Barbarie pensar con otros
Revista de pensamiento y cultura
info@barbarie.cl
www.barbarie.lat
<!-- Google Tag Manager -->
<script>(function(w,d,s,l,i){w[l]=w[l]||[];w[l].push({'gtm.start':
new Date().getTime(),event:'gtm.js'});var f=d.getElementsByTagName(s)[0],
j=d.createElement(s),dl=l!='dataLayer'?'&l='+l:'';j.async=true;j.src=
'https://www.googletagmanager.com/gtm.js?id='+i+dl;f.parentNode.insertBefore(j,f);
})(window,document,'script','dataLayer','GTM-MNF8HCS');</script>
<!-- End Google Tag Manager -->
<link rel="icon" href="/path/to/favicon.ico">
Resultados de la búsqueda
Se encontraron 915 resultados sin ingresar un término de búsqueda
- 23 de noviembre de 2022
Ernest Hemingway se separa de su segunda esposa Pauline Pfeiffer, para casarse de nuevo con Martha Gellhorn a las tres semanas del divorcio. En el futuro Pauline, devota católica, encontraría el consuelo en numerosas relaciones lésbicas. El hijo de ambos, Gregory Hemingway, era obligado por su padre desde los 10 años a beber whisky diariamente “como todo un hombre”. En 1995 Gregory cambia de sexo y pasa a llamarse Gloria Hemingway. El 2001 moriría en el Centro de Detención para Mujeres de Miami. La literatura es una fiesta. Escribo mucho. Corrijo, más bien tomo nota todo el día. En su mayoría nimiedades, chismes. Publico muy poco de aquello, pero incluso esto poco, es harto. El irónico Joubert da cuenta: escribir con facilidad genera la creencia de que se escribe bien. Falsedad absoluta. Algo que refuerza lo anterior y es más insolente aún: creer que porque se escribe mucho y fácilmente se tiene el derecho a recibir cierta remuneración (económica o sentimental) por ello. Esto es aún más falso. Se escribe fácil y mucho, y no por esto uno va a ser bueno ni merecer nada. Es lo primero que debe grabarse en nuestra interna subsecretaría de vanidad. Así, el escribir rebasa el talento, siempre externo y ajeno, muchas veces incómodo, y se transforma en función orgánica, cómoda e imperceptible de cualquier otro metabolismo. Metaboliteratura... Todos los órganos humanos son iguales, máquinas desoladas. Ignoran la vida que generan.
- Pablo
Muchas culturas -desde la japonesa hasta la árabe- pensaron que la vida humana estaba compuesta de tres elementos: las entrañas -vinculadas no sólo a las pasiones sexuales, sino que también a la búsqueda y lucha por la justicia-, el corazón -relacionado con los afectos “ágape”- y la cabeza -donde reposaba la razón-. Muchas de esas culturas sostenían que cada persona puede elegir máximo dos de ellos, siempre quedando esta mesa de tres patas que es la vida, coja. La mayoría de las canciones de amor, las baladas, narran eventos en que el elemento predominante son las entrañas, desde el originario rock & roll, hasta el reguetón; algunas pocas, combinan esas entrañas con el corazón. Pero solo conozco una canción, esta, en que el amor deja fuera a las propias entrañas. Una vez hace ya casi demasiados años leí una interpretación de este “Para Vivir” que entendía que trataba de aquellos amores intelectuales y de cariño amable, en que la pasión sexual había sido dejada de lado desde el principio: “Muchas veces te dije Que, antes de hacerlo, había que pensarlo muy bien Que a esta unión de nosotros Le hacía falta carne y deseo también Que no bastaba que me entendieras y que murieras por mí Que no bastaba que en mis fracasos yo me refugiara en ti”. Pablo Milanés, que se formó en el bolero filin, que hizo sus armas en el Primer Encuentro Internacional de la Canción de Protesta, que exploró la vanguardia con la composición musical al alero del Grupo de Experimentación Sonora (por ejemplo, con la musicalización del poema “Masa” de César Vallejo), todo en la Cuba revolucionaria, logró con esta canción, una de las más desgarradoras jamás escritas en la música popular, cuadrar el círculo que tantos lamentos le había traído a su camarada Silvio Rodríguez cuando no sabia este último si decantarse hacia la balada o hacia la canción comprometida, cuando musitaba aquello de, “Debo partirme en dos”. Transitando ese espectro que lleva desde el romanticismo (“El breve espacio en que no estás”, “Yolanda”) hasta la lucha social (“Yo pisaré las calles nuevamente”), de la mano de un puñado de temas melódicos y emocionales que nunca olvidaremos (“Años”), Milanés nos enseñó que debajo de la elección que todas, todos, todes, debemos tomar al elegir aquellos dos elementos máximo de tres, habita un dolor universal de saber que jamás se llega a casa, que la vida, aunque no “valga nada”, atesora un beso triste, para quienes tiran sus cartas al juego y quiebran una lanza por vivirla. Descansa en paz, querido Pablo. Ricardo Martínez-Gamboa Ricardo Martínez-Gamboa es lingüista . Autor de Clásicos AM. Para vivir - Pablo Milanés y Amaya Uranga Escúchalo aquí Más canciones de Pablo Milanés:
- Béigel
Durante los primeros meses, no tenía cabeza para nada que no fuera mi hijo. Cuando tenía un rato para descansar, leía sobre guaguas, sobre los avances que correspondían a cada semana, sobre cómo hacer masajes anticólicos o lograr siestas largas. No podía hablar de otra cosa —ni siquiera del virus que tenía al mundo de cabeza—, quizá porque tenía que aprenderlo todo. Era una mujer unidimensional —una mujer en el sentido biologicista más puro— y había peleado toda la vida por no serlo. Mis primeros meses de puérpera fueron así: una batalla desesperada contra las fuerzas que me arrastraban a las cavernas de la maternidad. La sensación de pérdida, de perderse; el traslado del centro de gravedad desde el cuerpo propio hacia el del hijo. Nunca fui dada a escribir desde el yo, imagino que por deformación profesional, pero la hoja en blanco pasó a ser la trinchera del ego; el espacio donde sentí que podía ser otra vez una. Pésimo cálculo: yo más yo más yo es igual a nosotros. *** La escritura fragmentaria es la única escritura posible de la maternidad temprana, de esos días entrampados en el torbellino de pañales, las malas noches, el cansancio y el etcétera que no acaba. Pienso en Marie Darrieussecq, Jazmina Barrera, Marina Yuszczuk, Sarah Manguso, Rivka Galchen; madres que han escrito sobre sus experiencias a cuentagotas, juntando párrafos, hilando frases cada vez que tienen un descanso. Darrieussecq, si no me equivoco, corría al computador cada vez que su guagua dormía para ir agregando ideas a lo que después se convirtió en El bebé, y Barrera cuenta que Línea negra lo hizo tomando apuntes en su teléfono mientras amamantaba. Es raro el impulso de querer escribir sobre maternidad cuando el deseo es escapar de ella. Tener un hijo es parecido a la explosión de una bomba atómica: nada queda en su lugar —basta con mirarse el cuerpo—, el paisaje alrededor desaparece y la vida antigua vuela por los aires. Escribir es mirar la nube de hongo desde el aire. Una nube tan hermosa como destructiva. *** «Yo parto de la base de que todo lo que está pasando no se puede escribir», dice un verso de Marina Yuszczuk en Madre soltera. No se puede escribir y no se puede comunicar. Lo único leíble son las huellas que deja la experiencia en la carne —la piel caída, los ojos cansados, el cuerpo quebrado—; todo lo demás son metáforas truncadas. Una de las revelaciones de convertirse en madre es que solo existimos porque alguien antes que nosotros vivió el mismo trauma—la bomba que hace estallar la vida: otra metáfora fallida—, pero los lamentos no se oyen, o no se oyen con la intensidad suficiente. Pienso en ese pasaje de Pobreza y experiencia en el que Walter Benjamin cuenta que los soldados que pelearon en la Gran Guerra volvían mudos del campo de batalla, pobres en experiencia comunicable. Gente, dice, que «se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano». *** Hemos pasado tardes enteras repitiendo el ritual: yo apilo cubitos y él derriba las torres. Las armo con esmero y dedicación, clasificando las figuras por color (en el orden del arcoiris) o por tamaño (de la más grande a la más chica), pero cuando hay cinco o seis montadas, aparece la mano destructora. Trato de apurarme, de ser más ágil, pero la mano me derrota y todo el esfuerzo cae al suelo. La destrucción es una pasión, y por lo mismo, creo, la teoría del buen salvaje solo se le podía haber ocurrido a un tipo que nunca jugó a los bloques con una guagua. Porque Rousseau, como se sabe, abandonó a sus cinco hijos en un orfanato antes siquiera de ponerles un nombre. No hace falta estudiar ética ni filosofía para entender que eso de que nacemos buenos y la sociedad nos corrompe es una estupidez. La pulsión por destruir viene de fábrica, y lo digo después de meses de trabajo de campo, de mirar con ojos de antropóloga la sonrisa enorme de mi hijo cuando derriba cualquier cosa. En realidad, el asunto no tiene que ver con el bien o el mal, sino con el poder. María Moreno lo dice en A tontas y a locas: ningún niño juega al no poder. Romper, arrugar y botar es parte del desarrollo de la motricidad, pero como dice Moreno, también es el primer paso antes de convertirse en bombero, superhéroe, princesa o lo que sea. De ahí el gusto de tenerme en cuatro patas recogiendo chupetes: es el placer de hacer algo por el hecho de poder hacerlo o, mejor dicho, el goce de ejercer dominio. El mismo goce, supongo, que sienten los dictadores, que como dice Philippe Katerine en una de sus canciones delirantes, alguna vez también fueron bebés hermosos. *** Me pregunto si la primera palabra de una guagua revelará algo sobre su personalidad. Mi mamá no se acuerda de cuál fue la mía —a estas alturas, le perdono todo—, tampoco sé de otros casos ni de estudios al respecto. Imagino que si la primera palabra de alguien es ‘mamá’, no significa que será mamón o que tendrá alguna carencia afectiva. Este análisis burdo viene a cuento porque mi hijo dijo su primera palabra intencionada: más. Más juego, más plátano, más cosquillas, más cuentos, más galletas, más queque, más pan, más canciones. Le he dado vueltas al asunto porque me pregunto si esto será la sinopsis de un drama futuro —un novelón titulado El insaciable, El chupasangre—, o solo la primera palabra de mil más que vendrán. Por ahora, el drama me tiene, entre otras cosas, con las rodillas adoloridas de tanto repetir: guau, guau, dónde está la guagua, que me la quiero comer. *** Se nos despedaza el departamento. Hay guardapolvos sueltos, marcos de puertas descuadrados. La malla anticaídas está cubierta con una reja de gallinero para frenar los arrebatos suicidas del gato y hay varias ampolletas quemadas. La despensa está apestada de larvas y mi hijo juega con bolas de pelo que encuentra en el piso. Descubrimos una filtración en el techo y la madera del mueble del lavaplatos está podrida. Es el paisaje que ha dejado la falta de sueño y el cansancio. Para ser justos, es el paisaje que dejó el año aciago que recién acabó, con esa cuarentena criminal de siete meses que nos dejó a la deriva con un recién nacido. Lo cierto es que tampoco ayuda mucho que hoy las construcciones sean tan desechables. Mis recuerdos de infancia, en cambio, están resguardados por la arquitectura firme de los edificios viejos. Esos que aguantaron dignos los terremotos de 1985 y 2010. *** El cuerpo se acostumbra a no dormir, me dijo una amiga de infancia, madre de dos niños, cuando yo estaba embarazada. Sacas energías nuevas, insistió. Hoy me río cuando me acuerdo del día en que mi papá —cruel, como buen cirujano— le dijo a mi amiga que se le iba a caer la nariz por hacerse un piercing. “Como a Michael Jackson”, le insistió. *** Alguna vez fui a una charla de Boris Groys sobre arte soviético y me quedó dando vueltas una de las imágenes que proyectó. Era una foto de Heinrich Himmler, líder de las SS, visitando una celda ínfima para prisioneros muy parecida a un cuadro de Kandinsky. Adentro era casi imposible caminar, porque del suelo se asomaban cubos de varios tamaños que entorpecían el desplazamiento. La cama estaba inclinada de costado para que el preso resbalara y no pudiera dormir, y en los muros, cóncavos, había figuras geométricas que creaban ilusiones ópticas y mareaban hasta la náusea. La “celda psicotécnica” fue inventada por el artista francés Alfonso Laurencic y era un mecanismo de tortura usado por los bandos de izquierda durante la Guerra Civil Española. Himmler, cerebro del genocidio nazi, quedó pasmado: esto es una prueba de la crueldad soviética, se supone que dijo. La afirmación es insólita no solo porque los alemanes usaron la privación de sueño como forma de tortura —en Dachau había celdas tan estrechas que los prisioneros no tenían espacio para sentarse a dormir—, sino también porque la dijo un experto mundial en suplicios y sufrimiento humano. *** Mientras amamantaba a mi hijo por quinta vez en la madrugada, me acordé que mi abuelo, que trabajaba haciendo cureñas para cañones, tenía en su escritorio unos pesos de calibración de hierro fundido hechos por él. Eran unos cilindros negros de unos pocos centímetros de diámetro, con los que apisonaba las hojas para que no se volaran con el viento. Me gustaba sostenerlos con las manos, ver cómo la gravedad hacía resistencia y me doblaba las muñecas. Me fascinaba que algo tan minúsculo pudiera tener un peso tan grande, que tan poca materia fuera capaz de condensar tanta densidad. *** Quien haya crecido en los años noventa se acordará de esa secuencia de fotos que aparecía en los Icarito y con la que se enseñaban los efectos nocivos de las drogas. El retratado era un tipo —supongo que un pastabasero— que a medida que se hacía más adicto, más se le desfiguraba la cara. Era el derrumbe moral de un hombre en un par de imágenes, una campaña del terror que, creo, funcionó, porque nunca la olvidé. Me acordé de eso después de ver en Twitter un hilo que decía: “¿Todas las madres tienen una foto de sí mismas cuando acaban de dar a luz con ojos que gritan qué mierda?”. *** En estos últimos meses, mi hijo aprendió muchas palabras —caco/auto, papa/comida, tuto/sueño—, pero lo más lindo es que aprendió a usarlas. Va a cumplir un año y cinco meses y recién dice mamá a conciencia: mamá, mamá, mami, grita. Todavía vivo en una nube de irrealidad, o quizá en una lucha extraña entre el yo-viejo y el yo-madre: no me siento tan madre porque todavía soy joven, porque estúpidamente las mamás siempre son viejas en el imaginario de los hijos. O como dice Terry Tempest Williams, el orgullo de las madres es ocultar la juventud y existir solo para los hijos. Es vivir el duelo —y superarlo— luego de la pérdida —de perderse—. Lo que me recuerda que en los partos y funerales judíos de antaño se repartían béigels —panes circulares— en alusión al viaje circular en el que se nos van los días: no hay vida sin muerte y no hay muerte sin vida.
- 4
No hay sonrisas falsas, sino el rictus de sonrisas cuyo molde acartonado marca la distancia, pero también el vínculo, con la autenticidad de la sonrisa original.
- Una pausa cinematográfica
Comienzo esta historia con cierta dificultad, por los costos personales que implica el exponerse. Bueno, de eso se tratan las elecciones también, porque el elegir algo, o a alguien, implica siempre renunciar a otra cosa, o a otro alguien. Pensaba escribir sobre algún tema social o cultural, con mayor distancia, con la distancia que adoptan los investigadores para hablar de sus temas seriamente investigados, pero con sabor a nada, como para poder ahorrarme esos costos personales, o tan personales. Aunque lo que plasmaré también está atravesado por la cultura y las fuerzas sociales e institucionales, como toda historia. Pero cuando insistía en ese afán de hablar de algo lejano, me quedaba sin tema. Y no es que no tuviera tema, sino que los que hay implican abordar aquello que me da pudor develar públicamente. Pero lo hago para hacer circular esas historias más allá de la queja; sacarlas de ahí y hacer algo con ellas. Y también porque hace poco otra escritora me decía que consideraba que faltaban relatos de mujeres como yo. Y no definiré qué tipo de mujer soy simplemente porque me aburre la política de lo identitario, y porque ya estoy cansada de hacerlo. Más bien hablo desde un lugar existencial, aunque no sé muy bien qué quiero decir con esto. Pero me gusta la palabra existencial, porque me hace sentir el peso de la existencia en ella. Y la existencia hoy me pesa, entonces hablo desde ahí. También como una forma de no ser capturada por el narcisismo de las pequeñas diferencias que acusa Freud. De todas formas, supongo que Narciso igual deambula en mis historias. Aunque si Narciso es hombre, quizás ya se aburrió y me abandonó. Dejó de estar. Y si está, debe estarlo medio desorientado. Y de la historia con un hombre es de lo que quiero hablar, pero detrás de ella se asoma un malestar cultural. Todo inicia en Los Angeles, California, una noche de mayo, después de salir de una disco con un grupo de amigos franceses, algo mareada tras recibir todos los tragos gratis que el bartender me dio, incluido su WhatsApp por si me daba sed a la noche siguiente. Luego de eso, uno de los chicos nos llevó en su auto. Iban los dos hombres adelante y las tres chicas atrás. Al rato, nos encontrábamos escapando de la policía, seguramente por exceso de velocidad. Así estuvimos unos buenos minutos, con todo el chillido policial siguiéndonos. Hasta que el francés se rindió. El amigo con el que me alojaba me decía por WhatsApp que, por lo bajo, le quitarían la licencia al conductor, si es que no nos llevaban detenidos, porque el paco gringo era cosa seria. Y efectivamente, se acercó de manera prepotente a pedirle los documentos al conductor, aunque desconozco si los pacos saben hablar de otra manera. Nunca les he prestado mucha atención. Eso sí, lo que mi amigo no consideró en su pronóstico es que las chicas que íbamos atrás contábamos con eso que hoy llaman capital erótico, un recurso ancestral principalmente dado a las mujeres y, por lo mismo, carente de reconocimiento social, pero que sigue siendo útil en un contexto donde las desigualdades entre hombres y mujeres continúan manifestándose con coreografiada insistencia, y que a mí me ha salvado de la violencia machista más de una vez. De esta manera, sin tener que cruzar palabra alguna, cada una sabía perfectamente lo que debía hacer, y nos bastó un dulce y cínico “hi”, con el gestito de mano incluido, para ablandar la prepotencia del paco gringo. Luego de eso, fuimos a parar a una casona en medio de un bosque bien domesticado e higienizado, creo que se trataba de Beverly Hills. Pero habían guardias para entrar. Exigían invitación. Una de las chicas siguió ocupando el recurso que nos salvó de la yuta yanki y, después de un rato considerable, en donde la amiga desplegó todo su carisma, nos dejaron pasar. Subimos una escalera caracol, para dar con una cocina americana. Ahí era el punto de encuentro. Ingresé a la cocina para dar una mirada general del panorama que nos esperaba y, entremedio de varias modelos y hombres guapos, estaba él. No sabría decir bien qué fue, pero todo el resto desapareció. Enmudecieron. Como si ese instante se hubiese pausado cinematográficamente cuando lo vi. Y cómo no, si se trataba de la ciudad del cine, por lo que todos los encuentros allí guardan algo de ficción. Rápidamente volví a mis sentidos, o eso me invento. Descarté la idea de intentar algo con él porque, entremedio de tanta modelo, incluida Miss Earth Francia que era una de las chicas que me acompañaba esa noche, pensé para qué. A falta de título, mejor me quedaba en la posición de quien observa. Después de dar vueltas, de socializar y que entremedio una de las asistentes dijera que mi estilo la remontaba a la Liza Minnelli de Cabaret (en ese entonces llevaba el cabello corto, un pixie), me di cuenta que uno de mis amigos estaba hablando con el hombre que capturó mi atención al llegar. Por impulso me sumé a la conversación, la cual mi amigo abandonó al poco rato. Sin darme cuenta, me encontraba conversando con él. Era australiano. Recuerdo que me pidió el número, aunque no sé muy bien qué hablamos. Lo que haya sido, rápidamente fue interrumpido por un beso. Y ahí estábamos, besándonos con una pasión que no se correspondía al lugar, o por lo menos a ese momento donde todavía no se iniciaba la hora del flirteo. Así que nos tocó romper el hielo con el beso. Aunque lo que en realidad se rompió fue una botella de vino que calló tras el abrazo que me dio. Cuando ocurrió esto, todos soltaron ese “oh” que denuncia que algo pasó, pero que no fue capaz de detenernos. Y ahí volvió la pausa cinematográfica. Pero ya nada importaba, menos una botella. Al rato me propuso irme a su hotel. Para aquel entonces yo era más joven y más alocada, por lo que acepté de inmediato. Desaforadamente bajamos la escalera caracol, sin despegarnos ni un segundo el uno del otro. No podíamos parar de besarnos. Por lo mismo, demoramos en llegar a destino. No es fácil bajar las escaleras con los ojos cerrados. Al llegar, me pone contra la pared para seguir con el desenfreno de besos. Esa escena siempre estuvo dentro de mis fantasías. Salimos de la casona. Afuera había una fila de autos negros con sus respectivos choferes esperando que los asistentes se dejaran caer en uno de ellos. Nosotros caímos. De esta manera, nos dispusimos en la parte trasera del auto mientras el chofer iniciaba su viaje. Dicen que hay imaginarios que van generando pautas de conductas, sobre todo cuando se habla del amor romántico, del cual se acusa que ha estado muy manoseado por Disney para las mujeres. Yo no sé si es Disney lo que más me ha influenciado, pero sí debo confesar que Sex and the City hizo lo suyo, movilizándome, en algún punto, a estudiar y escribir sobre la esfera amorosa y sexual desde mi profesión, la sociología. Unos años antes me había topado, ni tan casualmente, con la protagonista, Sarah Jessica Parker, con quien pude intercambiar un par de ideas sobre la soltería, tema que me encontraba estudiando en ese momento. Pero además de la influencia que se deja ver en mis objetos de estudios, también influenció su cuota en mi objeto de deseo. De esta manera, fue inevitable no remontarme a los encuentros que Carrie Bradshaw tenía con Mr. Big en la parte trasera del auto negro, con chofer incluido, desde el cual él solía visitarla a ella. Hay que mencionar que este hombre también cumplía con el perfil del galán de Carrie. Se trataba de un hombre grande, más o menos de la edad de cuando inicia la serie y dedicado al mismo rubro: un hombre de negocios, pero del área del fútbol de su país. Ya adentro, los besos cambiaron de intensidad y pasaron a ser lentos. El romance empezó a deslizarse entremedio de ese paisaje armadamente bello. Sin embargo, siguiendo la lógica Disney, sabía que el encanto duraba hasta las doce, como en la Cenicienta, ya que en ese momento habitaba otro cuerpo que, tarde o temprano, develaría que era una mujer diferente. Y por el nivel de entrega del sujeto, ya me había dado cuenta que él no se había enterado. De lo contrario, no se hubiese permitido tanta ternura de buenas a primeras. Y como una siempre ha tenido hambre de caricias y ternura, desde temprano aprendí a callarlo, para extender por un momento, por muy mezquino que fuera, esa ficción romántica. Y así fue, a las doce en punto se acabó. De todas formas, llegamos a su hotel. Por una parte, me alegró que el viaje de veinte minutos le saliera algo así como ochenta mil pesos chilenos, que pagó a regañadientes, para que el mal gusto que me estaba haciendo pasar, propio de sentirse rechazada, tuviera un costo para él. Luego pasamos al hall del hotel a esperar no sé qué. Le di la espalda para disponerme a contemplar la nada, cuando de repente sentí un abrazo por atrás acompañado de un “¿Subamos?”. Ya en la habitación, solo una fue su solicitud “No te saques el calzón”. Para mí eso no era problema ya que, como dije anteriormente, yo buscaba por sobre todo romance, de ese que va más allá del encuentro genital. Paul Preciado, en sus crónicas del cruce, retoma el mito griego que cuenta que “De los genitales cortados de Urano surgió Afrodita, la diosa del amor…, lo que podría dar a entender que el amor procede por desconexión de los genitales del cuerpo, por desplazamiento y externalización de la fuerza genital”. Yo no sé si fue amor lo que emergió esa noche, pero algo sucedió. Quizás ese algo que estábamos esperando en el hall del hotel. Mi psicóloga dice que los adultos necesitamos aferrarnos a un recuerdo para transicionar la soledad, así como algunos niños necesitan de un tuto para dormir. Objeto transicional se llama en psicoanálisis. Con el tiempo, el recuerdo de aquella noche se volvió mi tuto para conciliar el sueño. Entremedio, yo había revisado su WhatsApp en donde salía abrazado de una mujer en la foto de perfil. Se trataba de un hombre casado y con hijos. Un lugar común debía tener la historia. Sin embargo, fantaseé respecto a lo que había sucedido del otro lado, porque durante ese tiempo no tuve acceso al significado que tuvo para él nuestro encuentro, si es que tuvo alguno. A veces imaginaba que fui una más. Otras veces creía que, quizás, yo estaba intensificando lo sucedido, pero que seguro no fue tan así. Esa era la idea más apoyada por mis amigas. Hasta que, después de tres años, me llegó una solicitud de amistad por Instagram. Era él. Después de tres años tuve acceso a saber qué pasó del otro lado. Me confirmó que esa noche pasó algo. Estuvimos un tiempo escribiéndonos y rearmando las piezas que nos faltaban para completar el rompecabezas del encuentro entre dos extraños, de lados opuestos del mundo, tropezando en LA. Así lo armaba él. Aunque se trataba de un diálogo con hipo, ya que se abría y luego desaparecía. Se podría pensar que era porque está casado, pero eso nunca le importó. Me di cuenta desde el momento en que me dio su número. Y como ojo de loca no se equivoca, llegó el día en que me hizo la pregunta que estaba esperando. “¿Cómo me ves tú?”.“¿Cómo?”, le dije yo, aunque ya sabía para dónde iba. “¿Si me ves como un hombre heterosexual o como un homosexual?”. Judith Butler se refiere al repudio del deseo homosexual como un ideal regulador que instala el marco de lo deseable y lo no deseable, lo que a su vez queda codificado en el ideal del yo y va generando formas cotidianas de ansiedad de género, ansiedad que se deja ver en la pregunta del Mr. Big australiano. Tenía miedo de dejar de ser Big y pasar a ser Small en la jerarquía de género. Porque lo femenino se ve como algo inferior, y la sospecha del deseo homosexual despierta las alarmas de esa potencial feminidad en ellos. Esto los lleva a vigilar constantemente su género para así afirmarse en la heterosexualidad. De esta manera, podemos ver que en la cama se revuelcan fuerzas y resistencias sociales más allá del deseo. Porque para el momento en que me formuló la pregunta, mi cuerpo ya no tensionaba, necesariamente, el régimen heterosexual. Pero esto nunca ha tenido que ver (solo) con cuerpos. Porque sobre todo se tienen que dar las condiciones culturales para que se consume el acto. Más que el sexual, el amoroso. Por otra parte, hay que ser miope social para pensar que opera un deseo homosexual en los encuentros con una mujer como yo. A su pregunta respondí con un “Si no te fijas en mí es porque no eres heterosexual”. Con eso lo dejé tranquilo. Al poco tiempo pasamos a la video llamada. Como era de noche para él (de mañana para mí) y se encontraba en su casa, por razones obvias, no podía hablar. Yo tampoco podía hacerlo porque estaba encerrada en la pieza del departamento de la familia de una amiga, mientras su familia ya estaba en pie y mi amiga aún no llegaba de la salida de la noche anterior. Ni en mi adolescencia. Y ahí estábamos otra vez, sin decirnos ni una palabra, pero sosteniéndonos con la mirada. Sonriéndonos. Bajando la mirada. Volviéndola a encontrar. Sonriéndonos una vez más. Luego de eso, mantuvimos nuestras conversaciones cotidianas. Un día me preguntó qué haría ese sábado por la noche. Le comenté que iría a ver la obra dirigida por un amigo. Él me contó que se estaba preparando para recibir a sus hermanos al día siguiente, a quienes no veía desde antes de la pandemia. Al otro día le pregunté cómo estuvo el reencuentro con sus hermanos. No respondió más. Así simplemente, dejó de estar. Nunca lo estuvo, pensé. Y fue en ese punto en que leí a Bolaño, quien salió a mi encuentro para recordarme que “la soledad sí que es capaz de generar deseos que no se corresponden con el sentido común o con la realidad”. Leonor Lovera
- Lista recomendada: Best Covers > D Metivier
En la creación de versiones hay mucho espacio para el fracaso y el plagio y una pequeña ventana para lograr una obra que emocione y consiga sorprendernos. El oído y el espíritu tienen reticencia a la copia, no es fácil abandonar la inercia de los gustos adquiridos y la costumbre, cualquier distorsión de los acordes familiares nos pone en guardia. Ante el desconcierto, las comparaciones saltan de forma automática y hasta sentimos algo de incomodidad al no ser capaces de seguir el ritmo conocido. Nada que objetar, la mala copia abunda y casi siempre, el cover no aporta más que un original hecho pedazos. Versionar es una osadía y un arte en el que pocos experimentan con éxito. Y un paso más allá, la sublimación de ese arte está reservada apenas a algunos genios capaces de versionarse a sí mismos recreando piezas que en ocasiones resultan superiores al original de su autoría. Revolver la propia obra es un riesgo al que no muchos se atreven. En ese recorrido de experiencia y creación, el infinito de posibilidades juega como una proyección de sutilezas y espejos enfrentados donde el original siempre admite una nueva filigrana, una vuelta de tuerca más para que su doble nos cautive y vuelva a sorprendernos. Recomiendo esta lista de covers porque reúne excelentes versiones de grandes canciones originales. Más música y menos Netflix. LISTA RECOMENDADA: Best Covers D Metivier Spotify Si quieres recomendar una lista para la sección Jukebox de Barbarie escríbenos a: info@barbarie.cl Síguenos en Spotify
- EN OBRA «Sonidos»: Artistas electrónic@s abren las puertas de sus estudios
EN OBRA «Sonidos»: Artistas electrónic@s abren las puertas de sus estudios para mostrarnos los secretos de su oficio. El arte entendido como un proceso, una aventura y también como un trabajo del día a día; Y como cualquier otro: lleno de dudas, aciertos o errores. Una aventura personal, espiritual y colectiva. Por lo menos, eso es lo que muestra el programa EN OBRA, producción original del canal de cable ARTV, estrenado a principios de este año y conducido por la investigadora creativa y gestora cultural Carolina Martínez. En el segundo ciclo, se suma a esta propuesta EN OBRA «Sonidos», una suerte de spin off que va alternándose martes por medio con el original, y que está dedicado a la música electrónica o de orientación más experimental que se hace en Chile, música que felizmente carece de una vocación mainstream, pero que sí posee calidad artística, complejidad e invita a apreciar el sonido y la creación de formas alejadas a los lugares comunes o más tradicionales. EN OBRA «Sonidos» es conducido por Miguel Conejeros, ex Pinochet Boys y Fiat600 (su proyecto de música electrónica hasta el día de hoy), sin duda una elección acertada por el conocimiento del tema. También se trata de una persona que entiende el arte como instrumento social para sensibilizar y generar cambios. “Mi expectativa es que quede un catastro de la música que se está haciendo ahora, que cumpla una función educativa, que los cabros vean que se puede hacer música, que se pueden dedicar a esto, que es vocacional”, dice Conejeros. Para Antonia Taulis, Directora de ARTV, este programa de televisión, al igual que la mayoría de sus producciones originales, significa la posibilidad de dejar memoria sobre la creación y el pensamiento que deriva de quienes producen arte, en este caso enfocado en sus espacios íntimos de trabajo. “Tenemos una libertad editorial valiosa que, junto a las herramientas que disponemos y la relación con la comunidad cultural en general, nos permite generar contenidos que nos hagan sentido a todes quienes nos involucramos en su realización. Siempre el interés es dejar material atemporal, que sirva como un registro que se mantiene en el tiempo”. La idea de cada capítulo de EN OBRA «Sonidos» es abrir las puertas de los estudios de los músicos para conocer sus procesos creativos. “Como productor también quería sapear, creo que hay una vocación abiertamente ñoña en ver cómo conectan las máquinas, mostrar que para hacer música, a parte de tener la vocación y la pulsión interna de dedicarse a esto, es que todos trabajan con herramientas y de formas diferentes, algunos son con estudios super sofisticados y máquinas caras y otros con un computador y dos parlantes, por ejemplo Ochi que trabaja sola en su computador, y es una opción, ella no quiere trabajar con más que eso” explica Conejeros. Los 10 músicos que forman parte del ciclo de EN OBRA «Sonidos» son Fran Straube (que abrió el primer capítulo), René Roco, Mika Martini, White Sample, Mono o Stereo?, Delia, Ochi, Entrópica, Fantasna y Renzo Torti-Forno. Respecto a la curatoría de los músicos seleccionados, Antonia Taulis explica que fue pensada entre Miguel Conejerol y Carolina Martinez, “descansa en sus respectivos bagajes, siempre en diálogo con la línea editorial del canal, con perspectivas de género y diversidad en general. Artv busca registrar obras que profundizan en el pensamiento del arte, obras que nos mueven porque son profundas o inquietantes, más allá del éxito mediático, que por lo general se da por otros motivos”. Además, la Directora de ARTV plantea que el hecho de que la orientación sea la electrónica, es por la efusiva actividad relacionada a esta música, “reflejada por ejemplo en el trabajo reflexivo que ha hecho Grieta desde distintos frentes, la producción de los sellos o lo que ustedes están haciendo ahora con Rauversion, evidencia una escena que busca ser pensada y que me parece valiosa de ser documentada a través de este programa”. Los 10 capítulos de EN OBRA «Sonidos» ya están grabados y Miguel Conejeros relata que fue una experiencia enriquecedora compartir con los músicos que no conocía. “De todos conocía su sobra, pero me sorprendió, por ejemplo de White Sample, su trabajo como programador y vinculado a instalaciones de arte; de Delia que es super nueva, lo centrada que está en un tipo de música y como se cree el cuento y va para delante de manera muy clara; O los Mono o Stereo? Que tienen una manera diferente de configurar el estudio por que son dúo, tocan un mix de música electrónica y tocan con baterías.O el estudio de Renzo Torti-Forno, que es una aventura por la cantidad de máquinas e instrumentos que tiene, quizá una de las mayores colecciones de latinoamérica”. Cada capítulo nuevo de EN OBRA «Sonidos» se estrena martes por medio en la televisión, la buena noticia es que quienes no tengan señal de cable, podrán verlo en el canal de Youtube de Canal ARTV. Gustavo Espinoza Este artículo fue publicado originalmente en: Plataforma de streaming, contenidos y eventos de música electrónica y medio asociado de Barbarie. En Obra «Sonidos»: Miguel Conejeros
- La nostalgia del futuro
Future Nostalgia Tour, así se llama el tour que trajo a Dua Lipa en septiembre y que agotó entradas en 15 minutos. “Extiendan el IFE para ir a ver a Dua Lipa” decía uno de los memes. La entrada más cara a $287.000 pesos más servicio de ticket. Dicen que el concierto comenzó a las 21 horas en punto. Luces cegadoras, lentejuelas, cuerpo de baile y un bombo potente y consistente que marca el inicio de una de las primeras jornadas de baile y música masivas en mucho tiempo. Dua Lipa es una suerte de mujer maravilla en el olimpo de la industria musical. Compositora, cantante, bailarina, ícono de la moda, soltera y lo más importante, multicultural. Un personaje que debiera trascender a las futuras generaciones. En Chile la esperan con alfombra roja. Al día siguiente registra su paso por Santiago en su Instagram. Muy bien asesorada sube en funicular el San Cristóbal. Foto. Se toma un mote con huesillo. Foto. Carretea en la noche y toma piscola. Historia. Al día siguiente ya está en Bogotá. Los medios no alcanzaron a extrañarla porque la temporada de megaconciertos post-pandemia ya se ha inaugurado. El 21 de septiembre La Tercera titula “Los conciertos y festivales que no te puedes perder este 2022”. Coldplay, 4 Estadios Nacionales. Daddy Yankee, 3 Estadios Nacionales y una estela de caos. Bad Bunny, más tranquilo, posiblemente mejor organizado. El listado de artistas de Primavera Sound en noviembre es tan grandioso que Björk ni siquiera es cabeza de cartel. En el mismo diario a página completa ya se anuncia el “Line-up” de Lollapalooza 2023. Billie Eilish, la Britney del momento, confirma su presencia. Un meme reza: Ni los españoles saquearon tanto Sudamérica. Haciendo alusión a las múltiples fechas por todo el continente de todos ellos. Entre tanto evento el tiempo libre parece dejar de existir. Un año atrás, cuando la pandemia parecía extinguirse, el neurobiólogo Dean Buomano, decía en una entrevista a la BBC, “el futuro no existe porque está predeterminado”. No puedo evitar sacar esta frase de contexto porque para mí describe el titular del momento. Pienso en el futuro como un puñado de fechas que engordan el presente a través de un ticket. Future Nostalgia captura un fenómeno de nuestra época. Extrañar la espera de lo desconocido. Ya sea catastrófico o feliz. Añoro un calendario en blanco. En la industria de la música el próximo ritmo no será muy diferente del actual. Reggaeton y trap son hijos de los mismos padres. La experimentación musical actual no se siente muy distinta a la de los años 50: el mismo gesto con distinta tecnología. El futuro parece haber llegado. Los viajes al espacio. Los meteoritos. El calentamiento global. El imperio de los súper ricos. Visto de esta manera, los terremotos podrían llegar a ser un lujo. Ahora más que nunca quiero creer en los extraterrestres. Fran Bakovic Dua Lipa - Future Nostalgia Tour 2022
- Crímenes del futuro: Enigmas del cuerpo que cambia
“La cirugía es el nuevo sexo”, dice uno de los personajes de Crímenes del futuro último filme del ya longevo director David Cronemberg. La expresión puede escucharse como una consigna política pero también como una constatación que resuena no sólo dentro de la distopía del universo ficcional del filme, sino en nuestra actualidad. El auge de los piercings, el incremento de los tratamientos de cirugía estética, la proliferación de las operaciones de cambio de sexo, el aumento de las autolesiones y automutilaciones en los adolescentes, evidencian que el cuerpo, sus alteraciones y misterios están ocupando toda la escena sea como testigo o como participe privilegiado de los cambios epocales en niveles sintomáticos, estéticos y en las transformaciones de la sexualidad. El filme asume la siguiente premisa : nuestros cuerpos están cambiando, con mutaciones en distintos niveles: el dolor ha desaparecido, el placer sexual se obtiene a través de nuevas prácticas ( hay algo así como un viejo sexo – centrado en el placer de los genitales y el coito- y un nuevo sexo – deslocalizando el placer de la genitalidad y obtenido mediante prácticas consentidas de calculados cortes corporales y micro lesiones ), y por último y quizás lo más inquietante, hay personas que están generando nuevos órganos. Con ese punto de partida, en clave de cine noir con elementos del gore y de la ciencia ficción característico del cine del llamado maestro de la “nueva carne” y del horror corporal, Cronemberg despliega una narrativa que se mueve sin apuro como una suerte investigación policial con ribetes de ensayo y especulación filosófica, exponiendo a sus personajes a cuestionamientos y reflexiones en las diversas tramas y sub tramas del filme, confirmando cómo los seres humanos están participando de un cambio evolutivo mayor, parece que una nueva humanidad está naciendo. Se trataría de un salto a nivel de la especie humana, no sólo a nivel de lo simbólico, sino de una alteración de nuestra morfología y fisiología orgánica y eventualmente modificando la base genética de los cuerpos, tal como ocurrió hace miles de años dando origen al homo sapiens. En ese futuro un tanto distópico la pareja que forman el misterioso artista Saul Tenser (Viggo Mortensen), y la antigua cirujana Caprice (Léa Seydoux), ofrecen espectáculos performáticos de cirugías en vivo (ya no es necesario la anestesia) donde -y esto es lo mas sorprendente- extraen órganos del interior del cuerpo de Saul, quien de manera inexplicable posee un organismo capaz de generarlos sin conocer hasta la fecha su funcionalidad. Una mutación corporal espontánea se ha despertado en Saul al producir una nueva especie de tumores o neoórganos modificando su organismo a niveles insospechados. Esos órganos extraños por el momento no afectan la vida de Saul, por los que extraerlos quirúrgicamente y mostrarlos en público se ha convertido en una actividad entre terapéutica y artística en el marco de una nueva estética de los cuerpos. Durante el filme asistimos a diversas y nuevas manifestaciones del “Body Art” donde algunos artistas utilizan su propio cuerpo como soporte material de la obra. La pregunta que nos hacemos es ¿Cuál es el mensaje, o los mensajes de estos artistas del futuro?, ¿Es Saul solo uno más de ellos o hay algo diferente en su performance? Estas mutaciones corporales han despertado la atención del Estado que ha creado ya una clasificación diagnóstica y un Departamento de Estudios. “Síndrome de Evolución Acelerada” es el rótulo acuñado por el Registro Nacional de Órganos, su función consiste en elaborar un catálogo y seguimiento detallado de todas estas novedades corporales. Saul Tenser es para la agencia un objeto de investigación científica que responde a esa clasificación. Pero él también está interesado en desentrañar los misterios de su cuerpo, colabora entregando información sobre su extraordinaria condición que transita en el ahora difuso límite entre una enfermedad o una transformación, la primera conduce como un cáncer potencialmente a la muerte, pero la segunda es sorprendente y con impensadas consecuencias, ¿se trataría en ese caso del nacimiento de un nuevo tipo de ser?, pero ¿será humano todavía? o ¿ sólo una aberración y degeneración monstruosa? Las secuencias iniciales del filme nos habían mostrado algo terrible, un niño se alimentaba comiendo plástico, su madre que algo parecía intuir, viola un tabú de la maternidad. Todo parece indicar que algunos de esos cambios corporales estarían además alterando algo tan esencial como el metabolismo de nuestra alimentación. Recordamos que Saul presenta algunas dificultades para alimentarse y aún no sabemos por qué. Varios enigmas se van instalando y encuentran en el filme sus propios caminos donde en paralelo Saul ejerce una secreta misión. Por todo ello, la trama puede parecer algo intrincada lenta y oscura, frente a un espectador que busca soluciones rápidas y trasparentes, quizás por ello la recepción del filme ha tenido divida a su audiencia. Pero si se sigue con paciencia, su desarrollo conducirá a despejar algunas de las interrogantes. Cronemberg con esta ficción futurista capta a su modo y con los medios del cine el lugar central que ha ocupado el cuerpo tanto en su propia cinematografía como en la reflexión y el debate contemporáneo. “Órganos sin cuerpo” resuena en la operación de lectura crítica de Žižek respecto al “cuerpo sin órganos” que encuentra en Deleuze, lo real del cuerpo nos lleva a la noción de goce y al parlêtre en Lacan, hay también una “Historia del cuerpo”. Pero en este filme opera un desplazamiento mayor pues no sólo se trata del cuerpo en tanto representación imaginaria que siempre está y estará siendo modificada por lo simbólico de cada época y que el arte intenta reflejar o utilizar, sino del organismo como tal, de sus funciones más esenciales. No se trata de la forma del cuerpo que cada época adora a su manera y que ciertamente al compararla pueden existir formas más bellas o aberrantes, sino que se avecina algo más profundo, imperceptible o quizás simplemente fantástico. Toda la riqueza que concentra la ambigüedad de sentidos y las consecuencias de los distintos niveles de transformación corporal, resultan captadas magistralmente en la última escena a través de las expresiones de Saul frente a lo irreversible de su destino, la imagen de su rosto que ocupa toda la pantalla conjuga una mezcla de éxtasis y dolor, de catarsis y de calma. En el tránsito fugaz entre la muerte y el renacimiento su mirada se extiende y proyecta como abriendo un portal hacia lo desconocido. Miguel Reyes S.
- Carta a Pier Paolo Pasolini en su centenario
Pierpa, amado mío: Solías decir que “los primeros recuerdos de la vida son visuales”, que “la vida, en el recuerdo, se convierte en una película muda”. La primera imagen de mi vida contigo no es la de una cortina que, colgando burguesa, provoca una angustia cósmica –como le cuentas que fue la tuya al napolitanito que te inventaste tan pronto dejaron de existir jóvenes sin bigotes a quienes dirigir tu grito–. Alguna vez revelaste que el principio de todo tu hacer es la ab-gioia, expresión que tomaste en préstamo de la poesía dialectal que da existencia al ruiseñor que canta de y por alegría. Pero Pierpa, tú no cantas, tú gritas de y por la alegría que experimentas al ver esos rostros humildes zurcidos por el sol de las tierras campesinas que colindan con Casarsa, localidad que dio el título al primer libro de poesía que publicaste a tus atormentados veinte años. Y sí, gritas, gritas, gritas, siempre gritas, como si esa fuera tu manera de ser igual a ellos, a ellos los del Friuli; a ellos los de las borgate romanas, los de Nápoles, Bari y Matera; a ellos los de Yemen, Marruecos y Sana’a. Mas, como escribió después de que fuiste asesinado tu amiga Elsa, no puedes ser igual a ellos porque eres diverso. Ella dice que es por ser un poeta solitario que se entrega una y otra vez, con toda su naturaleza, a esos jóvenes que, escupiéndote en la cara, te siguen pidiendo dinero, te siguen citando en sus volantes, siguen chismeando a tus espaldas que todo lo haces sólo por amor a ti mismo. Yo, en cambio, digo que ante todo eres diverso: un amante incansable de lo heterogéneo, de una realidad que varía al ritmo de la potencia vital que compartes con todas las cosas a las que te vinculas, subvirtiendo cualquier jerarquía que impida que recibas lo que a ellas das, sin importar cuán encerradas estén en la lógica del consumo. Decía que la primera imagen de mi vida contigo fue la del cuervo marxista que pusiste parlanchín en pantalla para ser engullido por un padre y un hijo que luego diste forma de franciscanos que, a su turno, intentaban evangelizar a halcones y gorriones, y así, ¡constituido el círculo de animalidad humana! Pero más que aterrorizarme o angustiarme –como le decías a Gennariello que te pasó a ti con la imagen de la cortina– me hiciste sentir indignación: ahora yo a mis poco atormentados veinte años, en los que empezaba a confiar al cine toda activación de mi sensibilidad política, me veo por ti forzada a escuchar una y mil veces palabras dichas en mayúsculas por aquellos cuerpos frágiles que son ignorados por la gran historia. Mientras pensaba que la potencia del cine se hallaba en mostrar lo que no puede ser dicho, tú me lo dices todo, frontalmente y sin tapujos, como si fuera el único modo de comprender la impotencia con la que cargan las palabras al tomar consciencia que algo las excede. Vi ese filme bisagra tuyo –único entre tus más de veinte y alrededor de cuarenta años después de su estreno– gracias a la recomendación de un amigo al que no frecuenté más. Con el paso del tiempo he llegado a creer que su misión para conmigo fue simplemente prestarme la caja con ese CD que no tuve nunca ocasión de devolverle y, por tanto, que me ha acompañado en todas mis mudanzas. Cuando vi Pajarritos, pajarracos no entendí que con él también querías ser devorado, tú y tu obra poética temprana que hablaba en un dialecto declarado extinto por el lenguaje tecnológico del progreso. No percibí la radicalidad de tu operación de incluirte a ti mismo, a mediados de los años sesenta, en el anuncio del fin de ese mundo delineado por la palabra marxista y la palabra cristiana de las que muestras, sin perder tu ánimo jocoso, su incapacidad de responder a la nueva realidad modelada por lo que llamas neocapitalismo. Fui tan corta de vista como aquellos que insisten en leer en 2D, sin identificar profundidades, dobleces, ironías, silencios, en fin, sin percatarse de los gestos que inscriben a una obra en cierta discusión, creando así su propio marco de legibilidad. Me dije, pasado un tiempo considerable desde ese fallido encuentro contigo, que debía hacerme de una buena vez cargo de esta curiosidad mía de pensar el cine, lo que se hizo irresistible luego de que se fijara en mi cerebro la abismal diferencia que noté entre la escena final del filme La profesora de piano de Haneke, en la que se encuadra la expresión del rostro de ella mientras el blanco sublime de su camisa es lentamente cubierto por el rojo denso de su sangre, tras haberse clavado un puñal en el pecho en medio del hall del teatro en el que su otrora amante-estudiante daba un concierto de piano; y el pasaje final de la novela La pianista de Jelinek, en la que se lee una pesada batería de palabras que intentan explicar, con una obsesión quirúrgica, el estado mental de ella al abandonar esa misma sala de teatro. Al compartir lo que me provocaba la constatación de dicha diferencia, como un destello en medio del oscurecido campo de la academia, un admirado amigo mío –quien además de escritor excepcional hace las veces de profesor– me azuzó a que revisara tu obra usando de mirilla un magistral ensayo del, por ti tan amado como odiado, Auerbach en el que, según la lectura apasionada de mi amigo-coleccionista de gestos menores, sugiere que el principio del cine se hallaría en la forma de narración cristiana. Le decías a una persona que se dirigió a ti, en el contexto de los diálogos que sostenías en el Vie Nuove, que “después de haber aprendido a ‘leer’ con tus contemporáneos, puedes enfrentarte con los clásicos con más experiencia y más sensibilidad”. Sea o no que lo dijeras con el ánimo de reforzar tu posición marginal frente al mundo de la academia, sin ser mi contemporáneo en sentido estricto, fingí ser yo quien recibía de ti ese consejo casi cincuenta años después. Y te comencé a devorar, de a poquito, partiendo por tus filmes en orden; siguiendo por tus cartas, tus críticas, tus poemas, tus pinturas, tus traducciones, tus antologías y tus textos de batalla; y, por lo que se escribía de ti, a ti y para ti mientras vivías y también después de muerto. Del asco pueril pasé al amor maduro: lo que partió siendo la escritura de una tesis doctoral sobre la peculiaridad del cine se transformó en una experiencia vital tan singular como lo es quien, como tú, dice que el silencio adormece. Viajé a Italia, tu tierra natal; recorrí las mismas calles por las que tú transitaste; me retraté afuera de la que fue tu casa en via Borgonuovo, Bolonia; caminé por Casarsa, Versuta y San Vito al Tagliamento; con la ilusión de que así reconocerías que me estaba entregando a ti, con el mismo amor incondicional que sientes por la enigmática expresividad de las cosas, incluidos los cuerpos. Me comenzaste a visitar en sueños, me decías con esa voz suave que contrasta con tu anguloso rostro: “qué haces, no me homologues también tú”. No tengo empacho en decirte que a medida que te digería iba comprendiendo que lo tuyo no son ideas. Ni siquiera un pensamiento vital, que es lo que algunos dicen que te hermana a fuego con Gramsci. Lo tuyo es una manera de ser que denominas, con una fuerza poética sinigual, puesta en cuestión viviente. Tu singularidad, sin embargo, está dada por el hecho de que esa disposición va adoptando diversas formas según lo dicta la realidad con la que te empapas, cuya materialidad, entonces, es a la vez guía y producto. Recién ahí logré entender que tu paso de la literatura al cine en la década de los 60’ no fue agregativo, como si quisieras sumar nuevas técnicas a la expresión de una idea, sino que fue significativo: con el cine puedes, decías, “expresar la realidad con la realidad”. Y es que, en los filmes, a fin de cuentas, se puede mostrar la expresividad de aquel rostro afectado por lo que dura la hechura de una mancha de sangre, producida a sabiendas, en la camisa blanca que lo sostiene. No te quiero mentir. La voracidad con la que me aproximé a ti me jugó un par de malas pasadas: a ratos sentía que no iba a ser capaz de hacerte justicia, pues no entiendo todavía los dialectos de tu poesía y apenas hablo el italiano de tus ensayos; me sigue chocando tu frontalidad, esa a la que Lemebel llamaba con alevosía “explicaciones”; a veces me aleja tu prosa atormentada y la ferocidad con la que polemizas con tus amistades. Temía que el corazón de tu vida en obra dejara de palpitar si lo reducía a mi escritura, que la fuerza de tu naturaleza me gritara en la cara o, en el mejor de los casos, recibiera la impertinencia de tu risa que, contrario a lo que se podría pensar, dicen tus cercanas que se te da con soltura o, más aún, que la risa es la puerta de entrada a tu amistad. En ese viaje, y con una cuota de fortuna, conocí a Tonino –como tú cariñosamente lo llamas–, este “chico del arroyo” (idéntico a los que protagonizan tus novelas y tus primeros filmes) que encontraste en el Parco della Montagnola, Bolonia y que me dice, con tono de arrepentimiento, que mientras tú lo habías desinteresadamente salvado, él, cual reencarnación de Pedro, te había negado por miedo a romper su reciente matrimonio con una bella donna. Gracias a ti, me confiesa, se convirtió en un afamado restaurador, gracias a ti pudo atestiguar la gracia avasalladora de Betti, gracias a ti pudo leer a Rimbaud. Le conversé, lo abracé, lloré con él, lo grabé, pensando que quizá así podía yo interesarte como te había interesado él. Sólo cuando me resigné ante lo imposible comencé a disfrutar contigo: por primera vez acudí a tu llamado y jugué a descubrir esa risa gozosa que está en los cimientos de cada pieza tuya, pero sobre todo de tus escenas más atroces, por ejemplo, las que dan lugar a tu filme póstumo Salò. Y así siento que también te puedo dar algo yo: una lectura atenta de tus tensiones que se identifican con las propias tensiones que constituyen la realidad de cualquier época. Decías que te sientes atraído por la figura de Cristo porque encarna una “vida modelo –aunque inalcanzable– para todos y todas”. Fair enough: tú, en y con tu vida, no la alcanzaste, pero la invertiste. La vaciaste de la promesa de salvación que obligó a Jesús a nacer para morir sin recibir más que la confianza ciega de once hombres de pura palabra. Te convertiste en un Cristo retornado que vive realmente, que se da su ser en los contactos que establece con esa realidad física que se siente cada vez más desesperadamente amada por ti. Así, frente a los insultos constantes en tu contra, no pones tu otra mejilla: pones el cuerpo entero. Exudando carne, sangre y sudor muestras escandalosamente que estás vivo incluso después de muerto. Y es que, en cada movimiento suelto de muñeca, en cada movimiento pesado de cámara, en cada movimiento sagaz de cuerpo, le vas dando forma a ese mundo saturado de materia sensible que parece venida de tiempos primigenios para, así, resistir al dictum neocapitalista que hace pensar que su realidad es tal como aparece. Si por ello Bertolucci te llama santo y De Filippo te llama ángel, tú insistes en acortar toda distancia crítica sin dejar de sentirte excluido. Sin dejar de habitar ese sentimiento, dices, “que no aniquila el amor a la vida, sino que lo aumenta”. Aunque sé que no es tu intención salvar a nadie ni quieres ser salvado, hay algo en esa necesidad impasible tuya de escandalizar que me ha hecho actuar hoy como una agente oficiosa, que te defiende de quienes asumen esa distancia que rechazas con tanta contundencia o de quienes se invisten del rol de juez para sentenciar que sólo hay una mínima porción de tu vasta obra que merece ser considerada. No te diré, como Elsa, que se te abrirá la puerta dorada apenas ofrezcas tus libros de poesía al guardián del cielo, porque tú persistes aquí. No es, como decía tu amada Laura, que no pueda buscarte ya bajo el sol, porque sí estás en el más acá. De hecho, apareces cada vez que invocamos en nuestras prácticas tu modo singular de vivir la realidad en su hacerse, tu preocupación por la forma en la que se configura una visión de mundo, tu agudeza de detener la mirada en aquello que no se ve. Si los cobardes que te desfiguraron cruentamente hasta matarte, aquel 2 de noviembre de 1975, pensaron que estaban también exterminando tu fuerza de contestación, a ellos les enrostramos nuestra lectura de ese acto como una performance mortuoria que te permite seguir compartiendo una vida conmigo, con éste y con el otro. Lo que estoy aprendiendo de ti, Pierpa, no es solo a leer sin tomar distancia, estoy aprendiendo a amarte a ti y, amándote a ti, aprendo a amar a esa realidad en constante variación. Y es que aquel “Sócrates miserable e impotente” que en un poema dijiste ser, ese que “sabe pensar y no filosofar”, es el que todavía me susurra al oído, mostrándome que es aún posible transformar la realidad actual mientras echemos a correr la potencia imaginativa que tú vistes tan bien para, entonces, crear nuevas formas dictadas por la realidad misma, con toda su bruta materialidad. Ivana Peric Maluk Ivana Peric Maluk (Santiago, Chile, 1989). Abogada, doctora en Filosofía con mención en Estética (ambas de la Universidad de Chile) y crítica de cine. La tesis por la cual obtuvo el grado de doctora se titula “La actualidad de Pasolini. Estudio sobre la potencia figural del lenguaje cinematográfico” (2021). Recientemente, ha publicado en coautoría los libros “La mirada de los comunes. Contra Hollywood” (2021, La Calabaza del Diablo) y “La mirada de los comunes. Cine, amor y comunismo” (2019, La Calabaza del Diablo) y ha escrito varios ensayos que transitan entre la filosofía, el cine y la teología.
- ¿Contra Franco se vivía mejor? No, gracias
El 20 de noviembre de 1975 Arias Navarro anunció la muerte de Franco. Yo tenía entonces 21 años y militaba en la Liga Comunista. Han pasado 47 años. Casi nada. Un joven izquierdista como yo no se conformaba ni con la ruptura democrática. Creía (o hacía "como si" me lo creyera) que debíamos avanzar hacia un gobierno de transición al socialismo. Así éramos los trotskistas. Luego las cosas siguieron un curso que nos desencantó (lo cual quiere decir que estábamos encantados) pero que acabó en una transición democrática. Lo del "Régimen del 78" es una chorrada que se han inventado los izquierdistas de turno (enfermedad infantil de la izquierda). Se hizo lo que se pudo o casi. Una frase tan estúpida como la de "Contra Franco se vivía mejor", que decían algunos desencantados a los que no se les pasó el desencanto Lo que pasó con los miles de jóvenes izquierdistas que militábamos en la izquierda del Partido Comunista de España (que fueron los que pactaron de manera pragmática y realista con los franquistas reformistas, no nos olvidemos) fue variopinto. Bastantes se dedicaron a la política, entrando mayoritariamente en el PSOE. Algunos murieron por sobredosis en el camino. Otros, como un servidor, seguimos viviendo al margen de la política activa. Más curioso fue el destino de algunos de sus dirigentes. Veamos el caso de la Liga Comunista. Uno acabó de asesor económico de la patronal, otro de ministro autonómico de la derecha nacionalista y un tercero de super empresario del sector audiovisual. Pero mi partido no fue una excepción. Líderes de grupos similares acabaron de empresarios o con cargos importantes en partidos de la derecha. La moraleja es que mejor una humilde izquierda desencantada que una encantada, porque el desencanto te puede llevar a un realismo ultraconservador. Hay biografías que merecerían una novela, como la del camarada Roberto. Nacido a principios de los 40 llega a Barcelona con una beca para un Colegio Mayor para estudiar Derecho. De gran inteligencia y potente magnetismo, monta un grupo de falangistas disidentes. Luego se hace trotskista y monta un partido, la Liga Comunista Revolucionaria. Desde allí organiza la tendencia “encrucijada” y una escisión, la Liga Comunista, donde años más tarde montará un círculo basado en las teorías de Cornelius Castoriadis. Desde allí diferentes grupos, desde el nietzscheano "Sin tregua" hasta un partido republicano, españolista y xenófobo. Un fanático de las artes marciales que murió hace años de un infarto de miocardio. El balance de este casi medio siglo no me parece demasiado bueno. Pero menos por lo que se acordó en aquellos momentos que por lo que después se ha hecho con ello. La Constitución que se aprobó resultó aceptable. Tuvimos que tragar con que el jefe de Estado fuera un rey, eso sí. Pero como Holanda, Bélgica o el Reino Unido. Tampoco se exigieron responsabilidades por los crímenes y torturas del franquismo. Fue el precio que hubo que pagar. O que , en todo caso, se pagó. Lo más difícil de la transición fue que surgió en una gran crisis económica y en medio de una ofensiva terrorista terrible, de la extrema derecha, la extrema izquierda y sobre todo ETA. Esta organización criminal y su brazo político, Herri Batasuna, montaron en el País Vasco un clima parafascista en la calle donde asesinaban, secuestraban y extorsionaban de manera sistemática. Muchos de estos jóvenes izquierdistas de mi generación se apuntaron a este carro. Lo que se ha construido estos años es ambivalente. Tenemos sanidad pública, educación y pensiones públicas decentes. Y una democracia liberal aceptable. Las razones por las que estos años de democracia no han sido lo que razonablemente podíamos esperar son complejas. Voy a enumerar algunas: La primera que el aparato de estado franquista militar, policial y judicial se mantuvo y que, a pesar de las reformas que se fueron haciendo, dejaron un lastre muy negativo con sus inercias.. La segunda que el caciquismo corrupto que existía en el franquismo (y antes) no se eliminó porque muchos de los que se incorporaron a la política fueron oportunistas y arribistas. Esto en los dos partidos que hay ido gobernando, el PP y el PSOE. Hay que decir, por esto, que el Partido Popular y Convergència i Unió (la coalición nacionalista que gobernó Cataluña) han sido unos casos de corrupción política absolutamente escandalosos. El tercero es la falta de sentido de Estado de los dos partidos gobernantes, siempre a la greña y haciendo un tipo de oposición demagógica e irresponsable, acompañado de la falta de autocrítica de cuando gobernaban. El cuarto la ofensiva desleal de los nacionalismos periféricos en el País Vasco y Cataluña hasta llegar al intento de sedición de Cataluña. El absurdo del Estado plurinacional y la marginación en los respectivos territorios de la lengua común, el español, tratándolo como una lengua colonizadora. La aparición del movimiento del 15-M dio un toque de atención que podía haber tenido unos frutos que no dio. Podemos, que parecía recoger la demanda de una manera diferente de hacer política derivó en un nuevo partido tan convencional y sectario como los otros. Al igual que Ciudadanos, que aparece en Cataluña como defensa del Estado de derecho frente al nacionalismo y que luego se presenta como un partido liberal y que finalmente se convierte una organización oportunista que se alía con la derecha cutre del PP. También la aparición de Vox es altamente preocupante por el resurgir de un blanqueo del franquismo. Lo cual no quiere decir, en conclusión, que no se pueda apreciar la radical diferencia entre vivir en una democracia liberal y no en una dictadura. No hay color. Es lo que hay. Hay que seguir avanzando, pero para ello olvidémonos de Franco, tanto para pensar que con él o contra él se vivía mejor. Luis Roca Jusmet
- Sombras y destellos: buscando la grandeza literaria
Lo busqué por varias librerías, hasta que pillé un ejemplar escondido en la Quimera del Dos Caracoles. Los anillos de Saturno, de W.G. Sebald, era lo que esperaba: un libro de tapas duras editado por Debate, que llevaba en la portada la foto de un hombre internándose en un camino rural. Era un caballero de chaleco sin mangas, sombrero de paja y bastón asomándose al misterio de la ruta. Supuse que no podía ser otro que el mismo Sebald. Lo compré porque era el libro de moda en ese momento, en 2002 o 2003. En 2001, justo cuando el mundo se estaba enterando de la existencia de este escritor alemán excepcional, murió en un choque en una carretera de Inglaterra. Sebald tenía 58 años y había dejado un par de libros que se estaban leyendo como oráculos del extravío de la historia. Los anillos de Saturno, decían, era un texto ejemplar. En mis recuerdos, lo más importante fue tener el libro. Llegar a la casa con él en mi bolso, meterlo en un librero, abrirlo de vez en cuando y pasar las páginas. Me encantaba su título, en parte porque no conseguía calzar cierto sabor de ciencia ficción con un relato que se movía por las ramas, saltando entre historias de pinturas, biografías, fotografías y reflexiones íntimas oblicuas. Por muchos años, me quedé con la sensación de que en realidad no había leído Los anillos de Saturno, sino que apenas había logrado ojearlo. No podría haber comentado de qué se trataba. Sin embargo, cada vez que leía una referencia a Sebald se me aparecía una sensación de un desamparo nebuloso. En el último tiempo he tenido que cambiarme de casa más veces de lo recomendable y en las mudanzas me he topado con la copia de Los anillos de Saturno. Lleva unos veinte años conmigo, jamás la he prestado. Hace unos días la revisé y me encontré con lo inesperado: dos subrayados que hice alguna vez. El primero está casi al principio del libro e impone un tono general al texto: “A veces, cuando miro al horizonte, creo que ya está todo muerto”. Leí a saltos hacia atrás y hacia adelante para darle contexto a una idea tan definitiva, y entonces reconstruí el motor general del libro: Sebald hizo un largo viaje a pie por el este de Inglaterra a inicios de los 90 y luego cayó internado en una clínica ante un colapso general que lo dejó inmovilizado. “Las huellas de la destrucción”, de eso habla en un sentido amplio Los anillos de Saturno, que ahora mismo me parece tan hermoso como insondable. Y, a la vez, abrumadoramente influyente: no hemos hablado lo suficiente del impacto de Sebald en la literatura de fin de siglo, especialmente en aquella que ha avanzado difuminando los límites del ensayo, el diario y la ficción. Sí lo hizo, a su modo, Susan Sontag, antes y mejor que todos. En la misma fila del librero en que tengo a Sebald, hay un par de libros de Sontag. Y entre ellos, uno que apenas miré cuando llegó a mis manos, hace como 15 años. Se llama Cuestión de énfasis, lo publicó Alfaguara en 2007 y recoge ensayos y artículos dispersos sobre cine, fotografía, viajes y literatura. El cuarto texto se llama “Una mente en luto” y empieza con una provocación: “¿Es todavía posible la grandeza literaria? Ante la decadencia implacable de la ambición literaria y la convergente ascensión de lo tibio, lo insustancial y lo insensatamente cruel en cuanto a temas preceptivos de la narrativa, ¿cómo sería en la actualidad un proyecto literario noble?”, lanza Sontag. Y responde: “Una de las pocas respuestas disponibles a los lectores de habla inglesa es la obra de W. G. Sebald”. La nota de Sontag apareció en el Times Literary Suplement a fines de febrero del 2000. Como ella cuenta, los elogios internacionales para Sebald ya habían empezado. Pero solo tras la muerte del escritor, casi dos años después, fue elevado a la categoría de imprescindible en que hoy habita. Creo que es obvio para cualquiera que conozca al menos de oídas la influencia de Sontag en el campo cultural de los últimos cincuenta años que parte de la consagración de Sebald se debe a sus comentarios. Mirando internet me entero de que su texto ha sido sistemáticamente citado, casi siempre poniendo el foco en esa pregunta sobre la “grandeza literaria”. Sin ir muy lejos, Beatriz Sarlo alude justo a eso en una nota sobre Sebald publicada en el diario Página 12 a propósito de su muerte. Y “eso” es lo que me ha venido dando vueltas en estos días: ¿es todavía posible la grandeza literaria? La pregunta de Sontag de hace 22 años siempre es vigente, pero en un ataque de presentismo fatalista se me ocurre que responderla hoy se vuelve cada vez más complicado. No tanto por la imposibilidad de escribir esa literatura, sino porque podría ser más difícil detectarla. El volumen de información disponible es demasiado: no solo tenemos un acceso mayor a libros de todo el mundo, sino que estamos bombardeados por una industria del elogio superlativo que carcome la crítica y la prensa. Y digo esto con cierta responsabilidad, porque soy periodista, trabajo escribiendo sobre novedades literarias en un diario y muchas veces he insistido en el modo bombástico: he firmado decenas de notas sobre el nuevo libro que conquista al mundo o sobre el nuevo escritor que se convirtió en un clásico ineludible de la noche a la mañana. Me acuerdo de la aparición de Karl Ove Knausgård con su serie Mi lucha. 2013 o 2014, por ahí. Fue un huracán. De repente, la prensa especializada anglosajona e hispana, incluidos muchos críticos respetables, empezaron a decir que a ese noruego no le quedaba mal el mote de Proust del siglo XXI. Había escrito no una, sino seis novelas autobiográficas que fascinaron y escandalizaron a los lectores nórdicos, y luego pusieron de rodillas a la elite internacional de la literatura: novelistas estadounidenses como Jonathan Lethem y Jeffrey Eugenides (respetados y onderos), escribieron opiniones y reseñas que colindaban con el tono del fan. Paralelamente, aparecía el mismo Knausgård dando entrevistas en que hablaba del vacío existencial. Y estaba perfecto, porque sus libros eran sobre aquello: un padre de familia que también era un intelectual atormentado por la cotidianidad, que en sus difundidísimas fotos se parecía bastante a una estrella de rock. Siempre iba con chaqueta de cuero y cigarrillo humeante. Lo de Knausgård fue una oportunidad única para presenciar cómo la consagración literaria era propulsada a una velocidad vertiginosa por la máquina publicitaria. O quizás era al revés: se puso en marcha una campaña publicitaria para difundir lo más rápido posible que existía un noruego que había escrito unas novelas que rozaban la excelencia literaria. En esta época, en la que siempre nos quieren pasar gato por liebre, creer en la segunda opción parece ingenuidad pura. Pero una vez que leemos a Knausgård algo se enciende: quizás es cierto, quizás en esas tres mil páginas en que un autor mira su biografía en el espejo laten una cuantas verdades lacerantes sobre la vida de cualquiera y de todos. Y quizás de eso también se trata la grandeza literaria: de revelarnos que en la más absoluta y ordinaria cotidianidad anida un misterio al que, a veces, podemos acceder. ¿Exagero? ¿Digo esto influido porque Knausgård fue publicado en español por Anagrama, la editorial que sigue dictando de qué se trata la sofisticación literaria? ¿O porque Zadie Smith, la autora británica consagrada como la más lúcida de su generación, dijo en algún blurb repetido hasta el cansancio que esperaba cada volumen de Mi lucha como si se tratara de crack? Seguro que sí. O también. Pues todo el proyecto de Mi lucha representa casi lo contrario a “la decadencia implacable de la ambición literaria” que detectaba Sontag hace veinte años. Reconozcamos la ambición, al menos. Aunque en una de esas Knausgård es tan obvio en esa ambición de grandeza que la aventura de su vida termina siendo un poquito insufrible. Pesadísima. Justo lo contrario a la “levedad” de la que hablaba Ítalo Calvino en sus famosas propuestas para el próximo milenio. Entre los leves gloriosos está César Aira, que ha rozado peligrosamente la celebridad literaria internacional. No hace mucho, este escritor raro por antonomasia empezó a ser el objeto del Instagram de Patti Smith, la heroína del punk devenida en coolhunter literaria. Demasiada celebridad para un autor que lleva décadas escribiendo pequeñas novelas disparatadas que desafían la seriedad del concepto de novela. Acaso porque no sabemos definir qué es exactamente lo que escribe y sin embargo lo admiramos casi sin discusión, Aira ha llegado a convertirse en una suerte de genio a contrapelo que opera con sus propias reglas. Junto con Ricardo Piglia representó por años la cúspide de la literatura argentina del cambio de siglo, y tras la muerte de Piglia (un maestro en toda regla) su reputación se convirtió en un murmullo siempre a punto de volverse un grito. La máquina del mainstream empezó a operar: entre premios internacionales -del Manuel Rojas en Chile, hasta el Formentor en España-, Aira llamó la atención del mundo, apareció Smith para bendecirlo con un despacho desde Hotel Chelsea publicado en The New York Times; por un momento, acaso un instante, sucedió lo improbable: este autodeclarado vanguardista que pone en jaque lo que entendemos por literatura estuvo de moda. Hace unos años, yo creía que todo era culpa del éxito explosivo de Bolaño en Estados Unidos tras su muerte. Creía que en esa tormenta estaba el origen de una ola de descubrimientos de parte de la prensa y crítica anglosajona de escritores geniales del mundo que, por fin, habían sido traducidos al inglés. Pero ahora creo que es una cuestión mucho más vieja, más o menos constitutiva del periodismo y que se aceleró con la ambición del breaking news permanente en la era de internet. Supongo que es la época en que vivimos: atrapados en un círculo que gira entre la ansiedad y la decepción, andamos buscando obras geniales que nos deslumbren. Ojalá todas las semanas. Acaso porque leer es más lento que ver una película en Netflix, la velocidad de consagración de los escritores es un poquito más lenta. Pero sucede: de pronto, era imposible saltarse a la nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie. Había que leer su novela Americanah y, más que eso, mirar en YouTube su charla “Todos deberíamos ser feministas”, porque hasta Beyonce la había sampleado en una canción. Más allá de cualquier consideración de corrección política, Ngozi Adichie consiguió muy rápido que le abrieran las puertas de esa zona donde se mueve una elite de celebridades literarias. Suena difícil que exista (¿la inventó Joan Didion?), pero me quedó clarísimo que era real cuando Kendall Roy, el hijo maldito de la familia súper millonaria de la serie Succession, manifiesta una ansiosa esperanza de que Zadie Smith vaya a su fiesta de cumpleaños. ¿Había leído Kendall Roy a Smith? ¿Era necesario leerla? Quizás leer da lo mismo cuando hay una industria dedicada a producir genios literarios con periodicidad. No es fácil hallarlos (¿cómo podría serlo?), pero cada tanto aparece un nombre que, supuestamente, está llamado a deslumbrar al lector. Y como todo esto se equilibra en una delicada línea en la que el esnobismo se mueve hasta la curiosidad real, sucede: los lectores se deslumbran. Se desatan chispazos reales que iluminan zonas oscuras. Bolaño, Knausgård, Ngozi Adichie, Aira, todos deslumbran sinceramente. Hace dos años se conjugaron todos los astros a favor de Benjamín Labatut y Un verdor terrible. El chileno entregó un libro asombrosamente bien montado y escrito con una inteligencia alucinante. Luego tuvo la suerte de entrar a un círculo virtuoso editorial que lo lanzó por los cielos. El rastro ha sido detallado: Labatut y su agencia literaria, Agencia Puentes, movieron el manuscrito (¿una novela?) en la Feria del Libro de Frankfurt y los derechos fueron comprados por la respetada editorial alemana Suhrkamp, que se hizo parte del negocio (esto también es un negocio) y propulsó el título hacia muchísimos idiomas. En Inglaterra Un verdor terrible apareció con blurbs de Philip Pullman y John Banville, quien además escribió una crítica en que lo calificó de “extraordinario”. Es cierto que Labatut no ha alcanzado los niveles de celebridad tipo Knausgård, pero generó un ruido enorme con Un verdor terrible. Editado por Anagrama en español, en Estados Unidos desató esas ondas que solo los gringos son capaces de conseguir. Allá lo lanzó la exquisita editorial de la revista New York Review of Books a fines de 2021 y, dicen, rápidamente en dicha ciudad todas las librerías con vocación literaria —que son muchas— lo tenían destacado en sus vitrinas. Que el expresidente Barack Obama lo pusiera en su muy publicitada lista de libros recomendados para leer en el verano terminó de sacar a la novela de un circuito exclusivamente literario para lanzarlo a las grandes masas de lectores. No fue un best seller (menos mal), pero su reputación creció de forma difícil de calcular. La mayoría de los lectores que llegan hasta Un verdor terrible lo hacen sin saber nada de esta historia. Por supuesto, no es necesaria conocerla para leer el libro y menos disfrutarlo, pero convengamos que muchos de esos lectores llegaron hasta el libro precisamente porque esa historia existió. Más aún, incluso en el murmullo de conversaciones cotidianas por el que circula la novela de mano en mano late una promesa inusual: esto es algo especial, no hay nada que se le parezca. ¿Grandeza literaria? ¿Un proyecto literario noble? Someter a Labatut a la pregunta de Sontag sería muy injusto —y a cualquier autor en realidad— acaso porque supone saber cuál es la respuesta, de qué diablos se trata la grandeza literaria. Sospecho que Sontag lo sabía y estaba muy orgullosa de saberlo. Como sea, creo que ya no existe esa respuesta: fue borroneada entre las tensiones de una teoría literaria que puso en duda cualquier tipo de jerarquía, la ansiedad por hallar productos culturales notables en la conversación de redes sociales y la máquina editorial publicitaria que todas las semanas propone hallazgos geniales. Habitamos zonas movedizas en las que las categorías de bueno o malo se han difuminado. O, por ahora, están suspendidas. Supongo que dejaron de tener sentido. Pese a que creo sinceramente que Un verdor terrible es un libro valioso, sospecho que me estoy dejando llevar por el ruido provocado por la máquina de promoción. Esas máquinas inundan nuestro gusto. Lo modelan. Quizás no haya mucha escapatoria. Entiendo perfectamente a esa gente que decide pasar de los libros que todos están leyendo para abstraerse del ruido. César Aira demoró años en leer a Bolaño y cuando lo hizo se limitó a decir: “No es taza de mi té”. Es una buena idea, pero yo, quizás por deformación profesional, corro hacia los ruidos. Me interesan desde los más aparentemente insoportables (leí feliz El código Da Vinci), no quiero perderme los supuestamente valiosos (me hice rápido con mis copias de Patria, de Fernando Aramburu, y El infinito en junco, de Irene Vallejo) y me intrigan seriamente esos murmullos que se vuelven ineludibles que corren entre los llamados “lectores informados”. Lo que pasó con Ernaux es especial. El Premio Nobel que recibió la escritora francesa hace unas semanas reconoció (o institucionalizó) un murmullo que venía hace años entre los “lectores informados” no europeos. En Latinoamérica su nombre corría como el de una iluminada entre escritores jóvenes, la mayoría mujeres y editores independientes, en parte porque su voz es la de una desclasada radical: una autora que escribe un obra en los márgenes difusos de la ficción, en un zona sin género, y que llega a la literatura desde una clase social donde la literatura era impensada como destino de vida. Parece un fenómeno a contrapelo de las modas, porque Ernaux venía escribiendo al menos desde la década de los 70 y nunca tuvo un hit tipo Knausgård o Labatut. No hubo un golpe de suerte, sino un trabajo disonante que ni siquiera es autoficción clásica y que tarde en la vida de la autora empezó a cosechar elogios internacionales. Lo de Ernaux es lo contrario al chispazo que genera la máquina mediática editorial: es una obra que a fuerza de tiempo y persistencia fue abriéndose paso entre los lectores, la crítica, la academia y el reconocimiento internacional. Uno está tentado a creer que en ese camino hay algo más real y honesto, que por ahí sí que transita el verdadero genio literario por el que preguntaba Sontag. Imagino que es un espejismo. Tampoco es tan dramático: la confusión solo aparece cuando uno escarba; la mayoría del tiempo avanzamos llevados con suficiente ligereza como para reflejarnos de tanto en tanto en lecturas, voces y escrituras. Acaso porque la verdad está desahuciada ya dejamos de buscarla. Hacia el final de Los anillos de Saturno, Sebald reconstruye los caminos de la cría del gusano de seda en siglo XVI en Francia e Inglaterra. La sericicultura, como se llama esta técnica, culminaba en la confección de la tela, en la que los tejedores debían trabajar por jornadas eternas en complejos telares que los obligaban a posiciones tediosas e incomodísimas. Sebald dedica una buena cantidad de páginas a la seda, acaso solo para llegar a citar una Revista de Psicología Experimental de aquella época que sostiene que las condiciones laborales rutinarias de los tejedores los emparentaba con los eruditos y los escritores. Y también “tendían a la melancolía y a todos los males que derivan de ella”. “Creo que uno no se hace fácilmente una idea de la impotencia y los abismos a los que a veces puede arrastrar a una persona la reflexión constante, que no concluye con el denominado cese de jornada, y la sensación que penetra hasta los sueños de haber prendido del hilo equivocado”, anota Sebald. Transcribo este pasaje no para encontrar una respuesta a la bendita pregunta de Sontag, sino para enfatizar una idea que me da vueltas: por supuesto que la grandeza literaria puede ser alcanzada por un escritor, pero es el lector quien debe dar con ella. Ocurre. A veces descubrimos la grandeza llevados por la máquina publicitaria. Es un chispazo fugaz que ilumina el paisaje por un instante y se apaga. Luego, aparece otro. Y otro. Uno podría volverse adicto. Pero otras veces en un libro que teníamos olvidado habita una luz permanente, quizá tenue, que se extiende en el tiempo dejando una huella de sutil incandescencia muy difícil de borrar. Yo la encontré en Los anillos de Saturno. Tuve suerte. Roberto Careaga C. Periodista y escritor. Cubre temas culturales y literarios. Trabaja en “Artes y Letras” de El Mercurio. Es autor de La poesía terminó conmigo (UDP), biografía del poeta Rodrigo Lira.