Las Tesis
Las dos tesis en forma de manifiestos pedófilos que las redes sociales detectaron entre los miles que revisa todos los años la Universidad de Chile, nos obligan a hacernos nuevas preguntas muy viejas: ¿Se puede o no en la universidad cuestionar la edad de consentimiento sexual de los niños? ¿Se puede o no pensar que en el pedagogo interviene el deseo sexual como un motor posible de su labor? Claro que se puede, lo que no se puede es hacer propaganda de actos y conductas que la sociedad ha decidido dejar en la ilegalidad. Esto parece claro y evidente, pero no puede serlo para toda una rama de la academia que ha hecho de cambiar las leyes la esencia de su labor. Eso es lo que explica que personas inteligentes e ilustradas no hayan hecho saltar ninguna alarma ante el tono y los conceptos de las tesis. Se le puede pedir a un profesor marxista que no prepare molotov con sus alumnos, pero no se le puede pedir que no desee de algún modo la revolución y la dictadura del proletariado. Lo mismo se puede decir de la relación de un nietzscheano con la caridad cristiana o de un cristiano con la parusía. La discusión sobre los límites legales y morales del deseo humano está en la raíz de los estudios de género, como está en la raíz del pensamiento de Freud y sus amigos también. Amigos y discípulos que fueron los primeros en estudiar el deseo infantil. Los límites de ese deseo y como se enmarca y encuadra en la sociedad es también una preocupación esencial de la antropología moderna de Levi Strauss en adelante. La “teoría francesa” o el postestructuralismo justamente se basó en unir estas distintas preocupaciones, nacidas de distintas disciplinas, en un solo discurso intelectual común, que no podía separarse de una praxis revolucionaria, que es justamente la de la guerra de los sexos del Mayo del 68. Es por lo demás la herencia central de esa revolución: la idea de que ante el fin de la relación causa y efecto entre el sexo y la reproducción, hay que repensar el sexo y la reproducción, es decir, repensar también la muerte y la ley y el amor y el odio, es decir, repensar el humano. ¿Por qué esto sí, por qué esto no? ¿Desde cuándo sí y desde cuándo no? El movimiento de liberación de la mujer como el movimiento de liberación homosexual no habrían llegado muy lejos sin su capacidad de denunciar la artificialidad de lo que todos daban por natural, y la historicidad de lo que todos daban por eterno. ¿Cuánto se debe ampliar, sin embargo, el campo de batalla?, se preguntaron los más lúcidos de estos pensadores. ¿La pedofilia, la necrofilia, la pederastia, la zoofilia o el incesto? Quienes fuimos niños en la Europa de los años setenta vimos en vivo y en directo estas preguntas en diarios, revistas y televisión. Estaba despierto frente a la televisión cuando en 1982 Daniel Cohn-Bendit, uno de los líderes de Mayo del 68, hablaba en directo del placer que sentía al ser desnudado por una niña de cinco años en el jardín infantil de la comuna hippie donde trabajaba. Su trabajo era justamente cuidar a los niños, que eran para él seres deseantes, deseosos de experiencias sexuales que le parecía perfectamente sensato atender. Luego llegaron los estudios sobre el abuso sexual y sus secuelas y el poder. Y después Cohn-Bendit se hizo parlamentario europeo y admitió que las leyes, las reglas y las tradiciones no eran una pura mascarada y que “prohibir prohibir” es en cierta medida permitir lo que no se puede permitir. En Foucault como en Simone de Beauvoir o Judit Butler siempre existió la ambivalencia entre la militancia y el estudio, la prescripción y el análisis. Es lo único que los tres parecen haber heredado de Marx. En sus seguidores más fieles, y menos preparados, esta contradicción no se asume, sino que al revés se da por hecho que el laboratorio debe gobernar el mundo porque el mundo es su laboratorio. Que lo que se acaba de estudiar, o de pensar, debe ser ya ley. Tener una cátedra o un instituto o una facultad que estudie los supuestos de tu investigación no basta, se tiene que conseguir que todas las universidades del país obligatoriamente contraten profesores que den cursos en tu disciplina, con tu lenguaje, bajo los supuestos innegables de tus pensadores de cabecera. No solo eso, se debe conseguir deslegitimar a cualquiera que no sea parte de estos supuestos ni de estos autores. Todos los otros autores son por cierto esclavistas, pederasta, violadores, malos padres, malos hijos, heteronormados, explotadores, blancos, hombres. No importa que la mayor parte de los autores principales de su propia escuela sean también casi todo eso y más. Todo se debe aguantar en nombre del fin de la dominación sexual y la violencia de género. Mundo justo y feliz que nos pide ciertos sacrificios momentáneos: el peor de ellos es justamente la imposición de una tradición intelectual totalmente desviada de su eje central que no es otro que el cuestionamiento de la moral del poder, y no el reemplazo del poder por otro poder con otra moral, que en su novedad suele ser más restrictiva y rígida que la antigua. Así se cumple la peor pesadilla del filósofo, la de ver gobernar con tus ideas a tus peores alumnos, esos que creen todo lo que dices. Un marxista inteligente quiere la revolución porque es marxista, pero prefiere que no ocurra porque es inteligente. Lo mismo un cristiano que quiere que todos crean lo mismo que él, pero se alegra de que no lo hagan porque él no está tan seguro de creer en lo que cree. El heideggeriano carga con Hitler sobre los hombros, el tomista con la inquisición, el liberal con el neoliberalismo, y el darwinista con los darwinistas sociales. ¿Con qué demonio cargan los departamentos de género? Nada menos que Cohn-Bendit en ese televisor de mi infancia. Y las montañas de muertos en manos de la heroína y la confusión perfecta de dos o tres generaciones sin casa, sin hogar, los locos en las calles de Nueva York, la sexualidad perpetua y prematura, y Trump y Bolsonaro y Kast que beben felices de incidentes como el de las dos tesis, como si se tratara de la fuente de la eterna juventud. De cómo esta tradición intelectual sepa liderar con su propia sombra dependerá su destino. Lo primero que debe hacer es dejar de negar que esa sombra exista y abandonar la labor de ver la paja en el ojo ajeno para no ver la viga en el suyo.
Rafael Gumicio