Barbarie pensar con otros
Revista de pensamiento y cultura
info@barbarie.cl
www.barbarie.lat
<!-- Google Tag Manager -->
<script>(function(w,d,s,l,i){w[l]=w[l]||[];w[l].push({'gtm.start':
new Date().getTime(),event:'gtm.js'});var f=d.getElementsByTagName(s)[0],
j=d.createElement(s),dl=l!='dataLayer'?'&l='+l:'';j.async=true;j.src=
'https://www.googletagmanager.com/gtm.js?id='+i+dl;f.parentNode.insertBefore(j,f);
})(window,document,'script','dataLayer','GTM-MNF8HCS');</script>
<!-- End Google Tag Manager -->
<link rel="icon" href="/path/to/favicon.ico">
Resultados de la búsqueda
Se encontraron 975 resultados sin ingresar un término de búsqueda
- Carta abierta a mi padre encerrado con demencia en pandemia:“No te he abandonado, papá”
Se llama Carlos pero no lo recuerda. Vive en el último piso de un asilo y no sé cómo explicarle que no lo he abandonado. Hoy en la mañana me llamaron del piso; tienes fiebre, treinta y siete y medio, tos seca y obstrucción. Van a hacerte el test. Nadie aún se ha contagiado ahí dentro, pero hay tanto asintomático, tanta superficie donde el virus puede vivir. No sé qué pasaría si tienes, no sé si te aislarían o mandarían a un hospital. No sé qué día es, tengo la raíz crecida una cuarta de canas que no me había visto en el cuarto de siglo que me tiño. Uso buzo casi todos los días, pantuflas. Tiempos tan extraños éstos que nos han caído encima, papá. Esta es una carta abierta a mi padre encerrado. Se llama Carlos pero no lo recuerda. Vive en el último piso de un asilo y no cómo explicarle que no lo he abandonado, que estamos en pandemia. Se parece a lo que me pasó a mí, yo nací coja y cuando empezaba a dar mis primeros pasos lo descubrieron. Me inmovilizaron por doce meses en una incómoda posición que me impedía levantarme y caminar detrás de mis hermanos. No hubo modo de explicarme que era un remedio, una cura, y no una tortura, un castigo, una penitencia. Eso ocurre contigo hoy, papá. Tu mente es como un calcetín huacho, encogido; no le alcanzan las explicaciones. Célebre punto final a nuestra relación padre hija. Célebre y simbólico. Ahora tú eres el que crees que yo te abandoné. La próxima vez que pueda entrar al piso quinto, si es que la hay, quizá tú consigues irte antes de que la pandemia termine, seguramente no te vas a parar de la cama. Es muy probable, en un buen escenario, que hayas pasado a ingresar el conjunto de los postrados que las cuidadoras, cuando les alcanza el tiempo, levantan con grúa para llevar al comedor a recibir cucharadas de sopa verdeamarilla. *** Soy la única hija mujer que tuviste, pero los padres son siempre mucho más importantes que los hijos. Todos seremos hijos antes que nada, antes que madres o padres, hijos antes que médicos o abogados o amantes. Es lo primero que fuimos, es lo que somos, es lo que seremos. Hijos de nuestros padres. Un hijo puede doler, pero no duele lo que un padre, lo que una madre. No se sabe cuánta conciencia tienes hoy a mano, papá. La ciencia no lo sabe a ciencia cierta y no hay modo de averiguarlo con certeza. Los cuidadores se contradicen, los médicos no tienen claridad. El día que llegamos aquí, por ejemplo, al abrirse la puerta del ascensor del piso quinto y cruzar su dintel los dos bien tomados del brazo, dos moribundas células de tu cerebro también se dieron la mano como nosotros, hicieron la luz por un instante y me dijiste al oído: de aquí no se sale. El 14 de marzo los administradores nos clausuraron la entrada a todos los familiares, papá. Amaneció la cerradura puesta, quedaron a solas como a oscuras, como a las escondidas, esperando que termine este bombardeo mundial que promete larga vida. La última vez que te vi me había tenido que saltar una de mis visitas semanales que venía realizándote con regularidad desde hacía unos meses. Te encontré durmiendo frente a un televisor encendido, junto a la mujer que se come las manos. Me senté a tu lado, te saludé y me preguntaste qué me había hecho. Y como siempre que te apareces por tu cuerpo, te festejé con algarabía, besos y abrazos. Cariños que no te di hasta ahora… Es un golpe bajo esta pandemia, papá; nos arrebató lo que recién amasábamos. *** Eres el hombre que más he odiado y el que más he amado. Tenía dieciocho cuando me dejaste dando bote con un certero derechazo que me mandó las siguientes décadas al diván. Hace 30 años, un lunes, el último de febrero, llegaste como a diario, minutos antes de la una y media. Mi madre aporreaba carne con los nudillos y preparaba arroz graneado que almorzó sola a la mesa, porque ni tú ni yo nos sentamos. Tú estabas de pie frente a tu clóset y yo te miraba, los iris azules detrás de los lentes, tu figura quijotesca como pidiendo disculpas por un crimen de lesa humanidad. Si no hubiera tenido dieciocho años, papá, si no hubiera sido tu hija, te habría abrazado. Cuando arrancó tu auto ese último lunes de febrero, papá, eran poco más de las dos de la tarde, hacía calor, vestías unos pantalones delgados color crema y una camisa celeste de manga corta, los dos primeros botones abiertos, ninguna corbata. Carlos Enrique, hijo de Simón y Elcira, nacido en Rancagua, criado en Viña, primogénito de tres, ese día de finales del verano eras un hombre pisando el medio siglo en busca de la felicidad. Un romántico que arrojó una bomba en nuestra casa en nombre del amor. Avanzabas por la avenida con el vidrio abajo y el codo afuera, te esperaba un departamento arrendado apenas a unas cuadras y la mujer de tu vida. Te imagino en el auto, con la cabellera al viento, aliviado, creyendo haber pasado lo más difícil, pellizcándote en los semáforos como presidiario en libertad. Te encaramabas al medio siglo y gozabas de un merecido prestigio profesional, eras un hombre satisfecho en ese aspecto de tu vida y partías en busca del que te faltaba. Con los hijos fuera del colegio, tu tarea como padre podía darse por concluida, pensabas, y te reforzabas diciéndote que tú mismo te habías ido de tu casa en tren a los diecisiete a estudiar a Concepción. Yo tenía dieciocho, mis hermanos veintiuno y veintidós. Estábamos sobrados, te dijiste. Te veo convenciéndote, con elegancia; era tu turno, te tocaba a tí, no podías continuar postergándote, había llegado tu tiempo. Nunca regresaste a buscar nada. Ni un cuadro, ni un sofá, ni un hijo. *** Te fuiste de nuestra casa, papá, como si hubieras vivido de invitado por más de dos décadas. Con tu salida se hizo la luz, vivíamos en ruinas, prácticamente en la intemperie, nuestra casa era una ciudad de postguerra: seres famélicos y sucios, retraídos, rondando sin tocarse ojos ni manos, sin mandarse palabras ni como mensajes en barquitos de papel. Nuestra casa era un pueblo fantasmal de mendigos y desquiciados. No sacabas nada con gritar socorro. Salimos de tu rutina, de tus horas, de tus noches, de tus días, de tus meses, de tus años, de tus décadas. Nos diste la espalda a los perros rabiosos en que nos convertimos, quizá yo la peor. Habíamos extraviado el diamante del anillo. A un padre no se lo pierde; si se lo pierde, no se lo tuvo. La separación de ustedes circuló largo tiempo en boca de la colonia de judíos de Santiago. Fuimos los sobrevivientes de Hiroshima. Corrió sangre en pueblo chico y bien dotado para el pelambre. Por treinta años sólo nos vimos al interior de tu consulta. El cumplimiento del pacto invisible fue celoso. Nada, ni un almuerzo, comida, café, ni un vaso de agua fuera de tu consulta. Por tres décadas mantuvimos una relación delimitada a los muros donde te ganabas la vida, un pediatra cuyos pacientes, ya crecidos, repiten con los ojos húmedos que eres el mejor. Hay madres que todavía te visitan para seguir manifestándote su agradecimiento. A veces me las topo por ahí afuera, a ellas y a los ex niños, y me detienen, necesitan decirme muchas veces: “Tu padre es maravilloso”. Cuando mis hijos enfermaban me comía el orgullo y los conducía a tu consulta, como al oráculo de Delfos, para que dieras inicio a la exploración que los traería de regreso la salud. Tú examinando a mis hijos, mis hijos en tus manos, mi porción de padre. *** Hasta que una noche fría, treinta años después de ese último almuerzo de febrero, reapareciste. Necesitabas a los hijos de sangre que antes habías corrido por incómodos. El padre ido, ahora perdido, pasadas las once de la noche, al teléfono. Mi nombre en tus labios, alargabas las tres vocales que lleva, te demorabas en él. De inmediato, el balde de agua fría: no sabías dónde estabas. O sea, sí sabías, dijiste, que era una calle conocida pero ay, no podías acordarte cuál era y habías pinchado un neumático. Me mordí los labios, te pedí que buscaras un local abierto, lo encontraste, fuiste a preguntar disimuladamente el nombre de la calle. Cuando llegué a buscarte revolvías el asiento trasero de un auto de carabineros que se había detenido a acompañarte. Tú buscabas, decías, la herramienta que te faltaba para cambiar el neumático que habías pinchado. La calle era Vitacura, estabas a dos cuadras de nuestra casa y el neumático pinchado no tenía reparación. Hay reparaciones imposibles. ¿Qué hacías ahí esa noche si vivías en otro barrio? ¿Volvías a descansar? ¿El reposo del guerrero? Volvías cuando nuestra casa era un local comercial frente a un restorán de sushi. Tenías las manos frías y las mejillas también, te toqué aunque muy lejos de los besos y los abrazos a los que llegué hasta el virus de Wuhan. Entraste al asilo. Fui a verte cada vez más seguido; cuando ya no supiste tu nombre, que eras doctor ni que tenías hijos, regularicé mis visitas una vez por semana. Tocaba el timbre, me abrían sin necesidad de preguntas y subía. Ni me di cuenta como tu cuerpo se me hizo familiar, te daba besos en las mejillas, te las ensuciaba de mi rouge, te hacía reír diciéndote tu nombre en diminutivo, con cosquillas en las axilas. Te compraba un par de latas de Coca Cola normal que fue tu favorita porque ya tampoco pareces disfrutar. No hay salida aquí, papá. Ésta es una esquina que no lleva a ninguna parte. La demencia es sin compasión: el miembro que la padece es el ser y lo estruja hasta transformarlo en un estropajo. Por las mañanas despiertas como metido en una cuna, no puedes bajarte, tocar el timbre que hay sobre el velador, llamar a viva voz, nada. Sólo esperas. El día que llegamos al piso, te traje conmigo en auto. Se te veía estresado, el cinturón atravesado, la cara de terror como si cruzáramos el estrecho de Magallanes en una canoa de pino. Todo le resulta extraño a tu mente: calles, autos, buses, bocinas, gente, hasta tu propia imagen en el espejo. *** Llevábamos seis meses, papá, contra marea haciendo recuerdos en el piso quinto, y el virus llegó a suspender la incipiente corriente. No nos alcanzó la vida, papá. La bancarrota es con fanfarria, globos y serpentinas. Íbamos a la cafetería del asilo ubicada en el primer piso del edificio. Fue la cafetería de nuestra vida, papá. Bajábamos, ocupábamos una mesa, comíamos o tomábamos algo, nos decíamos algo, como si la vida nos fuera normal a los dos. Costaba físicamente llegar contigo allí, tu verdugo te ha achicado los pasos y los tuyos fueron siempre largos, felinos. A veces estabas somnoliento, y aunque te alegrabas, no podías evitar dormirte sentado con la boca abierta. Otros días tenías más empuje y empezabas con la letanía ininteligible que le he escuchado similar a otros residentes, un idioma propio, personalísimo. Yo creo que me voy a ir de aquí también dijiste un día, esas mismas nueve palabras. Y yo me levanté para gritar que era muy buena idea y darte besos y abrazos. Te pusiste feliz y dijiste más palabras que no entendí y te di más abrazos y más besos. Tienes que irte te dije con seriedad, pensando en que aprovecharas los moretones que nos avisaron que te habían aparecido. En el piso transcurre la vida de los que se han quedado sin yo, lo bauticé el piso de la última esperanza, es el lugar de hombres y mujeres devenidos sombras de sí mismos, pálidas réplicas de quienes alguna vez fueron. Pertenece a aquellos a los que se les desapareció la información del disco duro, toda, un imposible en ingeniería de software; es de los que viven a solas y al fondo de su cuerpo, asustados, en el suelo boca abajo. El pasillo central del piso quinto tiene forma de U y los veintitantos dormitorios se van sucediendo a ambos lados como si uno paseara por un corredor de salas rotativas. Las puertas permanecen día y noche abiertas, la intimidad abolida como en un orfanato de menores, pero a ningún residente le preocupa. Sin necesidad de asomar la nariz a las piezas, uno se topa con televisores hablando solos y camas clínicas, de lánguidas sábanas blancas, sosteniendo humanidades semidesnudas. Es un espectáculo el desfile de extremidades en desuso, piernas y brazos desnutridos, deformados. Conjuntos de huesos humanos petrificados, puñados de pellejo desecado… y en medio de esa tormenta, entre las ruinas como un sol a mediodía, los brazos fuertes y saludables de alguna cuidadora, luminosos, desentonando el panorama, armados por una cuchara y un plato de espesa sopa verdeamarilla. Alguna vez tuve ganas de preguntar a los familiares de los residentes por sus historias, pero no me atreví. No son dementes felices; quizá los haya, pero contigo no están. Hay quienes dicen que se trata de niños felices, no es cierto. Nadie es feliz en el piso quinto. Miradas azoradas, abatidas, enojadas, eso sí prolifera en él como las bolsas de pañales. *** Cuando te sientas, tu tronco largo de Quijote se te escapa; el torso largo se inclina, con el pecho hacia adelante. Tienes la boca medio abierta y en los ojos azules de siempre, la mirada del que no entiende. ¿Hay vida en el piso quinto? En tu habitación, la 511, el reloj que no tiene pila marca las doce veinte desde hace largo tiempo y da igual, es irrelevante actualizarlo. Ese diálogo permanente con uno mismo que caracteriza la vida humana se ha extinguido, son vidas que todo lo ignoran, vidas de soledad. ¿Dónde ha ido el ser del demente? Ha ido a ningún lado, ésa es la tragedia. Tu ser, papá, está ahí dentro de ese cuerpo, pasándola de terror, contemplando sin recursos como una plaga cada día le asesina nuevos miembros. Estás arrinconado, papá, empobrecido. La última vez que te visité, que no sabía por supuesto que lo sería, nos sentamos uno al lado del otro en el borde del catre. Me aguanté de llorar para no asustarte y entonces recibí un suave golpe de tu cabeza contra la mía y pareció un cariño a propósito; me conmoví y recordé a alguno de mis amados gatitos cuando me hace un gesto amoroso con intención. Te hice cariño en tu pelo suave que te cubre toda la cabeza, largo y gris; y algo deforme me surgió bajo la mano: un hueco, una cavidad inesperada. Tu cráneo tiene una extraña y profunda hendidura, papá, por la parte de arriba. Debe ser la llave abierta por donde se te escapó todo. Mi papá lindo te dije, mi papá tan alto, los ojos azules, tan inteligente, tan buenmozo, tan buen médico, mi papá, el mejor. Algún día clamé venganza, algún día te deseé un dolor equivalente al mío por tu ausencia. Ahora vives en el piso de los torturados y yo quiero ir a abrir la puerta para que salgas tú y los demás, papá. Pero vino la cuarentena y nos quedamos los dos encerrados, tú allá y yo acá, todo en pausa aunque ustedes ya estaban en una pausa cruel y sinrazón, una espera con bien poco de vida humana. Y ese poco que restaba, ese poco, se lo robó el virus. Te volví a perder, como se corta un cable de un tirón, de bruces. A tu mente no la tocan las explicaciones. No llegué más no más, desaparecí de tu vida como tú mucho antes de la mía, papá. Una vez traté de que habláramos por Skype, pero te asustaste; ¿qué hijos? le preguntaste a la enfermera que te decía que tu hija quería hablarte. Miraste un segundo con cara de desconfianza y no quisiste seguir. Se acabaron mis visitas semanales, nuestra cafetería, tus Coca Colas. Me acuerdo de nuestra última vez en la cafetería, sonreías, diciéndome que no nos vayamos todavía, que estaba rico. El virus llegó a confirmar la verdad tipo catedral de que todo puede siempre empeorar. Seguirás aún más encerrado y solo junto a aquellos para los que, como a ti, vivir se les convirtió en algo peor que morir. Suspendidos en un limbo, un purgatorio, un eterno principio sin pasado, sin futuro, un tiempo sin tiempo donde esperan a la caprichosa, a esa que no gusta de ir donde se la llama y quiere. Te abrazaba fuerte, abrazaba huesos, un esqueleto, el esternón, te tomaba la mano, larga y delgada de siempre, y nos quedábamos así, sin movernos sin hablar, como enamorados, como nunca. Se acabó el tiempo, lo con sumimos en un acuerdo envenenado. ¿Cómo te explico que no te abandoné, que es pandemia? Esta vez yo falté a la cita, esta vez tú te quedaste esperando, sin entender, navegando encerrado en un Arca de Noé sin mañana. Ximena Hinzpeter
- 4D
Juan Malebrán (Iquique, Chile 1979). Ha publicado los poemarios Reproducción en curso (2008), Bozal (2014, 2015), Entretenciones mecánicas (2016) y Trópico (2019). SU MUJER JAMÁS CONOCERÁ SEVILLA Cruzó el atlántico en un mercante, porque su sueño era ser un gran libertario indigenista y aquí lo tienes en plena gloria, bajo la luz de un fluorescente, reducido a la culata de una sartén al interiorde una caseta de salchipapas. Esclavo de la fritanga. Noche tras noche hasta el domingo, reflejando la gratitud de su cara en la hediondez negra del aceite. El sueldo que apenas le alcanza para pagar el techo, la luz, el agua y la comida de las tres crías que nunca quiso tener, se lo paga un indio con diente de oro que secretamente cobra venganza. CALIBRACIÓN Tal vez así las cosas sepan irse solas o por lo menos encontrarnos en su deriva Juan Cristóbal MacLean Igual que proponerse ajustar el ojo para dar con el borde de las cosas antes de que estas comiencen a difuminarse como lo hace ahora mismo nuestro vaho contra el ventanal o como intentar una réplica de los gestos ejecutados por un sordo en pleno insulto: ceño, puños, muecas y la rabia de una performance ensayada frente al espejo solitario Similar al ejercicio puesto en práctica por quienes buscaron refugio en un pequeño albergue hasta aprender a entenderse en la más completa de las cegueras o como esos otros dos en la barraca colina arriba al oír cada noche roedores en los pasillos hasta que el ruido del correteo un día también desapareció. «Intentar traducir el mundo es un asunto a largo plazo» — repetían todos — cual mantra a modo de consuelo que obligaba a mantener los cuerpos a salvo lejos del contacto, precisamente, con el bordede las cosas. Breve anotación sobre un reptilal caer la tarde el gecko no es más que un lagarto que atraviesa claros y cambures una sombra entregada al ruido que los grillos proyectan entre la hiedra una silueta invertida contrariando la gravedad o un cuerpo inmóvil frente al cálculo previo al impulso y la embestida parecido a la imagen que guardamos de él siendo niños cuando el mundo se mostrabaajeno debajo de las piedras un pequeño reptil transparente en su tibieza mínimo en su quietud como el viraje del girasol bajo el que ahora mismo reposa. Inútil como la cornamenta del pudú allá arriba el inuit se mantiene inmóvil sin embargo su espera es otra a ras de hielo la luz del cebo cautivará a su presa encandilada por el canto de las focas y el fraseo de los peces vuelto cardumen bajo la tundra poco importa volver la vista al cielo reflejado en los manantiales cuando se construye un mundo a pedazos poco importa asomar la cabezadesde el bordeen los farellones porque la gracia es apenas un soplo hibernando en las cuerdas vocales el rebote de una piedra sobre el lago la habitual letanía que nos ciega tras la grasa tras la espina tras la escama en la carne magra como bolillo cubierto de arena no existe atardecer comparable para nosotros allá arriba a lo mucho un trozo de hielo donde reposar la cabeza paciencia hay está claro opacidad por supuesto
- Manifiesto de la jefa de hogar
Y si la Jefa de Hogar redactara su manifiesto, sería por la ausencia de un formato que la ampare. Y porque esa misma ausencia, la dejó a la deriva. Estampada como una fórmula en los papeles del censo chileno. Allí decía que la Jefa de Hogar era la protagonista de la historia patria. Pero eso era la estadística. Siempre lijando los bordes de unas palabras que no se dicen. La Jefa de Hogar no es jefa en el sentido más común de la palabra. Es otra la autoridad que la inviste, cifrada en su imaginario delantal de cocina: ella administra el trajinar caótico de los días. El hogar es un fuego que siempre se está extinguiendo. Ya no esa tribu unida por la sobrevivencia. Ya no la hoguera crujiendo su insistente esplendor. Ahora el hogar es una llamita que titila su fragilidad en un departamento de un barrio residencial. Se alimenta de soplidos y balbuceos, de sudores, sonrisas y sillones, de amores, rabias y flores. Tambaleando los mecanismos alimenticios, callejeando los zaguanes y los pasillos, negociando palabradas sobre orígenes y culpas. Catalina Mena
- Paradojas del deseo
[-] Esta ausencia espesa que se llama deseo. J. LACAN Qué difícil hablar del deseo sin confundirlo con la vivencia subjetiva de las ganas. De modo casi imperceptible, la idea del sujeto deseante se nos desliza hacia la figura de un muchacho entusiasta, ávido, incansable, siempre proclive al movimiento, sea en la dirección que sea. Y no es que la cosa no pueda tomar ese sesgo. El problema, en todo caso, es con qué concepción de deseo (y, fundamentalmente, de sujeto) estamos operando. Lo cual habrá de determinar nuestras lecturas, nuestras puntuaciones, nuestras intervenciones. Si el psicoanálisis postula que el deseo es inconsciente, acaso haya que tomar este postulado de un modo fuerte, alejado de cualquier anhelo consciente: se trata de algo extraño, enigmático. A tal punto que la posición del sujeto ante el deseo no es la de ir a abrazarlo, es más bien la de poner en marcha todo un dispositivo defensivo. Es que no solamente no sabemos de nuestro deseo (la “nesciencia”, dice Lacan, la ignorancia, el desconocimiento), sino que, de manera más radical, no queremos saber. De ahí que este huésped extraño genere conflicto, tensión, inquietud. Y de ahí, también, que favorezca la formación de síntomas, que devienen la máscara del deseo, y que el analista está invitado a leer, descifrar, para encontrar las huellas, las pistas de ese vector inasible. Inspirado en el célebre y hegeliano deseo de reconocimiento, Lacan llega a invertir la fórmula para hablar del reconocimiento del deseo: es el deseo (no el sujeto) el que busca hacerse reconocer. Si a esto le sumamos el hecho de que el deseo se presenta como algo no articulable, no decible, o que solo puede decirse entre líneas, entonces ya asistimos a una noción más que problemática. Que no hace más que poner en cuestión nuestra idea más cotidiana del asunto, nuestra pregnancia ante esa palabra tan cautivante y prometedora. Son tantas las vicisitudes del deseo, tan variados y hasta antagónicos los empleos del término, que su manifestación clínica admite diferentes escenarios. Por ejemplo, hay quienes consultan porque su deseo ha desaparecido del mapa, o está bloqueado, aplastado, y viven en una suerte de inercia cotidiana. Como esos estados de inhibición, parientes de la depresión, cuyo signo más saliente es la inmovilidad. De alguna forma, vienen a análisis para lograr despertar. Pero hay quienes acuden al analista justamente porque han despertado… Porque el deseo ha irrumpido, ha perturbado la homeostasis, y no saben qué hacer. O porque han aparecido síntomas de esa irrupción, y aquí el deseante puede confundirse con el insomne. Como señala Lacan en su seminario consagrado al tema, el deseo se presenta ante todo como un “trastorno”; incluso, como “el tormento del hombre”. Hay una variante todavía más delicada. Es la que presenta Freud en 1916 a propósito de ciertos tipos de carácter. Así como nos habíamos habituado a entender las neurosis como el resultado de un deseo que no se había realizado, aquí nos encontramos con una sorpresa algo embarazosa: muchas neurosis se desencadenan porque el deseo se ha realizado! En el momento en que “por fin se le dio”, el sujeto sucumbe, se cae de la escena… Y no es un mero tropiezo, algo que permitiría volver a incorporarse y seguir andando, es un “vuelco trágico”. Por eso Freud los bautiza como “los que fracasan cuando triunfan”. Pero no siempre el destino es tan funesto. Muchas veces el deseo trae consigo una marea de angustia que, si se la puede atravesar, abre un territorio auspicioso, novedoso. Como el caso de aquella mujer que acababa de recibir un regalo extraordinario e inesperado: su pareja la invitaba a recorrer Europa, el sueño de toda su vida (y de la de sus padres). Tras los festejos, la euforia, la ilusión, algo comienza a virar, como esos acordes disonantes que asoman en las películas para anunciar un cambio de atmósfera. Y aparece algo ominoso, el vértigo, la culpa, que declinan prontamente en un miedo intenso a subirse al avión. A ese avión, no a otros, a los que podía subir con total tranquilidad en situaciones eventuales de su trabajo. Pero el avión del deseo tenía muchas más chances de sufrir un infortunio. Sobrevolaría en una zona incierta, sin garantías. Y ahí no había manual de autoayuda que ayudara. Tampoco la receta racional: “¿Sabías que es el medio de transporte más seguro del mundo?”. Finalmente, el viaje pudo acontecer, no sin una dosis previa de temor y temblor, un auténtico peaje de angustia. Una vez franqueado ese borde, la escena soñada. Y, como suele ocurrir en estas circunstancias, el viaje de vuelta ya era infinitamente más “seguro” que el de ida, la vuelta al territorio familiar, algo patente en algunas configuraciones fóbicas. Así, pues, el deseo nos interpela, nos divide, nos “castra”. Y no podemos soslayar, en este sucinto recorrido, algo central, otra perla que Lacan extrae de la dialéctica hegeliana: el deseo es el deseo del Otro. Por cierto, no es lo mismo desear al Otro que desear el deseo del Otro. Dicho en freudiano antiguo, no es lo mismo que el niño desee a la madre a que desee su deseo. O, en un lacanés más moderno, no es lo mismo hacer el duelo por un objeto que se pierde que por un Otro en el que ya no se tiene lugar. Hay algo más que se desprende de la fórmula del filósofo alemán: es en cuanto Otro que deseamos. Lo que vuelve complicado, casi imposible, concebir al deseo en primera persona. Y éste ha sido, en la tradición analítica sobre el tema, un notable cambio de acento por parte de Lacan: la cuestión no es tanto qué desea el sujeto como desde dónde se le plantea el problema del deseo. Que es, a fin de cuentas, lo que más se le escapa. Por eso hablar de las paradojas del deseo, como hemos titulado estas líneas, no puede sino constituir una redundancia. El deseo es, por estructura, paradojal. Algo que, a la vez, dice que sí y que no, que nos moviliza y también nos paraliza, que nos lleva al pasado (la nostalgia, el matiz tanguero) pero que no deja de mirar al futuro, que es incompatible con la palabra pero que no podría surgir sin la palabra, que se fija a determinados objetos aunque siempre es “deseo de otra cosa”, que puede resultar tan vacilante como decidido, que nos liga al Otro y también nos separa del Otro. Y a las paradojas, como aconsejaba Winnicott, mejor no intentar “resolverlas” o tratarlas como contradicciones, porque ahí las perdemos como paradojas. Que tanto nos ayudan a pensar. Juan de Olaso Psicoanalista, doctor en psicología por la Universidad de Buenos Aires, profesor regular adjunto de la Cátedra I de Psicoanálisis: Escuela Francesa y docente de la Maestría en Psicoanálisis (Facultad de Psicología, UBA). Autor del libro Paradojas de la inhibición - Ediciones Manantial, 2015
- Polvo prendado de fantasmas, tal es el hombre...
Cioran me produce un efecto ambivalente. Por una parte, me parece que es un tramposo, que tiene que haber algo de impostura en este escritor que dice que lo peor es haber nacido y tiene una existencia que me parece interesante y unos textos que más que deprimentes me resultan estimulantes y de una lucidez tremenda. "Polvo prendado de fantasmas, tal es el hombre : su imagen absoluta, de parecido real, se encarnaría en un Quijote visto por Esquilo..." Este aforismo tan certero, que aparece en su “Breviario de la podredumbre” nos permite entrar en lo esencial de una perspectiva singular sobre la condición humana. Sus aforismos, como él mismo dice, son fogonazos de la experiencia. Este pequeño ensayo es lo mucho que me sugiere este aforismo. El hombre no es "sino la quintaesencia del polvo" dice Hamlet a Rosencrantz y Guildenstern frente al esplendor del Universo, del cielo y de la tierra. El polvo no tiene ni la noble solidez de la roca ni el ligero fluir del agua. Es una materia que se disuelve, que se pierde sin eliminarse en un movimiento circular. Ciertamente la dura frase bíblica "Polvo eres y en polvo te convertirás" nos muestra esta inconsistencia humana, tomada en sí misma. Pero para Cioran no hay un Dios que nos redima, seguimos siendo lo que somos, este “maldito yo”, por usar una certera expresión suya, que no es nada. Ni siquiera es la Nada que los budistas nos ofrecen como un horizonte de salvación. Sólo nosotros nacemos, solo nosotros morimos. Los animales aparecen y desaparecen en este polvo que ni se reconoce como tal. Pero nacer implica la idea de algo, de alguien, es la conciencia que se materializa. Nuestro sistema nervioso, hipersensible, genera esta conciencia que no es otra cosa que un suponerse separado, que un desarraigo radical con la Naturaleza. Nacer es ser diferente y es esta diferencia la que nos condena. Morir es la idea que nos atraviesa, es el horror que nos espera. Somos algo y esta es nuestra desgracia porque nacemos, primero biológica y después simbólicamente cuando nos hacen entrar en el orden del lenguaje y de la ley. Ni más ni menos: el resto son palabras, consuelos, engaños que nos taponan “la idiotez de lo real” como diría un admirador de Cioran, Clément Rosset. Polvo quiere decir también que somos cuerpo. Este fantasma no es un ser incorpóreo, aunque quizás sí una apariencia sin consistencia. Es la fantasía, el señuelo que nos hace salir de la inercia del sobrevivir, del indiferentismo espectral. Cada fantasma, cada ilusión es un motor emocional que nos encamina hacia otro espejismo. “Deseamos desear”, decía Nietzsche, y el deseo es siempre deseo de otra cosa, decía Lacan. Schopenhauer, ya nos advirtió que la existencia humana oscila entre la insatisfacción y el aburrimiento. El deseo genera ansiedad y su consumación decepción. No hay salida, más allá del oscuro goce de la lucidez. Pero no es la lucidez de la sospecha sino de la desolación. Ni la denuncia tiene utilidad, porque si desenmascaramos un ídolo lo hacemos desde la construcción de otro. Nietzsche, era terrible en su crítica, pero ingenuo en su propuesta, nos advertía Cioran. Pobres humanos, nos dice Cioran. Ingenuos humanos, los que creen en la salvación. Lector riguroso de los Vedas o de los sutras budistas Cioran no vio en ellos una hoja de ruta para la salvación como Schopenhauer, que para él también cayó en el espejismo. Quizás Cioran también se divierte mostrando el engaño, la mentira en que vivimos: es el goce de la lucidez ¿Para qué denunciar, para que hablar, para qué escribir? De algo hay que vivir, finalmente, contestaba. No me lo creo: escribir era la salvación que no reconocía. Quizás está aquí su impostura. Extraña es la expresión una imagen absoluta. El registro imaginario parece referirse al señuelo, a las identificaciones, a las proyecciones...o quizás a la imagen perceptiva, la que nos llega al cerebro a través de los sentidos, que es siempre relativa a un sistema específico. Hablamos entonces de un recurso retórico, que muestra a la vez lo aparente de la imagen y la fuerza de lo real, como más tarde señala. El hombre, que es a la vez polvo y fantasía, como antes hemos señalado, puede dibujarse en una metáfora expresiva, que es la que ahora planteará. Lo imaginario parece absoluto, pero se mueve en el terreno de la superficie, de lo mimético, de la ilusión. Cioran quiere mostrar esta paradoja: lo más parecido al hombre es lo más aparente. Es que el hombre es pura apariencia, es la construcción imaginaria que teje de sí mismo. Recordemos a Nietzsche cuando dice que la verdad es la invención del ridículo habitante de un punto ínfimo del Universo hinchado de vanidad. Esto es el hombre, la realidad de la apariencia. Hemos vivido siglos hechizados por la promesa de Platón de la posibilidad de ver la Luz. ¿Salir de la caverna? La caverna es lo real. lo real es el cuerpo. Es el cuerpo que sufre y que goza, que nace y que muere. Cioran nos repite como es el estado del cuerpo el que determina su pensamiento. Es lo que se resiste a nuestras fantasías, lo que nos devuelve a la realidad. ¿Qué representa el Quijote para ser esta imagen absoluta? El Quijote es moderno, como lo son otros personajes literarios. Cioran admiraba a Cervantes, igual que a Shakespeare o a Dostoievski. Pero es el Quijote el que tiene más fuerza porque es la triste figura de la locura. Triste la figura de este caballero enjuto que tan bien representa el fantasma, la consistencia de la fantasía frente a la inconsistencia del polvo. La locura no es lo queda excluido por la razón. Descartes se equivoca totalmente cuando afirma que la razón se funda sobre la exclusión de la locura. La razón desemboca necesariamente en la locura, la razón es la locura. Cuando este primate desarrolla un sistema nervioso tan sensible, tan agudo y un cerebro inconscientemente se separa de la naturaleza, Se desarraiga totalmente, se vuelve loco y tiene que socializarse para construir un vínculo con lo natural. Lo hace con las palabras, que son la mediación a partir de la cual monta una realidad paralela, que es la del discurso. Razonar es ver la realidad a través de los conceptos, que como bien dijo Nietzsche, igualan lo desigual. Nuestra experiencia es totalmente singular como no lo es la de ningún otro animal. Pero esta singularidad es necesariamente sacrificada por la locura de la razón. Pero es la razón de la sociedad la que se impone sobre cualquier otra. Con el Quijote explota esta contradicción: su discurso no coincide con el de los otros. Pero él no quiere ceder, no renuncia a lo que ve. "La locura es más verdadera que la vida" dijo la emperatriz Sissi, nos recuerda irónicamente Cioran. "Todos los hombres deliran" afirmaban Lacan radicalizando la afirmación de Freud de que en todo delirio hay un núcleo de verdad. Pero la locura del Quijote es la locura de uno contra la locura de todos. Este es el destino terrible del hombre: renunciar a su locura para aceptar la de la sociedad o hundirse en el abismo. Hay un delirio que se impone, que circula y éste es el único que se admite. La miseria humana solo puede ser compensada por esta locura única, singular, del Quijote. Esquilo es una referencia a la tragedia griega. Cioran es, desde luego, un trágico. Esto es lo que tiene de antiguo. La existencia humana para él no es dramática, es trágica. El drama es cristiano y es moderno, es el Crucificado, es Hamlet debatiéndose entre actuar o no actuar. A Cioran no le gusta el cristianismo porque el drama que construye crea la ilusión del libre albedrío, de la redención. Le conmueve y le interesa Shakespeare, por supuesto, en su magnífica exposición de las pasiones humanas. Pero la duda no tiene sentido porque ya hemos perdido de entrada. Cioran, lúcido como Spinoza o como Nietzsche, es determinista. Somos lo que somos y no lo hemos elegido: nadie se libera de sí mismo. Pero hemos de cargar con nosotros mismos, con el maldito yo. Cioran no cree la alegría de Spinoza ni en la de Nietzsche. No hay Dios, esta Unidad de la que formamos parte, ni puede el hombre superarse a sí mismo. No hay futuro, no hay salida. La tragedia griega habla de la Moira, de esta lógica implacable de las cosas contra la cual ni los dioses pueden rebelarse. Cioran es inclasificable. Trágico sin ser dramático. Entiende que el hombre no tiene sentido, pero no hace una estética del absurdo. Tampoco se presenta como un profeta del nihilismo. Fiel a su estilo fragmentario, donde cada aforismo parece contener la totalidad de su pensamiento. Cioran, rara avis dentro de una extraña especie, la humana, escribe algo que surge del abismo, de lo que escondemos, pero a pesar de todo expresamos. El saber que no sabemos, por debajo de la superficie de la conciencia, de la razón. Tampoco es el inconsciente del que hablaban los psicoanalistas. Es la otra escena del yo, de la que nada podemos decir. Lo que escribe Cioran no procede del razonamiento, son explosiones de algo singular, de lo más propio que ni nosotros mismos conocemos. Pero si somos algo, somos esto. No la máscara del yo, esta pobre invención humana que cristaliza como un tótem que adoramos con nuestra estúpida vanidad.El vacío de Cioran no es amable ni liberador. Solamente un deseo de lucidez, que ni siquiera nos consuela, Quizás Cioran presenta lo que somos los humanos o quizás es la perspectiva de un melancólico. En todo caso lo que dice nos atañe, poco o mucho, a todos los que queremos ver lo que somos. La escritura fue su manera de hacer soportable este dolor de existir. Pero un dolor que puede ser estimulante y que conduce, paradójicamente, a lo único que somos, que es nuestra vida singular Esta es la paradoja de Cioran. Luis Roca Jusmet
- ¿Tiempo para (auto)cuidarnos?
“Nadie por sí solo tiene la solución de nada” María Sánchez, 2021, p.112 Hace un par de meses, en un grupo de supervisión, la psicoanalista estadounidense Adrienne Harris deslizó casualmente una aseveración que nos dejó pensando: “darle curso a nuestra ambición también es una forma de cuidarnos”. Quizás su comentario no hubiera sido particularmente sorprendente si lo hubiera hecho un hombre o hubiera estado dirigido a un grupo de hombres –socializados como suelen estar en la posibilidad de ambicionar–, pero dicho por una mujer en sus setentas a un grupo de siete mujeres psicoanalistas tres décadas menores no dejó de ser sorprendente. ¿Qué imágenes evoca en nosotros la expresión autocuidado? Probablemente las que primero se nos vienen a la mente están asociadas a suavidad, descanso, desconexión de la vida cotidiana, deportes, cuidado del cuerpo y muchas otras posibles… ¿pero ambición? Eso no era lo que teníamos en mente ese jueves. Y es que hay algo que pasa cuando pensamos en el autocuidado que nos lleva a lugares diferentes a nuestra vida cotidiana, a actividades que necesitamos cada cierto tiempo como una forma de reponernos de aquello que nos cansa de la vida. Muchas veces, además, se entiende que una misma debe ser capaz de imaginar, gestionar y encontrar recursos para estos espacios de autocuidado que circulan por fuera de nuestra vida cotidiana. Nos preguntamos entonces ¿qué pasaría si pudiéramos entender el autocuidado no como una práctica marginal y por fuera de nuestra cotidianidad sino como una parte integral de la vida? ¿Qué pasaría si dejáramos de entender el autocuidado como una responsabilidad individual y pudiéramos pensarlo simplemente como cuidado, sostenido en prácticas colectivas? María Sánchez, en su precioso libro Tierra de Mujeres reflexiona: “en un mundo en que cada día manda más lo individual y la inmediatez, volver la vista a nuestros márgenes es un ejercicio necesario y fundamental”. Volver la vista a los márgenes, en su caso, significa mover la mirada desde el mundo urbano y acelerado al mundo rural, rescatando y valorando prácticas de antaño. ¿Con qué se encuentra? Con que lo que en Madrid depende de proyectos estructurados para potenciar el contacto y conocimiento entre vecinos, en el pueblo de su abuela ocurre naturalmente, con una vida compartida en los zaguanes, “unas pendientes de las otras, cuidándose entre ellas [...] sin necesidad de que alguien piense como original e innovador algo que es tan primario y que llevamos tan dentro: el afecto y los cuidados hacia los que nos rodean. El apego y la atención. La comunidad y sus vínculos”. Esta reflexión pone en evidencia la conexión del cuidado con dos dimensiones relevantes: la colectiva y aquella que refiere a la posibilidad de hacerse visible y desplegarse en el espacio público. Mucho se ha escrito sobre cómo la institución de un modelo radicalmente neoliberal en Chile en el contexto dictatorial incidió en formas de desarrollo social marcadas por una profunda individualización, con el consiguiente debilitamiento de la fuerza de los relatos colectivos y el repliegue a los espacios y relaciones íntimas (PNUD 2002, 2012, 2015; Márquez, 2003; Martuccelli, 2010), en desmedro de la búsqueda de contacto con lo desconocido, con la participación en la vida social y el espacio público. Quizás, si estuviéramos escribiendo esta columna a fines del 2019 o a principios del 2020 podríamos cuestionar estas perspectivas tan desesperanzadas respecto a la importancia de lo público y lo colectivo en la vida social. Sin embargo, escribiendo hoy, luego de atravesar una pandemia y un plebiscito que rechazó la propuesta constitucional, a veces sentimos que lo que se escribía el 2012 y que el estallido social parecía haber venido a desmentir, vuelve a sentirse real. La asociación pandémica del cuidado de la vida al aislamiento, al temor del contacto y al repliegue hacia el espacio íntimo parece habernos llevado por un curioso loop temporal de vuelta a una década atrás. Y es que la pandemia parece haber instalado un quiebre entre los conceptos de libertad individual, cuidado y colectivo. Y sin embargo, esto contradice directamente el hallazgo de Maggie Nelson en su último libro On Freedom. Four songs of care and constraint (2021). Ella empieza su libro contándonos: “Había querido escribir un libro sobre la libertad [...] Comencé leyendo «¿Qué es la libertad?», de Hannah Arendt, y me puse a acumular bibliografía. Pero no tardé mucho en desviarme del tema, y acabé escribiendo un libro sobre los cuidados”. Y es que aquello con que se encuentra Maggie Nelson en su investigación es que –lejos de algunos discursos neoliberales propios de la derecha– la libertad no está construida sobre la noción de yo, sino sobre la noción de nosotros y de interdependencia. Lo interesante que resalta ella es que reconocer e insistir en la experiencia humana de interdependencia no dice nada respecto de cómo ésta es vivida subjetivamente “la pregunta no es si estamos o no imbricados (enmeshed), sino cómo negociamos, sufrimos y bailamos con esa imbricación”. En relación con lo anterior, otra sorpresa que encontró Maggie Nelson en su escritura fue que “escribir acerca de la libertad y hasta cierto punto sobre cuidado, también significaba escribir acerca del tiempo”. ¿Cómo decidimos a qué le dedicamos tiempo? En una sociedad caracterizada por la aceleración –como plantea Hartmut Rosa–, nuestro tiempo parece ser una de las mayores ofrendas que podemos entregar. Dedicar tiempo al cuidado propio y/o de otros suele parecer casi contracultural en un tiempo en que la productividad resulta un mandato predominante. ¿Cómo elegimos qué o a quién cuidar cuando tenemos una cantidad limitada de tiempo? La última encuesta de uso del tiempo en Chile (INE, 2016) mostró que las mujeres dedicamos en promedio cuatro horas diarias más a tareas domésticas y de cuidado que los hombres. Y aquí, podríamos agregar sin mayor temor a equivocarnos demasiado que es tiempo fundamentalmente dedicado al cuidado de otros. ¿Cuándo hay tiempo para el cuidado de sí? ¿Quién cuida a quienes ejercen la mayoría de las tareas de cuidado en nuestra sociedad? Aquí volvemos al comentario inicial de Adrienne Harris. Cuidar implica abrir tiempos y espacios para que cada quien pueda desarrollar una vida que se sienta auténticamente propia, en toda la variabilidad que eso pueda implicar, incluyendo las ambiciones personales. Y eso, ciertamente, requiere esfuerzos sociales y colectivos que puedan sostener esa diversidad. El psicoanalista Stephen Mitchell (1993) planteó que en el psicoanálisis contemporáneo el centro de gravedad de la práctica y la teoría se han movido desde la búsqueda de la comprensión de la psicopatología y la habilitación de la capacidad para “amar y trabajar”, hacia la oportunidad de “descubrir libremente y explorar juguetonamente la propia subjetividad, la propia imaginación”. En ese sentido, plantea que la creatividad y no la normalidad se ha vuelto el paradigma de la salud mental. ¿Qué mejor manera de cuidar que generar espacios sostenidos colectivamente para que –como diría la Agrado en Todo sobre mi madre– una pueda sentirse viviendo auténticamente, pareciéndose a lo que ha soñado de y para sí? En este sentido, y para cerrar, proponemos alejarnos de la noción de autocuidado y reivindicar que cualquier forma de cuidado requiere reconocerse como sostenido colectivamente. Andrea Rihm, Colectivo Trenza Psicóloga y Doctora en Psicología UC, MA en Arte Terapia NYU - Colectivo Trenza Referencias: INE (2016). ENUT. Encuesta nacional sobre uso del tiempo. Disponible en: http://www.ine.cl/estadisticas/menu-sociales/enut Márquez, F. (2003). Identidad y fronteras urbanas en Santiago de Chile. Psicologia em revista, 10(14), 35-51 Martuccelli, D. (2010). La individuación como macrosociología de la sociedad singularista. Persona y Sociedad, XXIV(3) 9-29. Mitchell, S. (1993). Hope and dread in psychoanalysis. Nueva York, NY: Basic Books. Nelson, M. (2021). On freedom. Four songs of care and constraint. Minnesota, MN: Graywoolf Press. Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (2002). Desarrollo humano en Chile. Vol. 2 Nosotros los chilenos: un desafío cultural. Santiago, Chile: LOM. Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) (2012). Desarrollo humano en Chile 2012. Bienestar subjetivo: el desafío de repensar el desarrollo. Santiago, Chile: Salesianos Impresores S.A. Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) (2015). Desarrollo humano en Chile 2015. Los tiempos de la politización. Santiago: Ograma Impresores. Rosa, H. (2016). Alienación y aceleración. Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía. Buenos Aires: Katz Editores. Sánchez, M. (2021). Tierra de mujeres. Una mirada íntima y familiar al mundo rural. Santiago de Chile: Planeta Chile.
- Deseo y odio
Cuando Cupido ve a Psique por primera vez le parece tan hermosa que desiste de cumplir con el encargo de su madre. Envidiosa de la radiante belleza de la joven, Venus le había encomendado que la enamorase del hombre más espantoso y miserable. Cupido, en cambio, decide clavar la flecha en su propia carne. Tampoco él, dios del erotismo (Eros para los griegos), puede prescindir de ese elemento exterior al momento de enamorarse. En el ámbito erótico hace falta siempre una mediación externa, una flecha, un brebaje, un celestino. Eros es envidioso: es otro quien nos señala el objeto del deseo, otro quien, como enseña René Girard, lo incita constituyéndose como modelo-rival. Por eso, el buen celestino siempre sugiere que él mismo está enamorado de aquel cuyo amor nos propone, ofreciéndose como rival en el deseo. Cupido es hijo de Marte: sin la rivalidad, principio rector de la guerra, no se engendra el deseo sexual. Donde hay pasión erótica, hay odio (que puede proyectarse sobre objetos diversos, como el ser deseado, un amor del pasado de este, sus padres, etc.). La función de la mediación es, a un mismo tiempo, construir la rivalidad y destruir la libertad del sujeto. La flecha sugiere la falta de elección y el carácter bélico del deseo: solo un rival poderoso puede producir la herida y la declinación de nuestra libertad. El odio es constitutivo del deseo porque se desea a pesar de uno mismo. En este sentido, la ética kantiana presenta un modelo perfecto para pensar la lógica del deseo y su producción de certeza. Kant sostiene que solo podemos estar seguros de que actuamos por deber cuando actuamos en contra de nuestras inclinaciones. Si actuamos de acuerdo con nuestro deseo y “conforme al deber”, la certeza se escapa. Del mismo modo, es porque intentamos resistirlo y fracasamos –es decir, porque odiamos– que estamos seguros de estar enamorados. Quien desea se defiende, jamás se convence. Como reza la maldición árabe, ojalá te enamores. II La luna se llena y el inconsciente sale a la luz. Entonces se produce la metamorfosis: el hombre se convierte en lobo y sale a deambular por los bosques. Una mordida de otro licántropo o una relación sexual con este lo han condenado a la terrible maldición. La metamorfosis es en extremo sufrida, el hombre no quiere perder la conciencia ni menos aun provocar el baño de sangre que olvidará al amanecer. La única forma de liberarse es mediante la propia muerte. La maldición, puede adivinarse, no es otra que el deseo, contagioso y asesino. Donde se inocula el deseo, aparece el odio, la agresión, el impulso destructivo. La mujer pantera de Jacques Tourneur expone la versión femenina del mismo mito. Si se la besa a Irena, ella matará a su pareja previa metamorfosis involuntaria en pantera; el deseo sexual viene ligado de manera necesaria al impulso de matar. La película muestra así el doble movimiento del deseo: aniquilación de la libertad (ella actúa poseída), y odio (impulso asesino). Pero además, muestra que el impulso destructivo tiene su fundamento último en la infelicidad envidiosa. Mientras Irena es feliz, no hay peligro, pero la desdicha la acompaña de manera constante y latente: siente envidia de todas las mujeres que ve, que pueden vivir libres de su maldición. La pasividad extrema de su marido (su matrimonio se prolonga en el tiempo sin que él intente besarla jamás, lo que contradice su incredulidad respecto de las historias de ella sobre la comunidad felina a la que pertenece) no es independiente de la felicidad que encarna su figura. “Yo siempre fui feliz”, afirma él: personifica la bondad sencilla, que no envidia, no odia, y por lo tanto no desea. (Fiel a su esencia, terminará eligiendo a su mejor amiga, Alice, con quien lo une la complicidad, la alianza afectiva, aquello que escapa a la rivalidad del deseo. Hacia el final, quien besa a Irena no es otro que el psiquiatra, quien sostiene su increencia hasta último momento y rivaliza con ella hasta que se dan muerte mutuamente.) También Nazareno Cruz y el lobo de Leonardo Favio cuenta el mito del vínculo entre el deseo y el mal, pero revela en cambio el carácter inextirpable de este último, así como la hipocresía de la posición moralista que pretende matar a la pantera: cuando Nazareno ya muerto se dirige al cielo, el diablo le ruega que no olvide que él fue siempre un instrumento de Dios, y que “si Él quisiera, ya estaría yo repartiendo pan…”. También Dios necesita rivales, odia y desea. No hay bien que por mal no venga. III La envidia es el velo que protege al deseo: encubre el carácter constitutivo de su falta mediante una idealización que atribuye al envidiado la satisfacción plena, la posesión del absoluto, la felicidad. Sin ese velo engañoso, no habría deseo alguno. Asumir la castración solo puede significar asumir que no puede asumirse. Esa idealización está cargada de odio (la envidia es en realidad el eslabón que permite mostrar que la idealización es odio): el envidioso quiere robar o destruir aquello que envidia, siente pesar por una felicidad de la que no le han convidado (una tristeza que, si deviniera ira, llevaría a cabo su anhelo de venganza); por eso, es cierto que la gratitud se opone a la envidia (Klein). En el deseo, en la envidia, en el odio, alguien se destaca de manera excesiva por sobre lo demás. Es la fuerza del flechazo, de la locura erótica (para Platón, una de las cuatro formas de locura divina), que provoca una preferencia absoluta hacia determinada persona y la eleva por sobre el resto (la idealiza). La mirada, la atención, pero sobre todo el pensamiento, se vuelven desmesuradamente hacia el objeto deseado-odiado. El velo de la envidia funda el enigma precisamente en la medida en que el sujeto envidiado se presenta como su solución. La curiosidad cumple en el ámbito erótico un papel central. Quizás ninguna otra pasión ha sido tan insistentemente condenada; incontables mitos y leyendas advierten sobre las consecuencias funestas de darle cauce. Pandora, Psique, Eva, la mujer de Barba Azul, Orfeo, y el gato mismo, han visto lo que le ocurre a quien se deja llevar por el impulso de develar el enigma. Si se pasa el límite, no se podrá volver atrás; el mundo tal como se lo conoce dejará de existir. En el núcleo de la curiosidad habita el impulso destructivo, el odio; el niño que desarma sus juguetes lo sabe. En este sentido, la moraleja parece aconsejar abstenerse y así preservarse. Curiosidad, envidia, odio y placer se comunican en la morbosidad. El término recuerda el carácter enfermizo de la atracción. El primer licántropo, Licaón, rey de Arcadia, fue castigado por morboso: Zeus lo visita en su palacio para confirmar los rumores sobre su bestialidad; incrédulo, el rey planifica asesinarlo por la noche, pero, “no contento todavía” con ese designio, le sirve de comer al dios carne humana. En la metamorfosis, Licaón acentúa su esencia, “también ahora se regocija con la sangre” (Ovidio). El canibalismo representa el exceso: no contento todavía con desear, Licaón goza. IV El hambre es más que una metáfora del deseo carnal. El deseo de poseer y el de destruir muestran su copertenencia en el acto de comer, que destruye el objeto en su misma incorporación (lo devora, lo consume). Los enemigos de Eros se niegan a ser poseídos. Siendo una niña, Artemisa le ruega a su padre, Zeus, que le permita conservar siempre la virginidad. El dios le concede el deseo, y le brinda también un séquito de vírgenes para su culto. En un universo mítico en que el rapto y el estupro gobiernan las relaciones sexuales, la figura de la virgen (cazadora y guerrera) representa, por un lado, a la mujer que no acepta ser objeto; por otro, alude a la perfección, la autosuficiencia, la completud, que no puede sino rechazar la castradora locura erótica (el estar poseído). Paradójicamente, para no ser objeto, la virgen no debe llegar a ser sujeto (del deseo). La disputa entre Artemisa y Aura, una de las mejores cazadoras entre sus siervas, condensa este conflicto. Aura observa a Artemisa mientras se baña y le hace un comentario burlón: le dice que tiene los pechos muy grandes y blandos, “puede que seas más idónea para utilizar las flechas de Eros. Nadie pensaría, al verte, en la inviolable virginidad” (Nono). La ofensa que supone para la virgen esta asimilación con lo erótico es de extrema gravedad, al punto que decide para su súbdita insolente un castigo también extremo: la manda a violar. Será Dionisio quien lleve a cabo el estupro, mientras Aura duerme. Al despertar, ella advierte la situación y corre por los bosques desesperada, gritando y lanzando flechas a pastores y vendimiadores que riegan de sangre su paso; llega al templo de Afrodita y destruye su estatua, quiere sacarse el semen de adentro, intenta infructuosamente hacerse devorar por una leona; propiamente enloquece. En la lógica de la virgen, Eros es mancha, imperfección, pérdida de la dignidad, humillación, demencia. También Narciso opera como contrafigura de Eros: rechaza a todos aquellos que lo pretenden. La belleza de Narciso está destinada a la contemplación; Eros, en cambio, no se deja ver jamás por su mujer (la visita solo por las noches y tiene sexo con ella en la oscuridad). La perfección ideal de Narciso se opone a la carencia propia del deseo. El engreimiento, presunta causa de sus rechazos, oculta su falta de pulsión sexual: no puede poner en juego su deseo, y teme por lo tanto quedar atrapado (poseído) en el deseo del otro. Se trata, una vez más, del temor a perderse, del temor a la locura. El deseo nos expone a las peores pesadillas; la palabra incompletud no alcanza para dar cuenta del sufrimiento de Aura. Se trata de la pérdida de la identidad, de la humillación, de la risa respecto del propio sufrimiento, de sufrir sin recibir compasión. Ya vengada, Artemisa se le aparece a Aura y se burla de su embarazo, que no le permite cazar como antes. La pesadilla es el ridículo, el ridere ajeno frente a nuestro dolor (que deberá entonces permanecer íntimo). Ese ridículo tiene su representación más clara en la caída (we fall in love, on tombe amoreux). “Hacer de la caída un paso de danza”, apuesta Sabino en un rapto de optimismo. V Eros es cruel. En su representación más habitual, el niño egoísta juega con su carcaj de flechas sin tomarse en serio el sufrimiento de los otros. Sugiere las travesuras maliciosas del diablillo, que se sirve del ingenio, de la risa y del enredo. Se mueve caprichosamente, de manera instantánea, discontinua: en el preciso instante en que la flecha se clava, la víctima es poseída por la pasión. Y si aparece otra flecha o brebaje, el deseo cambia de objeto como por efecto de apretar un botón (la comedia se ha servido de este mecanismo hasta la saturación, ejemplarmente se percibe en Sueño de una noche de verano); un gesto cualquiera puede erotizar o deserotizar súbitamente. Por eso, Eros atemoriza (hasta al mismo Zeus). El deseo está atravesado en lo más íntimo por ese temor, por el peligro que representan el rechazo y el abandono (que son mucho más que una falta). El ambiguo término “amor” –que la tradición occidental ha pensado como eros (amor erótico), como ágape (amor compasivo), o como philía (amor amistoso)– no debería en realidad ser aplicado al erotismo. No hay algo así como un amor erótico. Aunque duela admitirlo, el deseo y el amor dependen de mecanismos no solo diferentes, sino opuestos. Al estar determinado por la rivalidad, el deseo se opone tanto a la protección y el cuidado propios de ágape como a la complicidad de la philía: el rival es precisamente aquel a quien no se protege y con quien no puede haber alianza. Donde hay previsibilidad (contar con otro, con su presencia en el futuro), el erotismo muere (por eso la sustracción del amor es una estrategia eficaz para aumentar el deseo). Si la belleza es causa de amor (afirma León Hebreo), más cierto es que el amor es causa de belleza. La ternura expresa ese “filtro” (como llamó la tradición a los brebajes mágicos) de la mirada amorosa, su benevolencia ante la falla. Llevado hasta sus últimas consecuencias, el amor es ese resto o sostén que hace falta cuando no hay deseo: mientras el otro nos gusta, no es preciso amarlo. Es por definición compasivo porque tiene su razón de ser en la imperfección; lo perfecto no puede amarse, solo puede ser venerado, idealizado (es decir, envidiado, odiado, deseado). Éleos, antigua divinidad de la compasión, es la contrafigura de la Anaideia, la crueldad, la provocación. La compasión protege de la crueldad erótica, de la risa ajena frente a la propia fragilidad; quien ama no practica la burla, sino la complicidad propia del humor. Aún si puede ser hipócrita, la compasión no puede fingirse: etimológicamente se vincula a las entrañas, al corazón. VI Si el deseo está vinculado al impulso de matar, a la morbosidad de la sangre (“un fluido muy especial”, dice Mefistófeles en el Fausto), la compasión amorosa se liga en cambio a un morir incruento. Esto puede verse con claridad en uno de los grandes relatos sobre el amor compasivo incondicional, La sirenita: ella tiene la posibilidad de salvar su vida si asesina al príncipe con un puñal que le han dado sus hermanas y hace correr la sangre de este por sus pies (liberándose así del pacto con la bruja del mar, a quien le prometió morir si no conseguía enamorar al príncipe, que en efecto se casa con otra), pero elige no matarlo y al morir se convierte en un espíritu etéreo, hija del aire. También la piadosa Alcestis da su vida para aplazar la muerte de su esposo Admeto (cuando los mismos padres de este se niegan a hacerlo), y viaja beatamente al Hades. En ambos casos hay recompensa: la sirenita, al convertirse en hija del aire, se salva de su desaparición en forma de espuma; Alcestis es restituida a la tierra por Heracles. A quien entrega la vida, esta le es devuelta. “Quiero misericordia y no sacrificio”, afirma Jesús en el Evangelio de San Mateo. La compasión amorosa es un dar (la vida) no sacrificial porque transforma a quien compadece (y no al compadecido); es el buen samaritano quien deviene prójimo, quien construye vínculo. La soledad, como explicita Defoe en su prólogo a Robinson Crusoe, no es otra cosa que el egoísmo.
- Sexy
Pocas veces había visto un acto de funambulismo, siempre me pareció una proeza, pero lo que nunca vi antes fue a una equilibrista sexy. No porque fuera bonita, que sí lo era, sino por su baile en la cuerda floja. Justo donde hay que tener un control supremo, con su baile hacía el amague de estar pisando con una seguridad que entonces le daba margen para moverse con soltura, tanto, que su acto no era solo un espectáculo de equilibrio sino de seducción. Quizá lo preciso sería decir que seducía, no además de ir en la cuerda floja, sino a causa de estar en ella. Caminar sin garantías exige estar presente a cada paso. Caminar así es como ser un árbol enraizado en el cielo. El detalle principal de este acto de equilibrio y baile es que el modo de fingir estar firme es un mal fingir, la simulación no tiene como objeto ocultar su desajuste. Como un truco de magia que fascina no porque creamos en él, sino porque hay placer en dejarse engañar; la funambulista sexy no niega que existe la gravedad –el nervio del acto es reconocer su ley irrevocable– pero nos dice que, pese a ella, a veces se puede flotar. Nos dice que existe la gracia. Esto no es para nada obvio. Hay engaños cuyo objetivo es negar la gravedad, su ley. Engaños que pueden ser sexys, engaños de vocación brillante, inflamada, dura; pero negar la gravedad no significa hallar el secreto de la gracia. Como una belleza perfecta, pero sin estilo. La gravedad es el límite. Las cosas caen, el culo se cae, las ruedas se pinchan, los discursos se agotan. Mientras que la gracia es el truco de la vida, su erotismo. La gracia hace algo con lo imposible, hace, por ejemplo, puentes para relacionar cosas que nunca van a ser “Una”: liga a unos y a otros en el amor y en la política, todas cosas que requieren de ese caminar presente, nunca cómodo ni pacífico. El sexy tipo funambulista es puro ritmo – por eso el baile dice tanto del poema interno – no es raíz, no es origen, no es fundamento, no es identidad, no es decir: yo soy. La mirada es oblicua en lo sexy, la palabra insinúa, el sexo consumado es con temblor, porque el truco es fingir estar firme para invitar, no para ocultar el silencio que acompaña a cada palabra. Las palabras son puentes en el aire. Nada más. No es poco. Hay palabras que no se usan como puentes sino como decretos. A veces pueden fascinar a quien las emite y a quien se somete a ellas. Hay un tipo de sexy sado maso cuya vocación no es el juego, sino lo serio. El sexy cuyo esfuerzo (duro) es dominar la gravedad (y otras leyes), negarla si es posible. El poder afrodisiaco, la tiranía de la belleza que daña los ojos, los trofeos y otras cosas que brillan (las pistolas), todas las cosas inflamadas en su categoría son este tipo de sexy. Quignard escribió sobre Roma: fascinus es raíz de fascinación y fálico. También de sostenes que aprietan para abultar las tetas. También de fascismo. Cosas que aprietan para verse erectas. Susan Sontag escribió sobre la fascinación del fascismo en la estética, el cuero, los látigos, las botas, la perfección que juega a ser ama de la muerte. Esta seducción “dura”, hace del deseo un signo, una cosa congelada. Congela a quien se somete a esa fascinación porque no puede seducir de vuelta a quien lo sedujo, pues no tiene poder sobre el otro. Difícilmente se tiene lugar en alguien, quien, embriagado de sí, siente que prescinde de cualquiera: el sexy “duro” no necesita nada, aunque devora todo. Con suerte, quien se somete a esta fascinación encarnada en alguien (duro), podrá competir por su poder, cortarle el pelo como a Sansón por la noche, humillar (pero la humillación no genera deseo), o bien, demandar un amor nunca correspondido como proyecto de vida. Trabajo arduo que suele terminar en ruinas. Esta forma de lo sexy congela también al duro, quien ve por todas partes que lo envidian, que le quieren robar su encanto y su oro. Su tragedia es que la gravedad existe, y cuando ésta ejerce su potestad y el inflamado cae, muchas veces esa caída se vuelve un estado irrecuperable. A veces la violencia y el suicidio son la salida a una vergüenza insoportable. Ursula K. Leguin lo dice así: las personas muy masculinas son de frases cortas. Como Hemingway. Pum. Un escopetazo. Una frase corta. El orgullo es una frase corta. Desde luego, hay personas de frases cortas de todas las anatomías. El campo de lo sexy en su versión inflamada es sin duda, excitante. Pero crea pirámides crueles, lugares fijos y aburridos, de superioridad e inferioridad. Como ocurre en lugares en que la evaluación es unidimensional, por ejemplo, lugares sociales que son como las fiestas de discoteque adolescente (¡que lugares más crueles!) o lo campeonatos olímpicos, donde la estimación del lugar de cada uno es fija y estereotipada. A veces pasa que detrás de un diagnostico psiquiátrico, lo que se encuentra oculto es el dolor del lugar que se ocupa en la pirámide cruel de lo sexy duro. Es más digno a la conciencia decir que se padece de una depresión que de una envidia paralizante. El fascinante fascismo de las cosas sexys carece de humor. Y la falta de humor es, a fin de cuentas, estar en guerra con la muerte. Negándola a costa de sacrificios propios y ajenos, negando, en el fondo, que se baila siempre en la cuerda floja. Bailar, como el humor no aspiran a tener la razón, y por eso tan sexys; sexys, en la mejor versión posible: como algo vivificante. Pero no nos engañemos, hay antecedentes de sobra para decir que buscamos dominar la muerte. El ser humano se fascina con lo que traiga esa promesa, desde una crema cara a una ideología canalla. La tragedia, es que tal como Edipo, quien creyó que podía dominar su destino cuando, con horror, cayó en cuenta que estaba follando con su madre; la humanidad, en su carrera por negar la gravedad, seguramente terminará antes consigo misma. ¿Seremos sexys en cien años más? Seamos realistas, ¿en diez? *** Leí una de las versiones del mito del origen del Génesis que decía que Adán tuvo tres mujeres. La primera Lilith, creada igual que él, hecha de la tierra. Tan iguales que compitieron sexualmente por quién quedaba arriba en el coito. Dios, desde luego en un acto muy condescendiente con su cachorro, expulsó a Lilith del paraíso y le hizo otra mujer. Esta vez de las propias vísceras de Adán y sin nombre propio, así no quedaba duda de quien dominaba. Pero a Adán le dio asco y Dios la destruyó. La tercera oportunidad para Adán le fue dada con un truco: la creación de Eva ocurrió mientras dormía. Su padre creó a Eva de su costilla y cerró su carne, dejándolo incompleto para siempre. Ese detalle es central. Adán, nunca más será un señorito satisfecho, Eva no es un complemento sino una dialogante. Eva hace a Adán a alguien en falta, es decir, a alguien deseante. Esto permite comprender que lo sexual no es una llave que se ajusta a un candado, si no la historia (y todas las historias) serían fáciles; más bien no habría historias. Y también es una clave que indica que el deseo no nace de la conciencia, sino que de una escena que no vemos. La escena de nuestro origen está velada, no podemos estar presentes a nuestra concepción; hasta ahora. El deseo no es una decisión consciente, sin embargo, la responsabilidad sobre éste nos comienza en los sueños. Eso hace al deseo algo tan inquietante. Hay una lectura del mito que dice que Adán no nació macho ni Eva hembra, hay interpretaciones que indican que Adám era el nombre para la especie. Y es solo con la aparición de Eva, que Adán se vuelve hombre: por diferencia, no por esencia. “Hombre”, es el resto de la operación de separación de sí mismo. ¿No es así como somos hombre o mujer, o trans, o amarillos o altos, o humanos? Es decir, no somos nada de eso cuando estamos cortándonos las uñas o cuando sentados en el W.C miramos el horizonte en la pasta entre las baldosas; somos recién alguna cosa cuando estamos en relación. Y no debemos olvidar que nunca es seguro que un día no vayamos a despertar como Gregorio Samsa, la cucaracha de Kafka. Basta ver cuantos seres humanos hoy mismo viven en la imposibilidad de ingresar a la comunidad humana. Volvamos a los primeros humanos. Si bien la diferencia no es algo fijo, sí es algo radical. Nunca dos harán uno. Ni en el amor ni en la patria. Lo que no quita que algo se puede hacer con otro. Adán y Eva son (somos) animales legales, mortales, sexuados; pueden hacer alianzas, guerras, hijos, política, equilibrio. No hay un manual (aunque no paremos de hacerlos) para indicar que hacer con el propio cuerpo ni en su encuentro con el de otro. El sexo humano es equilibrio, es caminar en el aire. Fijar las posiciones, es negar está condición: caminamos sobre el abismo. Si negamos la muerte, negamos el sexo. Si negamos el sexo, negamos la muerte. Negaciones que siempre tienen consecuencias. Negar el sexo + negar la muerte = la muerte. Camus en La Peste lo describe bien: la ciudadanía ya no creía en la peste, pero a la peste eso no le importa. La imagen de la funambulista se parece a la de Cleopatra desenrollándose de la alfombra ante César. Sin armas, su poder en la escena es un gesto insólito. César al verla a sus pies le pide al esclavo una habitación, pero es interrumpido por ella. Cleopatra vuelve a darle la misma orden al esclavo, pues, ese es era su castillo y él, César, su huésped. Cleopatra no se somete ni compite en una guerra, la que de todos modos perdería. Sino que desestabiliza al poder: revela la ficción de la potencia, cuya escritura se pretende a sí misma absoluta. Agujerea al poder con deseo. El deseo, como el humor son sexys, porque juegan con el poder, pero no aspiran a dominar. Pero tampoco son pura rebeldía que destruye cuanto hay sin crear nada. No niegan la ley ni la dominan, sino que hacen trucos con ella, esa es su inteligencia secreta. Esa inteligencia es la del arte, difícil, de gobernar sin hacer claudicar el deseo. *** Mi educación sexual entre los diez y los doce años ocurrió en el trayecto hacia mi pieza. En ese tiempo dejé la pieza compartida con mi hermano y me fui a la parte trasera de la tienda de ropa que mi mamá montó en la casa. Separada por un tabique escuálido, podía escuchar el cuchicheo de un ir y venir de mujeres que hablaban sobre cómo se veían con unas telas que las fascinaban, eran cueros y gamuzas. Comprendía, creo, que el cuerpo es artificio, se hace cuerpo; somos un animal apócrifo. La desnudez, como la verdad humana, no son un punto de partida, sino de llegada. Las clientas casi nunca iban solas, en grupo se dirimía algo sumamente enredado, algo que el espejo no alcanzaba para zanjar el asunto de qué ropa elegir. A veces, cuando pasaba por ahí, me quedaba un rato viéndolas cómo se miraban al espejo y en los ojos de sus amigas. Segunda lección: el deseo no se posee. Hay un mercado gigante de lo sexy, se puede comprar en su versión congelada – objeto o objetualizarse – pero se compra un fracaso. No hay objeto ni técnica que enseñe a cazar al revés, porque la difícil operación de lo sexy es hacerse buscar. ¿Cómo buscar algo que no se puede pedir? Hasta lo que sé, aún el derecho a ser considerados sexy no existe. Mi mamá vendía más que ropa, eso veía yo. Usaba algunas estrategias. Por ejemplo, les decía a varias lo mismo, como un seductor charlatán, ofrecía a cada una ser única, “un descuento exclusivo solo para ti” (solo por ser tú). Una vez me dijo que si una clienta se demoraba mucho en elegir, siempre servía decirle que otra se había llevado tal o cual prenda, cosa que inmediatamente convertía a esa pilcha en objeto del deseo. Lección tres: el objeto no importa, no es el trapo, sino quién antes de mí, deseó ese trapo. Deseamos lo que otros desean. Semilla de confusiones interminables. Por supuesto no aprendí nada. Y en vano trato de salvar a mis hijas de los dolores violentos que traen las primeras aproximaciones del deseo adolescente. Por más que les diga que la belleza no es una cosa, que el deseo no pasa por tener tetas, una buena foto o popularidad, que en realidad nadie “tiene” y que más vale tener humor, no me creen. Piensan que se los digo porque las quiero. Cosa que es indudable. Están en su propio trayecto. Como yo, mi madre, las clientas, ustedes lectores, seguramente la funambulista, Cleopatra y hasta Adán y Eva. Todos en la travesía entre el espejo, las miradas cruzadas, los pantalones de cuero (y otros fetiches), y el cuarto propio (a veces con un tabique demasiado frágil). No hay manual para la vida. Hay saberes sí, contrasaberes también. Pero pensar es otra cosa. Es la experiencia de un cuerpo que se desplaza por una escritura previa – la cultura que nos antecede– y hace su interpretación, su equilibrio. Lo que traemos de novedad al mundo es un ritmo, no un poder sobre el mundo. Por eso el deseo que trae alegría, no es el ligado al poder –que, en todo caso, es indiscutible que sí excita –, sino al ritmo. Meschonnic dice que la letra camina. Hay que caminar, leer en voz alta, para agujerear a lo Mismo, a lo ya dicho mil veces: lo sexy es un pasar. Los lenguajes institucionalizados son nauseabundos, y son fetichistas, como las imágenes que cautivan a los ojos y nos congelan en religiones peligrosas. La del deseo en cambio, es una religión de adultos, es un cielo vacío que obliga a salir del origen (el goce pajero) y caminar. Caminar: “cuando nos arrancamos los grilletes con los dientes como un animal salvaje que ha caído en una trampa y prefiere perder una pata a quedarse atrapado hasta la muerte”. Es la diferencia entre ser víctimas y ser sobrevivientes. (Este poema lo escribió Claudia Masin. Me lo envió una equilibrista. Y yo lo volví a escribir para reconocerlo como una herencia materna, la educación sexual más alta que recibí: un vitalismo desesperado). *El espectáculo de funambulismo es de la compañía francesa Basinga, que estuvo en la edición del Festival Puerto de Ideas 2022, Valparaíso.
- Año Nuevo
El nuevo año arrastra consigo viejas calamidades, acentuadas desde el estallido del COVID19 y la megalomanía del Zar Vladimir. El nuevo año arrastra consigo el vergonzoso resultado de la Cumbre Climática realizada en Sham el Sheikh, un paradisíaco resort donde los anfitriones egipcios lo dieron todo para ofrecer un escenario que disimulase la obscenidad que ya no puede esconderse. Centenares de representantes de países ricos y pobres, innumerables discursos vacíos, miles de selfies, apretones de manos, sonrisas forzadas y -por supuesto- el resultado de acuerdos que son papel más mojado que las inundaciones que proliferan en todo el mundo, o meras cenizas carbonizadas por incendios salvajes. Se festeja como un gran logro que al menos los países ricos, causantes de la mayor emisión de gases invernadero, y con ello del cambio climático, pagarán una compensación económica a los países pobres, que son los más afectados por la destrucción, y a la vez los menos responsables de emisiones de gases. Se menciona como un caso ejemplar el hecho de que Pakistán y Afganistán recibirán unos cuantos millones como reparación del aumento de los desastres sufridos. Nada se dice sobre lo que Pakistán, Afganistán -entre otros- deberían pagar como compensación a las monstruosidades que han causado a su propia población y al mundo entero. Las compensaciones económicas por los daños causados a vidas y bienes son tan antiguas como las más viejas civilizaciones. Las últimas, y probablemente las más polémicas, fueron las que el gobierno alemán decretó para las víctimas del Holocausto, y las Leyes Reparatorias para los desaparecidos y familiares durante la dictadura del General Videla y sus sucesores. El debate ético es demasiado complejo, y excede el alcance de esta columna. Pero mientras alemanes y argentinos cumplieron sus promesas, nada asegura que los propósitos anunciados en la cumbre de Sham el Sheikh tengan las mismas posibilidades. Los ricos comienzan a modificar su retórica y anuncian la creación de “proyectos” para mejorar las condiciones de los países pobres,”actuar sobre las raíces” del problema, raíces que parecieran tener que buscarse en alguna misteriosa galaxia del Universo. El nuevo año arrastra consigo la evidencia que economistas de todas partes del mundo, personas que basan sus cálculos en lo real matemático y que -mal que les pese a los fondos buitres, el FMI, el Banco Mundial, inversores y empresarios- no provienen precisamente de la extrema izquierda. La evidencia es muy sencilla: la pobreza es muy cara. Terriblemente cara. No me refiero aquí a ningún sentido metafórico, sino a las cifras. La pobreza le cuesta a los países más ricos billones de dólares. El absurdo, la paradoja que no puede explicarse exclusivamente en términos matemáticos, es que tan solo un aumento perfectamente asumible en los salarios cambiaría el mundo. El Berkeley´s Labor Center de la Universidad de California ha creado un instrumento de análisis matemático donde se demuestra que solo en los Estados Unidos el Gobierno Federal debe invertir 107.000 millones de dólares para sostener el Programa de Salud Infantil. Una cifra que sale de los impuestos de los ciudadanos. Lo escalofriante, es que el cálculo matemático según el cual se podría erradicar la pobreza en el Gigante Americano supondría una paga de 15 dólares la hora. Incluso los Republicanos más reaccionarios se verían beneficiados desde el punto de vista fiscal. Esto mismo se pude extender al resto del planeta. El nuevo año comienza arrastrando consigo el antiguo mal de una brecha social muy antigua, pero cuya desmesura no tiene precedentes y se infinitiza cada vez más. Aún así, el nuevo año comienza arrastrando consigo el esfuerzo de millones de personas empeñadas en la vida, no solo la propia, sino la de muchos otros, y eso no debemos olvidarlo ni un solo segundo. Por ese motivo, y a pesar de todo, damos la bienvenida a este nuevo año. Gustavo Dessal
- 10
Alguien mira hacia afuera. Otro mira, desde más adentro, la nuca del que mira hacia afuera. También éste ofrece su nuca a un observador asentado aún más adentro. Tal vez no sea posible remontar hasta el fondo esta posta de miradas, tal vez todo el esfuerzo del mundo lleve a la conclusión de que no hay tal fondo. Quizás baste con atisbar el hilo que remonta hacia atrás, de un mirar al anterior. Tirar de él hacia ningún lugar, o hacia un lugar que sólo pueda presumirse porque tiramos del hilo hacia allá.
- 9
El misterio castiga la ansiedad con que es buscado. No bien percibe ese jadeo, se ovilla y guarda. Le irrita el asedio o la súplica. Se siente más a sus anchas con quien lo aguarda sin urgirse, en lo posible sentado bajo un cobertizo de hojalata, en medio de la tormenta, de brazos cruzados y con la cabeza entre las rodillas. También él, ovillado.
- Las Tesis
Las dos tesis en forma de manifiestos pedófilos que las redes sociales detectaron entre los miles que revisa todos los años la Universidad de Chile, nos obligan a hacernos nuevas preguntas muy viejas: ¿Se puede o no en la universidad cuestionar la edad de consentimiento sexual de los niños? ¿Se puede o no pensar que en el pedagogo interviene el deseo sexual como un motor posible de su labor? Claro que se puede, lo que no se puede es hacer propaganda de actos y conductas que la sociedad ha decidido dejar en la ilegalidad. Esto parece claro y evidente, pero no puede serlo para toda una rama de la academia que ha hecho de cambiar las leyes la esencia de su labor. Eso es lo que explica que personas inteligentes e ilustradas no hayan hecho saltar ninguna alarma ante el tono y los conceptos de las tesis. Se le puede pedir a un profesor marxista que no prepare molotov con sus alumnos, pero no se le puede pedir que no desee de algún modo la revolución y la dictadura del proletariado. Lo mismo se puede decir de la relación de un nietzscheano con la caridad cristiana o de un cristiano con la parusía. La discusión sobre los límites legales y morales del deseo humano está en la raíz de los estudios de género, como está en la raíz del pensamiento de Freud y sus amigos también. Amigos y discípulos que fueron los primeros en estudiar el deseo infantil. Los límites de ese deseo y como se enmarca y encuadra en la sociedad es también una preocupación esencial de la antropología moderna de Levi Strauss en adelante. La “teoría francesa” o el postestructuralismo justamente se basó en unir estas distintas preocupaciones, nacidas de distintas disciplinas, en un solo discurso intelectual común, que no podía separarse de una praxis revolucionaria, que es justamente la de la guerra de los sexos del Mayo del 68. Es por lo demás la herencia central de esa revolución: la idea de que ante el fin de la relación causa y efecto entre el sexo y la reproducción, hay que repensar el sexo y la reproducción, es decir, repensar también la muerte y la ley y el amor y el odio, es decir, repensar el humano. ¿Por qué esto sí, por qué esto no? ¿Desde cuándo sí y desde cuándo no? El movimiento de liberación de la mujer como el movimiento de liberación homosexual no habrían llegado muy lejos sin su capacidad de denunciar la artificialidad de lo que todos daban por natural, y la historicidad de lo que todos daban por eterno. ¿Cuánto se debe ampliar, sin embargo, el campo de batalla?, se preguntaron los más lúcidos de estos pensadores. ¿La pedofilia, la necrofilia, la pederastia, la zoofilia o el incesto? Quienes fuimos niños en la Europa de los años setenta vimos en vivo y en directo estas preguntas en diarios, revistas y televisión. Estaba despierto frente a la televisión cuando en 1982 Daniel Cohn-Bendit, uno de los líderes de Mayo del 68, hablaba en directo del placer que sentía al ser desnudado por una niña de cinco años en el jardín infantil de la comuna hippie donde trabajaba. Su trabajo era justamente cuidar a los niños, que eran para él seres deseantes, deseosos de experiencias sexuales que le parecía perfectamente sensato atender. Luego llegaron los estudios sobre el abuso sexual y sus secuelas y el poder. Y después Cohn-Bendit se hizo parlamentario europeo y admitió que las leyes, las reglas y las tradiciones no eran una pura mascarada y que “prohibir prohibir” es en cierta medida permitir lo que no se puede permitir. En Foucault como en Simone de Beauvoir o Judit Butler siempre existió la ambivalencia entre la militancia y el estudio, la prescripción y el análisis. Es lo único que los tres parecen haber heredado de Marx. En sus seguidores más fieles, y menos preparados, esta contradicción no se asume, sino que al revés se da por hecho que el laboratorio debe gobernar el mundo porque el mundo es su laboratorio. Que lo que se acaba de estudiar, o de pensar, debe ser ya ley. Tener una cátedra o un instituto o una facultad que estudie los supuestos de tu investigación no basta, se tiene que conseguir que todas las universidades del país obligatoriamente contraten profesores que den cursos en tu disciplina, con tu lenguaje, bajo los supuestos innegables de tus pensadores de cabecera. No solo eso, se debe conseguir deslegitimar a cualquiera que no sea parte de estos supuestos ni de estos autores. Todos los otros autores son por cierto esclavistas, pederasta, violadores, malos padres, malos hijos, heteronormados, explotadores, blancos, hombres. No importa que la mayor parte de los autores principales de su propia escuela sean también casi todo eso y más. Todo se debe aguantar en nombre del fin de la dominación sexual y la violencia de género. Mundo justo y feliz que nos pide ciertos sacrificios momentáneos: el peor de ellos es justamente la imposición de una tradición intelectual totalmente desviada de su eje central que no es otro que el cuestionamiento de la moral del poder, y no el reemplazo del poder por otro poder con otra moral, que en su novedad suele ser más restrictiva y rígida que la antigua. Así se cumple la peor pesadilla del filósofo, la de ver gobernar con tus ideas a tus peores alumnos, esos que creen todo lo que dices. Un marxista inteligente quiere la revolución porque es marxista, pero prefiere que no ocurra porque es inteligente. Lo mismo un cristiano que quiere que todos crean lo mismo que él, pero se alegra de que no lo hagan porque él no está tan seguro de creer en lo que cree. El heideggeriano carga con Hitler sobre los hombros, el tomista con la inquisición, el liberal con el neoliberalismo, y el darwinista con los darwinistas sociales. ¿Con qué demonio cargan los departamentos de género? Nada menos que Cohn-Bendit en ese televisor de mi infancia. Y las montañas de muertos en manos de la heroína y la confusión perfecta de dos o tres generaciones sin casa, sin hogar, los locos en las calles de Nueva York, la sexualidad perpetua y prematura, y Trump y Bolsonaro y Kast que beben felices de incidentes como el de las dos tesis, como si se tratara de la fuente de la eterna juventud. De cómo esta tradición intelectual sepa liderar con su propia sombra dependerá su destino. Lo primero que debe hacer es dejar de negar que esa sombra exista y abandonar la labor de ver la paja en el ojo ajeno para no ver la viga en el suyo. Rafael Gumicio















