MI – MA - MÁ – ME – MA – TA
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MI – MA - MÁ – ME – MA – TA


Preguntas por lo que permanece vivo a partir de “No reinas” de Bernardita Bravo (Alfaguara, 2022) y “La orilla del mar” de Véronique Olmi (Lengua de trapo, 2002).


mi ma má me mi ma

mi ma má me a ma


…mi – ma - má – me – ma - ta



Hay madres que matan al comienzo, en la primera página de un libro, o de una vida. Hay otras, que matan al final, en la última página de la vida de una madre. Sí, de una madre, porque cuando una madre mata, puede ocurrir que muera ella misma: la vida se trasforma en un simulacro y pasa un breve instante antes de su propia desaparición. Pero hay otras que se matan, para no matar al hijo, aunque -pobrecitas e ingenuas- no alcanzaron a sospechar que su hijo/hija también morirá. Hace muchos años atrás, tal vez 8, conocí a una madre que mató a sus dos hijos en la última página de su libro. Y hace unas semanas atrás, conocí a otra madre que mató a su hijo en la primera página. Y me pregunto, ¿qué tiene que ocurrir en una vida para que una madre mate o no mate a un niño?, ¿tendrá que convertirse ese ser humano en un hijo, en una hija para esa mujer?, ¿o aquello tampoco detiene el crimen? ¿cuáles son las condiciones al interior de un vínculo que sostienen la posibilidad de continuar… entre otras cosas, con vida? El Silabario hispano americano (1953) nunca hubiera sospechado que el aprendizaje de la lecto-escritura no es solo un asunto de infancia. Los editores del Silabario no tenían cómo imaginar que uno de los enunciados que quedan metidos a fuego en algunas historias versa sobre madres que no encontraron el coto que detiene la desesperación y pasaron de largo arrasando la vida de lo que estaba ahí: ¿un hijo, una cosa, algo no humano, alguien un poquito humano, un vacío, una catástrofe? Nada ni nadie puede asegurar que lo que hay frente a una mujer tenga el estatuto no solo de hijo o hija, sino que ante todo el estatuto de un ser vivo y, quizás después, de un ser humano. Casi nunca está tan cerca ese lugar en donde se encuentra a un hijo. E incluso, al llegar a ese lugar, de repente, a veces, puede borrarse del mapa, puede salir del paisaje para una madre, quien, de repente, a veces, también se puede borrar.

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En Potreritos, al comienzo


“Lo peor vino después de matarlo. Porque lo peor de tener a un muerto ahogado en la tina, luego de un forcejeo en desigualdad de condiciones, no es el hecho de haberle quitado la vida.”


Existen lugares que contienen vidas aparecidas, de esas que aparecen después de accidentes, o aparecen entre bestias en los bosques, aparecen al lado de bichos y aves domésticas. Son vidas que aparecen y permanecen porque no atacan al cuerpo de quien las cuidará. Esas vidas pueden permanecer. Otras veces hay presencias, que pueden ser los hijos, y que no pueden leerse. Las madres no saben siempre leer las sonrisas, no existió ningún silabario para madres que las advirtieran de esas sonrisas, que no acompañan. Angustian, son intrusivas para lo que la historia de una mujer puede soportar. Se trata de múltiples intrusiones: no solo la que representa el cuerpo del hijo -en tanto objeto que puede angustiar intensamente a una madre- sino que también llega la intrusión de las miradas de las afueras, esas miradas que necesitan saber lo que la madre asesina no sabe, son miradas que necesitan saber lo que ninguna madre sabe. Ninguna, porque hay madres asesinas visibles, transparentes para la humanidad y hay otras madres asesinas con nombres de la A a la Z que se encuentran en un no lugar, aquel que alberga las miradas de los adentros:


“En algunas partes del pueblo donde vive las casas están cerca unas de otras, pero en su zona hay más distancia, más campo y descampado, da igual: toda casa puede explotar por dentro y las paredes, dependiendo de su grosor, guardarán o no su secreto.”


Las madres asesinas no siempre matan a sus hijos, no siempre van a los estrados. Pero ellas y sus hijos saben del crimen que tuvo lugar en aquello que se rompió de un encuentro o que ya venía roto y no lo permitió. Lo que la humanidad no comprende en una madre exige una explicación: “¡Por qué lo mataste!” es la pregunta voraz, intrusiva, voyerista y ajena que la rodea en todo su tiempo con su nuevo nombre: Madre Asesina, M.A., Emeá... ¡Cuántos nombres porta una mujer madre, cuántos tuvo, cuántos tendrá! Muy pocos desde donde poder reinar.


Entre los seres aparecidos en el pueblo, algunos aparecen después de un accidente y se convierten en hijos, se quedaron, simplemente se quedaron, están:


“La Chivi presiona sus manos como lo hace una madre con su hijo para cruzar una gran avenida, como presiona un amante las manos de su amante aunque una vez se dejen de amar y no.”


El gesto de alguien que está para alguien. Emeá es cuidada por su aparecida -que devino hija viva- quien, con la fuerza de una presencia hace las preguntas perfectas del tiempo después del crimen:


“¿Te acuerdas de cuando eras niña?”


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A la orilla del mar, al final


Planificar un viaje a la playa parece un movimiento familiar común y corriente. Excepto si el viaje ocurre en un día de lluvia. Una madre junto a sus dos hijos caminan hacia ese borde del que no todos regresan. Nos encandiló tu dulzura, por lo que no pudimos ver lo que venía. Si bien, lo intuimos, fuimos ingenuas al acercarnos a los contornos de tu cuerpo, al mirar tu hambre, tu boca desdentada que no alcanzaba a sonreír, tu mirada tangencial no totalmente perdida, pero que no alcanzaba a convertirse en un espejo para la mirada de tus hijos.


“Por la noche el peso me asfixia. Por eso a menudo necesito tumbarme durante el día. Dormir un poco. Por el día puedo dormir sin angustia. No siempre, pero a veces sí, un sueño transparente, un paréntesis que no deja recuerdo alguno, ni dolor. El despertar es difícil: no sé dónde estoy, no sé qué hora es. Ni lo que tengo que hacer. A menudo me pierdo la salida de clase. Me da vergüenza. Salgo corriendo hacia la escuela. Kevin me espera llorando en la verja. Siempre tendré miedo. No por él. Por mí. No soy tan frágil. Pero siento vergüenza.”


Hay viajes de madres que portan la muerte: viene, se siente, se olvida y vuelve. Son historias en que la muerte está al final, en la última página, pero se sospecha en cada línea y surgen preguntas que acompañan ese viaje: ¿y los mató o ya los había matado? A la orilla del mar hay madres que caminan, que se desorientan, que suben escaleras y no saben dónde están, que desean no moverse, que desean olvidar que ahí están sus hijos. Son madres que cuentan las monedas y todos miran cuando cuentan cada una de las monedas.


A la orilla del mar se respira esa soledad que muestra el desencuentro de los tiempos. Siempre es a destiempo el encuentro de las madres potencialmente parricidas con los hijos potencialmente asesinados, porque la desesperación de la soledad y la pobreza rara vez permiten que se encuentre la vida.


Pero hay madres que antes de matar logran hacerse la pregunta que ningún cuestionario de un trabajador de la salud mental podría incluir, porque lo que queda fuera de esas inspecciones es cualquier atisbo de historia singular. La madre, desde su lejanía, alcanza a ver un trozo de hijo:


“A Kevin le fastidiaba ir al último, le daba envidia que ayudase a su hermano… y se puso a llorar… quería volver a casa. ¡Aquello me dejó sin respiración! ¿Qué? dije ¿mamá te lleva de viaje a la orilla del mar y quieres volver a casa? Mañana hay escuela, ¿qué le vamos a decir a Marie-Hélène? A Marie Hélène, respondí, le llevaremos una caracola y pensé que tal vez hubiese que hacer eso, elegir una caracola y dársela a la maestra, el primer amor de mi hijo, sí, darle su primera caracola. Aquella idea hizo sonreír a Kevin, estaba orgullosa de mí misma. Sé manejar a mis críos, pensé, basta con que me dejen un poco en paz ¿acaso un asistente social hubiera pensado en eso? ¿Le hubiera hecho subir seis pisos a un niño de 5 años hablándole de caracolas? Por supuesto que no, no se le hubiera ocurrido, ni siquiera aparece en sus cuestionarios. “Le hablan de caracolas a sus hijos: todos los días; una vez al año; nunca. Pues bien estoy segura de que muchas responderán nunca, y sin embargo dicen que son buenas madres…”


La vida, que acabará de golpe, contiene instantes en que una madre puede estar presente. La caracola es ese instante…


~

En Potreritos o a La orilla del mar… es el mismo lugar: una soledad abrasiva, una marginalidad que no es el espacio de retiro real o interior para la fantasía. No. Es el margen de un conjunto vacío sin la posibilidad de la unión o la intersección con elementos madres y no madres de otros conjuntos. Ni siquiera de manera tangencial. Es un lugar fuera de la órbita del reconocimiento, de las miradas, de los espejos… de todo aquello que puede dar contorno a su identidad. Incluso, el contorno de la identidad de no madre.


Las madres que matan al comienzo o al final de un libro nos muestran los comienzos y finales no solo de la vida, sino que también de aquello que puede permanecer vivo para alguien. Tal vez, la escritura de Violeta Parra, en su canto poesía, se pudo aproximar a este nudo áspero que fuerza lo que puede ocurrir en un encuentro con lo vivo:


“¿A dónde vay jilguerillo

con ese abreviado vuelo?”

“…Me acerco y le pregunté

¿Por qué cantaba tan triste?”


Ciertas veces, alguien, en posición de sostener a un otro (con vida), puede percibir: mirar, oler, sentir sin desesperar, sin caer, sin caer tanto. Así, en ocasiones, es posible que la mujer en una posición de preservar la vida, se pregunte ¿a dónde va hoy? Y mañana, ¿a dónde irá? Y también, ¿va con un vuelo abreviado, dócil, cojo, vertiginoso? ¿Y el canto del jilguerillo? Su voz y el timbre de su grito, de su vómito, de su susurro, ¿es triste, es liviano, es genuino o ya tuvo que comenzar a fingir?


A veces -mientras dura una vida- una madre puede hacerse esas preguntas; muchas veces, no. No solo porque el Silabario nunca previó que una madre también requiere su tiempo para entrar en la lecto-escritura del hijo, de la hija, y de sí misma, sin caer, sin caer tan abajo ni tan arriba del presente, que grita que la vida pueda continuar. No solo por ese error editorial del Silabario. También porque la soledad materna es estructural: frente a ella no hay nada más que su propia proyección. Y la proyección materna no requiere solamente que haya en frente una hoja de papel llamado hijo, llamada hija, sino que la proyección materna requiere de hojas que hayan estado disponibles para su propia madre, abuela y todo lo materno de la historia afectiva y material que la antecede y que determina rotundamente las posibilidades de habitar su lugar.



mi-ma-má-me-ma-ta…

pudiese transformarse en:

mi-ma-má-no-pue-de-es-tar-so-la-pa-ra-pre-ser-var-mi-vi-da…




Marta Bardelli González


Psicoanalista y escritora. Se ha especializado en el problema de las memorias, el espacio y el tiempo psíquicos, las modalidades arcaicas de figurabilidad y representación, así como en el asunto de las simbolizaciones del linaje materno. Es autora del libro La noche de las madres. Metapsicología y cuentos de horror materno (Enero de 2023, Humo Editorial).



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