La pareja que busca trabajo y el Dr. Williams
top of page

La pareja que busca trabajo y el Dr. Williams


Pensar en el invierno en pleno verano, en lo hermosas que se ven las santiaguinas en el Metro con esos abrigos, abatidas pero con ganas de llegar a casa y tomar un té con una tostada. Es invierno. Hay una pareja sentada en un banco. Están cada uno dándose calor y contención. Sus ropas son de segunda o prestadas. Se nota el enorme esmero y la actuación por parecer formales y buscar trabajo todo el día en lo que sea. Tal como en estos momentos, en donde escucho a la gente en el patio del edificio hablar de platas, de pegas. Las mujeres son siempre las que dimensionan el desastre. Hay una pareja. Mi pareja invernal está ahí, esmeradamente formal. Pero una mirada ligeramente detenida delata su condición de cuasi homeless, cierta ternura, cierta piedad. Y esa relación cercana a la libertad que sólo tienen los sin techo y que provoca la envidia de alguna gente. Quienes escriben poesía también padecen esa envidia, ese filisteísmo. Sobrevivir es difícil ante tanta celada, marginación y menosprecio. En cuando a los homeless también hay cierto miedo, porque –muchas veces, se sabe-- tarde o temprano te pueden cagar. Nadie conoce la ciudad y la noche como ellos.


Bueno, sucede que no encontraron pega de nada, ni de copero, ni de conserje, ni en el aseo en los subterráneos. Muchos queremos eso, lavar wáteres y una especie de servicio militar, el milico interno lo pide. Y mandar a la cdsm definitivamente al bullicio, a la provincia con sus consentidos eternos, a la trampa, al cogoteo campante en el campo cultural.


En tanto, las voces más afinadas de la poesía chilena recogen cosas de la feria cuando esta se va para hacer un potaje, comer algo. Santidad, ecología, ese vivir súper extremo en el que nos involucramos. Curioso es que algunes quieran pedir tarjeta para ese club. No existe tal cosa. Y el talento genuino desprecia el esmero premiado por el poder, aunque sean un par de delincuencillos menores en alguna institución estatal. No, nada tienen que ver con esa institucionalidad. Volvamos a la pareja.


Quizás por ese olor a nomadía y esa aura principesca provocan odio. También tienen ese aspecto que avisa que se van a equivocar en algo, que no van a dar una buena imagen de la empresa, que no serán capaces de sostenerse en pie en ese trabajo porque no van a soportar una humillación, no van a transar. Eso provoca más envidia aún. Quizás son sólo pobres, pero todos lo somos. Es otra cosa la que hay en su aura. Se dice que serán inconstantes. Y ese prejuicio prolonga su vida cesante.


Una marraqueta con mortadela lisa y un té en un vaso sintético y las caminatas los salvaron del frío santiaguino. No son de Santiago, deben ser de algún lugar cercano.

Se quedaron en un asilo que recibe a los que están un pequeño paso más arriba de los homeless ya que tienen que pagar una suma casi simbólica por una pieza en donde las frazadas tienen un olor tóxico a desinfectante. Una especie de asilo temporal. En esos lugares abundan los tránsfugas que tienen algo en común con la pareja: intentan pasar por ciudadanos normales en tenida formal, pero al reparar un poco en su mirada o su ropa uno se da cuenta de que son de la calle. No le importan a nadie, así que a ellos tampoco les importa nada. La pareja sólo busca trabajo y hoy no lo encontró. Imaginé todo su día, todo ese día una novela extensa pero sólo me tocó una página: los vi en el momento en que estaban abatidos y se cobijaron el uno con el otro en un banco.


Empezaba a hacer frío. Se quedaron abrazados así para siempre en mi memoria.

Tendría que resucitar Miguel Ángel para congelarlos en mármol y dejarlos para siempre abrazados, ya libres de intentar sobrevivir o luchar por el pan. Eran una pareja feliz. Cuando el clima era más favorable, buscaban trabajo, duraban uno o dos meses, pero luego terminaban recorriendo la Quinta Normal o el Santa Lucía. Los santiaguinos no recuerdan lo hermoso que es ese cerro, sus caminos de adoquines, sus plazas, la vista de Santiago, sus sombras, sus komorebis, sus quioscos de niño feliz aunque de padres pobres. Ellos mismos pensaban eso con cada quiosco, cada paleta de caramelo, no tenían hijos. Pensaban tener un trabajo y un lugar donde vivir en Santiago, y no en una provincia en donde el trabajo haciendo de todo y a toda hora con los nuevos parceleros y sus vehículos desproporcionados no les agradaba.

Cada vez que paso por ese lugar en el banco donde quedaron inmortalizados en mármol por, digamos, Miguel Ángel, veo el banco vacío y los recuerdo. Cómo logró el escultor italiano transmitir la dignidad de sus ropas de segunda en mármol, su abrigarse el uno con el otro en un perfecto equilibro abatido. Abatido pero sin grito de socorro. No les nace ese descontrol, ese quiebre estridente que rompería un equilibrio, el grito desconsolado de la quimera en el funeral, el caos. Su elegancia les prohíbe la queja. Además, nadie escucharía entre las cohortes de ángeles si gritaran, pero no por ceden a una desesperación evidente. Habían entrado a la iglesia a rezar a Santa Rita de Casia, y quizás ahí fue donde sus ángeles los abandonaron. Sus ángeles los abandonaron y se quedaron en la iglesia convertidos en el sonido aterrador y hermoso de un órgano a tubos, se quedaron dentro del sonido, habitando el sonido de ese órgano colosal que fue por un momento la música terrible de la pareja, no una música nupcial tenue sino la explosión del pathos, la única voz alta permitida, quizás la de lo que concebimos y nombramos como Dios.


La pareja parece retratada por la tocata y fuga y luego esculpida en el banco en donde se refugiaban el uno en el otro. No, ellos no tienen ángeles, al parecer hasta los ángeles gentelindistas despreciaron a esta pareja y se quedaron leyendo a Rilke con café y pastelitos en el Tavelli, un boulevard provinciano en cuyas cercanías también buscaron trabajo pero sentían la mirada sobre sus ropas y gestos como un peso. Los de ese lugar los miraban con sospecha de robo o simplemente los miraban porque cambiaban la fisonomía del lugar. Cuando entendieron lo siguiente, se enamoraron, yo ahora recién comprendo: él es ángel de ella y ella ángel de él.


La anterior prosa está basada en una escena vista, fui testigo de ese momento pero podría haberlo inventado porque suceden a cada rato cosas así. Además, cualquier persona con una mirada medianamente sensible y adiestrada a mirar sin agredir, ve esas escenas. Me pareció que la cultura alta tenía que estar ahí, no es una ninguna tilingada lo de poner a Miguel Ángel retratando a dos personas en situación de calle que resisten y sobreviven pesar de todo. Pero esta misma escena habría sido solucionada por William Carlos Williams con cinco o siete versos de muy pocas sílabas cada uno, quizás. Un poeta expresionista y barroco no habría reparado en la escena. A los poetas barrocos les gusta el oro y la exuberancia, los caireles de una lámpara y el habla desbordante del barroco no rima con nuestros modelos. No los habrían visto y no les gustan los pobres. William Carlos Wiliams tenía sentido de la medida, no impostaba voz de barítono ni gritaba ni performeaba ni meaba como profeta de barrio hípster. Hay quien afirma que Williams concibe el poema como un diseño. El poema debe lucir natural aunque haya trabajo en sus bambalinas. Pero, se pregunta el lector, ¿por qué esta escena proletaria es un poema? ¿Qué los distingue del habla normal? Pues nada, un pacto distinto con el tiempo, el mismo pacto con el tiempo que tiene la pareja pobre. La frase “el empleo del tiempo” tiene, al menos tres lecturas (tres marcadores de frase, tres árboles o arañas distintos). Pero para eso el lector también debe establecer un pacto y aceptar las siguientes escenas como poemas: en un paradero de micro una anciana se saca la piedra de un zapato y se lo vuelve a poner. Eso es todo. Quizás alguien habría ocupado una página de prosa para decir lo mismo. O una anciana también en un paradero (oye, qué onda Williams con los paraderos de micro; no sé, me imagino que son estaciones, cobijos, tambos, lugares de exposición a la impunidad de la mirada) abre una bolsa y saborea unas ciruelas con mucho placer. A ella le gustan mucho (lo repite tres veces, encabalgando la frase) Eso es todo, el Dr. Williams presenta y no da ningún juicio. La influencia del Doctor se convirtió en un tic explotado hasta reventarlo. Páginas y ladrillos de situaciones cotidianas con supuesto sabor a haikú o a retrato proletario que nunca debieron salir de la cajonera. Yo, sin embargo, sigo pensando en mi pareja ¿Dónde estarán? ¿Seguirán juntos? ¿Seguirán vivos?



Germán Carrasco

bottom of page