Barbarie pensar con otros
Revista de pensamiento y cultura
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- Podar el corazón: notas sobre el desamor
Lecturas de las obras de Celia Castro, Alia Trabucco, Joan Didion, Constanza Michelson, Carla Cordua y Anne Sexton En septiembre se inauguró la exposición “Naturaleza observada. Arte y paisaje” en el Centro Cultural La Moneda. Varios pintores y pintoras recorren desde la segunda mitad del siglo XIX y los primeros decenios del siglo XX la naturaleza de Chile. Una época hermosa y perdida de nuestro país, donde están presentes con su mirada 25 pintores, la mayoría hombres, entre ellos LOS más famosos de su época como Onofre Jarpa, Pedro Lira, Juan Francisco González, Thomas Somerscales, y más. Hay sin duda muy pocas mujeres, pero entre tanta mirada masculina, sólo en términos empíricos, es imposible escindirse y no pensar en términos feministas. Más allá de esa lectura, el único cuadro que me llamó la atención fue el de Celia Castro de 1888 que se llama “La poda”. Es un óleo sobre tela donde vemos a un hombre con los pies firmes podando un gran árbol en invierno, y abajo una mujer recogiendo las ramas caídas. Me interesó la idea de podar los bordes de un árbol, cortarlos, darle forma en una fría tarde de invierno cuando el sol ya casi se va y queda muy poca luz. También el contraste del hombre con los pies firmes, encaramándose y la mujer abajo cansada de la recolección de los troncos. El pequeño texto que lo campaña dice que la pintora “realiza una síntesis del trabajo agrícola tradicional en los valles centrales de Chile”. Bajo la luz invernal, los personajes parecen aflorar desde el mismo paisaje – una naturaleza sometida al régimen productivo de la hacienda chilena-. ( “La poda” de Celia Castro) En el museo, al frente de este enorme cuadro hay una banquita de madera, ahí uno puede quedarse mirando y viendo cada detalle. En esta narración, hay un tema que me llama la atención: los bordes de las cosas, los bordes de las personas, los límites, el lugar donde se puede llegar con el otro. La idea de dónde empieza el hombre con el árbol y dónde termina el cansancio de la mujer agachada. A pesar de que han pasado 134 años desde su creación, el cuadro (enorme con esos marcos medio rococó) recuerda otras cosas. La exposición contrasta inevitablemente con otra montaje que terminó hace algunas semanas: “No dejes morir mis llamas”, del colectivo Delight Lab. Que aborda el presente, los eventos del Estallido Social, los nombres que fueron mutando de Plaza Dignidad, Plaza Italia, Plaza Baquedano, su reescritura, y su lectura hoy. Un montaje moderno, postmoderno versus la otra exposición de la segunda mitad del siglo XIX, donde el campo, el paisaje chileno son protagonistas. ¿Cómo se presentan hoy esos borde en “La poda” de Celia Castro de 1888? ¿Cómo se aborda el contraste de la vida diaria y moderna en nuestros días? Y, sobre todo, ¿cómo nos relacionamos en las áreas de la intimidad? La escritora chilena Alia Trabucco, reciente ganadora del premio internacional de la British Academy, publicó su primera novela “Limpia”, donde la protagonista Estela se va de Chiloé a probar suerte a Santiago y se queda siete años trabajando en una casa de clase alta, a cargo de los quehaceres del hogar y cuidando a un niña recién nacida. Donde los recuerdos del sur la ayudan a sobrellevar el infierno que se va creando durante todo ese tiempo: “Me pregunto si el cansancio es una etapa y si algún día en el futuro, recuperaré la cara que solía tener”. Estela limpia los bordes de la casa, cada rincón, cada espacio que se convierte en un símbolo. Uno de los momentos más hermosos, y que recuerda “La poda” es cuando dice una frase, que se puede leer aparte y escondida en la novela, como si contuviera una gran verdad: “es necesario recorrer los bordes antes de internarse en el corazón”. El libro tiene muchísimas frases que aparecen fuera de la trama y que resuenan fuertemente como ideas casi filosóficas, o poéticas. Una trama subterránea dentro de la novela. “Es necesario recorrer los bordes antes de internarse en el corazón”, es hermosa la idea de recorrer la silueta de alguien, para conocerlo o conocerla, para indagar y ver si se entregar o no el corazón. Creo que su frase resuena en un universo donde las relaciones están cada vez más estáticas, planeadas, intelectualizadas, con normas, con poco riesgo, algo como el poema de Anne Sexton “Admonitions to a special person”: “Watch out for intellect, because it knows so much it knows nothing anda leaves you hanging upside down, mouthing knowledge as your heart falls out of your mouth”, algo así como “Cuídate del intelecto porque sabe tanto que no sabe nada, y te deja colgando boca abajo balbuceando mientras tu corazón se sale por la boca”. Da la impresión, y quizás puedo estar profundamente equivocada, de que el mundo en el que vivimos está todo mucho más intelectualizado, más estático, más difícil… conocer a alguien en su área más privada se hace cada vez más cuesta arriba, como si existieran muchas pruebas antes que nos permitieran ganar la carrera. (Anne Sexton) Ya lo plantea Constanza Michelson en su libro “Hacer la noche” cuando dice: “Una amiga me preguntó cuál pensaba yo que era el peor defecto. No me acuerdo que le respondí, pero ella tuvo la razón, dijo: la dureza”. Michelson menciona y asocia esta idea con la soledad. Llegar a tener rápidamente intimidad con alguien se podría ver como una odisea casi imposible, con la urgencia de las redes sociales, las aplicaciones de citas, el anterior encierro y más, nos ha vuelto personas más cerradas y donde borrar los bordes, sobrepasar las durezas, nos aleja cada vez del “amor sin reservas” que menciona la autora. (Constanza Michelson) Joan Didion publicó su primera novela “El río en la noche” en 1963, y que, al igual que Celia Castro, tiene un imaginario agreste, campos de lúpulo rodean la casa de los personajes. Al comienzo del libro, el protagonista Everett descubre que su mujer lo engaña y reflexiona sobre la intimidad. Se pregunta si el amante de su esposa la habrá visto llorar. Es decir, si algo tan íntimo y privado, se puede traspasar a otro, o cómo en algún momento se baja la guardia, y cómo se baja. Quizás lo que inquieta a Everett, es cómo Lily (su esposa) decide romper el borde y entregarle esta rara confianza a otro. Ya lo decía Carla Cordua en su libro “Apuntes al margen”: “Para cualquiera y para todos, aprender, pensar, amar, vivir y sobrevivir es alterarse (…) en algunos grupos de personas, en ciertos tiempos y circunstancias las ideas son consideradas peligrosas”. Alterar inevitablemente el orden de las cosas es vivir, es arriesgarse, es romper el borde, es entregar el corazón, una actitud que se vuelve cada vez más peligrosa. (Carla Cordua) Finalmente da la impresión que dar, entregar, es sumergirse en una área pedregosa, llena de púas, interrupciones y a veces malos entendidos. Lo que inevitablemente lleva a un desamor campante y voraz que intelectualiza las relaciones, tal como dice Sexton. El cuadro “La poda” me parece que da luces sobre en qué lugar del amor o desamor estamos, si con los pies firmes y arriba del árbol, o con el cansancio que involucra la recolección los troncos. Celia Castro, Alia Trabucco, Joan Didion, Constanza Michelson, Anne Sexton y Carla Cordua hablan sobre este desafecto propio de nuestra época: el desamor; podar sin podar, es no entregarse, no traspasar los bordes o borrarlos definidamente, es no tener la oportunidad de internarse en el corazón. Veo de nuevo el mismo cuadro de Celia Castro y me pregunto qué figura del árbol quedaría finalmente si se podara completamente.
- Vivir como entretenimiento
“Para mí, la vida es como una posada del camino, donde debo demorarme hasta que llegue la diligencia del abismo.” Fernando Pessoa, El libro del desasosiego Quizás, en el fondo, todos los humanos hacemos lo mismo una vez solucionados los problemas de supervivencia: buscar una manera de entretenernos mientras vivimos. Quizás nos damos demasiada importancia, nos tomamos el vivir demasiado en serio y no seamos más que simples seres que, al igual que una planta o un tigre, lo que hacemos es vivir un corto período de tiempo entre el nacer y el morir. Y que solucionado el problema de la supervivencia buscamos algo para no aburrirnos. Quizás fue esto lo que pensó el escéptico Montaigne cuando se puso a escribir, haciendo del ensayo una manera interesante del entretenerse. O Nietzsche, antes de caer en su delirio del superhombre, en el comienzo de su texto “Verdad y mentira en sentido extramoral”, hablando de lo insignificantes y soberbios que somos los humanos. También lo planteaba John Stuart Mill en su defensa de las libertades individuales y su crítica al paternalismo del Estado, cuando decía que dejen a cada cual entretenerse a su manera. Lo que él proponía era la defensa de la libertad de los modernos, frente a la libertad de los antiguos, que sostenían el derecho a participar en los entretenimientos colectivos, empezando por la política. Quizás es esta la libertad de los modernos. Lo decía Freud en El malestar de la cultura: que a través del sexo y el amor –o de lo que somos capaces de sublimar desde nuestras pulsiones– podemos encontrar formas de entretenimiento que nos permitan si no la felicidad, una vida aceptable. Quizás quien mejor lo ha planteado en la filosofía contemporánea sea Clément Rosset. Lo que él decía era que la vida era sencillamente algo idiota. Algo idiota para los humanos que tenemos la manía de buscar sentido a lo que no lo tiene. Ya lo advirtieron antes el existencialismo francés de Jean-Paul Sartre y Albert Camus. Sartre no lo soportó y cayó en las ilusiones del sueño comunista. Camus se mantuvo más coherente y propuso la rebeldía, algo patética, de Sísifo. Pero Rosset lo enfocó dándonos a elegir entre lo ilusorio y lo imaginario. Lo ilusorio es lo que hizo Sartre y todo tipo de religiones: el sentido a través del autoengaño. Lo imaginario, por su parte, es transformar lo idiota en algo interesante, es decir, entretenido. Nos entretenemos escribiendo, dedicándonos al trabajo, a la familia, con el sexo o el deporte. Eso sí, sin preocuparnos por la supervivencia. Y que no nos digan cómo entretenernos. Lo cual da una dimensión ética y política al entretenimiento. La dimensión ética del entretenimiento pasa por encontrar una manera singular de hacerlo. No entretenernos de manera mimética ni como nos han dicho de pequeños que deberíamos hacerlo. No aceptar el poder pastoral de los viejos y nuevos curas. Que no nos diga el Estado cómo administrar nuestra vida, con lo que pasamos al aspecto político. Pero sobre todo defender el derecho universal a tener las condiciones materiales dignas para evitar la preocupación por la supervivencia. O de cosas peores, como la guerra. Hablar de la guerra nos permite diferenciar entre buenos y malos entretenimientos. La guerra es un mal entretenimiento porque es destructivo, porque se basa en la violencia, en el daño al otro. Hemos de saber entretenernos de manera civilizada, cívica, conviviendo con los otros, evitando hacer daño. Esto lo justifico desde algún sentido común que pueda resistirse a las ideologías, desde esta “humanidad” de la que hablaba Confucio. También Hume en nuestra tradición occidental. Michel Foucault proponía “una estética de la existencia”, hacer de la vida “una obra de arte”. Quizás fuera una manera algo pedante, o un poco pomposa, de decir lo mismo que digo aquí. Por esto lo criticaba Pierre Hadot, quien se tomaba la vida demasiado en serio como para verla como un mero entretenimiento. Foucault entiende que hay una responsabilidad hacia el otro a partir de una apertura a su sufrimiento, a tener una sensibilidad que nos haga reaccionar frente a lo intolerable. Las sociedades liberales nos permiten, en principio, entretenernos a nuestra manera. Lo que no hacían las sociedades tradicionales, ni hacen las dictaduras. Marx ya apuntó que, para ser coherentes con esto, hay que solucionar los problemas materiales de todos y acabar con el trabajo alienado. Lo primero desde ya; lo segundo es más complejo. Foucault acaba siendo políticamente muy escéptico y aceptando el liberalismo como mal menor. En todo caso, huyamos de los engaños del neoliberalismo, que no garantizan los derechos materiales de todos y que nos quieren manipular con un modelo de entender la propia vida como una empresa, es decir, con un entretenimiento al servicio del mercado. Y huyamos también de los fundamentalismos, que se toman la vida demasiado en serio y no dejan vivir en paz. Quizás sea, pues, ésta la cuestión: entretenerse dignamente con los otros. Que no es poco. Luis Roca Jusmet
- Cibernética y fantasmas
Ese día abrí el Facebook y lo primero en aparecer fue una fotografía de una contacto a la que vi no más de un par de veces en carne y hueso, y cuyo cariño siempre se nutrió en redes. Algunos sostienen que por la red no se trafican afectos. No puedo estar más en desacuerdo. No muy distante al suspiro que generaba una carta de amor enviada de un continente a otro, o la paloma mensajera que acarreaba lágrimas de familias en tiempos de guerra. Los humanos son mamíferos cuyas caricias manifiestan de modos fantasmagóricos, sin tacto, inalámbricos. En fin, aquel día abrí mi Facebook y la primera fotografía en aparecer fue la de mi amiga, una mujer política, madre y deslobbizada (una lobotomía inversa que varixs requieren con urgencia); pero no escribía ella sino su hija mayor. Había un afectado tono elegíaco. Mi amiga de red había partido. Se suicidó. Inmediatamente el posteo se transformó en una animita. Cada comentario, una vela. Hay códigos. Nadie pregunta tecnicismos, tan solo infiere. Un "decidió partir" es suficiente. Lo demás es morbo desalmado o historial médico. Mi primera polola murió joven y su Facebook aún lo mantiene su mamá como perfil de peregrinación. Con una amiga en común solemos recordarla cada aniversario con cariño (murió a los 20 años, poco falta para que doblemos esa edad) y participamos de los posteos que operan como los cuadernos de condolencias de los velorios a la antigua. La relación entre muerte y tecnología es a veces siniestra. La posibilidad de que el muerto siga posteando, por ejemplo. O una selfie desde el más allá. Hace algunos años en Facebook (disculpen el facebookcentrismo, pero no uso Instagram por serias diferencias de formato, siento que desprecia la letra y se juega todo en la cobertura de la foto, ente engañoso y por momentos demoníaco) entró en operación la opción de transformar tu perfil en un mausoleo o memorial después de tu muerte. Se bromea con la idea de que Facebook se ha convertido en un geriátrico. Hubo una migración masiva a otras plataformas hace un par de años, desconozco razones, pero intuyo que el espíritu liberal mantiene mejor diplomacia con seguidores que con amigos. En Instagram te siguen, uno es el lobo líder de la manada. En Facebook uno se aferra a la tradición y hace amigos. La comunión, la amistad, el matrimonio, las multitudes sincronizadas, al parecer, pasaron de moda. Los otrora analfabetos digitales (una porción nada despreciable de la población, aquella misma amenazada de muerte por la COVID, los ancianos) han invadido Facebook, y las cadenas de oración o postales con un piolín y mensajes alentadores retornaron de la antigua estética de la cadena de mails. Este cambio demográfico de la plataforma acercó a la muerte, y cada día se leen más fallecimientos o se acompañan agonías online. ¿De qué modo el espíritu del usuario moja los algoritmos circulantes? ¿Qué restos de vida impregna en los códigos de la tramoya de la internet? Se ha fantaseado con la idea de poder reconstruir una personalidad, incluso al humano mismo, mediante androides y replicantes, basándose en la información proporcionada por sus redes. Especulaciones que décadas antes de series como Black Mirror escritores de ciencia ficción como Philip K. Dick ya manejaban con maestría en sus relatos. Uno insemina la red con su intimidad. Esto es inevitable. Filósofos de moda como Byung Chul Han hablan de esto como si se les hubiese aparecido el cuco. Detestan la tecnología. Pero aislarse del mundo y cultivar un jardín como solución me parece tanto o más liberal que estar pendiente de tu número de seguidores: en ambos casos hay una santificación del individuo, la tecla de la época: creerse especial o genix. Por ello la pandemia de la literatura del yo o selfie ha propiciado tantas monstruosidades en las letras. Resulta ominoso rebobinar el timeline de un suicida y rastrear en sus últimos posteos las huellas de su sacrificio. Confieso haberlo hecho. Mi amiga de redes últimamente compartía publicaciones ajenas (abstracciones, nada muy sentimental) y no tomaba la palabra. Se fue quedando poco a poco en silencio. Recuerdo a una ex novia que escuchaba los audios de su padre, muerto por una cirrosis agresiva, cuando lo extrañaba. Así como Barthes inventó una teoría (el punctum y el studium) para conservar la luz de su madre, la luz que reflejó su madre ante la cámara, la luz que acarició la piel de su madre muerta y que las fotografías análogas de su tiempo mantenían cautiva —y que fueron su gesto desesperado por no perderla del todo— mi ex se aferraba a esos audios. Una simulación que carece de sangre, un consuelo, o como esa gente sin poema interno, que parece atravesar la vida sin estilo, dejándose llevar por ella. Siempre es doloroso constatar que sólo hay cáscara sin pulpa. Sebastián Diez
- 8
Spinoza: más develamos a Dios cuanto más entendemos los asuntos individuales. Proverbio anglosajón: el diablo está en los detalles. Blake: la eternidad se enamora de las criaturas del tiempo. Baudelaire: en el instante se muestra el infinito. Sigo buscando hilo y aguja para enhebrarlos.
- 7
Mi miedo a los umbrales que separan esta realidad de las tantas otras, va de la mano con mi curiosidad por atravesarlos. Desafortunada contradicción: me atrae el misterio, pero flaquea mi confianza para resistir el desorden de energía o el vértigo en la pasada. Un terco catastrofismo me impide augurar que el coraje de cruzar el umbral será retribuido, del otro lado, con inesperada hospitalidad.
- ¿Qué nos lega Bruno Latour?
En enero de este año junto al doctorante de Sociología Nikolaj Schultz, Latour publicó Mémo sur la nouvelle classe écologique. Sin duda es su obra testamentaria, pese a que su forma y escritura son los de un llamado a la acción política. El diseño editorial rememora los documentos que circulaban en los buenos tiempos de la I, II y III Internacional. Como Tolstoi nos legó El camino de la vida para ayudarnos en ese difícil siglo XX, Bruno Latour ha escrito una obra de agit-prop para los terráneos que no hemos sido presa de las pasiones tristes y que luchamos por una vida más alta, esto es, más ecológica, menos productivista, menos economizada, menos consumida y menos consumada, sino más bien por consumar. Latour fue un explorador exactísimo de los tiempos actuales, alguien que leía entre líneas el presente. Supo hacerlo con aguda precisión en Nunca fuimos modernos, identificando las líneas gruesas de lo que se abría tras el colapso del socialismo tanto en epistemología como en política. Los textos en que despliega con agudeza la lectura del siglo XXI; Investigación sobre los modos de existencia o Facing Gaia, nos han provisto de un horizonte conceptual para comprender qué puede ser acción en estas décadas. El llamado de este último libro - Mémo sur la nouvelle classe écologique- por hacer emerger una clase ecológica no tiene nada de las propiedades emergentes que gustan tanto a los teóricos de la complejidad. Es un llamado gramsciano y thompsoniano, a constituir, a conectar multiplicidades, a redescribir problemas, a crear y organizar. Un llamado a dejar de pensar al modo moderno nuestras cuestiones principales. Por ejemplo, volver la espalda a la naturaleza como algo exterior a la sociedad, que ingresa al mundo colectivo como fuente de recursos. Latour propone varias inversiones del orden conceptual occidental, que significan dejar de sentarnos alrededor del fogón de la producción/desarrollo/economía como foco/centro y mirar lo biológico, lo viviente, el engendramiento, aquello que hasta ahora consideramos externo, contexto o alrededor, como la materia misma de nuestro vivir. Centrarnos en aquello que llama las condiciones de habitabilidad. Recuperando la tradición de los movimientos sociales de los últimos siglos, la constitución de una clase ecológica es una convocatoria a constituir una alianza entre todos quienes se oponen o se han opuesto a la economización de las vidas. Un movimiento que irrumpa en las universidades y las religiones, las ciencias y las artes, proponiendo una forma de comprensión verdaderamente materialista del mundo, en que la fotosíntesis, el bioma y las ecologías de ecologías, sean el punto de definición de lo político y de las clases, de una rearticulación distinta de los órdenes. Apurados de tiempo, apuradísimos a partir de la guerra en Europa, ahorquillados por una política no sólo vaciada de sentido, sino abrumada de brutalidad, las 95 páginas de este llamado atraviesan conceptualmente la densidad de su obra de varias décadas, expuestas como si del panfleto Junius se tratase. Su labor intelectual se actualiza con la insistencia en la necesidad de un trabajo de esclarecimiento, dado que el orden actual (orden cada día más caótico) se sostiene justamente en distinciones conceptuales transmitidas por todas las vías: educación, publicidad, juegos, artes. Sin ir más lejos, la defensa de la naturaleza nos acaba de jugar una oscura pasada en el reciente debate constitucional chileno. La defensa de la naturaleza divide, dice Latour, pues expulsa los problemas al exterior, los vuelve una abstracción ante la cual afloran las divergencias. ¡Cuántas penas nos habríamos ahorrado si hubiésemos sido capaces de realizar ese esclarecimiento de forma adecuada! Nuestra situación actual es comparable a la de los tripulantes del Apolo XIII cuando comunicaron a Houston que tenían un problema. La verdad es que ni siquiera sabían de qué se trataba ese problema. El Mémo puede ser como el manual de instrucciones para naves en apuros. Muy sencillo, muy básico. Pero supone pilotos entrenados o diestros al menos. Las condiciones de habitabilidad de la nave están en riesgo y es necesario centrarse en el aire y el agua, que se han vuelto el objetivo de la misión. La luna pasa a ser un simple medio para cumplir el propósito de habitabilidad. Aunque me gusta más pensarnos como Yaganes en Isla Dawson, en manos de unos salesianos que nos impiden navegar, mientras las pestes nos diezman; en el encierro obligado para civilizarnos, el Mémo puede ser un canto ancestral que nos vuelve a dar confianza en nuestras capacidades navegantes. Yuri Carvajal Bañados, médico cirujano, editor.
- Ecología, política, clase. La última caricia de Latour.
Tal vez uno de los legados más decisivos -y más incomprendidos- del pensamiento de Latour es su resistencia a reducir la política a una instancia centrada en el logos y gobernada por voluntades humanas en tensión. Ya en el año 2000, en un diálogo crítico con la noción foucaulteana de biopoder, Latour advertía que la filosofía política se había simplificado la vida al poner de protagonista exclusivo de todas las luchas políticas y de poder, al ser humano en cuanto hablante y por cierto en cuanto animal racional. En ese sentido, el gran aporte de la biopolítica, había sido el de recordar a los teóricos que los humanos siempre habían estado acompañados por algo más que palabras, voluntades y razones. Tomando una opción vecina a la de Michel Serres, Latour baja el perfil a la relevancia fundante del contrato social, no para simplemente menospreciar su importancia ni para obstaculizar los cambios, sino para subrayar los componentes naturales, animales, geológicos, químicos, biológicos y atmosféricos que, entre otros, son también parte de la política como actores de pleno derecho. Sin estas incorporaciones parece ser que las transformaciones sucumben ante las mismas mecánicas que impone la fricción entre política y “desarrollo”. Así también la cuestión de lo social acusa un carácter especial en Latour. Lejos de ser un telón de fondo o una constante que ondula tras las vicisitudes y la coyuntura de los acontecimientos, lo social es ante todo un efecto que se construye y compone en una polifonía de funciones. Esta resultante es fruto de un ensamblaje que debe ser descrito y explicado en cada caso, más que una instancia a la cual apelar para frenar y finiquitar el análisis. Lo social no explica nada, es más bien lo que debe ser ex-plicado en sus componentes y conexiones. Por cierto, en el carácter artefactual de estos ensamblajes, lo no humano tiene un lugar tan gravitante como muchas veces no advertido: ¿qué sería la opinión pública sin la serie de artefactos técnicos y complicidades léxicas que dan vida a los medios de comunicación? ¿qué sería de las identidades nacionales de no ser por todos aquellos dispositivos que la implementan, dando una lectura de conjunto a la heterogeneidad de nuestras prácticas? Es en este conjunto de interrogantes que Latour forjó la noción de “actante”, como aquel elemento que, sin definirse por su condición de humanidad, es también capaz de agencia, o si se prefiere, de acción y convergencia dentro de un tejido social que opera como un paisaje en despliegue. Buena parte de nuestros universales: la sociedad, el estado, el mercado, derivan de estas conexiones y su efecto de univocidad persistente. Estas cuestiones se disponen a título de una apuesta ontológica que el autor muestra en La esperanza de pandora: la denuncia de la ficción que organiza a un sujeto y un objeto como dos momentos autónomos que pre-existen a su puesta en relación. Latour arremete contra esta esquemática en favor de mediaciones efectivas en que los sujetos no existen -y no pueden siquiera pensarse a sí mismos- si no es por el contrato de sentido que establecen con la serie de objetos que los anteceden y circundan. Lejos del lamento que acusa a la técnica como un territorio de alienación en que a los sujetos no les queda más que subordinarse, Latour muestra la interferencia bastarda en la que ambos -sujeto y objeto-, anidan desde todo posible inicio. De este modo, tanto la enajenación en la técnica como la pretendida soberanía del individuo comparten un supuesto de pureza hacia el cual Latour dirige su ofensiva y que resquebraja en nombre de un realismo no moderno. No se re-organiza entonces la política si no se dispone una nueva significación de la materialidad. Así visto, no sorprende que, en sus últimos escritos junto a Nikolaj Schultz, Latour levante la pregunta por la posibilidad de organizar la política en torno de la ecología, vista esta, no como uno de los tantos pendientes que dejan las promesas incumplidas de las democracias liberales, sino como aquel conflicto que reclama una serie de redefiniciones y una redistribución de prioridades de la misma política. Ante todo, la ecología, como vocablo, está lejos de una pacificación consensuada: “hablar de naturaleza, no significa firmar un tratado de paz sino reconocer la existencia de una multitud de conflictos” heterogéneos, distintos, en todos los rincones y a toda escala. La naturaleza divide y en ningún caso es una bandera de armonía, nos dirá el autor. Para trazar un mapa de este conflicto, Latour invita a una revisión interesada de la noción de clase. Reconociendo el valor y la fuerza que esta etiqueta tuvo para las luchas de los últimos dos siglos, hoy este concepto se abre a una dislocación en la que la producción ha entrado en una nueva relación con la materialidad, según la cual ni siquiera es funcional a la mera reproducción, sino que se ha implementado como un “sistema de destrucción”. En tanto que la causa medioambiental se resiste a la economización de todos los ámbitos de la vida, ella se suma, por cierto, a las luchas que tradicionalmente abanderan a la izquierda. Pero al mismo tiempo, cuando la materialidad ya no se manifiesta simplemente como un recurso sino como el sostén mismo de una habitabilidad que condiciona nuestra existencia, la conciencia de clase -que se ganaba principalmente en virtud de las condiciones materiales- debe dar un rodeo y evaluar cuáles son hoy las mutaciones que permiten una “conciencia de clase ecológica” tan material como apremiante. Entre muchos otros aportes, Latour nos dejó algunas notas para insistir en estas cuestiones. Sobre todo a quienes hoy nos parecen jóvenes y por tanto inexpertos. Al parecer la envergadura de estos desafíos es además inversamente proporcional al tiempo que se tiene para enfrentarlos. Que un pensamiento haya tenido la sutileza de dejar algo para ese cuidado futuro, que haya brindado esa caricia a un mundo del que se despide, es algo a lo que vale la pena dar una atenta y cariñosa consideración. Tuillang Yuing-Alfaro Profesor de Filosofía, Universidad Academia de Humanismo Cristiano
- Expiación
En mis investigaciones directas e indirectas, (he preguntado muchísimo) me di cuenta de algo muy perturbador. No poca gente (y me cuido de exagerar y no poner derechamente mucha) me contó entre molesta y sorprendida, como hombres que ellos daban fe de que trataban "muy mal" (por decir un eufemismo) a sus parejas en la intimidad podían, sin ningún tipo de culpa (más bien con un entusiasmo de guerrillero), lanzar proclamas públicas, muy vehementes, a favor de la causa femenina de turno, y de paso ser muy crítico con sus pares masculinos poco sensibles al tema. Principalmente, y esto era lo sospechoso, se preocupaban más de denunciar con rigor la falta de sensibilidad, la violencia y el deterioro moral masculino, que visibilizar el discurso que les convocaba. Una imagen muy parecida al del cachorro que antes de siquiera encontrar la tetilla para amamantarse, empuja a los demás integrantes de su camada exigiendo un espacio privilegiado. Debe ocurrir en ellos una especie de expiación psíquica muy profunda de catalogar, como para no meditar sobre lo excéntrico de su comportamiento. Uno con la edad puede llegar a la más terrible conclusión filosófica, aunque la evite (¿o cabe en el campo de la etología?) Toda lucha social, toda empatía por el débil, todo altruismo, se basa en primera instancia en una necesidad de satisfacer un profundo y desconocido placer individual del que goza. Luego de satisfecho el placer originario, muy inconsciente, se puede profundizar y seguir en inercia hacia un discurso coherente, muchas veces mecánico. Todos esos hombres enarbolando banderas por una causa que ellos mismos en su más oscuro secreto infringían, en primera instancia querían, como un adicto a la heroína, sentir ese inmemorial y desconocido placer que les invitaba simplemente a gozar de una forma novedosa y muy afín a los tiempos. Se expiaban. No es casual que las ideas más altruistas de la historia se hayan transformado a los pocos años en simples cultos yoicos, desde el cristianismo, pasando por el Stalinisno hasta las deificaciones de comunismos orientales. En la escala de la selección sexual, estos hombres quizás instauran un nuevo modelo de seducción, inédito hasta ahora en la naturaleza y aún desconocido en las construcciones culturales de género. Una especie de Maquiavelismo sexual. Una reorganización y evolución de las jerarquías en las estrategias de (post) seducción. La culpa expiada como un falo aún mas poderoso.
- Trabajar
Lema de los "vivos" del hampa: "los weones trabajan". Por esto los vecinos de las poblaciones que trabajan, son tiránicos con los delincuentes: "Puta que les tengo bronca a estos chuchadesumadre", lo he escuchado cientos de veces. Matarlos a todos dicen. Los progresistas más cuicos, iluminados por la siempre comprensiva racionalidad, intentan explicar la delincuencia sociológicamente mientras degustan una cerveza artesanal, llegando a cuotas de ternura sorprendentes. Esto es fácil de explicar. Nunca han padecido en su cara, la burla que el delincuente le hace constantemente al obrero de la pobla: "los weones trabajan". Este fenómeno lo ha captado con maestría el cine mafioso. En la película Heat de Michael Mann , a la banda que va a asaltar un banco le falta un chofer, van a buscar a un negro que recién había salido de la cárcel, este para rehabilitarse ante la sociedad trabajaba como cocinero en una comida rápida, su jefe lo gritoneaba como a un niño. Recibe la oferta de estos caballeros elegantes (los vivos que no trabajan), ve la horrible cocina donde tiene que estar más de 10 horas. El jefe lo grita, será la última vez. Le saca la cresta. Acepta la oferta. En Scarface la escena es similar, Al Pacino, cubano exiliado, antes de convertirse en el zar de la cocaína de Miami, trabaja con un amigo en un carrito de Hot Dog. Nuevamente la humillación de un jefe ignorante. Viene la oferta de traficar. Nuevamente a la cresta el jefe. En los Buenos muchachos, Scorsese idealiza a estos vivos que no trabajan, los muestra como aristócratas, los burgueses les tienen miedo, no hacen filas en los restaurantes. Son importantes siempre y cuando no trabajen. Si trabajan se convierten automáticamente en weones. Y de aquí viene la rabia de los autodenominados "trabajadores honrados" de la población. Han escuchado toda su vida por parte de los delincuentes que son weones. Quizás sea verdad.
- Taller de Poesía y Creación - impartido por Germán Carrasco
FECHAS: Enero - Febrero 2023 MODALIDAD ONLINE - VÍA ZOOM: Jueves a las 19 horas (Chile) MODALIDAD PRESENCIAL: Martes a las 19 horas Metro Santa Isabel MÁS INFORMACIÓN E INSCRIPCIONES: gercarrasvielma@gmail.com En este taller se realizarán ejercicios, poemas clave y revisión de manuscritos. No hay requisitos pero es deseable el envío previo de una muestra de creación. De 5 a 15 páginas.
- Ambulancias
Raúl balbuceaba. Nunca se le había dado muy bien la expresión oral, pero esa vez, ese martes a la noche, superó todos los límites, todos sus límites. Raúl, junto a seis sesentones más, se juntaban para jugar al póker con mi viejo todos los martes desde hacía más de treinta años. Siempre existieron muchas historias alrededor de este grupo y de su juego sacrosanto de las cuales se vanagloriaban. Según cuenta la leyenda, o sea ellos siete, cuando a Pepe Rebagliatti lo internaron un lunes por un infarto de miocardio, los otros seis al día siguiente, se las ingeniaron para pasar disfrazados de médicos burlando la seguridad del Hospital Británico y así jugar una partida, literalmente clandestina, en la sala de terapia intermedia. Mi celular se iluminó con un número desconocido en la pantalla: Santiago, soy Raúl, tu papá no puede respirar, vení urgente. Estamos en lo de Luis Farid, la dirección es… Colgué. Sabía la dirección, soy amigo de Maximiliano, su hijo. En esa casa de principios del Siglo XX pasé tardes eternas y hermosas; enajenados, mirábamos a Los Cebollitas en el televisor de tubo mientras mojábamos ansiosamente las vainillas en tazones repletos de café con leche; después, jugábamos al fútbol con una media mientras Claudia, la madre de Maxi, se dejaba meter los goles en un arco formado por dos bibliotecas enormes; esas tardes pletóricas de felicidad y despreocupación en Díaz Colodrero 2541, siempre van a estar ahí: entre la memoria y la imaginación. Esa noche se la había dedicado exclusivamente a Onetti; estaba terminando Los adioses, uno de mis libros preferidos. No puedo explicar por qué seguí leyendo hasta terminar la novela después del llamado sorpresivo y desesperado de Raúl. Tampoco podría explicar por qué empecé a musitar Construcción de Chico Buarque mientras sacaba la ropa del armario con una lentitud preocupante. Ni bien la puerta del edificio se cerró violentamente y una ráfaga de viento frío me impactó de lleno en la cara, me invadió la opresiva sensación de no llegar, de no poder llegar. Fue un sueño recurrente en mi adolescencia, aunque hacía tiempo que no revoloteaba por mis sábanas. Las pesadillas eran siempre idénticas, solo rotaba la persona exánime; por ahí desfilaron mis viejos, mis abuelas, mis abuelos que nunca conocí, mis tías y mis amigos más cercanos. Me llamaban y yo, por situaciones tan cotidianas como idiotas, no podía llegar: se terminaba la batería de mi celular y no recordaba la dirección; el taxista que me llevaba se agarraba a trompadas con un peatón por cruzar mal la calle, y así. Mi demorado arribo solo me hacía sentir más culpable; todos, sin excepción, ya habían muerto. Hacía un frío de esos dolorosos, de esos que molestan, de esos que matan a los invisibles, de esos que conmueven y hacen que un grupo de personas lave sus pecados y sus penas prosaicas donando camperas olvidadas en sus armarios desbordantes y colosales. Esos inviernos también provocan querer entrar a cualquier café para, entre otras cosas, preguntarnos qué sería de esta ciudad y del mundo sin ellos; pienso que un lugar aún peor. Me abrigué, como siempre, de una manera paupérrima: un sweater, una campera de media estación, un jean viejo y gastado con algunas roturas y unas zapatillas de lona que casi no le presentaban batalla a aquella helada invernal. Vivía en el barrio de Chacarita, sobre Avenida Dorrego. De noche pasaban pocos taxis, pero en ningún momento reparé en eso. Tuve suerte; no pasaron más de cinco minutos cuando frenó un Fiat Tempra: el auto de mi viejo que más quise; siempre, antes de subir, le daba un beso a la ventanilla y un abrazo al capó. Hace varios años, cuando mi papá contó en una cena de fin de año que lo había vendido, fui corriendo a mi habitación al grito de: ¡Nunca más vamos a encontrar otro auto como Chichilo! Las risas estruendosas de los invitados todavía hoy las recuerdo como pequeñas dagas; también me acuerdo de la patente de Chichilo: RYJ 863. Llegué bastante rápido a la casa de Luis Farid, Lito para sus amigos timberos; solo ellos le decían así, creo que por una historia con Lito Cruz en Valeria del Mar que nunca me interesó demasiado escuchar de la boca de mi viejo, el recuerdo menos sustancioso y entretenido podía durar horas. La nimiedad de mis pensamientos durante el trayecto del taxi me desesperaba y, al mismo tiempo, me tranquilizaba. La ciudad se presentó ante mis ojos anestesiados de una forma apoteósica. Sentí que nunca había estado en otro lugar más hermoso que en esa Buenos Aires congelada de agosto. Le dejé al taxista todo lo que tenía en mi enjuta billetera de fin de mes; un poco por su celeridad al volante, otro poco por nervios, pero principalmente por no ser el conductor tan ominoso de mis pesadillas. Bajé, y todo cambió. Tal vez para siempre. La vista se me empezó a nublar, mis ojos necesitaban descargar de alguna manera todas las lágrimas que se habían acumulado y no caían. No cayó ni una. Ni una sola. En la calle estaban esperándome Luis y Horacio López, que con un gesto bastante torpe intentó abrazarme. Horacio fue ludópata durante toda su vida; solo sabía que tenía una remisería en Villa Crespo y que había entrado a la mesa de los martes por ser amigo de la infancia de Mario Stalleri. La historia la escuché de su boca en la confitería del Hospital Durand; ambos habíamos ido a donar sangre para mi abuela Lita que, un poco en serio y otro poco en chiste, me pedía que la desconectara cada vez que la iba a visitar. Tenía dos horas libres antes de ir al dentista y me pareció interesante hablar con él durante ese rato; tal vez porque Horacio parece ser de esas personas que vinieron al mundo para hacer, única y simplemente, un poco de tiempo. Sin querer romantizar sus existencias, dolorosas en su mayoría, siempre me parecieron las personas más interesantes a priori; como si fuesen novelas caminando entre nosotros que, por alguna razón, nadie quiere o se anima a leer. Horacio construyó, muy a su pesar, una vida literaria justamente. Tristemente literaria. Vi ojos tristes, muchos más de los que me hubiese gustado ver, pero como los de Horacio nunca. La tristeza de los ojos es la única tristeza que no se puede disimular o camuflar, incluso en fiestas o eventos aparentemente alegres. Lo ves. Los ves. Y cuando se dan cuenta de eso, sencillamente van a buscar otros ojos que no los puedan identificar; sienten vergüenza y quieren estar solos, inundados y solos. Su madre murió en el parto y su padre cinco años después, según Horacio, de tristeza. Su tío materno lo descuidó hasta los diecisiete: Se fue a vivir a Chubut tengo entendido, pero nunca supe más nada. La verdad, mejor; era un hijo de puta, me dijo mientras se intentaba limpiar con saliva una mancha de su camisa color ocre. Durmió en pensiones de Constitución, en plazas y en pisos de Libertador –cuando estaba de racha– con la misma facilidad. Nunca tuve problemas para dormir. Apoyaba la cabeza en la almohada y dormía. Ah! –me asustó– ,escuchá ésta: en la ruleta de Mar del Plata gané setecientas lucas, hasta Sofovich, Gerardo, no Hugo, que estaba ahí dando vueltas, me felicitó; al día siguiente volví y le jugué todo al mismo número: el quince negro. Perdí y tuve que volver a Capital haciendo dedo; nunca más volví a pisar esa casino de mierda, me contó risueñamente y con un dejo de autocompasión. Tuvo un hijo. Solamente pude elegir el nombre: Fernando, por Pessoa; nunca me dejaron verlo. Creo que vive en Olavarría o en Tandil, no sé bien. Deben pensar que no tengo nada bueno para ofrecerle, y es cierto. Me dijo, y automáticamente pensé en todos los padres que ofrecen sin tener nada bueno que ofrecer; ofrecen por compromiso, ofrecen con desgano, ofrecen con resentimiento. Ofrecen con una única ilusión: que pronto puedan dejar de hacerlo. Cuando pedimos la cuenta me apoyó suavemente la mano en el hombro, como se apoya un gorrión en una rama, y con los ojos algo vidriosos me confesó: Los muchachos de los martes son todo; sin ellos, hoy estaría al lado de mi vieja. Me sorprendió que no haya mencionado también a su papá, no sé por qué. Entré corriendo aparatosamente sin mirar a nadie. Está en el sillón; la ambulancia debe estar por llegar, me informó Horacio con una voz tan triste como sus ojos. Le costaba respirar y temblaba; me saqué la campera y lo tapé un poco, aún sabiendo que no temblaba por el frío. Y me miraba, como podía, pero me miraba. Tiernamente. Con amor y con miedo, esa combinación tan perfecta hacía de esa mirada algo único. Me agarró el dedo índice y apretó con fuerza; con esa mano débil y suave, cómo la de un recién nacido, pero con las ineludibles manchas de la vejez. El siguiente recuerdo que tengo es en la ambulancia. Según me dijo Luis después, ayudé a los enfermeros y los abracé muy fuerte cuando llegaron; sinceramente, no me acuerdo. El destino era el Sanatorio Otamendi en Recoleta. Nunca más amé a nadie como a mi viejo en esa ambulancia. Mi viejo, nuestro viejo, el viejo de casi todos los hijos, ese viejo que arranca como Superman pero termina adicto a la criptonita; ese viejo que repite, en mayor o menor medida, las mismas virtudes y miserias casi como fotocopias: dulces, opresores, tolerantes, egoístas, bondadosos, machistas, comprensivos, violentos, tiernos. Nuestros. Son unos pelotudos. Veinte veces pedí que cambiaran la sirena– le dijo con voz aflautada el enfermero/conductor a su copiloto de no más de veinticinco años y gesto adusto. Pensar en una ambulancia sin sirena me angustió todavía más. Ese cuerpo frágil pidiendo que se terminara el mundo con un grito ahogado me dolía y me enternecía a cada segundo; todos esos segundos que en esa Renault Traffic acondicionada a medias estuvieron cargados de despedida y de un amor completo; un amor que no necesitó más demostraciones, palabras, gestos, miradas, caricias ni ninguna de todas esas cosas que vamos mendigando por la vida silenciosamente y que, en su mayoría, nos llegan muy a cuentagotas. Esa ambulancia, durante el trayecto Villa Urquiza-Recoleta, se transformó en un genuino reducto de amor. Pienso en todas las cosas que lo son y lo van a seguir siendo, aunque también pienso en las que no lo fueron ni serán, en las que no llegaron como yo no llegaba nunca en mis sueños de adolescente. Pienso en cómo deben sentirse esas ambulancias; fracasadas y tristes por no haber podido cumplir con su misión, única y final. Gonzalo Fudim
- El fracaso
La tentación del fracaso es el nombre de los magníficos diarios de Julio Ramón Ribeyro. La senda del perdedor una novela de Bukowski. El derrumbe otra de Scott Fitzgerald ("hablo con la autoridad del fracaso") El "Fracasa mejor" de Beckett. Curiosamente en los años noventas, el fracaso se encarnó en un popular estilo de rock. El grunge. Se instauró una moda. Incluso hubo un momento, en medio de esos poderosos riffs de Nirvana, en que a los jóvenes ya no molestaba (al contrario surgía un morboso orgullo) autoproclamarse un fracasado. ¿Qué es el fracaso? No es simplemente un estado de mal ánimo de escritores mimados. Su etimología no se remonta más alla de quinientos años atrás, probablemente francés o italiano. Es estrellarse contra algo. Los historiadores han identificado el momento en el que la palabra fracasar deja de ser un término naval (naufragio o choque de barcos) a convertirse en un sustantivo cotidiano de cambio: la derrota de la Armada Invencible en 1588. Juan José Saer identifica el origen de la moral occidental del fracaso en El Quijote de la mancha, el antihéroe épico . El destacado historiador de las mentalidades Philippe Ariès dice calcado lo que Michel Houellebecq había escrito en su libro "Ampliación del campo de batalla" (probablemente Houellebecq haya leído con pasión "La muerte en Occidente"): "Observo que en nuestros días todo el mundo tiene forzosamente la impresión, en un momento u otro de su vida, de ser un fracasado.." Ariès precisa esta sentencia aún más al contextualizarla, y aquí lo impresionante, nuestro gran historiador destaca con elocuencia que esta sensación de fracaso no se conocía en la primera edad media. Esto es revelador. ¿De qué se fracasa? ¿Cómo ? ¿Por qué hoy esta sensación se volvió global? No es simplemente una reacción a la pobreza. Fracasan emocionalmente también los ricos, los medianos, los cultos, los famosos o las personas físicamente bellas, nadie está libre de tan moderno mal. ¿Por qué la primera edad media desconocía tal sentimiento? Una explicación preliminar: en esos tiempos los hombres no tenían el timón de la vida en sus manos. El que se sume en una Providencia no fracasa. Es por esto que aún hay resabios de esta disposición en algunos modernos: Los religiosos "no fracasan". El "fracaso" es hijo de la modernidad y el individuo. Alivia pensar que hombres no conocieron este sentimiento, esto nos hace entender a la Historia como una terapia. Los griegos clásicos no conocieron la compasión a la manera cristiana. Podrían ser racionales, justos, pero ese lenguaje meloso e inofensivo de la compasión paulina les era desconocida. Por eso hasta Aristóteles suena duro en algunos ejemplos sociales. Así mismo los primeros medievales se asombrarían de toda esta moderna literatura y música devota del fracaso. Y no sólo esto, se asombrarían también de que todos los hombres alguna vez en su vida se hayan sentido fracasados. ¿Cómo puede un moderno transformar su nefasto estado de ánimo? Leyendo Historia, estudiando las arbitrariedades de los sentimientos sociales, refugiándose en los cambios, descomprimiendo los temores. Riéndose de las esperanzas de artificio. Desmontando los (auto)castigos. ¿Qué es en definitiva esta sensación moderna del fracaso? Es la respuesta contingente e inmediata a la gigantesca presión que ejerce la existencia, de un determinado grupo humano y un periodo histórico, frente al vacío de poder para ejercer su propia vida.















