Barbarie pensar con otros
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- Falta de ignorancia
Para entender ciertas torpezas o ineptitudes humanas, don José Santos González Vera solía proponer una de las explicaciones más paradójicas que yo haya escuchado. Si alguien decía “recepcionar” por “recibir”, o “entrada liberada” por “entrada gratis”, lo hacía, según el escritor, “por falta de ignorancia”. Don José Santos, además de sutil e irónico, era un hombre inclinado a dejar pasar los defectos de los demás sin castigo o desaprobación. Cultivaba un sentido del humor tan delicado e indirecto, que a menudo resultaba difícil distinguirlo de una seriedad sin matices. ¿Cómo podía faltarle a nadie la ignorancia? Lo que hay que echar de menos siempre y en todas partes, pensamos sin pensarlo, es el conocimiento, debido a que nunca se ha aprendido todo lo que es preciso saber. Con la creciente complicación de la cultura, la educación de los miembros de ciertos grupos sociales se alarga y se van cargando de grandes cantidades de información especializada. El proceso de aprender llega a convertirse, como ocurre hoy entre nosotros, en una constante que hay que retomar muchas veces a lo largo de la vida para mantenerse al tanto y al día. Es obvio que esta disponibilidad de la inteligencia para llenarse ininterrumpidamente de nuevos contenidos científicos y técnicos le imprime cierto carácter tanto a las personas sujetas a tal obligación como a su facultad de pensar y de comprender. Comparados tales especialistas con personas que se las arreglan en el mundo confiando en el sentido común, en la intuición y en las dotes naturales que crecen con la experiencia de la vida ordinaria, fácilmente descubriremos las diferencias entre ellos. Y veremos que la comparación no siempre favorece al especialista y a las personas más entrenadas en los saberes complejos. Es un prejuicio de intelectuales pensar que el especialista moderno conserva inalteradas sus aptitudes naturales después de haber alimentado su inteligencia con el fardo de información que necesita para funcionar en las circunstancias alteradas de una civilización que se apartó hace muchísimo tiempo de la naturaleza. Releyendo a Cervantes, tengo la impresión de que él anticipó y encarnó en Don Quijote de la Mancha el fenómeno de la inteligencia especializada. En muchas situaciones de la novela el protagonista resulta menos capaz y atinado que Sancho Panza, a quien sin embargo él tiene por torpe, estúpido e ignorante. No es que esté, en esto, tan equivocado; lo está solo de modo parcial pero típico. Pues lo único que se le ocurre al caballero es también lo peor que se le podría ocurrir, esto es, medir a Sancho, que está sano, con su metro demente. Sancho no sabe leer y el pobre Don Quijote no sabe otra cosa que leer. Con razón Sancho lo considera loco, pues el mundo es demasiado complicado para que la infatuación con una sola forma de entender no precipite al especialista en situaciones en las que se comportará estúpidamente. La locura del caballero es lo de menos; anda tan perdido y desajustado que, como se hace con los niños pequeños, hay que adaptarse a su idioma, el de las caballerías andantes, para que se haga cargo de las cosas más simples. Verdaderamente, Don Quijote y otros especialistas como él padecen de falta de ignorancia, como decía González Vera. Carla Cordua *Este ensayo es parte de Imaginación y verdad (Ediciones UDP), libro que reúne escritos de Carla Cordua sobre literatura hispanoamericana.
- Flores en el cenicero
Cuando se sataniza se corre el riesgo de no identificar el Mal con lo que realmente es: algo totalmente desapercibido, trivialmente humano e incluso respetado. Marguerite Yourcenar En un universo dominado por las políticas de la simulación y de la pose, todos somos (o podemos ser) agentes de potencias extranjeras, en este caso "insectos gigantes de otra galaxia" (lo que se llama "monstruos"): versión paranoica de lo real, asociación con uno de los grandes modelos genéricos con los que suelen estar tramadas las “novelas” de Burroughs, la ciencia ficción. La política de Interzona, que permite pensar que todos son agentes secretos de Estados alienígenas, es una política paranoica. Daniel Link Marciano entra al edificio ubicado en Huérfanos 1400 a una hora anaranjada y fría. Como de pomelo reventado por el neumático de un jeep. Calza una espesa chaqueta de plumas de ganso. El reflejo de espejos que se enfrentan en esa esquina lo obliga a usar gafas de sol marca Gucci. Se ha bautizado este edificio en la prensa como el “edificio maldito”. Asaltos en los ascensores, narcotráfico. Un colombiano descuartizó a su pareja y lanzó los restos al río. Un Rappi fue hallado muerto en una de las bodegas y otro, arrojado por el shaft de la basura. Ayer, se supone, fue un ajuste de cuentas. Marciano a veces habla solo, rumorea. No lleva ni bolsos ni mochilas. Acentúan su incipiente joroba. El resto del equipo, cinco hombres vestidos como ninjas, lo escoltan y cargan con bolsos deportivos que perfectamente podrían contener los trozos de un cadáver de pterodáctilo. Se acerca al conserje y éste, sin siquiera darle las buenas tardes, le dice que pase. Marciano es flaite. Y si hablamos de demografías, los flaites no son pocos. Representan una parte consistente de la idiosincracia chilena. La pobla siempre está oculta, pero cubre grandes extensiones de terreno. Siempre ha existido en la urbe con elástica anatomía. El flaite es un ser mitológico de la geopolítica de la clase baja. Ahora, que el reguetonero (flaites todos) sea producto de exportación (como lo fue en su momento el salitre, el vino, el lanza o el futbolista) señala ciertos presupuestos y programas del proyecto neoliberal: amasar dinero de inmediato. Ascender como la espuma. Acabar de una vez con el horror a la pobreza. Salir victorioso del duelo darwinista. Ser intocable. Suben por el ascensor al piso 11. Es el que contiene más oficinas y bodegas, por lo que el ruido no genera molestias. Hay algo en este sujeto que fisura o incomoda. No sé. Hace poco arengó a quemar el circo de los Tony Caluga, en talla, obvio. O en un live dijo que ir a votar al plebiscito era de “perkin” (leí por ahí que así le decían a los mayordomos argentinos). Llama la atención también su extrema flaquez. Pómulos pronunciados que insinúan un cuerpo esquelético, más delgado de lo recomendado. La fisionomía de un pastabasero. Por este mismo motivo, su edad parece indefinida o al menos con eso bromean en foros dedicados profesionalmente a hacerle bullying (lo cual me parece una bajeza). Cosas como que podría tener tanto 20 como 60 u 80 años. Hay un youtuber chileno, particularmente malévolo, que lo compara con el abuelo de Arnold, el de la serie animada de los dos mil. Los ninjas que lo escoltan no cruzan palabras con él. Uno de ellos se detiene en el departamento 1111 y extrae la llave de un diminuto compartimiento de su guante negro. El departamento no tiene mobiliario. Un par instala los equipos en la mesa americana de una cocina diminuta tipo Paz Froimovich, el resto deshilvana cables y Marciano se echa en el único sofá. Saca un blunt del bolsillo interior de su chaqueta y lo enciende. Sus bocanadas parecen géisers expulsando agua hervida en su mejor hora. La pobla parece ser la misma en todas las ciudades de Chile. No hay pobla que no curta sus propios gestos y jerga, sin embargo entre flaites de provincia y flaites de Santiago hay acuerdos tácitos. Hablan un lenguaje originado en la supervivencia, en la necesidad de no ser masacrado. Marciano es de Talca, ciudad paradigmática y casi irreal. En su hospital se cambiaron las guaguas y el Banco homónimo fue quebrado por quien sería luego presidente de la República. (Villa Alemana, Coyhaique y Talca conforman una trinidad de ciudades extrañísimas.) El Marciano que fuma en el sofá tiene 20 años recién cumplidos. Se intentó quitar la vida un par de veces. Fue diagnosticado de depresión severa. Básicamente nació con un porro en la boca. Se le ha visto en reels de gente que graba sus conciertos metiéndose tusi en las narices. Otra, donde no logra quitarse el polerón de lo drogado que va. La llegada del tusi[1] es un paradigma propio de la escena musical del género urbano. ¡La muchachada se está drogando con ketamina de caballo! ¿Qué traslape animalista retorcido es ese? Me parece que todo indica a los rieles del Tren de Aragua. Le pide a uno de los ninjas si le alcanza una Corona. El ninja no le comprende, es dominicano. La torpeza al hablar de Marciano se puede atribuir tanto a la flojera propia de cualquier chileno, que es conocido por no pronunciar las eses, economizar sílabas y otras singularidades. Y porque, básicamente, no somos prosistas. Hablamos en verso, que es lo más cercano a hablar solo. O se deliria en verso, como dice Gambarotta. Se reza en verso. Sin embargo, aquí hay un punto y es que el Marciano de 20 años echado en el sofá que le pide una Corona a un ninja es el reflejo de buena parte de la clase baja sin educación que alguna vez pasó hambre verdadera y se alimentó sistemáticamente mal, a base de fideos y arroz. Si uno googlea ‘Marciano’, una de las frases predictivas que te sugiere, entre otras aberraciones, es “¿qué enfermedad tiene Marciano?” Ese aspecto enfermo tiene mucho del régimen corporal de la pobla: punto geopolítico exacto de donde provienen casi todos los cantantes del género y futbolistas que juegan en las grandes ligas. A Marciano lo utilizan de chivo expiatorio. En una entrevista en Youtube señaló que le interesa “lo distinto”. Siempre se repite eso en la mente. Antes de grabar, mientras come pollo teriyaki, mientras firma autógrafos, mientras hace la diligencia. Ser distinto. La distinción: el valor de lo distinto por el mero hecho de serlo. Un fetiche. El desvío continuo como estrategia. Los temas le salen buenos cuando anda depre, dice. La música es su medicina y lo ‘distinto’ su poética. ¿Pero no será que este desvío perpetuo llegue en un punto a retorcerle, ensortijarle, triturarle? O mostrosearse, como le decíamos en Valpo a la gente que vagaba desorientada por la calle. Quiero decir, mutar en un monstruo. Monstruo viene del latín monstrum derivado en última instancia del verbo moneo (advertir, avisar o predecir.) Denota cualquier cosa extraña o singular, contraria al curso habitual de la naturaleza, por el cual los dioses hacen notificación del mal. Un bebé deforme era signo de malas cosechas en Grecia o la aparición de caballos muertos. Marciano notifica, constata. Su monstruosidad es legible. Es síntoma. Él mismo no sabe (aún) muy bien lo que representa. El diccionario de María Moliner enlista sinónimos de ‘monstruo’: “aborto, capricho, desvarío, ectópago, endriago, engendro, fenómeno, leviatán, ogro, quimera, siameses, vestiglo, ser fantástico.” No es el caso de Marciano, me parece. Este es otro tipo de monstruo. Más cercano, un monstruo irreconocible entre la multitud. En los cuentos de Ray Bradbury los marcianos son humanos que ya habitan el planeta Marte; no tienen ese verdor, ni los ojos ovalados y grandes. Son tanto o más normales que los que aún habitan la Tierra. La misma María Moliner define Marciano: “Personaje o figura de los videojuegos que se mueve y al que, generalmente, hay que destruir: matar marcianos.” La definición acarrea implícitamente un rechazo a ese Otro, a ese foráneo. El marciano es una amenaza externa a liquidar. Y sin embargo tan humana. Marciano podría ser un marciano de Bradbury. Tan habitual. Como esa imagen del flaite que es conducido por una escalera mecánica a un OVNI de colores fluorescentes o la de esos niños descamisados que ven un meteorito caer a lo lejos y se acercan en bicicleta y lo pican con martillos para luego fumarlo en pipas confeccionadas con tuercas y cañerías. Acaban dibujando con spray una pista de aterrizaje. Marciano va por su tercer blunt. El productor no llegó. Se pierden las horas de arriendo. Los ninjas empacan todo de vuelta. Tan sólo entregar un último dato y sólo por gusto: la primera vez que se avistó al chupacabras fue en Puerto Rico. Sebastián Diez [1] Se sintetizó en Europa en 1974 y recibe su nombre por su término anglófono 2CB, two ci bi. Es una especie de cocaína por lo general rosa, que se aspira y produce efectos tanto estimulantes como alucinógenos. Es de efecto breve como la pasta base.
- Hotel Abismo
Teoría y praxis. Cuenta Stuart Jeffries en su libro Gran Hotel Abismo, que la escuela de Frankfurt fue financiada con el dinero del padre de Félix Weil, empresario multimillonario de la industria del cereal. El objetivo de la escuela era investigar las causas del fracaso de la revolución marxista en Alemania en 1919 y las proyecciones filosóficas del capitalismo. A fines de los sesentas, cuando ocurren las revueltas estudiantiles, Theodor Adorno se pregunta muy escéptico de los métodos juveniles de resistencia: "Yo establecí un modelo teórico de pensamiento. ¿Cómo podría haber sospechado que la gente lo pondría en práctica con cócteles molotov?" Molesto, llama a la policía para desalojar una ocupación estudiantil, que califica como "fascistas de izquierda". Los jóvenes por su parte proclamaban: "Si dejamos en paz a Adorno, el capitalismo nunca desaparecerá" En el campus destruyen una habitación de un joven universitario, que prefirió estudiar que salir a las manifestaciones. György Luckács en el prefacio de su Teoría de la novela escribe contra la Escuela de Frankfurt: "Una parte considerable de la intelligentsia alemana, incluyendo a Adorno, se ha hospedado en el Gran Hotel Abismo...un hermoso hotel equipado con toda clase de lujos, al borde de un abismo, de la vacuidad, del absurdo. Y la contemplación diaria del abismo, entre excelentes comidas y divertimentos artísticos, sólo puede sublimar el disfrute de las sutiles comodidades ofrecidas". Walter Benjamin no sabía prepararse una taza de café y culpaba a su madre por ello. Pasado los treinta años, les seguía pidiendo plata a sus padres para vivir, les decía que su insistencia en que él "se ganase la vida era inclasificable". Marcuse, el único miembro del Hotel Abismo querido por los estudiantes por su compromiso práctico en la revolución, trabajó seis años como librero en Berlín. Sin embargo, su padre le pasaba un departamento y un porcentaje de las ganancias de su editorial y su negocio de libros antiguos. Al igual que la vida de Engels, toda la crítica teórica marxista, fue financiada en estos alemanes por la misma sociedad capitalista (o por sus padres) . La pregunta de fondo es ¿hay que destruirle la habitación a un joven que se queda estudiando en vez de ir a una protesta?
- Lautaro Núñez: Estratos del pasado en el desierto de Atacama
La trayectoria del arqueólogo Lautaro Núñez es parte constitutiva de la historia de la arqueología del Norte Grande y de la historiografía nacional. Dedicado a indagar en el pasado, nos propone una estructura de cuatro estratos temporales, cuyas referencias cruzadas y relaciones van configurando el sentido del estudio del pasado del desierto de Atacama. Aquí una panorámica de sus aportes, desde sus tempranos estudios sobre el tráfico de caravaneros por el desierto, hasta su colaboración en el film Nostalgia de la luz de Patricio Guzmán. Su trabajo en el Norte Grande atraviesa un arco temporal que va desde tiempos prehispánicos hasta la historia del tiempo presente. No obstante, como es ampliamente conocido, su quehacer investigativo se ha centrado en ese pasado más remoto, particularmente en el estudio de la interacción entre las comunidades humanas del desierto de Atacama. ¿Cuáles cree usted que han sido sus principales hallazgos en este campo? Cuando inicié mis investigaciones arqueológicas, en 1963, no existía una secuencia clara, ni aún dataciones radiocarbónicas de las poblaciones que habitaron este desierto. Los estudios pioneros nos indicaban que habían existido asentamientos complejos dedicados a la agricultura, pastoralismo, pesquería, y que culturas tan importantes del mundo andino, como los Tiwanaku e Inkas, alcanzaron estos parajes. La propia arquitectura de estos últimos siglos prehispánicos daba cuenta de aldeas y obras defensivas junto a formas de vida y contextos culturales y tecnológicos que llamaron más la atención de los colonizadores españoles que del posterior Estado chileno. Desde estos inicios, al excavar algunos de estos sitios, no cabía duda que buena parte del desierto más extremo había sido ocupado a través de actos y gestas que dieron lugar a nuestros pueblos originarios en un espacio tan diferente al resto del país. Estaba en eso cuando, desde mi temprana relación interdisciplinaria, tratando de imaginarme cómo fue el escenario antes de la prehistoria más reciente, orienté mis prospecciones hacia espacios con paleorecursos, tal como ya ocurría en otras regiones andinas. Trataba de identificar agrupaciones más arcaicas, cazadoras-recolectoras, que a través de sus antiguos desplazamientos nómades y trashumánticos pudieran haberse localizado donde hubiese sido posible la vida de una manera muy distinta a como solemos entenderla hoy. Y fue posible ubicar sus campamentos con materiales líticos anteriores a los 9.000 - 10.000 años A.P., en espacios con fauna, canteras, paleovertientes, tempranos lagos -hoy salares y desagües- en Soronal, Pisagua Viejo, Tiliviche, Talabre, Tulán, Puripica, Tambillo y otros. Estos sitios nos enseñaron que habían existido antiguos paisajes con recursos capaces de detener el movimiento de grupos humanos y fijarlos donde la tierra y el mar ofrecían alimentos suficientes. Estas decisiones debieron ser tan trascendentes que ameritaban más investigación. Hoy sabemos que hubo grupos humanos cuyas respuestas hicieron posible los inicios de la domesticación del desierto, lo que ha tomado el mayor tiempo de mis investigaciones a través de la circunpuna y enclaves tarapaqueños. Sus herencias explican los trascendentales cambios que ocurrieron posteriormente. Saber cómo los primeros grupos humanos transitaron y crearon aquí la habitabilidad del desierto de Atacama, es y será un tema fascinante. Más allá de estos hallazgos, en términos más generales. ¿Cuál es el sentido del estudio del pasado del desierto y el altiplano? No es fácil determinar “el sentido” de las investigaciones sobre la presencia de los primeros grupos humanos en estas regiones. El solo hecho de hacerla habitable y con ello iniciar el arraigo fundacional merece ser rescatado del ocultamiento que trajo consigo el mal llamado “descubrimiento” de América, que es más bien un encubrimiento. Para acoger estos sentidos del pasado los arqueólogos encontramos límites para comprender hechos memorables, que merecen reconstituciones sólidas y que den cuenta de toda su complejidad. No conversamos con esa humanidad pasada, tampoco escribieron sus relatos, nunca los vimos, pero sus vestigios materiales domésticos y monumentales, sus logros productivos, herencias lingüísticas, aportes tecnológicos y culturales, sus obras manuales sofisticadas y aun sus cosmovisiones e idearios derivados de sus legados tangibles, nos han permitido conocerlos y ahora hilar más fino con técnicas de disciplinas, ya no complementarias sino centrales y decisivas, como los análisis de ADN, isotópicos, bioantropológicos, polínicos y geológicos, entre otras. Sin embargo, cuando entramos a un museo nos queda esa sensación de que allí hay conjuntos culturales creativos de alta valoración que nos asombran, pero que a su vez marcan los límites de nuestras investigaciones, porque aspiramos a más… Nos sugieren respuestas culturales muy complejas, desdibujando esas primeras impresiones heredadas del siglo XIX, bajo el predominio colonialista, acerca de que eran obras “primitivas”. Desde nuestras tácticas arqueológicas sabemos poco de la intimidad de estos antiguos creadores y sus acciones, a diferencia de las ricas fuentes de los historiadores, antropólogos y etnólogos. Cuestiones tan trascendentales como: ¿Cuál fue el ideario que los condujo al mundo agrario? ¿Por qué llegaron también a fundir los metales? ¿Qué pensaban cuando uno de ellos mostraba los logros de una invención tecnológica, como aquello de navegar en balsas inflables, o cruzar mucho antes que nosotros el desierto más extremo del continente con caravanas de llamas? Por todo lo anterior mantengo un “sentido” algo oculto que me ha perseguido por largo tiempo. He tratado de buscar las continuidades entre eso llamado “pre-historia” con la historia (con el permiso de Clio). Pues todo lo sucedido antes del siglo XVI que fui descubriendo no calzaba con aquellos aportes de los investigadores conservadores que practicaban la historia como un instrumento al servicio de las elites durante la fase embrionaria del Estado. Esto explica que se haya celebrado el bicentenario del país como si en solo doscientos años se hubiese alzado todo aquellos que nos rodea. ¿Acaso los trescientos años de dominio colonial no fue también parte sustancial del nacimiento de este joven Estado Nacional? ¿Acaso los 13.000 años de vida originaria prehispánica no fue suficiente para entregarnos una región domesticada y con una gran diversidad de pensamientos y obras de grupos étnicos repartidos desde el desierto hasta las tierras subantárticas, que recién se reconocen como pueblos “originarios”? Los arqueólogos y cientistas sociales, que revelan los aconteceres y obras humanas desde el pasado remoto hasta hoy con sus métodos propios, nos hacen conscientes del acontecer humano como proceso complejo, de continuidades y cambios, sin “pre”, y nos integran a todos(as) al interior de una larga historia social en plural, haciendo frente a cualquier narrativa excluyente. En el documental Nostalgia de la luz, de Patricio Guzmán (2010), usted se ha referido sintéticamente a lo que podríamos llamar diversos “estratos del pasado” que alberga el desierto de Atacama. En este sentido ¿podría referirse ahora a su experiencia con el estudio del pasado más reciente? ¿Qué relación entabla un arqueólogo con la historia presente de Chile “guardada” en el desierto? Con el documental de Patricio Guzmán vi la oportunidad de acoger los signos de la martiriología de cada tiempo. Cuando era estudiante de Historia, marcado por mi acercamiento a la arqueología, me permití dos preguntas a mi respetado Prof. Hernán Ramírez: ¿Dónde enterraron a los combatientes mapuches abatidos por la guerra del Estado chileno? ¿Dónde a los acribillados en la escuela Santa María de Iquique? Y no hubo respuesta. Si él no lo sabía tenía entonces la certeza de que se trataba de esos ocultamientos bien guardados. Le dije que deberían ser prospectados y reconocidos como sitios de valoración histórica. A esa edad me preguntaba por qué los arqueólogos no podrían indagar dónde estaban, sondear y excavar científicamente. Seguía pensando en todo esto cuando los fusilamientos de la dictadura comenzaban a ser identificados en fosas, y a lo largo del país los(as) arqueólogos(as) y bioantropólogos(as) asumían roles protagónicos. Esa antigua pregunta, esta vez para los detenidos desaparecidos, me la hizo replantear este respetado documentalista (o, mejor dicho: un cronista de los imaginarios más trascendentales del país), Patricio Guzmán. En mi dependencia de la Universidad Católica del Norte, en el mismo museo en San Pedro de Atacama, conversamos con esa familiaridad derivada de quienes habíamos compartido idearios universitarios anteriores y posteriores al golpe militar. Admitimos que estas preguntas seguían siendo válidas y que la dictadura, bajo el operativo “retiro de televisores”, una vez que fueron descubiertas las fosas clandestinas, procedió a los desentierros y nuevas formas de desaparición más definitivas. Calama ofrecía una evidente posibilidad para reconstituir visualmente uno de los hechos más crueles que comenzaban peligrosamente a disolverse en la memoria del país. En el ámbito donde estábamos surgió además la importancia de revelar el mayor campo de concentración de prisioneros localizado en la oficina salitrera Chacabuco, cuyas reducidas habitaciones obreras fueron verdaderas celdas rodeadas de alambres de púas y minas. Cuando hablamos de este tema yo me preguntaba: ¿cuándo el Estado democrático pondrá en valor esta arquitectura debidamente restaurada convertida en museo de sitio para nunca olvidar qué sucedió allí? Hacerlo con una valoración dual: proletaria y carcelaria, desde la arqueología, la historia, la arquitectura, la museología, junto a los ex trabajadores y prisioneros, todos inspirados en Miguel Lawner, aquel arquitecto prisionero, que dibujó la planta del campo de Chacabuco en su memoria. ¿Acaso reconstituir sus muros con los nombres de tantos prisioneros no tendría un valor tan universal como aquellos grabados en Pompeya, cada cual en su propio mérito desde este otro pasado? Es cierto que, en las palabras de Patricio, cuando “se abre la puerta del pasado” para salir de allí se requiere crear conocimientos debidamente trasparentes. Pero las mayores restauraciones en Chile se ven en las mansiones de las elites y no entre los cientos de asentamientos mineros abandonados en el desierto. Patricio tuvo la capacidad de ver el desierto pleno de ausencias y, caminándolo juntos, trataba yo de mostrárselo más habitado, con tantos cementerios que no desaparecen y que nos indican que la vida estuvo aquí “viva”, irrefutable y plena. Pero ahora nos enfrentábamos ante la muerte escondida y brutal. Cuando con Olaf Olmos prospectamos en el campo de prisioneros de Pisagua me acerqué a lo que significa involucrarse en una materia que era por fin una acción que, desde mi juventud, advertía como posible. Sabíamos técnicamente como hacerlo, pero nadie nos dijo durante nuestra formación cómo responderíamos al ubicar y excavar a amigos ejecutados. Y aun al fallar en el intento de encontrarlos y probar posteriormente el lanzamiento de sus cuerpos al mar. En Calama la reconstrucción de la secuencia de los hechos, con el equipo del Instituto, nos permitió ver a los prisioneros en una foto horas antes de sus muertes, analizamos el espacio de sus fusilamientos y luego el traslado a la fosa clandestina donde fueron trozados y ocultos. Junto con las mujeres familiares que los buscaban, y con la ubicación de leves restos óseos humanos, detectamos la fosa con escasos restos que permitieron probar que allí estuvieron y que fueron extraídos con una máquina excavadora de cinco dientes, hasta la plena evidencia de los uniformes y botines quemados por los ejecutores a causa de su ensangrentado. Las instrucciones del encargado de la “Caravana de la Muerte”, el coronel Arellano, fue extraer los cuerpos y trasladarlos hacia un destino hasta ahora incierto. Desde este dolor profundo Patricio tuvo la virtud de trasformar esta tragedia en un acto pleno de revelación y valoración universal capaz de ser acogida por espectadores de todo el mundo. ¿Cómo surgió esa estructura estratigráfica del documental, lo de los niveles astronómico, arqueológico, histórico y memorístico? ¿Qué función cumple? En la estrategia narrativa del film se persuade al espectador acerca de que dicha estructura es una propiedad objetiva del desierto, no una posible matriz interpretativa. Desde su motivación astronómica precoz Patricio trató de describir lo sucedido con los fusilados de Calama. Era la oportunidad para sacar desde nuestras disciplinas una respuesta parecida a la verdad, un acto de desocultar tantos hechos dramáticos que habían ocurrido a lo largo del país. Ya en terreno nos encontramos con las mujeres que los buscaban recorriendo el desierto. Fue emocionante observarlas buscar con las palitas usadas por los arqueólogos y como nos mostraban fragmentos óseos mínimos que, en el caso de Victoria Saavedra, le recordaban cuando le mostraron parte del cráneo de su hermano con un impacto de bala y un tiro “de gracia” por la frente, caído en la fosa excavada durante la extracción con la maquinaria referida… y así, con todo, aceptarlo por fin como un fusilado y no perdido en la inmensidad del desierto. Buscaban a sus seres queridos en trozos o enteros sin claudicar, por tantos años, mientras Patricio establecía esa precisa y metafórica relación entre esta búsqueda y su particular astronomía, que lo conducía al encuentro de pasados más profundos. Estábamos en eso cuando Violeta Berríos miró inesperadamente a la cámara, emocionada, y exclamó un leve y grandioso relato que unía a ambas búsquedas de dos pasados diferentes y vinculantes, desde la luz a los desaparecidos: “Ojalá los telescopios no miraran solo al cielo, sino que también traspasaran la tierra para poderlos ubicar… barrer la pampa con los telescopios, hacia abajo”. ¿Cómo aplicar las técnicas arqueológicas sin desprenderse de las emociones ante tanta criminalidad probada en Calama? La ciencia tiene aquí un límite solo posible de salvar desde el compartir plenamente nuestras posturas antifascistas. Nos miramos los tres largamente en silencio. En esas palabras estaba el ideario de Patricio que aspiraba a integrar astronomía, documentalismo, historia, arqueología, el paisaje, las preguntas y los testimonios vivos. Allí estaba Patricio dialogando con el lugar, con las familias involucradas, con los relatos escondidos en este mismo desierto que durante los últimos trece mil años no había sido testigo de actos tan inhumanos. Por mi oficio debí aprender a excavar para reconstituir sociedades de todos los tiempos. Pero a nuestra generación nunca le enseñaron cómo comportarse emocionalmente cuando se excavan fosas con seres inmolados por sus idearios. En este caso acompañé a Patricio desde la poesía oral y visual, desde la inclusión social de los relatos, la sensibilidad de su cámara, y su sólida postura anti dictadura, con imágenes mixturadas que buscaban mensajes universales. Desde nuestras disciplinas podíamos compartir la valoración del desierto como un espacio pleno de ausencias, de tanta soledad amiga de la meditación que estimulaba en esos días “abrir la puerta del pasado” y por lo tanto un lugar ideal para reconstruir memorias ocultas. Fue en ese contexto donde encontré un nexo irrenunciable con su documental. Esto es el descubrimiento pleno que nos unía con las ciencias sociales cuando expuso, dicho en sus propias palabras: “los que tienen memoria son capaces de vivir en el frágil tiempo presente, los que no la tienen no viven en ninguna parte”. Este énfasis en “excavar” las memorias y los hechos sociales de todos los tiempos, desde los primeros humanos hasta hoy, es la esencia de las estrategias arqueológicas para sostener esta larga historia, para traer al presente episodios que merecen ser remarcados y difundidos. Entre su trabajo dedicado a revelar la vida de los grupos humanos del desierto en tiempos prehispánicos, y este otro abocado a llegar a la verdad de las muertes criminales de la Dictadura, hay una gesta de la que también se ha ocupado de dar cuenta, por ejemplo, en el libro dedicado a su amigo -hasta hoy detenido desaparecido- el geógrafo Freddy Taberna (Avísale Freddy, Lom, 2015), me refiero a ese trabajo en que se embarcaron -en los sesentas y comienzo de los setentas- un grupo de cientistas sociales para analizar el rol de la sociedad andina en el tránsito al socialismo. Al inicio de los setenta los(as) arqueólogos(as) que ejercíamos en el Programa de Arqueología y Museos de la Universidad de Chile, Zona Norte, advertíamos que nuestro quehacer ameritaba relacionarse con las ciencias sociales, con una mirada más amplia interdisciplinaria para acercarnos a un tema que permanecía al margen tanto del Estado como de las universidades regionales: la sociedad andina. En nuestros recorridos arqueológicos observábamos a comunidades de tarapaqueños, aymaras, atacameños, quechuas, changos y aun afrodescendientes, hoy reconocidos como pueblos originarios, aislados en sus tierras, marginados y desprotegidos, sin voces externas que los defendieran de tanta marginalidad asociada a un cierto desprecio por sus orígenes. Ellos eran, y son, segmentos de un mundo andino-costero, distribuido en varios países vecinos, que permanecían sin conexiones, con escasos acercamientos académicos, y que obviamente provenían de un universo prehispánico y colonial. Fue entonces que decidimos organizar aquello que llamamos: “Primer Congreso del Hombre Andino” desde la sede de Antofagasta de la Universidad de Chile, integrando a los colegas de las sedes de Iquique y Arica. Efectivamente, así sucedió de un modo itinerante realizado en junio del año 1973. Eran tiempos de cambios y apertura hacia el conocimiento de la sociedad desde un prisma más inclusivo. Ya en julio del año 1972 se había celebrado en Santiago el Primer Congreso Nacional de Científicos, con una activa comisión de Ciencias Humanas liderada por el arqueólogo Julio Montané, al interior de un evento amplio y participativo organizado por CONICET. Allí comenzamos a difundir la situación étnica que observamos en las dos regiones más desérticas del país y la necesidad de crear una instancia de reflexión, análisis y debate. Junto a los colegas del Programa, y escuchando consejos que venían de las sedes vecinas y países limítrofes, propusimos varios simposios que daban cuenta de la variedad de temas que nos inquietaban, que venían tanto de los pueblos andinos contemporáneos como desde la arqueología: “Migración y crisis en la sociedad andina”, “Verticalidad y colonización andina pre-europea”, “Problemas básicos del estudio del folklore andino”, “El rol de la sociedad andina en el tránsito al socialismo”, “La artesanía como estímulo al desarrollo andino”, “Bases para la planificación del desarrollo de la sociedad andina en el norte de Chile”, “Problemas básicos de caza-recolección: trashumancia”, “La revolución campesina y el proceso de agriculturación”, “Realidad y diagnóstico para una nueva orientación de los estudios antropológicos-arqueológicos en el área andina”. Recuerdo con sumo afecto a aquellos(as) académicos(as) que se encargaron de conducir estos simposios: Viola Muñoz, John Murra, Julia Fortun, Oreste Plath, Jorge Alfaro, Patricio Moreno, Patricio Núñez, Thomas Lynch, Virgilio Schiappacasse, Hans Niemeyer, Luis Guillermo Lumbreras, Rodrigo Montoya, el suscrito y su amigo Freddy Taberna. Con todo listo, ya en Arica, nos sorprendieron con los primeros grupos de música y bailes andinos bajados desde las tierras altas, mientras que los debates se sucedían después de un profundo y masivo silencio ante el discurso inaugural del profesor Lipschutz. Desde allí a Iquique, en medio de un cuadro surrealista al trasladarnos en una flota de buses colmados de ciencias verdaderamente humanas por el medio del desierto, para terminar en Antofagasta. Aquí, al final de las ponencias y de las conclusiones del Congreso, justo el 29 de junio de 1973, ocurrió el llamado “Tancazo”, el alzamiento militar que intentó prematuramente la toma de La Moneda, anunciándose claramente que el golpe militar venía. Dos meses después se implantaba la Dictadura, se intervenían las universidades, se cerraba la Universidad de Chile Zona Norte y, tras salvar la documentación del Congreso, se logró a lo menos conservar los documentos de trabajo elaborados hasta ese instante. ¿Y qué rol jugó Freddy Taberna en esos primeros años de estudios andinos? Manteníamos con él una amistad que provenía del mismo barrio El Morro de Iquique, y seguí de cerca sus estudios en el Departamento de Geografía de la Universidad de Chile, y su propia tesis “Los Andes y el altiplano tarapaqueño”, donde acogió la problemática aymara retomada en publicaciones posteriores. Estaba marcado por las materias andinas, al punto que logramos inicialmente que se creara el programa de Desarrollo Andino por la Municipalidad de Iquique. De esos momentos surgió aquel inspirador artículo sobre Isluga y su condición de pueblo sagrado. Después se integró a la docencia universitaria en la sede Iquique de la Universidad de Chile, labor que desarrolló junto a cargos estatales orientados a la planificación regional, sin dejar de lado su participación activa en las causas sociales y políticas que abrazaba. Con discursos que nacían de sus recorridos y largas conversaciones con aquellos que vivían junto a los recursos del mar, de los valles y del altiplano, mantenía así esa bella mezcla entre una geografía social y la búsqueda de políticas orientadas a destrabar tanta desigualdad y marginalidad. Lo hacía desde su propia formación familiar y académica, dado que descendía de familias de pescadores, que se combinó con su histórico rol político en los inolvidables debates de nuestro Pedagógico de la Universidad de Chile, en Macul, con un discurso no sólo antifascista, sino además de recta práctica política, denunciando la corrupción local detectada en Iquique y ligada al narco. Todo esto, en particular lo último, explica que fuera una presa elegida luego del Golpe, dada la revelación de esta red de corrupción y la crueldad compartida entre los generales Contreras, Arellano y Forestier. Con su esposa Ginny detenida y amenazada de muerte, finalmente Freddy se entrega y es trasladado al campo de prisioneros de Pisagua, donde se realizaron montajes de juicios verdaderamente perversos. Según testigos enfrentó al pelotón de fusileros exigiendo que le sacaran la venda de los ojos. Ya en los noventa, cuando se descubre la fosa de Pisagua, Olaf Olmos, un arqueólogo también iquiqueño, me llama para indicarme in situ que su cuerpo no estaba en la fosa. Sondeamos y lo buscamos hasta probar, con evidencias irrefutables, que fue lanzado al mar con peso agregado, con cemento, junto a sus compañeros abatidos ese día. Creo que ahora es oportuno entender mejor la persistente paradoja, ya indicada, de los(as) arqueólogos(as): nos enseñaron a excavar, pero nunca nos imaginamos que deberíamos registrar “evidencias” de seres contemporáneos masacrados por sus ideales a cargo de aquellos civiles y militares que sustentaron la dictadura. En este caso a uno de mis mejores amigos. Además de los informes formales pertinentes me propuse relatar su vida ejemplar en un libro -que tú ya has citado- destinado a no olvidarlo: Avísale Freddy, la historia de un hombre y sus razones (1943-1973). Algún día se publicará un libro amplio y detallado sobre el importante aporte de arqueólogos(as), bioantropólogos(as) y otros científicos, en el desocultamiento de estos crímenes a lo largo del país. Pablo Aravena Esta entrevista se publicó originalmente en el número de diciembre de 2022 en la Revista de Geografía Norte Grande (N°83) de la pontificia Universidad Católica de Chile. Se puede acceder íntegramente a ella en: https://revistanortegrande.uc.cl/index.php/RGNG/article/view/31485 Foto: @Patricio Salinas Proyecto Geometría de un Cautiverio
- Desenfoque
En la primera escena de Toro Salvaje, Scorsese hace un homenaje a las antiguas películas que admiraba en su juventud, el recurso técnico que utiliza es el flou. Fondo desenfocado, tal como cuando las cámaras antiguas debían extremar su requerimiento de luz y disparar a diafragmas más abiertos. Por esto todos los retratos de principio de siglo XX, tienen como principal característica esa escasa profundidad de campo. El fondo siempre parece neblina. Cuando las películas se hicieron más sensibles, ya no se necesitó tanta luz y los diafragmas pudieron cerrarse. Esto, a su vez, trajo como consecuencia una revolución estética en las nuevas imágenes, un ejemplo fue la profundidad de campo infinita, como la primera escena de "Las Uvas de la ira" de John Ford, fotografiada por Gregg Toland, el mismo del Ciudadano Kane. En el siglo XXI, con la aparición de los teléfonos y cámaras de última generación, surgió también una obsesión en la estética juvenil por la nitidez. La regla era que todo tenía que tener una alta definición. El super HD y el 4k eran las reglas de una imagen bien compuesta. Hoy, ya pasada la ola de la alta definición, se incorpora un nuevo elemento estético en las fotos de celular: el llamado "bokeh", el mismo flou de Scorsese pero ahora con un nombre japonés (cualquier vendedor de celulares está familiarizado con este término). Mínima profundidad de campo, los retratos enmarcados en un fondo totalmente desenfocado. El gusto de celular pasó de la extrema nitidez en todo el cuadro, al desenfoque controlado del bokeh, que por lo demás en los teléfonos se recrea de forma digital (un algoritmo recorta la silueta del rostro) y no óptico. Generar un bokeh "real" en una cámara, necesita un lente de gran abertura de diafragma, como el de las primeras cámaras fotográficas. Este desenfoque no se logra sin pagar por lo menos ochocientos dólares en un lente. La conclusión estética de la imagen del siglo XXI, es la siguiente: La pasión por la alta definición (moda hasta hace un par de años) es barata, el desenfoque bokeh, el nuevo gusto, es una estética carísima. Podría escribirse una rica historia de como la nitidez, o la falta de esta, configura el gusto audiovisual de la gente. ¿Qué se quiere comunicar en los tiempos enfocados? ¿Qué se quiere ocultar en los desenfocados?
- Mariana Enríquez: El terror como gesto político
De monstruos, violencia, fantasmas, feminismo, terror y Maradona, entre otros asuntos, trata esta entrevista a la escritora argentina Mariana Enríquez realizada por el cineasta Fernando Guzzoni. Por Fernando Guzzoni ¿Has visto un cuerpo muerto? Sí. El primero que vi fue un chico que tuvo un accidente en moto. Lo vi desde el bus y lo vi durante bastante tiempo porque como el accidente había producido un embotellamiento de autos justo quedó al lado de mi ventanilla. Y me lo recuerdo muy bien porque era muy parecido a un vecino mío que a mi me gustaba, yo tendría 12 o 13 años en ese momento y él era un poquito mas grande y pensé que era él. No se veía bien, pero tenía el mismo pelo. Esto fue a fines de los 80 cuando estaban de moda los chicos con pelo largo. Medio glam. Si. Y fue raro porque como pasó bastante tiempo, habrán sido 10 minutos, tuve tiempo de ver lo que es una persona cuando ya no es una persona. Quiero decir, ese fue el primero que vi. Creo que me impresiono bastante, desde entonces trato de no ver cuerpos de familiares, por ejemplo. Trato de verlos de lejos, porque la impresión que me dio fue muy inhumana, fue muy extraño, sobre todo por la sensación un poco siniestra de pensar que lo conocía. Siento que hay una suerte de leit motiv o centro gravitatorio en tu obra que tiene que ver con el cuerpo racializado, el cuerpo disciplinado, el cuerpo mutilado, sexualizado, el cuerpo intervenido por médicos, el cuerpo muerto. Siento que tu obra es muy corpórea, muy palpable, pero también muy incorpórea porque también alude a los cuerpos del más allá. Yo creo que hay cierta obsesión por las cosas que uno no sabe muy bien de dónde vienen y, por otro lado, ciertas cuestiones muy de la experiencia que puedo advertir. Una es que mi madre es médica y trabajó hasta hace muy poco. Ahora es una mujer de 75 años y dejó de trabajar por la pandemia. Es una mujer que estuvo siempre muy cerca y yo no tengo hermanos. Y mi papá trabajaba afuera. Entonces está la relación de ella con la medicina, conmigo, hablando, llevándome al hospital desde chica, yo esperándola afuera en las guardias. Mi madre es una persona muy indiscreta, por decirlo de alguna manera. Te cuenta lo que se le pasa por la cabeza. Es una mujer que podía estar haciéndote una leche mientras te contaba que esa mañana en el hospital había pasado tal cosa horripilante. Y los libros de medicina estaban siempre cerca. Y después dos cosas que tienen que ver con la educación sentimental adolescente, que para mí fueron muy importantes. Por un lado, la ilegalidad del aborto. Es muy difícil explicar cómo eso configura el cuerpo de una mujer porque no es solamente la línea política sobre mi cuerpo, mi decisión, el Estado decide, los hombres deciden…no es eso solamente. Es una intervención sobre el placer. Cada vez que vos tenés sexo, o hacés pensando que podés quedar embarazada y que si quedas embarazada vas a pasar por la experiencia traumática del aborto. No lo digo en el sentido de no tener al hijo, a mí eso nunca me pasó porque nunca quise tener hijos, pero sí la experiencia traumática de tener que buscar el dinero, pedir el dinero a gente que a lo mejor no estaba ideológicamente de acuerdo con vos porque siendo adolescente vos no ibas a tener esa plata. Siempre fue bastante caro, pasar por la experiencia de la clandestinidad y eventualmente pasar por la experiencia de una septicemia o morirte o algún tipo de consecuencias. Y a eso se le agrega en esa época el VIH porque para mí fue coincidente. En los 80’s. En Latinoamérica llegó un poquito más tarde que en el hemisferio norte, entonces digamos que era en el principio de los 90’s que coincidía con el fin de mi adolescencia, que es quizás la etapa más sexualmente activa. Entonces esa experiencia de muchos amigos que se enfermaban, de muchos conocidos que se enfermaron, pero no solo amigos, el del quiosco de enfrente. Eso fuese una cosa muy presente en mi casa porque mi mamá estaba muy consciente de todos los prejuicios, estaba muy enojada con todo eso. Recuerdo haberla acompañado a ver una familia que tenía un hijo muerto de SIDA y que no lo querían velar. Nosotros no vivíamos en Buenos Aires, vivíamos en La Plata y había muchas personas que se negaban porque no querían manipular el cuerpo porque le tenían miedo. Ella directamente me decía: “tenemos que acompañar a la familia de tal porque no quieren velar a su hijo”. Creo que todo eso junto me hizo pensar mucho en cómo el cuerpo es marcado por la enfermedad, por un lado, y por el poder, por el otro. Pienso en lo de tu mamá, en lo del SIDA, también en que había terminado la dictadura recientemente, todavía estaba muy próxima la idea del cuerpo muerto, que se cruza como un gesto fundante de tu escritura. Sí, y el cuerpo ausente, la falta de cuerpo, sobre todo en la dictadura Argentina, donde hubo un plan sistemático de desaparición. También está el relato de la crueldad, el relato de la tortura. Hubo muchísimos relatos sobre eso cuando la dictadura terminó en el 83-84, o sea, realmente un corpus literario del relato de los crímenes. Pero lo paradójico es que vos no tenés el cuerpo del crimen. Como si tuvieras una escena de crimen sin el cuerpo, en el 90% de los casos, porque los que fueron asesinados en un ataque directo son francamente pocos en comparación a los que fueron secuestrados y desaparecidos. A propósito de lo que mencionas, me hizo eco con “La casa de Adela” cuando cierra diciendo “no la encontraron ni viva ni muerta”. Me pareció un cierre de mucho espesor político, se ponen los pelos de punta. Yo lo uso porque me parece que en nuestros países todas las cuestiones de derechos humanos son muy solemnes ¿no? Y eso tiene que ver con que rápidamente cuando la derecha se mete ahí lo que se produce es un desastre. Entonces la solemnidad creo que es una forma de protección, es como decir: “bueno, de esto no se puede hablar, esto es sagrado”. Entonces, para los que estamos interesados en otro tipo de relato, es difícil encontrar la narrativa que pueda usar de alguna manera un género menor o que no tenga ese tratamiento solemne y que al mismo tiempo sea profundamente respetuoso de lo que pasó. En este sentido, lo que contribuyó en los últimos años en Argentina, es la enorme narrativa de hijos de desaparecidos que empezó a aparecer. Félix Bruzzone --creo que los dos papás están desaparecidos-- hizo una auto ficción híper irónica y Mariana Eva Pérez, cuyos padres fueron ambos desaparecidos, escribe “Diario de una princesa montonera”. Y en el cine lo que hace Albertina Carri con “Los rubios”. Son de mi generación, y hemos habilitado otros lenguajes. una generación que ha tenido una especie de habilitación a otros lenguajes. Es una puerta que de alguna manera abren ellos, que dicen: “bueno, nosotros somos víctimas directas, esta es nuestra historia familiar pero las víctimas somos todos. Ese gesto permite explorar desde el lenguaje y tensionar la memoria sin esa solemnidad. Claro, a mí me permitió tratar el horror desde el horror como género. Y hay ciertas cosas que son casi un regalo. Por ejemplo, en Argentina fantasma se dice “aparecido” o sea un “aparecido” es un fantasma. Es como si las dictaduras construyeran sus propios fantasmas. Hay muchas cosas así. Ahora en las movilizaciones siguen las fotos con los rostros de los desaparecidos y siguen jóvenes. Eso es muy fantasmal. Además de la idea de que el trauma que produce una dictadura es como un fantasma que repite, repite, repite su historia. El fantasma siempre hace lo mismo, el fantasma aparece y dice: “mis huesos no están acá, están en otro lugar”. Y con los desaparecidos pasó un poco eso, ahora están apareciendo. Los equipos de arqueología forense están encontrando los huesos en otros lugares, en fosas comunes, devolviéndoselos a las familias y eso es casi una historia de fantasmas. Entonces encontré en el código del terror una manera de hablar del trauma y de la política, a través de un lenguaje propio, de una mujer que se creció con Stephen King, con Cortázar, con Spielberg, con un lenguaje de lo fantástico que siempre fue visto como frívolo por gente más grande, pero no por nosotros. En alguna medida esa libertad, esa luz verde para trabajar con las materialidades de la memoria, para resignificarlas a través de un género, permite también abordar otras capas, interrogar otros espacios. Hay una obra de un dramaturgo chileno, yo creo que te va a gustar, se llama Guillermo Calderón donde tres mujeres hijas de desaparecidos tienen que decidir qué hacer con un centro de tortura que se llama Villa Grimaldi. La obra monta un humor muy corrosivo, eso es lo fascinante. Una plantea la idea de hacer una construcción mimética, absoluta, de lo que fue ese lugar. Incluso dice: “Traigamos olor a mierda” y a familiares de las víctimas y hagámoslos pasar por acá. Y otra dice que hay que hacer una especie de museo contemporáneo, estilo bienal de arquitectura, con puros Mac blancos y con archivos que uno abra. Entonces la memoria está en un archivo que uno presiona. La tercera sugiere no hay que hacer nada y dejar esto tal como está, porque la memoria se ha construido desde ese cimiento que es la desidia, la nada, el abandono, la amnesia, en el fondo la institucionalidad y el poder han querido borronear la historia. ¿La representación de lo real como un ejercicio de observación estricto te aburre y por eso te metes en el terror, lo gótico, neogótico, en el folk? ¿O es simplemente una fascinación por el género? Hay una fascinación, por un lado, pero también me aburre la realidad. Cuando empecé a escribir terror, empecé a pensar qué es un terror desde Argentina y desde América Latina. Yo no puedo hacer una expedición que se va a la Antártida y encuentra un templo a lo Lovecraft “En las montañas de la locura”. O sea, cómo resignificar el género respetándolo. Porque es un género que me gusta y no quiero que sea metafórico. Si es una casa embrujada, es una casa embrujada y punto. Lo que pasa es que está embrujada por los fantasmas de acá, no está embrujada por fantasmas abstractos. La energía que ese lugar tiene es muy propia nuestra. La energía del mal, de la violencia. Tu obra es tremendamente política y pasada por el cedazo del género pareciera que se instala la forma por sobre el discurso. Por ejemplo, me acuerdo una vez con una amiga hablábamos de “Las cosas que perdimos en el fuego” entonces me decía, que heavy que las mujeres se queman y yo pensaba que ahí había una operación política muy compleja porque estaba primero ese componente temático que después queda alojado en un género ¿O para ti primero está el género y luego lo discursivo o argumental? Es un poco lo que te decía antes. Me interesa respetar el género porque es un género que me gusta y quiero. Me gusta que me guste algo y que yo pueda escribir algo que es popular. Los géneros menores frente a la ficción literaria me parecen un gesto bastante político en ese sentido ¿no? La ciencia ficción también lo hace. Yo creo que “Las cosas que perdimos en el fuego” es un cuento de ciencia ficción a la Ballard, como un cuento sobre pensar en el futuro y subir el volumen de ese futuro. Llevar las cosas a un extremo. Como una distopía, pero no Orwelliana, sino que trenzada con el cotidiano. Claro, como una distopía, pero con todos los elementos que ya están en la actualidad. Me acuerdo de haber ido a Chile hace poco y estuve con una amiga mía. Me fui a comprar una computadora al Costanera Center y mi amiga que es chilena no me quería acompañar porque me decía: “No. Tengo miedo que se suicide alguien y se me caiga en la cabeza”. Es verdad que es muy fuerte que se vayan a suicidar ahí, es como una cosa muy simbólica, no voy a escribir nada de esto porque no es mi lugar digamos, pero hablaba con amigos y les decía: “Esto es un regalo”. Tener el edificio más alto desde donde se lanza gente, se suicidan adultos mayores, gente con deudas. Pero volviendo a “Las cosas que perdimos en el fuego” es también una interpelación al feminismo radicalizado. Una radicalización implica soledad, implica incomprensión de la militancia menos efusiva y que se considera poderosa. Siempre aparece un grupo que dice “No, ustedes son flojos, nosotros vamos a ir hasta el fondo”. Entonces se produce esa ruptura dentro de un movimiento político, donde un grupo se radicaliza y eso trae contradicciones a todos los demás. Hay un montón de feministas que a mí me dicen: “qué fuerte que lo vuelvan contra sí mismas”. A veces los vientos históricos hacen que se produzcan las radicalizaciones y las radicalizaciones producen quiebres muy potentes dentro de y sobre todo dentro de la militancia feministas que es muy diversa. A propósito de la distopía de Ballard o de los insumos de la realidad, pienso que si ese cuento se volviera real se convertiría en una especie de primavera árabe, como ese primer hombre que se auto inmola y que precipita una revolución; ese vendedor ambulante que le quitaron sus cosas para vender, y que iba a terminar más pobre y decide quemarse a lo bonzo. Me imagino que si ese cuento adquiriera una dimensión real sería un gesto contracultural, a eso voy con esta dimensión de lo político que me parece que tiene tu obra y que a veces cuando hay una lectura inicial queda uno eclipsado por la idea de que las mujeres se quemen, pero las capas y las lecturas son mucho mayores. Pienso si lo que hace el género es sublimar la realidad para hacerla más amable o en realidad esto que llamamos “género menor” en realidad no tiene nada de menor y lo que hace es amplificar el mensaje. Yo creo que, lo que lo hace más amable es, justamente, esa especie de pacto que tiene el género con el lector de decir “estás a salvo, estás en la ficción”. O sea, esto no pasa, esto no pasó, esto no, con suerte no pasará tampoco. Entonces ese pacto hace que sea como un entretenimiento, que vos estés en tu casa viendo una película de asesinos seriales y no tengas miedo. Es como una especie de adrenalina, pero creo que finalmente esa es una primera lectura, pero una segunda lectura, si logra amplificar la realidad. Parte de la popularidad del género reside en eso, como que estás hablando de lo real pero no estás hablando de una manera didáctica, sino desde una manera más lúdica, lúdica en el sentido más oscuro de lo lúdico ¿no?. Pero bueno hay juegos de todo tipo. En “Las cosas que perdimos en el fuego” también estaba pensando mucho en el concepto muy elemental de la política de minorías, que es el empoderamiento. Y una parte del empoderamiento de una mujer yo lo mezclaba con el tema de la idea Clive Barker, de la "Nueva carne” de Cronenberg, de decir “está bien, la transformación la vamos a producir nosotras, a ver si así no nos lastiman más”. Es como un extremo de la apropiación, en el caso del empoderamiento suele hacerse con términos o sea es como la militancia gorda. El cuerpo como militancia o el cuerpo como parte de un proceso social Llevar esa idea al lugar más urticante, que es el de la violencia de género y en específico a la violencia de género de la desfiguración. Porque la violencia de género de la desfiguración es un tipo de violencia muy particular, es el poder de arruinarte. Yo suelo leer que le preguntan a un hombre que lo hizo y es como “lo hice para que no la tenga nadie más”. Finalmente, mueren por las quemaduras a veces, pero la idea primaria es la desfiguración, hacerla poca atractiva, hacerla fea, dejarla fuera. Monstruos y otredades Lo que dice Rita Segato, que hay un efecto moralizador del hombre en ese acto, de que no sea poseída por otro y que el hombre establece los límites. Es ejemplificador, es decir “la marqué, yo la marqué, yo tuve el poder de marcarla”. Entonces lo que hacen las mujeres de mi cuento es anticiparse y decir “nos marcamos nosotras por nuestra propia voluntad y con nuestras reglas”. Y por eso tienen todos esos rituales y por eso después deciden salir y mostrarse y ahí también hay una puerta abierta. ¿Qué pasa si vuelve a ser atractivo, como una especie de loop?. Que también es una pregunta acerca de la revolución. O sea vos estableces una nueva realidad y esa nueva realidad finalmente la cambia o no, por eso el punto de vista del cuento es de una mujer que no está, que es una testigo, que no está, que no es una militante y que tampoco es una renegada, sino más bien es una testigo que puede observar un poco lo que está pasando y que es solidaria porque entiende que tiene que ser solidaria con ellas pero que no comparte al 100% el método. Está en una posición bastante cómoda, pero yo quisiera que fuese esa posición porque me parece más realista y compleja. Es interesante esa operación en ese cuento, porque no es didáctico ni pedagógico el mensaje, te obliga a desentrañar porque esas mujeres toman esa decisión tan radical. Yo no quería que fuese una subjetividad pedagógica de parte de las chicas que se queman porque me parecía panfletario y en realidad lo que yo quería era que pensáramos en la violencia sobre nuestros cuerpos y en la respuesta a esa violencia. Cómo se da cuando el Estado no responde, porque esa es otra de las cuestiones creo del cuento, que no está claro, pero el Estado aparece como represor, intentando impedir que estas mujeres se quemen. No es un Estado que accione en contra de los hombres, si no termina accionando en contra de ellas. Hay un montón de cosas que son sutiles y que están enmarcadas en el género, pero en general las dos cosas vienen juntas, porque creo que cuando ya tenés un formato mental, sobre todo para estas cuestiones, el tema y la forma conviven de alguna manera. Para mí es muy difícil de separar o decir que vino primero, si el tema o la forma, porque ya es una manera de mirar y sobretodo cuando ya lo estás pensando como cuento, ya lo estás pensando con estas características. Te iba a preguntar por la idea de los monstruos o a propósito de estas mujeres como Adela, a propósito de tantos personajes que tienen esta frontera con lo monstruoso. Me parece que todas esas construcciones se traducen en una alteridad, en una otredad que en tu obra está particularmente expresada en esta idea de que estos monstruos son necesarios para que los “normales” sobrevivan. En el fondo necesitan esta alteridad para poder apuntar a alguien distinto a ellos. Yo creo que en nuestras sociedades tan desiguales las clases medias blancas se constituyeron básicamente como una diferencia con el otro y esa diferencia con el otro es con la mayoría en América Latina, es con el indígena, es con el pobre, con toda la gama del marrón y con un discurso muy perverso sobre todo en Argentina. Hay otros países que son más sanamente racistas, pero Argentina se piensa como un país blanco, terrible. Y también pensarlo en uno mismo, porque yo, por ejemplo, en Argentina soy blanca pero en Europa no y en Estado Unidos soy una escritora de color. Entonces entender tu verdadera posición, más allá de tus privilegios en tu país, más allá que mi familia es una familia de clase media baja, pero de todos modos la racialización funciona de otra manera o sea vos podes no tener un peso, tener un padre desocupado por veinte años, vivir de alquileres, pero sos de una familia blanca y eso te pone en otro lugar, es una cosa muy curiosa. Y darte cuenta además que eso no tiene ningún valor cuando vos salís de acá y vas a los Estados Unidos. Hay toda una configuración de la normalidad muy, muy perversa y lo que yo hago es simplemente visibilizar la otredad, incluso a veces hacerla bastante vengativa. Por ejemplo los niños suelen ser un otro importante también, sobre todo los niños pobres porque contrastan con el relato de la infancia dorada, magnifica. Y cuando vos salís a la calle en Buenos Aires están los niños pidiendo en la calle, están los niños drogados. Como el cuento “Chico sucio” un poco. Por ejemplo. Si tenemos tanto amor por la infancia esto debería ser absolutamente intolerable y no son tres chicos en una esquina, son un montón. Y después hay un cuento en “Los peligros de fumar en la cama”, que es sobre una especie de hombre pobre, borracho que va a un barrio y como está borracho se caga encima en la calle y todo el barrio, que es un barrio bastante pobre, reacciona contra él en un ataque muy brutal y muy racista. Y en los términos que está puesto ahí, este tipo los maldice básicamente y la maldición es que sean pobres. No es el pobre que baja la cabeza. Yo trato de hacer una configuración de esa otredad que responda, que conteste, que se enfrente a la normalidad de alguna manera. Claro, no asistencialista. Bajo esa lógica me parece interesante darle voz a esa otredad. Construir esa voz sin exotismo, con ternura, con dulzura que también es algo que uno advierte. ¿Cómo trabajas eso? ¿Simplemente te olvidas de que hay una condición en ese personaje y lo dotas de esa tridimensionalidad? Yo espero que sí. En ese sentido, el monstruo de Frankenstein es muy ejemplar ¿no? Así que a veces las construcciones más que con la experiencia tiene que ver con una construcción literaria, lo que Mary Shelley hace ahí, digamos más allá de toda la cuestión de la parafernalia de esa novela, que es una novela muy gótica y etc. Es un personaje que es espantoso, que está construido con restos de muertos y que finalmente terminan siendo muy crueles con él y está lleno de rabia. Pero durante el 80% de la novela lo que pide es compañía y compasión nada más. Y a mí me parece eso como la entrada del monstruo en lo literario. Y la autora siendo una mujer tan joven. Me parece que incluso su condición de mujer joven e hija de una feminista, con un matrimonio abierto, escritora, la ayudo muchísimo a comprender esa diferencia. Probablemente de una manera muy intuitiva porque no tenía demasiados ejemplos anteriores. El monstruo termina en el crimen, pero antes del crimen se la pasa pidiendo ayuda, que nadie le da y que no le da su padre o sea que no le da la persona que lo puso en ese lugar. No es que yo base todo esto en “Frankenstein”, pero hay algo en la construcción del monstruo a partir de eso, como el monstruo tradicional, donde la ternura es fundamental y no tiene que ver solamente con una cuestión de empatía, sino que tiene que ver con una cuestión de cómo funciona el monstruo. Cuando es solo un villano que ataca no es un monstruo, es justamente un villano, el monstruo en cambio tiene esa otra dimensión, porque finalmente no es un otro, ha sido puesto en el lugar de otro, es un par. Me estaba acordando de una cosa que decía Žižek con “Frankenstein” y hacia una analogía, entre Frankenstein y Hitler. Decía que Mary Shelley era capaz de darle voz a un monstruo y humanizarlo, desnudar su complejidad e interpelar al lector a hacer su propia exégesis sobre ese personaje. Entonces se preguntaba, si es lo mismo construir y darle voz a un Frankenstein que darle voz a un Hitler. Me lo pregunto, a propósito del personaje de Mercedes en “Nuestra parte de noche”, porque ella no es la otredad, ella representa la clase dominante, hegemónica, trenzada con el poder institucional, que está vinculada con la impunidad. Con ella es entrar en ese terreno incómodo que es hablar de esos otros monstruos, esos monstruos que tal vez como sujetos políticos, uno desprecia más que entiende. Pero me pregunto si no te tentaba hacerla menos villana, que fuera incluso entrañable, como si el monstruo te estuviera implorando que escuches su historia y su reverso. A Mercedes la demonicé totalmente. Mercedes es un demonio y quería que fuese ese color. Incluso me acuerdo de cuando en lecturas previas había gente que me decía que Mercedes es muy unidimensional, que no tiene las cosas que tienen los monstruos, le falta complejidad. Y yo no quiero que la tenga, porque Mercedes es la villana en estado puro, no me interesa humanizarla. No pasa lo mismo con Rosario, porque Rosario a pesar de todo es una representante de esa clase, pero su papá es una especie de borracho medio simpático. Hay como todo una cuestión dentro de la secta que yo la asocio a las clases dominantes. Uno de los personajes está todo el tiempo diciendo que el amor está mal, el amor te arruina la situación, o sea, vos no vas a poder hacer ciertas cosas si sentís afecto. Eso es lo que pasa cuando uno piensa en las clases dominantes, es cuando ejercen su poder sobre los territorios, sobre los cuerpos y lo hacen sin piedad. Uno piensa: “bueno esta gente es incapaz de pensar que puede tener afecto por ese otro al que está destruyendo”. Está primero el poder, primero la acumulación, primero lo que termina apareciendo en una novela es que siempre seamos los mismo los que tengamos el control de esto, ya a un nivel vampiresco no, el mismo cuerpo además,tienen que ser las mismas personas, en lo posible las mismas caras. Si, me acordaba cuando Mercedes baila esta especie de tango, que es una imagen muy brutal, pensaba en la banalidad del mal, su goce está en esa maldad atávica y desdramatizada. Yo quería que fuese un personaje muy de cómic si querés, una villana de cómic. Los otros tienen tantos lineamientos y le podes entrar por tantas partes y todos son súper complejos. Ella todo lo que hace es cruel y todo lo que ella dice: que desprecia a los hombres, desprecia a su hija, incluso es banal en eso, es banal en el sentido de inútil, si lo pasas mal en tu vida finalmente. Tú único goce es en el goce de la destrucción y ni siquiera. Porque cuando ella mata a la amante de su marido, no lo hace porque esté celosa, sino porque no se puede permitir que su marido esté con una mujer morena. O sea “méteme los cuernos con putas o con mujeres de tu clase, pero vos no te podés enganchar y fascinar por esto”. Todo es una cuestión de status de ella. ¿Qué soy yo? Te iba a preguntar, que tan libre te sientes cuando vas a abordar algún tema, si hay una autocensura. A propósito de esta discusión tan en boga del extractivismo epistémico o apropiación cultural, si esa especie de autocensura a operado o te resuena de algún lugar o logras realmente funcionar de manera libre. Yo trato de funcionar de manera libre, no ignoro que es una especie de policía que nos han puesto atrás, o sea como a todos los que estamos tratando de crear algo. A mí el tema de la apropiación cultural me parece que es una, es un concepto muy gringo y que te enreda y que se enredó, es como decir “bueno vos solo podés hablar por vos, y por lo que vos sos”. Pero ¿que soy yo finalmente? Soy diferente en diferentes contextos. Yo voy a EEUU y hablo como una escritora de color, pero si hablo como una escritora de color en Argentina es un papelón, porque en Argentina hay descendientes de indígenas 100% que han sido racializados toda la vida y yo tengo una abuela guaraní que está totalmente integrada y que apenas hablaba su idioma. Uno no es una identidad fija. El esencialismo es peligroso y creo que el concepto de apropiación cultural lo que está reclamando de alguna manera es el esencialismo. Si vos lo llevas hasta un punto muy jodido, la mujer en el hogar con el hijo, la mujer productora de vida entonces es esencialmente lo femenino es peligroso. Es como una especie de idea que viene por izquierda pero que vuelve por derecha. El esencialismo moral en el que cae mucho la discusión identitaria. Y te termina callando la boca, te termina produciendo autocensura. Yo creo que en todo caso lo que hay que hacer es investigar, respetar y no ofender con estereotipos a la persona de la que estás hablando y en ese caso me parece que lo más sencillo, es conocer de la persona que estás hablando, preguntarle, saber acerca, consultarle, establecer un diálogo. Está bien no apropiarse de la voz, pero representar a alguien que no sos vos no es apropiarse, eso es lo que hace el arte en general, sin querer ponerme pomposa, es como representar lo otro. En “Un lugar de noche” hay una estructura particularmente libre, desmesurada en el buen sentido. A mí me encanta porque se vuelve una experiencia la lectura, pero logra tener mucha coherencia interna, es decir la arquitectura del relato está muy bien diseñada. Yo no escribo narrativa pero los guiones igual son unos entramados bien complejos. Entonces puedo mirar esa estructura y decir “aquí hay mucho trabajo pero también hay mucha libertad”, porque hay un cierto barroquismo. ¿Como fue eso? porque también están todas tus obsesiones ahí, que vienes trabajando hace rato, desde la música, no sé, el poder, la muerte, el género. Yo quería que hubiese un exceso, la historia es super excesiva, también requería cierta longitud y cierto exceso que no tiene que ver con lo bombástico, que no tiene que ver con exceso efectista que lo hay también, o sea la novela tiene sus momentos efectistas pero también necesitaba como un exceso de lo cotidiano para que los personajes se me hicieran más reales. Para llegar a la escena donde Juan convoca a un demonio con su hijo en el cementerio, yo necesitaba 100 paginas donde pudiese establecer quienes eran estos, porque si no, si lo hacía de golpe, no se anclan, no existen. Pero personalmente también yo venía de escribir cuentos donde sentía que estaba todo mi universo un poco empaquetado. Era como que venía en cápsulas, planetitas, y necesitaba como una especie de expansión de la galaxia, donde todos esos paquetitos estuvieran, pero estuvieran expandidos. Me estaba acordando, a propósito de lo que tú estabas diciendo, de sentirte en una obstrucción con el cuento, de unas clases que leí de Cortázar en Berkeley, y decía que el cuento es la esfericidad, es decir un entramado hermético que se cierra en sí mismo, versus, la novela que en cambio reclama juego, está abierta. Eso pasa con tu novela, que reclama ese juego, esa estructura modular, con saltos de tiempo y donde están todas estas obsesiones. Si claro, yo soy relativamente joven, escribí la novela cuando tenía 45 años, pero yo vengo escribiendo desde que tengo 20, una cosa así y son 20 años digamos de trabajar con esas mismas obsesiones. Y había algo en mí personalmente que decía, “tienen que decantar y no van a decantar sintéticamente, porque yo no soy una persona muy sintética”. El símbolo Maradona Hace poco se cumplieron dos años de la muerte de Maradona. Tu escribiste una crónica de Maradona y su muerte generó mucha discusión en el feminismo, muchas mujeres escritoras escribieron sobre él, sobre todo en “Pagina 12” complejizando y problematizando su figura, como ves esa discusión aparejada a su figura. Diego era, yo creo, un hombre muy preso de los mandatos, pero no solo por una cuestión del deporte o sea en el futbol quiero decir. Pero Diego era un hombre que se disfrazaba de mujer en los 80’s, y que no lo hacía desde la burla, lo hacía del juego, del chiste. Tenía amantes transexuales y se sabía pero que de alguna manera llegó tarde como a toda la cuestión identitaria quiero decir. Yo creo que era un hombre bisexual, pero que nunca lo hubiese dicho como tantos hombres que están en el closet. Y tenía algo él personalmente que a pesar de que era sumamente narcisista, nunca jamás olvidó o traicionó a su clase. Siempre fue un tipo de Fiorito, un tipo de la villa, o sea nunca se puso en otro lugar y creo que lo que pasó con el feminismo también ahí es la cuestión de clases, Maradona sobretodo era un hombre de una clase social particular y que el feminismo, mucho del feminismo “blanco”, a estos hombres, básicamente, solo puede ponerlos en el lugar del machista y no en el lugar en que hay muchísimas mujeres que se sienten más cerca de eso que de la mujer blanca de la clase media alta. Además está la dimensión mítica de Maradona. Maradona me parece como un gladiador. Por otro lado, el tema de los hijos de Diego es súper complejo, porque es verdad que los reconoció tarde, mal y todo este desastre, pero también la verdad es que todos sus hijos lo quieren sinceramente. Y también es verdad que en muchas ocasiones las mujeres de la familia no querían que él reconociera a sus hijos y él también se acogía a ese mandato. Pensar en la mujer totalmente sin poder y sometida solo al poder del varón, incluso cuando es un barón tan alfa como Maradona, es un error. Que sea un varón alfa, no quiere decir que no quisiera conservar sobre todo los afectos más cercanos, que era en lo único en que podía confiar. Diego es un Ídolo popular o sea es una especie de santo ¿no?, o sea como que les van a hacer altares. Ya en mi barrio hay, ya le piden milagros. Ya se volvió sincrético. Y además es realmente la historia de una persona nacida para no tener posibilidades, que llega a ser la persona más famosa del planeta. Es una cosa muy impactante en términos del camino de lo que es ser un Ídolo popular. Hay cierta incomprensión del feminismo respecto del fenómeno de la idolatría popular y de lo que toca en lo popular. Una figura como Maradona puso a tambalear ciertas cuestiones que estaban como dadas. Diego Maradona simbolizaba algo más grande que el feminismo. Claro era un personaje que no se podía asir, que no se podía capturar en una lógica dicotómica, que es un poco lo que tú planteabas en la columna, esta idea que es un personaje que no responde a una lectura binaria, es mucho más complejo que eso. Y hasta sexualmente mucho más complejo que eso. Vos ves las fotos sobre todo en Nápoles, en su momento más dionisiaco, cuando vivía todo el tiempo de noche porque no podía salir a la calle de día porque se le tiraba la gente encima Y lo ves, qué se yo, con hombres en piletas tapándose los genitales con uvas. Una cosa muy homo erótica. Muy homo erótico, y en esa época. Porque ahora hay como ciertos juegos, más ambiguos, más andróginos, pero en el futbol en los años 80’s, hacer eso era extravagante. Eso lo podía hacer David Bowie pero no el capitán del Nápoles. Y entonces ahí hay algo dionisíaco. Es un personaje muy particular y es un personaje muy del siglo XX también. Por eso digo que es una cuestión generacional, o sea todas estas nuevas cuestiones de identidad y apropiación cultural no son aplicables a un personaje tan representativo de su época como Diego, tan representativo de un tipo de ascenso social, muy típico también del siglo XX. Es una ascenso con tu cuerpo, con tu habilidad. Por eso me pareció tan interesante la discusión en torno a Maradona, porque en alguna medida reveló una actitud punitiva, cierto espíritu de época de superioridad moral e hipersensibilidad. Muy, muy. Justo me había acordado de eso. Yo fui a la exhibición de William Blake, que se hizo en la galería Tate, que fue espectacular. Llegué a verla antes de la pandemia porque estaba allá, y en la puerta tenía como una especie de cartel grande que decía “van a ver imágenes de violencia”. Era un cartel grande que te explicaba el tipo de imágenes que podías ver, y que te avisaba que si sos muy sensible, no sé qué. En cinco siglos nadie tuvo una conmoción con William Blake, a lo mejor sí tuvo una conmoción emocional, pero ahora estamos tratando de evitarla. Si no es que las imágenes de William Blake van a salir de ahí y te van a atacar. ¡Por qué presuponer que esto hace daño! O que este impacto emocional te va a dejar dañado Es un mandato terrible de estar bien, un mandato del bienestar. Eso estña un poco en mis libros, en mis cuentos, hay como cierta reacción al bienestar. Como una crítica a la positividad tóxica, ese ideario no rugoso, inocuo, aséptico, que se está instalando de alguna manera, esa higienización de todo. Las palabras que hoy se usan: “esto es problemático”, y se usa el problemático con una carga de semántica negativa. A mí que algo sea problemático me parece bien. Sino es oscurantista, autoritario.
- Bajo un sol que destruye números
1 Walkman Tengo 34 años y fácilmente esta podría ser la última vez que viajo en el asiento trasero mientras papá conduce durante la noche hasta la ciudad de siempre Accedo a mi versión de doce años: viajo por esta misma ruta, atrás, en este rincón del mundo protegido por un instante, me escondo en las fisuras que emergen con el paso de los días mientras contemplo desde mi ventana bosques de un verde inextinguible y suenan en mi Walkman canciones ochenteras con sintetizadores En ese entonces nada advertía que la música me ejercitaba para la distancia irreversible entre cuerpos y memorias. 2 Sala de espera La luz fría de los hospitales te engaña. La luz fría de los hospitales irradia destellos azul-neón sobre el blanco de las sábanas y los uniformes médicos. Las paredes blanco-hueso y las baldosas impecables disimulan los colores primarios de una operación a rajo abierto. Todo es blanco y limpio como la nieve virgen que cae sobre una montaña. Cada vez que alguien sale de la Zona de Acceso Restringido vigilamos la expresión de su cara: ¿Qué verdad se esconde en la fragilidad de las partes más blandas del cuerpo? Cuántas muertes son rodeadas por el blanco higienizado de un pabellón quirúrgico y cuántas muertes serían más cálidas en la textura de la nieve. Héctor Lira Estos textos forman parte de la colección de poemas Bajo un sol que destruye números
- La flojera psíquica
Los modos en que se configura la vida moderna son vertiginosos y agotadores. En su libro “La sociedad del cansancio”, Byung-Chul Han (2012) advierte los efectos tanto psíquicos como culturales de la vida multitasker y el empobrecimiento relacional que conlleva: déficit atencional, depresión y ansiedad, entre otros. Advierte también sobre las nuevas formas que toma la dominación en una sociedad que hace del rendimiento y la hiperproductividad su mayor característica, en una nueva sofisticación biopolítica que transforma el psiquismo en su mayor fuerza de producción. “Dirigiendo la agresividad hacia sí mismo, el explotado no se convierte en revolucionario, sino en depresivo”, señala. Algo parecido anunciaban los muros de nuestra ciudad estallada en octubre de 2019, que rezaban por todas partes: “No era depresión, era capitalismo”. La imagen representaba al capitalismo como una mano que estruja hasta que no queda nada más que dar. Titular este artículo como flojera psíquica es en sí mismo una provocación, y nos parece importante ser precisas, pues no nos interesa reforzar los imperativos de hiperproductividad, ni desconocer la preocupante mutación que ha experimentado el trabajo como mecanismo de integración social en la modernidad avanzada. Asistimos a un momento civilizatorio en el que el trabajo como forma de lazo social ha entrado en una crisis con consecuencias verdaderamente desastrosas. Las economías capitalistas experimentan hace décadas un preocupante proceso en el que, como señalara Wacquant (2000), la degradación y dispersión de las condiciones básicas del empleo, remuneración y seguridad social han convertido el mismo contrato salarial en una fuente de fragmentación y precariedad. Esta precarización del mundo laboral ha conllevado también una asociación entre trabajo y opresión y/o sometimiento: el trabajo parece quedar situado en el lugar de algo que hacemos para otros más que como una forma de actividad de la cual poder apropiarnos, otorgándole un sentido personal. Así, según la recientemente publicada Encuesta de las Juventudes 2022 (INJUV, 2022), sólo un 2,8% de los jóvenes encuestados refiere emplearse para realizarse o desarrollarse como persona, mientras que un 73,4% refiere hacerlo para generar ingresos (para su educación, sostén personal y familiar), en un contexto en que un 36,5% tiene deudas a su nombre y en que la posibilidad de perder el empleo representa una amenaza real y significativa en sus vidas. En este sentido, no resulta extraño que la experiencia de malestar respecto al trabajo esté más disponible para las personas que la posibilidad de implicarse, identificar su potencial creativo y transformador y encontrar en el trabajo un espacio vitalizante y placentero (Zabala, Guerrero y Besoain, 2017). ¿Cómo se relaciona este escenario sociocultural marcado por la experiencia de cansancio, exigencia y enajenación respecto al trabajo con lo que encontramos en nuestras prácticas clínicas? ¿Será posible que alguien que siente que trabaja todo el día quiera ir a trabajar en terapia? En este contexto, nos anima preguntarnos sobre la flojera psíquica como un fenómeno cultural que puede servirnos como clave de lectura para analizar ciertas formas de lazo y de subjetivación que detectamos en la clínica, y porque nos interesa volver a poner al trabajo en el centro del psicoanálisis. Y decimos volver a poner porque, para Freud, la noción de trabajo psíquico era una pieza clave tanto en su noción del psiquismo como en lo relativo al tratamiento psicoanalítico. Es, quizás, uno de los conceptos con mayor potencial revolucionario de la teoría freudiana. En La interpretación de los sueños, Freud (1900) notó que el sentido de los sueños no estaba dado de antemano ni era algo evidente que había que ir a des-cubrir. La sospecha freudiana suponía al sentido como una producción retrospectiva -après coup- que acontecía sólo al ser el sueño leído por alguien que, frente un enigma, fuese capaz de formular una pregunta. En un punto de su investigación sobre los sueños, Freud se dio cuenta de que su valor radicaba no en que escondieran una gran verdad sobrenatural y latente que había que ir a develar: incluso en los sueños mejor interpretados queda un lugar de tinieblas, un nudo donde se detiene la cadena asociativa, una zona no ligada ni ligable a nada aún, que llamó “el ombligo del sueño”. No, el valor de un sueño para la vida anímica no reside en conseguir su interpretación final. Soñar nos pone a trabajar. Los sueños fueron para Freud un modo de pensar y de elaborar, una manera particular de trabajo y de producción de sentido. Y fue claro al señalar que, cuando la capacidad asociativa se agota, es solo cosa de tiempo para que algún otro fragmento atraiga nuestra atención y encuentre “el acceso a un nuevo estrato de los pensamientos oníricos” en una “interpretación fraccionada del sueño” (Freud, 1900, p. 517). Freud insistió en la potencia productiva de lo inconsciente, y propuso un psiquismo de trabajo: de operaciones, formaciones, encubrimientos, elaboraciones. El trabajo del sueño, por ejemplo, implica una serie de operaciones de transformación en lo contrario, desplazamiento y condensación. Y la interpretación, herramienta analítica principal, fue también pensada por Freud como ese trabajo que permite recorrer el camino inverso, desde el sueño hacia las condiciones de su producción. Al proponer el psiquismo como un trabajo, Freud también nos ofrece un horizonte ético, vinculándolo a lo que Arendt (1958/2010) llamó “la vida activa”. Labor, trabajo y acción están íntimamente ligadas con la condición humana; esto es, con las condiciones de una existencia humana política. Vivir en una polis, argumenta Arendt, significa “decir por medio de palabras y de persuasión, y no con la fuerza y la violencia” (p. 40). Es ese trabajo con la palabra aquello que para los griegos caracteriza la vida en la polis. No la capacidad para el discurso, sino una forma de vida donde el discurso tiene cabida y sentido, y “donde la preocupación primera de los ciudadanos es hablar entre ellos” (p. 41). ¿De qué hablamos, entonces, cuando hablamos de flojera psíquica? ¿Qué formas presenta la flojera psíquica en el espacio clínico y transferencial? En la práctica clínica contemporánea no es inusual escuchar frases como: “Quiero conocer gente, pero nada serio, mucha pega”, “¿Para qué voy a hacerlo, si ya sé con lo que me voy a encontrar?”, “No sé si vale la pena hacer el esfuerzo si no sé si va a resultar”, “De sólo pensarlo me agobio”. ¿Qué tipo de trabajo o costo se busca evadir? Tal vez sea por las condiciones de nuestro oficio como psicoanalistas que la noción de “vida activa” de Hannah Arendt se nos vuelve tan relevante, pues de lo que se trata en el encuentro analítico es de la posibilidad misma de los sujetos/ciudadanos de hablar entre ellos. La llamada talking cure nunca fue una invitación a la verborrea; más bien, supone hablar tomando posición e implicándonos con la palabra dicha, aunque esta nos incomode, nos sea extraña, escurridiza. Y es que poseemos al lenguaje tanto como éste a nosotros, y es en esa paradoja indisoluble que nos volvemos sujetos. Así, nos animamos a llamar flojera psíquica a un fenómeno muy propio de nuestra época, tributario de determinados modos de producción subjetiva y de hacer lazo, y que creemos dan cuenta de una precarización del trabajo de la palabra y de la vida activa. En oposición a la noción psicoanalítica del trabajo relacionada con poner en valor el proceso, y la apuesta por la transformación subjetiva que de éste puede emerger, la flojera psíquica tendría que ver con un cierto desenganche del acto y sus consecuencias (Lutereau, 2021). Con una suerte de deserotización del acto, al tratarse de una acción que no alcanza consecuencias. La renuncia a ese trabajo amoroso, el decaimiento del acto en el que el deseo aparece, es lo que llamamos flojera psíquica. La flojera que nos vuelve estrechos de corazón, en la que que la palabra no pareciera realmente atravesar, implicar subjetivamente, a quien habla. Y esto es complicado, porque el deseo no siempre antecede al acto; muchas veces, es el acto el que produce empuje y deseo. Nadie sabe para quién trabaja. La psicoanalista y filósofa francesa Anne Dufourmantelle (2019) planteaba que “obedecer es primeramente poder hablar”; es decir, reconocernos no enteramente dueñas de nosotras mismas, sino como sujetas a y por una civilización, sin que medie nuestro consentimiento. Sin embargo, señala también que el idioma es también el primer lugar de nuestra desobediencia, en la medida que nos abre paso al encuentro con nuestro deseo, con otros espacios y posibilidades. Espacios no sólo intrapsíquicos, sino que nos sitúan en el mundo, en la “vida activa” en el sentido de Arendt. El psicoanalista inglés Adam Phillips (2021), pensando en la importancia de encontrar nuevas (propias) formas de hablar que se aparten de los hábitos sostenidos en la repetición obediente de un modo de vida ajeno, toma la frase de Oscar Wilde: “Aquel que desea pero no obra engendra peste”. Así, enfatiza el valor de la acción, del trabajo como proceso. Agregaríamos también: del trabajo como una suerte de alquimia, proceso transformador de la propia subjetividad. Así entendido, este trabajo no es uno que se desarrolla en soledad, sino en un espacio intersubjetivo: “No podemos llegar a ser en una esfera de privacidad solipsista”, dirá la también psicoanalista Jill Gentile (2011). Necesitamos salir de nosotros mismos para encontrarnos con otro. Y ese encuentro no está exento de riesgos. En un escenario sociocultural que apunta al “riesgo cero”, que asocia riesgo a muerte (Dufourmantelle, 2019), salir de uno mismo al encuentro con otros y con el mundo podría parecer una decisión descabellada. Orientarse por el deseo implica salir del ensimismamiento, estar dispuestas a dejarnos atravesar, a ser interpeladas y a perder, también a perdernos. Pero podemos –y debemos– pensar en el riesgo también a partir de la vida. De lo contrario, podemos morir en vida “bajo todas las formas de renuncia, de la depresión blanca, del sacrificio” (Dufourmantelle, p. 12). En este sentido, si el costo que pagamos por trabajar psíquicamente es el cansancio y –en ocasiones– el desgarro, el costo de no hacerlo sería muchísimo más alto. Se le atribuye a Freud haber aseverado que la salud radicaría en la capacidad de amar y trabajar (Elms, 2001). Proponemos pensar el amar y trabajar como reversos inseparables. Ambos demandan una toma de posición; ambos implican un costo. Sin embargo, el amor no se paga, y no es una deuda que se salde: el amor es un trabajo que se comparte. Manuela Agüero; María Paz Ardito; Trinidad Avaria; Carolina Besoain; Andrea Rihm Colectivo Trenza: Clínica, Psicoanálisis y Género IG @trenzacolectivo Félix Emile-Jean Vallotton La paresse (1896)
- Vivir fuera del secreto[1]
Una noticia reciente en el diario Le Monde me llamó la atención. Se titulaba “La joven muchacha y el inocente. Historia de una acusación de violación que ha durado casi 20 años”. La palabra “inocente” me intrigó. Donde hay inocencia, por lo general, hay falta o crimen. Hay un problema o algo que ha pervertido el “debido proceso”. A veces hay que rehacer el relato por completo. La noticia de Le Monde hablaba de un hombre (Farid) que había sido acusado de violación por una mujer (Julie). En esa época ella tenía 15 años. Él también era joven. A primera vista, o leyendo solo los primeros párrafos del relato a los cuales el diario da acceso gratuito, uno entiende que este joven fue condenado y que la acusación fue falsa. “La joven muchacha” hizo una falsa denuncia. “El inocente” pagó por un delito que no había cometido. La historia es efectivamente así, salvo que esta joven mujer, después de 14 años, escribe al procurador y se autodenuncia. Dice reconocer la gravedad de su acción, pide perdón al joven y a su familia. Explica que esta denuncia había sido hecha para encubrir un incesto que ella padeció durante años. Según el relato de la mujer, su hermano la violaba. La denuncia al joven sirvió para cubrirlo a aquél. La familia hizo la denuncia y ella, ante la justicia, ante el acusado y su familia, ante su mundo social, aportó un falso testimonio sobre la violación. De alguna manera –esta ya es mi interpretación– ella estuvo presa en la espiral que encubría la violencia que ella misma padecía. La lectura de este relato me impactó mucho. Habla de una falsa acusación, de sus consecuencias en la vida de Farid; habla de un incesto, es decir de un secreto de familia, de una violación padecida por años; habla, finalmente, de una decisión de vivir fuera del secreto, de una joven mujer que se autodenuncia, toma nota de su falta y pide perdón. Si bien en una primera lectura trata de una falsa acusación, lo que me parece notable es la decisión de denunciarse, de asumir una falta, de salir de un secreto y, así, de romper una cadena de violencia. La joven mujer escribe al tribunal para autodenunciarse 14 años después de la falsa denuncia. Tiene casi 34 años y es ahora una joven madre. Farid ya cumplió su castigo y ella podría haber seguido viviendo “protegida” por el secreto, un secreto destinado a proteger a su hermano que la violó durante años. Hay algo extremadamente paradójico y perverso en la violencia. Cuando esta ocurre en secreto, de alguna manera es como si no ocurriera. Por un lado, quien la padece la asume en silencio, de tal suerte que ahí no rigen límites, leyes. La intimidad del secreto se vuelve una ley, algo casi sagrado a lo que nadie accede. Por otro, para asumir una falta, debe haber un “yo” capaz de un acto autorreflexivo. Pero para ser un “yo” hay que existir en el mundo, a la luz de otros y otras. El primer efecto de las acciones que se mantienen secretas durante años es el de suspender el “yo”, localizarlo en una realidad paralela, de tal suerte que se puede ser a la vez una “buena persona” en la vida pública y, en cierta forma, un monstruo en la vida privada. En público, se es conforme a la moralidad externa. Se es un buen burgués que cumple con la ley. En privado, la ausencia de terceros o de registro de nuestras acciones hace que muy a menudo se traspasen los límites. Esto da cuenta del fenómeno de la violencia “doméstica”. Lo que ocurre con el secreto, sin embargo, es que el traspaso de los límites ya no es ocasional, es total. Enrolla a todos quienes lo comparten. Los casos de violencia mantenidos en secreto por familias o comunidades enteras tienen que ver con el hecho de que por un lado en secreto vivimos una realidad paralela, y nuestro “yo” está suspendido; y por otro, que el secreto enrolla a todos en la violencia, todos los miembros de una familia (incluido quien es sujeto a la violencia) o todos los miembros de una comunidad. Vivir fuera del secreto es una decisión que no solo rompe una cadena de violencias (la violencia que padece Julie, violada por su hermano; la que padece Farid y su familia), sino que rompe también el encadenamiento a la violencia. El secreto hizo que los actos de violación se repitieran durante años; que la condena de Farid durara años. La violencia es una mecánica; se produce siempre en cadena (como en el caso de los asesinos en serie). No se interrumpe hasta que alguien pueda ser un “yo”, y para ser un “yo” hay que salir del secreto. De no hacerlo, la violencia perdura, se repite. Estamos encadenados a ella. Quizá lo que más me impactó es que la joven mujer decide autodenunciarse poco tiempo después de ser madre, como si este vínculo maternal, un vínculo por venir, hubiese hecho posible la existencia de un mundo que le permitiera a ella decir “yo” y salir del secreto. Por cierto, esta decisión, sean cuales sean sus consecuencias jurídicas, es también lo que posibilita que se interrumpa la mecánica de la violencia, que no enrolle también a un recién nacido. Se habla mucho desde hace algunos años del hecho de que las víctimas de violencias sexuales son por lo general “revictimizadas”. Esto ocurre, por ejemplo, cuando una mujer que busca denunciar un acto de violación se encuentra ante unos fiscales que se burlan de ella, o le dicen que tal vez está exagerando, o que se lo buscó. En tales casos, la violencia es negada, reducida a un chiste o, peor, se culpa a la presunta víctima, quien es entonces condenada socialmente. Por lo mismo la violencia se repite, no tiene fin. La violencia se repite porque es negada. Esta es su estructura. La “revictimización” tiene que ver con el hecho de que la violencia se produce siempre borrándose, en secreto o través de modos lingüísticos que la anulan (por ejemplo, volviéndola “chistosa”). Esta palabra, “revictimización”, genera muchas sospechas en algunas personas. Esto ocurre en parte porque el relato de las víctimas es difícilmente audible. Los múltiples relatos de violencia que se han divulgado a través de las redes sociales permitieron tomar algo de consciencia de la violencia que estructura la sociedad, los ámbitos profesionales y la vida en familia, pero no han logrado necesariamente crear una escucha. Tal vez esto se deba a que la escucha es de carácter íntimo más que político. El relato que leí en Le Monde me hizo pensar que se puede leer la violencia sexual no en clave de víctimas y abusadores, sino a través del modo en el que el secreto, el lenguaje, los silencios, crean encadenamientos, mundos enteros estructurados en una violencia que nadie es capaz de ver ni de percibir. Se ha reiterado la necesidad de denunciar y de liberar la palabra. Esto puede ser de doble faz. Lo que hay que hacer, me parece, es lograr romper el encadenamiento a y de la violencia que ocurre cuando el lenguaje nos anula. El impacto de este relato me dejó también pensando que asumir una falta no es lo mismo que culparse. La culpa es moralizadora. Nos libra al infierno. Al contrario, al asumir su falta y elaborar un relato que la implica en primera persona, obligándola a vivir fuera del secreto, la joven mujer –que ya es una joven madre– se constituye como un yo y ofrece un mundo a su hijo o hija. Pues, en este caso, vivir fuera del secreto no es buscar la trasparencia sino a los otros que nos permiten tomar consciencia de nuestras acciones, ponernos límites y cuestionarlos, hacernos testigos y posibilitar que lo ocurrido se constituya como algo creíble, como parte de la realidad. [1] Este artículo es parte del proyecto Fondecyt 1210921 “Infringir el silencio de la ley”.
- Planeta Cuttica
Luna suele aparecer parada en una silla. A veces está sentada, otras de espaldas, o sin su silla y en el suelo. Su mirada es panóptica y los escenarios varían. Pueden ser campos de lavanda, de trigo o tulipanes; plantas de corona de novia, orquídeas o árboles violetas de glicina. Luna es una niña fotografiada a sus nueve años, y un personaje que aparece reiteradamente en la obra de Eugenio Cuttica, un artista argentino de larga trayectoria y reconocimiento basado en Southampton, Nueva York. Este personaje femenino e infantil es parte de una etapa de la trayectoria de Cuttica, quien a lo largo de su vida se expresó primero con el grito catártico, como él lo explica, y ahora con el silencio. Luna es el silencio. Cuttica también es conocido por su serie “Los Familiares de un segundo”, retratos de personas con quienes se encuentra repentinamente entre las multitudes de Buenos Aires o Nueva York y por cuya aura se siente especialmente cautivado. Las pinta en estado contemplativo, con los ojos cerrados, como meditando, diluidas en fondos de colores. Dice pintar a la persona detrás de su máscara. Ha hecho también esculturas de resina de cabezas translúcidas que dejan ver los objetos al interior, desde dados, flores, colores y otras cosas, como el amoblado de la cabeza de un ser humano. Eugenio Cuttica es imponente. Sus grandes formatos pueden alcanzar tres por dos metros. Sus talleres también son enormes. Tiene uno de 400 metros cuadrados en Barracas, Ciudad de Buenos Aires y otro megaestudio en Southampton, Nueva York, al que llamó Campo Cuttica, una propiedad de más de 16 hectáreas anteriormente perteneciente a la artista norteamericana Gloria Hirsch. Es un espacio artístico y cultural, que abre sus puertas a eventos, exposiciones y música en vivo. Europa no queda fuera del planeta Cuttica. En Milán suma otro pequeño estudio. Entre estos lugares distribuye su tiempo. Trabaja con asistentes y produce unos 200 cuadros por año. Y muchas esculturas. A Cuttica le interesa la espiritualidad y también escribe. Sus redes sociales son casi libros de textos con anécdotas y escenas. Otros datos: Nació el 3 de abril de 1957. Fue asistente de Antonio Berni, discípulo de Carlos Alonso y Freddy Martínez Howard, artistas visuales argentinos. Estudió de todo: arquitectura; pintura y escultura entre Buenos Aires y Nueva York, y también Budismo. Expuso en muchas ciudades y ferias del mundo. Ruth Keudell es su compañera de vida. Él mismo se caracteriza como “un extranjero constante”. ¿Quién es Luna? Luna era una niña de 9 años, hija de una amiga mía, una niña muy callada, tranquila, pacífica. La elección de la modelo es un 50% de la obra. Con esta niña hice una serie de fotos y le dije que se pare sobre la silla y que haga la mirada panóptica. Le expliqué qué era eso y lo hizo. En ella encontré una sumatoria de significados, de símbolos superpuestos que daban una imagen fuertísima. Son estos hallazgos que se encuentran, que no se buscan, pero que aparecen cuando uno está trabajando y cuando menos se lo imagina. ¿Qué significa la silla? La silla es un instrumento de conocimiento, de poder, es como un altar. Los reyes impartían las órdenes sentados. La niña está de pie sobre la silla. O sea que está sobre un altar, sobre un escaño. A pesar de sus 9 años, de ser tan delicada en su vestido blanco, y tan inocente, tiene una posición de firmeza, necesaria para sostener su propia fragilidad. Su mirada no se posa en la materia, la atraviesa. Es la mirada de la conciencia. Yo cuando era chico lo hacía. Nublaba la vista y miraba como si atravesara la pared y estuviera en una playa frente al horizonte. Es un ejercicio interesante porque uno se conecta con absolutamente todo. Es como estar en la cima de la montaña. La vista adquiere un poder mucho más grande porque se ve más, se ve todo. Estas obras expresan la feminidad. ¿Cómo ves lo femenino hoy en día? Sí, también tiene que ver con recuperar la feminidad verdadera, algo que estamos perdiendo, que ya casi no existe. ¿Por qué? Me voy a meter en un terreno resbaladizo, pero siento que hay un desequilibrio entre el Yin y el Yang. Todo el mundo quiere ser transmisor, todo el mundo quiere hablar, todo el mundo quiere estar en las redes. Todos quieren manifestarse y ya nadie quiere escuchar,nadie quiere ser receptor. Hoy en día todo es Yang. Todo es transmisión. El feminismo de trinchera, el que más grita, ha combatido al ser que ama. Y combatir y amar a una misma persona es imposible, son dos cosas opuestas. Entonces es psicótico. El resultado es que tanto hombres como mujeres nos sentimos solos. Yo pinto eso con la niña. Pinto lo que todos extrañamos. La mujer, la niña que no ha sido transculturada; que es una feminidad en estado puro. ¿Y por qué la repetís tanto? ¿Qué sentido tiene eso en tu obra? La única forma de profundizar en algo es la repetición. Esto es un concepto budista. Los budistas dicen que, por ejemplo, alguien que vive en una montaña, en una cabaña y va a buscar leña todos los días para calentarse, a la vez número 5000 que va a buscar leña, aprende a buscar leña. Todo lo demás no fue buscar leña, fue otra cosa, fue un aprendizaje. Pintando pasa lo mismo. Pero en realidad la repetición no existe, porque nosotros no somos la misma persona que ayer. No nos bañamos dos veces en el mismo río. Entonces no me preocupa repetir, porque es imposible. ¿Pero la repetición no limita tu creatividad? Al contrario. Crear es limitarse. Se habla mucho de la libertad, pero el exceso de libertad, el exceso de cambios, produce parálisis. Y tratar de pintar lo mismo, limitar el juego, ayuda a la creatividad. Porque es imposible jugar en una cancha de fútbol que no tenga límites. Allí no existe el juego. Primero viene la limitación y después viene el juego. La repetición no es copiarse a sí mismo. Es profundizar, es la oración. “Somos lenguaje” ¿Cuándo y cómo fue que decidiste ser artista? Me acuerdo precisamente el momento en que me prometí a mi mismo ser artista pase lo que pase, porque ya a mis ocho años sospechaba que estaba todo armado para no llegar a ese estado mental, a esa dimensión que yo la llamo “la frecuencia de no tiempo”, un estado mental de concentración extrema parecido a la meditación. Eso me pasaba desde esa edad. Llegaba a momentos como de nirvana, de kundalini, muy placenteros. Lo que más me gustaba era estar solo, jugando con plastilina o pintando. Los demás chicos me parecían muy ruidosos, me aburría mucho jugar al fútbol. Mi padre trataba de obligarme a tener esos amigos. Yo siempre sentía que alguien tenía que venir en cualquier momento a rescatarme, porque me sentía extraño a todo lo que me rodeaba. Ahí me prometí a mi mismo no abandonar nunca esa otra dimensión pase lo que pase. A los 12 años comencé a trabajar metódicamente, dibujando. Lo único que quería era ser un artista. Y hasta ahora lo vengo logrando. ¿Cómo relacionás al arte con la espiritualidad? El sendero por el que te lleva el arte es un camino a la espiritualidad verdadera, que va más allá de las religiones. Es un conocimiento que está en el lenguaje: somos lenguaje. Y es un conocimiento que se puede encontrar en el silencio, mirando hacia adentro. El silencio y el lenguaje tienen una sabiduría que está ahí, al alcance de todos. Y basta estar en silencio, basta ser amigo de uno mismo para encontrar esa sabiduría. Pintar es lo mismo que meditar, porque al meditar uno se conecta con la belleza interior y con ese entusiasmo innato. Porque todos los chicos son entusiastas, todos los niños son artistas… hasta que dejamos de serlo. ¿Cómo ha sido tu camino artístico? El camino comienza por una formación, por copiar lo que se ve. Luego, se traspasa la materia. Se hace visible lo invisible, que es la realidad que está detrás de las cosas. Después de eso, se pintan las emociones, que pertenecen a los órganos como los riñones o el hígado. Luego viene el grito, que es como una actitud catártica de largar la toxicidad. Uno se desintoxica. Cuando uno ya se va vaciando de lo tóxico en el sentido mental, uno se enfrenta a un vacío, a un abismo. Algo que muchos cuidadores llaman el límite de la anunciación. Es como que cuando uno grita y grita, el grito cada vez se oye más bajo, hasta que ya no se oye. Y entonces ya no transmite, no sirve para transmitir, llega a un límite. Hay que desandar. Mis maestros espirituales me enseñaron el tema del silencio y empecé a pintarlo y logré una obra más elocuente y más poderosa que cuando pintaba grito. Ese fue el sendero que recorrí a lo largo de 50 años. Vivís afuera desde hace mucho. ¿Cómo es ser extranjero para vos? El artista siempre es un extranjero, incluso en su propio país. En la escuela me sentía extranjero, en mi propia casa me sentía un extranjero. Me sentí extranjero de mis propios padres, de mi familia, siempre me sentí un extranjero. Desde ahí puedo acceder a la libertad verdadera, que es la libertad de sentir que cualquier lugar del mundo puede ser mi hogar, o es mi hogar. Mi hogar es el mundo. Yo puedo viajar y estar presente en donde estoy. Mi mente no queda en el lugar de donde salí. A mi me hace reír cuando hablan de arte argentino, de arte norteamericano, de arte chileno. No existe. Existe solamente el arte. Y no ahí no hay una división de fronteras. El arte es un lenguaje universal. El trabajo del artista es ver lo verdadero invisible detrás. “Hacer visible lo invisible”, como dijo Paul Klee. ¿Y por qué te fuiste de la Argentina? Hablemos primero de cómo llegué. Yo pertenezco a una familia de inmigrantes italianos, y también de Austria y algunos de Francia. Eran antifascistas y pertenecían a la resistencia italiana. Y mataron a un par de familiares, mis tíos abuelos por la espalda. Entonces la familia decidió emigrar, huir de Mussolini. En Génova había dos barcos. Uno que iba a Estados Unidos y uno que iba a Argentina. Entonces empieza una discusión, de a dónde ir. ¿Por qué? Se discutía porque era lo mismo ir a Argentina o Estados Unidos en ese momento. Hacia 1910, los dos países eran prósperos y promisorios por igual. ¿Y luego elegiste Estados Unidos? No sé si ser honesto o si ser diplomático. Pero hay que reconocer que en la Argentina se perdió la ética, la ley, la educación, la cortesía. Y yo no puedo vivir sin cortesía. Me hace mal, me daña. No puedo vivir sin gentileza, vivir dentro de la máscara de la brutalidad. Simplemente no puedo. Extraño Argentina cuando voy. Pero no es el territorio, no son los edificios, es la gente. Y la gente no son los habitantes de la Argentina noble, que supo ser un país próspero. Ya no es más así, es otro país. Yo me vine a Estados Unidos porque acá se sigue conservando el sueño americano. Y en Argentina el sueño argentino se perdió. Me siento más cercano a mi Argentina original en Estados Unidos que en la Argentina actual. Por eso me fui a Estados Unidos. Estoy en una república donde funciona el poder judicial, la policía; en un lugar con seguridad. La cultura norteamericana no es sentimentalista. Y el sentimentalismo no es amor. Acusan a los norteamericanos de frialdad, pero no es frialdad. Ellos son más concretos, están para darte una mano cuando te pasa algo. ¿Por qué usas palabras griegas filosóficas para nombrar a tus exposiciones, tales como Serendipia, Ataraxia o Nefelibata, por ejemplo? Soy un amante del lenguaje y de las etimologías. Como decía Borges, el lenguaje es un círculo que pertenece a la geometría sagrada. Lo que hay que hacer es tomar la decisión de hablar y de comunicarse con el carácter sagrado del lenguaje; ese es el trabajo que hace el artista y muchos escritores: purificar el lenguaje. Soy un amante de las palabras solas, porque creo que son contundentes, y cuanto más resumido es algo, más contundente es. Hay poemas que son de una sola palabra. Como por ejemplo estas palabras, Ataraxia, Nefelibata, Serendipia. Da la casualidad son palabras que se utilizan en filosofía para explicar cosas que son muy difíciles de explicar porque son muy abstractas. Ataraxia significa ausencia de perturbaciones. Llegar a un estado mental de paz y de ausencia de ruido mental y eso los griegos consideraban que es la felicidad. Es decir, estar entretenido, o divertido, no es la felicidad. La felicidad es el estado de Ataraxia. Es eliminar el miedo y el deseo. Nefelibata, es el que vive en otra dimensión, el que vive en las nubes, el que vive del romanticismo. El que nunca baja y decide vivir en esa dimensión. Ese es el estado de Nefelibata. Serendipia es encontrar la belleza donde no se la busca. Lucía Vázquez Ger Las obras de Eugenio Cuttica pueden verse en: ● Espacio Enso, Victoria, Provincia de Buenos Aires. Fernando Fader 3476 ● También pueden verse en Quintana Casa ● En la tienda de diseño Marcelo Mazza. Arenales 1233, CABA ● Su página web: http://www.eugeniocuttica.com.ar/ ● Su Instagram: https://www.instagram.com/eugeniocuttica/?hl=es
- MI – MA - MÁ – ME – MA – TA
Preguntas por lo que permanece vivo a partir de “No reinas” de Bernardita Bravo (Alfaguara, 2022) y “La orilla del mar” de Véronique Olmi (Lengua de trapo, 2002). mi ma má me mi ma mi ma má me a ma …mi – ma - má – me – ma - ta Hay madres que matan al comienzo, en la primera página de un libro, o de una vida. Hay otras, que matan al final, en la última página de la vida de una madre. Sí, de una madre, porque cuando una madre mata, puede ocurrir que muera ella misma: la vida se trasforma en un simulacro y pasa un breve instante antes de su propia desaparición. Pero hay otras que se matan, para no matar al hijo, aunque -pobrecitas e ingenuas- no alcanzaron a sospechar que su hijo/hija también morirá. Hace muchos años atrás, tal vez 8, conocí a una madre que mató a sus dos hijos en la última página de su libro. Y hace unas semanas atrás, conocí a otra madre que mató a su hijo en la primera página. Y me pregunto, ¿qué tiene que ocurrir en una vida para que una madre mate o no mate a un niño?, ¿tendrá que convertirse ese ser humano en un hijo, en una hija para esa mujer?, ¿o aquello tampoco detiene el crimen? ¿cuáles son las condiciones al interior de un vínculo que sostienen la posibilidad de continuar… entre otras cosas, con vida? El Silabario hispano americano (1953) nunca hubiera sospechado que el aprendizaje de la lecto-escritura no es solo un asunto de infancia. Los editores del Silabario no tenían cómo imaginar que uno de los enunciados que quedan metidos a fuego en algunas historias versa sobre madres que no encontraron el coto que detiene la desesperación y pasaron de largo arrasando la vida de lo que estaba ahí: ¿un hijo, una cosa, algo no humano, alguien un poquito humano, un vacío, una catástrofe? Nada ni nadie puede asegurar que lo que hay frente a una mujer tenga el estatuto no solo de hijo o hija, sino que ante todo el estatuto de un ser vivo y, quizás después, de un ser humano. Casi nunca está tan cerca ese lugar en donde se encuentra a un hijo. E incluso, al llegar a ese lugar, de repente, a veces, puede borrarse del mapa, puede salir del paisaje para una madre, quien, de repente, a veces, también se puede borrar. ~ En Potreritos, al comienzo “Lo peor vino después de matarlo. Porque lo peor de tener a un muerto ahogado en la tina, luego de un forcejeo en desigualdad de condiciones, no es el hecho de haberle quitado la vida.” Existen lugares que contienen vidas aparecidas, de esas que aparecen después de accidentes, o aparecen entre bestias en los bosques, aparecen al lado de bichos y aves domésticas. Son vidas que aparecen y permanecen porque no atacan al cuerpo de quien las cuidará. Esas vidas pueden permanecer. Otras veces hay presencias, que pueden ser los hijos, y que no pueden leerse. Las madres no saben siempre leer las sonrisas, no existió ningún silabario para madres que las advirtieran de esas sonrisas, que no acompañan. Angustian, son intrusivas para lo que la historia de una mujer puede soportar. Se trata de múltiples intrusiones: no solo la que representa el cuerpo del hijo -en tanto objeto que puede angustiar intensamente a una madre- sino que también llega la intrusión de las miradas de las afueras, esas miradas que necesitan saber lo que la madre asesina no sabe, son miradas que necesitan saber lo que ninguna madre sabe. Ninguna, porque hay madres asesinas visibles, transparentes para la humanidad y hay otras madres asesinas con nombres de la A a la Z que se encuentran en un no lugar, aquel que alberga las miradas de los adentros: “En algunas partes del pueblo donde vive las casas están cerca unas de otras, pero en su zona hay más distancia, más campo y descampado, da igual: toda casa puede explotar por dentro y las paredes, dependiendo de su grosor, guardarán o no su secreto.” Las madres asesinas no siempre matan a sus hijos, no siempre van a los estrados. Pero ellas y sus hijos saben del crimen que tuvo lugar en aquello que se rompió de un encuentro o que ya venía roto y no lo permitió. Lo que la humanidad no comprende en una madre exige una explicación: “¡Por qué lo mataste!” es la pregunta voraz, intrusiva, voyerista y ajena que la rodea en todo su tiempo con su nuevo nombre: Madre Asesina, M.A., Emeá... ¡Cuántos nombres porta una mujer madre, cuántos tuvo, cuántos tendrá! Muy pocos desde donde poder reinar. Entre los seres aparecidos en el pueblo, algunos aparecen después de un accidente y se convierten en hijos, se quedaron, simplemente se quedaron, están: “La Chivi presiona sus manos como lo hace una madre con su hijo para cruzar una gran avenida, como presiona un amante las manos de su amante aunque una vez se dejen de amar y no.” El gesto de alguien que está para alguien. Emeá es cuidada por su aparecida -que devino hija viva- quien, con la fuerza de una presencia hace las preguntas perfectas del tiempo después del crimen: “¿Te acuerdas de cuando eras niña?” ~ A la orilla del mar, al final Planificar un viaje a la playa parece un movimiento familiar común y corriente. Excepto si el viaje ocurre en un día de lluvia. Una madre junto a sus dos hijos caminan hacia ese borde del que no todos regresan. Nos encandiló tu dulzura, por lo que no pudimos ver lo que venía. Si bien, lo intuimos, fuimos ingenuas al acercarnos a los contornos de tu cuerpo, al mirar tu hambre, tu boca desdentada que no alcanzaba a sonreír, tu mirada tangencial no totalmente perdida, pero que no alcanzaba a convertirse en un espejo para la mirada de tus hijos. “Por la noche el peso me asfixia. Por eso a menudo necesito tumbarme durante el día. Dormir un poco. Por el día puedo dormir sin angustia. No siempre, pero a veces sí, un sueño transparente, un paréntesis que no deja recuerdo alguno, ni dolor. El despertar es difícil: no sé dónde estoy, no sé qué hora es. Ni lo que tengo que hacer. A menudo me pierdo la salida de clase. Me da vergüenza. Salgo corriendo hacia la escuela. Kevin me espera llorando en la verja. Siempre tendré miedo. No por él. Por mí. No soy tan frágil. Pero siento vergüenza.” Hay viajes de madres que portan la muerte: viene, se siente, se olvida y vuelve. Son historias en que la muerte está al final, en la última página, pero se sospecha en cada línea y surgen preguntas que acompañan ese viaje: ¿y los mató o ya los había matado? A la orilla del mar hay madres que caminan, que se desorientan, que suben escaleras y no saben dónde están, que desean no moverse, que desean olvidar que ahí están sus hijos. Son madres que cuentan las monedas y todos miran cuando cuentan cada una de las monedas. A la orilla del mar se respira esa soledad que muestra el desencuentro de los tiempos. Siempre es a destiempo el encuentro de las madres potencialmente parricidas con los hijos potencialmente asesinados, porque la desesperación de la soledad y la pobreza rara vez permiten que se encuentre la vida. Pero hay madres que antes de matar logran hacerse la pregunta que ningún cuestionario de un trabajador de la salud mental podría incluir, porque lo que queda fuera de esas inspecciones es cualquier atisbo de historia singular. La madre, desde su lejanía, alcanza a ver un trozo de hijo: “A Kevin le fastidiaba ir al último, le daba envidia que ayudase a su hermano… y se puso a llorar… quería volver a casa. ¡Aquello me dejó sin respiración! ¿Qué? dije ¿mamá te lleva de viaje a la orilla del mar y quieres volver a casa? Mañana hay escuela, ¿qué le vamos a decir a Marie-Hélène? A Marie Hélène, respondí, le llevaremos una caracola y pensé que tal vez hubiese que hacer eso, elegir una caracola y dársela a la maestra, el primer amor de mi hijo, sí, darle su primera caracola. Aquella idea hizo sonreír a Kevin, estaba orgullosa de mí misma. Sé manejar a mis críos, pensé, basta con que me dejen un poco en paz ¿acaso un asistente social hubiera pensado en eso? ¿Le hubiera hecho subir seis pisos a un niño de 5 años hablándole de caracolas? Por supuesto que no, no se le hubiera ocurrido, ni siquiera aparece en sus cuestionarios. “Le hablan de caracolas a sus hijos: todos los días; una vez al año; nunca. Pues bien estoy segura de que muchas responderán nunca, y sin embargo dicen que son buenas madres…” La vida, que acabará de golpe, contiene instantes en que una madre puede estar presente. La caracola es ese instante… ~ En Potreritos o a La orilla del mar… es el mismo lugar: una soledad abrasiva, una marginalidad que no es el espacio de retiro real o interior para la fantasía. No. Es el margen de un conjunto vacío sin la posibilidad de la unión o la intersección con elementos madres y no madres de otros conjuntos. Ni siquiera de manera tangencial. Es un lugar fuera de la órbita del reconocimiento, de las miradas, de los espejos… de todo aquello que puede dar contorno a su identidad. Incluso, el contorno de la identidad de no madre. Las madres que matan al comienzo o al final de un libro nos muestran los comienzos y finales no solo de la vida, sino que también de aquello que puede permanecer vivo para alguien. Tal vez, la escritura de Violeta Parra, en su canto poesía, se pudo aproximar a este nudo áspero que fuerza lo que puede ocurrir en un encuentro con lo vivo: “¿A dónde vay jilguerillo con ese abreviado vuelo?” “…Me acerco y le pregunté ¿Por qué cantaba tan triste?” Ciertas veces, alguien, en posición de sostener a un otro (con vida), puede percibir: mirar, oler, sentir sin desesperar, sin caer, sin caer tanto. Así, en ocasiones, es posible que la mujer en una posición de preservar la vida, se pregunte ¿a dónde va hoy? Y mañana, ¿a dónde irá? Y también, ¿va con un vuelo abreviado, dócil, cojo, vertiginoso? ¿Y el canto del jilguerillo? Su voz y el timbre de su grito, de su vómito, de su susurro, ¿es triste, es liviano, es genuino o ya tuvo que comenzar a fingir? A veces -mientras dura una vida- una madre puede hacerse esas preguntas; muchas veces, no. No solo porque el Silabario nunca previó que una madre también requiere su tiempo para entrar en la lecto-escritura del hijo, de la hija, y de sí misma, sin caer, sin caer tan abajo ni tan arriba del presente, que grita que la vida pueda continuar. No solo por ese error editorial del Silabario. También porque la soledad materna es estructural: frente a ella no hay nada más que su propia proyección. Y la proyección materna no requiere solamente que haya en frente una hoja de papel llamado hijo, llamada hija, sino que la proyección materna requiere de hojas que hayan estado disponibles para su propia madre, abuela y todo lo materno de la historia afectiva y material que la antecede y que determina rotundamente las posibilidades de habitar su lugar. mi-ma-má-me-ma-ta… pudiese transformarse en: mi-ma-má-no-pue-de-es-tar-so-la-pa-ra-pre-ser-var-mi-vi-da… Marta Bardelli González Psicoanalista y escritora. Se ha especializado en el problema de las memorias, el espacio y el tiempo psíquicos, las modalidades arcaicas de figurabilidad y representación, así como en el asunto de las simbolizaciones del linaje materno. Es autora del libro La noche de las madres. Metapsicología y cuentos de horror materno (Enero de 2023, Humo Editorial).
- Mundo memeable
El tinte humorístico busca generar complicidad, y colabora con su diseminación en el universo virtual y la creación de una comunidad en las redes sociales. El meme es una unidad gráfica de sentido que podría resumirse en la mezcla de discursos e imágenes reconocibles que se «remixan», actualizan o modifican para dar lugar a un nuevo contenido, con un significado diferente. Los memes son la expresión de la cultura pop en las redes sociales. Son unidades completas de sentido que permiten compartir emociones y opiniones de manera despersonalizada en las redes sociales. Se expresan de manera directa, generalmente irónica o simpática, para generar identificación y así invitar a la diseminación de ese análisis de una situación cotidiana o de actualidad. Los memes se parecen a los dichos o chistes populares, cuya eficacia no está dada por la autoría, sino porque logran captar una opinión y expresarla en forma de parábola. Esa verdad parabólica toma su potencia del humor de situación. Anonimato y gracia facilitan su difusión en tiempos de corrección política y cancelación. La potencia del meme es que es más importante compartirlo que crearlo. El poder de los memes El meme es muy popular pero tiene sus detractores. Y este es el aspecto que relaciona esta expresión cultural con la comunicación política. El poder necesita ser tomado en serio para tener efecto, especialmente, cuando toma decisiones absurdas. Por eso, la política suele ver con desconfianza estas expresiones y las encuadra dentro de la hostilidad de las redes. Las elites acostumbradas al monopolio de la palabra condenan a quienes osan ejercerla sin su permiso. No es extraño que las principales críticas y teorías conspirativas provengan de la academia más tradicional y de la política reaccionaria a las redes sociales. Más allá del grado de insolencia que puedan tener estas expresiones, son expresiones del humor social. La anonimidad les da precisión quirúrgica para expresar eso que no detectan las encuestas en sociedades polarizadas y desconfiadas. En tiempos de liderazgos que persiguen opiniones acusándolas indiscriminadamente de fake news, el meme es el desafío a la censura, un ejercicio de libertad, sobre todo del que comparte. Es la forma contemporánea de expresar que el rey está desnudo. Fiel al espíritu de la cultura gamer, lo más importante no es el autor, sino el participante del juego, que, como tal, se compromete más en lo que lo hace parte activa. Lo que lo define como narrativa transmedia es esa construcción colectiva que va sumando comunidades y sentidos en la medida en que se comparte. En el sistema de medios tradicionales, lo interesante solía estar disociado de lo importante. Lo importante adoptaba formatos serios y lo interesante quedaba librado a formatos frívolos. El desafío de la comunicación en red es hacer interesante lo importante. En ese sentido, la narrativa transmedia que propone el meme puede dar pistas para despertar el interés. No se trata de copiar un meme, sino de emular su narrativa simple y directa. La medida de éxito de un mensaje está en la atención que capta, que se mide en lecturas, pero sobre todo en su potencial diseminador, que se verifica en la multiplicación en redes personales. Más importante que proponer un mensaje es construir comunidad. El meme incomoda porque es disruptivo, propone sentidos por fuera de lo canónico. El origen del meme La palabra meme viene de la biología. Esa contracción de las palabras gen y memoria designa la transmisión cultural espontánea de persona a persona, que decide qué expresiones se imponen y cuáles se extinguen, en un proceso de selección natural que no sigue ningún canon. Hay memes que solo florecen en ciertos contextos. Otros se repiten en las más distintas situaciones. El Homo ludens, evolución emocional de su antecesor racional Homo sapiens, domina el lenguaje universal de la cultura pop con sus imágenes icónicas y personajes inmortales. Su propagación es lo contrario a lo viral, que alude a un contagio compulsivo, indeseado. El meme prolifera porque se desea, porque con gozo se comparte. Fue en 1976, con la publicación de El gen egoísta, que el biólogo Richard Dawkins acuñó el concepto de meme como sinónimo de gen. El objetivo de Dawkins era explicar por qué algunos comportamientos son tan comunes entre los humanos, a pesar de que esos comportamientos no tienen una función evolutiva concreta. Para ello, el biólogo analizó los dos tipos de procesamiento de la información que utilizamos las personas: el genoma o sistema genético y el cerebro o sistema nervioso. El primero explica por qué ciertas características físicas o genéticas se transmiten de generación en generación. El segundo, en cambio, se ocupa de procesar la información cultural aprehendida y de analizar la imitación y asimilación. Un aspecto interesante de la teoría de Dawkins es que, según su trabajo de investigación, para que un meme sobreviva debe contar con ciertos atributos que lo hagan diferenciarse de los demás y adquirir la potencialidad de reproducirse. Algo similar ocurre con los memes virales. Narrativas digitales para la comunicación institucional y personal es parte de la colección Herramientas, editada por Infociudadana y la Fundación Konrad Adenauer en Argentina. Este artículo es un fragmento editado del libro Narrativas digitales. Fuente original: Publicado originalmente en la web de Diálogo Político. Autoras: Adriana Amado. Doctora en Ciencias Sociales. Presidenta de Infociudadana, Buenos Aires. Investigadora en la Universidad Argentina de la Empresa y periodista en TodoNoticias y en la radio pública de Buenos Aires. Valeria Sol Groisman. Periodista, licenciada en Comunicación y Magíster en Escritura Creativa. Dirige W I Agency y escribe en la revista BeCult. Exsecretaria de Cultura en Sociedad Hebraica Argentina. Asesora en la Universidad Favaloro. Coautora de "Más que un cuerpo" y "El método No Dieta" y autora de "Desmuteados". En abril publica su primera novela.













![Vivir fuera del secreto[1]](https://static.wixstatic.com/media/66ef13_d43804dc9feb480891db0dd6c38b3ab4~mv2.webp/v1/fit/w_176,h_124,q_80,usm_0.66_1.00_0.01,blur_3,enc_auto/66ef13_d43804dc9feb480891db0dd6c38b3ab4~mv2.webp)


