top of page

Resultados de la búsqueda

Se encontraron 975 resultados sin ingresar un término de búsqueda

  • ¿Por qué las plantas no podemos ser asexuales?

    Soy la clase de planta a quien, desde su adolescencia, en reuniones sociales desconocidos le preguntan qué es. La pregunta, bien exasperante, nunca ha sido de índole filosófica, sino más simple, reduccionista y chabacana: mi ser se reduce a saber mi orientación sexual. ¿Cómo contestarle que me defino como un cactus en transición a ser Sucu La Lenta, pero siento atracción sexual por mujeres sin que le explote la cabecita a quien me lo pregunta? El psicoanálisis zanjaría el asunto, según entiendo, catalogando las prácticas de mis parejas conmigo como un ejemplo de dendrofilia. No estoy segura, sin embargo, de que llamaría a las mías un ejemplo de humanofilia  por más amor sienta por las mujeres. Desde mis diez centímetros de sapiencia, ¿para mí esa respuesta es lógica si los filósofos sienten amor ( φιλία , philos) por la sabiduría ( σοφος , sofos)? Además, en el reino vegetal, tanto como el animal, preguntas sobre orientaciones o gustos sexuales hace millones de años comenzaron a ser ridículas, por más que la (seudo)ciencia natural se empeñé en saber si nos reproducimos por angiospermas y gimnospermas. ¿Qué esperaban si hace rato evolucionamos y aceptamos hasta el hermafroditismo entre nosotras? No me juzguen si no puedo (ni quiero) dar una mejor respuesta desde donde me desposiciono para hablar en estas líneas. Como ya les he contado antes, soy lenta de entendederas. En los últimos años, además, me preocupa que sean más las humanas quienes, como disculpándose, me hagan la pregunta de qué soy bajo los originales  argumentos de “una nunca sabe” o “caras vemos, corazones no sabemos” o “te estai perdiendo, cabrita”. ¿Acaso la reedición 2025 del Manual de Carreño  incluye ahora estos cuestionamientos en sus normas de buenas costumbres? Hoy, mientras me cuestiono el porqué de esas preguntas y observo desde mi balcón la cordillera de Santiago (¡perdón, otra vez, el interludio centralista provincia!), recuerdo esa fría mañana de junio hace veinte años atrás en que Spencer Tunick nos fotografió en el Parque Forestal. En esos tiempos, con 17 años, recién comenzaba mi transición a ser Sucu La Lenta y llamaba la atención. A una reportera le pareció choriflai o el descueve, en medio de ese destape del Chile neoliberal y conservador, intentar convencerme para que Felipito Camiroaga me entrevistara en su matinal. Aunque me negué, sentí celos cuando vi después la entrevista de Felipito piluchito con la llamada “Abuelita Tunick”. ¿Habrá sido sólo mi cándida arrogancia, terrible por ese entonces? Desconozco las razones por las que los productores del canal de televisión estatal prefirieron desnudar en público a una abuelita sexagenaria y no a un cactus en proceso de transición. ¿Será porque ciertos cuerpos, en esa homogeneidad que promueven los medios de comunicación y hoy también las redes sociales, sólo son visibles desde la anécdota? ¿Es la misma razón por la que la entrevista a María Cristina Fuentes sigue disponible en la web del canal estatal, pero no la que Carcuro le hizo a Pedro Lemebel? Si se desnudaran más de cuatro mil personas, plantas o bestias esta misma mañana en el Parque Forestal, ¿subvertirían esa censura implícita o solo sobreviviría un nuevo  cuerpo anecdótico? “No al desnudo”, rezaba un cartel de una chica evangélica ese 30 de junio del 2002. “La asexualidad también existe”, el de una chica sobre los hombros de otra chica en la última Marcha por el Orgullo LGBTTTIQ+ este 2024. Tal vez el viento cordillerano me esté haciendo desvariar, pero me pregunto qué separa ambos carteles.  ¿Veinte años? ¿Los dos papás de Nicolás? ¿O más bien zorrillos, guanacos y buses de la libertad? Y más aún: ¿por qué no podría ser también asexual? ¿Por qué las plantas, por las mismas razones por las que se nos pregunta qué somos, primero, debemos vivir nuestra sexualidad como un territorio en disputa y, después, luchar para borronear aquello que intenta clasificarnos sin nuestra aprobación? ¿Quiénes insisten en que, sobre este tipo de temas y decisiones, “aquí es la ciencia” es la regla y no la “ aquiescencia ”?  ¿De dónde actualizarán sus argumentos neo-bio-bíblicos? ¿De alguna serie en Netflix sobre Charles Darwin que, por mi reconocida lentitud de entendederas, aún no me he zampado de un paraguazo sus cinco temporadas? La Cámara de Diputados rechazó una Ley de Educación Sexual Integral casi un año exacto después de las manifestaciones sociales del 2019. ¿No sabían o no les interesaba a esos apologistas del Manual de Carreño Sexual en qué lugar los jóvenes se estaban y siguen informando sobre su propia sexualidad? ¿Los diputados y diputados votaron después de revisar www.cristonuncasemasturba.com  o www.pierdalavirginidadsinperderlacastidad.cl ? *** Aquí valga la pena rememorar la Historia de Chile sin recurrir a la Wikipedia. ¿No ha sido la libre enseñanza , una de las tantas sospechosas herencias de la dictadura, la que ha permitido a sostenedores de establecimientos escolares defender sus derechos por sobre los de sus estudiantes? ¿Necesitamos recordar que, si no fuera por la Corte Internacional de Derechos Humanos, en Chile estos mismos sostenedores seguirían con la libertad de expulsar a niñas o adolescentes embarazadas o estudiantes con diversidades sexo-genéricas en atención a sus proyectos educativos institucionales? ¿De verdad necesitamos sumar más evidencias para demostrar que leyes como la de Educación Sexual Integral evitarían crímenes de género o contra las diversidades sexo-genéricas? Y podría seguir, pero tal vez baste con un corolario: la Ley de Educación Sexual Integral no fue rechazada por una mayoría de la Cámara, sino por la exigencia de un quórum supramayoritario que aún existe para cambiar leyes orgánicas de acuerdo a la Constitución del 80 . Es decir, la ley no vio la luz por una minoría que, con un talento retórico envidiable, oximorreó hasta la saciedad, diciendo sobre la votación del 4 de septiembre de 2022: “no cambiemos nada si queremos reformar Chile”. ¿Todavía no capta el chiste cruel que arrojan estos rechacistas, como un escupo de vidrio, sobre el rostro de su hijx, hermanx, tíx, abuelx, amigx y usted mismx con discriminaciones tan soberbiamente evidentes? ¡Allá usted si no se lo cuestiona! Yo soy Sucu La Lenta, y me conformo con andar enojadita por las piedras preguntándome cosas como esas.   *** No hubiera sido extraño, si cuando se rechazó la Ley de Educación Sexual Integral, el 83% de jóvenes chilenos accedía a información de sexualidad a través de redes sociales, y un 71% de estos niños, niñas y adolescentes lo hacía por medio de páginas de internet, según información de Injuv.

  • 62

    Con tacto no hay contacto.

  • 61

    Un cansancio que se queja es un cansancio y medio.  Una euforia que se contagia ya son dos.  Un dolor que se conversa es sólo medio dolor.  Un pánico que se grita es casi triple pánico.            Una palabra más y sobraría una palabra.

  • El lenguaje de la noche

    GALERIA ANINAT | SANTIAGO HASTA EL 21 DE ABRIL 2025 El velo de mis vecinos Mi sombra va entrando y saliendo de la sombra de los árboles y edificios por la vereda; conmigo encima, abajo, están los zapatos, arriba, el pelo, entremedio, eso que llamo «yo». Sergio Larraín     El aire de la noche La obra de Estefanía Tarud nos sumerge en una atmósfera de interioridad donde el juego de claroscuros adquiere voltaje emocional. Es una obra que habla de sombras, reflejos y fantasmas, que explora lo que se esconde y lo que aparece, lo que aparece y lo que falta, lo visible y lo invisible, lo que se cubre y lo que se descubre, incitando al espectador a un acercamiento activo que le permita, precisamente, des-cubrir la imagen. Y, detrás de la imagen, a ese “yo” de la artista que la imaginó. De la imaginación a la imagen, de la imagen al imaginario. Estefanía transita en los bordes de la visibilidad, sensible a lo tenue, a aquellas escenas que quedan (como en la fotografía) suspendidas del fluyo temporal. Tal como sucede en las horas de la noche y en el enrarecido tiempo de los sueños, cuando el reloj pierde su dominio. Obra atmosférica porque surge de la fotografía. Sergio Larraín siempre decía: “lo que hay que fotografiar es el aire”. Y es eso lo que hace Estefanía. Borda a partir de imágenes fotográficas donde lo que interesa no es tanto el objeto sino “el aire”, la sensación, que emite la escena. Si en sus anteriores trabajos Estefanía reproducía situaciones nocturnas de su domesticidad (apelando a lo ominoso, a esa extrañeza que se cuela en lo familiar), ahora su mirada sale hacia el exterior para mostrar aquello que se ve a través de la ventana. Esta estructura que mediatiza la mirada y enmarca el mundo, deja asomar apenas aquello que se oculta tras el vidrio, la cortina o la rejilla. En otras obras, la ventana opera como visor de otras ventanas, generando una doble mediación que, nuevamente, activa la curiosidad. ¿Qué estará sucediendo tras esos intersticios de luz que titilan, como estrellas, en la noche urbana? Cada uno de estos trabajos requiere mucho tiempo, concentración y paciencia en su elaboración. Estefanía inventa un método de bordado que consiste en puntadas mínimas, que se suceden una tras otra, para ir creando sutiles matices tonales, degradaciones y veladuras, lo que emparenta su quehacer con el puntillismo pictórico. Lo suyo es un arte de la noche, que declara su inclinación por lo que no es evidente y su afección por cierta perturbadora extrañeza. Su arte escudriña esa especie de “inconsciente” de las imágenes, rehuyendo la hipervisibilidad que termina cegándonos con sus excesos lumínicos. Estefanía elige la penumbra como espacio del erotismo. -                                                                                                              Texto de la exhibición de Estefanía Tarud Galería Aninat - STGO Hasta el 21 de abril de 2025               La puerta de lo invisible Naturaleza interior

  • ¿Cómo huele Cristo?

    Olor del mar a los 5 años.   Olor a asado.   Olor por las mañanas en el campo.   Olores en las pesebreras.   Recuerdo Perfume de mujer  con Al Pacino. Gran película.   Olor a asilo de ancianos.   Olor a gente de la calle durmiendo en las estaciones del Metro.   Olor a jazmín.   Los perros huelen, ¿o se olorosan?   Onésimo perdió el olfato. Comenzó a bañarse dos veces al día duchas de 20 minutos cada una. Temía oler mal.   Olor a bebé recién amamantado.   Los amantes también huelen. Cuenta la Biblia hebrea:   "¡Cuán deliciosos son tus amores, hermana mía, esposa mía! ¡Cuánto mejores son tus amores que el vino, y la fragancia de tus ungüentos que todos los bálsamos!Tus labios, esposa mía, destilan miel; miel y leche hay debajo de tu lengua, y el aroma de tus vestidos es como el aroma del Líbano.   Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía, huerto cerrado, fuente sellada.Tus renuevos son paraíso de granados, con frutos exquisitos, flores de alheña y nardos;Nardo y azafrán, caña aromática y canela, con todos los árboles de incienso; mirra y áloes, con todos los mejores bálsamos." (Cantar de los Cantares 4,10-14)   También en el Nuevo Testamento los olores son importantes. La Tradición de la Iglesia se transmite con el olfato de generación en generación:   "Gracias sean dadas a Dios, que siempre nos lleva en triunfo en Cristo Jesús y por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento. Porque somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden; para éstos, olor de muerte para muerte, y para aquéllos, olor de vida para vida. Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?" (2 Corintios 2,14-16) .   ¿Cómo huele Cristo?   Huele a oveja, diría el Papa Francisco.   A madera, diría san Pedro.   A desodorante, no. En ese entonces nadie usaba.   ¿A qué huele? La única respuesta posible se percibe en los cristianos y cristianas. Como afirma San Pablo, ellos huelen a vida, la vida de Cristo, huelen al resucitado hecho vida en los más recónditos lugares del cosmos.   No huelen a cadáver. No debieran.   Tal vez todavía quede en ellos el olor del perfume de nardo que una mujer -una prostituta, no se sabe- derramó sobre los pies de Jesús como expresión de su amor:   “Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús fue a la casa del fariseo y se sentó a la mesa. En esto, una mujer de la ciudad, que era pecadora, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro con perfume; y colocándose detrás de él, junto a sus pies, llorando, comenzó a regar sus pies con lágrimas, los secaba con sus cabellos, los besaba y los ungía con el perfume” (Lucas 7, 36-38).   ¿Quién puede descartar que ese perfume haya pasado de Jesús a sus discípulas y discípulos hasta el día de hoy?   Digamos que estos tendrían que oler a bebé, a madera, a pescado, a mendigo, a perro mojado. Si no huelen a aquella mujer, no son Cristo. No. Son impostores. Fishermen on the Sea of Galilee and distant hills of the Gadarenes, Palestine c.1900

  • La prevalencia de la técnica

    Sobre la obra de Jorge Milosevic Sala Gasco Hasta el 2 de mayo Desde hace cerca de 200 años la ciencia ocupa un lugar de privilegio en nuestra sociedad. Y la expresión más llana de la ciencia, sabemos, la tecnología, se ha terminado imponiendo en una suerte de escalada irrefrenable cubriendo todos los ámbitos de nuestra cotidianeidad, hasta nuestros días. El mundo gobernado por la ciencia ha generado (podríamos decir que sistemáticamente) oleadas de cuestionamientos, ajustes, aproximaciones críticas. Durante estos dos siglos, los ejemplos son, por cierto, innumerables. Dos se me vienen ahora encima: Wittgenstein llegando a la conclusión, hacia el final de sus días, que “ciencia e industria” serían lo más perdurable del mundo moderno, y Carlos Peña, hace algunos meses, consagrando una hora entera de pormenorizada charla a argumentar por qué importarían las humanidades, esto, claro está, ante el éxito palmario e incuestionable de la ciencia y la tecnología.   Si por un momento nos permitimos la licencia de abrir nuestras jaulas conceptuales y dejamos que los factores interactúen libremente, comprobamos que la tecnología, o lo que entenderíamos como pensamiento científico, se inmiscuye, aflora y participa por todas partes, y esa supuesta confrontación, ciencia y tecnología / artes y humanidades, es mucho menos dura, rígida y filosa de lo que tendemos a creer. Hoy celebramos –incluso algunos, no pocos, se rinden ante- la tecnología, como expresión máxima de nuestro ingenio, inteligencia, capacidad analítica y de observación. Miramos un tenedor, como una lámina metálica suavemente curvada con una serie de puntas alineadas en uno de sus extremos, como miramos un teléfono celular, como un sólido bloque de material reluciente, y tenemos, en rigor, dos ejemplos de lo mismo, artefactos singulares confeccionados gracias a esas distintivas cualidades –o simples rasgos- de nuestra especie.   La supremacía de la ciencia y la tecnología se produce, en cualquier caso, por el vector de la producción económica –“la industria” de Wittgenstein-, por lo que demostrar que lo tecnológico interviene –o gobierna- en todas y cada una de nuestras actividades humanas resultaría, por encima de todo, la explicación más simple de este incuestionable dominio.   En este marco, de verdadero frenesí tecnológico, de incesante avance y renovación, resulta particularmente rico poner el foco en aquellas tecnologías que han sabido resistir el paso del tiempo sin mayores trastornos, aquellas particulares técnicas de éxito inusitado que permanecen intocadas, sin corrección, por más que pasan los siglos y hoy se siguen empleando con vigor por todos lados, traspasando países, continentes, culturas. Una de esas tecnologías es, por cierto, la pintura al óleo. Y en Chile tenemos en Jorge Milosevic Díaz a uno de sus más fieles y notables exponentes.   Algún erudito nos dirá que partió con los afganos del siglo VII, pero todos coincidiremos que su auge, el de la técnica de la pintura al óleo, arranca con ese grupo de artistas afincados en algunas ciudades de Flandes que, durante las primeras décadas del siglo XV, la adoptan para la creación de sus obras, en desmedro de la témpera o el temple, dominantes hasta entonces. Son seis siglos ya de supremacía bastante nítida como procedimiento técnico en el arte, una marca nada menor, sin duda digna de estudio. Particular tecnología, que va desde la elaboración de colores mediante pigmentos en alianza con aceites, a su aplicación mediante herramientas –el pincel, la espátula o los mismos dedos- sobre distintos soportes debidamente tratados. Podemos percibir que, entonces, terminó imponiéndose por sus comparativamente superiores cualidades a la hora de representar con mayor verosimilitud los fenómenos visibles –tanto por su contundencia cromática, como por su generoso rango de posibilidades para el ejecutante-, pero que, sin embargo, cuando irrumpió una tecnología directamente orientada a resolver con máxima precisión ese objetivo –la fotografía-, se mantuvo plenamente vigente como vehículo de determinadas formas de expresión, formas, en el fondo, inalcanzables por cualquier otro medio.   ¿Qué hay en esa técnica antigua que hoy, tras siglos, sigue fascinando a hombres y mujeres? Hace un siglo, siglo y medio, recibió el embate de la fotografía y luego del cine; irrumpieron también otros medios pictóricos, como la pintura acrílica, y más tarde, los dispositivos digitales propiciando una explosiva, desmesurada, generación y proliferación de imágenes. Hubo una diáspora, evidente; muchos optaron por estos otros caminos, el video, la imagen capturada por la máquina intervenida, la serigrafía, los colores sintéticos, o por el de, derechamente, apartarse lo más posible de la combinación pintura-pincel-soporte, ensanchando el registro, reubicando este ámbito de la expresión artística bajo un nuevo rótulo, las artes visuales.   Jorge Milosevic (1963) se forma como artista en una época –la década de 1980- en que, si bien los cuestionamientos a la pintura como medio de expresión no eran tan severos como a mediados del siglo, la supremacía de la pintura al óleo ya definitivamente no estaba. En la obra de Milosevic, en más de 40 años de trayectoria creativa, la supremacía de esta técnica se mantiene con una contundencia única. Jorge dibuja, apunta, esboza, diríamos que piensa con óleo. El artista practica esporádicamente otras técnicas –como las tintas, en la que se desenvuelve con eficacia-, pero es la pintura al óleo su medio, su verdadero hábitat. Su afinidad y fidelidad a esta técnica nos interpela. Atendiendo a su ejemplo, el que nos da su trabajo, percibimos que son muchos los artistas, de verbo vigoroso, que siguen dándole plena continuidad, de seis siglos, a esta técnica fundamental. No es su caso el del daguerrotipo, el clavicordio o el mismo temple, para las que la embestida del incontenible avance tecnológico significó un relegamiento a la órbita del virtual desuso, de la recreación anacrónica. Por el contrario, la pintura al óleo goza en la actualidad de una salud incuestionable. Sigue imponiéndose por su particularmente sólido y rico rango de recursos expresivos. Hoy, Jorge Milosevic nos propone, nos invita a transitar “Recorridos”. Y, en nuestra lectura, en una primera estación donde conviene detenernos es, necesariamente, acá: ante esa riqueza de tesituras, ¿qué cuerdas elige Milosevic para pulsar? ¿Desde qué flanco particular se aproxima a esta técnica generosa, desde dónde la aborda, entra en ella? El suyo, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, es el más esencial de los flancos, y el que también acarrea más riesgos, el del color. Para los antiguos –los flamencos, me refiero- la adopción de la técnica, junto con sus cualidades cromáticas, tuvo que ver con cualidades asociadas a la captura del fenómeno de lo visible, la verosimilitud. La fotografía ayudó en buena medida a desconectarse de este aspecto y los pintores europeos de la segunda mitad del siglo XIX nos dan una elocuente señal de aquello. Yo, por eso, siempre he tendido a emparentar a Milosevic con los Nabis, o con los españoles Regoyos o Mir, ese clase de pintores que, sacando provecho de las conquistas de sus predecesores directos, aumentan el desenfoque hacia la representación fidedigna para consagrar mayor atención e interés en la experimentación cromática pura. Artistas en cuyo verbo las formas se ablandan, se desajustan, el dibujo recula, haciéndose menos preciso. Artistas en cuyas obras la composición no la estructura, de hecho, la línea, sino el color.   Milosevic, de despliegue creativo con un pie en el cierre del siglo XX y otro en la partida del XXI, avanza por ese camino, en ese incansable intento por atrapar, quizá resolver, o al menos hacer su propio comentario estético en relación a la multitud de fenómenos visibles que lo rodean. Pero, a diferencia de la mayoría de los Nabis, por ejemplo, sus obras están despejadas de toda carga literaria o simbólica; sus obras, por el contrario, se entregan plenas a pronunciarse sobre cuestiones estrictamente estéticas, pictóricas. En el fondo, no en menor medida, con su fiel adhesión –diríamos, irreductible adhesión- a esa técnica antigua, Milosevic nos estaría demostrando, no solo la eventual vigencia de ésta como medio de expresión artística, sino algo mucho más singular: cómo ésta se mantiene como vehículo insustituible de ciertas verdades estéticas. En otras palabras, así como los artistas flamencos del 1400 abrazaron la pintura al óleo como el medio óptimo para plasmar sus verdades, Milosevic, en 2025, nos viene a demostrar cómo, en una época de máxima, aplastante, proliferación y generación de imágenes, la pintura al óleo se mantiene como el único medio para alcanzar determinados hitos estéticos y para propiciar una experiencia estética inalcanzable por ningún otro medio o procedimiento.   “Recorridos” contiene esa singularidad. El artista que opera como científico –aunque no lo sepa-, en su lectura constante, sistemática, del fenómeno de la luz, en su fluctuante diálogo con los objetos, en la regular -pero siempre sujeta a cambios y modificaciones- aplicación de una técnica; el artista que opera como antropólogo, en su infatigable observación de los flujos humanos, urbanos, de la diversidad de hábitos y fisonomías, o como botánico, en su penetrante mirada sobre los distintos cuerpos vegetales, sus procesos vitales, su inagotable despliegue cromático.     LA MADUREZ DE LA VISIÓN   La obra de Milosevic se entronca con la tradición de la pintura chilena (“Recorridos” es una evidencia potente en este sentido). ¿Es relevante esto? ¿De qué manera lo sería? Nuestro artista, en su aproximación predominantemente estética, retoma ciertos cauces por donde han fluido tránsitos de figuras referenciales de nuestra pintura. El paisaje, quizá en primer término, ámbito que, desde Antonio Smith, ha gozado de cierta predilección entre nuestros pintores. Pero, más allá de géneros o temáticas, es interesante constatar que Milosevic retoma la pauta esencial –retrato, figura humana, naturaleza muerta-, disciplinadamente, sin la menor pretensión por alterarla, más bien, por el contrario, con cierta natural y genuina disposición a someterse a ésta para el despliegue de su propia praxis pictórica. Esta praxis se desenvuelve, como ya dijimos, libre de todo tinte ideológico o conceptual extrapictórico. De esta manera, recién ante el conjunto de la obra ya ejecutada, el artista cree reconocer ciertos vasos comunicantes y sugiere una propuesta de narrativa, orientada a su lectura en la exhibición pública. Surgen entonces las “reuniones”, que parten con la “inocencia”, la “luz”, se internan en los paisajes, urbanos y agrestes, habitados y deshabitados, las ferias, los mercados y sus personajes en tránsito, pasan a los “sueños”, el “agotamiento”, la “presencia de la oscuridad”, para concluir volviendo a un realce de la “luz” y un contrapunto final, entre “fantasía y realidad”.   Alberto Valenzuela Llanos -reconocido maestro dentro de esta tradición de pintura nacional antes señalada y con quien Milosevic se hermana en más de un aspecto-, en una carta escrita en París en 1922 le expresa con satisfacción a su esposa que ha podido comprobar que ha seguido “el camino del arte moderno”, que con poco podrá “quedar al día en materia de modernismo”. Cuestión que, tal como atravesaba a los artistas entonces, hoy –reemplazando “modernismo” por “posmodernismo” o “vanguardia”- sigue atravesando a los actuales. Acá, sin embargo, Milosevic se separa de su ilustre predecesor, como se separa, en rigor, del grueso de sus contemporáneos. En lo personal, de hecho, me cuesta detectar otro artista menos inquieto por entrar en sintonía con las corrientes que dominan la escena contemporánea, menos pendiente por saber si participa o no, o cuánto, en qué grado, participa de éstas. El suyo es un derrotero creativo que define y orienta su línea de acción bien tempranamente, sin sufrir mayores cambios –sí, por cierto, fluctuaciones estilísticas propias de la búsqueda- durante ya más de cuatro décadas. Esto nos habla, en forma inequívoca, de un artista de temprana madurez, que desarrolla una obra de forma sorprendentemente concentrada, y tan libre de cualquier asomo de artificio o impostura, que brilla con una luz fascinante, singular y única, la luz del arte destinado a perdurar.

  • Postizo, de Gerardo Pulido: el placer de pintar/pensar con el pincel

    POSTIZO GERARDO PULIDO GALERÍA CONCRETA MATUCANA 100 - STGO HASTA EL 15/6 La muestra Postizo , de Gerardo Pulido, en galería Concreta de Matucana 100, reúne más de una decena de cuadros junto a algunas intervenciones murales que interrogan el formato del cuadro y los límites de la pintura. En una época en que el campo de las artes la considera superada y obsoleta, ella no cesa de regresar y de hacerse presente en las búsquedas de artistas que persisten en explorar sus posibilidades pese a su certificado de defunción. Las imágenes de Pulido, con una paleta colorida que no excluye lo chillón, presentan superficies de diversas materialidades simuladas predominantemente por el acrílico, que juega a parecer madera, mármol, metal, pixeles o telas de diverso tipo con niveles variables de realismo o artificio. 1. Vista general de exposición Postizo (2025) de Gerardo Pulido en Galería Concreta, Matucana 100, Stgo. Registro de Sebastián Mejía. 2. Intramuros (cementerio Matucana) (2025): tres de cinco intervenciones murales de Gerardo Pulido en Galería Concreta. Esmalte al agua y pintura acrílica sobre tabiquería, medidas variables; asistencia de Amparo Villegas. Registros de Sebastián Mejía. Se podría decir que en esta exposición se hace presente, más que en otras del artista, el placer de pintar, pero sin darle nunca rienda suelta por completo. Se trata de un placer contenido, o tal vez del placer perverso de interrumpir el placer, de cortarlo: cada vez que nos maravillamos con alguna textura, técnica o simulación, el pintor hace evidente el artificio que nos había engañado en un juego muy barroco con las expectativas de nuestra mirada. Barroco es también, al mismo tiempo que pop , el juego de esta pintura con las citas: reconocemos en los cuadros imágenes del mundo precolombino, citas de otros cuadros (recuerdo, al vuelo, un bodegón de Juan Sánchez Cotán y un detalle de un cuadro del Bosco), pero también íconos de la cultura de masas como el logo de Pepsi o el rostro del profesor televisivo de pintura Bob Ross.  La mezcla de lo presuntuoso y lo ridículo, lo sensual y lo cerebral, lo chistoso y lo solemne, lo kitsch y lo ancestral, son en esta exposición lo que nos caracteriza como cultura. Lo postizo, en el sentido de lo "imitado, fingido, sobrepuesto" (RAE) caracterizaría según estos cuadros no solo a la pintura y al arte, sino a la cultura latinoamericana, como una variante de lo mestizo, la categoría con la que se ha pensado con frecuencia a Latinoamérica. Este es uno de los temas que atraviesan la obra de Pulido, como puede verse en los títulos de otras de sus exposiciones (por ejemplo Embuste , de 2022 o Hechizo , de 2019), que también aluden a lo engañoso y lo mixto como característicos de nuestra cultura, donde la madera se hace pasar por mármol en la arquitectura de las iglesias coloniales, simulando una fastuosidad inexistente (o disimulando la pobreza real en que vivimos).  3. Zip (clip) #1 (2022) de Gerardo Pulido. Pintura acrílica sobre algodón imprimado, 120 x 100 cms. Registro de Sebastián Mejía. 4. Bastidor con paleta, etc., (2023) de Gerardo Pulido. Pintura “granito” (al agua) y pintura acrílica sobre algodón imprimado, 100 x 140 cms. Registro de Sebastián Mejía. Es esta, entonces, una pintura que piensa. En primer lugar, piensa su propia condición, autorreflexivamente, y se inscribe así en una tradición que cita constantemente, la del cuadro dentro del cuadro, la inscripción de una pintura dentro de otra, que con razón el historiador del arte André Chastel llamó "el cogito de la pintura". Se alude en estas obras también a la tradición del trompe l'oeil o trampantojo, la técnica de engañar al ojo del espectador simulando un objeto que podríamos tocar, muchas veces a través de la exhibición de texturas que parecen reales y que nos invitan a tocarlas para comprobarlo, a confundir el mundo pintado y el mundo de las cosas existentes "de verdad" (como, en una anécdota famosa, el espectador ingenuo que quiso correr una cortina pintada para ver qué había detrás). Las pinturas de Pulido están repletas de bastidores, pinturas rasgadas o vueltas del revés (en un caso al menos en una cita explícita al reverso de la pintura que se nos oculta famosamente en Las meninas de Velásquez).  5. Comedia del arte #4 (2023) de Gerardo Pulido. Pintura acrílica con espesante y lámina metálica sobre algodón imprimado, 140 x 100 cms. Registro de Sebastián Mejía. 6. Bastidores (nocturno) (2022) de Gerardo Pulido. Lámina metálica y pintura acrílica con espesante sobre lona imprimada, 177 x 275 cms. Registro de Sebastián Mejía. La de Postizo  es también una pintura que nos piensa como espectadores, que juega con nuestras expectativas y hábitos visuales, con nuestros deseos e ideas preconcebidas. Puede ser una pintura frustrante en su negativa a simplemente darnos a ver algo, proponernos una presencia simulada en la que complacernos (como sucede en la pintura figurativa) u ofrecerse simplemente como una superficie plana en la que comparecen colores y formas que no representan nada (como ocurre en la pintura abstracta). Esta pintura juega, en cambio, con fintas que entremezclan lo abstracto y lo figurativo, la ilusión de la profundidad y la sensualidad de la superficie, el placer del color y la mancha con la cita y la parodia. Este juego requiere un oficio consumado, que el artista sin duda tiene. Requiere también una inteligencia, erudición y astucia que Pulido ha desplegado no sólo en su obra sino también en sus libros de ensayo ( Composiciones bajo tierra. Abstracción prehispánica en el arte reciente , del 2017, y  Hacer pedazos. Iconoclasia contemporánea y una miniatura de pan , 2022).  7. Zip (capitoné) (2025) de Gerardo Pulido. Pintura acrílica con espesante y arena sobre lona estampada e imprimada, 100 x 80,5 cms. Registro de Sebastián Mejía. 8. Contrapuntos #2 (2023) de Gerardo Pulido. Pintura “granito” (al agua) y acrílico con espesante, arena y glitter sobre lona estampada e imprimada, 120 x 160 cms. Registro de Sebastián Mejía. Pero una gracia del arte es que no solo nos ofrece pensamientos ya listos, proposiciones conscientes u opiniones sobre el mundo, sino también pulsiones inconscientes, visiones de sentido confuso, iluminaciones inesperadas a través de los sentidos. Hay en esta muestra varias capas de sentido no completamente programadas, o trabajadas desde la intuición antes que desde el intelecto, como la tensión entre el indudable deseo de reconocimiento por la maestría técnica y la persistente destrucción de esa maestría a través de la exploración de lo feo, lo tosco, lo inacabado, el mal gusto. Hay también en Postizo una sensualidad latente en los cierres que se abren, las cortinas que prometen correrse, las telas que caen sin nunca revelar más que otras telas y nunca una piel, un cuerpo en cuya apariencia se pueda regocijar la mirada. Son cortinas detrás de las cuales no hay nada, cortinas que en vez de ocultar algo tras de sí se muestran a sí mismas como superficies. Estos cuadros son el paraíso y la pesadilla del voyeur que somos todos y al mismo tiempo una lúcida exploración de las perversiones del ver, de las pulsiones del mirar. Son una exploración de las elusivas y engañosas promesas de felicidad que capturan constantemente nuestra atención en las pantallas con las que convivimos cotidianamente, de los peligros y posibilidades del mundo virtual y de las posibilidades liberadoras del humor y la ironía. Son además, como el arte barroco, un recordatorio de que nada dura en este mundo, de que la ilusión se desvanece tarde o temprano y de que todo cuerpo hermoso y atractivo se volverá cadáver, cráneo, alimento de gusanos. Son imágenes que nos confrontan con la muerte en un engaño colorido, en la cripta subterránea de concreto de una galería de arte a la que descendemos como a una catacumba y de la que salimos más lúcidos, más despiertos, más vivos ante la conciencia de la muerte.

  • Crónica de un impulso menor

    Fue así. Me levanté en pijama, caminé a la cocina, tomé las tijeras, verifiqué que no tuvieran restos de comida, seguí al baño, agarré un mechón de pelo y, sin medirlo, sin buscar simetría, corté. Ese impulso llega cada ciertos años. Cinco, diez. Un ciclo largo, lo bastante para olvidarlo, para creer que esta vez no volvería a hacerlo. Pero vuelve. Siempre vuelve. No me veo mejor. (Lo digo así para no sonar cruel conmigo, pero la verdad es que me veo peor). No tengo rostro de chasquilla. Nunca supe qué tipo de rostro tengo, en realidad. Pero sospecho que el impulso no busca mejorarme. Busca ser otra. Cualquiera. No una mujer de revista. Solo otra. ¿Cuándo quiero ser otra? Pero otra en dos minutos. No otra después de años de terapia, ni de aprendizajes, ni de conductas corregidas. Otra sin pedagogía ni redención. Es un impulso en el sentido exacto. No soy yo la que lo guía. No hay deliberación, ni ese diálogo interno que aparece cuando como sin hambre.-¿Qué hiciste?- preguntan mis hijas. Una se ríe en mi cara.-Nada -respondo-. Fui a la cocina y me corté la chasquilla. El hombre no dice nada, pero dice. Esa elocuencia muda que se administra como un abogado temiendo la autoincriminación. Ya decidió que sobre ciertos temas no opina, aunque su ceja lo delata. Y sé, en el fondo, que no les gusta que la mamá quiera ser otra. Porque una madre no debería ser nada más que eso: madre. Incluso las madres padecen esa ilusión. Que la madre exista. Ni siquiera las madres saben ser madres. Y sin embargo, una sigue esperando. A la propia madre, sobre todo. Como si algún día pudiera ser eso que nunca fue. No vale la pena. Ni la culpa ni la espera. Así que, queridas madres, esa culpa sin bordes por perturbar el orden doméstico con una tijera en la mano… no vale la pena. Las madres hacen cosas a escondidas. Ocultan las boletas de las cremas caras. Mientras tanto, los hijos se cortan el pelo, se tatúan, se agujerean, se tiñen de verde. Parecen un puesto de feria. Pero a ellos no se les puede decir nada. Están “buscando su identidad”. ¿Y el hombre? Nada. Puede hacer dietas, comprar cremas más caras que las tuyas. Eso es “salud”. O un chiste simpático. Volvamos a mí. O mejor: al impulso. Ese que vuelve. No para llevarme lejos ni volverme deseable. Solo para volverme otra. En el espejo. Otra que no soy. ¿Por qué la chasquilla? Si tuviera que buscar una raíz, la ubicaría en la infancia. Como casi todas las niñas, tuve chasquilla. Caía libre sobre los ojos. Bastaba un tijeretazo recto cuando tapaba la vista. Después, el pelo se volvió grueso. La grasa de las espinillas la contaminó. Empezaron a crecer pelos en lugares donde no deberían crecer. Una vez tomé la máquina de afeitar del hombre de la casa y me pasé por las piernas. Me descubrieron antes de 24 horas. No limpié la máquina. Me dio vergüenza. No solo por el robo. Me dio vergüenza que me descubrieran siendo otra. Una niña peluda que se niega a serlo. Esa que se fue. O la que llegó. No sé. Y pienso ahora si acaso quiero volver a ser niña cada vez que me corto la chasquilla. ¿Una niña libre de maternidades? Tal vez. Pero no me gustan esos libros de mujeres aburridas de ser madres. No era eso. No estoy harta. Solo tengo ese impulso, cada tanto, de moverme un poco del lugar. De ser otra. Sin desaparecer. Sin irme. Otra, nomás. Los animales se ven tontos con chasquilla. Las mujeres grandes no. Se ven intensas. Pueden verse hermosas. No siempre. Es difícil saber para quién es el gesto. Si una lo hace para ser mirada o para poder mirarse. Esa mañana, después de leer el diario, me paré hipnotizada, fui a la cocina, tomé las tijeras. Por supuesto había noticias horribles. Y lo único que pude hacer fue eso. En redes sociales alguien reclamaba cómo era posible que algunos no dijeran nada sobre la masacre. Se acusa a los que no muestran el dolor. A los que no postean cadáveres. A los que no hacen el gesto correcto en el momento correcto. Como si el sufrimiento tuviera una forma y una hora. Pero los que acusan con más fuerza suelen ser los que nunca dudan de sí. Me pregunto si los señores de la guerra, aunque fuera una sola vez, quisieran ser otra cosa. No más fuertes. No mejores. Solo otros. No ellos. ¿Qué pasaría si se despegaran un poco de su propia forma? Si por un segundo dejaran de sostenerse con tanto empeño. ¿Hay que hablar así, apuntando siempre? ¿Hay que gritar para decir algo verdadero? Clarice Lispector sabía hablar del alma a través de un cosmético. En una revista femenina escribió sobre un rímel -o un lápiz de ojos- que agrandaba la mirada. Y al final decía: lo importante es la mirada. Yo también, cada cierto tiempo, quiero otra forma de ver. Otro marco. Y eso es una chasquilla: un corte mínimo que cambia el encuadre. No era para tanto, debí decirle a mi familia. En su risa se adivina ese temor: que la madre no sea solo madre. Que pueda huir. Que pueda ser una niña. O una perversa. Y les aseguro, queridos niños, querida familia, es el más inofensivo de mis impulsos. Aunque no hay vodka en el clóset. No hay hijos no reconocidos. Pero, si soy honesta, tampoco me conozco tanto. ¿Y ustedes? La Señora M., -a veces mi madre- se sacaba selfies antes de que existiera esa palabra. Usaba pelucas y vestidos, tenía el estilo de la segunda esposa de Don Draper.  En una foto de colegio, todas parecen recién salidas de misa; ella, en cambio, ya estaba en los sesenta. Ya había descubierto la laca, el divorcio y la ironía. Siempre fue la primera en irse, aunque nadie se lo pidiera. En su vida se dedicó a ayudar a otras a ser otras. A vestirlas. Y vestir es eso: decir algo con el cuerpo. Enmarcarse. Y, a veces, distorsionarse con gusto. Un par de noches antes, con el hombre discutíamos en un restaurante. Llevábamos días así, en una pelea que no encontraba causa ni salida. Peleábamos para encontrar algo. No el tema, sino el tono. Buscábamos un contenido que nos enfrentara lo suficiente como para producir afecto. Pero ninguno alcanzaba. Como si nos lanzáramos objetos emocionales a medio llenar. Había que subir la apuesta. Detrás nuestro, dos mujeres mayores -setenta años o más- conversaban con intensidad de sobremesa. Yo las escuchaba de reojo, o de oreja, no sé cómo se dice cuando uno presta atención sin voltear la cabeza. Después supe que el hombre también las oía. Casi al final de la noche, se despidieron diciendo que tenían que volver a juntarse. Fue entonces, por impulso -¿es siempre el mismo?-, que me acerqué a su mesa y dije que yo también quería ir. Nos reímos todas. Una había sido bailarina, supe después. Cuando se iban, con los oídos de la espalda (sí, también existen), escuché que una decía: “es que ella es de las nuestras”. Nos fuimos hablando de mis nuevas amigas. Yo hablaba, él asentía, hasta que dijo: “¿Escuchaste lo que dijo esa mujer?”. No. No había escuchado esa parte donde él afinó el oído. Una de ellas, en un tono grave y contenido, había confesado que fue cruel con su marido. Dijo: “lo maté”, y luego, casi en susurro: “ni siquiera sé dónde lo enterraron”. Esa noche, ellas –que me acogieron sin condiciones, con esa frase casi ritual: “es de las nuestras” – encarnaron algo que, con el tiempo, he comenzado a pensar: que uno no es la suma de sus actos ni de las versiones que cuenta sobre sí, sino aquello que puede tolerar mirar de sí mismo sin narrarse una excusa. No se trata de recordar ni de confesar. Se trata de poder contemplarse como se mira un sitio al que ya no se vuelve, pero cuyo olor sigue pegado a la ropa. Reconocerse ajena es una forma extraña de libertad. No siempre cómoda. Pero honesta. Ese movimiento fue justo lo que esa noche nosotros no logramos. Estábamos demasiado cerca, demasiado sabidos. Atrapados en la costumbre. Reprochándonos como la gente en redes, mostrando las venas abiertas, esperando que el otro las pise. Tirando nuestras víctimas al campo de batalla solo para cobrarnos una deuda emocional. Y como los señores de la guerra, inventábamos causas para justificar enredos viejos. Discutíamos por nada para defender algo que no sabíamos nombrar. No exageremos. No hay épica en cortarse la chasquilla. No es un manifiesto, ni una forma de desobediencia reconocible por ningún algoritmo de protesta. Pero hay ahí una pequeña deserción. Un movimiento imperceptible para desmarcarse del rol. Lo pienso ahora, mientras escribo. Tal vez el corte fue un modo de romper el bucle. Porque las discusiones con el hombre, los reproches con los hijos, el mandato de ser la misma siempre -estable- hacen que la vida se deslice como en una bicicleta estática. Y en ese movimiento inmóvil, una empieza a disolverse, como si nunca hubiera sido otra. O como si esa otra ya no pudiera volver. Pero vuelve. La otra siempre vuelve. Y no, no me quedó bien. Pero me acordó algo fácil de olvidar: que se puede torcer un poco la forma. Me corté la chasquilla. No cambió el mundo. Pero alguien, tal vez yo, respiró mejor. La chasquilla empieza a crecer. Se acomoda. Se disuelve en el resto del pelo. La promesa de “nunca más” ya está formulada. También su fracaso. Y mientras crece, algo en mí se acomoda. No para ser otra. Solo para no quedarme fija. Esa vez, en vez de gritar, me corté un mechón.   Créditos: La Señora M.

  • El pacto y otros poemas

    El pacto Mi padre menciona una escena común con los parroquianos: hombres de lengua tosca, lúgubres y pendencieros, y la Toña apoyada en el mostrador, tomando cerveza. Una canción folclórica en la radio. Trajín. Algunos relinchos. Cuánta mirada perdida, aunque en las mesas haya servilletas rojas y figuras de origami: grullas, mariposas. Hablan en voz baja, un idioma áspero; no los conmueve la flor de loto, la tecnología, ni el plumaje del colibrí. Como si supieran que el silencio y lo oscuro tienen un pacto donde la vida es una cláusula abusiva. (de Toska, inédito) El espejo de la abstinencia Sacudido por esporádicos temblores enciende la leña; el fuego que abraza la palma y el dorso de sus manos intenta apaciguar la tensión de otro día difícil: desde hace tres meses arranca del ruido y no se atreve a mirar el cielo. Con la camisa mojada, deja caer su espalda sobre el sillón y aprieta los puños. Luego se levanta, agitado, le cuesta respirar, y viendo que es una noche larga de viernes, sin detenerse en la taberna de Leo, tampoco en la de Samuel, atraviesa el pueblo; la brisa de nuevo lo empuja hacia atrás. Pero, como todos los días nuevos y limpios, se queda en el estanque: contempla mudo, en el agua, una inquieta coreografía de estrellas. (de paseo para maratonistas, Buenos Aires Poetry, 2023) Lo que me dijo el jardinero Basta de poemas y mejor búscate un trabajo. No los publiques. No gastes papel, págate tus cosas. Quítate esa carga, ese fulgor. Si entiendes un poema tendrás problemas. No es necesario. Piénsalo bien: cuando solo, en una noche despejada, sin fuerzas después de un día atareado, te instales en el jardín a mirar el cielo y en la estela fina de una estrella que atraviesa el firmamento ves ahí también el hilo reluciente que deja el caracol entre dos hojas, eso es poesía. (de paseo para maratonistas, Buenos Aires Poetry, 2023) En voz alta para que se escuche Ella me dijo que debía ser agradable no ser visto, como el aire, que debía ser hermoso percibir el mundo a otra escala y poder observar lo pequeño, donde detalles que suelen escaparse convierten la más mínima menudencia en un milagro. Me dijo que buscaba un coqueteo con la felicidad, que en su útero tenía todas las respuestas: una página en blanco, un nido donde todo pretende ser pájaro. Me dijo que mejor es ser un esbozo, mejor no conocerse tanto. Me dijo que el silencio, cuando se escucha bien, es el cuello de un cisne. (de Toska, inédito) El baile de las estatuas Algunos todavía esperan de él una sorpresa. Una irreverencia, una locura, un escape. Ansiosos, lo observan como atalayas colgados de las nubes y solo ven laderas de humo en peregrinación constante. Es una lástima, hasta ahora no han obtenido su recompensa. Pero ellos lo saben: ser piedra y viento al mismo tiempo no es una posibilidad. Él ya escogió ser lo que es: una marioneta que baila al ritmo de las estatuas. (de Toska, inédito) Ítaca nos dio un bello viaje La casona estaba vacía y nos metimos por una ventana de atrás y lo primero que hicimos fue acostarnos en esa cama inmensa que parecía un potrero donde soñamos despiertos que éramos los dueños de esos pastos, mientras mirábamos unos cuadros que parecían erizos de mar. Fue entonces que de volados se nos ocurrió colgarnos de unas lámparas macizas y doradas, y para agrandarnos la locura sacar unos botellones de la licorera que eran como huracanes o tsunamis o algo parecido a un pinchazo de lujo en las venas. Y cuando salimos del cascarón, prendidos como el sol, llamamos a unas amigas del barrio nuestro al que tanto adoramos, donde un perro muerto es un asado, donde cortamos un pescuezo si es necesario. La Nati, la Zury, Cloe la Mujer Araña y la estruendosa Rebeca. Cumplieron las fiesteras: llegaron ligeras como el aire. Nos besamos todos al voleo y se nos movió el piso y el Rucio Restini hizo sonar su acordeón de botones y después de bailar a lo gitano y meternos mano como hacían los griegos y los romanos y de revolcarnos hasta el delirio y el cansancio, nos lanzamos todos de cabeza como cohetes a esa piscina olímpica de aguas cristalinas y profundas que para nosotros era un acantilado; sí, nos queríamos quedar a vivir allí. Pero sólo porque amodorrados por la opulencia y el trago veíamos a las estrellas como focos de un cabaré o como los faros de retorno a nuestro mundo. (de Toska, inédito) Finta La pena suele permanecer como pólvora al acecho hasta que encuentra el instante y los ingredientes precisos para su detonación, los sueños se convierten en polvo y el polvo en lodo, y todo lo que alguna vez fuiste o perseguías parece la versión jibarizada de tus tejidos y huesos, una burla del tiempo, una broma cruel, una parodia de mal gusto, y te percibes recortado como fumando sin ojos en una espesura de flores secas y púas. Te puedes quedar, pero se sale de allí bailando, al aire libre, con hombres y mujeres sueltos, niños, barriles de cerveza y alguien tocando el acordeón; no hay otra manera. Ojalá un río. (de Toska, inédito) Crónica final de los infieles Ruidos petrificados. Aparcamientos y sembrados de desperdicios. Un fémur y un cráneo hueco sobre una carretera desolada, ligamentos tensos como alambres. Rascacielos y museos hechos harina de cemento y hormigón, esparcidos entre el estiércol en los campos. La antigua grandeza es un tumor que devora su propio tejido, como un uróboro enroscándose en su cola. Polvo del extravío. Las nubes se arrastran como pieles muertas. El viento sopla entre los árboles caídos una melodía circular, hecha de aserrín. La ambición por sobrevivir se pierde en un laberinto de espejos rotos, donde el ego se evapora en fragmentos atrapados en agua turbia. La fama es un olvido que se diluye en la monotonía de la repetición, solo persiste el zumbido apagado de lo que no encontró su cauce. Las promesas se retuercen, las palabras se pierden en la bruma del nuevo amanecer. Lúgubre y frío, el sol se oculta detrás de un velo de cenizas, como si ya supiera que nada de lo que queda tiene remedio. Cada segundo es un peso como una losa sobre la espalda y los minutos se convierten en una marcha fúnebre. Las caras descompuestas en los suelos son solo máscaras que esconden lo que nunca fue, incapaces de regresar a su forma original. Alrededor, el barro cubre los restos de animales mutilados mientras las sombras se alargan y mezclan como si nunca hubieran tenido forma. En esta procesión de fantasmas, la cima no es más que un espejismo y la pompa un cadáver embalsamado marchando hacia el abismo con pasos de plomo. El triunfo se disfraza de desolación, el alquitrán cubre todas las jinetas y trofeos. El ciclo se repite con precisión maquinal y lo que alguna vez fue deseo se convierte en un adoquín. En el horizonte una lluvia cae como un manto gris que borra todo vestigio, toda reminiscencia, dejando el aire denso como una capa de salitre. Los mares se levantan, tiemblan como medusas. Las piedras permanecen mudas. Las sandías ya no abren su risa como en los veranos. No es el silencio el más terrible testigo del final de esta comedia. Es el murmullo de los gritos y llantos que nunca encontraron oído. (de Toska, inédito) La suerte perra Algunos nacen bajo una luz que no pidieron. Quizás patrocinados por una herradura, el ojo de Horus, un trébol de cuatro hojas o una pata de conejo. Están ahí, sin saber si quedarse o salir. Es como mirar el mar, que se lo traga todo, y no saber si estás viendo una salida o un agujero que te devora. Y te quedas, nadando, igual que los demás. Algunos se hunden intentando salir a flote, otros, incluso ejemplares peores, pero con la fortuna de su lado, se agarran a una boya o a un barco que el azar les pone cerca, como si el viento, en su capricho, hubiera soplado solo para ellos. Dicen que el agua no alcanza para todos. Pero siguen pataleando, aferrados a lo que pueden, mientras otros flotan como globos olvidados en un parque, llevados por corrientes que no entienden. Tal vez no es suerte; tal vez es saber cuándo soltar el peso o cuándo remar con fuerza, aunque el remo esté roto. O tal vez la suerte sea subirse a un techo copiado de Miguel Ángel y lanzarse al vacío, creyendo que el aire hará el resto. Pero el azar no siempre responde. Los cuerpos vuelan por los pasillos de la capilla, entre lámparas caídas y gritos, perseguidos por el caos y sus perros rabiosos. Algunos logran agarrarse a lo que pueden: los bancos, las columnas, las mismas imágenes del techo. Los desdichados luchan, sacudiéndose el infortunio, pero caen de bruces al suelo o son mordidos por la jauría. Otros, como el gato que siempre encuentra el sillón más cómodo, se sueltan. Y entonces el agua que decían escasa, empieza a sobrar. Cómo que no. Apuesto un full de ases. (de Toska, inédito) Paseo para maratonistas Nadie se ha muerto porque el cielo le caiga encima. Sin miedo, entonces, pon tus ojos en un telescopio y zambúllete en esa inmensidad. Dejarás, en parte, de estar en un cuerpo, de pertenecer a este lugar. Existirás en un espacio distinto, sin peso, gobernado por el silencio, donde la vida humana no tiene significado. Comprenderás que todo lo cercano está demasiado lejos a la vez, pero en una zona anterior a la sangre, en la que habitan otras preguntas. No te distraigas, sumérgete, bucea y retiene todo lo que percibas, todo lo que veas, en ese banquete celestial. Captarás que esa tumba y espejo que todavía se burla y expande tiene otra melodía, otra cadencia. Perplejo, si haces caso, probablemente salgas a caminar. (de paseo para maratonistas, Buenos Aires Poetry, 2023) Talismán No me basta con el pacto y nuestras lenguas: por seguridad plantaría un trébol de cuatro hojas en la bodega de tu cráneo. (de Toska, inédito) Augenblick Quedarse o salir. Cargar un bulto o plantar una lavanda. Una luz pública, o la distancia de las estrellas. Cada cual con lo suyo. A fin de cuentas, estamos hechos de partículas, somos chispazos, todos igual de pequeños. Algo así como un guiño de ojo. En ese guiño lloramos y reímos y nos ahogamos. Algunos enceguecidos al sol, otros petrificados en el invierno de la desgracia. Mientras suena el estribillo a lo lejos: Los que comen carne de fugu son idiotas, y los que no la comen, también son idiotas. (de Toska, inédito)

  • Un lado a cada lado de la palabra ella partida en dos

    Ella extraña en el espejo un color que aparecía a la altura de los ojos. Extraña que el baño sea sólo espejo. Encontrarse en un olor desconocido, en un reflejo en el que debe adivinarse. Cada vez más tenue. Como si se desvaneciera. Es el polvo de tus muertos, escuchó alguna vez. Alguna vez parece antes de ayer, pero ha pasado mucho tiempo. Porque ella es tiempo prestado. Tiempo heredado y de reserva que le dejaron en custodia para que no pudiera escapar. Pero no supo retenerlo. Y escapó.   Entonces se acurruca. Se tiende a esperar en el suelo. Y el cuerpo grita. Soy el cuerpo , dice, ¿no me reconoces? Ella cierra los ojos para decir no. Los aprieta como una puerta que se cierra para siempre. Las llaves van pasando de bolsillo y detrás se empujan los muertos. Golpeando. Pero el sonido que silba en el oído es más fuerte y los golpes se pierden en el ruido blanco del audífono.  Todas las deudas pendientes están saldadas, cómo entonces el debe aumenta. El haber son hojas caídas de los árboles. Restos en bolsas negras que parten en camiones de basura. Quién sabe dónde. Lo sabe bien. Es el espejo quien habla al público de los espejos: van al vertedero. Donde las queman. Como las cenizas de tu padre. Como el polvo de los huesos de tu madre con el que te atragantas al desayunar. Como el cuerpo carcomido de los que están próximos a irse al otro lado de la puerta. A nuestra gente se la lleva el tiempo. Y los borra. Su piel se eriza. Eso fue un escalofrío. Y se encoge más. Se aprieta tratando de juntar las partes. Que los pies no se marchen por el pasillo. Que las uñas no le arañen la cara. Que la cabeza no flote a la altura del lavabo. Ella tira de la cuerda y la devuelve a su lugar. Sobre los hombros. Queda al revés, mirando por la espalda. Todos los días son una destrozo. Las palabras dejan frío al paisaje. Sólo la dinamita lo conmueve. Entonces ella parte la palabra el-la en dos. Construye. Se concentra en decidir de qué lado debe colocarse. Ningún pensamiento se mueve. Cada idea se atrinchera esperando el jaque. Para acordarse corta un mechón de pelo y lo guarda en una caja. Así sabrá a qué huele su interior. Ponerse trampas es anticipar los duelos. Le responde una polilla que sale del armario de su cuerpo. Revolotea y se estampa varias veces contra la lámpara. Después se queda quieta y la mira desde el techo. Tiene muchos ojos. Ella sólo dos. Ambas sienten asco.  La metralla en el oído aumenta, estalla y hace silencio después. El baño es un cubo hermético, como un taper de cocina, un lugar seguro para pasar de página. Así se entiende lo sobre entendido, qué lado es cada lado de la puerta. Qué parte del cuerpo se llevarán esta vez. No se puede hacer verbo de las grietas que rasgan las juntas de los azulejos por donde se escurre el agua ni regar la raíz de los itinerantes. Raíces leves y aéreas como las de las plantas parásitas que se aferran a cualquier árbol para sobrevivir.. La flor extravagante es solo parte de su circo.   Respira. Recuerda tus lecciones, recita en voz alta aunque no puedas respirar: “En 1650, Otto von Guericke inventó la bomba de vacío usando los Hemisferios de Magdeburgo. Von Guerick estudió los tratados de Pascal y Torricelli  sobre la presión atmosférica. Con su bomba hizo una espectacular demostración de la inmensa fuerza que puede ejercer la atmósfera. Ante un atónito grupo de colegas, mostró que cuando dos hemisferios de cobre de 50 centímetros de diámetro perfectamente ajustados se unen formando una esfera y se hace el vacío en su interior, ni siquiera dos postas de ocho caballos tirando de la esfera pueden separarlos”.  Era eso. La presión desollando la carne. La presión reventando los nudos de los nervios. Suelta el aire. Recuerda tus lecciones. Ella se extraña del vacío. De Magdeburgo. Le extraña ver a su madre con la esfera llevándose un dedo a la boca para indicarle que no hable. Cállate,  dice. O mátate. Sólo el silencio dignifica . Después la madre se arregla las cejas, llena la bañera y se tiende dentro con cara de muerta para que alguien cierre el ataúd. Suficiente. Ella desconecta el audífono. Hay un lado a cada lado del ruido. Todavía hay un lado a cada lado de la palabra ella partida en dos. Cierra los ojos porque cerrar los ojos es no. Y los aprieta en un no definitivo. Hora de recoger las sobras. Dejará un reguero de migas para orientarse. Cuando consiga levantarse se duchará. Se restregará bien el cuerpo con jabones y perfumes antes de vestir la máscara. A partir de ahora llámame A. Porque me estoy reduciendo. Man Ray - Sin título [Mujer con los ojos cerrados] c. 1928

  • ¿A dónde van las palabras?

    Notas sobre Las Gratitudes, de Delphine de Vigan   I Comencé a leer este libro no sólo por la confianza que me había dejado el texto anterior de la autora, Las Lealtades (Anagrama), sino –además– por el entusiasmo con el que me lo recomendó una joven mujer de ochenta y cinco años en el micro que nos llevaba de regreso. A ella, a la ciudad; a mí, al pueblo. Charlar con un desconocido en un viaje que hace escalas puede suscitar el brillo que se esconde, entre los huecos cotidianos.             Ella, la mujer, venía de las playas de San Clemente del Tuyú luego de permanecer allí casi cincuenta años. Quizá, por ese tiempo transcurrido, me dio la sensación de que, en su mirada, perduraba el múltiple efecto del oleaje: un gesto fuerte, dulce y grave.   Ocurrió de repente. Su mano de apariencia adolescente me señaló la tapa del libro, acariciándola. Algo aconteció de forma inesperada. Algo que no pudo captar, en totalidad, ni siquiera la tecnología más avanzada. Algo que Federico García Lorca denominó Duende: un duende fugaz. Ese duende que visita a la niñez, también a la vejez.               II         La novela es narrada por dos personajes: Marie y Jérôme. Cada una de estas voces es sostenida por un tercer personaje – el hilo conductor de la historia –: Michka. Una mujer que cuidaba de Marie cuando era una niña. Y es precisamente ella, Marie, quien da inicio al libro, desde el final, inaugurándolo con la siguiente pregunta viva: “¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias? Unas gracias sinceras. La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda”.     III La vejez, la juventud, la infancia, el recuerdo –el olvido–, son algunos de los asuntos por dónde se desplaza la narrativa de estas vidas. Y, como suele ser la vida; hacia adelante pero también hacia atrás. Los caminos que conducen los personajes no son en forma recta sino, más bien, caminos curvos que transportan imágenes y sonidos : “De pronto varios pitidos rompen el silencio […] Michka parece sorprendida, mira a su alrededor, observa la pulsera que lleva puesta, como si el sonido pudiera proceder de este objeto tan raro y tan feo que al final ha decido llevar”.   Perder y ganar. Ir y volver. Demorarse. Vivir hacia afuera, también hacia adentro.   IV   Vuelvo sobre las pérdidas  –una de las zonas – del libro. Pienso en ellas como un eslabón inevitable de la cadena de la vida. Lxs niñxs pierden los dientes temporarios (de leche) y saben que están creciendo, aunque venga el ratón Pérez. Los adultos empiezan a perder los dientes permanentes y, con suerte, comienzan a saborear que están envejeciendo. Unos los suplantan, otros siguen creyendo en la magia de la espera, otros dejan de creer en la emergencia del absurdo.   Envejecer es aprender a perder .               V   Cuando leía a Jérôme, uno de los protagonistas, pensé en los profesionales de la salud que acompañan a sus pacientes en sus procesos y, entonces, además pienso que son otros afectos que, en sus prácticas, alojan las huellas del encuentro: “Soy Logopeda. Trabajo con las palabras y con el silencio. Con lo que no se dice. Trabajo con la vergüenza, con los secretos, con los remordimientos. Trabajo con las ausencias, con los recuerdos que ya no están y con los que resurgen tras un nombre, una imagen, un perfume. Trabajo con el dolor de ayer y con el de hoy. Con las confidencias. Y con el miedo a morir. Forman parte de mi oficio”.   Michka no es alguien que sólo va y vuelve; la niña que ha sido, la mujer que leyó a Doris Lessing, a Sylvia Plath, a Virginia Woolf, entre otras, retorna y se esparce en una niebla sutil y voraz. Caen los contornos de la edad. Lee, aun así, aunque intenta buscar las palabras, aunque le cueste, hace un esfuerzo por leer: evoca a la familia que la hospedó durante el Holocausto para darle las gracias.   Los profesionales también pierden a sus pacientes, que son, a la vez, irremplazables. Es un lazo afectivo –distinto– como los de los amigos, la familia, las parejas. Hay quienes, todavía, no pueden asignar un turno en el horario que esos pacientes concurrían. La experiencia no sirve para nada, cada persona habita un mundo. Y hay un mundo detrás del mundo circundante.   “Vivir es vivir a pérdidas”, escuché decir una vez a una psicoanalista. ¿Qué ocurre cuando alguien comienza a perder el lenguaje? ¿Y con sus cuidadores? Como lo ha cantado La Grande Sophie: “¿A dónde van las palabras /que resisten /que desisten /que razonan / ¿Y emponzoñan? […]/ ¿A dónde van las palabras/ que nos hacen y deshacen /que nos salvan /cuando todo nos abandona?”.      VI Por mi área de estudio y de trabajo (Bibliotecas, Archivos y Centros de Documentación) conozco el riesgo que conlleva la indización y el resumen de un material bibliográfico; por más minuciosa que sea esa tarea, una pieza queda en el camino. Creo que es algo conocido por los traductores de lenguas extranjeras. Al pasar una palabra de un idioma a otro, algo siempre se pierde.             ¿Qué tan importante es la relación entre un autor y un traductor? Les Gratitudes , título en francés de la obra, fue traducida al español por Pablo Martín Sánchez. Uno de los pasajes, que me conmovió hasta los huesos, fue el de “merdi” por el de “gracias de merdad”.   Un traductor es como un curador. Cuida la sensibilidad que compone a una palabra.     VII Algo más. Mientras mi mirada se deslizaba, por los pliegues de la novela, no pude evitar recordar el libro Envidia y Gratitud (Paidós), de Melanie Klein, y entonces, se abrió el baúl de los tesoros y pensé en una filósofa que ha escrito sobre ese texto: Florencia Abadi. Tanto en   sus ensayos  El sacrificio de Narciso  (Punto de vista Editores) como en El nacimiento del deseo  (Pólvora Editorial), Abadi teoriza y pone en circulación un “antídoto” contra la envidia (otra divinidad): la Gratitud. De esta forma le devuelve – a la palabra – su potencia performática.             Dar es perder, con los ojos cerrados. Saber recibir -el gesto más complejo de la condición humana- , con las manos abiertas.     VIII   Terminaré, como lo ha hecho Marie, con un reinicio; el epígrafe de François Cheng en la novela: “Reímos, brindamos. Desfilan en nosotros los heridos, / los lastimados; les debemos memoria y vida. Pues vivir / Es saber que todo instante de vida es un rayo de sol / En un mar de tinieblas, es saber ser agradecido”.

bottom of page