Barbarie pensar con otros
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- Lecturas de duelo: el dolor como placer
Nunca pensé que un libro tendría la capacidad de provocarme una sensación corporal intensa hasta que leí La hija única de Guadalupe Nettel. Recuerdo la sensación exacta de presión en el pecho, de falta de aire, de mareo intenso mientras leía las últimas páginas del libro, tratando de avanzar, porque quería seguir leyendo, y al mismo tiempo frenaba de a ratos porque no me sentía bien. Nettel es una escritora mexicana, contemporánea, ganadora del Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero por su libro de cuentos El matrimonio de los peces rojos , y ganadora del Premio Herralde de Novela por su novela Después del invierno . En La hija única , narra la historia de tres mujeres que afrontan la maternidad de manera muy distinta, por no decir de manera opuesta. Una de ellas, Alina, la voz más fuerte y dramática del libro, se entera a los ocho meses de embarazo de que su futura hija no logrará sobrevivir. Cuando finalmente lo hace, por un milagro o por los milagros de la ciencia, lo que le queda es una sobrevida corta. Es decir, una vida con los días contados, aunque nadie sabe bien cuántos. Una vida, además, tortuosa, limitadísima, a la cual Alina, como madre, intentará adosarle su propia vida, como si el resultado de uno más uno siempre evolucionara, invariablemente, hacia algo mejor. Alina, entonces, ensanchará cada día de su hija a través de todo tipo de experimentos amorosos. Porque si hay algo que desea es que su hija sea eterna, que exista para siempre, pero sabiendo que eso no ocurrirá (nunca ocurre, por supuesto), está claro que lo que se propone es darle en el poco tiempo que tienen juntas una experiencia que se pueda recordar con alguna modalidad de la alegría. En La hija única , la muerte está siempre presente; es lo que hace avanzar a la historia y lo que finalmente también la interrumpe. La impostura de una felicidad rota desde el principio es lo que angustia al lector; también saber que el final está cerca y que ya sabemos cuál es, pero sobre todo duele y pesa la certeza con la que se lee el devaneo de una madre que sabe que la muerte no la liberará del sufrimiento que siente. ¿Dónde encontrar la felicidad cuando se espera la muerte? En la misma línea, la escritora argentina Julia Coria escribe Todo nos sale bien (Odelia), otra novela que tiene la capacidad de dejar al lector sollozando. Autora, también, de la saga conformada por La hora primitiva (Tusquets) y Familia serán ustedes (Tusquets), a Coria, que es socióloga, le interesa la escritura del yo como recurso para narrar y describe su anatomía en El ombligo del mundo: Notas para escribir autoficción (La Crujía). En Todo nos sale bien Coria cuenta, en primera persona, la agonía de su marido, que tiene un cáncer terminal. El libro es una especie de diario que relata la vida cotidiana de una familia que acompaña en la enfermedad. ¿Dónde está la felicidad cuando lo que se espera es la muerte? Esa podría ser la pregunta que subyace en todo el libro. Tuve la oportunidad de entrevistar a Coria, ya hace algunos años, y charlamos sobre la literatura como catarsis. Ella decía algo así como que no le gustan los libros en los que todo es lúgubre, abrumador, sufrido. Por eso, me explicó, el título de su novela es más bien positivo: Todo nos sale bien . Lo que buscó, mientras escribía, era rescatar esos destellos de bienestar que pueden persistir incluso en medio del drama más grande. También me contó que no escribe para que los lectores sientan lástima por ella, sino que escribe porque su historia puede ser leída como una novela, como una historia imaginativa en la que hay un nudo y ese nudo va desanudándose hasta aflojar. Cuando la muerte es una especie de felicidad La uruguaya Fernanda Trías, con su primera novela, La azotea , que acaba de reeditarse en castellano, no se queda atrás. Mucho de lo que después aparecerá en Cuaderno para un solo ojo , La ciudad invencible , No soñarás flores y Mugre rosa ya estaba ahí. Trías acaba de publicar su último libro El monte de las furias . En La azotea , cuenta la historia de una familia disfuncional constituida por un padre enfermo, arropado eternamente en una cama y acompañado por un pajarraco encerrado en una jaula precaria, su hija, y la hija de su hija. Ni el padre ni la joven trabajan: viven de lo que la exesposa del papá les dejó, luego de una muerte lo suficientemente sospechosa como para despertar intriga a lo largo de toda la novela. Los tres viven un departamento del que casi no salen (y no es una novela pandémica). La encargada del edificio, que es al mismo tiempo, una mujer temida, les hace las compras. Pero llega un momento en que los recursos empiezan a mermar, la presión de los vecinos por que salden sus deudas empieza a dejarlos sin agua, sin comida: sin aire para seguir respirando. Y esa es la gran metáfora. Mejor la muerte si la vida es eso que tienen ahí. El final, aunque durísimo —genera todo menos esperanza (perdón por el spoiler )— resulta esperable. Trías parece decir que la gente desesperada hace cosas inimaginables. Y ahí está, el lector, pidiendo un poco de piedad. Placer y dolor La literatura de duelo es una especie de subgénero que tiene sus muchos lectores y que como fenómeno podríamos identificar como secuela de la escritura de Joan Didion y, en particular, de su libro El año del pensamiento mágico . Allí cuenta cómo perdió a su marido y a su hija en una especie de catarata de infortunio. Pero también está Sigrid Nunez, con Cuál es tu tormento , llevada al cine por Pedro Almodóvar con el título de La habitación de al lado , donde narra la complicidad entre dos amigas que deciden afrontar la eutanasia con humor, humanidad y amor. Dicen que la ficción ayuda a catalizar sentimientos, a sublimar ideas que racionalmente intentamos evitar, evadir, negar. Hace falta más tiempo y voluntad para entrar en estas historias de duelo donde el dolor de las palabras se traduce en sensaciones físicas difíciles de narrar. Si coincidimos en que la literatura no debiera ser instrumental, es decir que no tiene el deber de servir para algo, o ser útil, entonces, cabe preguntarse qué tipo de placer podemos sentir cuando es todo dolor. - La hija única Guadalupe Nettel Ed. Anagrama, 2020
- Rojo pasión, rojo sangre
En la carne nace toda sabiduría. Cuidado con lo que no tiene carne. Cuidado con los dioses: cuidado con la idea. La Reina de los condenados , Anne Rice En el año 1992 se estrenaba en los cines Drácula, de Bram Stoker , cinta basada en la novela homónima de Bram Stoker, publicada en el año 1897, y que se convirtió – hasta el día de hoy – en uno de los manuscritos de ficción epistolar más traducidos de la narrativa gótica. Dirigida por Francis Ford Coppola ( El Padrino ) ha sido considerada como una de las adaptaciones más fieles a esa obra del siglo XIX. Aunque – como suele ocurrir con una mirada novedosa– también la que traicionó el núcleo narrativo: fundó un vínculo amoroso en dos de los personajes principales . A modo de prólogo, ambientando una Rumania de 1492, la película introducía a un hipnótico Gary Oldman ( Amada Inmortal ) en la piel de Draculia; conocido por ser un sanguinario guerrero de la Orden del Dragón. Su armadura – sin piel, a carne viva– y parte del vestuario, elaborado por Eiko Ishioka ( Mishima ), vislumbró la composición del personaje. En la historia, Draculia estaba casado con Elisabeta, interpretada por una icónica Winona Ryder ( Mujercitas ) y a quien besó y abrazó antes de ir a la batalla que le asignaron ir, para defender la palabra de Dios, de quienes estaban en oposición. En el medio de la batalla, Elisabeta recibía una carta, arrojada por una flecha, donde los enemigos de Draculia anunciaron su muerte. Creyendo esas palabras, escribe una carta contando que su vida no tenía sentido sin él, y que se reunirían en el cielo. Luego se quitó la vida lanzándose a un río. Draculia, al regresar, la encontró muerta en el suelo, cubierta de algas – como Ofelia en Hamlet , de William Shakespeare –. Los sacerdotes le enseñaron la carta que ella dejó y le comentaron, además, que estaba maldita por atentar contra su vida. Consumido por la ira, el guerrero, renunciaba a Dios jurando vengar la muerte de Elisabeta y clavó su espada en un símbolo sagrado: una cruz que derramó una de las cifras de vida de una persona humana: la sangre. Sangre que al beberla lo transformó en un nosferatu: un vampiro. En Londres, cuatro siglos después, Mina, interpretada – una vez más– por Ryder se hospedaba en la casa de su amiga Lucy, a quien dio vida la actriz Sadie Frost ( El celo ). Mina era una maestra que solía estar vestida con los conservadores vestidos victorianos de color pastel, y portaba en sí, cierta inocencia; Lucy, en cambio, era una aristócrata que no ocultaba su interés hacia lo desconocido (nada más lejos de cómo se la describía en la novela de Stoker). Mina estaba comprometida con Keanu Reeves ( Constantine ) interpretando a Jonathan Harper; un abogado que le encomendaron viajar a Transilvania para concretar la venta de una casa en Londres que su antecesor, el Señor Renfield, no pudo finalizar. En el viaje, Jonathan, leía con atención la carta del nuevo comprador: ni más ni menos que el Conde Drácula. En la correspondencia, el conde, le explicaba que su carruaje lo recibiría cuando llegara a destino. Esa trayectoria de viaje– y la película– musicalizada por el compositor polaco Wojciech Kilar ( La muerte y la doncella ) y los efectos visuales de Tom von Badinski( Godzilla ) conducían al espectador hacia un clima enigmático: unos ojos azules que observaban en un cielo rojo. A medida que la película transcurría, el espectador podía ir desvelando poco a poco los planes de Drácula: conquistar a Mina, a quien Drácula creía la reencarnación de su amada Elisabeta. Para llevar a cabo esos planes contó con la ayuda de sus novias vampiresas, interpretadas por tres actrices de lenguas multiculturales: la italiana Mónica Bellucci( Malena ); la israelí Michaela Bercu; y la rumana Florina Kendrick. Cada vampiresa con su particularidad física (como la cabellera de medusa de Kendrick), pero caracterizadas en alusión a un estilo griego y bizantino, y maquilladas, en conjunto con el elenco, por Greg Cannom( Hannibal) y Michèle Burke (La Celda). Las tres creaturas le quitaban vitalidad a Jonathan bebiendo de su sangre, mientras Drácula se iba en Barco a Londres a buscar a Mina . También hay que decir que, sin escenografía no habría película: un castillo, un templo, una mansión, criptas, laberintos y jardines han sido el resultado del trabajo a cargo de Garrett Lewis. Tanto la novela, como la película, describen las habilidades que tiene el vampiro: puede transformarse en lobo, ratas, murciélago y en niebla; puede hipnotizar a los seres humanos; y puede manipular el clima. Pero ese mundo detrás del mundo tiene sus limitaciones: puede caminar bajo la luz del sol, sí, pero sus dones están debilitados; no puede ingresar a un hogar sin invitación (en principio) y necesita de la tierra sagrada de Rumania para su descanso. Esa atmosfera inexplicable es la que, según H.P. Lovecraft ( Dragón ) y Horace Walpole ( El castillo de Otranto ) otorgan la autenticidad que se desplaza en una ficción gótica. Hay dos actuaciones de la película, además de Oldman por su puesto, que resaltaron de riqueza: el Doctor Van Helsing, a quien le dio vida Anthony Hopkins ( El silencio de los inocentes ) y Tom Waits, al Señor Renfield. Van Helsing era un médico especializado en ocultismo cuya obsesión, exclamada a gritos en una escena, era Drácula, y por ende Mina – que algo de él olía en ella–. Renfield, por otro lado, era un abogado que, a raíz de conocer al Conde, perdía la razón y empezaba a llamarlo “Maestro” y que, al volver a Londres, era recluido en una institución mental. Sin embargo, el mismo Renfield les advertía a los demás sobre Drácula: siempre dijo la verdad. Pero por su extrañeza no le creían: lo excluían. Fue el personaje de Mina quien, en un momento de cercanía, le creyó: creando un breve lazo que lo sacaba del aislamiento, con un modo que tenemos los humanos: dialogando. Hubo grandes aciertos estéticos por parte del guion adaptado por James V. Hart: la escena en la que Mina caminaba por una vereda con un mítico vestido color verde y Drácula la observaba con unos lentes azules – el color que Rebecca Solnit define como el color de la distancia– y en la que él le susurraba: “mírame, mírame” haciendo que ella – en un primer plano– lo mirara. Después de todo, el cine, en parte, es eso: rostros y miradas . Además de los primeros planos en los que el alemán Michael Ballhaus indicaba qué instrumentos utilizar para concentrar, difundir y recortar escenas iluminadas de rojo, y la cámara pathé que utilizaron como un guiño al cine mudo y a D. W. Griffith. E Imposible dejar de lado la imagen del personaje de Lucy, como una inmortal, vestida de blanco simulando a un reptil en el mausoleo. O al mismo Drácula vestido de negro besando a Mina con un imponente vestido rojo, rodeados de velas encendidas. La ropa fue el gran concepto audiovisual que le interesó a Coppola: el vestuario como luz y la escenografía la contraluz que evocaba los sueños. Si bien Drácula estaba sumergido en una melancolía de la cual no podía salir; un duelo que no supo hacer y que su odio lo anclaba, es factible evidenciar que la película señaló ese inicio: se odia lo que antes se amó. Por otra parte, hubo fuerza radicada, en una palabra – en el cuerpo de una palabra –, palabra cuya etimología lo puso en movimiento; lo sacó del anclaje, la palabra recordar: volver a pasar por el corazón. Cada vez que el Conde, o el Príncipe, recordaba a Elisabeta, su malevolencia se esfumaba, la ternura se asomaba. La historia concluía en un lazo de gestos: de lo humano y lo divino. Habrá otras adaptaciones de Drácula, de esa novela en la que Stoker se inspiró a partir de un sueño; una “pesadilla” en algún lugar de Inglaterra y que, como cuenta Elizabeth Mac Andrew, la esencia de lo gótico radica en la ficción de las pesadillas. Lo que si podemos afirmar es que ese trabajo fílmico y colectivo de los años noventa, y que está grabado en varias capas de nuestro aparato sensorial, tiene la capacidad de la menta seca: pase el tiempo que pase no desvanecerá su perfume.
- Imaginario sin patria
Si el padre fuera la patria, Guillermo Grebe sería un despatriado. Uno que se ha expresado en las fronteras, que ha permanecido desafiliado, que ha cambiado de hábitos e ideas, que se ha exiliado y retornado varias veces. Uno que no hace filas, sino rondas. Parejamente dispareja es tu pintura. Tal vez el cambio permanente de imaginario sea el rasgo más notable de tu obra. Es que yo soy un pintor medio bipolar. Hay un síntoma de libertad en ese cambio, no te amarras a una identidad fija. Y eso, en estos tiempos de fanatismo identitario, me parece valioso. Tal cual. Eso es parte de mi manera de estar en el mundo. Yo cambio porque me aburro. Y eso es lo que me pasa. Pero siempre vuelvo a la pintura, por algo es. ¿Qué te pasó cuando saliste de la universidad? Que sentí que no iba a vivir del arte. Eso requería de un rigor y una disciplina que me daban lata. Y yo era muy disperso. Además eso de pintar para vivir y que me manden a hacer unas pinturas para yo vender no me convencía, todavía no me cuadra mucho. Por otro lado, era difícil en ese momento proyectarse en cualquier cosa; había una crisis tremenda, época de protestas, finales de dictadura. Mucha turbulencia, revuelta social y la Universidad de Chile era también un núcleo de contracultura. Yo no me proyectaba como artista. Salí de la universidad con un súper buen examen, me saqué un siete, pero no me quise titular. ¿Para qué si no iba a vivir del arte? Yo decía: “Ya estudié, ya sé pintar, pinto bien”. Ahora pienso que me faltó un padre que me obligara a titularme. Me faltó la “ley del padre”, porque él se involucró poco en mi vida. Yo digo que fue un error no titularme, y se lo atribuyo a mi padre. Porque cuando uno es adolescente y es pendejo, está el padre como esa ley que debería obligarte a terminar la carrera. ¿Cómo influye en tu constitución psíquica la falta de padre? Mucho. Es lo que te decía. Me faltó esa ley, ese orden. O sea, mi padre estaba pero era un tipo muy lineal, era como anodino, era muy enfermo y era un artista frustrado. Mi viejo era un dibujante impresionante, pintaba solo, autodidacta, pero no logró desarrollarse y constituirse como una figura potente para mí. Saliendo de la universidad te metes en el mundo de la publicidad. ¿Cómo fue eso? Me puse a hacer cositas gráficas y tenía como cliente a Manpower, un instituto de secretariado. Y después me conseguí una práctica en una agencia de publicidad chiquitita, que era muy fuerte gráficamente. Al final entré a una de esas agencias grandes trasnacionales como asistente de director de arte y, de ahí, estuve 15 años trabajando en distintas agencias. Terminé llevando cuentas con clientes, viendo contenidos, todo. Ahí yo estaba casado con dos hijas. Y después de 15 años retomas la pintura Por el año 2002 me separo y empiezo a quebrarme. Tuve una presión muy heavy y me quedé solo y sin pega un tiempo. Ahí monté un taller pequeñito y volví a pintar. Eso duró un par de años y de nuevo estuve sin pintar otros diez años. Pero el 2013 regreso definitivamente a la pintura y eso marca un punto de inflexión importante, porque desde entonces tomo la decisión de ser artista profesional, aun cuando pueda combinar el trabajo de taller con otras cosas. ¿Cómo eran las obras que hiciste entre 2013 y 2024? Era un trabajo mucho más programático y vinculado a mi práctica en publicidad, no solo a nivel estético, sino también en la forma de operar. Yo me planteaba series temáticas, en las que desarrollaba una idea. Estudiaba y leía para configurar ese contenido que luego pasaba a una imagen digital y finalmente al óleo sobre tela, en grandes formatos. Hice series basadas en obras de literatura y películas y creaba universos construidos como collages digitales. Recurría a imágenes de internet, clichés publicitarios, íconos pop. Es decir que esas obras son combinaciones de referentes que pertenecen a la historia y a la cultura popular. Es mi trabajo más conocido: con colores vibrantes, imágenes fuertes y directas, figurativo. Con estos elementos armé escenas que tenían un carácter surreal, donde se generaban contradicciones y situaciones bizarras. La verdad es que yo me divertí mucho haciendo esas obras, había algo vitalista, eufórico y me conectaba de manera muy eficaz con los entornos artísticos. Renuncias a una fórmula exitosa para lanzarte a una pintura totalmente distinta, casi opuesta, sin ninguna certeza sobre cómo esta nueva obra será recibida. Obedece a una necesidad interna, como te digo. Yo necesité entrar en un contacto más profundo conmigo mismo, y también regresar a cosas que venían de la infancia, como el hecho de dibujar. Ahora estoy dibujando mucho, estoy trabajando más cercano a la poesía y con un compromiso del cuerpo, de la mano. Es una obra más sencilla, de un formato más pequeño, más íntima y artesanal. Hay varios renunciamientos ahí: salir de una zona de comodidad, renunciar a la fórmula, abandonar lo tecnológico y también la grandilocuencia del formato… Pero si te soy honesto no tengo mucha respuesta para explicar los cambios en mi obra. Supongo que mi trabajo hace eco de mis propias transformaciones. Siempre ha sido así: estoy en algo, lo sostengo, pero llega un momento en que me aburro. Estas últimas obras tienen algo así como un anacronismo contemporáneo. Y eso es interesante, porque no solo desmontas identidades, sino que también cuestionas la idea del tiempo lineal y repones un tiempo circular, que actualiza el pasado permanentemente. Puede ser. Yo no creo en el progreso. Si uno mira la historia del arte no hay progreso. Es que la imaginación es anacrónica. No está en el pasado ni el futuro. Claro, la construyo en mi mente, porque yo no estoy trabajando con ninguna imagen externa ahora, es lo que se me aparece. Puede aparecer cuando estoy durmiendo. De repente aparece el cuadro en la forma de un croquis. Por eso se me hace natural, porque yo toda mi vida dibujé, desde que tengo cuatro años. Obra de ronda Hablábamos el otro día de esa frase de Lemebel sobre las filas y las rondas. Y tu obra ha sido una obra de la ronda. Yo siempre he dicho que es femenina mi obra, yo soy muy femenino, siempre me he vinculado emocionalmente con mujeres, me crie con madre y hermana, tuve y tengo muchas amigas mujeres, mis hijas son mujeres. Ya te digo, no tuve mucho modelo paterno. ¿A ti te gustan todas tus obras? Me gustan más las que hago ahora. Sin embargo, hay pinturas de las realizadas entre 2014 y 2022, que me vuelan la cabeza, que de verdad me fascinan. ¿Y por qué te gusta más tu actitud de este periodo? Por cómo me siento yo pintando. La gestualidad es más inocente. Siento que es algo más propio, más auténtico, sin pretensión. Pero está la pretensión de hacer este gran libro. ¿O eso no es una pretensión? Más que pretencioso, es tener un libro que contiene 11 años de trabajo y que tal vez sea una llave especialmente diseñada para una puerta que no me he atrevido a abrir yo por mí mismo. Un libro es una manera de quedarse con la memoria entre las manos y ver que pueda pasar con eso. Has permanecido al margen del circuito profesional del arte. Yo diría que he mantenido una sana distancia que me encanta. Nunca me gustaron las inauguraciones. Me cargan los circuitos que tienen que ver con el poder. Odio tener que pagar para exponer y todas esas ofertas raras que prometen visibilidad. Yo evito todo eso porque vivo muy lejos de ahí. Pero hay mucho poder en publicidad. Sí, pero como publicista me da igual, porque no soy publicista, soy artista. Además, mientras tú hacías esta cosa surreal, más lúdica, había una corriente mucho más fuerte imponiéndose, que era como más conceptual. Nunca te iban a llevar a una Bienal.Ni a una feria, por suerte. Me arranco de esos lugares. No pertenezco. ¿Qué piensas de la noción de estilo? Sirve para ubicar, pero no es nada. Yo aprendí una cosa últimamente, que es el misterio, más allá del estilo. Es la pintura por la pintura, nada más. La pintura como fenómeno. Francisco Varela hablaba de la fenomenología radical, como la actitud de observar un fenómeno sin insertarlo en una grilla racional. Decía que al clasificarlo previamente, lo que se perdía era, precisamente, la complejidad de la cosa en sí. Es una actitud de receptividad total, aceptando las cosas en su complejidad y su contradicción, sin tratar de que calce con mis juicios. Claro. La pintura sería una especie de superficie energética que se entrega al observador, que se resiste a ser explicada, porque la explicación lleva al reduccionismo. ¿Pero tú que esperas de quien observa un trabajo tuyo? Que me cuente lo que sintió con la pintura. Si se emocionó, si le fue indiferente, si se aburrió. Porque es algo emocional. ¿Y si alguien no sintió nada? Es raro que no exista una emoción frente a una pintura o un dibujo; la indiferencia o el desprecio incluso son emociones que dicen mucho. Pero si llegara a pasar que alguien no sintió nada habría que aceptar que no hubo encuentro amoroso entre la obra y quien la mira. Entonces, como siempre, tendría que empezar de nuevo.
- Ya habló el loro, ahora quién va a hablar
*Texto presentado en el Coloquio Imposible Presente: Crisis de la Crítica. Universidad de Valparaíso. Septiembre 2025. Dicen que en momentos de crisis civilizatoria, reaparece un renovado interés por la mitología y la tragedia, incluso más que por la filosofía. Así fue tras la Gran Guerra: quizá porque, frente a lo absurdo, ofrecen una aproximación más antigua, más ambigua también; capaz de alojar la contradicción y lo fragmentado. Para los griegos, el teatro de la tragedia era el lugar donde se procesaban los restos: lo que no cabía en las instituciones de la ciudad. Ahí se pensaban las cosas sucias: el incesto, el parricidio, la autodestrucción, la ambigüedad moral. Lo que la polis no podía asumir sin escándalo, encontraba en escena su espacio. Uno podría preguntarse cuál es hoy ese lugar. La terapia podría ser, y al mismo tiempo podría uno pensar a la terapia como teatro. Pero, desde el punto de vista de la ciudad, ¿qué ocupa hoy ese lugar? ¿La filosofía, la psiquiatría, las columnas de opinión, Twitter, la crítica? Probablemente, un poco de todo. Y, sin embargo, tal vez ese lugar esté vacante. Al menos en un sentido. Porque no es seguro que estas prácticas alcancen algo que está en el núcleo de la tragedia. Su concepción de la condición humana: en la tragedia el sujeto está desgarrado, dividido entre fuerzas irreconciliables, sin resolución pacífica. Esta concepción no debe confundirse con el sujeto herido. Porque la herida puede cerrarse, se puede reclamar reparación. El desgarramiento, en cambio, no cicatriza, no se redime, no se repara. Y, sobre todo, no se resuelve por la vía de la razón. Lo que no quita que se intente, tanto como se intenta aplicar la vieja lógica sacrificial: culpar a alguien o a un grupo para creer que algo se va a arreglar. Este podría ser el costado trágico -o cómico- del pensamiento crítico: cuando intenta curar lo herido, pero pasa por alto el desgarro. Entonces se obstina en ayudar a quien no quiere ser ayudado, o al menos no así. Recuerdo la caleta Chuck Norris: los muchachos fueron llevados a un hogar protegido y, a los pocos días, volvieron al río. O la mujer que regresa con el hombre violento, y que, peor aún, oculta ese regreso a quien ha intentado salvarla. El crítico tampoco se libra: ¿quiere un bien, o su propio bien? Alguna vez hubo un grupo de estudiantes que liberaron a los ratones de un laboratorio en la Universidad de Chile. Los ratones murieron a dos metros del laboratorio porque no sabían vivir de otra manera. Es un poco como ese cuento terrible de Ursula K. Le Guin, Los que se alejan de Omelas : hay un pueblo feliz, pero sostenido en un sacrificio: un niño en la miseria. Algunos no lo soportan y se alejan, otros se hacen los tontos, porque entienden que la felicidad se sostiene en esa excepción. Pero hay algo aún más cruel: si a ese niño se lo ayudara, y conociera otra forma de vida, su sufrimiento se volvería humano, consciente, y no lo soportaría. ¿Qué es salvar, entonces? Ni siquiera salvar. Ayudar. Hacer lo correcto apenas. La flotilla en la que iba Greta Thumberg hacia Gaza, (la primera) se topó en el mar con unos migrantes sudaneses, los recogieron y devolvieron a la guardia internacional europea que hace retornar a los migrantes a sus países de origen. Fue polémico, entiendo que la misma institución de la flotilla, hizo un reclamo o algo así. El dilema quedó expuesto: ¿se salva en abstracto, o se salva de a cuatro, si es que eso es lo que se puede en un momento determinado? En este sentido, lo profundo, y lo maldito, de la estructura trágica es que el conflicto nunca está únicamente afuera. Incluso cuando hay un conflicto real más allá de nosotros, ya estamos implicados en él. No hay un exterior puro. Porque nadie es totalmente inocente ni transparente para sí mismo. Como mostró Vernant, la tragedia surge cuando dos razones verdaderas colisionan. No hay locos ni malvados por definición: el héroe no puede sino equivocarse, justamente porque cumplir con un deber implica traicionar otro. La verdad está partida. El sujeto también. El escándalo - skándalon , la piedra en la que tropezamos— no viene del extranjero, ni del capitalismo, ni del enemigo del día: viene de ese desfase interior, de esa doble pertenencia que nos arrastra. No hay armonía perdida que recuperar. Hay una tensión constitutiva que insiste. La tragedia no pregunta quién tiene razón, sino cuánto daño produce tenerla. Por eso conviene promover una memoria reflexiva, no la que fija un enemigo perpetuo, sino la que recuerda lo que somos capaces de hacer. *En esta visita a Valparaíso estuve en el nuevo Museo del Inmigrante. Su tema son las oleadas de quienes llegaron entre los siglos XIX y XX: italianos, alemanes —el colegio alemán estuvo un tiempo bajo el partido nazi—, judíos, árabes, españoles. Todos huían de algo: del Imperio Otomano, de los pogromos, de las guerras civiles, de la pobreza. Después los bandos cambiarían, ya lo sabemos. Pero muchos cruzaron en la misma condición el Estrecho de Magallanes, que era casi un suicidio. En una proyección digital se veía ese mar feroz, y desde la cubierta de un barco salían disparadas las maletas, cada una con una bandera distinta. Al final, lo mismo: distintas huellas, la misma intemperie. Desde mi hotel, la vista es una metáfora. Estoy en lo alto: se alcanza a ver hasta las dunas camino a Concón. Y me veo a mí misma, mi historia, porque nací aquí. En esta zona tuve comienzos y fines del mundo. Mirar desde arriba no es lo mismo que mirar desde lo alto: es ver las capas. Es ver la Historia y la historia al mismo tiempo. Como esa mirada que Borges atribuía a los sueños: donde aparecen todas las edades. No se trata de un saber omnisciente, sino de otra cosa: un instante donde lo contradictorio convive. Donde el tiempo no está ordenado, sino sedimentado. Y la historia -con h minúscula o con mayúscula- se deja ver como una superposición de capas. Ver así, en creo, permite otra relación con la crisis y con la crítica. La crisis no es un accidente, sino parte de la textura. Y la crítica deja de ser escándalo o sentencia: se vuelve lectura. Una forma frágil, momentánea, de sostener lo que no se resuelve. Entonces, ¿hay una crisis de la crítica porque ya nadie escucha a los críticos? Algunos, como Bifo (Franco Berardi), dicen que lo mejor es desertar. Sé que después se ha intentado explicar que no es exactamente desertar lo que quiso decir, que en realidad se trataría de otra forma de permanecer; una especie de resistencia en negativo, o algo por el estilo. Como sea, el autor deja sentir su frustración, y también su melancolía. Y con todo el respeto que le tengo a la melancolía, sigo pensando que escribimos para pensar, no para convencer. Tal vez no se trate de tener la razón, sino de buscar las razones -o las sinrazones- que todavía no conocemos. Escribir no con lo que quisiéramos que exista, sino con lo que hay. Y desde ahí, intentar ir un poco más allá. En todo caso este es un problema antiguo. El poeta inglés del siglo XV, John Skelton, escribió un poema que se llama Habla, loro . En él, un loro habla furioso y dice que “la cosa no estaba tan mala” desde el diluvio de Deucalión. Mezcla frases en varios idiomas, va de allá para acá. Quienes lo han estudiado dicen que el poema está lleno de ruido, escrito de un modo que se parece a lo que nos pasa hoy: tenemos que esforzarnos en discriminar qué importa y qué no, qué es hablar y qué es repetir como loros. Lo interesante es el efecto del poema: una vez que habló el loro, hay una interpelación: ¿quién se atreve a hablar después? Y como se trata de un poema enojado -y eso, se sabe, despierta con un soplido las fuerzas miméticas, el contagio social-, tiene un truco. Es tan confuso que no se puede repetir el enojo como un loro. No puedes decir: “¡yo también! ¡Y yo también!”. En su libro La indignación total (2019), escrito en plena era de escándalos, Laurent de Sutter examina la estructura misma de la razón para repensar la crítica. Por un lado, toma distancia de la idea de que pueda existir una razón pura, sin anteojeras. Por otro, se aleja también del argumento que, aunque reconoce los sesgos, cree posible quitarlos. Schopenhauer, por ejemplo, pensaba que en la medida en que alguien quiere tener razón, la razón se pervierte por la vanidad. De Sutter responde: eso no es perversión, es condición humana. A fin de cuentas, la razón quiere tener razón. Lo que sí es perverso, es desconocer que la razón y el pathos no están tan separados. Que el crítico también está afectado, tironeado por fuerzas diversas. De Sutter toma como ejemplo el caso del editor de un diario danés que, en 2005, publicó un dossier con caricaturas de Mahoma. Su idea era “probar” que la libertad de expresión estaba bajo amenaza, debido al crecimiento de la comunidad musulmana en Dinamarca. Pero más que un gesto ilustrado, fue una trampa. Una prueba: ¿qué harían? Si no respondían, quedaban humillados. Si lo hacían, quedarían como fanáticos histéricos. El editor no solo buscaba defender la razón: buscaba tener la razón. Y lo logró. El escándalo escaló: amenazas de muerte, tensiones diplomáticas entre países. Pero lo decisivo fue que dejó a toda una comunidad sin salida, solo quedaba reaccionar. Lo que más los enfureció no fue el odio en sí, sino que se ocultara bajo el ropaje de la razón ilustrada. Que no se reconociera la pasión que sostenía ese gesto: el odio. Y debajo de ese odio, casi siempre, lo que hay es miedo. El miedo es legítimo. El pecado es transformarlo en argumento. Lo más interesante del caso es que muestra cómo, a veces, una crítica hecha en nombre de la razón no apaga el incendio, sino que lo aviva. Intensifica aquello que denuncia. Mal que mal, los musulmanes daneses querían, como casi todos, simplemente estar tranquilos. De Sutter lanza la sospecha:¿podría ser que, a veces, la crítica mantenga un romance neurótico con la crisis? *¿Para qué sirve la crítica? ¿Desde dónde mirar? ¿Para salvar algo, para probar una tesis? Son preguntas elementales. El dramaturgo libanés Wajdi Mouawad escribió que, en todo conflicto, hay un momento en que cesan los impulsos asesinos. Un momento en el que, aun si parece imposible concebirlo, aparece la conciencia de que habrá un después. Que algún día, las personas heridas -de todas las formas en que se puede estar herido- volverán a convivir. Esa idea impone un deber al testigo: preguntarse por su responsabilidad en el odio que se esparce. O, al menos, sostener algo más que el presente: además de salvar vidas, defender la posibilidad de un después. Algo semejante escribió Donald Winnicott en una carta dirigida a Churchill, cuando este decidió entrar en la Segunda Guerra Mundial. Allí decía: no debemos dar por sentadas las razones para ir a la guerra, debemos explicitarlas. Que los alemanes lo hagan tan fácil en esta coyuntura, siendo los malos, no significa que, por contraste, los ingleses seamos automáticamente los buenos. Y agrega: esta vez, sí, tenemos el deber de liberarnos. Pero será después cuando veremos si somos capaces de sostener esa libertad. Ese después es la verdadera dificultad: sostener la democracia cuando ya no hay un enemigo claro. Porque no se debe ganar una guerra como quien gana una moral infinita. Tarde o temprano, alemanes e ingleses volverían a hablarse. Leí una entrevista a Rita Baroud, una joven palestina evacuada de Gaza. Ahora está en Marsella, y no logra vivir. Está desesperada por su gente. Dijo en la entrevista: “Me da lo mismo, hagan setenta Estados si quieren, un país puede empezar de cero, pero no se puede traer de vuelta a los muertos”. Tal vez la decencia de una crítica, en momentos así, sea esa: defender el presente. No sacrificar vidas en nombre de un futuro abstracto. Defender el presente es más difícil, más sucio incluso, porque exige hacer arreglos desesperados, pactos inestables, detener como sea la masacre. Las abstracciones, en cambio, se sienten limpias. Nos invitan a sumarnos. Ahí podemos quedar bien: con el grupo, con nosotros mismos. Pero muchas veces tienen nombres de soluciones finales. Pienso que si escribir aún tiene sentido, es por eso: porque entre la sangre y las lágrimas hay que seguir hablando como si un después fuera posible. Porque si no, es traición. *Una vuelta más al asunto de la tragedia. Después de las guerras, también los psicoanalistas entraron en crisis. Los neuróticos de Freud parecían personajes sacados de El mundo de ayer de Stefan Zweig: sujetos divididos entre el deseo y la culpa. Tras la catástrofe, en cambio, volvieron a escena los pacientes límite, descritos por primera vez en 1938: impulsivos, bipolares, incapaces de hacer un duelo, sin sostén simbólico para atravesar las fracturas de lo cotidiano. Si alguna vez el Conócete a ti mismo había tenido eficacia clínica, en estos pacientes no había un “sí mismo” a donde ir. Se habló entonces de debilidad del yo, de psiquismo fragmentado. El psicoanálisis desplazó su mirada hacia lo infantil, lo temprano, lo llamado preedípico. Los analistas de adultos tuvieron que aprender de los de niños. Quiero responder qué es lo preedípico desde la tragedia y no desde la psiquiatría. ¿Quién es Edipo antes de ser el que se arranca los ojos? No es un tonto ni un junkie ni un ignorante. Es un rey, y un rey que sabe: descifró el enigma de la esfinge, gobernó bien. Pero su saber era el de la razón en tercera persona. A la esfinge le respondió: “el hombre”, el genérico, el abstracto, sin sexo. Murió la esfinge pero la peste no dejó a Tebas. Y la peste no es sino la crisis: nada nace. Edipo usa su poder de rey para saber, para encontrar al culpable. Toda la tragedia “Edipo en Tebas” se la pasa gritando. Yocasta le advierte: mejor no saber. Tiresias también, y lo acusa de arrogancia: serás igual a ti mismo. Hasta que Edipo descubre lo esencial: el culpable es él. Recién entonces responde en primera persona: soy yo. Ahí ocurre algo distinto: no saber, sino verdad. Y ese efecto de verdad, a diferencia del saber abstracto, es lo único que puede tocar la a la realidad. La peste cesa. En la serie Adolescencia ocurre algo semejante: en el último capítulo, el muchacho asume la culpa. Aunque siempre se supiera que era culpable, había un video que lo implicaba; todos lo sabían, incluso los espectadores. Pero, igual que los padres, preferíamos no saber. Y esto porque la verdad no está en los ojos. Hoy lo vemos todo ¿no? Y eso no garantiza nada. La tragedia está más lejos del “solo sé que nada sé” -que sigue siendo una forma de saber- y más cerca de lo único que sabe el psicoanálisis: “solo sé que no sé que no sé”. Es decir, creemos saber. Y el “conócete a ti mismo”, que en su origen era advertencia de no creerse un dios, se convirtió después en promesa: que conociéndose, sabiendo, habría cura para nuestra condición. Tal vez fue un malentendido griego, del cual es heredero nuestro pensamiento. Como sea, la tragedia es muy digna, pero tiene un problema. Como decía, su problema no es la falta de saber, sino la falta de salida. No hay una palabra que interrumpa la venganza perpetua, las maldiciones, el destino. Y no se vaya a creer que las maldiciones es cosa antigua. Desde luego no es magia, es más bien un problema de lenguaje. En una sesión de psicoanálisis, hay un instante preciso en que alguien llega a su encrucijada. Y cuelga de un hilo. Basta una milésima de segundo para que todo se precipite... y empiece a decir lo mismo de siempre. Habla el loro. Si no se detiene ahí -si no se corta el bla bla justo en ese punto, se vuelve a entrar en el círculo. Como Edipo, antes de Edipo: quien cree que progresa pero anda en círculos. Que alguien diga otra cosa para cambiar la trayectoria, no es tan obvio ni fácil. No es fácil decir algo que toque la realidad. La tragedia es tragedia porque no corre el tiempo, no hay un después: solo cumplimiento, destino. Por eso la maldición se cumple. Cuando el tiempo se cae por alguna razón, por teoría, por deserción, conveniencia o ataque de pánico; la guerra se libra por el espacio. La lógica es simple y cruel: si un ascensor se atasca, para respirar hay que empujar; empujar para ser. Así ocurrió con Layo y Edipo en el cruce de caminos: ninguno respeta la ley del tiempo. La ley que dice, primeo pasa uno, después del otro, primero el padre, luego el hijo. Pero ellos quieren pasar al mismo tiempo. El conflicto se vuelve entonces especular, circular, cerrado sobre sí: no hay abertura posible. La maldición no es magia, es literalidad. Maldecir es también mal leer. “Un padre matará al hijo, un hijo al padre”: escándalo para Layo y Edipo, que toman la frase al pie de la letra, como si fuera una orden en lugar de una advertencia. Pero quizás, si esa sentencia se leyera como metáfora -es decir, como un desplazamiento, una torsión del sentido-, no habría tragedia, sino simplemente historia. Una historia de padres e hijos. Recordemos que metáfora viene de "traslado", "transporte". Que una palabra no sea idéntica a sí misma, que no cierre. Que no encierre. Quizá ahí esté la grieta posible: justo en el momento en que uno está por repetir como loro una frase calcada del destino, atreverse a torcerla, abrirla. Ensayar otra manera de decir. Otra manera de estar. Y así, quizás, torcer también el tiempo. ¿Por qué tropezamos, una y otra vez, con la tentación de definir lo que aún no ha llegado? ¿Qué obstinación del pensamiento nos lleva a reemplazar el porvenir por una definición? Cerramos el tiempo, incluso en nombre del progreso, del futuro. Y así comienza el idilio con la crisis: todo parece ya escrito, como si la historia solo pudiera repetirse. La salida griega al encierro trágico fue el logos , la razón. Y sí, claro que puede romper maldiciones: con saberes, con instituciones que encauzan las pasiones y la lógica suicida de la venganza perpetua. Pero solemos olvidar un detalle: la conciencia ética -la que obliga a decir “yo fui”- no nació de la razón ni de la pedagogía, sino de una interrupción: una crisis. Como si el pensamiento, en el sentido fuerte de la palabra, no comenzara con una tesis, sino con una tos. No como lección, sino como quiebre. El pensamiento crítico no se transmite, irrumpe. No nace del orgullo, sino del temblor. Lo cierto es que incluso el logos puede convertirse en un loro que repite. ¿Qué podría, entonces, interrumpir esa repetición? ¿Qué truco inventa tiempo donde parece no haberlo? Tal vez una razón que no busque ganar, que no se afirme contra algo, sino que se atreva a pensar con algo, para dejarlo moverse. De Sutter habla de una razón inclinada. Inclinada como el gesto clínico -palabra que viene de kline , cama: inclinarse para auscultar. En la clínica se dicen frases como “¿y si…?”, “a lo mejor…”, “nos vemos mañana, no lo decidas hoy”. Frases que no clausuran, que no apuntalan una certeza, sino que abren: crean un después. La tragedia, en cambio, en su forma de catástrofe, comienza cuando ya no queda otra lectura posible. Cuando la palabra, en vez de abrir, encierra. Una frase que se adhiere al cuerpo como condena: “tú eres eso”. En francés, je te tue : te nombro, te mato. En psicoanálisis hablamos del “bien decir” contra lo maldito. Bien decir no es lo correcto ni lo verdadero. Es algo que ocurre apenas un instante, cuando una palabra toca lo real y desacomoda lo fijo. Ese movimiento, que no dura, puede cambiar la posición de alguien. No es doctrina. Es experiencia. A veces, sucede. La bendición, en todo caso, fue quizás uno de los primeros gestos humanos para protegerse de las palabras que hieren. No fue un gesto griego. A veces la salida no proviene del interior del sistema que nos aprisiona, sino de otro paisaje. Para quienes inventaron la polis -la ciudad como razón y orden político-, la interrupción vino, alguna vez, desde el desierto. Allí se ensayó otro modo de concebir el tiempo: frente al tiempo circular de los griegos, apareció un tiempo abierto, nacido de otra tradición que crecía en paralelo, la hebrea. También allí se propuso otra manera de crear, de ordenar el caos, de responder al abismo. Ambas son raíces de nuestra forma de pensar. Aún oscilamos entre ellas: entre el ciclo y la promesa, entre el eterno retorno y la palabra que abre camino. Pero hay una fuerza en esa oscilación: nos recuerda que no venimos de una sola figura del mundo, ni de una sola manera de pensar. Y tal vez ese sea nuestro olvido más profundo: que salir no es huir, sino pensar de otro modo. No se trata de romper el círculo por la fuerza, sino de imaginar otra figura. Otra geometría para el deseo, para la espera, para el comienzo.
- Cada quien con su Paraíso y su Infierno. Gurnah y el Psicoanálisis.
¿El Paraíso? ¿O Un Paraíso? Probablemente al escuchar la palabra paraíso , cada quien se imagine lo que quiera o lo que pueda. Hay toda una tradición judeocristiana que moldea el imaginario colectivo al pensar en el Paraíso, pero, al fin y al cabo, lo que usted piense a propósito de esa palabra no será lo mismo que lo que yo pienso mientras escribo estas líneas. Así de simple y así de complejo: eso intenta explicar, desde el psicoanálisis, la función del significante. O, para decirlo más sencillo, de las palabras. En la consulta no nos quedamos, como analistas, con lo que “yo creo que el paciente cree” sobre tal o cual cuestión, sino que atendemos —y luego leemos— lo que para cada paciente significa cada palabra. A qué otro significante remite, en este caso, la palabra paraíso . Ni más ni menos que eso. Sin embargo, no deja de ser un atolladero constante para quienes practican la clínica. Se le llama el “comprender demasiado rápido”: eso que termina por obturar o silenciar la verdad del paciente. Y es que existe una tensión en nuestra formación como “profesionales de la salud mental”, en la que desde la psicología se nos instruye para comprender los padecimientos de la mente, mientras que en el psicoanálisis uno se forma para no comprender , con el fin de habilitar la emergencia de la verdad del paciente. A veces —y me atrevería a decir que la mayoría de las veces— esa verdad no se alinea con los ideales del bien o del bienestar. Por ejemplo: una persona insiste en estar en una relación amorosa, aunque sus actos tienden siempre a estropearla. ¿Habría que llevar a esta persona a una terapia que intente hacer coincidir sus actos con su deseo de “tener pareja”? ¿O habría que interrogar lo que en esos actos se juega respecto de ese supuesto deseo? Este ejemplo puede ser burdo, pero basta para señalar que el paraíso de uno no es el paraíso de otro. Y que si un psicólogo o terapeuta intenta convencerlo del suyo —el del terapeuta—, usted está lejos de una práctica clínica, y aún más de una atención psicoanalítica. Tan sencillo como complejo. Este tema —el de qué es qué para cada quien— es precisamente uno de los ejes de la novela del escritor y premio Nobel Abdulrazak Gurnah. En ella se narra la historia de Yusuf, un niño de 12 años que abandona su hogar, entregado por sus padres a un supuesto tío, Aziz, quien en realidad es un mercader que lo toma como pago de una deuda. La novela abarca aproximadamente cinco años en los que Yusuf vive distintas experiencias en el África oriental a principios del siglo XX, época de pleno colonialismo europeo. Como buena obra de un escritor africano, combina la belleza y la crueldad de una cultura tan lejana y tantas tan veces desconocida para nosotros. Gurnah describe escenas de pobreza y violencia difíciles de imaginar para quienes hemos nacido en cualquier otra parte que no sea África, pero lo hace con una sutileza que mantiene la tensión justa para no desviar la mirada y seguir la historia de Yusuf. En ese contexto, a propósito del esclavismo y la libertad, surgen varios diálogos que tensionan la idea de que “otra realidad” podría ser incluso peor. Yusuf sabe que Aziz es un comerciante que lo esclavizó, pero nunca deja de haber cierto cariño y respeto entre ambos. Kalil, un amigo que conoce en la casa del “tío Aziz”, tuvo muchas oportunidades de escapar; sin embargo, permanece allí. Para nosotros, la pregunta inmediata sería: “¿Por qué no se van y viven libres?”. Pero, ¿qué significa la libertad en un África salvaje, colonizada por alemanes e ingleses que tratan los cuerpos y las vidas de los africanos sin la menor conmiseración? Si el lugar de nacimiento es un basural, ¿no podría ser un paraíso el pequeño jardín de la casa del tío Aziz? Si el destino era ser esclavo de un grupo de piratas, ¿no sería un paraíso vivir bajo el alero de un mercader —esclavista, sí— que al menos trata “más humanamente” a sus esclavos? Probablemente, ciñéndonos a una primera lectura de la historia, nuestra primera respuesta sea no dar espacio a la pregunta y actuar en pos de la liberación de esos esclavos. Pero, ¿no estaríamos actuando desde nuestro ideal de bienestar —moderno, latino, privilegiado— sin considerar las implicancias que tendría para Yusuf o Kalil ser lanzados a esa libertad? ¿Qué es lo que para cada uno de los personajes se juega de paraíso o infierno en sus decisiones y experiencias? Sí, podemos tener ciertas nociones generalizables del bien y del mal; una moral, una definición más o menos compartida de lo que podría ser un paraíso o un infierno. Y actuar desde ahí. Pero, en términos éticos y en la clínica, la pregunta siempre atañe a un otro cuya verdad no siempre es fácilmente accesible. De no ser por eso, no existiría eso que llamamos Psicoanálisis. Si una novela nos obliga a cuestionar los lugares comunes, entonces, sin duda, vale la pena su lectura. - Paraíso Abdulrazak Gurnah Ed. Salamandra
- Interfaces: notas sobre el movimiento
Acerca de la obra de Andrés Benjamín I Quizás empezar por lo que no es: no es una obra que se pregunte por lo humano y lo poshumano, no trabaja con tecnologías ni tampoco integra la mezcla arte y ciencia. No es una obra que mire hacia el futuro ni hacia su colapso. Interfaces es una performance creada por Andrés Benjamín que surge de una pregunta anterior, más primigenia, incluso: qué es el cuerpo, qué es el movimiento. Busco la definición de movimiento y leo. Pero pronto recuerdo que Mario Montalbetti dice que los significados no son las palabras que aparecen a la derecha de una entrada léxica del diccionario. Entonces qué es el movimiento. Muy a pesar de Montalbetti leo y me quedo con la segunda definición: estado de los cuerpos mientras cambian de lugar o de posición. Estado de los cuerpos mientras cambian. La palabra estado es la que importa. Pensar en el movimiento físico como un estado que podría pensarse a sí mismo solamente en el andar. II Dos cuerpos enfrentados en los extremos de una sala oscura, apenas iluminada. Uno se desplaza, el otro queda quieto; uno se adhiere objetos industriales, el otro está tapado en listones de madera; uno se activa con los elementos que se pliegan a sus articulaciones, el otro está impedido de movimiento. Mientras el cuerpo activo camina, el cuerpo aparentemente inerte empieza a moverse. Es casi imperceptible y observo que moverse con esa lentitud es difícil. Ambos son cuerpos expandidos que se travisten de la ciudad. Cuerpos que al atravesarla no salen ilesos, sino que transformados. Porque todos los elementos que se adhieren a ellos son objetos que la ciudad desechó. Se nutren de lo inútil. “Diferentes, los cuerpos son todos algo deformes. Un cuerpo perfectamente formado es un cuerpo molesto, indiscreto en el mundo de los cuerpos, inaceptable. Es un diseño, no es un cuerpo”, dice Jean Luc Nancy en 58 indicios sobre el cuerpo . Con un afán de darle rápidamente una narración a la performance, mi primer pensamiento es cómo ciertas estructuras que aparentemente nos sostienen son las mismas que imposibilitan movernos. Ni adelante ni hacia atrás, ni hacia arriba ni hacia abajo. Un cuerpo extraño que porta materiales rígidos. Todo lo que aparenta ser fácil —extender los brazos, dar un paso y luego otro y otro y otro, rotar la cabeza, girar el torso— se vuelve radicalmente difícil. Pero visto desde otro ángulo tal vez no impide el movimiento si no que hace surgir otro distinto . III Interfaces se construye en contra de la versión instrumental del movimiento. Opuesto al funcionamiento de las prótesis —creadas para posibilitar la fluidez del andar—, los elementos ensamblados, por mucho que se acoplen a las articulaciones del cuerpo, buscan lo contrario. Quizás ahí está su potencia: en llegar a un estado psíquico al que se accede a través de la dificultad autoimpuesta. Casi metafísica. Pensar en el movimiento desde su imposibilidad. Algo así como pienso en el movimiento porque no me puedo mover . Y entonces ese estado, que naturalmente es físico y que bordea lo autómata, entonces, solo entonces, se vuelve muy mental y el cerebro se incomoda y se pregunta qué partes activar. En sus primeros trabajos, Rebecca Horn exploró las extensiones corporales luego de estar acostada un año en un hospital. Fue así, desde la horizontalidad y escasa movilidad que ideó aparatos para pegarse a sí misma y así pensar en la relación cuerpo-espacio. En sus performances vemos guantes de los que salen dedos de madera extremadamente largos, cuernos, una máscara con lápices adheridos; exoesqueletos que le posibilitaron tocar lo que con su cuerpo no podía. IV Rebobino la escena. Una etapa anterior a Interfaces se constituye solo del caminar. Porque todos —exactamente todos— los materiales que ocupa en la performance están hechos de elementos que recoge de las calles de Santiago que son parte de su recorrido habitual. Entonces se genera una suerte de arqueología industrial. Son piezas que son fruto del azar y que las muestra tal como las encontró: con sus roturas y manchas. En el libro Nuevas derivas , Jacopo Cristevi, plantea que “distintos artistas se lanzan a caminar y a desencorsetarse de todas las normas capitalistas que prescriben cómo hay que aprovechar el tiempo y cómo hay que optimizar el esfuerzo propio”. Con ese lente se ha analizado la obra de Richard Long Una línea trazada al caminar , en la que el artista logra crear una huella de su caminata en el campo, repitiendo el trayecto hasta dejar una raya entremedio de los pastizales. Acaso con el deseo de decir yo estuve aquí . Lo mismo pasa con Francis Alys, el artista que movió por las calles de Ciudad de México, durante nueve horas, un gran cubo de hielo hasta que se derritió completamente. Entonces en Interfaces, para que ocurra, existe una doble condición: caminar es tan importante como no hacerlo. V Vuelvo a la sala oscura, apenas iluminada y viajo a la cabeza de ese gran cuerpo amorfo: el ejercicio es simple extender el brazo es algo que hago todos los días todo el tiempo va a ser fácil debiera ser fácil incluso con estos artefactos pegados de pronto todo tiene una densidad logro extender el brazo es un movimiento lento de pronto me doy cuenta la lentitud del movimiento es lo complejo pero mi trabajo es precisamente ese moverme es lo único que tengo que hacer ahora tengo que estirar una pierna de la que aparecen otros tres puntos de apoyo mi pierna ya no es solo una pierna, sino una cosa extraña que debe funcionar con sus externalidades me muevo siento todo ¿siento también esas tres maderas que salen de ella? parece que sí ahora tengo que arrastrarme por el suelo tengo palos anclados a mi cabeza ya no distingo dónde empieza ni dónde termina mi cuerpo no solo soy carne hueso músculo si no también tuerca metal madera me miro desde afuera soy una gran prótesis
- Godín
El trabajo es lo más divertido, podríamos pasarnos horas observándolo. Anónimo “Godín”, dícese en México del oficinista de nueve a dieciocho horas o de cualquier otro asalariado al que su jefe inmediato le diga, durante su primer día de trabajo y con toda la naturalidad del mundo: “Bienvenido. Desde hoy, tu cuerpo y alma nos pertenecen”. No es broma, esas fueron las primeras palabras que pronunció el de por sí atrevido licenciado Echeverría; lo hizo, para más espanto del lector, casi al mismo tiempo que sobre su rostro una sonrisa graciosa y enorme se ensanchaba más y más, a la par de cada sílaba que su subconsciente había elegido como la más apropiada para saludar a Jaime, el nuevo godín, pobre e infeliz hombre, quien en su sorpresa sólo atinaría, por eso de las circunstancias y de los modales, a sonreír de vuelta, mientras contemplaba los blancos y afilados dientes del que ahora sería su patrón. Sólo eso, pues pese a lo mefistofélico de la frase que la acompañó, Jaime no dudó ni por un segundo en estrechar la mano de su ahora bienaventurado benefactor, al mismo tiempo que expresaba, al modo de quien ha sido salvado por la divina providencia, “gracias”. No hemos de juzgarlo, después de todo, al igual que muchos otros mexicanos, Jaime ya cumplía casi medio año sin encontrar trabajo y esta… Pues, no manches, esta se avizoraba como una gran oportunidad para pagar deudas y comenzar a vivir como todo ciudadano decente lo desea. No por nada, su reverente “gracias” y, obviamente, su sumiso apretón de manos, se constituían allí, y nada más que allí, entre esos dos hombres, como la representación perfecta de un sueldo que, a su parecer, no resultaba ser tan deleznable como el de otros muchos acá en Jalisco. De hecho, resulta posible afirmar que su actitud, en particular con respecto a la al menos inquietante elección gramatical del licenciado Echeverría, se debiera ante todo a las sumas y restas que Jaime realizaba dentro de su cabeza, al tiempo que se repetía en esta, a la manera de una gotera de baño mal arreglada: “Un sueldo fijo me dará seguridad y la seguridad me brindará felicidad y la jubilación tranquilidad y la tranquilidad de viejo incluso más felicidad”. No obstante, y fuera de cualquier otro cálculo, un momento mínimo de cordura lo atraparía justo cuando caminaba rumbo a un pequeño cubículo blanco, ubicado en una sala sin ventanas y pintado a la manera de la muerte oriental: “Desde hoy, tu cuerpo y tu alma nos pertenecen”, repitió. Sin embargo, entonces, no le dio mayor importancia. Antes de ser godín, Jaime oficiaba por 79 miserables pesos la hora como maestro de asignatura en una de las muchas universidades de Guadalajara; muy poco para cualquier pretensión de futuro y muy poco para cualquier aspiración de presente. Y eso que Jaime era un buen maestro; pero lo cierto es que quien dijo que la educación es lo más importante dentro de la sociedad contemporánea no conocía México o quizá nunca pasó una temporada trabajando acá; mucho menos conoció los gobiernos de turno. Dicho de otro modo, quien no ha conocido cómo funcionan las cosas por estos lados, no entendería lo normal que le parece a la mayoría el recibir un sueldo bajísimo, el mantener la cabeza abajo, el disfrutar las lambisconerías consentidas y la imposibilidad cierta de ascender a no ser que se llegara a tranzas, palancas y otras argucias propias de quien entiende, al modo en que lo hacen las máximas autoridades de nuestro país, que la única forma de vencer al Estado es la trampa, la tangente... Si no al foso o a la chingada. Y qué decir si eres mujer, indígena o peor, mujer indígena, pues te jodes más. La neta es que, entre arriendos, comidas, transportes, la edad le caería encima a nuestro protagonista y, con esta, el aterrizaje forzoso con respecto a la posibilidad de que todo su esfuerzo, digno del más supremo mártir de la independencia –¡Arriba Hidalgo!– fuera realmente para crear un mejor país. ¡Chinga tu madre, Hidalgo! En términos locales, todo se había ido a la “tiznada” hace rato y él ya lo había descubierto desde hace mucho: sólo que para aceptarlo fue preciso rendirse primero como pedagogo, muy tarde, para morir lentamente después. Así que, sin más que hacer, ahí estaba nuestro Jaime: ciego, sordo y mudo aceptando una chamba que pagaba significativamente mejor que la docencia; esto aun cuando el godín aceptara vender su dedo y su culo para uso privado entre las nueve y las dieciocho horas de lunes a viernes y entre las nueve y las catorce los sábados, sentado hasta enrojecer, en un cubículo en forma de trébol que a fuerza compartía con tres colegas más, Juanita, Lupita y Alfredo, y con la obligación de identificarse dactilarmente para salir, para comer y hasta para ir a cagar. Por lo demás, Jaime había encallado, nunca mejor usado el adjetivo para él, entre esas cuatro paredes pintadas de un blanco tan profundo que quien lo mirara fijamente correría el riesgo de olvidarse de cualquier cosa que ocurriera fuera de ahí hasta de repente dejar de existir para el mundo. ¡Benditos sean quienes hacen caso a su intuición! “Desde hoy, tu cuerpo y alma nos pertenecen”, ¿realmente había dicho eso el licenciado? Muy tarde para darse cuenta. Y bueno, el tiempo no perdona y, a la larga, obviamente este lo dejaría en claro. Jaime, pese a las dificultades iniciales para acomodarse en su nueva realidad, más pronto que tarde comenzaría a olvidarse de sí mismo durante las extensas jornadas para las que él mismo había comprometido su palabra; porque de contratos ni hablar. Jaime, al igual que sus compañeros, no tardaría en mimetizarse con el mobiliario entre risas y aplausos de godines y patrones que avalaban su espíritu de trabajo como quien celebra al payaso en el circo. Esto llevó a que el cumplimiento de sus tareas fuera cada vez más eficiente, a la vez que estas se multiplicaban exponencialmente por el mismo salario. Poco a poco, comenzó a correrse el chisme de que, si la luz estaba encendida en la oficina, el mundo debía dar por sentado que Jaime estaba ahí, frente a su computadora, con “la playera bien puesta” como quien asume que su cuerpo y su alma le pertenecen a la empresa. Rápido, Jaime se convirtió en el trabajador modelo, en el chiqueado de la oficina, aunque nunca le dieran un ascenso o siquiera un aumento; incluso su esposa acabaría divorciándose de él mediante secretaría, porque nuestro héroe no podía abandonar su puesto de trabajo, ya que, según su propia opinión, todos contaban con él. Con ello, su cuerpo se fue haciendo más pesado, probablemente por la inevitable falta de ejercicio, o bien, por los muchos halagos que recibía durante el día a día, que también suelen hinchar la panza según mi abuela. En consecuencia, el desprenderse de su asiento se convirtió en algo imposible; incluso su enorme silueta le sobreviviría sobre el cuero de esta muchos años después. Jaime parecía eterno en esa oficina. Parecía. No obstante, como bien sabemos, nada es para siempre y pronto las arrugas y las canas comenzaron a multiplicarse como surcos cavados por esos mamados obreros mexicanos que no cobran casi nada y que hacen casi todo. Y así, poco a poquito, se fue haciendo viejo, muy viejo, viejísimo hasta que, en un segundo momento de lucidez, finalmente comprendió que había escuchado perfectamente bien: “En cuerpo y alma”. Pero ya no importaba. El último día laboral de Jaime sería el 1 de marzo de 2030. Durante esa jornada, Jaime flotó hacia la luz por un estrecho túnel en el que su regordeta alma apenas cupo, alma que dejó en la oficina su cuerpo, su culo y su dedo, con sesenta y dos años. Nadie iría a su funeral. La empresa le sobrevivió. El patrón también.
- Lectores
Una de las obsesiones de los lectores pobres es la velocidad, de la vida, de las páginas, del tiempo, mellado siempre por la falta de dinero. La noche para ellos se extiende como el último recinto que les queda sin jefes. Así, se disfrazan de insomnes para recuperar el tiempo perdido que le dedicaron durante el día en demasía al trabajo, a la familia, a la pesadilla de la responsabilidad. Extienden su día hasta la madrugada leyendo, dado que en su jornada habitual deben permanecer sumidos en la obediencia. El pan que se llevan a casa no se gana con lecturas, pero para ellos, el libro está más alto que el pan (una herejía tanto cristiana como insulínica) El más alto honor del lector pobre (que para el mundo debería constituir su más horrible bajeza) es competir siempre con el lector rico. El lector rico que está exento de la velocidad, del insomnio, de la manutención. Aunque cabe señalar que estos lectores más bien aristócratas, casi ya no existen. Hoy el rico igual se ajetrea. A Proust le llevaban el desayuno a la cama y este hasta se jactaba de mentirle a sus padres para no salir a un compromiso familiar y quedarse entre las sábanas leyendo. Quizás el caso más patético del lector pobre es Henry Miller, que ha influenciado a numerosos discípulos a competir por el tiempo. En su ensayo Leer en el retrete lo expresa así : "Aunque la vida me ahorque, la miseria, el trabajo, las deudas , los arrendatarios. Yo leeré igual y lo haré incluso (y sobre todo) cuando esté cagando y superaré a los ricos, a los que les sobra el ocio en los patios de sus campus universitarios". Siempre cuando me acuesto tarde (Proust se acostaba temprano y con esa frase empezaba sus libros) pienso en los lectores pobres, intentando ganar la "pole position" de la lectura, saben que mañana en medio de la esclavitud del trabajo, su acceso a la cultura estará varada y un lector rico lo podrá adelantar silbando plácidamente.
- Desperté lleno de presagios: una odisea visual
Coco González es un artista neo conceptual y neo pop, es un creador, productor, editor y reciclador de imágenes propias y de otros: la misma necesidad de recuperar las imágenes contiene al mismo tiempo su extinción, ya no sólo como ícono, si no como materia, como cuerpo material que se desgasta. Desde la pintura al óleo y la gráfica, ha realizado por más de 30 años, obras que son retratos y autorretratos de la vida cotidiana, social, cultural y política en Chile. Es un pintor de formación universitaria en la UCH, y autodidacta de camino propio. Desperté lleno de presagios congrega imágenes-biografema (imágenes que marcan la vida o biografía de cada un@), como si las obras fueran “seres con vida propia” que nos acompañan como familiares en la vida personal y colectiva. Son “seres” que han perdido la clase y el origen, y ya no importa si son de alta o baja cultura, ya que todas las obras de arte, fotografías o imágenes digitales, se comportan de la misma forma en las pantallas del celular, el monitor de tv o el cine. En el ejercicio plástico de Coco González las imágenes son reapropiadas, recortadas, editadas, desmaterializadas, repintadas y rematerializadas como pinturas sobre tela, papel o muro: sin pedestal y sin autor exclusivo para una nueva existencia social. Coco González tuvo su primera exposición colectiva en esta misma casona en 1989, junto a Jorge Herranz, Rafael Penroz y Jorge Vilches y se llamó, Contándolo todo, en el aquel entonces, Instituto Cultural de Las Condes. De ese tiempo es el óleo y esmalte sobre tela titulado Superficies de placer (1990). Los cinco ámbitos en los que se distribuyen las cerca de 140 obras, objetos de colección y videos, son de distintas formas, imágenes-materia que viajan, que, en la exposición, repasan con humor, acidez y ternura, imaginarios de la cultura occidental y por lo tanto pueden ser leídos y vistos como parte un nuevo silabario cultural. Se destaca la colaboración con palabras y objetos de los amigos y amigas del artista, como de la colaboración como editores de los videos de Gonzalo Medel y Alex Letelier, y el aporte significativo del video-del artista y realizador de Bolivia, Harold Céspedes, con su pieza Disco de piedra (2024). Carta de Navegación . Coco González como artista en sociedad fija su punto de partida en la primera exposición colectiva en esta misma casona en 1989, junto a Jorge Herranz, Rafael Penroz y Jorge Vilches y se llamó, Contándolo todo, en el aquel entonces, Instituto Cultural de Las Condes. Se inicia el recorrido con un óleo sobre tela donde un televidente, se distrae de la pantalla de tv ante la llegada de un extraño: de cuando la realidad o el delirio irrumpen. Una imagen de la transformación cultural en Chile, y el mundo, de cuando los hogares organizaron sus hábitos y dejaron de hablar en la mesa frente a una única pantalla, a modo de cine en su casa. Este electrodoméstico visual que es la televisión fue un primer presagio de la reproducción exponencial de las imágenes por efecto de la tecnología de reproducción e impresión, y el advenimiento de lo digital y de internet, convirtiendo a las imágenes en superficies viajeras y portátiles. Los presagios de Thomas Morus. En la actualidad, la batalla cultural ha devenido en la revisión y a veces, desuso de las palabras e ideas que intentaron durante siglos nombrar e imaginar momentos, mundos o sociedades donde era posible vivir mejor. La crisis del modelo civilizatorio actual, a través de la manipulación de los medios y el consumismo desatado, se ha encargado de vaciar las palabras y desactivarlas de su capacidad crítica y transformadora. Por ejemplo, la palabra Utopía , que por definición señala un único lugar (u-topos), que según Thomas Morus, era una isla donde era posible que los ciudadanos utopienses encontraron una fórmula para organizarse y decidir vivir en armonía, respeto, intercambio y equilibro. Distopía , también es una isla, pero es lo opuesto, donde se vive en una sociedad disruptiva, aislada y amenazada por la represión, la violencia de todo tipo y la degradación ambiental, donde se aspira a le mera sobrevivencia narcisista, donde lo único posible es el conformismo. La exposición es un llamado de atención y de esperanza para recuperar la capacidad de soñar a través de gestos de recomposición creativo-emocional que son utilizados como metáforas del mundo. Por ejemplo, la colaboración de amigas y amigos que enviaron la primera palabra que se les venía ante presagios , provocó una nube de palabras que ahora están grafiteadas. Sobre el bien que no se nota , es de algún modo la banalidad del bien, o lo poco relevante de la ética en contextos distópicos actuales, para lo que Coco construye diagramas visuales, fuera de marco y regla, con pigmentos, palabras pintadas, repisas y objetos recolectados. Bitácora de Viaje. En el pasillo de la casona, a modo de viaje que se registra materialmente, se presentan dos videos que están en los extremos de la galería: en el muro oriente Terroristas y en el muro poniente Abundancia (editados por Gonzalo Medel y Alex Letelier). Por lo tanto, la pared que media entre ellos, está intervenida con óvalos de color y objetos viajeros. Los óvalos tienen la función indicial: señalan y activan el potencial expositivo de los muros. Los objetos, al igual que las imágenes, viajan como cuerpos en potencia, que se van intercambiando, coleccionando y exhibiendo en estanterías y repisas temporales, según las relaciones y narrativas del momento, y la extensión del muro. Son imágenes-materia abiertas a la resignificación en la medida que por su forma, color, textura o función son ubicadas en contigüidad o distancia con otros objetos, en los que se reconocen nuevos sentidos. Aquí hay una segunda colaboración, esta vez al público general, invitado para que aporten con un objeto para las repisas que hay dispuestas en el muro, activando esta colección itinerante, que en las próximas exhibiciones en Chile y el extranjero, irán tejiendo nuevas audiencias y contextos. Al fondo del pasillo, el mantra “har, har, har…” anuncia con humor y tenacidad el ingreso a la próxima sala. Tierras lejanas En el suelo, se extiende una cordillera de Los Andes, realizada en una multiplicidad de piezas de cerámica de pequeño formato, atravesadas por unos arrieros en miniatura, mientras los visitantes levantan el pie para atravesar los volcanes por arriba. El video Cuando la emoción mueve montañas (editado por Gonzalo Medel) dispuesto en el muro del fondo de la sala y a su lado un el políptico de treinta y siete piezas Las imágenes ya no nos miran compuesto por pinturas callejeras, políticas, culturales, televisivas y googleadas. Tierras lejanas y Lejos de casa , son los presagios del pasado y futuro, que te llegan de todos lados y que no se advierten, que no se ven, ni escuchan ni palpan. Este despertar que propone Coco González, se proyecta en la sala como una pequeña escultura que nos recuerda los rayados callejeros con la sugerente palabra Ego, dos dibujos Todo y Nada y un políptico de siete piezas en torno a uno de los tópicos recurrentes en Coco González: el paisaje chileno. La llegada . La última sala está reservada para alcanzar la cima o la sima, las alturas o profundidades del que ha viajado y ha regresado al origen. Las pinturas de esta sala retornan al paisaje, nos llevan al territorio, como ese telón de fondo urbano, que nos tapa la vida urbana. Aquí se llega al territorio como espacio mental y emocional en el que habitan las imágenes-materia con las que vivimos y nos sobreviven, donde lo corpóreo es la huella física de ese viaje a través del tiempo y el espacio que determina la existencia y el olvido de algo o alguien. Nada más elocuente y profundo que presentar en el contexto de las imágenes y objetos viajeros el video ensayo Disco de piedra (2023), del cineasta boliviano, Harold Céspedes. En este, de un único disco de cerámica que ha quedado de testimonio en el Museo de Oruro, se aprecian una serie de fragmentos de piedras y objetos viajeros, a las piedras en el mundo andino se les llama “abuelas” porque viajan contando historias de la tierra y de los seres vivos. En este caso, el disco patrimonial gira y va fusionando los objetos, es el sentido de estos discos de piedra que se realizaban cuando las comunidades del mundo andino se reunían ritualmente, y cada uno y una llevaba un testimonio de su región. Luego, estos fragmentos se ponían sobre un disco de arcilla fresca, que, al terminar el encuentro, se rompía en señal de continuidad del camino o la vida sin retorno. Curador: Ramón Castillo
- Luz natural
¿Qué dejo a la deriva del visor? ¿Qué me sobra en la mirada? ¿Y qué me completa? Tal vez sea ese flash de observación que me atraviesa y como un impulso de luz me cala y construye el tiempo.
- Muda, mezcla activa de partes encajadas
MUDA, Francisca Sánchez. Instituto Tele Arte. Registro: Felipe Ugalde Mientras las palabras se ausentan, la forma se erige con ideas propias. Esa propiedad puede ser entendida en gran medida como la razón de ser de estas esculturas. En otras palabras; lo dicho, que suele expresarse en la palabra, equivale a lo visto, que suele manifestarse en la forma. Es así como esta exhibición de esculturas y piezas realizadas por Francisca Sánchez se ordena en su justa medida para dar cuenta de la tensión entre lo ajeno que da forma a estas cosas y su propia autonomía. Este cuerpo progenitor, obnubilado por el vacío que atrae nuestros movimientos, calza con lo que obra y se proyecta más allá de la superficie de su materialidad. La tensión se activa cuando habiendo encontrado el ritmo para desplazarnos entre estas cosas, una idea intrusiva nos despoja de lo que había sido un experiencia, y la convierte en una anécdota, nos lleva a la cabeza. Preguntas insípidas tales como ¿qué son? ¿Qué significan? ¿De dónde vienen? ¿Quién se hace cargo de ellas?, nos encarcelan. Esto dicho de manera general sería la tensión entre el fenómeno y el pensamiento. Archivo de la artista, 2025 Más allá de cualquier certeza, y sin nada que decir, la artista habilita un lugar de enunciación ya conocido, desacreditado y desmerecido. Para la política, este lugar es el silencio; y para la escultura, es el vacío. Asumiendo el peligro de que mis palabras simplifiquen esta serie de operaciones materiales, que hasta cierto punto también son rituales, lo que se percibe en MUDA, también se percibe en la cotidianidad. Con el mismo temor, ahora de llevarnos a lugares comunes, esta muestra también puede ser recordada como el enfrentamiento de los aspectos falologocentricos de la escultura. Sin embargo, esto no necesariamente incentiva la lógica brinaria ya que no se disputa desde los “valores” de lo femenino, sino más bien reposiciona aquellos principios claves (sobreestimados) que definen lo escultórico, y que por lo demás son inofensivos: la verticalidad, la estabilidad, el equilibrio lo autónomo y sobretodo el protagonismo que le otorga la soberbia de ocupar un lugar que pudo ser compartido. Aclaro que no es mi intención hablar por la artista. Estos apuntes lo único que pretenden es a responder a “un llamado”, y ocupar un lugar disponible para reafirmar la presencia de un vacío. Esto me parece fundamental, así como el vacío tiene una presencia, también puede tener una forma. La presencia del vacío se convierte en forma cuando se manipula como un molde, el cual, al ser “rellenado” con materialidades foráneas, tiene el potencial de convertirse en una cosa nueva. A pesar de esta situación obvia, Francisca Sánchez logra desviar esta norma, manipulando el molde de tal forma que apenas sucede el calce con otras materialidades, se convierten en nuevos vacíos. La multiplicación de esta matriz, sospecho, es posible ya que velozmente, la artista intercepta la solidificación de aquello que invadía el vacío (como molde) y antes de que esta materialización del vacío rememore para siempre su “contenedor”, se los roba y los quiebra, los expulsa y los junta con otras formas. Como resultado vemos objetos, cosas medias monstruosas, obligados a entrar en contacto con cuerpos desconocidos entre ellos. Estas esculturas rechazan su aspecto, intentando valerse de las fuerzas gravitacionales para extirpar al otro. Sin embargo, la destreza de la escultora (un rasgo fundamental del oficio) convierte estos condicionamientos físicos irrenunciables del mundo, en una herramienta de manipulación. MUDA, Francisca Sánchez. Instituto Tele Arte. Registro: Felipe Ugalde MUDA, Francisca Sánchez. Instituto Tele Arte. Registro: Felipe Ugalde En un momento se dijo que la escultura se descubría. Que su motivo no era una creación nueva, sino que estaba en el interior de la materia. En este sentido, la escultura aparece por sustracción y no por adición. Esto puede ser interpretado como que el mundo se limita a lo que sostiene. Que no hay más que lo que siempre ha habido y que las formas nuevas son solo distintas formas para presentar lo mismo. Está lógica también enmudece al vacío, es decir, no lo considera como agente ni del espacio ni de la materia. Todo lo anterior en realidad es una larga introducción que espero pueda sostener o “ambientar” lo siguiente y no desperdiciar algunas ideas que compartimos estos últimos meses con Francisca y que fueron la base para la curaduría, o mejor dicho la disposición con la que nos aproximamos tanto a las obras como con el espacio. Deleuze, cuando habla de Artaud se refiere a la diferencia entre el elemento líquido como vector de una mezcla activa, opuesta a la mezcla pasiva de partes encajadas. Si leemos estas obras según esta perspectiva, podríamos describirlas como mezclas activas de partes encajadas. O más claramente, estas esculturas se encajan activamente debido al apego entre molde y objeto, es decir, a la semejanza entre estructura interna y superficie capilar. De esta forma, la palabra cuerpo reclama su profundidad, y la razón por la cual cuerpo y cosa jamás serán lo mismo, porque un cuerpo sostiene su molde, al mismo tiempo que su moldura (como forma negativa) sostiene el mundo donde se sitúa. MUDA, Francisca Sánchez. Instituto Tele Arte. Registro: Felipe Ugalde Cuando Artaud dice: “el cuerpo sin órganos está hecho sólo de huesos y de sangre” presenta la ecuación donde cuerpo es hueso y la sangre es la materialidad pendiente por la ausencia de formas. Las obras de MUDA podrían ser lo contrario: “un organo sin cuerpo” que se origina desde la manipulación de materialidades líquidas “huérfanas” sin estructura ósea. Al contrario de “Suelo” (la ultima exposición de Francisca Sánchez en MAVI UC) y la naturaleza de la serie de obras presentadas, que asemejaban a huesos sin cuerpo, a formas sin moldura, evidenciando el abano, en esta exposición aparece esa relación genealógica anunciada por los rasgos superficiales de un cuerpo. Es decir, por la genética de la forma del cuerpo y la semejanza así como el apego con su progenitor. MUDA, Francisca Sánchez. Instituto Tele Arte. Registro: Felipe Ugalde Al comienzo se sugiere que en esta muestra se silencian las palabras para que las formas pudieran erigirse con sus propias ideas. Esta noción de idea más allá de referir a la razón, se acerca a fenómenos más fantasmagóricos, espirituales e incluso poéticos. El silencio que sugiere MUDA no remite a una carencia, sino a una condición de posibilidad: un modo de habitar el vacío para que la forma no clausure su potencia, sino que la multiplique. Finalmente, las esculturas de Francisca Sánchez no solo presentan cuerpos y cosas, sino también los intervalos que los sostienen, los gestos que los interrumpen y los fantasmas que insisten en volver.
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Al mirarse en nosotros el Ser se ríe de sí mismo. Pero no lo suficiente como para hacernos desaparecer.
















