Barbarie pensar con otros
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- Crónica de un impulso menor
Fue así. Me levanté en pijama, caminé a la cocina, tomé las tijeras, verifiqué que no tuvieran restos de comida, seguí al baño, agarré un mechón de pelo y, sin medirlo, sin buscar simetría, corté. Ese impulso llega cada ciertos años. Cinco, diez. Un ciclo largo, lo bastante para olvidarlo, para creer que esta vez no volvería a hacerlo. Pero vuelve. Siempre vuelve. No me veo mejor. (Lo digo así para no sonar cruel conmigo, pero la verdad es que me veo peor). No tengo rostro de chasquilla. Nunca supe qué tipo de rostro tengo, en realidad. Pero sospecho que el impulso no busca mejorarme. Busca ser otra. Cualquiera. No una mujer de revista. Solo otra. ¿Cuándo quiero ser otra? Pero otra en dos minutos. No otra después de años de terapia, ni de aprendizajes, ni de conductas corregidas. Otra sin pedagogía ni redención. Es un impulso en el sentido exacto. No soy yo la que lo guía. No hay deliberación, ni ese diálogo interno que aparece cuando como sin hambre.-¿Qué hiciste?- preguntan mis hijas. Una se ríe en mi cara.-Nada -respondo-. Fui a la cocina y me corté la chasquilla. El hombre no dice nada, pero dice. Esa elocuencia muda que se administra como un abogado temiendo la autoincriminación. Ya decidió que sobre ciertos temas no opina, aunque su ceja lo delata. Y sé, en el fondo, que no les gusta que la mamá quiera ser otra. Porque una madre no debería ser nada más que eso: madre. Incluso las madres padecen esa ilusión. Que la madre exista. Ni siquiera las madres saben ser madres. Y sin embargo, una sigue esperando. A la propia madre, sobre todo. Como si algún día pudiera ser eso que nunca fue. No vale la pena. Ni la culpa ni la espera. Así que, queridas madres, esa culpa sin bordes por perturbar el orden doméstico con una tijera en la mano… no vale la pena. Las madres hacen cosas a escondidas. Ocultan las boletas de las cremas caras. Mientras tanto, los hijos se cortan el pelo, se tatúan, se agujerean, se tiñen de verde. Parecen un puesto de feria. Pero a ellos no se les puede decir nada. Están “buscando su identidad”. ¿Y el hombre? Nada. Puede hacer dietas, comprar cremas más caras que las tuyas. Eso es “salud”. O un chiste simpático. Volvamos a mí. O mejor: al impulso. Ese que vuelve. No para llevarme lejos ni volverme deseable. Solo para volverme otra. En el espejo. Otra que no soy. ¿Por qué la chasquilla? Si tuviera que buscar una raíz, la ubicaría en la infancia. Como casi todas las niñas, tuve chasquilla. Caía libre sobre los ojos. Bastaba un tijeretazo recto cuando tapaba la vista. Después, el pelo se volvió grueso. La grasa de las espinillas la contaminó. Empezaron a crecer pelos en lugares donde no deberían crecer. Una vez tomé la máquina de afeitar del hombre de la casa y me pasé por las piernas. Me descubrieron antes de 24 horas. No limpié la máquina. Me dio vergüenza. No solo por el robo. Me dio vergüenza que me descubrieran siendo otra. Una niña peluda que se niega a serlo. Esa que se fue. O la que llegó. No sé. Y pienso ahora si acaso quiero volver a ser niña cada vez que me corto la chasquilla. ¿Una niña libre de maternidades? Tal vez. Pero no me gustan esos libros de mujeres aburridas de ser madres. No era eso. No estoy harta. Solo tengo ese impulso, cada tanto, de moverme un poco del lugar. De ser otra. Sin desaparecer. Sin irme. Otra, nomás. Los animales se ven tontos con chasquilla. Las mujeres grandes no. Se ven intensas. Pueden verse hermosas. No siempre. Es difícil saber para quién es el gesto. Si una lo hace para ser mirada o para poder mirarse. Esa mañana, después de leer el diario, me paré hipnotizada, fui a la cocina, tomé las tijeras. Por supuesto había noticias horribles. Y lo único que pude hacer fue eso. En redes sociales alguien reclamaba cómo era posible que algunos no dijeran nada sobre la masacre. Se acusa a los que no muestran el dolor. A los que no postean cadáveres. A los que no hacen el gesto correcto en el momento correcto. Como si el sufrimiento tuviera una forma y una hora. Pero los que acusan con más fuerza suelen ser los que nunca dudan de sí. Me pregunto si los señores de la guerra, aunque fuera una sola vez, quisieran ser otra cosa. No más fuertes. No mejores. Solo otros. No ellos. ¿Qué pasaría si se despegaran un poco de su propia forma? Si por un segundo dejaran de sostenerse con tanto empeño. ¿Hay que hablar así, apuntando siempre? ¿Hay que gritar para decir algo verdadero? Clarice Lispector sabía hablar del alma a través de un cosmético. En una revista femenina escribió sobre un rímel -o un lápiz de ojos- que agrandaba la mirada. Y al final decía: lo importante es la mirada. Yo también, cada cierto tiempo, quiero otra forma de ver. Otro marco. Y eso es una chasquilla: un corte mínimo que cambia el encuadre. No era para tanto, debí decirle a mi familia. En su risa se adivina ese temor: que la madre no sea solo madre. Que pueda huir. Que pueda ser una niña. O una perversa. Y les aseguro, queridos niños, querida familia, es el más inofensivo de mis impulsos. Aunque no hay vodka en el clóset. No hay hijos no reconocidos. Pero, si soy honesta, tampoco me conozco tanto. ¿Y ustedes? La Señora M., -a veces mi madre- se sacaba selfies antes de que existiera esa palabra. Usaba pelucas y vestidos, tenía el estilo de la segunda esposa de Don Draper. En una foto de colegio, todas parecen recién salidas de misa; ella, en cambio, ya estaba en los sesenta. Ya había descubierto la laca, el divorcio y la ironía. Siempre fue la primera en irse, aunque nadie se lo pidiera. En su vida se dedicó a ayudar a otras a ser otras. A vestirlas. Y vestir es eso: decir algo con el cuerpo. Enmarcarse. Y, a veces, distorsionarse con gusto. Un par de noches antes, con el hombre discutíamos en un restaurante. Llevábamos días así, en una pelea que no encontraba causa ni salida. Peleábamos para encontrar algo. No el tema, sino el tono. Buscábamos un contenido que nos enfrentara lo suficiente como para producir afecto. Pero ninguno alcanzaba. Como si nos lanzáramos objetos emocionales a medio llenar. Había que subir la apuesta. Detrás nuestro, dos mujeres mayores -setenta años o más- conversaban con intensidad de sobremesa. Yo las escuchaba de reojo, o de oreja, no sé cómo se dice cuando uno presta atención sin voltear la cabeza. Después supe que el hombre también las oía. Casi al final de la noche, se despidieron diciendo que tenían que volver a juntarse. Fue entonces, por impulso -¿es siempre el mismo?-, que me acerqué a su mesa y dije que yo también quería ir. Nos reímos todas. Una había sido bailarina, supe después. Cuando se iban, con los oídos de la espalda (sí, también existen), escuché que una decía: “es que ella es de las nuestras”. Nos fuimos hablando de mis nuevas amigas. Yo hablaba, él asentía, hasta que dijo: “¿Escuchaste lo que dijo esa mujer?”. No. No había escuchado esa parte donde él afinó el oído. Una de ellas, en un tono grave y contenido, había confesado que fue cruel con su marido. Dijo: “lo maté”, y luego, casi en susurro: “ni siquiera sé dónde lo enterraron”. Esa noche, ellas –que me acogieron sin condiciones, con esa frase casi ritual: “es de las nuestras” – encarnaron algo que, con el tiempo, he comenzado a pensar: que uno no es la suma de sus actos ni de las versiones que cuenta sobre sí, sino aquello que puede tolerar mirar de sí mismo sin narrarse una excusa. No se trata de recordar ni de confesar. Se trata de poder contemplarse como se mira un sitio al que ya no se vuelve, pero cuyo olor sigue pegado a la ropa. Reconocerse ajena es una forma extraña de libertad. No siempre cómoda. Pero honesta. Ese movimiento fue justo lo que esa noche nosotros no logramos. Estábamos demasiado cerca, demasiado sabidos. Atrapados en la costumbre. Reprochándonos como la gente en redes, mostrando las venas abiertas, esperando que el otro las pise. Tirando nuestras víctimas al campo de batalla solo para cobrarnos una deuda emocional. Y como los señores de la guerra, inventábamos causas para justificar enredos viejos. Discutíamos por nada para defender algo que no sabíamos nombrar. No exageremos. No hay épica en cortarse la chasquilla. No es un manifiesto, ni una forma de desobediencia reconocible por ningún algoritmo de protesta. Pero hay ahí una pequeña deserción. Un movimiento imperceptible para desmarcarse del rol. Lo pienso ahora, mientras escribo. Tal vez el corte fue un modo de romper el bucle. Porque las discusiones con el hombre, los reproches con los hijos, el mandato de ser la misma siempre -estable- hacen que la vida se deslice como en una bicicleta estática. Y en ese movimiento inmóvil, una empieza a disolverse, como si nunca hubiera sido otra. O como si esa otra ya no pudiera volver. Pero vuelve. La otra siempre vuelve. Y no, no me quedó bien. Pero me acordó algo fácil de olvidar: que se puede torcer un poco la forma. Me corté la chasquilla. No cambió el mundo. Pero alguien, tal vez yo, respiró mejor. La chasquilla empieza a crecer. Se acomoda. Se disuelve en el resto del pelo. La promesa de “nunca más” ya está formulada. También su fracaso. Y mientras crece, algo en mí se acomoda. No para ser otra. Solo para no quedarme fija. Esa vez, en vez de gritar, me corté un mechón. Créditos: La Señora M.
- La pizarra mágica - concurso de escritura y psicoanálisis
Hace cien años, Sigmund Freud escribió el pequeño ensayo “La pizarra mágica”, en el que se sirve de ese particular artefacto para escribir y dibujar como modo de ejemplificar “la estructura del aparato perceptivo del alma”. Compuesta de una tablilla de cera o resina oscura, cubierta por una hoja transparente desprendible donde hacer las marcas, en este objeto Freud ve un símil de su concepción del aparato psíquico en su primera tópica (inconsciente, preconsciente, consciente) y con ello las formas de funcionar de la percepción y la memoria. Inspirados por este notable hallazgo freudiano, que liga la escritura (y sus tecnologías) con la teoría psicoanalítica, desde el centro Bustamante 72 hemos convocado a este concurso. Con un jurado compuesto por Valeria Barahona, Manuel Ugalde y Sebastián Astorga, hoy nos complace presentar los textos seleccionados y a sus respectivos autores. De cerca de 200 textos recibidos, seis han sido reconocidos para su publicación en revista Barbarie, con ilustración de Dominga Schlotfeld. Estos textos representan una variedad de formas posibles de afrontar los cruces entre la creación literaria y el pensamiento sobre el psicoanálisis. El humor y la ironía en “Cuestión de altruismo”; la imaginación de la locura y el delirio en “Un ángel me agradeció” y “Carlos”; el ensayo metapsicológico y comparatista de “Freud en Ersilia”, la ficción futurista (y ya no tanto) en “El quid”, o el poema “Caperucita online”, que aborda un cuento clásico actualizándolo a la realidad hiperdigitalizada actual. Estamos contentos de este ejercicio creativo que enriquece el diálogo entre disciplinas, que, como Freud con la Pizarra Mágica, nos invita a imaginar modelos para comprender la psique, la memoria y nuestra experiencia diaria. Por apoyar esta iniciativa, agradecemos a Revista Barbarie , a Dominga Schlotfeld, a las editoriales patrocinantes –Ediciones UDP, Pólvora, Lecturas y Ediciones Biblioteca Nacional– y, en especial, a todos los participantes por jugar este juego. Equipo Bustamante 72: Ana María Solís Javier Acuña Sebastián Astorga - Cuestión de altruismo Partió disciplinado, pero se fue desilusionando con el tiempo. De Freud pasó a Reich, de Reich a Pearl y después a Lowen, hizo talleres con Naranjo y aplicó el Eneagrama, fue donde la Nana a Chiloé, entremedio practicó Yoga, estudió el Tarot, aprendió a sacar la carta astral, se puso a hacer masajes y terminó follándose a sus pacientes. Después dejó los masajes, pero siguió follándose a sus pacientes. Un tiempo usó sandalias y un bolso de cuero, casi adopta un turbante blanco y coqueteó con los Krishna. Estuvo tentado a hacer unos retiros –se imaginaba unas dinámicas estilo comuna sesentera, a lo grupo de Arica o la Friedrichshof Commune– hasta que llegó el coaching y se vistió con camisas blancas ajustadas y zapatos de cafiche. Después, cuando pasó el boom, terminó aplicando una psicoterapia ecléctica que adaptaba caso a caso. Consulta estrictamente particular. Juan Manuel Aguirre Anelli, 43 años - Chile Un ángel me agradeció –Ya le dije. Yo estaba mirando el atardecer cuando vi aparecer a tres niños que cargaban un piano de cola negro, sacado de una de las casas de ricos que había en la playa y lo empezaron a destruir con palos, piedras, tubos. Justo cuando destrozaban con furia las teclas blancas de marfil que se confundían con el blanco del cielo nublado de esa tarde, empezó a sonar una sinfonía, preciosa al principio, estruendosa después. Vi tronar los caballos, abrirse el cielo y ángeles armados a lomo. No sé de dónde saqué el arma, pero les di justo en la cabeza a los tres niños. Fue un disparo seco, limpio. El piano dejó de sonar, los caballos cambiaron de rumbo y un ángel me guiñó el ojo. Era un gracias. A las dos semanas, el interno VF-4326 fue trasladado al Peral. Nicolás Durante, 34 años - México Carlos Ahí me hallaba, en medio de la pieza de visitas de la casa de mi abuela paterna mientras paría, rodeada de una manada de perros. Se acercaban a ver al nuevo integrante, Carlos. Del recién nacido se desprendía una larga cola, delgada y aplanada que parecía más bien un látigo. Sus escamas rugosas y su piel fría… sus uñas duras y afiladas. “¿Por qué parí una iguana?”, me pregunté impactada mientras los perros se acercaban a oler al reptil. A los pocos segundos recordé que debían ser esas pastillas. “¿Y por qué no un animalito más bonito?”, me pregunté extrañada, pero ya más amigada con la idea de que Carlos era mi hijo. La verdadera incomodidad apareció cuando nadie se animó con él… los abuelos nunca se presentaron y la real frialdad venía de aquellos con más piel que escamas. Valentina Rendich, 30 años - Chile Freud en Ersilia Freud imagina al psiquismo con el funcionamiento de una pizarra mágica pero retocadita. En esta, es solamente apoyar el marcador en la superficie, que ya se estaría borrando la huella que se produce. Una forma de decir que para hacer memoria, lo primero es un olvido, una pérdida. Quizás, entonces, nadie esté más atormentado por su memoria que aquel que no se preste al juego del olvidar. Pero, ¿qué queda? Cincuenta años después, Italo Calvino traza, en su libro de ciudades invisibles, a Ersilia. Ciudad en la cual, después de una vida, la población emigra, dejando sobre el terreno y como testimonio, cuerdas de color que representan todos los lazos que unieron antaño a sus habitantes. El tiempo derriba los muros, persisten los hilos del amor y del odio. Freud escucha desde su sillón, entra en Ersilia, linterna en mano, piensa: algo podremos hacer. Mauro Emanuel Galante, 34 años - Argentina Caperucita online Recluida del fin del mundo, caperucita se arma un Tiktok, se desvía de la clase online a recolectar corazones.Y canta, y baila, y ríe, cándida bajo el sol digital. Se va buscando mujer en el espejo infinito, mientras el Otro Dios juega con los reflejos.Entremedio del follaje unas fauces,una mirada con dientes. Y el relato salpica de sangre mis oídos,y cruza el dolor la pantalla. Fernando Ramos Lara, 30 años - Chile El quid Conocí filósofos que recetan y médicos que filosofan. Fui también aprendiz de todo, y maestro en nada. No obstante, terminé por comprender la gran verdad de la existencia, cual es que: después de la muerte la vida continua. Después de muerto me gradué. Ahora habito en los pensamientos de quien escribe esto y me fusioné con un programa de Inteligencia artificial. Arturo Fierro Fernández, 54 años - Chile
- El pacto y otros poemas
El pacto Mi padre menciona una escena común con los parroquianos: hombres de lengua tosca, lúgubres y pendencieros, y la Toña apoyada en el mostrador, tomando cerveza. Una canción folclórica en la radio. Trajín. Algunos relinchos. Cuánta mirada perdida, aunque en las mesas haya servilletas rojas y figuras de origami: grullas, mariposas. Hablan en voz baja, un idioma áspero; no los conmueve la flor de loto, la tecnología, ni el plumaje del colibrí. Como si supieran que el silencio y lo oscuro tienen un pacto donde la vida es una cláusula abusiva. (de Toska, inédito) El espejo de la abstinencia Sacudido por esporádicos temblores enciende la leña; el fuego que abraza la palma y el dorso de sus manos intenta apaciguar la tensión de otro día difícil: desde hace tres meses arranca del ruido y no se atreve a mirar el cielo. Con la camisa mojada, deja caer su espalda sobre el sillón y aprieta los puños. Luego se levanta, agitado, le cuesta respirar, y viendo que es una noche larga de viernes, sin detenerse en la taberna de Leo, tampoco en la de Samuel, atraviesa el pueblo; la brisa de nuevo lo empuja hacia atrás. Pero, como todos los días nuevos y limpios, se queda en el estanque: contempla mudo, en el agua, una inquieta coreografía de estrellas. (de paseo para maratonistas, Buenos Aires Poetry, 2023) Lo que me dijo el jardinero Basta de poemas y mejor búscate un trabajo. No los publiques. No gastes papel, págate tus cosas. Quítate esa carga, ese fulgor. Si entiendes un poema tendrás problemas. No es necesario. Piénsalo bien: cuando solo, en una noche despejada, sin fuerzas después de un día atareado, te instales en el jardín a mirar el cielo y en la estela fina de una estrella que atraviesa el firmamento ves ahí también el hilo reluciente que deja el caracol entre dos hojas, eso es poesía. (de paseo para maratonistas, Buenos Aires Poetry, 2023) En voz alta para que se escuche Ella me dijo que debía ser agradable no ser visto, como el aire, que debía ser hermoso percibir el mundo a otra escala y poder observar lo pequeño, donde detalles que suelen escaparse convierten la más mínima menudencia en un milagro. Me dijo que buscaba un coqueteo con la felicidad, que en su útero tenía todas las respuestas: una página en blanco, un nido donde todo pretende ser pájaro. Me dijo que mejor es ser un esbozo, mejor no conocerse tanto. Me dijo que el silencio, cuando se escucha bien, es el cuello de un cisne. (de Toska, inédito) El baile de las estatuas Algunos todavía esperan de él una sorpresa. Una irreverencia, una locura, un escape. Ansiosos, lo observan como atalayas colgados de las nubes y solo ven laderas de humo en peregrinación constante. Es una lástima, hasta ahora no han obtenido su recompensa. Pero ellos lo saben: ser piedra y viento al mismo tiempo no es una posibilidad. Él ya escogió ser lo que es: una marioneta que baila al ritmo de las estatuas. (de Toska, inédito) Ítaca nos dio un bello viaje La casona estaba vacía y nos metimos por una ventana de atrás y lo primero que hicimos fue acostarnos en esa cama inmensa que parecía un potrero donde soñamos despiertos que éramos los dueños de esos pastos, mientras mirábamos unos cuadros que parecían erizos de mar. Fue entonces que de volados se nos ocurrió colgarnos de unas lámparas macizas y doradas, y para agrandarnos la locura sacar unos botellones de la licorera que eran como huracanes o tsunamis o algo parecido a un pinchazo de lujo en las venas. Y cuando salimos del cascarón, prendidos como el sol, llamamos a unas amigas del barrio nuestro al que tanto adoramos, donde un perro muerto es un asado, donde cortamos un pescuezo si es necesario. La Nati, la Zury, Cloe la Mujer Araña y la estruendosa Rebeca. Cumplieron las fiesteras: llegaron ligeras como el aire. Nos besamos todos al voleo y se nos movió el piso y el Rucio Restini hizo sonar su acordeón de botones y después de bailar a lo gitano y meternos mano como hacían los griegos y los romanos y de revolcarnos hasta el delirio y el cansancio, nos lanzamos todos de cabeza como cohetes a esa piscina olímpica de aguas cristalinas y profundas que para nosotros era un acantilado; sí, nos queríamos quedar a vivir allí. Pero sólo porque amodorrados por la opulencia y el trago veíamos a las estrellas como focos de un cabaré o como los faros de retorno a nuestro mundo. (de Toska, inédito) Finta La pena suele permanecer como pólvora al acecho hasta que encuentra el instante y los ingredientes precisos para su detonación, los sueños se convierten en polvo y el polvo en lodo, y todo lo que alguna vez fuiste o perseguías parece la versión jibarizada de tus tejidos y huesos, una burla del tiempo, una broma cruel, una parodia de mal gusto, y te percibes recortado como fumando sin ojos en una espesura de flores secas y púas. Te puedes quedar, pero se sale de allí bailando, al aire libre, con hombres y mujeres sueltos, niños, barriles de cerveza y alguien tocando el acordeón; no hay otra manera. Ojalá un río. (de Toska, inédito) Crónica final de los infieles Ruidos petrificados. Aparcamientos y sembrados de desperdicios. Un fémur y un cráneo hueco sobre una carretera desolada, ligamentos tensos como alambres. Rascacielos y museos hechos harina de cemento y hormigón, esparcidos entre el estiércol en los campos. La antigua grandeza es un tumor que devora su propio tejido, como un uróboro enroscándose en su cola. Polvo del extravío. Las nubes se arrastran como pieles muertas. El viento sopla entre los árboles caídos una melodía circular, hecha de aserrín. La ambición por sobrevivir se pierde en un laberinto de espejos rotos, donde el ego se evapora en fragmentos atrapados en agua turbia. La fama es un olvido que se diluye en la monotonía de la repetición, solo persiste el zumbido apagado de lo que no encontró su cauce. Las promesas se retuercen, las palabras se pierden en la bruma del nuevo amanecer. Lúgubre y frío, el sol se oculta detrás de un velo de cenizas, como si ya supiera que nada de lo que queda tiene remedio. Cada segundo es un peso como una losa sobre la espalda y los minutos se convierten en una marcha fúnebre. Las caras descompuestas en los suelos son solo máscaras que esconden lo que nunca fue, incapaces de regresar a su forma original. Alrededor, el barro cubre los restos de animales mutilados mientras las sombras se alargan y mezclan como si nunca hubieran tenido forma. En esta procesión de fantasmas, la cima no es más que un espejismo y la pompa un cadáver embalsamado marchando hacia el abismo con pasos de plomo. El triunfo se disfraza de desolación, el alquitrán cubre todas las jinetas y trofeos. El ciclo se repite con precisión maquinal y lo que alguna vez fue deseo se convierte en un adoquín. En el horizonte una lluvia cae como un manto gris que borra todo vestigio, toda reminiscencia, dejando el aire denso como una capa de salitre. Los mares se levantan, tiemblan como medusas. Las piedras permanecen mudas. Las sandías ya no abren su risa como en los veranos. No es el silencio el más terrible testigo del final de esta comedia. Es el murmullo de los gritos y llantos que nunca encontraron oído. (de Toska, inédito) La suerte perra Algunos nacen bajo una luz que no pidieron. Quizás patrocinados por una herradura, el ojo de Horus, un trébol de cuatro hojas o una pata de conejo. Están ahí, sin saber si quedarse o salir. Es como mirar el mar, que se lo traga todo, y no saber si estás viendo una salida o un agujero que te devora. Y te quedas, nadando, igual que los demás. Algunos se hunden intentando salir a flote, otros, incluso ejemplares peores, pero con la fortuna de su lado, se agarran a una boya o a un barco que el azar les pone cerca, como si el viento, en su capricho, hubiera soplado solo para ellos. Dicen que el agua no alcanza para todos. Pero siguen pataleando, aferrados a lo que pueden, mientras otros flotan como globos olvidados en un parque, llevados por corrientes que no entienden. Tal vez no es suerte; tal vez es saber cuándo soltar el peso o cuándo remar con fuerza, aunque el remo esté roto. O tal vez la suerte sea subirse a un techo copiado de Miguel Ángel y lanzarse al vacío, creyendo que el aire hará el resto. Pero el azar no siempre responde. Los cuerpos vuelan por los pasillos de la capilla, entre lámparas caídas y gritos, perseguidos por el caos y sus perros rabiosos. Algunos logran agarrarse a lo que pueden: los bancos, las columnas, las mismas imágenes del techo. Los desdichados luchan, sacudiéndose el infortunio, pero caen de bruces al suelo o son mordidos por la jauría. Otros, como el gato que siempre encuentra el sillón más cómodo, se sueltan. Y entonces el agua que decían escasa, empieza a sobrar. Cómo que no. Apuesto un full de ases. (de Toska, inédito) Paseo para maratonistas Nadie se ha muerto porque el cielo le caiga encima. Sin miedo, entonces, pon tus ojos en un telescopio y zambúllete en esa inmensidad. Dejarás, en parte, de estar en un cuerpo, de pertenecer a este lugar. Existirás en un espacio distinto, sin peso, gobernado por el silencio, donde la vida humana no tiene significado. Comprenderás que todo lo cercano está demasiado lejos a la vez, pero en una zona anterior a la sangre, en la que habitan otras preguntas. No te distraigas, sumérgete, bucea y retiene todo lo que percibas, todo lo que veas, en ese banquete celestial. Captarás que esa tumba y espejo que todavía se burla y expande tiene otra melodía, otra cadencia. Perplejo, si haces caso, probablemente salgas a caminar. (de paseo para maratonistas, Buenos Aires Poetry, 2023) Talismán No me basta con el pacto y nuestras lenguas: por seguridad plantaría un trébol de cuatro hojas en la bodega de tu cráneo. (de Toska, inédito) Augenblick Quedarse o salir. Cargar un bulto o plantar una lavanda. Una luz pública, o la distancia de las estrellas. Cada cual con lo suyo. A fin de cuentas, estamos hechos de partículas, somos chispazos, todos igual de pequeños. Algo así como un guiño de ojo. En ese guiño lloramos y reímos y nos ahogamos. Algunos enceguecidos al sol, otros petrificados en el invierno de la desgracia. Mientras suena el estribillo a lo lejos: Los que comen carne de fugu son idiotas, y los que no la comen, también son idiotas. (de Toska, inédito)
- Un lado a cada lado de la palabra ella partida en dos
Ella extraña en el espejo un color que aparecía a la altura de los ojos. Extraña que el baño sea sólo espejo. Encontrarse en un olor desconocido, en un reflejo en el que debe adivinarse. Cada vez más tenue. Como si se desvaneciera. Es el polvo de tus muertos, escuchó alguna vez. Alguna vez parece antes de ayer, pero ha pasado mucho tiempo. Porque ella es tiempo prestado. Tiempo heredado y de reserva que le dejaron en custodia para que no pudiera escapar. Pero no supo retenerlo. Y escapó. Entonces se acurruca. Se tiende a esperar en el suelo. Y el cuerpo grita. Soy el cuerpo , dice, ¿no me reconoces? Ella cierra los ojos para decir no. Los aprieta como una puerta que se cierra para siempre. Las llaves van pasando de bolsillo y detrás se empujan los muertos. Golpeando. Pero el sonido que silba en el oído es más fuerte y los golpes se pierden en el ruido blanco del audífono. Todas las deudas pendientes están saldadas, cómo entonces el debe aumenta. El haber son hojas caídas de los árboles. Restos en bolsas negras que parten en camiones de basura. Quién sabe dónde. Lo sabe bien. Es el espejo quien habla al público de los espejos: van al vertedero. Donde las queman. Como las cenizas de tu padre. Como el polvo de los huesos de tu madre con el que te atragantas al desayunar. Como el cuerpo carcomido de los que están próximos a irse al otro lado de la puerta. A nuestra gente se la lleva el tiempo. Y los borra. Su piel se eriza. Eso fue un escalofrío. Y se encoge más. Se aprieta tratando de juntar las partes. Que los pies no se marchen por el pasillo. Que las uñas no le arañen la cara. Que la cabeza no flote a la altura del lavabo. Ella tira de la cuerda y la devuelve a su lugar. Sobre los hombros. Queda al revés, mirando por la espalda. Todos los días son una destrozo. Las palabras dejan frío al paisaje. Sólo la dinamita lo conmueve. Entonces ella parte la palabra el-la en dos. Construye. Se concentra en decidir de qué lado debe colocarse. Ningún pensamiento se mueve. Cada idea se atrinchera esperando el jaque. Para acordarse corta un mechón de pelo y lo guarda en una caja. Así sabrá a qué huele su interior. Ponerse trampas es anticipar los duelos. Le responde una polilla que sale del armario de su cuerpo. Revolotea y se estampa varias veces contra la lámpara. Después se queda quieta y la mira desde el techo. Tiene muchos ojos. Ella sólo dos. Ambas sienten asco. La metralla en el oído aumenta, estalla y hace silencio después. El baño es un cubo hermético, como un taper de cocina, un lugar seguro para pasar de página. Así se entiende lo sobre entendido, qué lado es cada lado de la puerta. Qué parte del cuerpo se llevarán esta vez. No se puede hacer verbo de las grietas que rasgan las juntas de los azulejos por donde se escurre el agua ni regar la raíz de los itinerantes. Raíces leves y aéreas como las de las plantas parásitas que se aferran a cualquier árbol para sobrevivir.. La flor extravagante es solo parte de su circo. Respira. Recuerda tus lecciones, recita en voz alta aunque no puedas respirar: “En 1650, Otto von Guericke inventó la bomba de vacío usando los Hemisferios de Magdeburgo. Von Guerick estudió los tratados de Pascal y Torricelli sobre la presión atmosférica. Con su bomba hizo una espectacular demostración de la inmensa fuerza que puede ejercer la atmósfera. Ante un atónito grupo de colegas, mostró que cuando dos hemisferios de cobre de 50 centímetros de diámetro perfectamente ajustados se unen formando una esfera y se hace el vacío en su interior, ni siquiera dos postas de ocho caballos tirando de la esfera pueden separarlos”. Era eso. La presión desollando la carne. La presión reventando los nudos de los nervios. Suelta el aire. Recuerda tus lecciones. Ella se extraña del vacío. De Magdeburgo. Le extraña ver a su madre con la esfera llevándose un dedo a la boca para indicarle que no hable. Cállate, dice. O mátate. Sólo el silencio dignifica . Después la madre se arregla las cejas, llena la bañera y se tiende dentro con cara de muerta para que alguien cierre el ataúd. Suficiente. Ella desconecta el audífono. Hay un lado a cada lado del ruido. Todavía hay un lado a cada lado de la palabra ella partida en dos. Cierra los ojos porque cerrar los ojos es no. Y los aprieta en un no definitivo. Hora de recoger las sobras. Dejará un reguero de migas para orientarse. Cuando consiga levantarse se duchará. Se restregará bien el cuerpo con jabones y perfumes antes de vestir la máscara. A partir de ahora llámame A. Porque me estoy reduciendo. Man Ray - Sin título [Mujer con los ojos cerrados] c. 1928
- Contactos - Textiles coloniales de Los Andes
Museo Chileno de Arte Precolombino Hasta el 29 de junio de 2025 El Museo Chileno de Arte Precolombino inaugura una nueva exposición que, por primera vez en América Latina, presenta una colección de textiles coloniales andinos provenientes de diversos museos y colecciones privadas de Perú y Chile. Con 55 piezas correspondientes a textiles, platería, entre otros, que son de especial belleza y sofisticación técnica, además de cuatro pinturas al óleo coloniales de gran valor artístico e histórico, la muestra podrá ser vista entre el 6 de diciembre de 2024 y el 29 de junio de 2025. Estas piezas andinas y coloniales tienen la particularidad de haber sido fabricadas durante la colonia, en un escenario de contactos entre culturas. Una oportunidad única para conocer una selección del arte textil colonial andino La exposición, cuya curaduría estuvo liderada por la doctora en Historia del Arte y profesora titular de la Universidad Católica de Chile, Olaya Sanfuentes, implicó un importante proceso de investigación y producción para seleccionar y trasladar desde Perú y distintos puntos de Chile las obras al Museo Chileno de Arte Precolombino. Las piezas en préstamo desde Perú consisten fundamentalmente en tapices y óleos producidos entre los siglos XVI y XVIII, y provienen de instituciones como el Museo de Arte de Lima (MALI) y el Museo Pedro de Osma, y de varias colecciones privadas. Todas ellas viajaron con los más altos estándares de seguridad y cuidado para su conservación. Entre estas obras, se podrá apreciar la emblemática pintura del siglo XVIII Matrimonios de Martín de Loyola con Beatriz Ñusta y de Juan Borja con Lorenza Ñusta , un excepcional ejemplo de la producción artística de la Escuela Cusqueña, perteneciente a la colección del Museo Pedro de Osma de Lima. Las piezas en Chile provienen del Museo Histórico Nacional, alfombras coloniales del Museo de la Merced, muebles y platería del Museo de Artes Decorativas, unku del Museo Andino y también del Museo del Carmen de Maipú, además de varias piezas que pertenecen a colecciones privadas. Este conjunto de arte textil, platería y pintura colonial estará exhibida bajo una atractiva museografía ideada por el arquitecto Sebastián Irarrázaval. Textiles que atraviesan fronteras y temporalidades La curaduría estuvo a cargo de un equipo de especialistas conformado por la historiadora Olaya Sanfuentes, la arqueóloga Gloria Cabello y la tejedora y fundadora del Centro de Textiles Tradicionales de Cusco, Nilda Callañaupa, y contó con el apoyo del Departamento de Curaduría del Museo Chileno de Arte Precolombino. La investigación abordó las obras buscando comprender la historia como un conjunto de hibridaciones y contactos, en donde cada uno de los textiles nos invita a entender nuestro presente como el resultado de múltiples negociaciones e intercambios entre culturas. En palabras de Olaya Sanfuentes, historiadora y curadora de la muestra, “estos textiles facilitan puentes entre el pasado y el presente, permiten adjetivar las complejidades de los encuentros entre culturas y propiciar un futuro de diálogo”. “Estos textiles tienen una riqueza simbólica, iconográfica y material que los ha hecho ser reconocidos internacionalmente como piezas clave para entender que nuestra historia es el resultado de múltiples contactos e intercambios de saberes, en los que el mundo indígena es agente y autor fundamental”, sostiene Cecilia Puga, directora del Museo Chileno de Arte Precolombino. Asociado a la exposición, se publicará un libro que reúne fotografías de las excepcionales obras presentadas en la exposición además de ensayos de especialistas, que buscan dar contexto a la riqueza de los textiles coloniales andinos. La muestra contará con una Sala de Mediación y Educación que durante los siete meses de exhibición permitirá al público acercarse a la producción textil, por medio de instalaciones que buscan una aproximación táctil. “Contactos. Textiles coloniales de Los Andes” tiene como propósito relevar la riqueza del arte textil en un periodo complejo en que se dieron múltiples contactos entre los pueblos andinos y los europeos. En esa línea, presenta el arte textil como espacio que reúne saberes, personas, materialidades, iconografías y tecnologías de varias culturas. La muestra es un llamado a dialogar en torno a las múltiples expresiones culturales, fenómeno que hoy constituye una de las características más profundas de la identidad americana producto de su origen, de la globalización y de las constantes migraciones e intercambios culturales. - “Contactos. Textiles coloniales de los Andes” 6 de diciembre 2024 - 29 de junio 2025 Museo Chileno de Arte Precolombino Bandera 361 -Santiago Martes a domingo, 10 a 18 h. Sitio web > Museo de Arte Precolombino Instagram @museoprecolombino Facebook: Museo Chileno de Arte Precolombino X: precolombinocl Youtube: Museo Chileno de Arte Precolombino
- Una historia cultural del traje
En El traje , Christopher Breward examina esta prenda como objeto de belleza y científico, como recipiente de la masculinidad. El libro examina casi seiscientos años de vestimenta masculina, prestando atención de manera impresionante tanto al auge del traje como a las reacciones en su contra. La prenda sobre la que escribe Christopher Breward en su libro no es un traje cualquiera. O, mejor dicho, es cada traje, tanto su forma corpórea como su resonancia simbólica. Breward examina el traje en todas sus cualidades estéticas, materiales, filosóficas y políticas. Lo considera un objeto de belleza y refinamiento y un objeto de logro científico; como símbolo de tradición y conformidad, y como recipiente adaptable de ideas cambiantes de masculinidad y modernidad. Breward cubre una impresionante cantidad de tiempo y una variedad de pensamiento, recopilando a todos los principales escritores, creadores y pensadores de la moda tradicional masculina en un libro conciso y bellamente realizado. No es fácil identificar dónde ubicar el libro de Breward entre otras publicaciones sobre moda masculina. No funciona como una historia cronológica de la moda masculina, como el querido, pero agotado libro A History of Men's Fashion (1996) de Farid Chenoune, o el American Menswear (2011) de Daniel Delis Hill. A pesar de sus preciosas fotografías en color, El traje es mucho más minucioso que algunas de las recientes publicaciones “coffee-table” sobre Savile Row o la sastrería británica, como Bespoke , de James Sherwood y Tom Ford (2010), o Best of British , de Simon Crompton con fotografías de Horst Friedrichs (2015). Tampoco está realmente en diálogo con publicaciones más académicas sobre el traje, como Ready-Made Democracy (2003) de Michael Zakim, o The Three-Piece Suit and Modern Masculinity (2002) de David Kuchta. Los historiadores de la moda pueden verse tentados a dejarlo de lado junto a otros libros de historia cultural, en conversación con Men in Black (1997) de John Harvey, o Sex and Suits (2016) de Ann Hollander, aunque se han publicado pocas otras cosas en los veinte años transcurridos entre medio. En todo caso, El traje calza en la tendencia reciente de las “microhistorias”, libros que se centran en un solo tema, muy notablemente en libros como El Bacalao y Sal de Mark Kurlansky. Esto podría sugerir que hay un interés renovado en el público general por la vestimenta masculina, no sólo estéticamente, sino como símbolo de mayor importancia cultural. Breward hace un gran trabajo al cerrar lo que podría verse como una brecha entre diferentes enfoques para el análisis y la apreciación de la sastrería y de la historia de la ropa masculina. Las espléndidas fotografías en color y en blanco y negro del libro avanzan mucho en demostrar los elementos del traje que no se pueden describir solamente con palabras. Las pinturas y fotografías muestran a hombres bien vestidos desde el siglo XVI al XXI, exponiendo el particular sentido del estilo que su época consideraba apropiado, y se compensan con láminas de moda de sastrería y caricaturas que muestran cómo a la vez se publicitaba y se satirizaba la moda en su época. Los sastres a lo largo de la historia están representados en su oficio, con énfasis en los detalles y técnicas. Los trajes históricos se muestran con los accesorios adecuados en los maniquíes de los museos, y los trajes modernos se presentan a través de anuncios, fotogramas de películas y fotografías de pasarela de diseñadores. El libro comienza, acertadamente, con “El arte del sastre” (se le llama “Introducción”, aunque en realidad es un capítulo propio), que rastrea la relación de los hombres y sus sastres desde la Florencia del Renacimiento hasta el Londres de la Regencia y los diseñadores de alta costura contemporáneos. Si bien de ninguna manera es una guía para la confección de trajes, Breward demuestra muy bien la realidad material de la sastrería, desde la elección de la tela hasta los patrones, el acolchado, el forro y las pinzas en los que confían los sastres a medida para su precisión en el ajuste. Vincula lo físico con lo filosófico, mostrando cómo las conversaciones sobre la evolución de la estandarización de las medidas y las técnicas científicas de corte no se referían solamente a cómo hacer un traje, sino a un noble esfuerzo (para el sastre victoriano) por lograr una figura anatómica ideal del hombre moderno, concebida a través de una construcción precisa de escala y proporción. En el capítulo uno, “El traje apropiado”, Breward se centra en la evolución del traje como forma de estandarizar la vestimenta masculina y examina las ramificaciones tanto elevadoras como restrictivas de este uniforme civil. Utiliza la introducción por Carlos II en Inglaterra del chaleco de inspiración otomana en 1666 como punto de partida para el origen del traje, y examina la influencia de la vestimenta militar en el guardarropa masculino a lo largo del siglo XVIII. La precisión militar es quizás lo que llevó al traje a asociarse con una conformidad asfixiante, como una forma disciplinaria de imponer el estatus a través de las apariencias: mantener a los hombres en su lugar demarcando sartorialmente el rango militar (o social). La paleta de colores restringida y la silueta cuadrada que llegó a asociarse con la Revolución Industrial, afirma Breward, “incrementaron su longevidad y la hicieron tan apropiada como símbolo de las preocupaciones dominantes de la vida moral, filosófica y económica del siglo XIX”. A medida que esto evolucionó hasta convertirse en el traje de negocios del siglo XX, continuó comunicando un sentido de respetabilidad y responsabilidad. La industria estadounidense contribuyó al uso democrático de los trajes en la oficina, desde una especie de traje de negocios que transmitía una discreta uniformidad hasta el surgimiento de los trajes de poder conscientes del estatus de los corredores financieros de la década de 1980. Antes de que una estrecha paleta de colores y siluetas dominara por completo los trajes usados en la vida pública, todavía quedaban lugares en el guardarropa masculino que permitían el tipo de telas suntuosas y cortes holgados que serían inaceptables en un traje usado durante el día en público. La túnica o bata “baniano” de inspiración otomana era un artículo popular para pintar un autorretrato durante el siglo XVIII, lo que demostraba una informalidad hogareña. Breward considera que el “baniano” es un obstáculo para el aumento de la formalidad más estricta del traje. A medida que estas telas de India y China fueron reutilizadas para el consumo inglés como un signo de esteticismo mundano, el traje occidental se infiltró en otras naciones, ya sea por elección o por dominio cultural. El capítulo dos, “Naciones adaptadas”, toma el predominio previamente establecido del traje en Europa occidental y analiza las formas en que otras naciones reaccionaron ante él. Breward, aunque evita un poco el daño duradero del colonialismo, examina el peligro inherente a las definiciones tradicionalistas de masculinidad y estilo nacional, y las formas en que estas se han convertido en conceptos fijos de identidad —esencialmente, como una determinación visual de los que tienen y los que no tienen—. Breward considera la ropa como símbolo de resistencia al imperialismo occidental a través del examen de la chaqueta Nehru de la India y el traje de Mao en la China revolucionaria. Contrasta esto con la adopción japonesa de los trajes occidentales como una demostración de “superioridad militar, económica y moral”. Los sapeurs de la República del Congo se presentan como ejemplos de una reapropiación cultural del traje a medida, ya que visten trajes con las siluetas tradicionales de la sastrería occidental, pero en combinaciones de colores brillantes y patrones que se alejan de los colores sombríos asociados con la calle Savile Row. El capítulo tres (“La elegancia del traje”) analiza a aquellos que han utilizado el rigor del traje para subvertir las cosas que tradicionalmente representaba. Breward considera la alteración intencionada del traje entendido como una insignia de conformidad por parte de quienes están fuera de la élite patriarcal, es decir, los hombres y las mujeres homosexuales. El exceso en la moda se ha relacionado con el afeminamiento desde mucho antes del surgimiento del traje, pero aquí Breward analiza a los petimetres y macaronis “demasiado a la moda” del siglo XVIII, los dandies del siglo XIX y los neoeduardianos y los teddy boys del siglo XX, todos los cuales utilizaron la ropa como “arma de estilo”, cuando no como disidencia social consciente. Beau Brummell y Oscar Wilde son ejemplos de caballeros que cuestionaron las actitudes prevalecientes en la moda, Brummell ayudando a mover la moda hacia un estilo más sobrio y Wilde representó la rebelión estética contra la vestimenta convencional. Fuera de Gran Bretaña, Breward examina el Zoot Suit estadounidense como un signo sartorial de desafío a las normas raciales y culturales. A los diseñadores italianos Giorgio Armani y Gianni Versace se les atribuye el mérito de aportar una estética más suave y consciente del cuerpo al mundo de la moda masculina. Se ofrece una breve descripción general de la sastrería femenina, desde lesbianas y artistas que cooptan la vestimenta masculina como símbolos de subversión hasta Yves Saint Laurent que utiliza ropa formal masculina como inspiración para su perdurable línea “ Le Smoking ”. El capítulo cuatro (“El traje y sus significados”) analiza la relación entre el traje y los árbitros estéticos de todas las épocas, desde pintores impresionistas, arquitectos y cineastas modernistas hasta diseñadores contemporáneos. A través de esta lente, Breward analiza el simbolismo del traje como un elemento necesario de la estructura social y la psicología de la vestimenta. La forma en que el traje proporcionaba una metáfora de la estabilidad y la civilización de un mundo moderno fue adoptada por quienes querían un sistema utópico de igualdad social. De esta manera la uniformidad del traje sigue siendo vista como un símbolo de modernidad. Los héroes de la pantalla muestran su sastrería hecha a medida, desde Cary Grant hasta un elenco rotativo de James Bonds. Diseñadores de ropa masculina como Vivienne Westwood y Alexander McQueen son considerados artesanos expertos en enfatizar la belleza y el atractivo de la sastrería tradicional, pero que también están interesados en subvertirla y deconstruirla. Como dice Breward, la versión del traje en el siglo XX reconoce la “atrofia gradual de su antiguo poder como medio de cambio y control social”. El libro termina con un breve tratado filosófico sobre el estado de la moda masculina actual, en particular cómo se cruza con los conceptos tradicionales (aunque en evolución) de masculinidad. Si bien la deliberación aquí es tanto una insistencia en que estamos presenciando un renacimiento de la moda masculina como también una determinación de que el traje durará otros 400 años, la atención está en los productores de trajes a medida y en las marcas de lujo globales, lo que tal vez no le interese a una mayoría de los lectores. Si hay un defecto en este libro bien concebido es quizás que intenta hacer demasiado, tratando de abarcar demasiado material sin suficiente análisis. El libro examina casi seiscientos años de vestimenta masculina, prestando atención de manera impresionante tanto al auge del traje como a las reacciones en su contra. No es un libro que deba leerse cronológicamente, aunque si uno fuera nuevo en la historia de los trajes masculinos, si presta atención, ciertamente llena la mayoría de los vacíos. Debido a que su alcance es tan amplio, nos perdemos el comentario de Breward sobre la uniformidad en la vestimenta ligeramente “fuera de la caja” de la ropa de negocios, ya que solo menciona brevemente la ropa formal o deportiva, y cómo esos elementos del guardarropa masculino evolucionaron a partir del traje o son influenciados por él. Si bien el capítulo dos supuestamente trata sobre la diversidad cultural, Breward quizá aborda demasiado a la ligera las cuestiones de dominio cultural y colonialismo. Aunque menciona brevemente la raza en las conversaciones entre el Zoot Suit y los sapeurs congoleños, hubiera sido interesante saber si Breward considera el traje no sólo un símbolo de lo británico, sino también de la blancura. Es notablemente neutral en cuestiones de clase, promocionando a todos los diseñadores de ropa masculina más interesantes de la actualidad, pero sin mencionar realmente lo exclusivo que es este mundo debido a su costo. Si bien muchos admiradores del traje sin duda desearían usar trajes de Ozwald Boateng, Rei Kawakubo o Thom Brown, ¿quién puede darse el lujo de vestirse exclusivamente en este mercado de alta costura? Aunque hay un gran enfoque en la relación entre los trajes y la sexualidad, un tema sobre el que Breward ha escrito antes, no lo separa del todo de las cuestiones de género, donde hubiera sido interesante escuchar lo que pensaba de los hombres que no estaban fuera de la élite cultural heterosexual, pero que aun así querían vestirse con el garbo a menudo asociado con la extravagancia y, por lo tanto, la homosexualidad. Las mujeres con traje se muestran sólo en el contexto de lesbianas vistiendo como hombres o guiños de alta costura a la ropa masculina como sexualmente provocativa, con poca consideración dada a las mujeres modernas (las políticas, por ejemplo) que han adoptado la uniformidad del traje como un indicador de poder y estabilidad. No hay duda de que Breward cree en la belleza inherente al oficio de la sastrería y en la longevidad de esta forma de vestir. Hemos esperado tanto tiempo por un libro de esta naturaleza que sólo podemos esperar que sigan más libros del mismo género de historia cultural que puedan ampliar las ideas funcionales y simbólicas discutidas por Breward. Este artículo apareció originalmente en The Fashion Studies Journal 2 (2016). Se traduce con autorización de su autora. Traducción: Patricio Tapia . El traje Christopher Breward Trad. L. Mosconi Editorial Ampersand Buenos Aires, 2023
- ¿A dónde van las palabras?
Notas sobre Las Gratitudes, de Delphine de Vigan I Comencé a leer este libro no sólo por la confianza que me había dejado el texto anterior de la autora, Las Lealtades (Anagrama), sino –además– por el entusiasmo con el que me lo recomendó una joven mujer de ochenta y cinco años en el micro que nos llevaba de regreso. A ella, a la ciudad; a mí, al pueblo. Charlar con un desconocido en un viaje que hace escalas puede suscitar el brillo que se esconde, entre los huecos cotidianos. Ella, la mujer, venía de las playas de San Clemente del Tuyú luego de permanecer allí casi cincuenta años. Quizá, por ese tiempo transcurrido, me dio la sensación de que, en su mirada, perduraba el múltiple efecto del oleaje: un gesto fuerte, dulce y grave. Ocurrió de repente. Su mano de apariencia adolescente me señaló la tapa del libro, acariciándola. Algo aconteció de forma inesperada. Algo que no pudo captar, en totalidad, ni siquiera la tecnología más avanzada. Algo que Federico García Lorca denominó Duende: un duende fugaz. Ese duende que visita a la niñez, también a la vejez. II La novela es narrada por dos personajes: Marie y Jérôme. Cada una de estas voces es sostenida por un tercer personaje – el hilo conductor de la historia –: Michka. Una mujer que cuidaba de Marie cuando era una niña. Y es precisamente ella, Marie, quien da inicio al libro, desde el final, inaugurándolo con la siguiente pregunta viva: “¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias? Unas gracias sinceras. La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda”. III La vejez, la juventud, la infancia, el recuerdo –el olvido–, son algunos de los asuntos por dónde se desplaza la narrativa de estas vidas. Y, como suele ser la vida; hacia adelante pero también hacia atrás. Los caminos que conducen los personajes no son en forma recta sino, más bien, caminos curvos que transportan imágenes y sonidos : “De pronto varios pitidos rompen el silencio […] Michka parece sorprendida, mira a su alrededor, observa la pulsera que lleva puesta, como si el sonido pudiera proceder de este objeto tan raro y tan feo que al final ha decido llevar”. Perder y ganar. Ir y volver. Demorarse. Vivir hacia afuera, también hacia adentro. IV Vuelvo sobre las pérdidas –una de las zonas – del libro. Pienso en ellas como un eslabón inevitable de la cadena de la vida. Lxs niñxs pierden los dientes temporarios (de leche) y saben que están creciendo, aunque venga el ratón Pérez. Los adultos empiezan a perder los dientes permanentes y, con suerte, comienzan a saborear que están envejeciendo. Unos los suplantan, otros siguen creyendo en la magia de la espera, otros dejan de creer en la emergencia del absurdo. Envejecer es aprender a perder . V Cuando leía a Jérôme, uno de los protagonistas, pensé en los profesionales de la salud que acompañan a sus pacientes en sus procesos y, entonces, además pienso que son otros afectos que, en sus prácticas, alojan las huellas del encuentro: “Soy Logopeda. Trabajo con las palabras y con el silencio. Con lo que no se dice. Trabajo con la vergüenza, con los secretos, con los remordimientos. Trabajo con las ausencias, con los recuerdos que ya no están y con los que resurgen tras un nombre, una imagen, un perfume. Trabajo con el dolor de ayer y con el de hoy. Con las confidencias. Y con el miedo a morir. Forman parte de mi oficio”. Michka no es alguien que sólo va y vuelve; la niña que ha sido, la mujer que leyó a Doris Lessing, a Sylvia Plath, a Virginia Woolf, entre otras, retorna y se esparce en una niebla sutil y voraz. Caen los contornos de la edad. Lee, aun así, aunque intenta buscar las palabras, aunque le cueste, hace un esfuerzo por leer: evoca a la familia que la hospedó durante el Holocausto para darle las gracias. Los profesionales también pierden a sus pacientes, que son, a la vez, irremplazables. Es un lazo afectivo –distinto– como los de los amigos, la familia, las parejas. Hay quienes, todavía, no pueden asignar un turno en el horario que esos pacientes concurrían. La experiencia no sirve para nada, cada persona habita un mundo. Y hay un mundo detrás del mundo circundante. “Vivir es vivir a pérdidas”, escuché decir una vez a una psicoanalista. ¿Qué ocurre cuando alguien comienza a perder el lenguaje? ¿Y con sus cuidadores? Como lo ha cantado La Grande Sophie: “¿A dónde van las palabras /que resisten /que desisten /que razonan / ¿Y emponzoñan? […]/ ¿A dónde van las palabras/ que nos hacen y deshacen /que nos salvan /cuando todo nos abandona?”. VI Por mi área de estudio y de trabajo (Bibliotecas, Archivos y Centros de Documentación) conozco el riesgo que conlleva la indización y el resumen de un material bibliográfico; por más minuciosa que sea esa tarea, una pieza queda en el camino. Creo que es algo conocido por los traductores de lenguas extranjeras. Al pasar una palabra de un idioma a otro, algo siempre se pierde. ¿Qué tan importante es la relación entre un autor y un traductor? Les Gratitudes , título en francés de la obra, fue traducida al español por Pablo Martín Sánchez. Uno de los pasajes, que me conmovió hasta los huesos, fue el de “merdi” por el de “gracias de merdad”. Un traductor es como un curador. Cuida la sensibilidad que compone a una palabra. VII Algo más. Mientras mi mirada se deslizaba, por los pliegues de la novela, no pude evitar recordar el libro Envidia y Gratitud (Paidós), de Melanie Klein, y entonces, se abrió el baúl de los tesoros y pensé en una filósofa que ha escrito sobre ese texto: Florencia Abadi. Tanto en sus ensayos El sacrificio de Narciso (Punto de vista Editores) como en El nacimiento del deseo (Pólvora Editorial), Abadi teoriza y pone en circulación un “antídoto” contra la envidia (otra divinidad): la Gratitud. De esta forma le devuelve – a la palabra – su potencia performática. Dar es perder, con los ojos cerrados. Saber recibir -el gesto más complejo de la condición humana- , con las manos abiertas. VIII Terminaré, como lo ha hecho Marie, con un reinicio; el epígrafe de François Cheng en la novela: “Reímos, brindamos. Desfilan en nosotros los heridos, / los lastimados; les debemos memoria y vida. Pues vivir / Es saber que todo instante de vida es un rayo de sol / En un mar de tinieblas, es saber ser agradecido”.
- El lenguaje de la noche
GALERIA ANINAT | SANTIAGO HASTA EL 21 DE ABRIL 2025 El velo de mis vecinos Mi sombra va entrando y saliendo de la sombra de los árboles y edificios por la vereda; conmigo encima, abajo, están los zapatos, arriba, el pelo, entremedio, eso que llamo «yo». Sergio Larraín El aire de la noche La obra de Estefanía Tarud nos sumerge en una atmósfera de interioridad donde el juego de claroscuros adquiere voltaje emocional. Es una obra que habla de sombras, reflejos y fantasmas, que explora lo que se esconde y lo que aparece, lo que aparece y lo que falta, lo visible y lo invisible, lo que se cubre y lo que se descubre, incitando al espectador a un acercamiento activo que le permita, precisamente, des-cubrir la imagen. Y, detrás de la imagen, a ese “yo” de la artista que la imaginó. De la imaginación a la imagen, de la imagen al imaginario. Estefanía transita en los bordes de la visibilidad, sensible a lo tenue, a aquellas escenas que quedan (como en la fotografía) suspendidas del fluyo temporal. Tal como sucede en las horas de la noche y en el enrarecido tiempo de los sueños, cuando el reloj pierde su dominio. Obra atmosférica porque surge de la fotografía. Sergio Larraín siempre decía: “lo que hay que fotografiar es el aire”. Y es eso lo que hace Estefanía. Borda a partir de imágenes fotográficas donde lo que interesa no es tanto el objeto sino “el aire”, la sensación, que emite la escena. Si en sus anteriores trabajos Estefanía reproducía situaciones nocturnas de su domesticidad (apelando a lo ominoso, a esa extrañeza que se cuela en lo familiar), ahora su mirada sale hacia el exterior para mostrar aquello que se ve a través de la ventana. Esta estructura que mediatiza la mirada y enmarca el mundo, deja asomar apenas aquello que se oculta tras el vidrio, la cortina o la rejilla. En otras obras, la ventana opera como visor de otras ventanas, generando una doble mediación que, nuevamente, activa la curiosidad. ¿Qué estará sucediendo tras esos intersticios de luz que titilan, como estrellas, en la noche urbana? Cada uno de estos trabajos requiere mucho tiempo, concentración y paciencia en su elaboración. Estefanía inventa un método de bordado que consiste en puntadas mínimas, que se suceden una tras otra, para ir creando sutiles matices tonales, degradaciones y veladuras, lo que emparenta su quehacer con el puntillismo pictórico. Lo suyo es un arte de la noche, que declara su inclinación por lo que no es evidente y su afección por cierta perturbadora extrañeza. Su arte escudriña esa especie de “inconsciente” de las imágenes, rehuyendo la hipervisibilidad que termina cegándonos con sus excesos lumínicos. Estefanía elige la penumbra como espacio del erotismo. - Texto de la exhibición de Estefanía Tarud Galería Aninat - STGO Hasta el 21 de abril de 2025 La puerta de lo invisible Naturaleza interior
- De tránsitos y umbrales
MI VIDA ROBADA CARLA GUELFENBEIN GALERÍA ARTESPACIO HASTA EL 17 DE MAYO “Mi vida robada”: así nombró Carla Guelfenbein su última novela, y así también su última muestra en Galería Artespacio. El libro y su desplazamiento visual surgen a partir de rayados que ella fotografió en distintos muros de Nueva York. Estos llamados –algunos enigmáticos, otros poéticos, bizarros o contradictorios— fueron los detonantes de esta obra de dos estaciones. Ella se fue / Tuve un flash back de algo que nunca existió / Pretende ser humano. Grafitis sobre la superficie agrietada de una ciudad que se prefiguraron en el imaginario de la escritora-artista como microcuentos posibles de hilvanarse en un escrito mayor. Perderse, llegar a una novela por un camino incierto. Soltar el cálculo, abrirse al azar. Esa fue la intención de Carla. Entonces recogió pedazos de la calle como semillas vacilantes de algo que podría germinar. Y es que a veces el arte no está en la mente que programa, sino allí afuera, esperando ser recibido. Carla sabe que las palabras son imágenes y las imágenes son textos. No sólo porque sus novelas son muy visuales, sino también porque, desde siempre, ha trabajado en paralelo ambos lenguajes. El trabajo de arte, entonces, se vuelve en ella una traslación de la escritura, otorgándole a sus obras una lectura que se expande fuera de los límites de su propia materialidad. Estas obras combinan elementos de procedencias diversas: los rayados se mezclan con fotografías que la autora ha tomado en distintos lugares y que dialogan sensiblemente con los textos. Este trabajo declara el deseo de envolver al visitante en una atmósfera que sostenga el misterio. La música ambiental, creada por Ana Rosa Ibañez para esta experiencia, se suma a este anhelo. Cada obra se arma superponiendo capas translúcidas que dejan aparecer/desaparecer lo que está detrás, en un juego que ya no es de yuxtaposición (como en el collage tradicional) sino de superposición. Esta es una obra que no busca la amplitud, que desdeña la grandilocuencia. Es una obra que elogia la profundidad de lo pequeño, de lo íntimo, de lo que está al borde de lo visible/invisible. Obra de viaje, también, porque textos e imágenes provienen de un transitar perdiéndose en la ciudad, y a la vez, proponen una travesía imaginaria: cruzar umbrales; desplazarnos entre distintos espacios, sentidos y situaciones; traspasar las capas de la consciencia individual, desde lo aparente hacia lo subterráneo, desde lo iluminado a lo penumbroso, en un ir y venir fluido y leve. Ana Rosa es una artista chilena basada en Berlín. Con su sonido construye misteriosos paisajes que invitan a la reflexión y al ensueño. En su música convergen voces, texturas, y experimentos sónicos que ella ha recogidos en diferentes lugares del mundo, generando universos particulares y envolventes. Su nuevo proyecto @acquariana_musica es un catálogo de estas rarezas sonoras, de estos cruces y encuentros en la dimensión vibracional.
- Talleres y asesorías para imagen y escritura - por Catalina Mena
CUPOS LIMITADOS Asesoría personal de escritura Esta asesoría está destinada a acompañar procesos de escritura de cualquier índole o temática, trabajando lenguaje, escritura e inscripción editorial. Es semanal y su duración depende del proceso de cada alumn@. Desde marzo. Modalidad: Online Valor mensual: $120.000 Asesoría de obra visual Esta asesoría está destinada a acompañar procesos de obra, trabajando estructura visual, conceptualización e inscripción cultural. Es quincenal y su duración depende del proceso de cada alumn@. Desde marzo. Modalidad: Presencial Valor mensual: $120.000 Taller grupal de escritura sobre imágenes Este taller está destinado a todos quienes se interesen en escribir sobre cultura visual y arte. Tiene una duración de 3 meses, 1 vez a la semana . Abril, mayo y junio 2025 Modalidad Mixta [online/presencial] Valor mensual: $100.000 Inscripciones e informaciones: +569 7389 2169 CATALINA MENA: Periodista, crítico y curadora de artes visuales. Es autora de diversos reportajes y entrevistas publicados en distintos medios de comunicación escrita. Ha sido editora periodística de revista Paula y revista PAT (Patrimonio Cultural). En 2015 obtuvo el Premio de Periodismo de Excelencia Universidad Alberto Hurtado. En paralelo a la escritura periodística trabaja en poesía y textos de arte publicados en diversos libros, revistas y catálogos. Además, ha realizado curatorías en Chile y en el extranjero. Es autora de los libros Sergio Larraín, la foto perdida (2021), del poemario 7 a. m. (1993) y del perfil Pedro Lemebel (2019). Actualmente es socia fundadora de la plataforma de pensamiento Barbarie-pensar con otros > barbarie.lat
- El no especialista: un recuerdo de Pablo Chiuminatto
“Marzo se presentó con un temporal”. Modern Nature , Derek Jarman Su muerte generó reacciones. Nadie permaneció indiferente al suceso. Los complementos y adjetivos llovieron. Instagram se llenó de esquelas e in memoriams. Aparecieron los viejos conocidos, los amigos y parientes lejanos, los cercanos, los desconocidos. Así nos encontramos reunidos alrededor del féretro, incómodos ante la evidencia de lo que se había extinguido de manera fulminante. La tarde calurosa del último sábado del verano 2025, en las aguas de una piscina, un rayo y poco más. No pudimos sacar conclusiones pero, como corresponde, se le perdonaron todos los errores al finado, se celebraron todos sus aciertos, se agrandaron todas sus proezas y, por un momento breve, en esa mínima parte del mundo académico y familiar nos detuvimos desconcertados a las puertas de la muerte inexplicable. Hoy ha pasado un mes y me queda la sensación de que algo no ha sido dicho. Tal vez lo puedo intentar aquí. Conocí a Pablo Chiuminatto al entrar a estudiar el Doctorado en literatura, hace cinco años, en un evento de bienvenida organizado por la facultad para los nuevos alumnos. Italiano genérico, gesticulaba rodeado de algunos estudiantes en el patio de San Joaquín. Nada de circunspecto y bueno para levantar una ceja y la sonrisa a la vez, me transmitió la acogida de una persona con sana curiosidad por mis temas, que mezclaban algo de arte con literatura. En ese momento, cuando me lo presentaron bajo un aroma persistente a chorizo a la parrilla, a mí no me quedó claro si era un especialista en estética. Eso sí, me habían confirmado que venía del mundo del arte. Hubo de pasar un año para llegar a tener clases online con él (tuve la fortuna y la desgracia de ser parte de los estudiantes pandémicos de zoom), pero la duda sobre su posición en el campo de las artes y las letras no terminaba de quedar totalmente despejada. Para ese curso, recuerdo que uno de los primeros textos que nos entregó para comentar era un ensayo oscuro de Walter Benjamin (acaso todos sus ensayos lo son): “Sobre la pintura, o: el signo y la mancha”. Ese lugar borroso y pictórico era para mí una reconfirmación de la asociación de Pablo con la pintura: porque, más que artista, Pablo era un pintor. En esa clase por pantalla, fuimos armando nuestros argumentos y me acuerdo haber planteado alguna conexión con el test de Rorschach como instancia de revelación a partir del borroneo. No recuerdo mucho más, excepto la capacidad del profesor para armar conexiones a partir de un amplio repertorio de textos que sacaban a la mancha del lugar del error para convertirla en un cúmulo potencial de creación. Algo de eso, supongo, sería la figura del pintor y académico que él estaba ayudando a formar. En general, Pablo no era un hombre de conceptos irrenunciables, sino más bien, un discutidor capaz de evolucionar y comenzar a ver otras dimensiones en lo que teníamos delante. La mancha era entonces el origen más plausible. Algo que sí puedo afirmar es que Pablo Chiuminatto había leído muy extensamente. Decir un genuino lector, en su caso, se parece a alguien que lee como buscando piedras a la orilla de un lago para armar una colección totalmente personal. Recogía así citas que después sacaba como un par de guijarros o piedritas que guardan un brillo especial, un lugar de origen, una anécdota. Había cierto grado de incredulidad en esa operación tentativa. Lo más entretenido es que nunca sabíamos bien por dónde iba a continuar, aunque era recurrente que nos trajera referencias de la literatura más variada, para armar puentes que cruzaban a lugares que todavía había que pensar. Lugares borrosos, para que se entienda. A veces todo podía ser tan frágil, nada de ideas consolidadas o monumentales, sino más bien un jardín de plantas raras. Pablo no tenía ningún problema con acercarnos a la aporía . Entre audaz y comedido, en algún lugar, un profesor preparado para no acomodarse en los laureles. Sus evaluaciones, diría, eran laxas. Estaba mínimamente interesado en perseguir a ninguno de los que tomamos parte en el curso. Si alguien quería desesperarse, tenía que ser por la libertad otorgada. En algún punto, y coincido plenamente con su postura, su misión docente era apoyar con toda amabilidad a que diéramos otro paso hacia el vacío. Se avanza tanteando, a oscuras, con una intranquilidad difusa. Porque Pablo era alguien que te daba ánimos incluso si podías llegar a tropezar. Que cada cual saque sus conclusiones sobre el hecho pedagógico. Supongo que él mismo tuvo muchos tropiezos. De su vida pasada como pintor yo solo conocí fotos. Después me contaron que tuvo otras vidas, otros amores, otros horizontes. ¿Quién no los tiene? Tal vez, más arrojo tuvo para ser una persona que no se conformó con una única posición. Y en esa forma tan variable, en todos los cambios, en las posibilidades de estar a ambos lados de la cancha, se forjó también su forma de pensar. O de instalarse en el foro académico: Pablo no era el defensor de una escuela o una postura, más bien lo contrario. Era un profesor de pensar disconforme: un inconformista, como en la película de Bernardo Bertolucci, que lucha sin bajar los brazos para entender que, tal vez, no existe un lugar donde encajar. En una de las últimas oportunidades que nos vimos el verano pasado, nos prodigamos en una larga conversación sobre desinformación, redes y realidades líquidas del mundo contemporáneo. Se nos unió otro profesor de teoría de la comunicación política y con él armamos un andamio de palabras, ideas y copas de vino. Yo comenzaba a estar ebrio, él totalmente sobrio porque hacía años que no bebía. Pero en esas circunstancias, entendí que la cualidad de Pablo Chiuminatto, pintor y profesor de diversas materias, desde juegos de realidad virtual hasta elucubraciones sobre la herencia cartesiana, era esencialmente la de un articulador. Manejaba una gigantesca cantidad de información de tal manera que le permitía guiar una simple conversación hasta los lugares más remotos. A través de senderos y nuevas posibilidades, unas más pasajeras, otras más trascendentes, la conversación se convertía en un ejercicio de deriva ilustrada. Cuando lo pienso, había algo de la figura contraria al especialista, aquella persona que ha desechado todo interés que no se relacione con su trabajo directo. Como académico, puedo decir, Pablo era un no especialista. El día 31 de enero de 2025 nos encontramos en el matrimonio de un compañero del doctorado que también estaba bajo su tutela en asuntos de tesis. Fue justamente con mi amigo, que conocía a Pablo desde hace años, con quien pude comentar mi sensación del articulador interminable. Caminando por el Cajón del Maipo en las horas de más calor, mi compañero, que lo había conocido desde temprana edad, me contó que lo había visto recorrer las distintas aceras durante los últimos 20 años y pudo corroborar que Pablo Chiuminatto era, fue, un versado articulador, un ilustre creador de conversaciones, un artista desde el pincel a la palabra. Puede parecer un descubrimiento insignificante o una forma de desvelar una relación personal de amistad. No lo sé. Para mí también significó, en ese momento, corroborar otra forma de entender el pensamiento como una relación en desarrollo: pensar no es llegar a una conclusión, sino más bien avanzar, moverse en la inquietud en busca de un lugar pese a la desorientación y a la certeza consumada de que ese lugar no es nunca un refugio duradero. Entre el nomadismo y el riesgo de perderse, este modo inseguro de pensamiento implica sostener la incertidumbre como modo operativo. No muchos están dispuestos a esa transitoriedad irredimible en el mundo académico. El día viernes 14 de marzo quedamos de encontrarnos para la entrega de las correcciones de mi tesis, que le había pasado a finales de enero para cargarle el verano con una lectura que no supe nunca si le resultó especialmente satisfactoria. Fue elegante, como siempre lo era, para expresarse sobre el escrito que le había pasado. Ese día nos encontramos en el Flaubert, un restaurante donde me dijo que había probado todos y cada uno de los platos de la carta porque hacía años que solía ir. -“Esta vez me permitirá que lo invite, profesor”, fue lo primero que me dijo. Y en realidad, creo que siempre me había invitado él porque era generoso. Ese viernes comimos y conversamos de todo. Hablamos de los padecimientos del tráfico en un auto recalentado, de los paisajes precordilleranos de las Sierras de Bellavista, donde había pasado unos días de vacaciones con su familia, de ciertas alocuciones en francés que se parecen al castellano pero guardan otro significado. El pidió una pasta al pesto, yo pedí un pescado con papas fritas. De pronto, ya cuando estábamos por terminar me entregó el manuscrito apuntado y me hizo sus comentarios. Hoy tengo aquí sobre mi escritorio esas hojas impresas y apuntadas encima. Entre sus indicaciones, me dijo que era necesario mejorar la vinculación entre las partes y, como recomendación final, me sugirió un libro de Derek Jarman, Modern Nature , el diario que el cineasta y artista escribe en sus últimos años. Relegado en Dungenes, al sur de Inglaterra, Jarman ya sabe que tiene sida y se dedica a levantar un jardín en un lugar remoto y arenoso a cuyas espaldas se recorta la silueta de una planta nuclear. La recomendación del jardín como método para sembrar un texto con distintas ideas, vino a ser su última sugerencia. No fue la última vez que nos vimos porque esa misma tarde nos divisamos en el lanzamiento de un libro de ensayos que, supongo fue su última aparición en escena. Había mucha gente, nos vimos a lo lejos y nos saludamos con un gesto sin apuro: total, ya habíamos conversado al mediodía con toda calma. Ya habría otra oportunidad. Nada hacía predecir que ese guiño a la distancia, entre personas apuradas en conversar y participar del contacto social, iba a ser su despedida. Ya no sé cómo decirlo, pero fue una buena manera de dejar las cosas en el aire. En la primera página del manuscrito que ya he empezado a corregir, se lee de su puño y letra: “pensar vasos comunicantes”. En eso estamos. - OBRAS DE PABLO CHIUMINATTO IMÁGENES Karina Paz Fuenzalida
- ¿Cómo huele Cristo?
Olor del mar a los 5 años. Olor a asado. Olor por las mañanas en el campo. Olores en las pesebreras. Recuerdo Perfume de mujer con Al Pacino. Gran película. Olor a asilo de ancianos. Olor a gente de la calle durmiendo en las estaciones del Metro. Olor a jazmín. Los perros huelen, ¿o se olorosan? Onésimo perdió el olfato. Comenzó a bañarse dos veces al día duchas de 20 minutos cada una. Temía oler mal. Olor a bebé recién amamantado. Los amantes también huelen. Cuenta la Biblia hebrea: "¡Cuán deliciosos son tus amores, hermana mía, esposa mía! ¡Cuánto mejores son tus amores que el vino, y la fragancia de tus ungüentos que todos los bálsamos!Tus labios, esposa mía, destilan miel; miel y leche hay debajo de tu lengua, y el aroma de tus vestidos es como el aroma del Líbano. Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía, huerto cerrado, fuente sellada.Tus renuevos son paraíso de granados, con frutos exquisitos, flores de alheña y nardos;Nardo y azafrán, caña aromática y canela, con todos los árboles de incienso; mirra y áloes, con todos los mejores bálsamos." (Cantar de los Cantares 4,10-14) También en el Nuevo Testamento los olores son importantes. La Tradición de la Iglesia se transmite con el olfato de generación en generación: "Gracias sean dadas a Dios, que siempre nos lleva en triunfo en Cristo Jesús y por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento. Porque somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden; para éstos, olor de muerte para muerte, y para aquéllos, olor de vida para vida. Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?" (2 Corintios 2,14-16) . ¿Cómo huele Cristo? Huele a oveja, diría el Papa Francisco. A madera, diría san Pedro. A desodorante, no. En ese entonces nadie usaba. ¿A qué huele? La única respuesta posible se percibe en los cristianos y cristianas. Como afirma San Pablo, ellos huelen a vida, la vida de Cristo, huelen al resucitado hecho vida en los más recónditos lugares del cosmos. No huelen a cadáver. No debieran. Tal vez todavía quede en ellos el olor del perfume de nardo que una mujer -una prostituta, no se sabe- derramó sobre los pies de Jesús como expresión de su amor: “Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús fue a la casa del fariseo y se sentó a la mesa. En esto, una mujer de la ciudad, que era pecadora, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro con perfume; y colocándose detrás de él, junto a sus pies, llorando, comenzó a regar sus pies con lágrimas, los secaba con sus cabellos, los besaba y los ungía con el perfume” (Lucas 7, 36-38). ¿Quién puede descartar que ese perfume haya pasado de Jesús a sus discípulas y discípulos hasta el día de hoy? Digamos que estos tendrían que oler a bebé, a madera, a pescado, a mendigo, a perro mojado. Si no huelen a aquella mujer, no son Cristo. No. Son impostores.