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Foto del escritorSebastián Diez

Flores en el cenicero



Cuando se sataniza se corre el riesgo de no identificar el Mal con lo que realmente es: algo totalmente desapercibido, trivialmente humano e incluso respetado.

Marguerite Yourcenar



En un universo dominado por las políticas de la simulación y de la pose, todos somos (o podemos ser) agentes de potencias extranjeras, en este caso "insectos gigantes de otra galaxia" (lo que se llama "monstruos"): versión paranoica de lo real, asociación con uno de los grandes modelos genéricos con los que suelen estar tramadas las “novelas” de Burroughs, la ciencia ficción. La política de Interzona, que permite pensar que todos son agentes secretos de Estados alienígenas, es una política paranoica.

Daniel Link



Marciano entra al edificio ubicado en Huérfanos 1400 a una hora anaranjada y fría. Como de pomelo reventado por el neumático de un jeep. Calza una espesa chaqueta de plumas de ganso. El reflejo de espejos que se enfrentan en esa esquina lo obliga a usar gafas de sol marca Gucci. Se ha bautizado este edificio en la prensa como el “edificio maldito”. Asaltos en los ascensores, narcotráfico. Un colombiano descuartizó a su pareja y lanzó los restos al río. Un Rappi fue hallado muerto en una de las bodegas y otro, arrojado por el shaft de la basura. Ayer, se supone, fue un ajuste de cuentas.


Marciano a veces habla solo, rumorea. No lleva ni bolsos ni mochilas. Acentúan su incipiente joroba. El resto del equipo, cinco hombres vestidos como ninjas, lo escoltan y cargan con bolsos deportivos que perfectamente podrían contener los trozos de un cadáver de pterodáctilo. Se acerca al conserje y éste, sin siquiera darle las buenas tardes, le dice que pase.


Marciano es flaite. Y si hablamos de demografías, los flaites no son pocos. Representan una parte consistente de la idiosincracia chilena. La pobla siempre está oculta, pero cubre grandes extensiones de terreno. Siempre ha existido en la urbe con elástica anatomía. El flaite es un ser mitológico de la geopolítica de la clase baja. Ahora, que el reguetonero (flaites todos) sea producto de exportación (como lo fue en su momento el salitre, el vino, el lanza o el futbolista) señala ciertos presupuestos y programas del proyecto neoliberal: amasar dinero de inmediato. Ascender como la espuma. Acabar de una vez con el horror a la pobreza. Salir victorioso del duelo darwinista. Ser intocable.


Suben por el ascensor al piso 11. Es el que contiene más oficinas y bodegas, por lo que el ruido no genera molestias. Hay algo en este sujeto que fisura o incomoda. No sé. Hace poco arengó a quemar el circo de los Tony Caluga, en talla, obvio. O en un live dijo que ir a votar al plebiscito era de “perkin” (leí por ahí que así le decían a los mayordomos argentinos). Llama la atención también su extrema flaquez. Pómulos pronunciados que insinúan un cuerpo esquelético, más delgado de lo recomendado. La fisionomía de un pastabasero. Por este mismo motivo, su edad parece indefinida o al menos con eso bromean en foros dedicados profesionalmente a hacerle bullying (lo cual me parece una bajeza). Cosas como que podría tener tanto 20 como 60 u 80 años. Hay un youtuber chileno, particularmente malévolo, que lo compara con el abuelo de Arnold, el de la serie animada de los dos mil.


Los ninjas que lo escoltan no cruzan palabras con él. Uno de ellos se detiene en el departamento 1111 y extrae la llave de un diminuto compartimiento de su guante negro. El departamento no tiene mobiliario. Un par instala los equipos en la mesa americana de una cocina diminuta tipo Paz Froimovich, el resto deshilvana cables y Marciano se echa en el único sofá. Saca un blunt del bolsillo interior de su chaqueta y lo enciende. Sus bocanadas parecen géisers expulsando agua hervida en su mejor hora.


La pobla parece ser la misma en todas las ciudades de Chile. No hay pobla que no curta sus propios gestos y jerga, sin embargo entre flaites de provincia y flaites de Santiago hay acuerdos tácitos. Hablan un lenguaje originado en la supervivencia, en la necesidad de no ser masacrado. Marciano es de Talca, ciudad paradigmática y casi irreal. En su hospital se cambiaron las guaguas y el Banco homónimo fue quebrado por quien sería luego presidente de la República.


(Villa Alemana, Coyhaique y Talca conforman una trinidad de ciudades extrañísimas.)


El Marciano que fuma en el sofá tiene 20 años recién cumplidos. Se intentó quitar la vida un par de veces. Fue diagnosticado de depresión severa. Básicamente nació con un porro en la boca. Se le ha visto en reels de gente que graba sus conciertos metiéndose tusi en las narices. Otra, donde no logra quitarse el polerón de lo drogado que va. La llegada del tusi[1] es un paradigma propio de la escena musical del género urbano. ¡La muchachada se está drogando con ketamina de caballo! ¿Qué traslape animalista retorcido es ese? Me parece que todo indica a los rieles del Tren de Aragua.


Le pide a uno de los ninjas si le alcanza una Corona. El ninja no le comprende, es dominicano. La torpeza al hablar de Marciano se puede atribuir tanto a la flojera propia de cualquier chileno, que es conocido por no pronunciar las eses, economizar sílabas y otras singularidades. Y porque, básicamente, no somos prosistas. Hablamos en verso, que es lo más cercano a hablar solo. O se deliria en verso, como dice Gambarotta. Se reza en verso.


Sin embargo, aquí hay un punto y es que el Marciano de 20 años echado en el sofá que le pide una Corona a un ninja es el reflejo de buena parte de la clase baja sin educación que alguna vez pasó hambre verdadera y se alimentó sistemáticamente mal, a base de fideos y arroz. Si uno googlea ‘Marciano’, una de las frases predictivas que te sugiere, entre otras aberraciones, es¿qué enfermedad tiene Marciano?” Ese aspecto enfermo tiene mucho del régimen corporal de la pobla: punto geopolítico exacto de donde provienen casi todos los cantantes del género y futbolistas que juegan en las grandes ligas.


A Marciano lo utilizan de chivo expiatorio.


En una entrevista en Youtube señaló que le interesa “lo distinto”. Siempre se repite eso en la mente. Antes de grabar, mientras come pollo teriyaki, mientras firma autógrafos, mientras hace la diligencia. Ser distinto. La distinción: el valor de lo distinto por el mero hecho de serlo. Un fetiche. El desvío continuo como estrategia. Los temas le salen buenos cuando anda depre, dice. La música es su medicina y lo ‘distinto’ su poética.


¿Pero no será que este desvío perpetuo llegue en un punto a retorcerle, ensortijarle, triturarle? O mostrosearse, como le decíamos en Valpo a la gente que vagaba desorientada por la calle. Quiero decir, mutar en un monstruo.


Monstruo viene del latín monstrum derivado en última instancia del verbo moneo (advertir, avisar o predecir.) Denota cualquier cosa extraña o singular, contraria al curso habitual de la naturaleza, por el cual los dioses hacen notificación del mal. Un bebé deforme era signo de malas cosechas en Grecia o la aparición de caballos muertos. Marciano notifica, constata. Su monstruosidad es legible. Es síntoma. Él mismo no sabe (aún) muy bien lo que representa.


El diccionario de María Moliner enlista sinónimos de ‘monstruo’: “aborto, capricho, desvarío, ectópago, endriago, engendro, fenómeno, leviatán, ogro, quimera, siameses, vestiglo, ser fantástico.” No es el caso de Marciano, me parece. Este es otro tipo de monstruo. Más cercano, un monstruo irreconocible entre la multitud. En los cuentos de Ray Bradbury los marcianos son humanos que ya habitan el planeta Marte; no tienen ese verdor, ni los ojos ovalados y grandes. Son tanto o más normales que los que aún habitan la Tierra.


La misma María Moliner define Marciano: “Personaje o figura de los videojuegos que se mueve y al que, generalmente, hay que destruir: matar marcianos.” La definición acarrea implícitamente un rechazo a ese Otro, a ese foráneo. El marciano es una amenaza externa a liquidar. Y sin embargo tan humana. Marciano podría ser un marciano de Bradbury. Tan habitual. Como esa imagen del flaite que es conducido por una escalera mecánica a un OVNI de colores fluorescentes o la de esos niños descamisados que ven un meteorito caer a lo lejos y se acercan en bicicleta y lo pican con martillos para luego fumarlo en pipas confeccionadas con tuercas y cañerías.


Acaban dibujando con spray una pista de aterrizaje.


Marciano va por su tercer blunt. El productor no llegó. Se pierden las horas de arriendo. Los ninjas empacan todo de vuelta.


Tan sólo entregar un último dato y sólo por gusto: la primera vez que se avistó al chupacabras fue en Puerto Rico.



Sebastián Diez




[1] Se sintetizó en Europa en 1974 y recibe su nombre por su término anglófono 2CB, two ci bi. Es una especie de cocaína por lo general rosa, que se aspira y produce efectos tanto estimulantes como alucinógenos. Es de efecto breve como la pasta base.

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