y otros desenfrenos.  A riesgo de contradecirme y obedeciendo un poco al curso libre de los pensamientos, diría que aunque Bob Flanagan se clavó el pene en una tabla, representa en mi opinión un caso desconcertante que de ninguna manera podría acusar de frívolo. Más bien me inspira una tristeza profunda. Pero alejémonos de él y acerquémonos a los artistas del presente, por ejemplo, a Yang Zhichao, que se plantó pasto en la espalda, sufriendo por ello infecciones medianamente graves. La experiencia le sirvió para establecer un contrapunto entre la agresividad de la naturaleza y la insipidez de la tecnología, ya que en una “obra” anterior se había injertado un trozo de metal en el muslo sin que ello reportara consecuencias negativas para su salud. No sé qué utilidad hayan traído estas conclusiones al arte pero ahí están y quienquiera que las necesite puede echar mano de ellas. Justo me viene a la mente un señor australiano que se injertó una oreja artificial en el antebrazo, y con lo dicho hasta aquí puedo traer a colación la cita de Nietszche: “el espíritu del poeta ansía espectadores, así sean búfalos”. Otras obras son más amables con el cuerpo. Según me contaron, en una feria o bienal equis una artista se paseaba en traje de baño apuntando a los rostros de la audiencia con una cámara. Yo no asistí pero algunos artistas conceptuales me dijeron que estaba correctamente diseñada; ellos, desde luego, usaron una expresión más coloquial. Me parece entender que el propósito de la obra era captar la reacción del auditorio ante la exhibición de un cuerpo femenino saludable. Al final de todo está el deseo, pero más bien el deseo de llamar la atención del colectivo, me parece a mí, o más bien, al final de todo está nuestra condición de seres sociales, en la que se afirma nuestro éxito evolutivo según Harari y nuestro calvario según Freud. El egoísmo se pone en tensión con la vida comunitaria, que es la que nos ha hecho prevalecer sobre las demás criaturas. Sin embargo, también cumple un rol dentro del colectivo: el impulso egoísta puede ser funcional para el grupo. Nuestra tendencia a seguir a líderes —egoístas— nos permite actuar como un solo cuerpo. Tal vez lo dijo alguien, o tal vez es una conclusión ingenua. En Rusia un joven fisiculturista se está inyectando ahora mismo no sé qué hormonas en los brazos para hacer crecer sus bíceps de una manera grotesca. Si la gente –es decir, el colectivo– no lo detuviera en la calle para fotografiarse con él, nunca lo habría hecho. Eso no es arte, claro, pero solo porque no viene acompañado de un discurso artístico. Me explico enseguida. Tiempo ha, en una de las obras de la bienal internacional de video arte que se exhibía en Matucana 100, una pantalla mostraba a cuatro hombres sentados ante un auditorio, mientras uno de ellos leía una serie de letras y números, como si estuviera dictando una conferencia. Al lado de la pantalla un escrito explicaba que estaba leyendo el código fuente de un virus informático. Toda la explicación estaba en el texto, de modo que se podía perfectamente prescindir de las imágenes, bastante monótonas por lo demás. El valor del video radicaba en su condición de documento acreditador de que la lectura del código fuente del virus se había llevado a efecto. El objeto en este caso, el video, es entonces secundario. La obra reside en su explicación; y esta es la tónica en una vasta comarca del arte moderno. El discurso aparejado a la obra plástica ha cobrado tanta importancia que al artista se le exige dominar la escritura casi tanto como pintar o esculpir, e incluso estas actividades –decirlo es una perogrullada– se han vuelto innecesarias. El objeto en sí necesita ser explicado. Yang Zhichao expone tres mil cuadernos gastados en una galería. Luego nos enteramos de que se trata de diarios de vida de ciudadanos chinos de los últimos treinta años. Nadie los va a hojear, obviamente, pero están expuestos como evidencia. El artista dice que son la psiquis del pueblo chino y por lo tanto, la oposición de la individualidad al modo colectivo de vida impuesto por Mao, y que si el arte no explora nuevos territorios la sociedad no puede progresar. Todo eso dice y está muy bien, porque si no, solo veríamos un grupo de cuadernos viejos apilados que, naturalmente, tendrían cero valor estético. Por suerte para el arte, la palabra vino al rescate de la obra. De esta, al menos.  El mejor ejemplo de apuntalamiento verbal de una obra tridimensional, en mi opinión, está en el famoso tiburón de Damien Hirst que flota con las fauces abiertas en una solución de formaldehído. La obra ya es impactante por sí sola pero cobra profundidad cuando se la asocia con su nombre, consistente en un verso solitario y fuerte como Atlas: La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo . Una persona compró el tiburón, mas éste dio muestras de descomposición algunos meses más tarde por lo que hubo de ser reemplazado por un nuevo ejemplar. Hirst tiene altibajos como todo artista. Se le critica mucho por el alto valor en que se venden sus obras y porque no interviene en ellas más que con el diseño. A mí no me molesta que los artistas vendan caro su trabajo, y según veo, los compradores que quieren vanagloriarse de su buena situación económica no hacen daño a nadie, siempre que paguen sus impuestos. Hace poco un tarado, ebrio de autoafirmación –en buena hora, digo yo–, compró un plátano a un artista italiano en una burrada de dinero. Bravo.  El panorama del arte que pintan antiguos clásicos al referirse a la situación de su tiempo es muy similar al nuestro. Aristóteles llega a sostener que “la opinión de los antiguos (…) coincide con la nuestra, y de la música pensaban absolutamente lo mismo que nosotros”. Se me ocurre por tanto que la actual cantidad de chantas por metro cuadrado de galería de arte no difiere de la que hubo en otras épocas, con lo que pienso que Mesquita es un exagerado.  En lo que a mí respecta, prefiero decorar mi pieza con un buen afiche de Metallica a hacerlo con la foto de una mujer desfigurada o con una caja de vidrio donde un grupo de moscas vuelen sobre un trozo de carne putrefacta. Aunque más allá de lo que me guste o disguste, es fantástico que cada quien pueda hacer lo que le plazca.

  • Entre melancolía y júbilo

    Notas sobre Los espectadores del pasado. Cómo el cine piensa la historia , Pablo Aravena Núñez & Gilda Bevilacqua La única fuerza contestataria del presente es el pasado: es una forma aberrante,  pero todos los valores en los cuales nos hemos formado, con todas sus atrocidades, sus lados negativos, son los que pueden poner en crisis el presente. Pier Paolo Pasolini (El pasado es subversivo) 1. Un temible duende recorre silenciosamente el conjunto de ensayos que componen este volumen: el duende del posmodernismo. En distinta medida, todos se baten con la constatación de que vivimos en una suerte de estado de impotencia. Algunos autores, por ejemplo, Henríquez y Sobarzo, recurren expresamente al término “crisis” para anudar una serie de indicios que, en el primer caso, daría lugar a un nihilismo inmovilizante y, en el segundo caso, a una superficialidad que impide el distanciamiento necesario para leer lo que acontece. Este estado actual de impotencia equivale estructuralmente a aquel que Benjamin pensó ya en la primera mitad del siglo pasado ( Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre ): leyendo con atención el Génesis, sostiene que, tras la expulsión del Paraíso, se corrompe también la perfección del lenguaje humano, esa que fuera otorgada por el mismo Dios cuando, excepcionalmente, nos delega su facultad de nombrar las cosas a través de la palabra que le había servido como medio de creación (y es que Dios literalmente hace cosas con palabras , es decir, es el/a primer/a performer ). A partir de ese momento, el lenguaje humano deja de ser puro para convertirse en instrumento, esto es, se autoimpone la necesidad de comunicar algo más que a sí mismo. Así, el ser humano se hace consciente que su palabra nombra lo que ya ha sido hecho por Dios y, por tanto, que la palabra pronunciada no se corresponde con la cosa a la que refiere, viviendo con la impotencia de saberse encerrada/o en una sobredenominación constante. 2. El estado de impotencia seguido de esta constatación de que no existiría una relación natural entre las palabras y las cosas, se agudizaría cuando se repara en la dimensión corporal del momento en que las pronunciamos: cuando se advierte que, al decir de Rancière, las palabras se encuentran siempre en exceso o desfase temporal respecto de las funciones vitales de quien las pronuncia ( Historia y relato , 38-39). Situándose en sede historiográfica, este estado intensificado de impotencia se modula en este libro en la toma de consciencia de varias imposibilidades ontológicas. La primera es la de aprehender un hecho: “ni la disciplina histórica puede ofrecernos una imagen del pasado ‘tal como fue’, ni los géneros de arte histórico, incluidos el cine, quieren ofrecernos esta imagen”, afirman Salinas y compañía (86). La segunda es la de la afirmación de un tiempo cronológico que fundaría una concepción lineal de la historia: “…asistimos y vivimos en la crisis de la seguridad ontológica que brindaba la modernidad, a partir de la ilación de estratos temporales que permitieron distinguir pasado, presente, futuro”, sostiene Henríquez (160-161). La tercera es la de formular un criterio que habilite a sostener que un hecho es verdadero, y, por tanto,   encontrar certezas ante al mutismo de las cosas en la medida en que “los hechos,  de hecho , no pueden hablar por sí mismos” (Elizabeth Cowie, Recording reality, desire the real, 26). Y, por último, teniendo en cuenta todo lo anterior, la imposibilidad de fundar las imágenes en la “idea de una referencialidad y origen únicos” (Taccetta, 82), sin por ello abandonar la comprensión del cine como una forma expresiva que reclama un vínculo con la realidad, que incluso, Salinas y compañía, llaman “vínculo referencial con la realidad” (86). 3. El peligro que este libro se propone enfrentar, entonces, es el del supuesto relativismo atado a la posmodernidad que, como afirma Sobarzo, en algunos casos se presenta paradojalmente como una certeza de que las cosas no pueden ser de otro modo: “hoy una clase (la burguesía corporativa de los países occidentales) descubrió la forma de congelar el tiempo, de aguar de tal forma sus posibilidades que resulta imposible pensar una transformación del presente”, dice (170). La lectura de este conjunto de ensayos contribuye a especular si acaso la peculiaridad del lenguaje cinematográfico es poner en cuestión la raíz misma del equívoco según el cual de la constatación de tales imposibilidades se sigue que toda forma de representar un hecho estaría cubierta por un manto de arbitrariedad. O, dicho en términos positivos, que el lenguaje cinematográfico muestra que la existencia de distintas formas de representar un hecho es el punto de partida, y no el punto de llegada de cualquier obra, tenga o no base documental (textual, visual o audiovisual). En ese marco, advierto al menos dos actitudes fundantes de los ensayos aquí reunidos: la primera es una melancólica, en el sentido que, tal como proponía Benjamin, hace la experiencia de esta impotencia, intentando anular las jerarquías entre hecho y formas expresivas, pasado y presente, acontecimiento y documento para así postergar la pregunta por el sentido de modo de impedir que sea absolutizado; y la segunda es la jubilosa, en el sentido que hace de su propia lectura un testimonio de que evidenciar dichas imposibilidades abre una multiplicidad significativa y, en esa medida, nuestro presente sería susceptible de ser transformado. 4. La actitud melancólica se manifiesta, entre otras cosas, en el empeño de leer en algunos filmes la posibilidad de alcanzar mayor dinamismo frente a la inestabilidad esencial sobre la que se montaría el lenguaje, lo que incluye cualquier formulación de conocimiento histórico, incluso antes siquiera de entrar a discutir la eventual potencia historiográfica del cine. Son ensayos que atestiguan del fracaso de su propio ejercicio de acceder al pasado revelando el modo en el que cierto filme en cuestión muestra algún rasgo de este estado actual de impotencia, sosteniendo así un juego eterno de subversión de cualquier lectura que se arrogue el estatus de verdad absoluta, sobre todo aquellas que lo hacen subrepticiamente. Lo que implica postergar hasta el infinito la pregunta por el sentido toda vez que, en el acto de destruir dicha pretensión de verdad, se queda sin objeto y, por tanto, se auto condena a su propia destrucción. Paradigmática aquí es la traída en causa del cine de ciencia ficción: según Sobarzo, este tipo de filmes “logran historizar nuestro presente porque el capitalismo ha sido capaz de interferir en la capacidad de imaginar el mundo haciendo de él la eterna repetición del orden social existente. Al no poder visualizar otro mundo, el presente aparece como distopía” (174).  5. La actitud jubilosa, en cambio, realiza la tentativa de girar la mirada desde la constatación de dichas imposibilidades a la producción de las condiciones para la disputa por el sentido del presente en el que se despliega. Dentro de quienes asumen esta actitud, también se pueden rastrear, al menos, dos aproximaciones. La primera es aquella que, partiendo de la premisa que “el centro de gravedad del conocimiento histórico no es el pasado, es el presente” (Aravena, 49), sostiene que la potencia historiográfica del cine se expresaría toda vez que genera un “efecto de extrañamiento” mostrando prácticamente que nuestro presente es “artificial, deliberado y aleatorio” (Aravena, 50). La generación de este efecto, por cierto, no prejuzga la modalidad que adopte el filme o las operaciones cinematográficas que se utilicen, por ejemplo, tratando con archivos (textuales, visuales o audiovisuales) que documentarían un hecho; creando un contra archivo que dé cuenta de la ausencia de dicha documentación (Taccetta 57 y ss.); recreando parcial o totalmente un hecho o una época; haciendo coexistir imágenes heterogéneas, solo por nombrar algunas. La segunda es aquella que propone el camino inverso: es decir, antes de tomar distancia, habría que embetunarse del presente para crear su propio marco de legibilidad. Son ensayos que no dicen la potencia historiográfica del cine, sino que la muestran por la vía de poner en escena una lectura de algún filme que, al decir de Ried, convierte los hechos en algo más  (134): unos sostendrán que los convierten en gestos, cuya particularidad es que su lectura fluye de una “apertura semántica” que les sería consustancial al no estar determinados previamente por un fin (Ried, 141), otras dirán que los convierten en un “material activo que puede liberar fuerzas e interrumpir en el presente” (Lattanzi, 120); y, por último, otros afirmarán que se convierten en formas de relación con otros asuntos (Salinas et al , 91). 6. Llegando a este punto, y a riesgo de haber simplificado en demasía la heterogeneidad de los ensayos reunidos en este volumen, se puede tirar de la hebra tramada en algunos de ellos cuando responden a la pregunta del subtítulo ( cómo el cine piensa la historia ) deteniéndose, precisamente, en la peculiaridad del lenguaje cinematográfico frente a otras formas de producir sentido histórico o, lo consideran un “discurso con derecho propio” (White citado por Bevilacqua, 42 y 45) para construir conocimiento, por ejemplo, al operar por medio del montaje (Lattanzi, 116). Y es que el lenguaje cinematográfico, de nuevo en los términos de Rancière, “es más que un lenguaje de imágenes, y el montaje no es simplemente una manera de acercar imágenes distantes […]: es una manera de acercar tiempos, de situar una multiplicidad de temporalidades en un único flujo temporal” ( Tiempos modernos , 98). Todavía más, este único flujo temporal en el coexisten una multiplicidad de temporalidades cuenta, como dicen ahora Comolli & Sorrel, “al menos dos historias: la historia de lo que da a ver y la historia de su registro. La relación entre estas dos historias, la de la experiencia que cuenta el filme y de la experiencia que es él mismo por su producción, su fabricación, su realización, es lo que confiere al cine una gran potencia narrativa, puesto que cada filme, cualesquiera sean las épocas o las situaciones representadas, nos remite al periodo de su elaboración. La función y la proyección actualizan esos filmes constituyendo con ellos momentos de nuestro presente” ( Cine, modo de empleo , 248).  7. Pasolini propuso leer esta especie de sedimentación constante (término de Taccetta tomado en préstamo de Warburg, 63) operada por el dispositivo cinematográfico como producción de un presente histórico. Presente,  por “razones inmanentes al medio cinematográfico”; pues muestra las cosas en su duración en tanto el material con el que se trabaja se hace estrictamente presente frente a la cámara o, en todo caso, frente a nuestros ojos mirando a la/s pantalla/s (Peric, Escandalosa forma , 218). Pero es un presente  histórico  dado que, al ser dispuestas en un filme, las cosas se tratan como pertenecientes a una situación acaecida, y, entonces, están expuestas para la atribución de sentido en la que su materialidad es a la vez guía y producto (Peric, Escandalosa forma , 169). Por ello, la doble actualidad que se predica que instala el archivo, esto es, “la de los materiales y la de la realidad que producen” (Castillo citada por Taccetta, 81), en el lenguaje cinematográfico se amplifica, no sólo por lo que dicen de nuevo Comolli & Sorrel respecto de un filme que se hace de archivos audiovisuales, esto es, que “las sombras y fantasmas que vemos en nuestra pantalla estuvieron vivos[a] como nosotros[as], y la inmensa virtud de la operación cinematográfica es continuar prestándoles vida, aun si se tratara de una sombra de vida” ( Cine, modo de empleo , 57-58), sino porque, como se anticipaba, en el modo de producción y los componentes técnicos de un filme está inscrito otro tiempo que, además, irrumpe en el momento de su visionado presto para su lectura. Teniendo lo anterior en consideración, lo temible del duende no sería el peligro de caer en el hoyo negro del relativismo lingüístico, sino perder de vista que el cine, en tanto que lenguaje, nos muestra que sólo experimentando en los límites de las formas de presentar algo, en este caso un “hecho histórico”, se abre la posibilidad de transformación de la realidad. En otras palabras, que quienes participan de la experiencia cinematográfica transitan de la condición de meras/os espectadoras/es del pasado a fabricantes del presente en el que tiene lugar. - Los espectadores del pasado Cómo el cine piensa la historia Pablo Aravena Núñez & Gilda Bevilacqua Ediciones Inubicalistas, 2025

  • Lecturas de duelo: el dolor como placer

    Nunca pensé que un libro tendría la capacidad de provocarme una sensación corporal intensa hasta que leí La hija única  de Guadalupe Nettel. Recuerdo la sensación exacta de presión en el pecho, de falta de aire, de mareo intenso mientras leía las últimas páginas del libro, tratando de avanzar, porque quería seguir leyendo, y al mismo tiempo frenaba de a ratos porque no me sentía bien. Nettel es una escritora mexicana, contemporánea, ganadora del Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero por su libro de cuentos El matrimonio de los peces rojos , y ganadora del Premio Herralde de Novela por su novela Después del invierno . En La hija única , narra la historia de tres mujeres que afrontan la maternidad de manera muy distinta, por no decir de manera opuesta. Una de ellas, Alina, la voz más fuerte y dramática del libro, se entera a los ocho meses de embarazo de que su futura hija no logrará sobrevivir. Cuando finalmente lo hace, por un milagro o por los milagros de la ciencia, lo que le queda es una sobrevida corta. Es decir, una vida con los días contados, aunque nadie sabe bien cuántos. Una vida, además, tortuosa, limitadísima, a la cual Alina, como madre, intentará adosarle su propia vida, como si el resultado de uno más uno siempre evolucionara, invariablemente, hacia algo mejor. Alina, entonces, ensanchará cada día de su hija a través de todo tipo de experimentos amorosos. Porque si hay algo que desea es que su hija sea eterna, que exista para siempre, pero sabiendo que eso no ocurrirá (nunca ocurre, por supuesto), está claro que lo que se propone es darle en el poco tiempo que tienen juntas una experiencia que se pueda recordar con alguna modalidad de la alegría. En La hija única , la muerte está siempre presente; es lo que hace avanzar a la historia y lo que finalmente también la interrumpe.  La impostura de una felicidad rota desde el principio es lo que angustia al lector; también saber que el final está cerca y que ya sabemos cuál es, pero sobre todo duele y pesa la certeza con la que se lee el devaneo de una madre que sabe que la muerte no la liberará del sufrimiento que siente.  ¿Dónde encontrar la felicidad cuando se espera la muerte? En la misma línea, la escritora argentina Julia Coria escribe Todo nos sale bien (Odelia), otra novela que tiene la capacidad de dejar al lector sollozando. Autora, también, de la saga conformada por La hora primitiva  (Tusquets) y Familia serán ustedes  (Tusquets), a Coria, que es socióloga, le interesa la escritura del yo como recurso para narrar y describe su anatomía en El ombligo del mundo: Notas para escribir autoficción  (La Crujía).    En Todo nos sale bien  Coria cuenta, en primera persona, la agonía de su marido, que tiene un cáncer terminal. El libro es una especie de diario que relata la vida cotidiana de una familia que acompaña en la enfermedad. ¿Dónde está la felicidad cuando lo que se espera es la muerte? Esa podría ser la pregunta que subyace en todo el libro. Tuve la oportunidad de entrevistar a Coria, ya hace algunos años, y charlamos sobre la literatura como catarsis. Ella decía algo así como que no le gustan los libros en los que todo es lúgubre, abrumador, sufrido. Por eso, me explicó, el título de su novela es más bien positivo: Todo nos sale bien . Lo que buscó, mientras escribía, era rescatar esos destellos de bienestar que pueden persistir incluso en medio del drama más grande. También me contó que no escribe para que los lectores sientan lástima por ella, sino que escribe porque su historia puede ser leída como una novela, como una historia imaginativa en la que hay un nudo y ese nudo va desanudándose hasta aflojar. Cuando la muerte es una especie de felicidad La uruguaya Fernanda Trías, con su primera novela, La azotea , que acaba de reeditarse en castellano, no se queda atrás. Mucho de lo que después aparecerá en Cuaderno para un solo ojo , La ciudad invencible , No soñarás flores  y Mugre rosa  ya estaba ahí. Trías acaba de publicar su último libro El monte de las furias .  En La azotea , cuenta la historia de una familia disfuncional constituida por un padre enfermo, arropado eternamente en una cama y acompañado por un pajarraco encerrado en una jaula precaria, su hija, y la hija de su hija. Ni el padre ni la joven trabajan: viven de lo que la exesposa del papá les dejó, luego de una muerte lo suficientemente sospechosa como para despertar intriga a lo largo de toda la novela. Los tres viven un departamento del que casi no salen (y no es una novela pandémica). La encargada del edificio, que es al mismo tiempo, una mujer temida, les hace las compras. Pero llega un momento en que los recursos empiezan a mermar, la presión de los vecinos por que salden sus deudas empieza a dejarlos sin agua, sin comida: sin aire para seguir respirando. Y esa es la gran metáfora. Mejor la muerte si la vida es eso que tienen ahí. El final, aunque durísimo —genera todo menos esperanza (perdón por el spoiler )— resulta esperable. Trías parece decir que la gente desesperada hace cosas inimaginables. Y ahí está, el lector, pidiendo un poco de piedad. Placer y dolor La literatura de duelo es una especie de subgénero que tiene sus muchos lectores y que como fenómeno podríamos identificar como secuela de la escritura de Joan Didion y, en particular, de su libro El año del pensamiento mágico . Allí cuenta cómo perdió a su marido y a su hija en una especie de catarata de infortunio.  Pero también está Sigrid Nunez, con Cuál es tu tormento , llevada al cine por Pedro Almodóvar con el título de La habitación de al lado , donde narra la complicidad entre dos amigas que deciden afrontar la eutanasia con humor, humanidad y amor. Dicen que la ficción ayuda a catalizar sentimientos, a sublimar ideas que racionalmente intentamos evitar, evadir, negar. Hace falta más tiempo y voluntad para entrar en estas historias de duelo donde el dolor de las palabras se traduce en sensaciones físicas difíciles de narrar. Si coincidimos en que la literatura no debiera ser instrumental, es decir que no tiene el deber de servir para algo, o ser útil, entonces, cabe preguntarse qué tipo de placer podemos sentir cuando es todo dolor. - La hija única Guadalupe Nettel Ed. Anagrama, 2020

  • Rojo pasión, rojo sangre

    En la carne nace toda sabiduría.  Cuidado con lo que no tiene carne.  Cuidado con los dioses:  cuidado con la idea. La Reina de los condenados , Anne Rice En el año 1992 se estrenaba en los cines Drácula, de Bram Stoker , cinta basada en la novela homónima de Bram Stoker, publicada en el año 1897, y que se convirtió – hasta el día de hoy – en uno de los manuscritos de ficción epistolar más traducidos de la narrativa gótica. Dirigida por Francis Ford Coppola ( El Padrino ) ha sido considerada como una de las adaptaciones más fieles a esa obra del siglo XIX. Aunque – como suele ocurrir con una mirada novedosa–  también la que traicionó el núcleo narrativo: fundó un vínculo amoroso en dos de los personajes principales . A modo de prólogo, ambientando una Rumania de 1492, la película introducía a un hipnótico Gary Oldman ( Amada Inmortal ) en la piel de Draculia; conocido por ser un sanguinario guerrero de la Orden del Dragón. Su armadura – sin piel, a carne viva– y parte del vestuario, elaborado por Eiko Ishioka ( Mishima ), vislumbró la composición del personaje. En la historia, Draculia estaba casado con Elisabeta, interpretada por una icónica Winona Ryder ( Mujercitas ) y a quien besó y abrazó antes de ir a la batalla que le asignaron ir, para defender la palabra de Dios, de quienes estaban en oposición. En el medio de la batalla, Elisabeta recibía una carta, arrojada por una flecha, donde los enemigos de Draculia anunciaron su muerte. Creyendo esas palabras, escribe una carta contando que su vida no tenía sentido sin él, y que se reunirían en el cielo. Luego se quitó la vida lanzándose a un río. Draculia, al regresar, la encontró muerta en el suelo, cubierta de algas – como Ofelia en Hamlet , de William Shakespeare –. Los sacerdotes le enseñaron la carta que ella dejó y le comentaron, además, que estaba maldita por atentar contra su vida. Consumido por la ira, el guerrero, renunciaba a Dios jurando vengar la muerte de Elisabeta y clavó su espada en un símbolo sagrado: una cruz que derramó una de las cifras de vida de una persona humana: la sangre. Sangre que al beberla lo transformó en un nosferatu: un vampiro. En Londres, cuatro siglos después, Mina, interpretada – una vez más–  por Ryder se hospedaba en la casa de su amiga Lucy, a quien dio vida la actriz Sadie Frost ( El celo ). Mina era una maestra que solía estar vestida con los conservadores vestidos victorianos de color pastel, y portaba en sí, cierta inocencia; Lucy, en cambio, era una aristócrata que no ocultaba su interés hacia lo desconocido (nada más lejos de cómo se la describía en la novela de Stoker). Mina estaba comprometida con Keanu Reeves ( Constantine ) interpretando a Jonathan Harper; un abogado que le encomendaron viajar a Transilvania para concretar la venta de una casa en Londres que su antecesor, el Señor Renfield, no pudo finalizar. En el viaje, Jonathan, leía con atención la carta del nuevo comprador: ni más ni menos que el Conde Drácula. En la correspondencia, el conde, le explicaba que su carruaje lo recibiría cuando llegara a destino. Esa trayectoria de viaje– y la película– musicalizada por el compositor polaco Wojciech Kilar ( La muerte y la doncella ) y los efectos visuales de Tom von Badinski( Godzilla ) conducían al espectador hacia un clima enigmático: unos ojos azules que observaban en un cielo rojo. A medida que la película transcurría, el espectador podía ir desvelando poco a poco los planes de Drácula: conquistar a Mina, a quien Drácula creía la reencarnación de su amada Elisabeta. Para llevar a cabo esos planes contó con la ayuda de sus novias vampiresas, interpretadas por tres actrices de lenguas multiculturales: la italiana Mónica Bellucci( Malena ); la israelí Michaela Bercu; y la rumana Florina Kendrick. Cada vampiresa con su particularidad física (como la cabellera de medusa de Kendrick), pero caracterizadas en alusión a un estilo griego y bizantino, y maquilladas, en conjunto con el elenco, por Greg Cannom( Hannibal) y Michèle Burke  (La Celda). Las tres creaturas le quitaban vitalidad a Jonathan bebiendo de su sangre, mientras Drácula se iba en Barco a Londres a buscar a Mina .  También hay que decir que, sin escenografía no habría película: un castillo, un templo, una mansión, criptas, laberintos y jardines han sido el resultado del trabajo a cargo de Garrett Lewis.  Tanto la novela, como la película, describen las habilidades que tiene el vampiro: puede transformarse en lobo, ratas, murciélago y en niebla; puede hipnotizar a los seres humanos; y puede manipular el clima. Pero ese mundo detrás del mundo tiene sus limitaciones:   puede caminar bajo la luz del sol, sí, pero sus dones están debilitados; no puede ingresar a un hogar sin invitación (en principio) y necesita de la tierra sagrada de Rumania para su descanso. Esa atmosfera inexplicable es la que, según H.P. Lovecraft ( Dragón ) y Horace Walpole ( El castillo de Otranto ) otorgan la autenticidad que se desplaza en una ficción gótica. Hay dos actuaciones de la película, además de Oldman por su puesto, que resaltaron de riqueza: el Doctor Van Helsing, a quien le dio vida Anthony Hopkins ( El silencio de los inocentes ) y Tom Waits, al Señor Renfield. Van Helsing era un médico especializado en ocultismo cuya obsesión, exclamada a gritos en una escena, era Drácula, y por ende Mina – que algo de él olía en ella–. Renfield, por otro lado, era un abogado que, a raíz de conocer al Conde, perdía la razón y empezaba a llamarlo “Maestro” y que, al volver a Londres, era recluido en una institución mental. Sin embargo, el mismo Renfield les advertía a los demás sobre Drácula: siempre dijo la verdad. Pero por su extrañeza no le creían: lo excluían. Fue el personaje de Mina quien, en un momento de cercanía, le creyó: creando un breve lazo que lo sacaba del aislamiento, con un modo que tenemos los humanos: dialogando. Hubo grandes aciertos estéticos por parte del guion adaptado por James V. Hart: la escena en la que Mina caminaba por una vereda con un mítico vestido color verde y Drácula la observaba con unos lentes azules – el color que Rebecca Solnit define como el color de la distancia– y en la que él le susurraba: “mírame, mírame” haciendo que ella – en un primer plano– lo mirara.  Después de todo, el cine, en parte, es eso: rostros y miradas . Además de los primeros planos en los que el alemán Michael Ballhaus indicaba qué instrumentos utilizar para concentrar, difundir y recortar escenas iluminadas de rojo, y la cámara pathé que utilizaron como un guiño al cine mudo y a D. W. Griffith. E Imposible dejar de lado la imagen del personaje de Lucy, como una inmortal, vestida de blanco simulando a un reptil en el mausoleo. O al mismo Drácula vestido de negro besando a Mina con un imponente vestido rojo, rodeados de velas encendidas.  La ropa fue el gran concepto audiovisual que le interesó a Coppola: el vestuario como luz y la escenografía la contraluz que evocaba los sueños. Si bien Drácula estaba sumergido en una melancolía de la cual no podía salir; un duelo que no supo hacer y que su odio lo anclaba, es factible evidenciar que la película señaló ese inicio: se odia lo que antes se amó. Por otra parte, hubo fuerza radicada, en una palabra –  en el cuerpo de una palabra –, palabra cuya etimología lo puso en movimiento; lo sacó del anclaje, la palabra recordar: volver a pasar por el corazón. Cada vez que el Conde, o el Príncipe, recordaba a Elisabeta, su malevolencia se esfumaba, la ternura se asomaba. La historia concluía en un lazo de gestos: de lo humano y lo divino. Habrá otras adaptaciones de Drácula, de esa novela en la que Stoker se inspiró a partir de un sueño; una “pesadilla” en algún lugar de Inglaterra y que, como cuenta Elizabeth Mac Andrew, la esencia de lo gótico radica en la ficción de las pesadillas.  Lo que si podemos afirmar es que ese trabajo fílmico y colectivo de los años noventa, y que está grabado en varias capas de nuestro aparato sensorial, tiene la capacidad de la menta seca: pase el tiempo que pase no desvanecerá su perfume.

  • Imaginario sin patria

    Si el padre fuera la patria, Guillermo Grebe sería un despatriado. Uno que se ha expresado en las fronteras, que ha permanecido desafiliado, que ha cambiado de hábitos e ideas, que se ha exiliado y retornado varias veces. Uno que no hace filas, sino rondas.   Parejamente dispareja es tu pintura. Tal vez el cambio permanente de imaginario sea el rasgo más notable de tu obra. Es que yo soy un pintor medio bipolar.   Hay un síntoma de libertad en ese cambio, no te amarras a una identidad fija. Y eso, en estos tiempos de fanatismo identitario, me parece valioso. Tal cual. Eso es parte de mi manera de estar en el mundo. Yo cambio porque me aburro. Y eso es lo que me pasa. Pero siempre vuelvo a la pintura, por algo es.   ¿Qué te pasó cuando saliste de la universidad? Que sentí que no iba a vivir del arte. Eso requería de un rigor y una disciplina que me daban lata. Y yo era muy disperso. Además eso de pintar para vivir y que me manden a hacer unas pinturas para yo vender no me convencía, todavía no me cuadra mucho. Por otro lado, era difícil en ese momento proyectarse en cualquier cosa; había una crisis tremenda, época de protestas, finales de dictadura. Mucha turbulencia, revuelta social y la Universidad de Chile era también un núcleo de contracultura. Yo no me proyectaba como artista. Salí de la universidad con un súper buen examen, me saqué un siete, pero no me quise titular. ¿Para qué si no iba a vivir del arte? Yo decía: “Ya estudié, ya sé pintar, pinto bien”. Ahora pienso que me faltó un padre que me obligara a titularme. Me faltó la “ley del padre”, porque él se involucró poco en mi vida. Yo digo que fue un error no titularme, y se lo atribuyo a mi padre. Porque cuando uno es adolescente y es pendejo, está el padre como esa ley que debería obligarte a terminar la carrera.   ¿Cómo influye en tu constitución psíquica la falta de padre? Mucho. Es lo que te decía. Me faltó esa ley, ese orden. O sea, mi padre estaba pero era un tipo muy lineal, era como anodino, era muy enfermo y era un artista frustrado. Mi viejo era un dibujante impresionante, pintaba solo, autodidacta, pero no logró desarrollarse y constituirse como una figura potente para mí.   Saliendo de la universidad te metes en el mundo de la publicidad. ¿Cómo fue eso? Me puse a hacer cositas gráficas y tenía como cliente a Manpower, un instituto de secretariado. Y después me conseguí una práctica en una agencia de publicidad chiquitita, que era muy fuerte gráficamente. Al final entré a una de esas agencias grandes trasnacionales como asistente de director de arte y, de ahí, estuve 15 años trabajando en distintas agencias. Terminé llevando cuentas con clientes, viendo contenidos, todo.  Ahí yo estaba casado con dos hijas.   Y después de 15 años retomas la pintura Por el año 2002 me separo y empiezo a quebrarme. Tuve una presión muy heavy y me quedé solo y sin pega un tiempo. Ahí monté un taller pequeñito y volví a pintar. Eso duró un par de años y de nuevo estuve sin pintar otros diez años. Pero el 2013 regreso definitivamente a la pintura y eso marca un punto de inflexión importante, porque desde entonces tomo la decisión de ser artista profesional, aun cuando pueda combinar el trabajo de taller con otras cosas. ¿Cómo eran las obras que hiciste entre 2013 y 2024? Era un trabajo mucho más programático y vinculado a mi práctica en publicidad, no solo a nivel estético, sino también en la forma de operar. Yo me planteaba series temáticas, en las que desarrollaba una idea. Estudiaba y leía para configurar ese contenido que luego pasaba a una imagen digital y finalmente al óleo sobre tela, en grandes formatos. Hice series basadas en obras de literatura y películas y creaba universos construidos como collages digitales. Recurría a imágenes de internet, clichés publicitarios, íconos pop. Es decir que esas obras son combinaciones de referentes que pertenecen a la historia y a la cultura popular. Es mi trabajo más conocido: con colores vibrantes, imágenes fuertes y directas, figurativo. Con estos elementos armé escenas que tenían un carácter surreal, donde se generaban contradicciones y situaciones bizarras. La verdad es que yo me divertí mucho haciendo esas obras, había algo vitalista, eufórico y me conectaba de manera muy eficaz con los entornos artísticos.   Renuncias a una fórmula exitosa para lanzarte a una pintura totalmente distinta, casi opuesta, sin ninguna certeza sobre cómo esta nueva obra será recibida. Obedece a una necesidad interna, como te digo. Yo necesité entrar en un contacto más profundo conmigo mismo, y también regresar a cosas que venían de la infancia, como el hecho de dibujar. Ahora estoy dibujando mucho, estoy trabajando más cercano a la poesía y con un compromiso del cuerpo, de la mano. Es una obra más sencilla, de un formato más pequeño, más íntima y artesanal.    Hay varios renunciamientos ahí: salir de una zona de comodidad, renunciar a la fórmula, abandonar lo tecnológico y también la grandilocuencia del formato… Pero si te soy honesto no tengo mucha respuesta para explicar los cambios en mi obra. Supongo que mi trabajo hace eco de mis propias transformaciones. Siempre ha sido así: estoy en algo, lo sostengo, pero llega un momento en que me aburro. Estas últimas obras tienen algo así como un anacronismo contemporáneo. Y eso es interesante, porque no solo desmontas identidades, sino que también cuestionas la idea del tiempo lineal y repones un tiempo circular, que actualiza el pasado permanentemente. Puede ser. Yo no creo en el progreso. Si uno mira la historia del arte no hay progreso.   Es que la imaginación es anacrónica. No está en el pasado ni el futuro. Claro, la construyo en mi mente, porque yo no estoy trabajando con ninguna imagen externa ahora, es lo que se me aparece. Puede aparecer cuando estoy durmiendo. De repente aparece el cuadro en la forma de un croquis. Por eso se me hace natural, porque yo toda mi vida dibujé, desde que tengo cuatro años. Obra de ronda   Hablábamos el otro día de esa frase de Lemebel sobre las filas y las rondas. Y tu obra ha sido una obra de la ronda. Yo siempre he dicho que es femenina mi obra, yo soy muy femenino, siempre me he vinculado emocionalmente con mujeres, me crie con madre y hermana, tuve y tengo muchas amigas mujeres, mis hijas son mujeres. Ya te digo, no tuve mucho modelo paterno.     ¿A ti te gustan todas tus obras? Me gustan más las que hago ahora. Sin embargo, hay pinturas de las realizadas entre 2014 y 2022, que me vuelan la cabeza, que de verdad me fascinan. ¿Y por qué te gusta más tu actitud de este periodo? Por cómo me siento yo pintando. La gestualidad es más inocente. Siento que es algo más propio, más auténtico, sin pretensión. Pero está la pretensión de hacer este gran libro. ¿O eso no es una pretensión? Más que pretencioso, es tener un libro que contiene 11 años de trabajo y que tal vez sea una llave especialmente diseñada para una puerta que no me he atrevido a abrir yo por mí mismo. Un libro es una manera de quedarse con la memoria entre las manos y ver que pueda pasar con eso.   Has permanecido al margen del circuito profesional del arte. Yo diría que he mantenido una sana distancia que me encanta. Nunca me gustaron las inauguraciones. Me cargan los circuitos que tienen que ver con el poder. Odio tener que pagar para exponer y todas esas ofertas raras que prometen visibilidad. Yo evito todo eso porque vivo muy lejos de ahí.   Pero hay mucho poder en publicidad. Sí, pero como publicista me da igual, porque no soy publicista, soy artista. Además, mientras tú hacías esta cosa surreal, más lúdica, había una corriente mucho más fuerte imponiéndose, que era como más conceptual. Nunca te iban a llevar a una Bienal.Ni a una feria, por suerte.  Me arranco de esos lugares. No pertenezco. ¿Qué piensas de la noción de estilo? Sirve para ubicar, pero no es nada. Yo aprendí una cosa últimamente, que es el misterio, más allá del estilo. Es la pintura por la pintura, nada más. La pintura como fenómeno. Francisco Varela hablaba de la fenomenología radical, como la actitud de observar un fenómeno sin insertarlo en una grilla racional. Decía que al clasificarlo previamente, lo que se perdía era, precisamente, la complejidad de la cosa en sí. Es una actitud de receptividad total, aceptando las cosas en su complejidad y su contradicción, sin tratar de que calce con mis juicios.   Claro. La pintura sería una especie de superficie energética que se entrega al observador, que se resiste a ser explicada, porque la explicación lleva al reduccionismo. ¿Pero tú que esperas de quien observa un trabajo tuyo? Que me cuente lo que sintió con la pintura. Si se emocionó, si le fue indiferente, si se aburrió. Porque es algo emocional. ¿Y si alguien no sintió nada? Es raro que no exista una emoción frente a una pintura o un dibujo; la indiferencia o el desprecio incluso son emociones que dicen mucho. Pero si llegara a pasar que alguien no sintió nada habría que aceptar que no hubo encuentro amoroso entre la obra y quien la mira. Entonces, como siempre, tendría que empezar de nuevo.

  • Ya habló el loro, ahora quién va a hablar

    *Texto presentado en el Coloquio Imposible Presente: Crisis de la Crítica. Universidad de Valparaíso. Septiembre 2025. Dicen que en momentos de crisis civilizatoria, reaparece un renovado interés por la mitología y la tragedia, incluso más que por la filosofía. Así fue tras la Gran Guerra: quizá porque, frente a lo absurdo, ofrecen una aproximación más antigua, más ambigua también; capaz de alojar la contradicción y lo fragmentado. Para los griegos, el teatro de la tragedia era el lugar donde se procesaban los restos: lo que no cabía en las instituciones de la ciudad. Ahí se pensaban las cosas sucias: el incesto, el parricidio, la autodestrucción, la ambigüedad moral. Lo que la polis no podía asumir sin escándalo, encontraba en escena su espacio. Uno podría preguntarse cuál es hoy ese lugar. La terapia podría ser, y al mismo tiempo podría uno pensar a la terapia como teatro. Pero, desde el punto de vista de la ciudad, ¿qué ocupa hoy ese lugar? ¿La filosofía, la psiquiatría, las columnas de opinión, Twitter, la crítica? Probablemente, un poco de todo. Y, sin embargo, tal vez ese lugar esté vacante. Al menos en un sentido. Porque no es seguro que estas prácticas alcancen algo que está en el núcleo de la tragedia. Su concepción de la condición humana: en la tragedia el sujeto está desgarrado, dividido entre fuerzas irreconciliables, sin resolución pacífica. Esta concepción no debe confundirse con el sujeto herido. Porque la herida puede cerrarse, se puede reclamar reparación. El desgarramiento, en cambio, no cicatriza, no se redime, no se repara. Y, sobre todo, no se resuelve por la vía de la razón. Lo que no quita que se intente, tanto como se intenta aplicar la vieja lógica sacrificial: culpar a alguien o a un grupo para creer que algo se va a arreglar. Este podría ser el costado trágico -o cómico- del pensamiento crítico: cuando intenta curar lo herido, pero pasa por alto el desgarro. Entonces se obstina en ayudar a quien no quiere ser ayudado, o al menos no así. Recuerdo la caleta Chuck Norris: los muchachos fueron llevados a un hogar protegido y, a los pocos días, volvieron al río. O la mujer que regresa con el hombre violento, y que, peor aún, oculta ese regreso a quien ha intentado salvarla. El crítico tampoco se libra: ¿quiere un bien, o su propio bien? Alguna vez hubo un grupo de estudiantes que liberaron a los ratones de un laboratorio en la Universidad de Chile. Los ratones murieron a dos metros del laboratorio porque no sabían vivir de otra manera. Es un poco como ese cuento terrible de Ursula K. Le Guin, Los que se alejan de Omelas : hay un pueblo feliz, pero sostenido en un sacrificio: un niño en la miseria. Algunos no lo soportan y se alejan, otros se hacen los tontos, porque entienden que la felicidad se sostiene en esa excepción. Pero hay algo aún más cruel: si a ese niño se lo ayudara, y conociera otra forma de vida, su sufrimiento se volvería humano, consciente, y no lo soportaría. ¿Qué es salvar, entonces? Ni siquiera salvar. Ayudar. Hacer lo correcto apenas. La flotilla en la que iba Greta Thumberg hacia Gaza, (la primera) se topó en el mar con unos migrantes sudaneses, los recogieron y devolvieron a la guardia internacional europea que hace retornar a los migrantes a sus países de origen. Fue polémico, entiendo que la misma institución de la flotilla, hizo un reclamo o algo así. El dilema quedó expuesto: ¿se salva en abstracto, o se salva de a cuatro, si es que eso es lo que se puede en un momento determinado? En este sentido, lo profundo, y lo maldito, de la estructura trágica es que el conflicto nunca está únicamente afuera. Incluso cuando hay un conflicto real más allá de nosotros, ya estamos implicados en él. No hay un exterior puro. Porque nadie es totalmente inocente ni transparente para sí mismo. Como mostró Vernant, la tragedia surge cuando dos razones verdaderas colisionan. No hay locos ni malvados por definición: el héroe no puede sino equivocarse, justamente porque cumplir con un deber implica traicionar otro. La verdad está partida. El sujeto también. El escándalo - skándalon , la piedra en la que tropezamos— no viene del extranjero, ni del capitalismo, ni del enemigo del día: viene de ese desfase interior, de esa doble pertenencia que nos arrastra. No hay armonía perdida que recuperar. Hay una tensión constitutiva que insiste. La tragedia no pregunta quién tiene razón, sino cuánto daño produce tenerla. Por eso conviene promover una memoria reflexiva, no la que fija un enemigo perpetuo, sino la que recuerda lo que somos capaces de hacer. *En esta visita a Valparaíso estuve en el nuevo Museo del Inmigrante. Su tema son las oleadas de quienes llegaron entre los siglos XIX y XX: italianos, alemanes —el colegio alemán estuvo un tiempo bajo el partido nazi—, judíos, árabes, españoles. Todos huían de algo: del Imperio Otomano, de los pogromos, de las guerras civiles, de la pobreza. Después los bandos cambiarían, ya lo sabemos. Pero muchos cruzaron en la misma condición el Estrecho de Magallanes, que era casi un suicidio. En una proyección digital se veía ese mar feroz, y desde la cubierta de un barco salían disparadas las maletas, cada una con una bandera distinta. Al final, lo mismo: distintas huellas, la misma intemperie. Desde mi hotel, la vista es una metáfora. Estoy en lo alto: se alcanza a ver hasta las dunas camino a Concón. Y me veo a mí misma, mi historia, porque nací aquí. En esta zona tuve comienzos y fines del mundo. Mirar desde arriba no es lo mismo que mirar desde lo alto: es ver las capas. Es ver la Historia y la historia al mismo tiempo. Como esa mirada que Borges atribuía a los sueños: donde aparecen todas las edades. No se trata de un saber omnisciente, sino de otra cosa: un instante donde lo contradictorio convive. Donde el tiempo no está ordenado, sino sedimentado. Y la historia -con h minúscula o con mayúscula- se deja ver como una superposición de capas. Ver así, en  creo, permite otra relación con la crisis y con la crítica. La crisis no es un accidente, sino parte de la textura. Y la crítica deja de ser escándalo o sentencia: se vuelve lectura. Una forma frágil, momentánea, de sostener lo que no se resuelve. Entonces, ¿hay una crisis de la crítica porque ya nadie escucha a los críticos? Algunos, como Bifo (Franco Berardi), dicen que lo mejor es desertar. Sé que después se ha intentado explicar que no es exactamente desertar lo que quiso decir, que en realidad se trataría de otra forma de permanecer; una especie de resistencia en negativo, o algo por el estilo. Como sea, el autor deja sentir su frustración, y también su melancolía. Y con todo el respeto que le tengo a la melancolía, sigo pensando que escribimos para pensar, no para convencer. Tal vez no se trate de tener la razón, sino de buscar las razones -o las sinrazones- que todavía no conocemos. Escribir no con lo que quisiéramos que exista, sino con lo que hay. Y desde ahí, intentar ir un poco más allá. En todo caso este es un problema antiguo. El poeta inglés del siglo XV, John Skelton, escribió un poema que se llama Habla, loro . En él, un loro habla furioso y dice que “la cosa no estaba tan mala” desde el diluvio de Deucalión. Mezcla frases en varios idiomas, va de allá para acá. Quienes lo han estudiado dicen que el poema está lleno de ruido, escrito de un modo que se parece a lo que nos pasa hoy: tenemos que esforzarnos en discriminar qué importa y qué no, qué es hablar y qué es repetir como loros. Lo interesante es el efecto del poema: una vez que habló el loro, hay una interpelación: ¿quién se atreve a hablar después? Y como se trata de un poema enojado -y eso, se sabe, despierta con un soplido las fuerzas miméticas, el contagio social-, tiene un truco. Es tan confuso que no se puede repetir el enojo como un loro. No puedes decir: “¡yo también! ¡Y yo también!”. En su libro La indignación total  (2019), escrito en plena era de escándalos, Laurent de Sutter examina la estructura misma de la razón para repensar la crítica. Por un lado, toma distancia de la idea de que pueda existir una razón pura, sin anteojeras. Por otro, se aleja también del argumento que, aunque reconoce los sesgos, cree posible quitarlos. Schopenhauer, por ejemplo, pensaba que en la medida en que alguien quiere tener razón, la razón se pervierte por la vanidad. De Sutter responde: eso no es perversión, es condición humana. A fin de cuentas, la razón quiere tener razón. Lo que sí es perverso, es desconocer que la razón y el pathos no están tan separados. Que el crítico también está afectado, tironeado por fuerzas diversas. De Sutter toma como ejemplo el caso del editor de un diario danés que, en 2005, publicó un dossier con caricaturas de Mahoma. Su idea era “probar” que la libertad de expresión estaba bajo amenaza, debido al crecimiento de la comunidad musulmana en Dinamarca. Pero más que un gesto ilustrado, fue una trampa. Una prueba: ¿qué harían? Si no respondían, quedaban humillados. Si lo hacían, quedarían como fanáticos histéricos. El editor no solo buscaba defender la razón: buscaba tener la razón. Y lo logró. El escándalo escaló: amenazas de muerte, tensiones diplomáticas entre países. Pero lo decisivo fue que dejó a toda una comunidad sin salida, solo quedaba reaccionar. Lo que más los enfureció no fue el odio en sí, sino que se ocultara bajo el ropaje de la razón ilustrada. Que no se reconociera la pasión que sostenía ese gesto: el odio. Y debajo de ese odio, casi siempre, lo que hay es miedo. El miedo es legítimo. El pecado es transformarlo en argumento. Lo más interesante del caso es que muestra cómo, a veces, una crítica hecha en nombre de la razón no apaga el incendio, sino que lo aviva. Intensifica aquello que denuncia. Mal que mal, los musulmanes daneses querían, como casi todos, simplemente estar tranquilos. De Sutter lanza la sospecha:¿podría ser que, a veces, la crítica mantenga un romance neurótico con la crisis? *¿Para qué sirve la crítica? ¿Desde dónde mirar? ¿Para salvar algo, para probar una tesis? Son preguntas elementales. El dramaturgo libanés Wajdi Mouawad escribió que, en todo conflicto, hay un momento en que cesan los impulsos asesinos. Un momento en el que, aun si parece imposible concebirlo, aparece la conciencia de que habrá un después. Que algún día, las personas heridas -de todas las formas en que se puede estar herido- volverán a convivir. Esa idea impone un deber al testigo: preguntarse por su responsabilidad en el odio que se esparce. O, al menos, sostener algo más que el presente: además de salvar vidas, defender la posibilidad de un después. Algo semejante escribió Donald Winnicott en una carta dirigida a Churchill, cuando este decidió entrar en la Segunda Guerra Mundial. Allí decía: no debemos dar por sentadas las razones para ir a la guerra, debemos explicitarlas. Que los alemanes lo hagan tan fácil en esta coyuntura, siendo los malos, no significa que, por contraste, los ingleses seamos automáticamente los buenos. Y agrega: esta vez, sí, tenemos el deber de liberarnos. Pero será después cuando veremos si somos capaces de sostener esa libertad. Ese después es la verdadera dificultad: sostener la democracia cuando ya no hay un enemigo claro. Porque no se debe ganar una guerra como quien gana una moral infinita. Tarde o temprano, alemanes e ingleses volverían a hablarse. Leí una entrevista a Rita Baroud, una joven palestina evacuada de Gaza. Ahora está en Marsella, y no logra vivir. Está desesperada por su gente. Dijo en la entrevista: “Me da lo mismo, hagan setenta Estados si quieren, un país puede empezar de cero, pero no se puede traer de vuelta a los muertos”. Tal vez la decencia de una crítica, en momentos así, sea esa: defender el presente. No sacrificar vidas en nombre de un futuro abstracto. Defender el presente es más difícil, más sucio incluso, porque exige hacer arreglos desesperados, pactos inestables, detener como sea la masacre. Las abstracciones, en cambio, se sienten limpias. Nos invitan a sumarnos. Ahí podemos quedar bien: con el grupo, con nosotros mismos. Pero muchas veces tienen nombres de soluciones finales. Pienso que si escribir aún tiene sentido, es por eso: porque entre la sangre y las lágrimas hay que seguir hablando como si un después fuera posible. Porque si no, es traición. *Una vuelta más al asunto de la tragedia. Después de las guerras, también los psicoanalistas entraron en crisis. Los neuróticos de Freud parecían personajes sacados de El mundo de ayer  de Stefan Zweig: sujetos divididos entre el deseo y la culpa. Tras la catástrofe, en cambio, volvieron a escena los pacientes límite, descritos por primera vez en 1938: impulsivos, bipolares, incapaces de hacer un duelo, sin sostén simbólico para atravesar las fracturas de lo cotidiano. Si alguna vez el Conócete a ti mismo  había tenido eficacia clínica, en estos pacientes no había un “sí mismo” a donde ir. Se habló entonces de debilidad del yo, de psiquismo fragmentado. El psicoanálisis desplazó su mirada hacia lo infantil, lo temprano, lo llamado preedípico. Los analistas de adultos tuvieron que aprender de los de niños. Quiero responder qué es lo preedípico desde la tragedia y no desde la psiquiatría. ¿Quién es Edipo antes de ser el que se arranca los ojos? No es un tonto ni un junkie ni un ignorante. Es un rey, y un rey que sabe: descifró el enigma de la esfinge, gobernó bien. Pero su saber era el de la razón en tercera persona. A la esfinge le respondió: “el hombre”, el genérico, el abstracto, sin sexo. Murió la esfinge pero la peste no dejó a Tebas. Y la peste no es sino la crisis: nada nace. Edipo usa su poder de rey para saber, para encontrar al culpable. Toda la tragedia “Edipo en Tebas” se la pasa gritando. Yocasta le advierte: mejor no saber. Tiresias también, y lo acusa de arrogancia: serás igual a ti mismo.  Hasta que Edipo descubre lo esencial: el culpable es él. Recién entonces responde en primera persona: soy yo. Ahí ocurre algo distinto: no saber, sino verdad. Y ese efecto de verdad, a diferencia del saber abstracto, es lo único que puede tocar la a la realidad. La peste cesa. En la serie Adolescencia  ocurre algo semejante: en el último capítulo, el muchacho asume la culpa. Aunque siempre se supiera que era culpable, había un video que lo implicaba; todos lo sabían, incluso los espectadores. Pero, igual que los padres, preferíamos no saber. Y esto porque la verdad no está en los ojos. Hoy lo vemos todo ¿no? Y eso no garantiza nada. La tragedia está más lejos del “solo sé que nada sé” -que sigue siendo una forma de saber- y más cerca de lo único que sabe el psicoanálisis: “solo sé que no sé que no sé”. Es decir, creemos saber. Y el “conócete a ti mismo”, que en su origen era advertencia de no creerse un dios, se convirtió después en promesa: que conociéndose, sabiendo, habría cura para nuestra condición. Tal vez fue un malentendido griego, del cual es heredero nuestro pensamiento. Como sea, la tragedia es muy digna, pero tiene un problema. Como decía, su problema no es la falta de saber, sino la falta de salida. No hay una palabra que interrumpa la venganza perpetua, las maldiciones, el destino.             Y no se vaya a creer que las maldiciones es cosa antigua. Desde luego no es magia, es más bien un problema de lenguaje. En una sesión de psicoanálisis, hay un instante preciso en que alguien llega a su encrucijada. Y cuelga de un hilo. Basta una milésima de segundo para que todo se precipite... y empiece a decir lo mismo de siempre. Habla el loro. Si no se detiene ahí -si no se corta el bla bla justo en ese punto, se vuelve a entrar en el círculo. Como Edipo, antes de Edipo: quien cree que progresa pero anda en círculos. Que alguien diga otra cosa para cambiar la trayectoria, no es tan obvio ni fácil. No es fácil decir algo que toque la realidad. La tragedia es tragedia porque no corre el tiempo, no hay un después: solo cumplimiento, destino. Por eso la maldición se cumple. Cuando el tiempo se cae por alguna razón, por teoría, por deserción, conveniencia o ataque de pánico; la guerra se libra por el espacio. La lógica es simple y cruel: si un ascensor se atasca, para respirar hay que empujar; empujar para ser. Así ocurrió con Layo y Edipo en el cruce de caminos: ninguno respeta la ley del tiempo. La ley que dice, primeo pasa uno, después del otro, primero el padre, luego el hijo. Pero ellos quieren pasar al mismo tiempo. El conflicto se vuelve entonces especular, circular, cerrado sobre sí: no hay abertura posible. La maldición no es magia, es literalidad. Maldecir es también mal leer. “Un padre matará al hijo, un hijo al padre”: escándalo para Layo y Edipo, que toman la frase al pie de la letra, como si fuera una orden en lugar de una advertencia. Pero quizás, si esa sentencia se leyera como metáfora -es decir, como un desplazamiento, una torsión del sentido-, no habría tragedia, sino simplemente historia. Una historia de padres e hijos. Recordemos que metáfora viene de "traslado", "transporte". Que una palabra no sea idéntica a sí misma, que no cierre. Que no encierre. Quizá ahí esté la grieta posible: justo en el momento en que uno está por repetir como loro una frase calcada del destino, atreverse a torcerla, abrirla. Ensayar otra manera de decir. Otra manera de estar. Y así, quizás, torcer también el tiempo. ¿Por qué tropezamos, una y otra vez, con la tentación de definir lo que aún no ha llegado? ¿Qué obstinación del pensamiento nos lleva a reemplazar el porvenir por una definición? Cerramos el tiempo, incluso en nombre del progreso, del futuro. Y así comienza el idilio con la crisis: todo parece ya escrito, como si la historia solo pudiera repetirse. La salida griega al encierro trágico fue el logos , la razón. Y sí, claro que puede romper maldiciones: con saberes, con instituciones que encauzan las pasiones y la lógica suicida de la venganza perpetua. Pero solemos olvidar un detalle:  la conciencia ética -la que obliga a decir “yo fui”- no nació de la razón ni de la pedagogía, sino de una interrupción: una crisis. Como si el pensamiento, en el sentido fuerte de la palabra,  no comenzara con una tesis, sino con una tos. No como lección, sino como quiebre. El pensamiento crítico no se transmite, irrumpe. No nace del orgullo, sino del temblor. Lo cierto es que incluso el logos puede convertirse en un loro que repite. ¿Qué podría, entonces, interrumpir esa repetición? ¿Qué truco inventa tiempo donde parece no haberlo? Tal vez una razón que no busque ganar, que no se afirme contra algo, sino que se atreva a pensar con  algo, para dejarlo moverse. De Sutter habla de una razón inclinada. Inclinada como el gesto clínico -palabra que viene de kline , cama: inclinarse para auscultar. En la clínica se dicen frases como “¿y si…?”, “a lo mejor…”, “nos vemos mañana, no lo decidas hoy”. Frases que no clausuran, que no apuntalan una certeza, sino que abren: crean un después. La tragedia, en cambio, en su forma de catástrofe, comienza cuando ya no queda otra lectura posible. Cuando la palabra, en vez de abrir, encierra. Una frase que se adhiere al cuerpo como condena: “tú eres eso”. En francés, je te tue : te nombro, te mato. En psicoanálisis hablamos del “bien decir” contra lo maldito. Bien decir no es lo correcto ni lo verdadero. Es algo que ocurre apenas un instante, cuando una palabra toca lo real y desacomoda lo fijo. Ese movimiento, que no dura, puede cambiar la posición de alguien. No es doctrina. Es experiencia. A veces, sucede. La bendición, en todo caso, fue quizás uno de los primeros gestos humanos para protegerse de las palabras que hieren. No fue un gesto griego. A veces la salida no proviene del interior del sistema que nos aprisiona, sino de otro paisaje. Para quienes inventaron la polis  -la ciudad como razón y orden político-, la interrupción vino, alguna vez, desde el desierto. Allí se ensayó otro modo de concebir el tiempo: frente al tiempo circular de los griegos, apareció un tiempo abierto, nacido de otra tradición que crecía en paralelo, la hebrea. También allí se propuso otra manera de crear, de ordenar el caos, de responder al abismo. Ambas son raíces de nuestra forma de pensar. Aún oscilamos entre ellas: entre el ciclo y la promesa, entre el eterno retorno y la palabra que abre camino. Pero hay una fuerza en esa oscilación: nos recuerda que no venimos de una sola figura del mundo, ni de una sola manera de pensar. Y tal vez ese sea nuestro olvido más profundo: que salir no es huir, sino pensar de otro modo. No se trata de romper el círculo por la fuerza, sino de imaginar otra figura. Otra geometría para el deseo, para la espera, para el comienzo.

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