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Cibernética y fantasmas

Ese día abrí el Facebook y lo primero en aparecer fue una fotografía de una contacto a la que vi no más de un par de veces en carne y hueso, y cuyo cariño siempre se nutrió en redes. Algunos sostienen que por la red no se trafican afectos. No puedo estar más en desacuerdo. No muy distante al suspiro que generaba una carta de amor enviada de un continente a otro, o la paloma mensajera que acarreaba lágrimas de familias en tiempos de guerra. Los humanos son mamíferos cuyas caricias manifiestan de modos fantasmagóricos, sin tacto, inalámbricos. En fin, aquel día abrí mi Facebook y la primera fotografía en aparecer fue la de mi amiga, una mujer política, madre y deslobbizada (una lobotomía inversa que varixs requieren con urgencia); pero no escribía ella sino su hija mayor. Había un afectado tono elegíaco. Mi amiga de red había partido. Se suicidó.

Inmediatamente el posteo se transformó en una animita. Cada comentario, una vela. Hay códigos.

Nadie pregunta tecnicismos, tan solo infiere. Un "decidió partir" es suficiente. Lo demás es morbo desalmado o historial médico. Mi primera polola murió joven y su Facebook aún lo mantiene su mamá como perfil de peregrinación. Con una amiga en común solemos recordarla cada aniversario con cariño (murió a los 20 años, poco falta para que doblemos esa edad) y participamos de los posteos que operan como los cuadernos de condolencias de los velorios a la antigua. La relación entre muerte y tecnología es a veces siniestra. La posibilidad de que el muerto siga posteando, por ejemplo. O una selfie desde el más allá.


Hace algunos años en Facebook (disculpen el facebookcentrismo, pero no uso Instagram por serias diferencias de formato, siento que desprecia la letra y se juega todo en la cobertura de la foto, ente engañoso y por momentos demoníaco) entró en operación la opción de transformar tu perfil en un mausoleo o memorial después de tu muerte. Se bromea con la idea de que Facebook se ha convertido en un geriátrico. Hubo una migración masiva a otras plataformas hace un par de años, desconozco razones, pero intuyo que el espíritu liberal mantiene mejor diplomacia con seguidores que con amigos. En Instagram te siguen, uno es el lobo líder de la manada. En Facebook uno se aferra a la tradición y hace amigos. La comunión, la amistad, el matrimonio, las multitudes sincronizadas, al parecer, pasaron de moda. Los otrora analfabetos digitales (una porción nada despreciable de la población, aquella misma amenazada de muerte por la COVID, los ancianos) han invadido Facebook, y las cadenas de oración o postales con un piolín y mensajes alentadores retornaron de la antigua estética de la cadena de mails. Este cambio demográfico de la plataforma acercó a la muerte, y cada día se leen más fallecimientos o se acompañan agonías online.


¿De qué modo el espíritu del usuario moja los algoritmos circulantes? ¿Qué restos de vida impregna en los códigos de la tramoya de la internet? Se ha fantaseado con la idea de poder reconstruir una personalidad, incluso al humano mismo, mediante androides y replicantes, basándose en la información proporcionada por sus redes. Especulaciones que décadas antes de series como Black Mirror escritores de ciencia ficción como Philip K. Dick ya manejaban con maestría en sus relatos. Uno insemina la red con su intimidad. Esto es inevitable. Filósofos de moda como Byung Chul Han hablan de esto como si se les hubiese aparecido el cuco. Detestan la tecnología. Pero aislarse del mundo y cultivar un jardín como solución me parece tanto o más liberal que estar pendiente de tu número de seguidores: en ambos casos hay una santificación del individuo, la tecla de la época: creerse especial o genix. Por ello la pandemia de la literatura del yo o selfie ha propiciado tantas monstruosidades en las letras.


Resulta ominoso rebobinar el timeline de un suicida y rastrear en sus últimos posteos las huellas de su sacrificio. Confieso haberlo hecho. Mi amiga de redes últimamente compartía publicaciones ajenas (abstracciones, nada muy sentimental) y no tomaba la palabra. Se fue quedando poco a poco en silencio. Recuerdo a una ex novia que escuchaba los audios de su padre, muerto por una cirrosis agresiva, cuando lo extrañaba. Así como Barthes inventó una teoría (el punctum y el studium) para conservar la luz de su madre, la luz que reflejó su madre ante la cámara, la luz que acarició la piel de su madre muerta y que las fotografías análogas de su tiempo mantenían cautiva —y que fueron su gesto desesperado por no perderla del todo— mi ex se aferraba a esos audios. Una simulación que carece de sangre, un consuelo, o como esa gente sin poema interno, que parece atravesar la vida sin estilo, dejándose llevar por ella. Siempre es doloroso constatar que sólo hay cáscara sin pulpa.


Sebastián Diez




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