Ecología, política, clase. La última caricia de Latour.
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Ecología, política, clase. La última caricia de Latour.



Tal vez uno de los legados más decisivos -y más incomprendidos- del pensamiento de Latour es su resistencia a reducir la política a una instancia centrada en el logos y gobernada por voluntades humanas en tensión. Ya en el año 2000, en un diálogo crítico con la noción foucaulteana de biopoder, Latour advertía que la filosofía política se había simplificado la vida al poner de protagonista exclusivo de todas las luchas políticas y de poder, al ser humano en cuanto hablante y por cierto en cuanto animal racional. En ese sentido, el gran aporte de la biopolítica, había sido el de recordar a los teóricos que los humanos siempre habían estado acompañados por algo más que palabras, voluntades y razones.


Tomando una opción vecina a la de Michel Serres, Latour baja el perfil a la relevancia fundante del contrato social, no para simplemente menospreciar su importancia ni para obstaculizar los cambios, sino para subrayar los componentes naturales, animales, geológicos, químicos, biológicos y atmosféricos que, entre otros, son también parte de la política como actores de pleno derecho. Sin estas incorporaciones parece ser que las transformaciones sucumben ante las mismas mecánicas que impone la fricción entre política y “desarrollo”.


Así también la cuestión de lo social acusa un carácter especial en Latour. Lejos de ser un telón de fondo o una constante que ondula tras las vicisitudes y la coyuntura de los acontecimientos, lo social es ante todo un efecto que se construye y compone en una polifonía de funciones. Esta resultante es fruto de un ensamblaje que debe ser descrito y explicado en cada caso, más que una instancia a la cual apelar para frenar y finiquitar el análisis. Lo social no explica nada, es más bien lo que debe ser ex-plicado en sus componentes y conexiones. Por cierto, en el carácter artefactual de estos ensamblajes, lo no humano tiene un lugar tan gravitante como muchas veces no advertido: ¿qué sería la opinión pública sin la serie de artefactos técnicos y complicidades léxicas que dan vida a los medios de comunicación? ¿qué sería de las identidades nacionales de no ser por todos aquellos dispositivos que la implementan, dando una lectura de conjunto a la heterogeneidad de nuestras prácticas? Es en este conjunto de interrogantes que Latour forjó la noción de “actante”, como aquel elemento que, sin definirse por su condición de humanidad, es también capaz de agencia, o si se prefiere, de acción y convergencia dentro de un tejido social que opera como un paisaje en despliegue. Buena parte de nuestros universales: la sociedad, el estado, el mercado, derivan de estas conexiones y su efecto de univocidad persistente.


Estas cuestiones se disponen a título de una apuesta ontológica que el autor muestra en La esperanza de pandora: la denuncia de la ficción que organiza a un sujeto y un objeto como dos momentos autónomos que pre-existen a su puesta en relación. Latour arremete contra esta esquemática en favor de mediaciones efectivas en que los sujetos no existen -y no pueden siquiera pensarse a sí mismos- si no es por el contrato de sentido que establecen con la serie de objetos que los anteceden y circundan. Lejos del lamento que acusa a la técnica como un territorio de alienación en que a los sujetos no les queda más que subordinarse, Latour muestra la interferencia bastarda en la que ambos -sujeto y objeto-, anidan desde todo posible inicio. De este modo, tanto la enajenación en la técnica como la pretendida soberanía del individuo comparten un supuesto de pureza hacia el cual Latour dirige su ofensiva y que resquebraja en nombre de un realismo no moderno.


No se re-organiza entonces la política si no se dispone una nueva significación de la materialidad. Así visto, no sorprende que, en sus últimos escritos junto a Nikolaj Schultz, Latour levante la pregunta por la posibilidad de organizar la política en torno de la ecología, vista esta, no como uno de los tantos pendientes que dejan las promesas incumplidas de las democracias liberales, sino como aquel conflicto que reclama una serie de redefiniciones y una redistribución de prioridades de la misma política. Ante todo, la ecología, como vocablo, está lejos de una pacificación consensuada: “hablar de naturaleza, no significa firmar un tratado de paz sino reconocer la existencia de una multitud de conflictos” heterogéneos, distintos, en todos los rincones y a toda escala. La naturaleza divide y en ningún caso es una bandera de armonía, nos dirá el autor.


Para trazar un mapa de este conflicto, Latour invita a una revisión interesada de la noción de clase. Reconociendo el valor y la fuerza que esta etiqueta tuvo para las luchas de los últimos dos siglos, hoy este concepto se abre a una dislocación en la que la producción ha entrado en una nueva relación con la materialidad, según la cual ni siquiera es funcional a la mera reproducción, sino que se ha implementado como un “sistema de destrucción”. En tanto que la causa medioambiental se resiste a la economización de todos los ámbitos de la vida, ella se suma, por cierto, a las luchas que tradicionalmente abanderan a la izquierda. Pero al mismo tiempo, cuando la materialidad ya no se manifiesta simplemente como un recurso sino como el sostén mismo de una habitabilidad que condiciona nuestra existencia, la conciencia de clase -que se ganaba principalmente en virtud de las condiciones materiales- debe dar un rodeo y evaluar cuáles son hoy las mutaciones que permiten una “conciencia de clase ecológica” tan material como apremiante.


Entre muchos otros aportes, Latour nos dejó algunas notas para insistir en estas cuestiones. Sobre todo a quienes hoy nos parecen jóvenes y por tanto inexpertos. Al parecer la envergadura de estos desafíos es además inversamente proporcional al tiempo que se tiene para enfrentarlos. Que un pensamiento haya tenido la sutileza de dejar algo para ese cuidado futuro, que haya brindado esa caricia a un mundo del que se despide, es algo a lo que vale la pena dar una atenta y cariñosa consideración.



Tuillang Yuing-Alfaro

Profesor de Filosofía, Universidad Academia de Humanismo Cristiano




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