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  • Juan Pablo Escobar: “El amor de mi padre me salvó de ser como él”

    Si Pablo Escobar se buscó una vida legendaria, su hijo Juan Pablo no tuvo elección: nació condenado a una biografía excepcional. Creció rodeado de sicarios (“fueron mis niñeras”), lujos, armas, animales exóticos y montañas de billetes. Los enemigos de su padre trataron de matarlo y/o secuestrarlo al menos cinco veces. Tenía 16 años cuando Escobar fue acribillado y tuvo que arrancar de su escolta policial para viajar en secreto a Cali, donde los capos del cartel vencedor lo esperaban para matarlo, porque ir a entregarse era su única esperanza de sobrevivir. Convertido en un paria mundial que había resuelto morir sin descendencia, se cambió el nombre a Sebastián Marroquín –su identidad legal hasta hoy– para vivir de incógnito en Buenos Aires, donde estudió Diseño Industrial e inició una carrera laboral ganando lo mismo que a sus 15 años se gastaba en dos propinas. Un día decidió enfrentar a la sociedad y desde entonces se dedica a crear conciencia sobre los pecados de su padre, a quien ama sin reservas y define como “el mejor papá del mundo”. De todas esas contradicciones habla en esta entrevista (publicada en 2017 en el semanario The Clinic) a propósito de Pablo Escobar in fraganti, su segundo libro. Además, explica por qué su papá “se dejó matar” y critica a la serie Narcos: “Netflix ha creado un desastre”. ¿Te llamo Sebastián, como firmas los correos, o Juan Pablo como firmas el libro? –Me es indiferente, se trata de la misma persona. Muchos se toman el cambio de nombre como algo muy personal, cuando en realidad para los que nacimos en la mafia cambiarse de nombre es como cambiarse de ropa. En este caso, hubo que hacerlo por la discriminación que sufríamos como familia y para poder escapar de Colombia, porque ya las aerolíneas no nos vendían pasajes y ningún país aceptaba recibirnos. No fue una renuncia al parentesco. Para ti no es un estigma llevar el apellido Escobar... –Lo fue en el pasado, sí. Pero si antes la gente se moría de miedo, ahora te piden una selfie. Así ha cambiado la historia. De donde antes me expulsaban por ese apellido, ahora me invitan a dar conferencias. Es una cosa muy loca, muy influida por las series de televisión pero también por el hecho de que yo me he atrevido a contar mi historia. Eso nos ha permitido, como familia, acercarnos a la sociedad desde lo que somos, no desde el mito. Pero claro, esto recién ha sido posible a 23 años de la muerte de mi padre. No pasó de un día para otro. *** Juan Pablo Escobar tenía cinco o seis años el día que su padre lo invitó a ver cómo un “gringo loco” aterrizaba sobre la pista de la hacienda Nápoles, la mítica fortaleza del capo en el valle del río Magdalena que llegó a tener 1700 empleados y en cuyas dos mil hectáreas había espacio para todos los excesos imaginables. Hasta para un zoológico de animales salvajes ingresados al país de contrabando, con dinosaurios esculpidos a escala real mucho antes de que Spielberg imaginara un parque jurásico. Fue en Nápoles –bautizada así en homenaje a Al Capone– donde Grégory, como lo llamaba su padre, pasó buena parte de su infancia, jugando Nintendo con sus guardaespaldas y sin amigos de su edad. A los cuatro años tuvo su primera moto. A los ocho, Pablo Escobar le mostró todas las drogas disponibles en el mercado –coca, LSD, crack, unas diez en total– y le dijo: “Cuando tengas deseo de probar alguna, prefiero que la probemos juntos. Porque valiente es aquel que nunca la prueba”. De un momento a otro, padre e hijo vieron precipitarse a un enorme Douglas DC-3, avión para el cual los 900 metros que tenía esa pista no son una alternativa de aterrizaje. Cuando la nave ya derrapaba en tierra con los frenos al rojo vivo, en plena carrera hacia el abismo que lo esperaba al final, Juan Pablo asumió que sería testigo de una tragedia. Justo a tiempo, sin embargo, el piloto giró sobre su rueda trasera para hacer un espectacular trompo y perderse en la polvareda que levantó la maniobra. El gordo que se bajó sonriendo de ese avión era Barry Seal, un ex piloto comercial que fue agente encubierto de la CIA en operaciones aéreas ilegales, luego estuvo preso en Honduras por narcotráfico y ahora trabajaba para Escobar volando aviones repletos de cocaína a Estados Unidos. Ese día, el Douglas DC-3 también venía cargado al tope, pero de animales para el zoológico de la hacienda, incluida una pareja de rinocerontes. El problema fue que Barry Seal también se puso a trabajar para la DEA –la agencia antidrogas norteamericana– y en 1984 fotografió a Escobar en Nicaragua cargando 600 kilos de coca en su aeronave. Las fotos se publicaron en Estados Unidos y la suerte de Barry Seal quedó sellada. Él mismo debió saberlo, pues alcanzó a redactar su epitafio: “Un aventurero rebelde de la talla de los que en días anteriores hicieron grande a América”. En febrero de 1986, mientras estacionaba su Cadillac blanco en Luisiana, tres sicarios de Escobar lo abatieron a tiros. La historia viene al caso porque en el primer capítulo de Pablo Escobar in fraganti (Planeta) Juan Pablo Escobar se entrevista con Aaron Seal. Ambos tenían nueve años cuando el papá de uno hizo matar al papá del otro y la conversación que sostienen, de emotiva complicidad, nos introduce en un drama poco conocido: el de los hijos de capos mafiosos, nacidos para cargar en silencio con una herencia tortuosa. Desde que rompió ese silencio, Juan Pablo recibe cartas de hijos de mafiosos de Italia, India, Grecia, México, Turquía y otros tantos países. En este libro cuenta que en Varsovia, tras presentar su documental Pecados de mi padre, se le acercó “un joven que no paraba de llorar y me dijo al oído que era hijo del jefe de algún cartel polaco y que se debatía entre el amor y el rechazo a su padre; le compartí que a mi juicio nosotros los hijos no venimos al mundo con la misión de ser jueces de nuestros padres [...] y que si él recibía amor genuino de su padre, era menester que se lo correspondiera”. El estreno de ese documental, en 2009, le permitió regresar por primera vez a Colombia, viaje que aprovechó para visitar la tumba de Pablo Escobar “y poder decirle entre lágrimas que lo amaba antes de darle el último adiós. Necesitaba llorar a mi padre, para desprenderme definitivamente de su legado del mal”. En Pablo Escobar in fraganti también se entrevista con el hijo de Miguel Rodríguez Orejuela, jefe del cartel de Cali y contra quien su padre libró aquella guerra descomunal que se inició, cómo no, por un lío de faldas. Pero el momento más tenso del libro es su encuentro con Ramón Isaza, el temerario jefe paramilitar que enfrentó a Escobar en su propio territorio, con resultados fatales para ambos bandos. “La verdad, fue un riesgo que corrí”, asegura Juan Pablo, con un don de autoridad que no ha perdido, vía Skype desde su casa en Buenos Aires. “Cuando vas a ver a ese tipo de personas no sabes cómo puedes salir de la reunión: si en una bolsa y en pedacitos o tranquilo y contento”. ¿Todavía ese riesgo existía? –Por lo menos el miedo, sí. Porque hubo mucha violencia entre las familias, y los hijos fuimos heredando esos odios y esas guerras. Por suerte, no nos lo tomamos tan personal como nuestros padres, pero entre la valentía y la estupidez la línea es demasiado delgada. Y cuando llegas a ver a un hombre como Ramón Isaza, sabiendo que mi padre le mató un hijo, que le hizo montones de atentados, no sabes cómo puede reaccionar. Es un hombre que ya pagó una pena, confesó sus crímenes y tiene otra actitud frente a la vida. Pero uno que ya es padre sabe lo difícil que es no reaccionar ante el dolor de un hijo. Entonces, cuando me empieza a contar cómo quedó su hijo después de que mi padre lo mandó a matar, y a describirme cuántos atentados le hizo... ya era tarde para arrepentirme, pero se la piensa uno, “¿debí venir aquí?”. Porque en Colombia siempre hemos tenido la triste cultura de que esto hay que resolverlo a los tiros. Pero yo había hecho una apuesta fuerte por el diálogo y creo que al final triunfó eso, ¿no? Triunfó la intención de contar estas historias. Yo pensé que este segundo libro, para saber quién fue Pablo Escobar en su completa dimensión, tenía que darles la voz a quienes más lo odiaron, a quienes más dinero invirtieron para que muriera, y que jamás habían dicho una sola palabra sobre él. La única vez que han hablado es ahora, con y a través de su propio hijo. ¿Te pareció que todos ellos podían evitar sentir rabia hacia ti? –El cien por ciento. No tengo hasta ahora ni una sola historia que lamentar, o decir “hombre, qué pena, no se pudo hacer la paz con tal persona”. Nadie me insultó, ni me maltrató, ni me amenazó. Y creo que eso también refleja el hartazgo con la violencia que vivimos en el pasado. Y desde el amor de hijo, ¿a ti tampoco te queda rabia hacia quienes se preocuparon de liquidar a tu papá? –Hermano, no. ¿Sabes por qué? Porque yo también viví la traición de la familia: ver cómo tus familiares traicionaron a tu propio padre, el hombre que en vida les dio todo, bien o mal habido, pero se los dio todo. Entonces, cuando tú caes en la cuenta de que los peores enemigos, los más sanguinarios, terminaron mostrando más caballerosidad y más respeto hacia la familia, al final te sentís más cercano –mira qué paradoja– a los enemigos. Y con mucha más confianza. O sea, yo le recibo más fácil un vaso de agua al hijo de Rodríguez Orejuela que a mi tío Roberto. Mejor dicho, el de mi tío Roberto ni lo toco. Cuentas que en tus conferencias, incluso en los países más lejanos, al final siempre se acercan víctimas de tu padre a hablar contigo, gente que perdió familiares. Debe ser una experiencia fuerte. –No hay forma de prepararse para hablar con una víctima, eso te lo garantizo. Y cuando estás delante de mil personas, y de repente una se pone de pie y te empieza a decir el daño que sufrió por tu padre... son momentos difíciles. Pero creo que, cuando me han escuchado, al final me reconocen como individuo. Entienden la diferencia entre ser un victimario y ser el hijo de alguien que lo fue. Y aunque tengan dentro de sí un legítimo odio hacia todo lo que tenga que ver con Pablo Escobar, valoran que yo esté utilizando su historia –que es también la de todo un país– para mostrarles a los jóvenes que ese no es el camino. Pero a la vez, tú reclamas tu derecho a querer a Pablo Escobar como hijo y dices que fue el mejor papá del mundo. Eso podría generar rechazo, pero no te abstienes de decirlo. –No me abstengo por varias razones. Primero, porque es cierto. Yo lo viví así, así lo sentí. A mi padre como ser humano hay que dividirlo en varias etapas. Pablo Escobar no fue terrorista, secuestrador, asesino y bandido toda su vida. Y realmente él cumplió su papel de padre a cabalidad. Creo que los resultados están a la vista, ¿no? Yo podría ser un bandido diez veces peor que él. Pero me educaron, tanto él como mi madre, en una familia llena de amor y con los valores humanos necesarios para que yo, muy a pesar del mal ejemplo que mi padre me daba, no me convirtiera en ese 2.0 que todo el mundo estaba esperando, y que hasta casi yo me la creo... Yo me crié entre bandidos, nací y viví hasta los 16 años en ese mundo lleno de armas, de dinero, de tantos excesos. Y son tus años más vulnerables, si te entrenan para talibán te conviertes en un talibán. Hermano, pude haber sido el peor. Pero el amor de mi padre me salvó de ser como él. La gran diferencia entre los peores bandidos de Colombia, que fueron todos mis niñeras, y yo, es la ausencia de amor que hubo en sus familias, la gran violencia en la que crecieron. En todo sentido, porque violencia también es aguantar hambre. Súmale a eso las golpizas de sus padres a ellos, a sus hermanas, a sus mamás... Chicos que crecieron pensando que todo se resolvía a los golpes. Y los agarra mi papá, les ofrece un montón de dinero, los trata como un padre y ellos se hacen matar por él. Te cuento todo esto porque era lo que me decían a mí los bandidos con los que me crié: que lo mejor que habían aprendido de mi papá era la forma como vieron que él me crió a mí. Eso les dio el ejemplo para criar así a sus propios hijos, y fíjate que ninguno de ellos se convirtió en bandido. ¿De dónde crees que salió la inmisericordia que terminó mostrando tu papá? –Mi padre, por la gran cantidad de historias que sé sobre él y que él mismo me contaba en vida, era un hombre extremadamente rencoroso. No olvidaba fácilmente y el que se la hacía se la tenía que pagar, con intereses. Hay varios casos que reflejan ese rencor. En tus libros cuentas algunos terribles. ¿Recuerdas otro, pero relacionado con su niñez? –Sí. Él me contaba que tenía que agradecer que iba al colegio en mi propio automóvil con mis guardaespaldas, porque a él le tocaba caminar dos horas y media todos los días. Y le tocaba caminar por pantanos, así que llegaba empantanado y así recibía la clase. Pero resulta que un vecino suyo iba a la misma escuela y esa familia tenía vehículo, pero nunca lo llevaron, le pasaban por el lado todos los días. Mi padre creció, tuvo el poder y el dinero, designó a un grupo de bandidos y les dijo: “Van a ir donde esa familia y cualquier vehículo que tengan, se lo queman. Si el seguro les da otro nuevo, van y se lo queman. Si les compran otro, vuelven y se lo queman. No maten a nadie, sólo les queman los vehículos, que quiero que caminen lo que yo caminé cuando era niño y no me quisieron llevar”. Ahí te das cuenta del nivel de rencor. Ni siquiera las de pequeño las olvidó. Y eso mismo fue lo que lo hundió. –Cuando ingresó a la política, que fue su gran error. ¿Por qué? –Porque esa era una mafia mucho más organizada que la suya, como lo prueba el hecho de que no hace muchos años, con mi padre ya muerto, Colombia tuvo a la mitad de los congresistas presos por sus nexos con el narcotráfico, el paramilitarismo, la guerrilla y tal. Pero él creyó que podía llegar a presidente si quería, y se sintió muy humillado por Luis Carlos Galán [candidato presidencial asesinado por orden de Escobar en 1989] cuando empezó a oler feo entre los políticos y lo expulsaron del movimiento. ¿Alguna vez viste que alguien cercano lo cuestionara por esa violencia indiscriminada? ¿O eso nunca pasó? –Eso pasó conmigo y con mi madre, éramos los únicos que le decíamos eso. De resto él tenía un séquito de aduladores que le aplaudían todo lo que hacía. Los bandidos a toda hora le hacían creer que estaba haciendo muy bien las cosas, y obviamente hacer bien las cosas era meter más violencia, y más plata para los bandidos que cobraban por esa violencia. EL DESASTRE DE NETFLIX A medida que se entrevista con quienes conocieron a su padre, el propio Juan Pablo se sorprende de descubrir que “sus alcances como delincuente no tenían límite alguno”. El hombre que en su juventud había dicho “si a los 30 no he conseguido un millón de pesos, me suicido”, y que se inició en el delito vendiendo lápidas que robaba en los cementerios cercanos a Medellín, llegó a tener coimeada a la policía antidrogas del aeropuerto de Miami. El “Quijada”, su recaudador en Estados Unidos, recuerda que en los años de gloria compró hasta 50 autos para no ser reconocido y 17 casas en Miami, Nueva York y Los Ángeles –a todas las cuales se les construía una caleta subterránea con ascensor– sólo para almacenar los billetes. “En una sola casa llegué a tener 25 millones de dólares en un fin de semana. Yo llamaba al Patrón y le decía ‘¿qué voy a hacer?’”, cuenta el “Quijada”, que hoy no tiene casa propia y a veces se mueve a pie porque no le alcanza para la micro. “No conozco narco jubilado ni viviendo en paz. Están todos muertos o presos”, escribe Juan Pablo, partidario de legalizar las drogas para acabar con el negocio y con la violencia que genera prohibirlas. En el libro te quejas con impotencia de las series de TV que han mostrado a tu papá como un superhéroe atractivo, antisistémico. –Han barrido con todo lo que yo intenté construir, para aprender las lecciones que nos quedaron de esas historias y no repetirlas. Obviamente, yo debo decir “gracias Netflix, me has ayudado a vender un montón de libros”, pero no puedo comparar la cantidad de gente que ha visto “Narcos” con la que ha leído mis libros. Por desgracia, la historia que cuentan ellos es muy rentable. De alguna manera muy extraña, la gente se vuelve adicta al personaje de mi padre, por morbo, por la atracción del poder y la violencia, no sé… Aunque lo odien, ahí están pegados al televisor. Y ya todos los medios captaron que ensalzando su actividad criminal, agregándole glamour, generan mucho más público. Yo vendería el triple si mi libro se llamara “Viva Pablo Escobar”. Acá también se generó una cierta idolatría cuando dieron “El patrón del mal” en la tele. –El impacto de esa serie en la sociedad chilena fue tremendo. Lo tomaron por un héroe tragicómico y hasta la publicidad lo usaba para vender productos. Yo he ido a Chile para hablar de todo lo contrario, pero con eso no tengo tanto éxito, al menos no en tu país. En España, por ejemplo, mis dos libros han llegado a ocupar los dos primeros lugares de ventas. En México pasa algo similar, en Brasil también, en Italia, en Lituania, en Noruega, en Turquía, en Serbia… Es evidente que las narcoseries han generado un boom increíble. Yo miro las estadísticas en el mapa de Google y es increíble cómo lo buscan en todas partes, millones de personas cada semana. Así que gracias, Netflix, porque tendremos más trabajo por hacer gracias al desastre que ellos han creado, malcontando la historia. Tú trataste de ayudar a Netflix pero no te pescaron. –Seis meses antes de que comenzaran a filmar, me acerqué y les dije: “Les ofrezco lo que quieran. ¿Quieren ver todas las cartas? Se las muestro. ¿Quieren ver las fotos? Son todas suyas. ¿Quieren ver los videos caseros, los testimonios, los libros? Lo que quieran. Ya que van a contar la historia, pues hagámosla bien”. Me dijeron que ellos sabían más de Pablo Escobar que su familia. Es increíble la lista de países desde los cuales te ha escrito gente para que la ayudes a ser como tu papá: Kenia, Marruecos, Filipinas, Rusia, Afganistán, Irán, Palestina, muchos de América Latina… –No, una locura. Cada día me mandan sus fotos con mi padre tatuado, con mensajes imitando su voz, diciendo “plata o plomo”, o disfrazados con el bigote diciendo “quiero ser narco”. Un hombre pobre de África, que no sé ni cómo accede a Internet, me escribe diciéndome que mi padre era el más bravo y que por favor lo ayude a entrar a ese mundo. Algunos ya son narcos y me dicen que no pueden creer que están hablando conmigo, que su sueño es llegar a ser como él... Yo los trato de orientar para mi lado, “no, hermano, así no funciona, ni te creas que esto te va a traer la felicidad”. Pero no lo entienden, no lo entienden... Y me sorprende mucho más cuando me escriben de lugares como Australia, donde los muchachos tienen seguro, si no trabajan el gobierno les paga, nunca estás perdido. Incluso en esas culturas, la serie ha creado jóvenes dispuestos a ser como Pablo Escobar. Tu principal reclamo es que la serie no muestra que el dinero del narco está maldito. Ustedes siempre se esconden en mansiones y la realidad es que muchas veces durmieron en pisos de tierra, a veces sin agua ni luz. –Mientras más dinero teníamos, más libertad perdíamos. Pero si te están contando la historia al revés, pues al revés vas a aprender las lecciones. Ellos se excusan en que la historia está ficcionada, pero al momento de vendérsela al mundo es “la verdadera historia”. Al enfrentar un reclamo, “no, es que es una ficción”. En este libro reconstruyes los últimos días de tu papá. Lo muestras angustiado, sin salida, y dices que prácticamente se dejó matar para salvarlos a ustedes. –Prácticamente no: literalmente. Porque ya no había otra salida para él ni para nosotros. Él entendió esto cuando llegamos escapando a Alemania [con su madre y su hermana] y nos obligaron a regresar en el mismo avión a Colombia, aun sabiendo que allá nos esperaba una muerte segura. Ni siquiera nos dejaron tomar un avión a otro destino. Eso nos demuestra cuán comprometida está ya nuestra vida y que mi padre ya no puede salir airoso de la pelea en la que está metido. Entonces él decide aparecer, y comete a propósito el error que nunca había cometido en su vida: utilizar el teléfono. Cuentas que tú mismo le colgabas el teléfono cuando los llamaba. –Están las grabaciones, hermano, yo ni siquiera lo tengo que contar. Ahí están las grabaciones donde yo le cuelgo el teléfono reiteradas veces, no una ni dos. ¿Por qué lo hago? Porque él mismo me había entrenado diciéndome “el teléfono es la muerte”. Me decía “todas las personas que yo capturé o que maté, lo hice por el teléfono”. Entonces, ¿un hombre que duró veinte años en el poder va a venir a ahogarse en la orilla, pudiendo poner al Limón a que llamara para hacer las mismas preguntas, o a la otra señora que estaba con él? ¿Lo iba a hacer él y desde su misma guarida? Ese no era Pablo Escobar. Tomó la decisión: “Hasta aquí llegué y la manera de que me maten es llamando a la familia. Aprovecho de despedirme y aquí vendrán por mí, aquí me bato en duelo con ellos”. Y fue lo que hizo. “USTED YA MURIÓ” Muerto Pablo Escobar, para su esposa e hijos comenzó otro infierno, narrado vertiginosamente en Pablo Escobar mi padre, el primer libro de Juan Pablo (y por el cual recomendamos partir). Convertidos en botín de guerra, despojados por los tíos paternos y por casi todos los cercanos al difunto (“sobran dedos en una mano para contar a los amigos que no se aprovecharon”), apenas les quedó dinero para enfrentar la avalancha de sicarios que exigían una indemnización por los servicios prestados. Y faltaba lo más duro. Victoria Henao, viuda de Escobar, debió realizar dos viajes clandestinos a Cali para negociar la paz con la mafia vencedora en reuniones al estilo de El padrino, con unos 30 jefes, cada uno de los cuales detallaba qué le hizo Pablo Escobar y cuánto pedía a cambio. Para complacerlos, Victoria tenía poco más que su colección de arte, que había contado con obras de Dalí, Guayasamín, Claudio Bravo y Botero (una estatua de Botero, de hecho, los salvó a ella y a sus dos hijos de morir aplastados cuando el mismo cartel de Cali hizo explotar un coche bomba en el edificio que habitaban en Medellín, en 1988). Finalmente, Victoria logró un acuerdo con los narcos de Cali para salvar su vida y la de su pequeña hija Manuela. Pero pese a todos sus ruegos, “a su hijo”, le dijeron las dos veces, “se lo vamos a matar”. Con 16 años tuviste que eludir la protección policial del Estado para ir a hablar con la mafia que mató a tu papá y que te iba a matar a ti… Suena muy loco. –Pues sí. Y lo más loco era que ese Estado que me cuidaba también estaba esperando la orden del cartel de Cali para asesinarme. A mí me tenían bajo custodia para eso, no para cuidarme. Así que me fui de una jaula de lobos que me querían comer para meterme en otra, literalmente. Lo más loco, me pareció a mí, fue que en Cali los jefes te recibieran acompañados por tu propia familia Escobar –abuela, tíos, primos–, que se había aliado con ellos para quedarse con los bienes que les quedaban a ustedes. –Claro, la que amaestraba a los lobos era mi familia. Mira, yo no me equivoco cuando digo que en mi familia paterna el buena gente era mi padre, ahí no me equivoco. Y si el buena gente era mi papá, te imaginarás qué sería el resto. Pero sí, llegar ahí fue una locura y una decisión muy difícil de tomar. A mí me amenazaron para que fuera, me dijeron que tenía que ir a besar el anillo de todos los jefes nuevos y que igual me iban a matar, pero iba o me llevaban, no era que tenía opción. Lo que ocurre es que tu instinto de supervivencia no te permite tomar esas decisiones tan fácilmente, así que primero me negué. ¿Cómo fue, entonces? –Pasó que yo visité a una persona en la cárcel para ese efecto. Y cuando ya me echó de la celda, porque me insultó y me amenazó de mil maneras, otro tipo al que yo jamás había conocido se me acercó y me dijo “mire, venga, hablemos”. Y me habló muy diferente, ya sin insultos, sin amenazas. Me dijo unas palabras que si bien decían lo mismo que había escuchado en la celda, llegaban de otra manera a mi conciencia: “Mire, muchacho, usted tiene que ir a esa reunión donde lo van a matar, porque es la única posibilidad que tiene de salir con vida. Si no lo hace usted, ellos lo van a ir a matar igual. Usted ya está muerto, no tiene nada que hacer, ¿me entiende? Usted ya murió”. Cuando me la pintó de esa manera, yo dije “tiene éste razón, vamos a hablar ya con esta gente, si me han de matar que lo hagan rápido. Y si no, pues me salvo”. Y aquí estamos… Me la jugué toda, hermano. El problema, para ellos, era que tú tarde o temprano ibas a querer vengar a tu padre. Por eso te perdonaron a cambio de dejarte sin plata y que te fueras del país. –Claro, porque culturalmente en Colombia siempre ha sido así. El hijo tiene que llevar adelante la venganza, salir a matar a todo el mundo que tuvo que ver con la muerte del padre. Pero en este caso la historia la escribimos al revés, hermano: en vez de salir a matarlos a todos, salí a hablar con todos, a hacer la paz con todos, y con todos me llevo bien. No hay rencor, y tampoco me vendí. Nunca tuve que vender a mi padre y nunca lo haría, lo defendería también con mi vida. Pero creo que también valoran y respetan eso, porque en el resto de la familia todos estuvieron dispuestos a venderlo y entregarlo. En todo caso, cuando matan a Pablo Escobar tu primera reacción fue prometer venganza por los medios. ¿La decisión de no vengarte la tomaste antes de ir a hablar a Cali o después? –No, yo me retracté de la amenaza diez minutos después de que la hice. Además, esta fue una periodista que me llamó y nunca me informó que me estaba grabando, siendo que en Colombia no puedes grabar a un menor de edad sin el consentimiento de sus padres y del menor. Eso no me exculpa de mis dichos, pero muestra la mala intención de esta señora. Esos cinco segundos de amenazas me han hecho mucho daño, me han hecho pagar un exilio muy largo que todavía sigo pagando. Pero yo me demoré diez minutos en llamar a los medios y decir “me equivoqué, reaccioné en caliente como lo haría cualquiera”. Lo que pasa es si vos dices “los voy a matar a todos” no es lo mismo a que lo diga el hijo de Pablo Escobar. A mí me podían tomar un poquito más en serio, y eso es lo que no calculé. Después vino tu reinserción en el mundo legal, en Argentina, y llega a dar pena la torpeza de tu familia para moverse en ese mundo. En la mafia se las sabían todas y ahora hasta el contador más ordinario se daba el lujo de estafarlos. –Éramos experimentados marineros de altamar y nos ahogamos en un estanque. Pero eso fue algo bonito, lo tomamos para bien. Ante semejantes experiencias, o te pones a llorar y te suicidas o sales fortalecido, y a nosotros nos ayudó a agachar la cabeza, a entender la vida como es y no como el poder de mi padre nos había hecho creer que era. Nos permitió reinventarnos en todos los sentidos. Ya soplan otros vientos. Le dedicas este último libro a tu hijo, después de que habías decidido no traer al mundo nietos de Pablo Escobar. Y se te lee muy orgulloso de ser alguien respetable para el mundo de la ley, de haber llegado a hablar en la ONU. –Bueno, sí. Y aunque no las publico, tengo muchas fotos con policías. Vos ves una foto de esas y dirías “lo tienen detenido”, pero me las piden ellos, porque valoran la actitud que elegí tomar frente a la vida. Y así con todo tipo de autoridades: policías, militares, políticos… No me pasa esto en Colombia, ojo, me pasa en todas partes del mundo menos en Colombia. Pero en general son muy positivos los comentarios, hasta de los bandidos que se acercan. ¿En tus conferencias? –Sí. En todas mis conferencias se acercan mil personas para una foto, y cada uno mientras se toma la foto te cuenta su historia: “que yo hacía esto”, “que mi papá es alcohólico”. Y no falta el bandido que aparece ahí, a saludar o a buscar su foto. Y a pesar de dedicarse a lo que se dedicaba mi padre, entienden el mensaje y agradecen que uno se atreva a compartirlo. ¿Qué te pareció el triunfo del No en el plebiscito para firmar la paz con las FARC? –La verdad, es una locura ver cómo 50 mil colombianos decidieron que era mejor seguir matándonos por los próximos 50 años. Y mira la paradoja: los que más violencia sufrimos, incluyendo a las víctimas más sufridas, en general somos los más dispuestos a hablar del diálogo y de la reconciliación. Los que la sufrieron desde el escritorio son los que quieren que nos sigamos matando. Dicen que no se puede hacer concesiones. –Para tener paz hay que negociarla, y negociar implica ceder, nos guste o no. Si no, no hay paz. Y si no hay paz, hay exterminio, así de simple. Y ojo, las FARC no son el único actor de este conflicto. Hay otros grupos con los que también hay que hacer la paz, para que verdaderamente la conozcamos por primera vez.

  • 'Sergio Larraín. La foto perdida' de Catalina Mena entre los mejores 20 libros del año A&L

    Lee la nota completa en Litoralpress | Artes y Letras Reseñas Con los años, Sergio Larraín no sólo se ha convertido en un fotógrafo esencial en la historia del arte chileno, sino también en un enigma envuelto en varias capas de leyendas. De la glamorosa agencia Magnum a la reclusión en el Valle de Limarí, su biografía aparece en este libro como un eco hecho de rumores familiares que la autora desmonta con sutileza y convicción. Sobrina de Larraín, Catalina Mena documenta la genial trayectoria del artista, ala vez que narra un tránsito íntimo que lo llevó a romper con su círculo social y buscar en la meditación una forma de vida alternativa. Que Mena también diseccione su obra con ojo crítico le suma densidad y valor al libro. Más aun, según el crítico Pedro Gandolfo, esta biografía también es *una de las aproximaciones literarias más agudas y complejas a la élite social chilena". LITORALPRESS SERGIO LARRAÍN, LA FOTO PERDIDA Catalina Mena. Ediciones UDP, 152 páginas, $14.000. BIOGRAFÍA

  • Daniel Mansuy conversa con Catalina Mena sobre su libro 'Sergio Larraín. La foto perdida'

    Puedes escuchar la entrevista aquí | Tele13 Radio En una nuevo episodio de Réplica, Daniel Mansuy conversa con la periodista Catalina Mena sobre su libro “Sergio Larraín. La Foto Perdida”, publicado este año por Ediciones UDP. Según cuenta la crítica de arte, la obra es una biografía creada a través de los ecos de relatos familiares que escuchó desde su infancia de aquel distante tío, con el que casi no tuvo contacto, y que es considerado como uno de los fotógrafos más importantes de Chile. Sergio Larraín - La foto perdida Catalina Mena Ediciones UDP 2021

  • La insignificancia genética

    Steven Pinker hablando de las jerarquías de dominio en la naturaleza, hace notar que en EEUU la mayoría de los móviles de los homicidios no son el robo ni el tráfico de drogas, sino los llamados "altercados de origen relativamente tribal: un insulto, la ofensa, un simple empujón". Por ejemplo, dos jóvenes se pelean por quien usará la mesa de pool primero, se insultan y se empujan, uno sale gritando y llega con un arma (no se imaginan cuanto vi repetida esta escena en mi niñez) La explicación de este fenómeno la dan los psicólogos evolucionistas Margo Wilson y Martin Daly en su libro titulado precisamente Homicidio. En la mayoría de los medios sociales, la reputación de un hombre depende en parte del mantenimiento de una amenaza creíble de violencia y esta se asocia en primera instancia a personas desposeídas de cualquier poder social. "Los hombres atraen a las mujeres por su riqueza y prestigio social -escribe Pinker—, por tanto si un hombre carece de lo uno y lo otro y no tiene modo de conseguirlo se halla en un camino sin salida que conduce a la insignificancia genética. Al igual que sucede con las aves que se adentra en territorio peligroso cuando están apunto de morir por inanición, un hombre que no está casado y no tiene un futuro estará dispuesto a asumir cualquier riesgo." Que la violencia este asociada a la gente de los suburbios, que no tiene nada más que un estatus forjado a punta de garrote y a los lugares donde el Estado no brinda su protección consensuada, es casi la norma, esto no quiere decir que en el ámbito universitario, más culto, no se produzcan luchas jerárquicas a nivel simbólico para preservar el estatus. En el mundo académico también hay duelo de navajas, por ejemplo en un congreso la pregunta picante, la réplica, la ofensa moral, la ironía. Una tarde de 1946, en el Cambridge Moral Science Club, se reunieron por primera y última vez tres eminencias de la filosofía del circuito. Popper, Russell y Wittgenstein, este último como presidente del club y estrella de la filosofía del momento. Cuando Popper empezó a lanzar sus ácidas críticas a su extraño colega, que se proponía repensar lo que era filosofía y lo que no, Wittgenstein comenzó a subir el tono y a mover el fierro atizador de la chimenea del lugar. Entre más mordaz la crítica del joven Popper, el atizador de Ludwing se alzaba temerariamente. Cuando surgió una pregunta sobre la consideración que merecía la ética, Wittgenstein (que decía que de Ética no se podía hablar sin caer en la falta de sentido) retó a Popper a que pusiera un ejemplo de principio moral. La respuesta de Popper fue: "No amenazar con un atizador a los profesores visitantes". Wittgenstein tiró el fierro y se retiró indignado. El animal hombre necesita estar en la cima, obtener reputación, ya sea disputando una mesa de pool en una población o una idea filosófica en una universidad. Alguien puede ofenderse por una tontera pero el ofenderse mismo no es una tontera, es un mecanismo evolutivo que dice: tu patrón genético esta perdiendo terreno. De ahí que las peleas de flaites sean del mismo origen que las peleas de poetas. Está en su naturaleza. Y en el fondo, bien el fondo, el móvil de esta disputada reputación, es simplemente estar a salvo de la insignificancia genética. El animal hombre quiere reproducirse siempre.

  • Consideraciones sobre la inactividad *

    *Extracto de Vida contemplativa (Taurus), el libro más reciente del filósofo alemán-surcoreano Byung-Chul Han. Nos estamos asemejando cada vez más a esas personas activas que «ruedan como rueda la piedra, conforme a la estupidez de la mecánica». Dado que solo percibimos la vida en términos de trabajo y de rendimiento, interpretamos la inactividad como un déficit que ha de ser remediado cuanto antes. La existencia humana en conjunto está siendo absorbida por la actividad. Como consecuencia de ello, es posible explotarla. Vamos perdiendo el sentido para la inactividad, la cual no implica una incapacidad para la actividad, o su rechazo, o su mera ausencia, sino que constituye una capacidad autónoma. La inactividad tiene su lógica propia, su propio lenguaje, su propia temporalidad, su propia arquitectura, su propio esplendor, incluso su propia magia. No es una forma de debilidad, ni una falta, sino una forma de intensidad que, sin embargo, no es percibida ni reconocida en nuestra sociedad de la actividad y el rendimiento. No estamos accediendo ni a los dominios de la inactividad ni a sus riquezas. La inactividad es una forma de esplendor de la existencia humana. Hoy se ha ido difuminando hasta volverse una forma vacía de actividad. En las relaciones de producción capitalistas, la inactividad regresa como un afuera cerrado. La llamamos «tiempo libre». Dado que este es útil para el descanso del trabajo, permanece presa de su lógica. En cuanto derivado del trabajo, es un elemento funcional en el seno de la producción. Con ello se hace desaparecer el tiempo realmente libre, que no pertenece al orden del trabajo y la producción. Ya no conocemos aquel reposo sagrado y festivo que «reúne intensidad vital y contemplación y que incluso es capaz de reunirlas cuando la intensidad vital llega al desenfreno». El «tiempo libre» carece tanto de la intensidad vital como de la contemplación. Es un tiempo que matamos para impedir que surja el tedio. No es un tiempo realmente libre, vivo, sino un tiempo muerto. Una vida intensa hoy implica, sobre todo, más rendimiento o más consumo. Hemos olvidado que la inactividad, que no produce nada, constituye una forma intensa y esplendorosa de la vida. A la obligación de trabajar y rendir se le debe contraponer una política de la inactividad que sea capaz de producir un tiempo verdaderamente libre. La inactividad forma lo humanum. Lo que vuelve auténticamente humano al hacer es la cuota de inactividad que haya en él. Sin un momento de vacilación o de interrupción, la acción [Handeln] se rebaja a ciega acción [Aktion] y reacción. Sin calma, se produce una nueva barbarie. El callar le da profundidad al habla. Sin silencio no hay música, sino nada más que ruido y alboroto. El juego es la esencia de la belleza. Allí donde solo reina el esquema de estímulo y reacción, necesidad y satisfacción, problema y solución, propósito y acción, la vida degenera en supervivencia, en desnuda vida animal. La vida solo recibe su resplandor de la inactividad. Si se nos pierde la inactividad en cuanto capacidad, nos pareceremos a una máquina que solo tiene que funcionar. La verdadera vida comienza en el momento en que termina la preocupación por la supervivencia, la urgencia de la pura vida. El fin último de los esfuerzos humanos es la inactividad. La acción es constitutiva de la historia, sin duda, pero no es una fuerza formadora de cultura. El origen de la cultura no es la guerra, sino la fiesta; no es el arma, sino el adorno. La historia y la cultura no son coincidentes. La cultura no se forma con caminos que van directos hacia la meta, sino por digresiones, por excesos y desvíos. La esencia de la cultura es ornamental. Tiene su sede por fuera de la funcionalidad y de la utilidad. Con lo ornamental, que se emancipa de toda meta y todo uso, la vida insiste en que es más que la supervivencia. La vida recibe su resplandor divino de aquella decoración absoluta que no adorna nada: «Que el [B]arroco sea decorativo no lo dice todo. Es decorazione assoluta, como si esta se hubiera emancipado de todo fin, incluso del teatral, y desarrollado su propia ley formal. La decoración absoluta ya no adorna nada, sino que no es nada más que adorno». En el sabbat toda actividad debe reposar. No está permitido proseguir con ningún negocio. La inactividad y la suspensión de la economía son esenciales para la fiesta del sabbat. El capitalismo, por el contrario, transforma incluso la fiesta en mercancía. La fiesta se transforma en eventos y espectáculos. Carecen del reposo contemplativo. En cuanto formas de consumo de la fiesta, no establecen una comunidad. En su ensayo La sociedad del espectáculo, Guy Debord describe el presente como una época sin fiestas: «Esta época, que exhibe ante sí misma su tiempo como si fuera el retorno precipitado de una multitud de festividades, es también una época sin fiestas. Lo que en el tiempo cíclico era el momento de participación de una comunidad en la dilapidación lujuriosa de la vida, es imposible en una sociedad sin comunidad y sin lujo». La época sin fiestas es una época sin comunidad. Hoy se evoca por todas partes la community, pero esta es una forma mercantil de comunidad. No permite que surja ningún nosotros. El consumo desatado aísla y aleja a las personas. Los consumidores están solos. También la comunicación digital resulta ser una comunicación sin comunidad. Los medios sociales aceleran la desintegración de la comunidad. El capitalismo transforma el propio tiempo en una mercancía. Con lo cual, este pierde toda festividad. A propósito de la comercialización del tiempo, Debord señala que «la realidad del tiempo ha sido sustituida por la publicidad del tiempo». Junto con la comunidad, otro rasgo constitutivo de la fiesta es el lujo. Este último anula las limitaciones económicas. En su calidad de vivacidad reforzada, de intensidad, el lujo es un luxarse, es decir, un salirse, un desviarse de la necesidad y de las necesidades de la pura vida. El capitalismo, por el contrario, absolutiza la supervivencia. Y cuando la vida degenera en supervivencia, el lujo desaparece. Ni siquiera el más alto rendimiento llega hasta él. El trabajo y el rendimiento pertenecen al orden de la supervivencia. No existe una acción que tenga la forma del lujo, puesto que la acción se basa en una carencia. En el capitalismo incluso el lujo se consume: adopta la forma de una mercancía y pierde su carácter festivo y su resplandor. Byung-Chul Han Elogio de la inactividad Vida Contemplativa Byung-Chul Han Editorial Taurus 2023

  • Yo no fui

    Hace un tiempo leí un libro sobre las misiones suicidas de los musulmanes radicales. No son personas locas o deprimidas. De hecho los eligen muy bien, descartando alguna patología de ese estilo. Ningún soldado del estado islámico, si sobrevive o lo atrapan en flagrancia, niega su atentado, es más lo exhibe con orgullo. Solo en el occidente burgués predomina el "yo no fui" del extremista. La razón es simple. Estos últimos no creen en la vida tras la muerte. Hay que aprovechar como sea. A los musulmanes los espera un paraíso lleno de mujeres y vinos. Al extremista del sistema burgués el absurdo de la nada. En una conversación que se dio a mediados del siglo XIX, Blanc le dice a Herzen: “La vida es un gran deber social, el hombre debe constantemente sacrificarse por la sociedad. —¿Por qué? —pregunta Herzen —¿Cómo puede preguntar eso? Es claro que todo el propósito y toda la misión del hombre es el bienestar de la sociedad. Herzen no se convence y replica un poco irónico: "—¡Pero no lo alcanzaremos nunca si todos hacen sacrificios y nadie disfruta!." El musulmán puede disfrutar después de la bomba. Tiene otra vida. El extremista sumido en la mentalidad burguesa no. De ahí que se justifique siempre ese constante "yo no fui". No es un nihilista ruso, vive como en el cuerpo de Darth Vader, a mitad de ser un humano y una máquina. Y la parte humana le exige un asado más con los amigos, un fin de semana con los hijos. Solo el "yo no fui" lo salva del precipicio de la nada. Imaginen como reaccionaría un grupo de musulmanes radicales al ver que uno de su comando es liberado, y que declara al occidente burgués: "yo no he hecho nada, solo quiero disfrutar de mi familia y de la vida tranquila". ¡Cómo vas a disfrutar de este mundo indeseable negando la Yihad! Pero veo avanzar poco a poco un movimiento nihilista local, ya no en el cuño marxista latino (que siempre goza un poquito del mundo) sino en la oscura ecología antihumanista. Estos van a empezar a hacer atentados sin miedo a perder el goce. Van a renegar del "yo no fui" (ya han empezado a hacerlo con orgullo) y exhibirán como musulmanes desatados el reconocimiento de su obra al mundo. La única forma de generar escuela de una moral insurrecta en los niños es el autosacrificio. Los que disfrutan de este mundo no son ejemplos de nada. Toda la genialidad de la serie del Unabomber se concentra en el momento en el que el policía convence a Theodore Kaczynski que el "yo no fui", para su obra de arte ideológica, es totalmente pernicioso y absurdo.

  • La pareja que busca trabajo y el Dr. Williams

    Pensar en el invierno en pleno verano, en lo hermosas que se ven las santiaguinas en el Metro con esos abrigos, abatidas pero con ganas de llegar a casa y tomar un té con una tostada. Es invierno. Hay una pareja sentada en un banco. Están cada uno dándose calor y contención. Sus ropas son de segunda o prestadas. Se nota el enorme esmero y la actuación por parecer formales y buscar trabajo todo el día en lo que sea. Tal como en estos momentos, en donde escucho a la gente en el patio del edificio hablar de platas, de pegas. Las mujeres son siempre las que dimensionan el desastre. Hay una pareja. Mi pareja invernal está ahí, esmeradamente formal. Pero una mirada ligeramente detenida delata su condición de cuasi homeless, cierta ternura, cierta piedad. Y esa relación cercana a la libertad que sólo tienen los sin techo y que provoca la envidia de alguna gente. Quienes escriben poesía también padecen esa envidia, ese filisteísmo. Sobrevivir es difícil ante tanta celada, marginación y menosprecio. En cuando a los homeless también hay cierto miedo, porque –muchas veces, se sabe-- tarde o temprano te pueden cagar. Nadie conoce la ciudad y la noche como ellos. Bueno, sucede que no encontraron pega de nada, ni de copero, ni de conserje, ni en el aseo en los subterráneos. Muchos queremos eso, lavar wáteres y una especie de servicio militar, el milico interno lo pide. Y mandar a la cdsm definitivamente al bullicio, a la provincia con sus consentidos eternos, a la trampa, al cogoteo campante en el campo cultural. En tanto, las voces más afinadas de la poesía chilena recogen cosas de la feria cuando esta se va para hacer un potaje, comer algo. Santidad, ecología, ese vivir súper extremo en el que nos involucramos. Curioso es que algunes quieran pedir tarjeta para ese club. No existe tal cosa. Y el talento genuino desprecia el esmero premiado por el poder, aunque sean un par de delincuencillos menores en alguna institución estatal. No, nada tienen que ver con esa institucionalidad. Volvamos a la pareja. Quizás por ese olor a nomadía y esa aura principesca provocan odio. También tienen ese aspecto que avisa que se van a equivocar en algo, que no van a dar una buena imagen de la empresa, que no serán capaces de sostenerse en pie en ese trabajo porque no van a soportar una humillación, no van a transar. Eso provoca más envidia aún. Quizás son sólo pobres, pero todos lo somos. Es otra cosa la que hay en su aura. Se dice que serán inconstantes. Y ese prejuicio prolonga su vida cesante. Una marraqueta con mortadela lisa y un té en un vaso sintético y las caminatas los salvaron del frío santiaguino. No son de Santiago, deben ser de algún lugar cercano. Se quedaron en un asilo que recibe a los que están un pequeño paso más arriba de los homeless ya que tienen que pagar una suma casi simbólica por una pieza en donde las frazadas tienen un olor tóxico a desinfectante. Una especie de asilo temporal. En esos lugares abundan los tránsfugas que tienen algo en común con la pareja: intentan pasar por ciudadanos normales en tenida formal, pero al reparar un poco en su mirada o su ropa uno se da cuenta de que son de la calle. No le importan a nadie, así que a ellos tampoco les importa nada. La pareja sólo busca trabajo y hoy no lo encontró. Imaginé todo su día, todo ese día una novela extensa pero sólo me tocó una página: los vi en el momento en que estaban abatidos y se cobijaron el uno con el otro en un banco. Empezaba a hacer frío. Se quedaron abrazados así para siempre en mi memoria. Tendría que resucitar Miguel Ángel para congelarlos en mármol y dejarlos para siempre abrazados, ya libres de intentar sobrevivir o luchar por el pan. Eran una pareja feliz. Cuando el clima era más favorable, buscaban trabajo, duraban uno o dos meses, pero luego terminaban recorriendo la Quinta Normal o el Santa Lucía. Los santiaguinos no recuerdan lo hermoso que es ese cerro, sus caminos de adoquines, sus plazas, la vista de Santiago, sus sombras, sus komorebis, sus quioscos de niño feliz aunque de padres pobres. Ellos mismos pensaban eso con cada quiosco, cada paleta de caramelo, no tenían hijos. Pensaban tener un trabajo y un lugar donde vivir en Santiago, y no en una provincia en donde el trabajo haciendo de todo y a toda hora con los nuevos parceleros y sus vehículos desproporcionados no les agradaba. Cada vez que paso por ese lugar en el banco donde quedaron inmortalizados en mármol por, digamos, Miguel Ángel, veo el banco vacío y los recuerdo. Cómo logró el escultor italiano transmitir la dignidad de sus ropas de segunda en mármol, su abrigarse el uno con el otro en un perfecto equilibro abatido. Abatido pero sin grito de socorro. No les nace ese descontrol, ese quiebre estridente que rompería un equilibrio, el grito desconsolado de la quimera en el funeral, el caos. Su elegancia les prohíbe la queja. Además, nadie escucharía entre las cohortes de ángeles si gritaran, pero no por ceden a una desesperación evidente. Habían entrado a la iglesia a rezar a Santa Rita de Casia, y quizás ahí fue donde sus ángeles los abandonaron. Sus ángeles los abandonaron y se quedaron en la iglesia convertidos en el sonido aterrador y hermoso de un órgano a tubos, se quedaron dentro del sonido, habitando el sonido de ese órgano colosal que fue por un momento la música terrible de la pareja, no una música nupcial tenue sino la explosión del pathos, la única voz alta permitida, quizás la de lo que concebimos y nombramos como Dios. La pareja parece retratada por la tocata y fuga y luego esculpida en el banco en donde se refugiaban el uno en el otro. No, ellos no tienen ángeles, al parecer hasta los ángeles gentelindistas despreciaron a esta pareja y se quedaron leyendo a Rilke con café y pastelitos en el Tavelli, un boulevard provinciano en cuyas cercanías también buscaron trabajo pero sentían la mirada sobre sus ropas y gestos como un peso. Los de ese lugar los miraban con sospecha de robo o simplemente los miraban porque cambiaban la fisonomía del lugar. Cuando entendieron lo siguiente, se enamoraron, yo ahora recién comprendo: él es ángel de ella y ella ángel de él. La anterior prosa está basada en una escena vista, fui testigo de ese momento pero podría haberlo inventado porque suceden a cada rato cosas así. Además, cualquier persona con una mirada medianamente sensible y adiestrada a mirar sin agredir, ve esas escenas. Me pareció que la cultura alta tenía que estar ahí, no es una ninguna tilingada lo de poner a Miguel Ángel retratando a dos personas en situación de calle que resisten y sobreviven pesar de todo. Pero esta misma escena habría sido solucionada por William Carlos Williams con cinco o siete versos de muy pocas sílabas cada uno, quizás. Un poeta expresionista y barroco no habría reparado en la escena. A los poetas barrocos les gusta el oro y la exuberancia, los caireles de una lámpara y el habla desbordante del barroco no rima con nuestros modelos. No los habrían visto y no les gustan los pobres. William Carlos Wiliams tenía sentido de la medida, no impostaba voz de barítono ni gritaba ni performeaba ni meaba como profeta de barrio hípster. Hay quien afirma que Williams concibe el poema como un diseño. El poema debe lucir natural aunque haya trabajo en sus bambalinas. Pero, se pregunta el lector, ¿por qué esta escena proletaria es un poema? ¿Qué los distingue del habla normal? Pues nada, un pacto distinto con el tiempo, el mismo pacto con el tiempo que tiene la pareja pobre. La frase “el empleo del tiempo” tiene, al menos tres lecturas (tres marcadores de frase, tres árboles o arañas distintos). Pero para eso el lector también debe establecer un pacto y aceptar las siguientes escenas como poemas: en un paradero de micro una anciana se saca la piedra de un zapato y se lo vuelve a poner. Eso es todo. Quizás alguien habría ocupado una página de prosa para decir lo mismo. O una anciana también en un paradero (oye, qué onda Williams con los paraderos de micro; no sé, me imagino que son estaciones, cobijos, tambos, lugares de exposición a la impunidad de la mirada) abre una bolsa y saborea unas ciruelas con mucho placer. A ella le gustan mucho (lo repite tres veces, encabalgando la frase) Eso es todo, el Dr. Williams presenta y no da ningún juicio. La influencia del Doctor se convirtió en un tic explotado hasta reventarlo. Páginas y ladrillos de situaciones cotidianas con supuesto sabor a haikú o a retrato proletario que nunca debieron salir de la cajonera. Yo, sin embargo, sigo pensando en mi pareja ¿Dónde estarán? ¿Seguirán juntos? ¿Seguirán vivos? Germán Carrasco

  • Cuando Ratzinger olvidó a Hipatia

    El miércoles 3 de octubre de 2007, en una audiencia general, Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, recordó y elogió al santo y «doctor de la Iglesia» Cirilo de Alejandría. «También hoy, continuando nuestro camino siguiendo las huellas de los Padres de la Iglesia, nos encontramos con una gran figura: san Cirilo de Alejandría. Vinculado a la controversia cristológica que llevó al concilio de Éfeso del año 431 y último representante de relieve de la tradición alejandrina, san Cirilo fue definido más tarde en el Oriente griego como “custodio de la exactitud” —que quiere decir custodio de la verdadera fe— e incluso como “sello de los Padres”», dijo el entonces monarca católico. «San Cirilo de Alejandría fue un incansable y firme testigo de Jesucristo». Nacido el año 370 o 373, y muerto en 444, Cirilo también fue quien ordenó el secuestro, tortura y masacre de la filósofa Hipatia, el año 415. Eso no lo dijo Ratzinger. Según cuenta Sócrates el Escolástico —un historiador griego del siglo IV—, Hipatia era hija del filósofo Teón y se formó en las ideas de Platón y Plotino, o sea, en el neoplatonismo. Tal era su sabiduría y elocuencia que incluso llegaban personas de fuera de Alejandría para oírla, «consiguió tales logros en literatura y ciencia que sobrepasó a todos los filósofos de su propio tiempo», cuenta Sócrates. «Como muestra del dominio de sí misma y la sencillez de maneras que adquirió como consecuencia de cultivar su mente, solía no poco frecuentemente aparecer en público frente a los magistrados. Nunca se sintió intimidada por acudir a una asamblea de hombres. A causa de su extraordinaria dignidad y virtud, todos los hombres la admiraban sobremanera». Esa figuración la hizo enredarse en «las intrigas políticas» de Alejandría, en particular en la disputa de poder entre Orestes, el prefecto imperial de la ciudad, y Cirilo, el patriarca cristiano. La disputa entre ambas autoridades incluye asesinatos y saqueos; el propio Orestes fue apedreado y, en represalia, ordenó que se apresara y se torturara al monje responsable del ataque. Hipatia, que nada tenía que ver con el asunto, pero cuya inteligencia y carisma causaban resquemores entre los cristianos, pagó con su cuerpo las luchas de poder. «Como tenía frecuentes entrevistas con Orestes —cuenta Sócrates—, fue proclamado calumniosamente que ella era la responsable de que Orestes no se entendiera con el obispo [Cirilo]. Algunos de ellos [los cristianos], formando parte de una fiera y fanática turba cuyo líder era un tal Pedro, la vigilaron mientras regresaba a su casa. La sacaron de su carruaje y la arrastraron hasta la iglesia llamada Cesarión, donde la desnudaron y la asesinaron con fragmentos de cerámica [o sea, la cortaron hasta matarla]. Después de descuartizarla, llevaron sus restos a un lugar llamado Cinaron, y allí los quemaron. Este asunto dejó caer el mayor de los oprobios, no sólo sobre Cirilo, sino sobre toda la iglesia de Alejandría». La historia de Hipatia la recuperó el director chileno-español Alejandro Amenábar en la película Ágora, de 2009, con Rachel Weisz en el papel de la filósofa. Creo que fue la primera vez que oí de esta mártir del conocimiento. Volví a encontrarme con ella diez años después, esta vez en un libro de Michel Onfray, Decadencia. Vida y muerte del judeocristianismo. El francés cuenta que para Hipatia, al igual que para todos los filósofos de la época, la filosofía no era pura teoría, sino «una invitación a llevar una vida filosófica». Hipatia también cultivó la astronomía y las matemáticas y fue diseñadora de instrumentos de navegación. Como en la filosofía, su acercamiento a las matemáticas también era práctico —moral y político—, pues creía que su dominio «aseguraba una verdadera sabiduría que abría la posibilidad de ejercer el poder», escribe Onfray. No extraña, entonces, que se involucrara en los asuntos públicos, terreno vedado por entonces a las mujeres. No extraña, tampoco, que Ratzinger omitiera esa parte fea de la vida de aquel «custodio de la exactitud»; la iglesia católica suele hacerlo, ocultar sus crímenes, el propio Ratzinger enfrentaba en Alemania un juicio por encubrimiento de abusos sexuales contra decenas de niños. ¿Qué significa el olvido de Hipatia? ¿También es un encubrimiento? Y si lo es, ¿qué se encubre? ¿El crimen de Cirilo? Puede ser, pero es poco probable, porque basta con googlear para descubrirlo. ¿Qué, entonces? No sé. Tal vez esta anécdota dé pistas, y si no, igual vale contarla: un día, en una clase, imaginemos que mientras hablaba de Platón, un alumno le declaró su amor a Hipatia. Ella respondió al inflamado estudiante entregándole un paño, quizás el que usaba entre las piernas, manchado con la sangre de su menstruación. ¿Qué quiso enseñarle?, ¿qué descubrió ese joven?

  • Lo que veo para el 2023

    En el lenguaje tradicional del Tarot, que tiene al menos siete siglos, el 2023 habla de una necesaria integración entre lo femenino y lo masculino, como sensibilidades complementarias en cada persona, pero también como necesidad de un nuevo pacto afectivo: amor por la mezcla y lo heterogéneo. El 2023 es un año que requerirá hacerle caso a la intuición: lo que dicen las tripas, eso es. En esta tirada la carta de El Mundo se ha reiterado. Es la carta más auspiciosa del Tarot, la que refiere a la totalidad integrada. El 2023 viene difícil y el egoísmo ya no sirve. Se requerirá de acciones decididas y eficaces, realizadas en colaboración generosa con los demás. En el centro de esta carta está el símbolo de lo femenino elevado: sus pies levantan el polvo de la Historia. Son los seres que portan capacidad de intuición y cuidado. Los sufíes los llamaban qutubs, o los “pilares de una época”. Muchos se asustan cuando aparece El Diablo pero en el Tarot el aspecto negativo de esta figura no existe. No olvidemos que Lucifer significa “portador de la luz”. En la tradición cristiana, Lucifer representa al ángel caído, ejemplo de belleza e inteligencia a quien la soberbia le hizo perder su posición en el cielo, transformándose en Satanás (Isaías 14). En su cabeza El Diablo lleva un tocado con antenas, indicando un vínculo con lo que sobrepasa al intelecto. El diablo llama a combinar lo intelectual, lo espiritual y lo emocional: otra vez se trata de integrar. Es también la figura de la hibridación, símbolo hermafrodita, pues tiene senos de mujer y genitales masculinos. El 2023 requerirá las artes de El Mago, la tercera carta de esta tirada. La forma de su sombrero evoca el símbolo del infinito, que es una mezcla de incertidumbre y esperanza. Todo es posible todavía, pero nadie puede predecir cómo evolucionarán las cosas. En su mano izquierda el mago porta una vara que, nuevamente, simboliza el poder de la intuición. Aplicaos, 2023 dependerá de vosotros.

  • Escribir desde el arte - por Catalina Mena

    Estos talleres tratan de disparar una escritura desde el Arte ("desde", porque el Arte puede también ser un pretexto). 2 talleres breves de 3 sesiones cada uno en enero. Esta vez en formato on-line. Los días lunes 16, 23 y 30 de enero y los martes 17, 24 y 31 de enero. Abierto a todxs quienes quieran participar. No necesita saber nada de Arte, tampoco haber escrito antes. Interesadxs pueden escribir a info@barbarie.cl Las sesiones son de 7 a 9 pm. Valor: $60.000

  • Sonrisas telefónicas

    Sonrisas telefónicas Estoy comiendo papas fritas plásticas con sabor artificial a crema y ciboulette, mientras espero como puta parada en la esquina a que me llegue un cliente. Soy una mala suerte de puta moderna: vendo mi tiempo sentada en un cubículo de varios computadores conectados a Internet, las pantallas siseando y sillas deformes de tanto uso. En el día tengo dos breaks ratones de 15 minutos, media hora de almuerzo y esa luz mierdosa sobre mis ojos, que me hacen encandilar y tropezar cuando salgo al exterior. Topo humano, todo el día, de 11 de la mañana a 9 de la noche. Puta topo humano, vendiendo mi tiempo y energía por un poco más del sueldo mínimo, lo suficiente como para pagar mis medicamentos, cigarrillos y una que otra salida en los pocos días libres que tengo. Esclava del horario generado por un programa, 6x1, 5x2. Seis días de trabajo, uno de descanso. Cinco días de trabajo, dos de descanso. Descanso que no es tanto, que es para escapar con el humo del verde que me hace reír un poco entre tanta mierda. Manos aceitosas de aceite hidrogenado con sal y sulfitos, manos brillosas y el trasero cuadrado de tanto estar sentada. Me llevo un buen trago de papas fritas en la mano, abro la boca y engullo como el Lobo Feroz a la Caperucita Roja. Engullo un puñado de papas que parecen hojas secas entre mis dedos. La sal hace brillar mis dedos. Mi piel tiene el brillo del hidrogenado. El resto de la manada sigue en sus cubículos, viendo YouTube o una serie de moda. Yo miro fijo a la pantalla, deseando ser tragada por ella y empujada por el museo hasta el mar. El mar. Tiempo sin verte. Plata, dinerosh, trabajos mal pagos, dolor de orejas por las mascarillas, los ojos rojos por dormir y levantarse, aunque lo que deseas es seguir en cama, soñando con el mar y despertar en la ciudad. Micros, metro, subir y bajas escaleras con las manos congeladas metidas en los bolsillos. Cargar la Bip, pasar la Bip por el validador, $720 por viaje en horario valle, ni hablar del horario punta cuando pagas $800 y fracción por ir atrapada en un vagón con más personas que el máximo, haciendo piruetas de yoga para entrar y mantener la respiración apretada hasta la próxima estación. Me duelen las orejas, me duele el orgullo, me duele sentirme tan bien en soledad. Me duele no ser como el resto, que tiene sus parejas, amantes, amigues con ventaja, hijos, perro, gato, plantas, plata. Y que están agotadas y felices, con una cama de dos plazas y scaldasonno prendido cuando llega la noche. Me alegra estar sola, escuchar mis vinilos mientras juego después de fumar verde en la impunidad de mi pieza. Me alegra no tener hijos, no tener tantas responsabilidades, tener una cama de plaza y media donde entro yo y solo yo, donde puedo relajarme tirándome un pedito solitario, donde puedo rascarme sin tener que esconderme, donde duermo con calcetines de polar de colores fuertes con dibujos de patitos amarillos. No tener la obligación de llamar a otro, donde no recibo miradas y mi cama me ama y amo mi cama. Sigo en el trabajo y he botado a la basura la bolsa vacía de papas fritas. Compré una bolsa enorme y le he convidado a mis compañeros de trabajo, esclavos igual que yo que a esta hora grata charlan de sus respectivos divorcios, sus hijos que no ven a su padre, pensiones alimenticias y demandas, chimuchinas de oficina regular y yo aquí, estirando las piernas en las horas extras de un viernes. Voy a hacer un Cenicienta: salgo a las 12 en punto de la noche. Nos llevaran en van a casa, llegaremos tarde, tomaremos un café, comeremos un pan con mortadela y queso, nos fumaremos un cigarro en el baño y después al piyama porque mañana parte todo de nuevo y hay que levantarse, ir al baño y todo eso de todos los días camino a la oficina. Y soñaremos con el mar, con viajes al Caribe, algunos conque el papito corazón pague la pensión alimenticia y todo eso que conlleva la doméstica felicidad de la pequeña clase media chilena. O clase baja aspirando a ser media, con departamentos enanos en La Florida o en Maipú o en cualquier parte menos Providencia o el barrio alto, porque el sueldo de call center aspira a mucho y alcanza a poco: a lo más dos días con efectivo y el resto estirando el chicle, mascando arroz con huevo y vienesa industrial marca PF. No digo que PF sea malo a todo esto, solo digo que cuando uno compra vienesa de kilo no es la misma calidad que comprar en un lindo localcito de Lastarria que trae la real mortadela de Italia. A veces la clase mía parte a esos lados de paseo, pi pi pi, en una micro vieja, pi pi pi, tomando el metro lleno, pi pi pi, pagando tres veces el precio de un servicio porque está en Bellas, pi pi pi. Y tomando selfies y fotos que sube a Instagram para recordar la felicidad de tener cash en la billetera, de pagar y dejar propina del 30 % a la garzona que te guiñó el ojo, pi pi pi. Y a veces compra todo en el Erbi porque es más barato y son las mismas huevadas que en el Jumbo te da más y te cobra más, pi pi pi, pero cuando hay que rascar el tarro de monedas para cargar la puta Bip es otra cosa mariposa. Sábado, 22:36 pm Modo Cenicienta. Termino turno a las 12:00, después marco la salida en el primer piso y tomo la van que me dejara en casa. Hay pocas llamadas y ahora que lo pienso, este segundo piso parece una ratonera humana: una entrada, una salida, escaleras y aire acondicionado que te hace cagar de calor cuando afuera está rico y cagarte de frío en la noche. Es una ratonera, sí. Todos abrigados, en su cubículo blanco con azul y la pantalla reventando los ojos. La mascarilla de rigor hace que dé más sueño de lo habitual, el hecho de estar sentada sin mucho por hacer y los restos de la bolsa de Doritos tamaño familiar en la esquina. Hoy fueron Doritos, galletas y una Pepsi Zero de litro y medio. Uno parece cabro chico con tanto dulce, con tanta sal entre los dedos y el piso asqueroso de restos de migas de galletas y Doritos. El sueño acumulado, las ganas de estar en cama, modo pijamas con el scaldasonno prendido en nivel 2. En uno de los breaks llame a un amigo: iba camino a un cumpleaños. Que ganas de no estar acá, que ganas de ser dueña de mi tiempo pero como buena puta del sistema, vendo mi tiempo útil atendiendo llamadas de personas que no están contentas con el servicio. Me hago lo más fuerte y amable posible: me obligo a sonreír debajo de la mascarilla. Jueves, 11 pm Ha renunciado mucha gente del equipo, así que nos están pidiendo horas extras. Entraba a las 11 am y salía a las 7 pm (lo que es una excelente cantidad de horas) pero como la última semana se han ido 6 u 9 personas de un equipo de 15, están desesperados por alguien que atienda el turno de medianoche. Así la cosa, salgo a las 12. Entré a las 11 am: una maravilla del sistema, que acoge a unos y aplasta a otros. Ya son las 11 pm y estoy agotada. La luz artificial, la pantalla frente a los ojos, las orejas con la mascarilla K95 apretando la piel como si fuera una hoja de afeitar, los pies algo hinchados de tanto sodio y Pepsi Zero todo el día. Tengo sueño. Tal vez me haga otro café plástico con agua tibia de la máquina enfriadora/calentadora, que nunca es igual al agua hervida. Es un café engendro bastardo, en el que el Nescafé de Nestlé está tibio y uno aun así, se lo toma, porque la máquina del pasillo vale $400 el vasito. Y uno a veces quiere ser menos rata, pero si tomas los pinches $400 y los multiplicas por el café que tomas en el día, hace doler el orgullo. Así que acepto con humildad y rencor el café helado, pensando que pronto llegare a casa a ponerme pijamas y acostarme en mi cama caliente por el scaldasonno. Está jodida la cosa. Si lo vemos desde fuera, estamos mejor que Ucrania, sin duda. Pero ver tanto cabro chico embalsamándose en el sistema del trabajo, escuchando su puto reggaetón a todo chancho y pensando en que a fin de mes se van a comprar un par de pantallas de PC de última generación en vez de, no sé, ahorrar o viajar o estudiar o carretear o disfrutar o escribir o pintar o lo que sea que se te pare en gana, es triste. Yo veo algunos que estudian y trabajan y se sacan la cresta porque creen firmemente que el cartoncito les solucionará la vida. Y no, no suele ser así la cosa. El cartoncito suele quedar guardado en alguna carpeta y en alguna ocasión, se viste de gala de vidrio y masilla al encuadrarse para quedar instalado en el living comedor junto con las fotos escolares y los peluches de los niños. Es rico estudiar. La Universidad parece infinita en su momento pero luego no te das ni cuenta y todos tus amigos están bien instalados en sus vidas, con sus parejas, matrimonios y un departamento hermoso con hipotecario a 40 años. Y una ahí, adolescente, compartiendo casa con la familia y trabajando en una pega de adolescentes, siendo la más grande y regia de todos, pero también un poco cansada de tanto esperar a que las cosas por alguna vez resultan. Se acaba de caer el sistema principal, que horror. Lo bueno es que nadie llama a esta hora. 23:27 pm, qué sueño, bostezo bajo la mascarilla. Tal vez un cigarrillo. Uno solo. Preguntarle a mi supervisor de 22 años si puedo ir afuera por 5 minutos resulta tan extraño. Es como, no sé cómo explicarlo. Déjame intentar. Mi supervisor usa ropa con las colores del arcoíris, con frases como love is love ahora que ser LGBTI+ está de moda. Pero yo estuve ahí, yo sé lo que es andar con miedo por la calle. Con el miedo que un grupo de nazis baratos te agarren y te hagan mierda. Cierto, nunca pasé por eso. Siempre he andado a la defensiva y nunca me ha pasado nada. Pero a otres les ha pasado. Y sigue pasando. Y mi supervisor usa los colores del arcoíris porque está de moda o es un puto revival de los 90. Faltan 20 minutos para las 12. La sala de computación está con la ventilación prendida, hace algo de frio y me puse la chaqueta. Salí a fumar un cigarrillo y volví. Afuera frío, adentro las maquinas encendidas permanente y un horrible reguetón sonando de fondo. Se escuchan los murmullos de las conversaciones y uno se entera de muchas cosas sin desearlo. A las 12 están todos con las mochilas listas para salir y no falta la llamada odiosa que cae a las 11:58 y que se extiende por 15 minutos. A las 12 en punto parece Año Nuevo: tres, dos, uno, cerrar sistemas y ponerse el bolso al hombro para partir a la van que nos lleva a casa y que casi siempre necesita una buena limpieza. O al menos una pasadita de aspiradora. O una higienización, si hemos de ser correctos. Los asientos húmedos de la van, el olor a encierro y el tío que la conduce como una serpiente arrepentida por la ciudad a oscuras mientras el tío de la van se toma una Coca cola con azúcar mientras rogamos por llegar sanos y salvos a la cama scaldasomneada. Viernes, 22:22 pm Hoy ha sido un día largo en la pega. Muchas incidencias, muchas llamadas pero ahora dejaron de llamar y mi vecina de cubículo está viendo videos en Tik Tok mientras yo trato de no quedarme dormida, arrollada por el zumbido incesante de los equipos y el aire acondicionado. Salgo a las 12, querida Cenicienta, y no hay hada madrina ni príncipe azul en este cuento. A lo más hay una que otra pregunta en el chat del grupo y una que otra persona atendiendo a alguien que se quedó sin Internet en su casa a esta hora non grata. Llovió esta mañana. Mucho. Así que salí con mis bonitas botitas de goma y enfrenté al frío. La mascarilla hace que dé más sueño que el habitual y los pocos tecleos hacen un zum zum que invita a recostarse en el cubículo. Estuve de cumpleaños hace poco. Mis compañeros de pega me dejaron el escritorio lleno de dulces y globos y doritos y fue really nice. Me sentía como la Bolocco recibiendo la corona, con las manos cubriendo la mascarilla y mi sonrisa embobada mientras todos cantaban cumpleaños feliz. El globo que dice “Feliz cumpleaños a ti” en rosa, dorado y blanco decora mi cubículo. Me da energía para seguir cuando dan ganas de mandar todo a la real mierda. 22:50. Estoy pensando en levantar mi culo aplastado e ir por un café. Mis piernas quedan flotando en la silla y siento como se hinchan mis pies en las botas de goma. La calefacción es como un Scaldasonno que invita a recostarse y descansar. “Me quiero ir2, me dice mi compañera. “Yo también”, respondo. “¿Quieres un café?”, ofrezco. “Ya”. “Voy por dos”. Viernes, 23:00 Estoy en teletrabajo, al lado de la estufa y casi no caen llamadas. Tengo un café en el escritorio, un vaso con Coca Zero y mis cigarrillos. Hace frío pero al menos ya dejó de llover en exceso. Los vecinos tienen un carrete piola en su casa y a través de la pared escucho sus risas ebrias de sociedad. Estoy hasta las 12, Cenicienta y la verdad, extraño mi cama. En el servicio somos 3 personas ahora y yo soy la única que está en casa. Ellos van a tener que hacer el viaje en van a las 12 pasaditas, Cenicientes y yo acá, viendo el living y comedor vacíos. Mi familia está durmiendo y yo aquí, en vigilia por si algún desubicado llama al servicio. Nunca se sabe Me ofrecieron un trabajo en mi área. Más lucas, más responsabilidades, más salir de casa todos los días. No es malo. Lo único lata es que vivo lejos lejos, donde cagan los conejos y cada noche suenan fuegos artificiales u otras cosas que la verdad, me da lata comentar. Nunca pensé vivir acá. Antes vivía en un barrio pro, con un sueldo que me permitía llegar apenas a fin de mes, pero con depa propio y libertad y todas esas cosas que ya no tengo. Es extraño como una se acostumbra tanto a los cambios. Esta la real zorra en el mundo, pero uno es una hormiguita que piensa puras huevadas mientras el planeta se desarma en medio de las crisis y una se pregunta, ingenuamente, si mañana habrá alguna liquidación o si llegarán los bonos del gobierno. Ya no escucho reguetón de millennials, a Diosito lindo gracias por eso. En la oficina ponían esa musiquita de mierda todo el día. Ahora, silencio interrumpido por las risas de los vecinos. La luz tenue de la lámpara hace pensar en dormir y ahora la estufa me dice que me ronda. Cabronas. Un sorbo de café y pasará. Hoy dormí hasta tarde. Incluso pensé en decir que estaba enferma para no trabajar, pero luego se me pasó. Así que me puse mi mejor sonrisa plástica en la cara y afronté la realidad. Qué mierda. En septiembre se vota la nueva Constitución. Está bien interesante, que quieres qué te diga. Están todos vueltos locos porque dicen que la gente va a votar que la rechazan. Huevadas. Es porque no se han dado la paja de revisarla. Somos un país de pajeros mentales, si he de serte franca. ¿Y quién no? Si podemos elegir entre hacer algo y sacrificarnos y no hacer nada y dejar que la desidia gobierne, gana la desidia. Idiosincrasias. Formas de ser. Miércoles, 22:26 Silencio. Sólo el tic tac del segundero del reloj del comedor. Un cigarrillo, Coca Zero y la estufa. Este es uno de esos inviernos jodidos en la ciudad. Mucho frío, algo de lluvia y pandemia, más los horarios extraños del trabajo = ser un eremita post modernoide, conectado a las redes pero sin contacto humano externo superficial. Como antes, como hace ya tres años antes. O más. Hay un rumor de que nuestro monitor de la capacitación tiene onda con una chica del equipo. Bien por ella, mal por él. Tiene partner el niño y la verdad es algo bastante común en estos trabajos de cuarentena el que se armen parejas disparejas: gente que nunca pensaste que iban a estar junta termina estando. Y no sé si será verdad o no, pero la chimuchina se multiplicó y ahora parece que es verdad. La verdad es que ella es más interesante que él. Aparte, tiene el bonus que no tiene pareja y el cabro sí, lo que para mí es una bandera roja en cualquier pseudo relación. O sea, si tienes pareja, ¿para qué diablos coqueteas con otra? No sé, no le encuentro sentido. Hueá de ella. Si quiere estar con él niño, ella es quien elige. Simple. Queda una hora de espera. Fui por más Coca Zero y ahora estoy en silencio frente a la estufa, mientras mi mamá me recuerda que hay jugo en la cocina y que no tome tanta Coca Zero. Me acomodo en mi silla y estiro. Uso mi uniforme de teletrabajo: pantalón de polar, polera y polerón de polar, todos de colores horrendos, pero cálidos. No sé por qué no hacen ropa de polar de colores más alegres. Debe ser porque estamos en Chile, acá todo es gris y no somos tan felices como en, no sé, países caribeños o con el mar tibio. El mar chileno es helado como la mirada de tu ex cuando te ve con otro. O más feliz que cuando estabas con elle. Somos un país triste, qué duda cabe. Melancólico es lo menor. Triste es todo nuestro pueblo, triste es la memoria y con algo de suerte, también nuestros sueños. Hace poco estaba hablando con un amigo por WhatAapp. Decía que sigue en lo mismo, que casi no sale por la delincuencia, la pandemia y la recesión. Yo no salgo por mis horarios extraños, porque tengo a mi madre en casa y porque estoy en un trabajo de pandemia que no me permite pagarme un depita propio donde tirarme mis peditos a gusto. Pronto, espero, pronto todo cambiará. No sé cuándo cresta, pero hay que tener algo de esperanza, dicen los optimistas. Todo mejora, dicen otros. Pero lo cierto es que cada día es igual al otro, con pequeñas diferencias que te hacen dudar acerca de todo. Viernes, 23:39 Me está dando acidez tomar tanta Coca Zero. Sé que es tóxica, como muchas personas, dirás tú, pero es agradable, hasta que llegue al punto de ser insoportable y tenga que dejarla por algo menos tóxico. Otra cosa rica y tóxica es el pollito del KFC. No quiero ni saber qué lleva, algo ilegal debe ser, porque es demasiado adictivo. Como que dices que comes uno y al final terminas comiéndote las minutas fritas. Paz y pollo, decía Homero Simpson. Paz y pollo. Me estiro un poco y necesito un masaje de la Sofi. Ella me pone estirada en el piso y me tira los brazos, me masajea la espalda y termino raja durmiendo en el piso, modo babeando. No hay como un buen masaje. Mi espalda parece tabla, dura y llena de nudos. Necesito un Sofi masaje. Recién estaba hablando con una compañera de trabajo acerca de la depresión. Yo le explique que somos un país deprimido, que tal ve sea culpa del clima o el mar frío. Que se tomara religiosamente las pastillas. Que hace efecto recién después de 15 días sin parar. Que no las dejara. Aunque quisiera, porque la depresión es jodida y que es mejor ser una dopada feliz que una persona infeliz. Martes, 23:24 Me he puesto algo gourmet con los refrigerios. Recién estaba picoteando unas papas modo hippie chic, con camote y papas chilotas y sal de mar de marca (no diré cual) en un tazón de sopa junto con mi Coca Zero habitual. Ayer fui a la oficina porque se me cayó internet en la casa y hay que laborar, compañere, aunque una no tenga ganas. Volver fue lindo, pero extraño: de verdad parece una jaula de ratón de citas, con la calefacción a tope y todos cagados de calor y muy pocos con mascarillas. Igual rico ver a los conocidos y abrazarlos un poco. Me echaban de menos, así que cuando me baje del metro compré muchos dulces y huevadas que hace mucho no compraba. A ellos les gustó eso y la verdad, hay menos demanda que hace dos semanas atrás de la pega. Incluso salí a fumar mientras configuraban mi compu. Aplasto la colilla de cigarrillo en el cenicero. Estoy en casa, sin mascarilla y con mis lentes viendo todo perfectamente claro. Falta poco para salir y apagar los equipos, poner el scaldasonno y dormir a su amparo eléctrico, para despertar ahogada de calor a las 2 de la mañana. Gran invento el scaldasonno. Ese tipo debe haberse forrado. Se lo merecía: con eso no dan ganas de tener pareja ni nada. Miércoles, 21:53 Solo se oye el segundero del reloj, la gata bajando de la silla donde durmió buena parte del día camino a su cama en el dormitorio de mi hermana, algunas sirenas de bomberos a lo lejos y yo aquí, preguntándome qué chucha estoy haciendo por mí. Trabajar no es una buena respuesta. Dormir es una buena excusa para matar el tiempo. Salir de vez en cuando hace grata las cosas, pero disponer del tiempo que le vendes al sistema suena como una utopía de película Disney, con la gran salvedad que una nunca fue la princesa ni su mejor amigo, sino sólo un extra que nadie recuerda. La vacuidad, el vacío, el estar sintiendo pasar cada segundo en el reloj con su pinche tic tac que va ahuyentando la vida, jirón a jirón, piel rasgada bajo uñas afiladas de artificio. Con este trabajo he engordado algo y la verdad me da un poco lo mismo. Sólo deseo que pasen rápidos los segundos, se transformen en horas y finalice el mes con números azules en la cuenta bancaria. Utopía, sin duda. Ilusión, de más está decir. Martes, 22:10 Me acabo de terminar un café que estaba frío, uno de tantos que me hice hoy y ahora estoy acá, con la estufa mientras la gata pasea frente a mí, buscando el calor de estufa a gas que satura el aire mientras afuera llueve. Tengo sueño. Mucho sueño. Pero hay que pagar los cigarrillos y ya sabes, nada es gratis. Así que me encomiendo al universo, Dios o como quieras llamarle para que la medianoche llegue rápido, Cenicienta querida del Príncipe Azul. Siempre nos meten en la cabeza que uno debe sentar cabeza, tener una casa, hijos, quizás casarse por la iglesia y todas esas cosas. Yo no sé si sirva para eso y la verdad, no sé si tenga la energía para hacerlo. Después de todo, paso más tiempo frente al teclado que socializando y cuando salgo es solo por algunas horas, a cosas específicas. “Esta pega mata tu vida social”, me decía un compañero. “Nadie puede tener una vida normal. No puedes organizarte, terminas agotado y lo único que deseas es dormir”, decía otro. Y tienen razón: 5x2 y 6x1 matan el corazón solitario. Comencé turno de 9 am a 7 pm. Modo 3 de la tarde me habla mi supervisor, que si puedo hacer horas extras. “OK, de qué hora necesitas?”. Lo que puedas. Y como mi supervisor es otro esclavo como yo, me da penita y le digo que sí, porque si falta uno de nosotros se los putean a ellos. Y hay que apoyar la causa. Así que le dije que sí, que podía de 9 a 12. Y aquí estoy. Son las 23:42 y estoy en la modorra de no recibir llamadas porque hay que cumplir contrato y las cláusulas de servicio 24/7 de lunes a domingo así lo dictan. 24:52. Una compañera me dice por WhatsApp que se está quedando dormida, que mañana tiene clases. Que quiere mimir, término adolescente para dormir y no despertar. Todos somos adolescentes, todos somos mitad humano, mitad ratitas, todos queríamos ser felices y aquí estamos, viendo fijamente el reloj para poder apagar los equipos, fumarse un cigarrillo y dormir en la cama con scaldasonno. Tiempos felices los de la melancolía. Martes, 22:09 Hace unos minutos estaba todo tan en pausa que hasta podía sentir como la vida se me iba entre los dedos, con las orejas conectadas a los audífonos, la mirada fija en la pantalla brillante y el frío revoloteando en el living de mi casa. Estoy harta. Quiero mandar todo a la chucha. Quiero dormir hasta muy tarde, tomar desayuno, volver a la cama y seguir durmiendo al menos un par de días. Quiero dejar de ser amable por teléfono IP, quiero dejar de sonreír telefónicamente al contestar las llamadas, quiero irme al mar un par de días y beber y fumar y dormir y comer y caminar otro poco. Creo que necesito vacaciones. O ir al mar, fumarme un verde y sentarme a ver como la vida pasa frente al mar. No soy la única. Todos soñamos con el mar, una cervecita sentados en la arena, un verdecito o dos corriendo de mano en mano, reírnos un poco sin pensar en sonreír telefónicamente. Una compañera de pega me manda una selfie con carita de poto/stress. Me recuerda a Daria. Cuando era más pendeja me encantaba esa serie de animación de MTV. Luego MTV se fue a la mierda, eso lo sabemos todos, pero qué se le va a hacer. He engordado más que la cresta en esta pega. Todo el día en mi silla, contestando llamadas y comiendo normal, pero sin salir de casa. Agota. Y más de un idiota ingenuo dirá que haga ejercicio en casa y yo solo me reiré un poco: no hay energía, no hay ganas, cero cero, compañero. Y la verdad es que me tomo las putas pastillas todos los días, que gasto un buen porcentaje de mi sueldo ratonil en medicación, que lo intento y lo intento cada día, pero a veces esto es peor y solo deseas que termine el puto turno de 2 pm a 12 pm para ponerte pijama y relajarte en un sueño extraño, pero agradable. Hay días y días y a veces me sorprendo a mí misma animando al resto pero guardando mi tristeza en el fondo de mis botas. Escondidas, retraídos, execradas y a pesar de todo, amadas. A veces me gustaría simplemente seguir durmiendo. Una cura de sueño tal vez sea positiva. Nah. Mis horarios extraños se confabulan contra mí. Mierda. Viernes, 21:13 Cuatro meses, diez horas al día sentada contestando llamadas. Sonrisa telefónica, pies hinchados y pañoleta para proteger la garganta que a veces se queda a medio camino y no puede hablar. Cuatro meses siendo amable con desconocidos telefónicos, a quienes les tomó los datos, reviso en sistemas y ayudo con el cintillo y el micrófono frente a la boca. Cuatro meses y con dos días libres a la semana, cuando aprovecho de escapar y caminar por Bellas Artes, juntarme un rato con amigas, fumar una que otra cosita y tomar algo por ahí antes de subir al metro y volver a la periferia del centro centro, yeah yeah. Volver a casa, dormir con scaldasonno y soñar con no estar acá. Levantarse, ir al baño, fumar el primer cigarrillo del día mientras reviso mi celu y me doy ánimos solita que hoy pasara rápido el día noche, Cenicienta. Turnos de 2 pm a 12 pm, dos breaks de 15 minutos, una hora de colación que pasa volando y una ahí, manteniéndose firme porque hay que pagar las cosas y nadie caga plata, cariña. Hay gente peor, sin duda. Me autoconsuelo y suspiro. Mañana será otro día, decía la Scarlet. Los puchos son pa fumarlos, decía el Pedro. Párate derecha, como una persona decente, dice mi mamá. Se fuerte, me digo a mí misma. No con convicción, sino con el conchito que me queda de esperanza. Juegue, decía un amigo. Y todos dicen diferentes cosas y a veces siento que nadie escucha a nadie, que nadie comprende esto más que las personas como yo, que tienen que hacer este trabajo de ratoncito y abeja que muere para ser reemplazada por otro, porque los empleos como estos te absorben la energía y cuando ya estas mustio, se deshacen de ti y contratan a otro. En ningún trabajo eres imprescindible. Cualquiera te puede reemplazar, con otra voz, otra historia, otro país, otra sonrisa telefónica, otra energía nueva que de a poco va absorbiendo la pantalla incandescente y los oídos sordos de estar conectados al computador. No hay mal que dure cien años, ni tonto que lo aguante. Mentira. Bullshit. Mucha gente hace esto y no por gusto, sino porque hay que pagar y pagar, gastar y gastar y nadie piensa en su propio yo. O si lo hace lo dopa con pastillas o con weed o con copete o con otras drogas. Y uno aquí, sintiendo como la pantalla se burla de ti. Brillando. Y una de a poco apagándose, hasta que sea el momento en que otra abeja ratona te reemplace, porque nadie dura mucho, nadie piensa jubilar en esto. Y son todos a los principios enérgicos y felices, con ganas de salir y carretear y después los horarios extraños y el sueño acumulado hacen que sea una utopía juntarse, porque mañana toca turno, cariño, y no puedes faltar. Vil. Uno se siente envilecido. Algo imbécil a veces, es cierto. Pero mientras tanto la pantalla frente a tus ojos va tomando otro retazo de tu energía y se va evaporando lo que queda de rebeldía, cariño. Viernes, 23:00 Falta una hora. Una hora. Recién me cayó una llamada y ahora estoy frente a la estufa con mucho frío. Estamos formalmente en invierno (aún) pero hoy estuvo lindo el día. De noche el frío es atroz y aunque uses uniforme de teletrabajo (pantalón de polar, polera ídem, calcetas y polerón) el frio te hace mierda. Pasé a indefinido, lo que en esta pega significa algo. Una pequeña estabilidad dentro del caos, un sueldo pequeño a fin de mes que estiras lo máximo y un almuerzo de sushi para mi familia. Uno que otro gasto extra. Algo rico, algo costoso que desagravie el estar diez horas seguidas frente a la pantalla. Igual es piola. Hay trabajos peores y peor pagados. Y sí, hay cosas mejores, pero necesitas un jodido milagro o un contacto que te asegure el cargo. Mis compañeros de trabajo están igual o peor que yo. A una de ellas no le renovaron contrato y no sabe cómo chucha va a pagar el arriendo y la comida y la arena de sus gatos. Otra anda con ataques de pánico y está a base de un cuarto de clonazepam diarios. Medio o más si anda muy mal. Otros pagan apenas las deudas básicas; otros compran moto nueva y muchos se dan ánimo cada día para no decaer y que el puto TMO no se lo cague con el bono ratón que a veces llega, a veces no. El TMO es el tiempo que dura una llamada. Se supone que la llamada promedio dura 4 o 5 minutos. Mentira. Una llamada promedio dura 8 o 10 minutos. A veces más. Pero los indicadores tmosísticos no consideran que los seres humanos son complejos, que aunque uno haga de maravillas el trabajo siempre va a haber algo que delate el mal funcionamiento del sistema. Estoy frente a la estufa y como hace frío esta con dos quemadores prendidos. El aire está helado. La casa está en silencio. Mi familia está acostada y pronto comenzarán a roncar. Tradición familiar. Todas roncamos, que se le va a hacer. Me dio gastritis de tanto café, Coca Zero y comer pésimo y apurada. Los cigarrillos al lado del mouse, los lentes puestos para ver los números pequeños de la pantalla brillosa. Yo estirada en el asiento, tratando de acoger el calor de la estufa a gas. La pantalla se va a negro por la inactividad y debo mover un poco el mouse. Si no lo hago, se bloquea y tal vez, si me descuido, puedo caer dormida. Como un montañista bajo la nieve, durmiendo el frío mientras cae el frío de tormenta y muero congelada. Van a ser cinco meses y sigo aquí, intentándolo. Cada día me lo tomo esperando a que me llamen de otro trabajo, pendiente de LinkedIn y postulando a trabajos donde ven tus antecedentes, pero jamás llaman. A veces me llegan correos, meses después del proceso, en los cuales la empresa X agradece mi participación en el proceso pero que ya encontraron a la persona “compatible con el cargo”. Huevadas. Pero aun así sigo aplicando, como si fuera un juego de Kino en el que tienes nulas posibilidades de ganar. Pero la puta esperanza me dice que siga, que lo intente. Y yo, ilusa tonta y débil, le hago caso a la ingenua. El domingo tengo libre. Iré a ver a un amigo, fumaré un poco, tomaremos un jugo y comeremos algo. Después iré a ver a una amiga, misma secuencia. Finalizo todo tomando el metro hasta llegar a la comuna y de ahí micro, taxi o Didi a casa. Tomar té, ponerse el pijama, tomar la pastilla y buenas noches, los pastores. Volver a lo mismo, seguir nadando contra todo, contra el todo y de vez en cuando viendo algo de South Park o Los Simpson en YouTube. Y así, así como así, pasa otro día. Jueves, 22:22 pm Estaba viendo un capítulo de Los Simpson. Un clásico: cuando Krusty finge su muerte por deuda con los impuestos. El domingo tengo libre y suena una bocina de bomberos o carabineros o ambulancia o que se yo. Mi familia está durmiendo y yo aquí, frente al teclado, como casi todos los días. Ya estamos en septiembre y sigue el suena que suena de la bocina indeterminada. Se siente cercana, como si fuera en la esquina o algo así. Pienso en el Pedro, en tantas noches en que antes uno salía y ahora son los bomberos los que suenan la alarma. Así cada noche: ruidos, ruidos y más ruidos. Una se acostumbra, pero no deja de ser extraño que cada noche sea muy parecida a la anterior. Me pica la mano derecha y se supone que eso significa algo así como que voy a recibir dinerosh. You never knows. Los últimos días han sido de apatía, dormir, despertar, desear seguir durmiendo, pero no se puede evadir esto. Deseo, deseo tanto un poco de mar. Un poco de escapismo salvaje, de andar por las calles, fumando, caminando y bebiendo en algún bar, riendo. Ya perdí la cuenta de cuando fue que vi a algunos amigos. Extraño eso. Mi vida social es miserable y la verdad, solo deseo dormir hasta que me dé hipo. La verdad no tengo muchas ganas de escribir hoy. Más que nada lo hago para estampar un poco a la desolación que siento, que estrangula pero no mata, que es como la mano de Dios riéndose de una mientras patalea por respirar.

  • Mundo Tal

    DISCURSOS SOBRE LO INERTE I Varios discursos sobre lo inerte. Una cajetilla de cigarros reacondicionada, cubierta de huincha aisladora, adaptada como faro del pesebre, con el switch encendido, liberando pulsos rítmicos de un rojo alarmante sobre la cara de loza del niño Jesús. Al año siguiente, desempolvando cajas que reanudan su utilidad estacional, el faro se encuentra prendido debajo de las luces navideñas. El ritmo insistente se ha repetido una y otra vez, 3 veces por segundo, 94.608.000 veces en el año. Voluntad increíble de lo que no tiene voluntad, como el divertimento del azar, la crueldad del chicote o la colilla encendida en la carrera de galgos. DISCURSOS SOBRE LO INERTE II Varios discursos sobre lo inerte. El muñeco tiene un corazón de cobre, válvulas de plástico, piel de trapo. Como un juglar de la corte, recita si se le golpea. Sus movimientos torpes terminan en una esquina, contra la muralla, de bruces recitando su eterna composición. Parece un colibrí que se ha estrellado contra la ventana ¿De dónde esta ternura por lo inútil? Lo mecánico, lo que se describe a sí mismo, lo que justifica su utilidad. Sobre todo, lo que imita la vida sin amenazarla. Un muñeco de trapo que consola, se hereda y nos hace recordar. Su piel grisácea, sus ojos trizados de color caramelo. La costura en la axila rota que invoca lágrimas de infancia y un cumpleaños tullido. Sus labios en V invertida, rojos, como un beso, melancólicos, tristes y muertos. Lo miro apoyado contra la pared blanca. Borracho, se ha deslizado en diagonal. Parece cansado, como un guardia de turno. Mi cara se desfigura en sus ojos rotos. La pieza se curva. El frío se condensa en su chaleco verde. Absorbe mi temperatura. Mi mal humor. Mi frustración. La soledad fundamental y la tragedia de la vida obtusa. Quedo ahí, sentado, casi sin vida, excepto por la organización de mis órganos, su manía compulsiva. El muñeco se incorpora. Respira y habla. Me mira. Sus palabras mueren al final de este poema. UNO MÁS, POR FAVOR El trago tirita en el vaso como un ojo inquieto. Una burbuja se golpea contra los contornos. En una pieza inmóvil, tras un oficio inmóvil salvo la curiosidad de seguir viviendo, la burbuja parece un explorador de otro mundo. O bien un exabrupto que termina en catástrofe. Me trago ambas intenciones y me sacudo el nervio. La burbuja explora el terror, mi vergüenza, todo mi “proceso de aceptación”. Pero atiendo, la veo dibujar su ruta por mis intestinos, sé cómo disloca mi tino, cómo colabora con la aceptación, cómo finalmente me embriaga sin glamour o propósito. La intoxicación culpa ahí donde la cristiandad me ha abandonado. Los valores del vigor son lo único que demanda. El trago es un mirage o el reflejo en el espejo que tanto asustaba a JLB. Duplica los esfuerzos, pero también extiende la noche. De pronto amanece, como amenazaba, y se devora el fin de semana. Otro trago corona el rocío en el patio contiguo. Choca contra las ventanas del departamento. Se quiebra en el parquet. Me arrastro como una cinta magnética, perdiendo poco a poco algo de lo que solía ser. Una última duda en el umbral del sueño forzado, ¿qué hace una burbuja en un vaso de bourbon? Alas, todo lo que aceptamos por renunciar a la ansiedad… MAELSTROM Lucifer, el ángel, la luz que ilumina la caída, se define por lo que opone y ensombrece. Sus alas se tullen con el roce del viento cálido y la sombra que proyectan se va concentrando en un punto en específico, haciéndose espesa, negra, absoluta. Cala un espacio entre el espacio, una palabra indefinida (como el nombre de su padre), una mitología de lo de abajo. Su luz se concentra, como un agujero negro, para luego atraer a toda la creación. Es la tentación. Gravita hacia el centro, curva las espaldas, vuelve magnética las aceras. Escogemos ese lugar y nos asentamos (algunos incluso hacen patria), porque mirar hacia arriba nos provoca vértigo, y si ya estamos en altura, nos invoca al suicidio involuntario. Agachado o agazapado son poses de las bestias. “Tiritando de miedo en las cavernas”. La tentación es la promesa del control que se sostiene del vigor moral y su desilusión puertas adentro. Manchar el bodegón a manotazos pero reconocer la manzana, el cristal, la tela que se pliega. El ciclo de la derrota y la mitología del dolor. Pero entre las puertas asoman ruidos y gritos que caen de bruces y no vuelven a ponerse de pie. Tienta el dolor pero en la amputación se desea. Se apila la carroña a los pies del cernícalo que la mira con indiferencia. Mientras, la vida ya ha hecho lo suyo. Todo se pudre. Todo se nutre. Terca insistencia. Si vemos desde abajo, quien cae se nos aproxima. Desde arriba, el abismo que nos separa solo desalienta. TO BE CONCLUDED Sostener cualquier imagen como un pedazo de madera que flota. La cascada de neblina desciende desde el San Cristóbal hasta la fachada de nuestro departamento. La mañana se dibuja fantástica, decapitada por las bocinas. Sensaciones lideran el plagio. Colores que riman con la angustia. Una flor despierta en la infusión, pero la losa la triza. Reposo en el descanso, la somnolencia, los ojos apenas abiertos. Arrulla el tráfico las pesadillas. Los sueños reparan la vigilia. Largas historias intrincadas, vanidad decimonónica, compulsión de soledad y rebeldía. De la cofa a la costa, solo una mirada. Repartiéndose las tierras antes del saqueo. Triunfos firmados por el rey de turno. Histeria de peste y asedio. La madre se despide de su amante mascando el muslo sangrante de su primogénito. Banderas blancas teñidas de semen y bilis. Debajo de la cruz, la sangre coagula la arcilla. Nosotros dormimos bajo el arcoiris, contando doblones y manzanas verdes. Una ofrenda del enemigo divide las aguas. La estría que se abrió trajo el éxodo bajo el diluvio. Viajes hacia el origen. Nuez moscada que alucina olores y recuerdos difusos. Nos encontramos a la orilla del tiempo, abrazados, escurriendo como gotas de aceite, nunca dejando de caer. Ahora que camino con el abolengo de la madrugada, desprecio la aventura. Cala el ardor y se estaciona el síntoma. Mis consignas son planas. El mundo es débil. Se despeja la bruma empinada. Florecen edificios. Se encumbran antenas, cables, semáforos. Toallas húmedas cuelgan de las ventanas. Miradas indiferentes transitan. Y todo intenta llegar a donde debe estar. VIERNES “hay que amar a los hombres o a las mujeres como a un precipicio” P.Q. Nadie vio cómo te escondías. Si alguien lo vio no estabas oculto, solo huías. Se confirma la ignorancia de nuestro origen. Y ahora, cada momento es otro testamento al olvido. Queda fijar recuerdos que fueron invisibles y solo se comunicaron en confianza vulgar. La vergüenza es siempre retrospectiva. Leyendo Robinson Crusoe, las huellas en la arena de la isla, los cuerpos capturados y los torsos desnudos. Esas sillas que aún conserva mi padre en el living. ¿Cómo era que me amarraba a ellas, desnudo, y sentía el placer sensual de escapar? Si lo cuento es porque lamento que nadie me haya visto. La idea permanece como retrato de otro. Pero era yo, confirmo, somos nosotros. Un viernes opaco y vibrante que me castiga en la orilla. BODEGÓN Mi envidia es acaso lo más sagrado que se obtiene de mí. Es una hoja seca de invierno. Todo lo que cruje y se enmarca. No como el sol que se adivina en sombras. Como la vecindad del amor, los abrazos o las copas que intercambian. Uno se clava a desear, otros a desearlo, y nada se obtiene. Esa nada es el fruto que me escoge. Aquí lo ofrezco.

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