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  • Escribir desde el arte - impartido por Catalina Mena

    DURACIÓN: 8 sesiones Todos los lunes durante 2 meses EN BREVE SE COMUNICARÁN LAS PRÓXIMAS FECHAS DE INICIO DE TALLER Contáctanos si quieres que te informemos vía email cuando las fechas estén disponibles. MODALIDAD: Presencial Galería NAC Santiago, Chile HORARIO: De 19 a 20.30 horas INSCRIPCIONES: www.galeríanac.cl $ 160.000 (8 sesiones) Este taller tiene como objetivo entregar a los participantes recursos téoricos y técnicas que les permitan apreciar y escribir temas de artes visuales. A partir de la lectura de 3 de mis ensayos, compartiré mis criterios, métodos y opciones de estructura. Luego los participantes tendrán la posibilidad de realizar textos breves sobre el tema que elija, leerlos en un clima de respeto y confianza y recibir comentarios del grupo. Los mejores textos que surjan de este espacio serán publicados en www.barbarie.lat PROGRAMA: Sesión 1 y 2. Presentación del taller. El ensayo. Métodos y aproximaciones. Tarea: lectura de 3 ensayos. Sesión 3 y 4. Comentario de ensayos. Tarea: Elegir tema ensayo personal y proponer estructura básica. Sesión 5 y 6. Puesta en común de temas y estructuras elegidas. Comentario Grupal. Tarea: escritura de ensayo de 2 páginas. Sesión 7 y 8. Lectura de ensayos personales y comentarios. Cierre. Catalina Mena es periodista cultural y ensayista sobre artes visuales y fotografía. Fue editora de revista Paula y de revista de Patrimonio Cultural. En paralelo, ha ejercido como asesora creativa de artistas. Es cofundadora, curadora y editora al interior de la plataforma Barbarie-pensar con otros En 2015 obtuvo el Premio de Periodismo de Excelencia. Es autora del poemario 7am (Nanker, 1993), del perfil Pedro Lemebel (Hueders, 2019) y de la biografía Sergio Larraín, la foto perdida (Edit Udp, 2021). CONVOCATORIA TALLER ONLINE Hemos recibido numerosas consultas de personas que no residen en Santiago sobre la posibilidad de realizar el taller en modalidad online. Catalina está evaluando la propuesta para compartir de esa forma el taller con quienes han manifestado la solicitud. Si tienes interés, comunícate con nosotros en los siguientes emails: info@barbarie.cl cmena@barbarie.cl O a través de nuestro formulario web de contacto AQUÍ

  • ¿Eres mi madre? Y otras preguntas sin respuesta

    En los años 60, P.D Eastman escribió un popular cuento infantil. El protagonista es un pequeño pajarito que sale del huevo mientras su madre no está. Como no la encuentra, decide salir a buscarla, preguntando a todo al que se topa (una gallina, un gato, incluso un avión), ¿eres tú mi madre? Mientras más se aleja, más extrañas y diferentes a él son las potenciales madres. Finalmente se encuentra con una retroexcavadora, que lo catapulta de vuelta al nido, donde su madre lo esperaba. Él la reconoce: no eres una vaca, no eres un gato, no eres un perro. Eres un pájaro, eres mi madre. Final feliz. 50 años después, Alison Bechdel pide prestado el título de este cuento infantil para crear “¿Eres mi madre?” (2012) un relato gráfico a través del cual describe la relación con su madre, una mujer muy especial: lectora voraz, amante de la música, apasionada actriz amateur y esposa infeliz a causa de la homosexualidad de su marido, una mujer cuyas aspiraciones artísticas crecieron entorpecidas por la infancia de Alison y con quién nunca ha podido hablar sin incomodidad de su lesbianismo. Es en el recorrido de la historia de su madre, mujer que a ratos le resulta irreconociblemente ajena, donde Alison busca las respuestas a las preguntas sobre su propia vida. La verdadera pregunta central de Bechdel podría ser: "¿Por qué soy como soy y qué podría haber hecho mi madre para hacerme mejor?" La cría de Eastman hace una pregunta profunda y crucial, y que en apariencia podría ser respondida dicotómicamente. Lo que hace que el libro de Bechdel sea tan convincente y, a veces frustrante, es que hace preguntas sobre sí misma que no encuentran respuestas totales. Y a la vez, mantiene la ilusión de una posible solución, tal vez en los escritos de Donald Winnicott o Virginia Woolf, o en el psicoanálisis. El libro documenta la lucha de una mujer lesbiana por desterrar la duda y la incertidumbre, con la esperanza de que una autoridad pueda librarla de sí misma y de una historia con vacíos. La palabra de la madre funciona entonces como un oráculo, señala un destino. La dedicatoria reza “Para mi madre, que sabe quién es”, y nosotras nos preguntamos ¿entonces sabe también quién es su hija? Tantas, tantas preguntas se han dirigido a la madre. Tan categórico y cruel ha sido el psicoanálisis en hacerla el origen de todos los males. Tanto ha tenido que desmontar el feminismo, y tanto nos queda por trabajar. La teoría ha sido implacable con las madres, pero no la literatura. Por eso queremos, siguiendo a Galindo y su Feminismo Bastardo, ir a buscar en tres autoras (Bechdel, Gornick y Ernaux) y en los cuerpos de sus madres, un soporte para poner a trabajar esas preguntas de una manera creativa. En una conferencia en Buenos Aires que dictaba la escritora boliviana María Galindo, una estudiante le preguntó qué bibliografía tenía que leer para hacer feminismo. La respuesta fue la siguiente: “Te propongo que leas el cuerpo de tu madre, sus estrías, sus arrugas, sus achaques, sus vergüenzas, sus inhibiciones, sus arranques de ira y melancolía, que se expresan en las pupilas y los párpados, en las cejas y en la nariz. Que leas sus canas, sus calvicies, su frente y sus tetas caídas”. Aceptamos la propuesta. Volvemos a nuestra madre, una y otra vez. Sabemos que, para volver, primero hay que irse. Nos separamos y regresamos, en oleadas, a verificar, incansablemente, qué hay de nosotras en ella, qué hay de ella en nosotras. Vivian Gornick (2017) en su libro Apegos Feroces nos propone un camino parecido. Analizar la relación con la madre es quizás de las cosas más importantes en la vida de una mujer. En ese profundo y doloroso recorrido, delante de su cuerpo y de sus palabras, Gornick va haciendo inteligible su propia vida. En estas memorias junto con constatar la distancia y enorme diferencia entre su vida y la vida de su madre, también constata lo contrario: no puede entenderse sin ella y las sigue uniendo un apego feroz. Y, quizás lo más importante, nos muestra como no es delante de un hombre sino delante de su madre que una mujer consigue su libertad. “Esta es mi hija, me odia”. Y a continuación se dirige a mí e implora: “¿pero qué te he hecho yo para que me odies tanto?” Nunca le respondo. Sé que arde de rabia y me alegra verla así: ¿Y por qué no? Yo también ardo de rabia” Analizar la relación con la madre, implica un delicado trabajo, psíquico y material, en el que conviven amor y odio. Y cuando decimos odio no solamente hablamos de esa hostilidad que permite la primera separación con su cuerpo y que es necesario para inaugurar nuestro psiquismo. Apegos Feroces, pero también el libro “Una mujer” de la reciente nobel Annie Ernaux (2020), nos muestran cómo, en diferentes épocas y geografías, una mujer que analiza la relación con su madre deberá también analizar los efectos de la misoginia cultural en su propia subjetivación. Porque tal como señala Jacqueline Rose (2018) en su libro “Madres: un ensayo sobre la crueldad y el amor”, madre no solo es una persona de carne y hueso a través de la cual accedimos a la vida. Madre tampoco se agota en una función psíquica. Madre es también el chivo expiatorio del patriarcado, sobre el cual se ha ejercido toda la violencia de la civilización. Para Rose, la madre es un reservorio de los conflictos de la cultura y es el lugar final al que van a parar todas las explicaciones. Por un lado, es culpable y por otro, es el lugar donde se sostiene toda solución, en una tensión ambivalente entre la devaluación y la idealización. La psicoanalista brasilera Tania Rivera (2022) analiza esta ambivalencia a partir de la escena que Freud utilizó en su ensayo sobre el fetichismo, para sugerir que la escena fetichista es la escena mítica del patriarcado. Ella subraya que la escena fetichista relatada por Freud ubica al niño varón como su protagonista y que es su particular punto de vista el que organiza el cuadro. Y, analizando el lugar de la madre en dicha escena, demuestra cómo la gramática fálica hace un tratamiento de la carencia y de la pérdida a través de la oscilación entre la impotencia y la violencia sobre el cuerpo feminizado. Dicho en otras palabras, la sexuación masculina en el patriarcado está fundada en un acto de violencia sobre el cuerpo feminizado y tiene como axioma la misoginia, sobre el cual se construye el fetiche. La posición atribuida a las mujeres/madres en esta gramática es la de poner sus cuerpos y su performance de género al servicio de la negación de la castración. Y cuando se niegan a hacerlo, o algo sale mal, se revela el lado oculto de la construcción falofetichista: la violencia sobre el cuerpo feminizado. Es así como tanto la idealización de la madre, como la fascinación sobre el cuerpo femenino, encubren una violencia extrema. Rivera demuestra cómo lejos de cualquier observación biológica, la supuesta castración de las mujeres utiliza diferencias anatómicas para justificar un acto, una operación cultural, que las coloca en un lugar de vejación que puede llegar hasta la mortificación. Esta función cultural de la madre tiene efectos directos en las vidas y los cuerpos de las mujeres y los cuerpos feminizados. En palabras de Rose (2018), la primera de las consecuencias de esta operación es el destrozamiento del mundo y de las propias madres. Entonces, analizar nuestra relación con la madre implica también analizar la voz de nuestra propia misoginia internalizada y sus efectos. Porque tal como sugiere Vivian Gornick la madre es una voz que suena dentro de nosotras: “Suenas igual a tu madre” “La madre que habitaba en ella había oído a la que habitaba en mi” O Bechdel: “La cuestión es que no puedo escribir el libro hasta que consiga sacármela de la cabeza. Pero la única forma de sacármela de la cabeza es escribiendo el libro. Es una paradoja. El estilo expresivo de mi madre-preciso, desapasionado, elegante, sin adverbios, está profundamente grabado en mis lóbulos temporales”. Gornick y Bechdel nos muestran que analizar a la madre significa atravesar la humillación y la ridiculización sobre el cuerpo y la voz femenina, al igual que Galindo. Y ese trabajo en el cuerpo de la madre, tendrá como efecto algún tratamiento de esa voz dentro de nosotras. Para Vivian Gornick ese tratamiento fue la escritura, los mismo para Bechdel y la Ernaux. Pero no cualquier escritura, sino esa escritura que hace pensamiento. Y que en sus crónicas es un tratamiento cuyo origen también está del lado de su madre. Gornick nos muestra cómo su madre junto con reverberar como la voz de su propio “ridículo”, también inaugura la ruta para su libertad, al animarla y hacer posible materialmente que fuera a la universidad. Una experiencia muy parecida a la que relata Annie Ernaux cuando en Una mujer escribe: “ella vendía patatas y leche de la mañana a la noche para que yo pudiese estar sentada en un anfiteatro oyendo hablar de Platón”. Bechdel, Gornick y Ernaux muestran cómo el proceso de convertirse en una mujer implicó para ellas una separación, no solo del cuerpo de sus madres, sino también de sus palabras. Una separación propulsada y resistida, al mismo tiempo, por sus madres. Separarse de la madre significó aprender palabras que sus madres no conocían. Palabras que les permitieron pensar y hacer separación. Y pensar es difícil, nos muestra Vivian Gornick con insistencia a lo largo de Apegos Feroces. Annie Ernaux asocia está separación a la ambición y en su libro “Una mujer”, nos cuenta que en normando, la palabra ambición significa “el dolor de estar separado”. Creemos entonces que analizar la relación con la madre en algún momento va a implicar hacer algún arreglo con la soledad. Una soledad para hacerse de nuevas palabras, para inventar otras preguntas. Esta soledad nada tiene que ver con el aislamiento. Se parece más a una capacidad de pensar, cercana a la noción winnicottiana de capacidad para estar solo, que está al servicio hacer apropiación de nuestra vida, en una relación menos neurótica con la falta. Y con las preguntas que nunca terminan de responderse. Nuestra vida puede ser la mejor respuesta. Trinidad Avaria y Carolina Besoain Trinidad Avaria es Psicóloga de la Universidad Católica de Chile, Magíster en Psicología Clínica de la Universidad de Chile e integrante del Colectivo Trenza: clínica, psicoanálisis y género. Ig @trenzacolectivo Mail: triniavaria@gmail.com Carolina Besoain es Psicóloga y Doctora en Psicología de la Universidad Católica de Chile, e integrante del Colectivo Trenza: clínica, psicoanálisis y género. Ig @trenzacolectivo Mail: carolina.besoain.psicóloga@gmail.com Hanna Höch (1889-1978) - Autorretrato

  • Despecho y venganza

    Una de las funciones de Némesis, divinidad griega de la venganza, consistía en resarcir a los amantes despechados. Pero si la venganza es hermana de la justicia, y Némesis lleva en ese sentido la balanza entre sus atributos, el ámbito erótico al que pertenece el despecho tiñe el anhelo vengativo de un halo de ilegitimidad. Como observa Ovidio, donde reina Eros el juramento no tiene validez y por lo tanto no puede existir, en rigor, traición alguna. El deseo posee allí una soberanía inalienable, y aunque realiza acuerdos, no puede nunca ceder la capacidad de revocarlos. Las connotaciones negativas del término despecho revelan su carácter deshonroso, que por su impotencia más se parece a la envidia. En efecto, lo que caracteriza al despechado es la falta de poder: quisiera hacer sufrir al otro lo mismo que sufre –ojo por ojo y diente por diente– pero aquello que no tiene o ha perdido es precisamente la potestad de hacer sufrir. Donde hay deseo, tal poder opera siempre aunque sea subrepticiamente; como canta el bolero: “se te olvida/ que aún puedo hacerte mal si me decido/ pues tu amor lo tengo muy comprometido”. La satisfacción de producir un sufrimiento a aquel que nos lo infligió, que Nietzsche mostró como afán primordial de un resentimiento demasiado humano, se vuelve para el despechado inalcanzable (en el ámbito erótico, de ahí que a veces atente contra los bienes materiales o espirituales de aquel a quien no logra afectar). Fuera de juego, le queda la opción de maldecir. Dentro de la modestia del conjunto, no es poca cosa. La maldición del despechado recorre las mitologías y relatos, y detenta una considerable eficacia. Aminias maldice a Narciso condenándolo a su trágica muerte frente al espejo de agua. La reina Dido, abandonada por Eneas –que parte a fundar Italia como le exigen los oráculos–, lanza una terrible maldición antes de suicidarse, motivo mítico de enemistad y guerra para Roma. La maldición es el último recurso de quien siente que no tiene poder de acción. Y es eficaz porque, en contraste con quien toma la venganza como tarea propia, quien suplica de este modo confía en la venganza divina, prometida en las Escrituras (“Mía es la venganza, dice el Señor”). Si la venganza exige paciencia, es porque está ligada a la fe. II Tanto Aminias como Dido se suicidan con las armas de quienes los han desahuciado: Aminias, con la espada que el mismo Narciso le envía cruelmente; Dido, con la espada que Eneas olvida en su palacio. En el gesto violento se revela el doble asesinato que anhela el despechado: matar a quien le causa el dolor y ser asesinado por este. Esto último supondría una pasión de parte de aquel a quien busca afectar inútilmente. El suicidio, en contraste, es índice de la irrealidad de su papel de víctima. En lugar de hacer caso a la sacerdotisa que le ha ordenado que se deshaga de los recuerdos de Eneas –como conviene a quien quiere liberarse de la carga del pasado y así continuar su vida–, Dido prefiere conservar esos objetos (la espada, la ropa, incluso una imagen con las que construye la escena de su suicidio) antes que conservarse a sí misma. El despechado se resiste a perder y por eso mismo es el mal perdedor, el que no acepta las reglas de juego del vínculo erótico. Exige que el amor sea más fuerte que el deseo, pero lo exige en el ámbito en que gobierna el deseo. La rabia del despecho se disfraza de arrepentimiento por lo que se dio sin medida, cuando el enamoramiento impedía el cálculo: “Dido infeliz, ¡ahora adviertes su maldad! Valiera más que la advirtieras cuando le dabas tu cetro”, se lamenta la reina. Lo mismo experimenta Medea, la más sanguinaria y temida entre las presas de este encono, que ayudó a Jasón a superar las terribles pruebas en la conquista del vellocino de oro para ser luego intercambiada por la hija del rey. “Te salvé”, le reprocha Medea insistentemente, y la respuesta de Jasón revela el carácter tramposo de ese arrepentimiento que supone una voluntad libre donde no la hay: le espeta que no fue ella quien lo ayudó, sino Afrodita y Eros, que con sus “dardos inevitables” la obligaron a ello. Ese arrepentimiento está atravesado por el odio deseante, el odio por la falta de libertad que implica el deseo, por no poder resistirlo. Además, muestra el carácter envidioso del despecho, que busca una injusticia donde no la hay. Fuera de la esfera de Eros habita la voluntad libre, asociada a la búsqueda de la conveniencia y el bienestar. Ahí precisamente se sitúa Jasón y todo aquel a quien ninguna flecha ha herido; “¿Acaso he calculado mal?”, se pregunta, y explicita que de ninguna manera su decisión se basa en que prefiera el nuevo lecho sino en el ascenso social que el este le reporta. El deseo divide al sujeto, es decir que no se desea aquello que se quiere, aquello que conviene. Deseamos a pesar nuestro; la conveniencia, lejos de ser un aliciente erótico, está asociada a las pasiones conservadoras que comercian con el principio de utilidad. No es infrecuente que el rechazo de Eros devenga misoginia, y tome los rasgos de una “crítica al amor romántico”, cuyas propulsoras serían las mujeres; Jasón es un perfecto exponente cuando agrega con indignación que son las mujeres quienes dan esa relevancia al asunto erótico, y “si acontece algún infortunio en lo referente a vuestro lecho, lo más conveniente y lo más hermoso lo tomáis por lo más hostil”; “sería necesario que los mortales engendraran hijos de alguna forma distinta y que no existiera el linaje femenil, de ese modo los hombres no tendrían ninguna desgracia”. El héroe de la conveniencia solo puede mirar a Eros desde afuera, y el despecho, para quien no se ve arrastrado por su fuerza, es simple estupidez. III El gran temor de Medea, la imagen que la enloquece al punto de matar a sus hijos para vengarse de Jasón, es la risa de los demás frente a su desgracia, prestarse como objeto de la crueldad que goza alegremente. En el núcleo del despecho se encuentra la fantasía de ser burlado. La humillación está intrínsecamente ligada al lugar de objeto: no pertenece a la acción del sujeto humillado, sino a la posición pasiva de este frente a acciones de los demás. De ahí que la persona que sufre un abuso sienta vergüenza. La venganza, por su parte, anula la humillación: el que ríe último, ríe mejor. Que todos seamos susceptibles de ser humillados así como de humillar, el carácter reversible de esos roles, habilita el halo redentor de la venganza (el cine de Tarantino consiste en una exposición constante de esa reversibilidad). El deseo es por antonomasia aquello que pone al sujeto en posición pasiva, en particular en su forma apasionada; la pasión se padece por definición. Por eso el deseo humilla el narcisismo, al que vence indefectiblemente, como expresa el mito de la hostilidad entre Eros y Narciso que culmina con la muerte del último. La vergüenza del despechado no es entonces propiamente erótica, sino narcisista, pero toca ese punto, esa tangente, en que Eros juega con Narciso. Ese punto es el rechazo. Nadie humano está exento de la dependencia respecto del espejo, y del otro en la constitución de ese espejo (por eso, el narcisismo es la cifra de lo humano). La herida narcisista es una herida en la imagen, pero sangra. La extraña vergüenza que sentimos por lo que nos hacen, por si el otro nos rechaza, nos abandona o nos engaña, es la sombra triste del espíritu de venganza. “Nada degrada ni envilece tanto como dejar de ser amado”, escribe Pascal Quignard. Lo inconfesable del despecho (como de la envidia) es que ese envilecimiento no consigue canalizarse y carcome por dentro, impotente: de la crueldad que goza de hacer sufrir puede uno jactarse –y no le faltará compañía–, pero nadie expone su reverso reactivo, la crueldad amputada que no logra hacer sufrir y solo mira cómo gozan los demás. Florencia Abadi Folleto de Cabaret Voltaire 1916. Ilustración con diseños para títeres de Emmy Hennings. Facsímil de los Archivos Literarios Suizos exhibido en la exposición Emmy Hennings de Sitara Abuzar Ghaznawi (Zurich 2020).

  • Contra la postmodernidad

    Estamos en la modernidad tardía, no en la posmodernidad. Este término, tan utilizado, parte de un error conceptual que consiste en identificar lo moderno con aquello que llamamos ilustración. La modernidad es un largo proceso que aparece en el siglo XVI en Europa, que todavía no ha acabado y que implica una profundización globalización progresiva de sus tendencias. Básicamente es una ruptura con lo que podríamos llamar las comunidades tradicionales, que van desde las más primitivas hasta el medievo cristiano, pasando por el judaísmo, la civilización india o la china. Solamente en Grecia y en Roma aparecieron algunos gérmenes de lo que será esta sociedad moderna. En la Polis griega la filosofía y la democracia, como expresiones de una cierta separación del individuo de la comunidad, de su capacidad crítica y de la idea de que son los ciudadanos los que hacen las creencias y las leyes, no los que se someten a ellas. En Roma, con la idea de un derecho universal para una ciudadanía global. Pero luego vinieron los tiempos tradicionalistas del cristianismo medieval. Todas las comunidades tradicionales, grandes o pequeñas, se caracterizan por el dominio de lo particular (el grupo) sobre lo singular (individuo) y lo universal (lo común entre humanos). La identidad de grupo, siempre cohesionada en torno a unas tradiciones que conforman la comunidad, son lo principal. Son tradiciones que hacen referencia a modos de pensar y de vivir compartidos, con sus creencias, sus valores, sus ritos y sus costumbres. Cada cual tiene un lugar y un papel en la estructura jerárquica de su comunidad. La identidad es social, simbólica en el sentido originario del término “persona”, que significa máscara. La modernidad supone, en cambio, el dominio de la combinación de lo singular y de lo universal frente a lo particular. Es decir, de lo que cada cual tiene de propio y de común con los otros humanos. Pero en Europa, a partir del siglo XVI, aparecerán varios procesos conectados entre sí que se irán desarrollando y darán lugar a esta transformación radical que es lo que llamamos “la modernidad”. Los cambios estructurales siempre lo son de largo recorrido y aún estamos en ello. El primero es la aparición de lo que Immanuel Wallerstein llama una economía-mundo capitalista. Es decir, una mercantilización progresiva de todos los bienes y un intercambio a partir de la moneda. Los bienes pierden su valor cualitativo y se transforman en algo con un valor de cambio, al igual que ocurre con el trabajo y, sobre todo, con la tierra. Todo tiene un precio. Esta economía es mundial en la medida que se configura a partir del intercambio desigual entre países centrales, periféricos y semiperiféricos. Este proceso tiene que ver con otro que es de la revolución científica de Galileo y Newton, que supone la universalización de un lenguaje (las matemáticas) y un método (el experimental). Si hasta el siglo XVII China había sido el país más avanzado a nivel científico y tecnológico (tal como afirma el biólogo e historiador de la ciencia Josep Needham) a partir de aquí las cosas cambiarán. Se dará así una unidad entre la lógica del capitalismo y la de la tecnología que se aplicará. Esto es lo que se va globalizando y es uno de los elementos clave de la modernidad.: el saber depende del método y está al alcance de cualquiera: el sujeto es un sujeto vacío. Es un saber objetivo de un mundo físico que funciona por sus propias leyes. Hay una crítica a la Autoridad y esto, a la larga supondrá, como vio Nietzsche, la Muerte de Dios. Hay luego otra universalidad, que es la del Derecho, que hace aparezcamos todos como iguales. Implica progresivamente la Muerte del Rey y la Muerte del Padre, que están en la cúspide de unas jerarquías que se van desvaneciendo. En el capitalismo todo lo sólido se irá disolviendo, ya vaticinó Marx. Pero esta segunda lógica entra en contradicción con las discriminaciones (sexo, raza, etnia, clase social) sobre las que se asentó el capitalismo naciente. La idea de Estado de Derecho y la propia declaración Universal de Derechos Humanos, que lo que reclama es un Estado al servicio de la lógica del Mercado de los oligopolios. Surge entonces una tensión entre el Estado entendido como garante de los derechos de todos los humanos o el Estado como un instrumento al servicio del Capital. A esto le añadimos algo que señaló Castoriadis de manera muy lúcida, que es la aparición de un poder burocrático con sus intereses y privilegios. En estas contradicciones todavía nos movemos. Finalmente está la aparición del sujeto como el referente: el individuo reflexivo y responsable. Ahora lo que hay, en lugar de la comunidad orgánica es la sociedad, término que es totalmente moderno y que presenta un conjunto de sujeto que interactúan entre ellos a través de unas instituciones. La sociedad está formada por sujetos que son ciudadanos, mientras que la comunidad es orgánica. Este sigue siendo hoy el juego en el que nos movemos y aún nos movemos en el conflicto de los mismos procesos que han configurado su aparición. Esto no pasa por establecer ninguna comunidad, que me parece un retorno a lo tribal. Claude Lefort lo dijo muy claro: lo moderno nos libera de la determinación de lo tradicional y nos enfrenta a dos opciones. O bien asumimos la incertidumbre de la libertad sin fundamentos y desde aquí construimos una sociedad democrática; o buscamos nuevas certezas y optamos por el totalitarismo y la servidumbre voluntaria. Freud ya lo analizó en su análisis de la psicología de masas y Erich Fromm en su reflexión sobre el miedo a la libertad como condición para la aparición del nazismo. Tenemos la posibilidad de emanciparnos de los tutores, como proponía Kant en su magnífico texto “¿Qué es la ilustración?”. Piensa por ti mismo, decide por ti mismo y responsabilízate de tus decisiones. Pero es el Estado el único que puede garantizar que los derechos sean efectivos para todos. Es con el Estado con quien hemos de ser exigentes, no con instituciones alternativas que nadie sabe lo que son. Al mismo tiempo hay que defender elementos de la democracia liberal como las elecciones y la separación de poderes. La Constitución que protege los derechos de todos frente a posibles derivas de la voluntad mayoritaria. Los planteamientos populistas son tan peligrosos como los anti estatistas. El populismo siempre se refiere a una comunidad idealizada a la que se le da este nombre. Es un “nosotros” contra “ellos” en el que perdemos singularidad y universalidad. Todos los planteamientos identitarios lo que hacen es reforzar lo identitario. Pero hay que considerar la dimensión política de la ética, entendida siempre como relación, como cooperación. Pero el capitalismo es el resultado del liberalismo económico, la idea de una sociedad individualista y competitiva en una economía de mercado autorregulada. Lo cual nos lleva a una contradicción: el papel emancipador del liberalismo social y político se enfrenta como uno de sus principales obstáculos al liberalismo económico. Políticamente esto se traduce en lo que hoy pueden considerarse las opciones de derecha y de izquierda sin salir del marco del liberalismo. Una sería el neoliberalismo como modo de vida, basado en la confianza en esta autorregulación de la economía de mercado. La otra opción es la de un liberalismo de izquierda, que puede llamarse también socialismo liberal o socialdemocracia. Esta pasa por hacer del Estado “la mano invisible” que regula la economía. El Estado se convierte no en un instrumento al servicio de esta ilusoria economía de mercado sino en el esfuerzo del Estado por garantizar los derechos de todos para que puedan desarrollar los derechos. Los humanos hemos inventado los derechos y hemos de empezar por hacerlos posibles en nuestra especie, que es la única que tiene capacidad subjetiva. Yo no hablaría de derechos de los animales sino de una actitud ética de respeto a los seres vivos. Otra cosa es la novedad introducida por la ecología, que es una problemática nueva. Pero no se trata de defender los derechos de la Tierra (que no deja de ser otra de las ficciones que nos hemos creado) no de comulgar con discursos delirantes como los de Emmanuel Coccia donde los árboles también son sujetos. Se trata de vivir en un mundo habitable. En el último cuarto del siglo XX una serie de pensadores (Lyotard, Habermas, Jameson) inventan y teorizan sobre la supuesta modernidad. Su análisis crítico tuvo un sentido en la medida en que reflexionaban sobre un momento específico de la modernidad, aunque el término fue inadecuado y confuso. Luego se convirtió en un tópico, que como sabemos lo que hace es establecer lugares comunes para los prejuicios. Estamos en el horizonte de la modernidad y defender desde esta etapa la emancipación pasa por potenciar dos de sus inventos: el sujeto ético y la universalidad de los derechos. Sus obstáculos son los mismos que en sus inicios: la lógica del capitalismo que lleva a la mercantilización y a la lógica del beneficio sin límites. Ello unido a todas las desviaciones del Estado moderno como poder burocrático: autoritarismo, privilegios corrupción. Y su peligro que se desencadene una cultura de masas predispuesta al totalitarismo. De todo ello se deriva que nos olvidemos ya de la postmodernidad, en la medida que es una idea que confunde más que aclara en nuestro análisis de la actualidad y su salida. Luis Roca Jusmet Pulp Fiction - John Travolta y Samuel L. Jackson. El graffiti realizado con stencil por Banksy en una pared cerca de la estación de metro Old Street de Londres, se mantuvo en esa ubicación entre 2002 y 2007.

  • El nuevo desorden mundial. Las elecciones en Brasil y la amenaza antiestado

    Parece evidente que las elecciones brasileñas celebradas el pasado 30 de octubre expresan una fuerte división de la población entre dos proyectos de nación, uno de izquierda y otro de derecha. El candidato Luiz Inácio Lula da Silva ganó, como es sabido, por una diferencia de poco más de 2 millones de votos, en el inmenso contingente de más de 124 millones de votantes, contrario a la mayoría de las encuestas, que mostraban una diferencia más amplia. Las manifestaciones de simpatizantes del actual presidente, Jair Bolsonaro, que hemos visto desde entonces en todos los estados del país, parecen evidenciar el descontento de buena parte de la población con el resultado. Además, evidencian la fuerza política impulsada por una retórica conservadora que promueve la preservación de “buenas costumbres”, partidaria de facilitar la adquisición y porte de armas, contra la corrupción y en lucha permanente contra enemigos imaginarios que, supuestamente, podrían transformar al país en una dictadura de izquierda como Cuba y Venezuela. Sin embargo, las cosas son más complejas de lo que parecen. De hecho, en esta elección estaba en juego algo mucho más grave que el sano choque democrático entre diferentes posiciones. Lo que se puso en jaque fue la propia soberanía nacional y el régimen democrático que la sustenta. La buena noticia es –¡sí!– las fuerzas que representan la soberanía y la democracia formaron mayoría y tendrán la oportunidad, en los próximos cuatro años, de reconstituir el funcionamiento institucional que parecía garantizado desde finales de la década de 1980, cuando terminó la dictadura militar instaurada con el apoyo del gobierno estadounidense en 1964. Este es un motivo de gran alegría y casi un milagro, dada la multimillonaria estructura de marketing basada en fake news y el uso explícito de la maquinaria estatal en pro de la campaña de Bolsonaro. El actual presidente, incluso, propició que organismos estadales como la Policía Rodóviaria Federal (PRF) cometiesen delitos electorales. El Supremo Tribunal Federal prohibió a la PRF la realización de cualquier tipo de operaciones que impidieran la circulación de vehículos el día 30, pero ella no cumplió la orden y duplicó el número de inspecciones en comparación con las realizadas el 2 de octubre, en la primera vuelta. La mayoría de ellas tuvieron lugar en el Nordeste, región donde Lula tiene mayor popularidad, y tal vez fueron eficaces para impedir que los votantes llegaran a los centros de votación, como parece indicar el leve aumento en el número de abstención en la región. Pero también hubo operaciones que generaron problemas de tránsito en estados donde Bolsonaro era el favorito, como Río de Janeiro, probablemente para generar un clima de tensión y desconfianza respecto a la buena marcha de las elecciones, en el sentido abierto por la insistente –y totalmente infundada– sospecha difundida por el presidente sobre la confiabilidad del sistema electrónico de votación, utilizado durante años en el país. El clima de arbitrariedad generó desconfianza en los simpatizantes de Lula, que siguieron el conteo de votos con miedo y tensión, a pesar de que su victoria era vaticinada por sondeos de todos los institutos confiables (sí, también había institutos de investigación poco conocidos que alimentaban la ilusión en las redes sociales de que Bolsonaro llevaba la delantera). La certeza, el alivio y la celebración solo llegaron cuando terminó la cuenta regresiva, el domingo por la noche. En la mañana de este lunes, sin embargo, la enorme satisfacción de la mayor parte de la población con la confirmación de los valores y funcionamiento democráticos no pudo evitar que surgiera cierta preocupación, dada la amplia circulación de la noticia de cientos de carreteras del país fueron bloqueadas por camioneros y manifestantes bolsonaristas. Durante casi 48 horas después del anuncio de los resultados electorales, el actual presidente y candidato perdedor se mantuvo en silencio, rompiendo el protocolo de pronunciamiento a la nación y saludo al ganador. Mientras tanto, los bloqueos totales o parciales llegaban a casi 400 e impedían el paso de personas y bienes, además de exhibiren gestos nazistas (en el estado de Santa Catarina, de importante colonización alemana) y amenazaren a personas vistas como enemigos de izquierda por los manifestantes (como, por ejemplo, estudiantes de geología de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ) quiénes viajaban en el autobús de la institución por motivos de estudios). Entretanto, los jefes de Estado de Estados Unidos, Francia, América Latina y la mayor parte del mundo reconocieron y saludaron la victoria de Lula con una satisfacción que muchas veces fue más allá del tono protocolar. Por su parte, el actual mandatario siguió la guía de su ídolo Donald Trump y las instrucciones de su estratega, Steve Bannon, quien incluso se apresuró a denunciar públicamente, poco después de conocerse los resultados, que las elecciones eran fraudulentas, así como habría ocurrido en Estados Unidos cuando Trump fue derrotado, según su versión. ¿Estaría Bolsonaro, al replicar la escena estadounidense, tratando de forzar un acto político que conduzca a un cuestionamiento efectivo de las elecciones, o incluso a su anulación? ¿O tendrá él mismo la capacidad para preparar un golpe de Estado, con el aval y apoyo de los jefes de las Fuerzas Armadas y de los numerosos militares que integran su gobierno? Ahora bien, el propio Bannon reconoció recientemente, en una entrevista publicada el 18 de septiembre por BBC News Brasil[1], que el presidente no cuenta con todo el apoyo de los militares, y tampoco su vicepresidente, el general retirado Hamilton Mourão, estaría totalmente alineado con sus propósitos. Aun así, circularon en las redes bolsonaristas mensajes que aseguraban, durante el silencio del presidente, que, si la “revuelta popular” contra los resultados electorales duraba 72 horas, podría invocar un artículo de la Constitución que supuestamente “desconstituiría el Congreso y el Supremo Tribunal Federal”, gracias a la intervención de las Fuerzas Armadas. Mientras tanto, Mourão llamó al vicepresidente electo Geraldo Alckmin y lo invitó cortésmente a visitar su futura residencia oficial. Otros miembros del gobierno hablaron con calma sobre los resultados, mientras que el propio Lula y su equipo pusieron en marcha los preparativos para la transición entre los gobiernos. Fuera de los círculos bolsonaristas, prevaleció el sentimiento de que la actitud de Bolsonaro era absurda o sin sentido, o no era más que una farsa dirigida a sus seguidores más fanáticos, con el objetivo de construir una narrativa centrada en las redes sociales y que solo en estas se sostiene. La clave para entender la escena vendría poco después del pronunciamiento público de Bolsonaro, que duró apenas dos minutos y en el que evitó mencionar la victoria de Lula, pero agradeció los votos recibidos y pidió a los manifestantes que despejaran las carreteras de cualquier obstáculo para garantizar el derecho de circulación de los ciudadanos. Bolsonaro había intentado programar una reunión con los ministros del Supremo Tribunal Federal poco antes, pero ellos le exigieron que se realizara solo después de su pronunciamiento. No fue un intento de golpe real o un capricho. Se trataba de un chantaje. Al dejar la banda presidencial, el día primero de enero de 2023, Bolsonaro perderá su foro privilegiado y responderá a más de medio centenar de cargos, que incluyen denuncias ampliamente documentadas, como la práctica, cuando era parlamentario, de contratar funcionarios que le pasaban la mayor parte de su salario. Cuando ya no esté dentro de sus facultades intervenir en la policía, como lo ha hecho explícitamente a lo largo de su mandato, es posible que finalmente se pueda proceder con la investigación del asesinato de la activista y diputada estadal Marielle Franco en 2018, que incluye indicios de participación de al menos uno de sus hijos y, probablemente, de él mismo. Cuando Lula asuma la presidencia de Brasil, tal vez, incluso, pueda ser considerado responsable de la conducta criminal frente a la pandemia de Covid-19, especialmente el intento de comprar vacunas indias con el pago de un dólar de soborno por dosis y la negligente acción administrativa ante la falta de oxígeno en el estado de Amazonas, que provocó más de 60 muertes. Una vez derrotado, desata su único capital político: el poder de incentivar a millones de personas a realizar actos antidemocráticos, gracias a la mega máquina de propaganda en las redes sociales de Bannon, cuya efectividad solo se compara con las propagandas subliminales nazistas, con la extraña ventaja de que no es necesario ocultar nada en ella, y todo parece más convincente mientras menos creíble es. Con el poder que tiene esta máquina de sacar a la gente a la calle, Bolsonaro ahora trata de negociar una amnistía por sus crímenes. De hecho, el discurso del candidato el martes por la tarde puede entenderse como una incitación a las manifestaciones. Pese a pedir que se despejen las carreteras (pues no se deberían usar supuestos “métodos de izquierda”), afirmó que las manifestaciones pacíficas “son bienvenidas” pues son fruto de la “indignación” y el “sentimiento de injusticia” por cómo “se llevó a cabo el proceso electoral”. Además, la Policía Rodoviária Federal no solo dejó de actuar para evitar y combatir interrupciones y bloqueos, pues algunos de sus agentes aparecen ayudando y protegiendo a los manifestantes, en videos que circulan en internet. En una transmisión en vivo al día siguiente, después de la reunión con el Supremo Tribunal Federal, Bolsonaro defiende una vez más el desbloqueo de las carreteras, pero a menudo subraya que las manifestaciones, que “están ocurriendo en todo Brasil”, son “legítimas”, y termina diciendo: “Hagamos lo que hay que hacer. ¡Yo estoy con ustedes! Sigamos luchando por la democracia y la libertad”. Los dos discursos del presidente encarnan con sofisticación lo que Freud llama la “formación de compromiso”: dicen una cosa y lo contrario al mismo tiempo, y le permiten parecer ceder a las exigencias del Supremo Tribunal Federal y, al mismo tiempo, alinearse con el discurso urdido en las redes sociales hasta instalar el delirante fanatismo que llenó las plazas frente a los cuarteles militares de todos los estados del país, el miércoles feriado nacional, 2 de noviembre, con personas envueltas en la bandera nacional y pidiendo “intervención federal”. Las escenas rompieron la burbuja bolsonarista y dejaron atónitos a los demócratas, cuando no provocaron risas y burlas abiertas: en uno de los muchos videos, los manifestantes cantan con emoción el himno nacional alrededor de una enorme llanta de camión a modo de tótem. En otra, un hombre de repente comienza a marchar de un lado a otro, con gestos exagerados, ondeando la bandera nacional. En una grabación, un hombre anuncia a un grupo la noticia falsa de la detención in fraganti del ministro del Supremo Tribunal Federal Alexandre de Moraes, y una mujer se arrodilla y se golpea, fuerte y repetidamente el pecho, mientras grita “Brasil, Brasil”. En el video que más me impresionó vemos a una joven que camina entre los autos que pasan por la calle, gritándole a enemigos imaginarios. Subitamente ella levanta una pierna como en un paso de ballet y de repente hace un spacatto sobre el asfalto e inclina el torso de manera que su rostro queda pegado al suelo, corriendo el sério riesgo de ser atropellada. Otros videos están lejos de ser tragicómicos y son muy importantes porque dan pistas de que hay quienes promueven y financian actos antidemocráticos, a través del suministro de alimentos o mediante la coacción de funcionarios. En uno de ellos, uno de los camioneros que bloquean la carretera dice que votó por Lula y que solo está allí por la determinación de su jefe. No es la primera vez que Bolsonaro pone a sus partidarios en contra el Supremo Tribunal Federal, el Congreso y la democracia brasileña. Escoger un enemigo como favorito es uno de los ejes centrales de su táctica, y esta vez recayó principalmente en el ministro Moraes. En la narrativa del presidente, “Xandão” –apodo que el presidente le dio al ministro– no lo deja gobernar. Gracias a esta maniobra, Bolsonaro se otorga el rol imaginario de outsider y héroe antisistema, a pesar de ocupar el máximo cargo ejecutivo del país. La creación y mantenimiento de este líder forzosamente “marginal” funcionó con Trump y no deja de funcionar con Bolsonaro. Pero hay una diferencia fundamental entre lo que ambos son capaces de hacer en sus países. En el caso de la frágil estructura brasileña, tan marcada por siglos de colonialismo bárbaramente extractivista y la violencia racial de la esclavitud, no se trata de un encanto populista, sino de un claro proyecto de desmantelamiento del Estado. La propaganda está ayudando a desmoralizar las estructuras mismas de la soberanía nacional, mientras el presidente lanza la transferencia de cerca de 10 mil millones de dólares a los accionistas de Petrobras, a título de dividendos. En mayo de este año, anunció abiertamente una reunión con el hombre más rico del mundo, Elon Musk, para hablar sobre la minería en la Amazonía. Sus líneas pueden parecer discursos torpes o absurdos o paranoicos, pero no se equivoquen: son las demandas que le hacen a su títere un puñado de megaempresarios que ya no están dispuestos a lidiar ni siquiera con el Estado Mínimo neoliberal. Quieren total libertad para la explotación depredadora y destrucción de cualquier idea de responsabilidad social y ambiental. Por otro lado, brilla el frente político victorioso armado por Lula para llevar al país a hitos éticos del hacer político, en defensa de la democracia y la soberanía nacional. Que no se crea, sin embargo, ver en él la punta de lanza a la izquierda del continente. La primera victoria del exsindicalista, en 2002, solo fue posible gracias a la alianza con sectores del Centro que orientaron todos sus mandatos, así como los de Dilma Roussef, e impidieron la implementación de medidas fundamentales, como la Reforma Agraria y la tributación de grandes fortunas y dividendos corporativos (desde 1995, Brasil es uno de los únicos países del mundo que no cobra impuestos sobre lucros, junto con Letonia y Estonia). El amplio frente con el que Lula comandará el país a partir del primero de enero de 2023 cuenta también con la expresiva participación de los neoliberales de centroderecha que fueron sus principales adversarios políticos antes de que llegara aquí la máquina de Steve Bannon, franquiciada por el golpe parlamentario-mediático que sacó del poder a Roussef en 2016, con el apoyo del Poder Judicial y una ingeniosa estrategia de guerra híbrida (o lawfare) comandada por la justicia estadounidense, en una inmensa farsa que llevó injustamente a prisión a Lula e impidió que se presentara a las elecciones de 2018. Ante la brutalidad con la que el grupo de Trump y Musk gana terreno en América Latina y en el mundo, la preocupación del Partido de los Trabajadores por las políticas sociales y la distribución del ingreso toma aires verdaderamente épicos. Gran parte de la población brasileña eligió a Lula con la firme convicción de que no se puede aceptar que el lugar simbólico del jefe de Estado se reduzca a la mezquindad con la que Bolsonaro negó la pandemia de la Covid-19 e impidió que estableciera una gestión responsable y eficiente de la misma. Muchos rechazan, con contundencia, no solo la falta de decoro con la que el presidente llegó a ridiculizar en sus pronunciamientos a los enfermos, imitando una crisis de ahogo, sino sobre todo el uso genocida de la maquinaria pública para impedir la buena gestión, que sin duda habría evitado parte de las muertes que ocurrieron en el país –cuyo número exacto se desconoce, ya que el gobierno incluso dificultó la aplicación de las pruebas y la elaboración de la estadística de los fallecidos por la enfermedad –, pero se estima que es significativamente más alto que el oficial, que contabiliza casi 700 mil víctimas. Frente a la agresividad habitual en los discursos del actual presidente, en los que nunca se oculta la violencia racial y de género, la victoria de Lula devuelve la esperanza a una sociedad más justa y un Estado comprometido con la población. Y eso es bastante conmovedor en el contexto actual. Una escena que vi justo después de votar, este último 30 de octubre, muestra la fuerza de su convocatoria y el alcance de su mensaje, a contrapelo de la guerra de la propaganda suicida de extrema derecha, a que tantos se adhieren en las redes sociales. Un hombre entra en un centro electoral con una bolsa sencilla en el que quizás están todas sus pertenencias. Su ropa está desgarrada y él está sucio; tal vez sea un sin hogar. Saca una pequeña bolsa de plástico de la paqueta. En ella está la cédula de identidad que te permitirá votar. Y también una calcomanía con el número 13, de la plancha de Luiz Inácio Lula da Silva. Tania Rivera Psicoanalista y ensayista brasileña. Profesora de la Universidad Federal Fluminense (UFF), en el estado de Río de Janeiro. [1] Conducida por Mariana Sánchez, la entrevista está disponible en: https://www.bbc.com/portuguese/brasil-62944023

  • Las guerras culturales, un error estratégico de la izquierda

    No termina de estar claro si, como en aquel viejo anuncio de desodorante (“¿le abandonó su desodorante?”, era su eslogan), a la izquierda le ha abandonado la inteligencia o ha sido a la inversa, pero el caso es que de un tiempo a esta parte ambas categorías parecen haber tomado caminos claramente diferenciados. Sin descartar, por supuesto, que nos encontremos ante una separación de común acuerdo y sus protagonistas hayan decidido emprender una nueva vida cada uno por su cuenta. Sea cual sea la explicación más convincente, lo que está claro es no solo que en la esfera pública el debate de ideas brilla por su ausencia, sino también que la izquierda, que antaño presumía -no sin razón- de tener la iniciativa y la mayor consistencia cuando de debatir acerca de cuestiones teóricas se trataba, ha pasado a rehuir dicho tipo de debates. Probablemente en este efecto hayan confluido dos elementos de naturaleza bien diversa. De un lado, se encontrarían las profundas transformaciones que han afectado a la realidad del funcionamiento de la esfera pública, especialmente en lo que se refiere a los medios de comunicación. Como ha señalado el periodista estadounidense Matt Taibbi en su libro Hate Inc. se impone atender a diversos factores para comprender el profundo y radical empobrecimiento de la dimensión argumentativa del debate público. Por una parte, se encontraría la irrupción de canales de noticias dedicados a suministrar información las veinticuatro horas del día. Esto ha obligado a las empresas a una producción acelerada, que solo consigue captar la atención del espectador a base de un ritmo trepidante y una oferta permanente de estímulos. Por otra parte, la aparición de Internet ha provocado que las noticias estén disponibles públicamente desde el primer momento para cualquier persona en un sinfín de medios y plataformas, lo que arruina la tradicional pretensión de los viejos medios de ser los primeros (“¡primicia!”) en dar una determinada noticia. Ello obliga a convertir el debate sobre esa información ahora compartida por todos en el nuevo producto. Obviamente, para que este producto, en un contexto de feroz competencia, resulte atractivo, se impone convertirlo no en un intercambio de opiniones razonadas, sino en una confrontación, cuanto más estruendosa mejor, de puntos de vista incompatibles. El nuevo formato de las noches electorales, en las que cualquier ciudadano puede ir viendo al instante en su móvil los datos que proporciona el gobierno, sería un buen ejemplo. En efecto, lo que diferencia a una cadena de televisión de otra ya no es la información que proporciona, sino los comentaristas que ha elegido para comentar esos datos universalmente compartidos. Lo que prefigura el último factor que ha terminado por transformar por completo el espacio comunicativo en nuestros días, a saber, la segmentación de la audiencia en nichos identitarios. A partir de un determinado momento, la tarea fundamental a la que pasan a aplicarse los medios es precisamente a la de cargar de razón (lo de razón es un decir, claro: en realidad es un cargar de emoción) a los inquilinos de tales nichos, a base de aportar elementos que les ratifiquen en los convencimientos que ya tenían previamente. Es en este sentido en el que Byung-Chul Han afirmaba en su reciente libro Infocracia que en la guerra de la información no hay lugar para el discurso en sentido propio y fuerte. Lo que nos permite introducir el segundo elemento que ha contribuido al deterioro del debate de ideas en la esfera pública, deterioro que ha afectado de manera particularmente significativa a la izquierda. Me refiero al hecho que hayan irrumpido con fuerza en dicha esfera cuestiones relacionadas con lo que se acostumbra a denominar (también con lenguaje bélico) guerras culturales en perjuicio de los planteamientos políticos que ponían el foco de la atención sobre lo social o lo económico. La mencionada irrupción trae causa, como es notorio, en el abandono por parte de la izquierda de los valores materialistas (o de supervivencia, como podrían ser el bienestar económico o la seguridad) en beneficio de los posmaterialistas (o de expresión, como medio ambiente o calidad de vida), por utilizar en nuestro provecho la clásica terminología de Ronald Inglehart. Dicho abandono, ciertamente resultado de una adaptación, obligada por las circunstancias, a una realidad ya diferente, habría producido a su vez un considerable impulso de los nuevos movimientos sociales al colocar el foco de la atención colectiva sobre los asuntos planteados por ellos. Nos encontramos ante una mutación de enorme alcance, que no solo afecta a los nuevos sujetos, sino también a la naturaleza de sus reivindicaciones. O, si se prefiere, que tiene lugar tanto en el plano de lo real como en el del imaginario colectivo. Convendrá subrayar que no se trata únicamente, pues, de que aquel viejo sujeto con pretensiones de universalidad, la clase trabajadora, estallara en pedazos como consecuencia de toda una serie de transformaciones materiales de sobras conocidas y que afectaron a su propia naturaleza como clase (transformaciones de índole social, tecnológica y económica: migraciones, teletrabajo, deslocalizaciones, desaparición de la unidad-fábrica…). Se trata también de que la naturaleza de las reivindicaciones de cada uno de esos fragmentos en los que aquel sujeto estalló ya no se deja seguir pensando bajo la antigua lógica. Hay quien se esfuerza, ciertamente, en que las nuevas subjetividades emergentes recojan el testigo de la voluntad emancipadora que anidaba en la vieja subjetividad representada por una clase social, derrotada ahora en el ámbito de la política y de la economía, sobre las que antaño gravitaba su discurso, pero se trata de una operación con dudosas probabilidades de éxito. Ya comentamos en otro lugar hace un tiempo (“¿Y si la izquierda se quedara sin banderas?”, El País, “Ideas”, 15 de marzo de 2020) hasta qué punto el feminismo o la ecología son banderas que no hay razón para pensar que los sectores conservadores no puedan hacer suyas, desde el punto de vista de los principios, sin la menor dificultad teórica, por lo que no hará falta reiterar los argumentos. Sin embargo, no es menos cierto que determinados sectores de la izquierda parecen seguir apostando de manera prioritaria por dichas causas. Tal vez para dichos sectores de la izquierda librar la batalla de lo que se ha dado en llamar las guerras culturales en gran medida tenga que ver con la búsqueda de nuevos caladeros en los que encontrar los apoyos sociales perdidos tras la ruina del eje económico-político de su gran proyecto emancipador. En esa clave se explicaría que en los años noventa, con la hegemonía socialdemócrata de la llamada tercera vía, se priorizaran las batallas culturales (feminismo, derechos LGTBI, derechos de los animales, ecologismo, nuevos lenguajes inclusivos…) por encima de los asuntos relacionados con la redistribución de la renta y la riqueza. En España, tal vez ese cambio de prioridades se hizo notorio más tarde, tras la crisis de 2008 y el 15-M, momento que fue aprovechado por una presunta nueva izquierda para abanderar en términos morales causas como el ecologismo, el identitarismo o el feminismo. En cualquier caso, importa añadir ahora, tras todo lo que se acaba de plantear, que esa misma deriva culturalista por parte de los sectores conservadores admite ser leída en términos análogos, cuando no más radicales. De hecho, ha habido quien, como Steven Forti (en su libro Extrema derecha 2.0), ha situado los antecedentes más próximos a esta deriva a finales de la década de los sesenta del pasado siglo cuando el filósofo francés Alain de Benoist, al calor de las luchas sesentayochistas, abogaba por que la extrema derecha se centrase en la batalla cultural, creando una alternativa a la entonces hegemónica cultura positivista y progresista liberal y marxista. El privilegio del presente nos permite afirmar que este planteamiento, que alguno han definido como gramscismo de derechas, tenía mucho de premonitorio, amén de extremadamente eficaz, en la medida en que apuntaba, simultáneamente, a fortaleces la propia posición y a debilitar la del adversario. En efecto, la estrategia para alcanzar este objetivo hegemónico pasaba tanto por introducir en los discursos de la izquierda temáticas de derechas como por apropiarse de las incitaciones más potentes de la izquierda para reelaborarlas en beneficio propio. Porque mientras, como vimos, la izquierda pretende que los nuevos sujetos de las nuevas luchas desempeñen un papel parecido, aunque sea de manera sectorial, al que desempeñaba el viejo sujeto revolucionario con pretensiones de universalidad (se suponía que su liberación representaba la de la humanidad por entero, como ahora repiten algunos feminismos), la derecha se diría que ha soltado todo lastre del pasado y parece plantear sus valores postmaterialistas en términos directamente postideológicos. Busca así, como resulta evidente por completo, recabar apoyos transversales en todos los sectores de la ciudadanía sin excepción. Es desde esta perspectiva desde la que se debe interpretar el específico interés conservador en focalizar los debates públicos en los asuntos relacionados con la sexualidad, la moralidad, la unidad de la nación o la religión, una de cuyas características prioritarias es precisamente que, lejos de generar un debate racional, potencian una adhesión fuertemente emotiva. Al contrario de lo que le ocurre a sus adversarios progresistas, se trata precisamente de encontrar la manera de soslayar el eje izquierda-derecha planteando temas transversales en la sociedad. Bien podría decirse entonces que las estrategias que han llevado a enfrentarse en un mismo campo de batalla, el de las guerras culturales, a izquierda y derecha responden a lógicas opuestas. En tanto que la primera confía en que el transcurso de dichas guerras le permita repolitizar a su favor a sectores y causas susceptibles en realidad de ser aceptados universalmente, la derecha se esfuerza por despolitizarlas para a continuación, emotivización mediante, atraerlas hacia su proyecto. En semejante contexto, no es que no tenga nada de extraño sino que, por el contrario, resulta perfectamente lógico que la derecha haga suyas reivindicaciones hacia las que hasta hace poco se mostraba displicente, como las de carácter identitario, o que se sirva de alguno de los recursos argumentativos que en el pasado parecían casi monopolio de la izquierda, como es el victimismo. En efecto, y por plantear ahora la cosa de manera apresurada, si basta con sentirse ofendido (en la jerarquía de los agravios, al ofendido le corresponde una posición solo un escalón por debajo de la de la víctima) sin entrar en el contenido de la ofensa, no hay razón alguna para que los conservadores también se puedan sentir así en relación con sus creencias y costumbres. A nadie le habrá de sorprender, en consecuencia, que en este tipo de planteamientos los sectores conservadores se muevan con notable comodidad. Existen severas dudas respecto a quién obtiene mayores beneficios aceptando librar sus batallas en este nuevo escenario, presuntamente cultural. No han faltado autores (como Mark Lilla, por citar uno de los más citados al plantear esta temática) que en los últimos tiempos han insistido en que es la izquierda la que peor negocio está haciendo con semejante desplazamiento. De ser cierta la hipótesis de que el destino final de buena parte de las nuevas causas muy probablemente sea su transversalidad, el empeño de mantenerlas como reivindicaciones exclusivas, por no decir cautivas, de la izquierda, podría propiciar la extensión de actitudes exasperadamente sectarias, como las que estamos viendo de un tiempo a esta parte, especialmente en el ámbito del feminismo. Todo lo anterior también admitiría ser planteado de esta otra manera: el problema no es solo del qué sino también del cómo. La transformación del espacio público apuntada al principio del presente artículo debilita objetivamente, como vimos, las posibilidades de que en aquel se produzca un debate basado en la argumentación racional acerca de aquellos asuntos que a todos conciernen. Quizá, como también empezamos a indicar, determinados sectores de la izquierda parecen seguir apostando de manera prioritaria por aquellas causas susceptibles de ser planteadas en términos fundamentalmente emotivos porque están convencidos de que, en el mientras tanto perplejo en el que andamos inmersos, les pueden resultar de utilidad para ir tirando, esto es, para poder mantener cohesionados y movilizados a los suyos, a la espera de nuevas y mejores causas que pudieran actuar como un más sólido cemento y motor. Ciertamente, no parecen percibir la trascendencia de semejante planteamiento. Porque, más allá de la caducidad que puedan ofrecer las nuevas banderas, tal vez lo más preocupante sea la renuncia a la que empujan a quienes decidan ondearlas como propias. Digámoslo de forma tan sencilla como rotunda. Frente al emotivismo rampante, si la izquierda pretende reivindicarse como la más legítima heredera de los ideales ilustrados no puede en modo alguno renunciar a la razón como herramienta privilegiada para entender la realidad y encontrar la mejor manera de transformarla. Manuel Cruz Catedrático de Filosofía y expresidente del Senado de España. Autor del libro El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual (Galaxia Gutenberg). Die Transformierung 1925 © Estate of László Moholy-Nagy

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    Huyo de los hechos consumados en beneficio de los inminentes. Quiero demorar el umbral que separa la potencia del acto, insistir en estar llegando, pero nunca llegar del todo. Que el gerundio se proyecte hasta ganarle al participio por cansancio. Que de la muerte quede sólo su impaciencia.

  • Caos y Raíces - Texto curatorial FIFV 2022

    En este ensayo Catalina Mena desarrolla e introduce los ejes que enmarcan la convocatoria 2022 del Festival Internacional de Fotografía de Valparaíso. > FIVF 2022 Caos y raíces Nos decían “caos” y se nos disparaba el miedo. Los agentes del orden sabían que esa palabra nos paralizaba. Pero las palabras y las cosas quedaron desarraigadas, flotando en el exilio del lenguaje. Entonces hubo que ensayar otras maneras de decir. Quizás decir “caos” ya no evocara un quiebre, quizás esa palabra se conjugara de un modo natural en nuestro cuerpo. Puede que abrazar el caos fuera un modo de reconocernos. Y así va siendo. Tras dos años de realidad virtualizada, el FIFV vuelve a poner el cuerpo. Volvemos a tomarnos la ciudad, a contaminarnos con sus ruidos, sus olores, sus imágenes, sus gentes. Nos reencarnamos en un mundo crecientemente globalizado, y cada vez más cambiante e incierto. Emitimos nuestra voz en medio de la crisis climática, el desplome del modelo económico, la violencia, la desigualdad, el hambre, la sequía, la guerra y las migraciones. “El mundo está caótico”, se oye decir por todas partes. Se habla de un trance epocal, de un cambio de paradigma, del final de una era. Y tal vez todo esto ocurra, primeramente, en el lenguaje. Quizás lo que se esté debilitando sea la lógica lineal, esa que pretende someterlo todo al cálculo y la estadística, esa que dice que hay causas y efectos, esa que cree en la modernidad y en el progreso, esa que solo quiere ganancias. Esa que no sabe perder. Queriendo eliminar la incertidumbre hicimos del mundo un lugar violento. Y es que el mundo de lo vivo siempre fue complejo: millones de partes relacionadas cuyas interacciones nunca respondieron a las leyes de la causalidad, ni fueron visibles a nuestros ojos. Hay demasiadas variables ocultas que nos impiden comprender la totalidad. Somos parte de una red interdependiente, diversa, incierta, aleatoria; nos movemos en la temporalidad y estamos siempre en estado de emergencia, recreándonos. Quizás lo que llamamos caótico sea, simplemente, aquello que no podemos comprender. Para transitar la incertidumbre sin miedo habría que aceptar los límites de la razón. “Caos y raíces”: así se titula esta versión del FIFV. Habla de un mundo impredecible, pero también recuerda la dimensión que nos vincula al pasado. De caos y raíces se constituye el acto fotográfico: implica involucrarse con el entorno y sus accidentes, pero siempre surge de una reserva visual que se aloja en la memoria. Codificamos, almacenamos, recuperamos y recreamos imágenes en un ciclo imparable. Por un lado, estamos lanzados al azar; por el otro, amarrados al cordón umbilical de la historia. La evocación de las raíces no sólo es anclaje al sustrato de la memoria, sino también a la tierra. Aquí el caos es orden natural. Se ha visto que algunos árboles unen sus raíces a las de otros de la misma especie para compartir recursos hídricos y nutritivos. Esta unión puede ayudar a que un árbol herido sobreviva y resista a la erosión. Parece que las raíces se las arreglan con el caos. Algunos dicen que el pasado es el futuro, que para poder continuar el viaje hay que retomar un momento pre moderno. Recordar que hubo otra forma de estar, de relacionarse, de observar, antes de que el tiempo nos fuera arrebatado. Hubo agua, hubo tierra, hubo silencio. Hubo tiempo para perder el tiempo. Catalina Mena L.

  • Agustín Squella, ex-constituyente: 'Viví una vida ajena'

    Este abogado, doctor en Derecho, ex rector de la Universidad de Valparaíso y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, acaba de sacar su libro Apuntes de un constituyente, con Ediciones UDP, colección Vidas Ajenas. Allí narra, con humor y autocrítica, sus 365 días como miembro de la Convención Constitucional, tarea de la que salió exhausto pero esperanzado. por Catalina Mena El último año en la vida de Agustín Squella (78) fue agotador. La dinámica de la Convención Constitucional le chupó toda la energía. Durante todo este período convivió estrechamente con personas de diversos géneros, etnias, edades y posiciones políticas. En Apuntes de un constituyente Squella cuenta esto con una gracia y honestidad que hoy escasea. El texto, testimonial, está estructurado en fragmentos que atañen a muy diversos asuntos y situaciones. “Quise hacer algo liviano; ir a salto de mata, de una cosa a otra”, dice. Algunos capítulos son más teóricos y analizan en detalle aspectos de la Constitución, tales como el feminismo, la plurinacionalidad (que no es el “pluri-Estado”) y el resguardo de la naturaleza. Otros son más existenciales y hablan de su estado físico y mental, de las amistades que forjó, de cómo se sentía siendo uno de los más viejos del grupo, de lo que le costaba adaptarse a los mandatos del lenguaje inclusivo, y de lo que significó sostener siempre una postura no dogmática, a riesgo de que algunos lo encontraran rojo y otros, amarillo. Entremedio, el libro inserta fragmentos que escapan a esta situación algo claustrofóbica, donde puede narrar el placer de sentarse un rato bajo la sombra de un árbol o caminar por las calles del centro. “En mi libro es tan importante el discurso de un constituyente como la perfomance de un saxofonista en la calle Nueva York por la que pasaba todos los días camino de la Convención”, cuenta.También dedica su pluma, sutilmente irónica, para referirse a algunas anécdotas rayanas en lo bizarro. Aquí un ejemplo: “La tarde que Giovanna Grandón ingresó con su disfraz de Tía Pikachu al hemiciclo de la Cámara de Diputados en el edificio del Congreso en Santiago, minutos antes de iniciarse una de las sesiones de la Comisión de Reglamento de la Convención, tuvo difusión nacional. Además, no lo hizo sola, sino acompañada de otro constituyente disfrazado a su vez de lagarto, este último un muchacho evangélico de mi vecina ciudad –Quilpué– que solía adornar su sitio en la Convención con variados objetos, incluidos unos perritos de peluche cuando tocó el turno de hablar sobre derechos de los animales. Malucha Pinto instalaba incluso un pequeño altar frente a sí y hacía frecuentes llamados al amor, la fraternidad y otros sentimientos que podrían salvar a la humanidad”. Salvífico humor --¿Qué sensación tiene ahora que terminó el proceso de la Convención? ¿Cómo se vuelve a parar en su vida cotidiana? --Alivio es lo que siento, porque se trató de un trabajo muy intenso que me alejó de mis dos ciudades –Viña del Mar y Valparaíso- y de mis rutinas allí, desde pasar todas las mañanas un rato en un café, caminar junto al mar o disfrutar una jornada de carreras en el Sporting. ¿Pero sabe? Creo que luego de pasar un año en Santiago, voy a adoptarla como mi tercera ciudad, incurriendo así en una flagrante poligamia urbana. --Entre tanto trabajo, ajetreo y tensión ¿Cómo logró estar permanentemente publicando columnas y, más aún, sacar un libro? --Tomaba notas frecuentemente en las sesiones de la Convención. Escribía también en el metro, mi medio habitual de transporte; eso, claro, cuando me daban el asiento. También en casa. Todo esto para mí fue una vía de escape, una manera de entender, aguantar y mejorar lo que estaba viviendo. Lo digo en el libro: viví una vida ajena, la de otro, no la propia. Lo que no olvidé, en ningún momento, era que estar ahí tenía mucho sentido. --A pesar de lo estresante que fue el trabajo en la Convención usted cuenta la experiencia con mucho humor y también se ríe de sí mismo. --El humor es una virtud y, como tal, escasa. Una virtud tanto más si se lo practica a costa de uno mismo y no de los demás. El humor salva, sana, vivifica, nos hace mejores, y es mucho más que ir por la vida contando chistes. --Al parecer se sintió como un infiltrado en la Convención, como gallo en corral ajeno. --Algo así, para qué voy a negarlo. Las lógicas de la política, que son las del poder, me sientan mal. Las entiendo y no le pido peras al olmo, pero no por ello dejan de gustarme las peras. --De lo que vivió en la Convención, ¿qué fue lo que más le sorprendió? --El promedio de edad (45 años) y el grado de preparación que tenían muchos de los y las constituyentes. Ya es hora de que dejemos de considerar infantiles, ignorantes o perversos a los jóvenes que no piensan como nosotros. --¿Qué fue lo más frustrante de esta experiencia? --Sentir que tuvimos más autocomplacencia que autocrítica, un mal chileno ya que ya se ha vuelto crónico. También fue difícil lidiar con la arrogancia, cerrazón y sectarismo de casi todos los grupos. Estábamos en un espacio para hacer política, pero en no pocas ocasiones la hicimos de tan mala calidad como cuando los parlamentarios discuten un cuarto o quinto retiro. No podemos esperar que de la política emanen los mejores sentimientos del corazón humano, pero ¿por qué esperar que afloren los peores? --¿Qué fue lo más gratificante? --El contacto con otras generaciones y darme cuenta de que, diferencias más o menos (y en mi caso fueron más que menos), es posible y necesario entenderse con ellos, evitando la peor forma de envejecer: la “efebofobia”, o sea, el desprecio o rechazo a los jóvenes. Igual hay que cuidarse de su contraria, la “efebofilia”, es decir, creer que los jóvenes tienen la palabra divina. “En la Convención, si alguien lloraba, sacaba aplausos” --Se autodefine políticamente como un liberal de izquierda. ¿Qué significa eso? --Soy un partidario incondicional de las libertades, pero entiendo que estas solo son practicables si hay justicia y derechos sociales. Las personas que no tienen acceso a los bienes básicos no pueden ejercer en la práctica las libertades de las que son titulares en el papel. --Usted señala que dentro de la Convención los de izquierda lo consideraban amarillo y los de derecha lo consideraban rojo. ¿Eso le ha pasado siempre? ¿Por qué cree que le pasa? --Porque si digo “liberal”, la izquierda frunce el entrecejo, y si agrego de “izquierda”, la derecha hace lo mismo. Estoy frito no más. Un híbrido como ese, que en el fondo es un liberalsocialismo, no se entiende en un país en el que todo se simplifica, se ve en blanco y negro, y se descuidan los matices. --Su libro da cuenta de posiciones maniqueas y fanáticas que había en la Convención. ¿Qué lo dejó perplejo? --Fanatismo, maniqueísmo, arribismo, exhibicionismos, protagonismo, doble estándar: todo eso me sienta muy mal y son los nuevos deportes nacionales. ¿Perplejo? Ante las ideas de extrema derecha y de extrema izquierda. Ser de izquierda o de derecha no es ser inmoderado; la falta de moderación está en cada uno de los extremos de esa díada. No es necesario optar por la cómoda y vaporosa república del centro para ser moderado en la vida política. --Usted dice, de todos modos, que la Convención reflejaba perfectamente la diversidad social de Chile. --Reflejaba nuestra diversidad, pero con cierto desequilibrio. La diversidad es un bien, decimos todos, casi de memoria, pero en los hechos solemos reaccionar mal ante ella. Pobres, migrantes, diferentes en género, sexualidad o edad, indígenas, disidentes políticos: en el hecho eso a muchos no les parece nada de bien y sueñan con una sociedad homogénea que desconoce la realidad de toda sociedad abierta, que es ser un avispero de diferentes creencias, ideas, maneras de pensar, modos de vida, interpretaciones del pasado, propuestas sobre el futuro e intereses. --Advierte también que en Chile está primando la desmesura. ¿Cuáles son los síntomas? ¿A qué lo atribuye? --De la desmesura culpo a los todavía no bien estudiados efectos neurológicos de la pandemia. Desmesura en las conductas, en los planteamientos, en el lenguaje. Estamos hablando mucho, en voz muy alta, y atropellándonos unos a otros. Estamos riendo con estridentes carcajadas. Vea usted lo que pasa con los locutores de radio y televisión: están todo el tiempo riendo. Por las calles vamos tan acelerados que parecemos ratones envenenados. Para qué hablar de los continuos desbordes emocionales en nombre de una mal “inteligencia emocional”. En la Convención, si alguien lloraba, sacaba aplausos al tiro. Propuesta transformadora --¿Cuál es la mayor virtud de esta Constitución? --Yo considero que es una propuesta muy importante y valiosa. Cualesquiera sean sus aciertos y defectos, porque tiene de ambos, no sólo deja definitivamente atrás la del 80, sino que esta es una propuesta transformadora, que responde al siglo que estamos viviendo. Pero no es refundacional ni menos aún revolucionaria. --¿Qué le diría a la centro-izquierda que vota por el Rechazo? --Pareciera que no le tomaron bien el peso cuando en el plebiscito de entrada engrosaron ese 80% que se pronunció a favor de tener una nueva Constitución o creyeron que una Convención Constitucional era solo una medida para salir o encausar una crisis política que los tenía asustados y no propiamente un camino hacia una nueva Constitución. --Si ganara el Rechazo, ¿qué cree que le va a pasar a usted? --Experimentaría una sensación de fracaso, mas no del todo: en tal caso la propuesta de nueva Constitución sería el eslabón más importante, firme y grueso de cuantos forman parte de un proceso de cambio constitucional que se remonta a las tímidas reformas de 1989. Un proceso que ha tenido una exasperante lentitud, puesto que ¿cómo puede entenderse que llevemos 42 años sin reemplazar la Constitución de una dictadura? Somos bien quedados, ¿no? --¿Encuentra que hay una mirada catastrófica sobre lo que pueda suceder? --Pronosticar una catástrofe si ganara el Rechazo o el Apruebo forma parte de nuestras actuales desmesuras. Como los niños, jugamos a asustarnos unos a otros y andamos en busca no de las mejores ideas, sino de personajes salvíficos o redentores, algo así como superhéroes que vengan en nuestro auxilio. ¿Quiere que le diga una cosa? Yo escucho la palabra “líder” y me pongo de inmediato contra la pared. --Uno de los conceptos que le dio fuerzas en este proceso es el "pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad". ¿Cómo se aplica esto al proceso político que está viviendo Chile? --Podemos creer que las cosas irán mal, pero lo que no debemos hacer es sentarnos a esperar que ocurra la tragedia, sino preguntarnos qué está en nuestras manos hacer para que las cosas vayan lo mejor posible. El escepticismo es perezoso y el optimismo ingenuo: me quedo con la esperanza. Con una activa y diligente esperanza cuya realización depende no de los dioses, sino de hombres y mujeres de carne y hueso.

  • Christiane Pooley:“No me interesa hacer cuadros”

    Fiel al lenguaje de la pintura, pero explorando radicalmente sus límites y extensiones, Christiane Pooley (1983) ha desarrollado una de las obras más interesantes y perturbadoras de la escena visual chilena. Sus pinturas aparecen como paisajes de una memoria fragmentada, donde se superponen recuerdos con fotografías de archivo, para componer una escena que vincula la vida personal con la historia colectiva. Sobre el soporte, entendido como territorio, Christiane compone espacios atmosféricos, interiores y exteriores, que oscilan entre la abstracción y la figuración. El suyo es un lenguaje que desdibuja las categorías rígidas, deja en suspenso las afirmaciones y certezas, rehúye los dogmatismos y defiende los claroscuros. Es una pintura que se ubica en el lugar de la pregunta, que pone en escena las contradicciones y las diferencias, creando un campo de relaciones abiertas. Lejos del convencionalismo estético, Christiane lleva la pintura a un borde contemporáneo, experimentando con la composición, haciendo convivir diferentes planos y tratamientos materiales. Sus pinturas son híbridas, complejas, dejan a la vista los procesos, las reflexiones, el ensayo y el error A pesar del espíritu inquietante que la atraviesa, su obra no rehúye la belleza. Visualmente se comunica sin chocar al ojo. Por el contrario: se trata de arrastrar la mirada del observador por entre las grietas de un lenguaje poético. Y es que Christiane no pretende ser provocativa: la suya es una perturbación emocional, más profunda, más ambigua. Este lugar de la pregunta no es una opción puramente intelectual: está anclado en la biografía de la artista. Christiane nació en Temuco, región de la Araucanía, y tiene metida en el cuerpo la conflictiva historia de ese territorio incorporado por la ocupación militar y la colonización. En esa historia hay “buenos” y “malos”, “ganadores” y “perdedores”, “víctimas” y “victimarios”. Y ella lo sabe. De hecho, su propia familia fue víctima de un injusto atentado incendiario: grupos radicalizados quemaron la casa de su infancia. Cuando eso sucedió, Christiane ya era artista y ya pintaba como pintaba, pero entonces pudo agarrar el hilo más genuino de lo que hacía. “Me hice consciente de la injusticia que hay en los procesos históricos y del modo en que la historia, de manera arbitraria, designa culpables y perdedores”. Siempre había interrogado la memoria colectiva, el territorio y su propia identidad, pero ahora entendía por qué sus imágenes se apartaban de lo ilustrativo para explorar la ambigüedad. “La vida es ambigua, no hay una sola forma de ver las cosas”, dice. “Entonces se trata de preguntarse, de pensar. Lo opuesto a eso es el fanatismo, es la expresión de la estupidez”. Había algo profundamente violento en esa historia de divisiones arbitrarias entre buenos y malos, una violencia que, de algún modo, su pintura combatía. Chistiane defendía la diversidad en la que ella misma había crecido, en una mezcla de idiomas traídos por los colonos, de cultura campesina y de tradición indígena. “Para mí fue un lujo crecer en la multiculturalidad y hoy en día eso se ha vuelto una amenaza”, dice. “Nadie se siente en su lugar, en esa zona. Todos se miran como sospechosos, no se ha definido una nueva identidad en la que todos quepamos”. Tras egresar de Arte en la Universidad Católica, Christiane realizó estudios de postgrado en Londres, y hace más de diez años se instaló en París, donde se dedica a pintar tiempo completo, y ha exhibido ampliamente su trabajo en el circuito europeo. “Yo escarbo en mis propios materiales” ¿Ha sido liberador para ti vivir fuera de Chile? - Sin duda que vivir lejos de todo lo que me es familiar -lugares, personas y lenguaje- genera una distancia que me permite verme y ver la construcción de mi identidad desde otro lugar. Suelen preguntarte por tu nombre y tu apellido. Primera pregunta por la identidad. (Sería tal vez interesante enunciar la pregunta original) - Mis apellidos provienen de un ancestro británico que se quedó en Chile hace cinco generaciones y de un austro-hungaro que llegó huérfano, escapando de la guerra. Esos inmigrantes se casaron con chilenos, mestizos, colonos, indígenas... Por lo tanto, mis orígenes son múltiples. Precisamente es la idea de unicidad la que alimenta la violencia y las divisiones. Todos somos una mezcla de muchas cosas y todo está conectado. Celebro que empecemos a respetar la base de nuestra i que es indigena y a reconocer los errores del pasado y bien ese proceso no debiese ser instrumentalizado como excusa para más violencia en la región. Yo nací y crecí en Araucanía, al ritmo de los ciclos de la naturaleza y de la agricultura: los sonidos del bosque nativo, la tierra húmeda, los tonos ocres y verdes de las siembras de trigo y de avena y las noches de cosecha bajo las estrellas. La polifonía cultural en medio de la cual crecí, hoy se ha convertido en un motivo de división. No vengo de una familia de latifundistas, tampoco de personas a quienes les regalaron tierras. Hoy en Chile, hay una forma de deshumanización de la gente de campo. Hay un juicio de la sociedad chilena muy fuerte y por el hecho de ser agricultor se pasa a ser culpable o sospechoso, y entonces algunas personas se sienten con el derecho de atacarlos, quemar sus casas, fuentes de trabajo y negar un modo de vida. Como artista tengo la posibilidad de visibilizar realidades y ponerlas en perspectiva. Intentar mostrar el lado humano y el dolor que genera el conflicto. Me tomó varios años poder trabajar con imágenes de la casa de mi infancia destruida en un ataque incendiario en 2014 en Temuco, cuando en medio de la noche, cinco bombas explotaron en su interior. Más doloroso que la destrucción de una casa para mi fue la destrucción simbólica de un hogar y de los vínculos que nos unen como sociedad. La historia se repite en círculos, la fuerza instaura un modo de ver único y generalmente son comunidades sin imagen, que no causaron el conflicto y que tampoco tienen las capacidades de resolverlo que se ven afectados. En ese sentido me interesa también producir imágenes que se relacionen con esas comunidades. En tus cuadros pones en relación lo íntimo y lo público, muestras cómo la historia colectiva entra en tu casa. - Llevo varios años preguntándome sobre mi origen y buscando imágenes que se relacionan con esa idea, que van desde archivos de las campañas militares de Coornelio Saavedra a fines del siglo diecinueve, hasta imágenes de mi infancia en la Araucanía. Mi historia está entrelazada y afectada por la historia de mi país, y son cosas que me atañen de manera profunda y por lo tanto son parte de mi pintura. Tus pinturas, aunque construyen escenas, no son narrativas ni ilustrativas. Se mantienen en una zona ambigua - Siempre he mezclado lo figurativo y lo abstracto y hace varios años que trabajo a partir de imágenes que evocan un sentido de familiaridad y conexión al lugar de donde vengo: registros de los archivos nacionales, álbumes de familias, imágenes de la actualidad etc. Algunas de ellas aparecen de manera recurrente, como el interior de mi casa quemada, los bosques nativos que he visto secarse lentamente a lo largo de mi vida o el sol que se esconde detrás de los árboles. Actualmente estoy integrando elementos abstractos inspirados de textiles indígenas y de esa forma geométrica de figurar el territorio. Pintar puede ser pensar sin palabras. No me interesa hacer cuadros ni ilustrar imágenes, sino que por medio de la pintura, mirar el modo en que construimos imágenes, como esas imágenes construyen lenguaje y cómo ese lenguaje visual puede construir realidades. ¿La pintura es una forma de autoconocimiento? - Creo que sí, al menos así funciona en mi caso. Figurar modos de ver o sentir es subjetivo y arbitrario y también es colectivo. Escarbo imágenes, registros, lugares comunes y lugares íntimos. No trabajo con temas o discursos que están fuera de mi propia experiencia. Yo escarbo en mis propios materiales. También se ven distintos tratamientos materiales, huellas de procesos - Me gusta imaginar ecos entre la construcción de la historia y la construcción de una pintura: el registro del paso del tiempo, el proceso de componer, sacar, borrar, equivocarse y dejar huella de esos errores. La superposición de capas de información y materia, la selección arbitraria de lo que elegimos mostrar y lo que elegimos ocultar. También imaginar que una pluralidad de modos de ver y de existir son posibles, no solo en la superficie de la pintura… Catalina Mena Der wanderer - Christiane Pooley 2016 @christianepooley

  • 1

    El viaje sin retorno no es del que se va, sino del que vuelve. El infinito está en lo que deja atrás, pero sólo se hace infinito si vuelve a buscarlo. Desandar para retomar: qué brutal contrasentido. El viaje del que regresa de lejos se hace inacabable porque en el fondo no vuelve a su ciudad natal, sino a su pasado, y espera rebobinarlo hasta llegar al momento anterior a la partida. Con bastonazos de ciego, busca a Apolo entre las ruinas del Olimpo, recoge sus flechas para volver a encajarlas en las heridas que hace tanto tiempo lo hicieron partir.

  • Esperando a Gaia. Componer el mundo común mediante las artes y la política.

    ¿Qué se supone que debemos hacer ante una crisis ecológica que no se parece a ninguna crisis bélica o económica que hayamos conocido y a cuya escala, si bien sin duda es formidable, estamos de algún modo acostumbrados porque su origen es humano, demasiado humano? ¿Qué hacer cuando se nos dice, día tras día y de maneras cada vez más estridentes, que nuestra civilización actual está condenada y que hemos alterado tanto la Tierra misma que no hay forma de que vuelva a ninguno de los diversos estados estacionarios del pasado? ¿Qué hacemos cuando leemos, por ejemplo, un libro como el de Clive Hamilton titulado Réquiem para una especie. Cambio climático: ¿por qué nos resistimos a la verdad?, y la especie en cuestión no es el dodo ni la ballena, sino la nuestra, es decir, ustedes y yo? O el de Harald Welzer, Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI, un libro dividido en tres agradables partes: cómo se mataba en el pasado, cómo se mata hoy y cómo se matará mañana. En cada capítulo, para llevar la cuenta de los muertos, hay que añadir a la calculadora varios órdenes de magnitud… El tiempo de los grandes relatos quedó atrás, lo sé, y acaso parezca ridículo abordar una cuestión tan grande desde un punto de entrada tan pequeño. Pero precisamente por eso quiero encararlo así: ¿qué hacemos cuando las preguntas son demasiado grandes para todos, y especialmente cuando son tan enormes para el autor, es decir, para mí? Bruno Latour Lee el texto completo aquí: Ref. bruno-latour.fr Revista Otra Parte Traducción de Silvina Cucchi

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