Carta abierta a mi padre encerrado con demencia en pandemia:“No te he abandonado, papá”
top of page

Carta abierta a mi padre encerrado con demencia en pandemia:“No te he abandonado, papá”


Se llama Carlos pero no lo recuerda. Vive en el último piso de un asilo y no sé cómo explicarle que no lo he abandonado.




Hoy en la mañana me llamaron del piso; tienes fiebre, treinta y siete y medio, tos seca y obstrucción. Van a hacerte el test. Nadie aún se ha contagiado ahí dentro, pero hay tanto asintomático, tanta superficie donde el virus puede vivir. No sé qué pasaría si tienes, no sé si te aislarían o mandarían a un hospital.

No sé qué día es, tengo la raíz crecida una cuarta de canas que no me había visto en el cuarto de siglo que me tiño. Uso buzo casi todos los días, pantuflas. Tiempos tan extraños éstos que nos han caído encima, papá.

Esta es una carta abierta a mi padre encerrado. Se llama Carlos pero no lo recuerda. Vive en el último piso de un asilo y no cómo explicarle que no lo he abandonado, que estamos en pandemia.

Se parece a lo que me pasó a mí, yo nací coja y cuando empezaba a dar mis primeros pasos lo descubrieron. Me inmovilizaron por doce meses en una incómoda posición que me impedía levantarme y caminar detrás de mis hermanos. No hubo modo de explicarme que era un remedio, una cura, y no una tortura, un castigo, una penitencia. Eso ocurre contigo hoy, papá. Tu mente es como un calcetín huacho, encogido; no le alcanzan las explicaciones.

Célebre punto final a nuestra relación padre hija. Célebre y simbólico. Ahora tú eres el que crees que yo te abandoné.

La próxima vez que pueda entrar al piso quinto, si es que la hay, quizá tú consigues irte antes de que la pandemia termine, seguramente no te vas a parar de la cama. Es muy probable, en un buen escenario, que hayas pasado a ingresar el conjunto de los postrados que las cuidadoras, cuando les alcanza el tiempo, levantan con grúa para llevar al comedor a recibir cucharadas de sopa verdeamarilla.


***

Soy la única hija mujer que tuviste, pero los padres son siempre mucho más importantes que los hijos. Todos seremos hijos antes que nada, antes que madres o padres, hijos antes que médicos o abogados o amantes. Es lo primero que fuimos, es lo que somos, es lo que seremos. Hijos de nuestros padres. Un hijo puede doler, pero no duele lo que un padre, lo que una madre.

No se sabe cuánta conciencia tienes hoy a mano, papá. La ciencia no lo sabe a ciencia cierta y no hay modo de averiguarlo con certeza. Los cuidadores se contradicen, los médicos no tienen claridad. El día que llegamos aquí, por ejemplo, al abrirse la puerta del ascensor del piso quinto y cruzar su dintel los dos bien tomados del brazo, dos moribundas células de tu cerebro también se dieron la mano como nosotros, hicieron la luz por un instante y me dijiste al oído: de aquí no se sale.

El 14 de marzo los administradores nos clausuraron la entrada a todos los familiares, papá. Amaneció la cerradura puesta, quedaron a solas como a oscuras, como a las escondidas, esperando que termine este bombardeo mundial que promete larga vida.

La última vez que te vi me había tenido que saltar una de mis visitas semanales que venía realizándote con regularidad desde hacía unos meses. Te encontré durmiendo frente a un televisor encendido, junto a la mujer que se come las manos. Me senté a tu lado, te saludé y me preguntaste qué me había hecho. Y como siempre que te apareces por tu cuerpo, te festejé con algarabía, besos y abrazos. Cariños que no te di hasta ahora… Es un golpe bajo esta pandemia, papá; nos arrebató lo que recién amasábamos.


***

Eres el hombre que más he odiado y el que más he amado. Tenía dieciocho cuando me dejaste dando bote con un certero derechazo que me mandó las siguientes décadas al diván. Hace 30 años, un lunes, el último de febrero, llegaste como a diario, minutos antes de la una y media. Mi madre aporreaba carne con los nudillos y preparaba arroz graneado que almorzó sola a la mesa, porque ni tú ni yo nos sentamos. Tú estabas de pie frente a tu clóset y yo te miraba, los iris azules detrás de los lentes, tu figura quijotesca como pidiendo disculpas por un crimen de lesa humanidad. Si no hubiera tenido dieciocho años, papá, si no hubiera sido tu hija, te habría abrazado.

Cuando arrancó tu auto ese último lunes de febrero, papá, eran poco más de las dos de la tarde, hacía calor, vestías unos pantalones delgados color crema y una camisa celeste de manga corta, los dos primeros botones abiertos, ninguna corbata. Carlos Enrique, hijo de Simón y Elcira, nacido en Rancagua, criado en Viña, primogénito de tres, ese día de finales del verano eras un hombre pisando el medio siglo en busca de la felicidad. Un romántico que arrojó una bomba en nuestra casa en nombre del amor.

Avanzabas por la avenida con el vidrio abajo y el codo afuera, te esperaba un departamento arrendado apenas a unas cuadras y la mujer de tu vida. Te imagino en el auto, con la cabellera al viento, aliviado, creyendo haber pasado lo más difícil, pellizcándote en los semáforos como presidiario en libertad.

Te encaramabas al medio siglo y gozabas de un merecido prestigio profesional, eras un hombre satisfecho en ese aspecto de tu vida y partías en busca del que te faltaba. Con los hijos fuera del colegio, tu tarea como padre podía darse por concluida, pensabas, y te reforzabas diciéndote que tú mismo te habías ido de tu casa en tren a los diecisiete a estudiar a Concepción. Yo tenía dieciocho, mis hermanos veintiuno y veintidós. Estábamos sobrados, te dijiste. Te veo convenciéndote, con elegancia; era tu turno, te tocaba a tí, no podías continuar postergándote, había llegado tu tiempo.

Nunca regresaste a buscar nada.

Ni un cuadro, ni un sofá, ni un hijo.


***

Te fuiste de nuestra casa, papá, como si hubieras vivido de invitado por más de dos décadas. Con tu salida se hizo la luz, vivíamos en ruinas, prácticamente en la intemperie, nuestra casa era una ciudad de postguerra: seres famélicos y sucios, retraídos, rondando sin tocarse ojos ni manos, sin mandarse palabras ni como mensajes en barquitos de papel. Nuestra casa era un pueblo fantasmal de mendigos y desquiciados. No sacabas nada con gritar socorro.

Salimos de tu rutina, de tus horas, de tus noches, de tus días, de tus meses, de tus años, de tus décadas. Nos diste la espalda a los perros rabiosos en que nos convertimos, quizá yo la peor. Habíamos extraviado el diamante del anillo. A un padre no se lo pierde; si se lo pierde, no se lo tuvo.

La separación de ustedes circuló largo tiempo en boca de la colonia de judíos de Santiago. Fuimos los sobrevivientes de Hiroshima. Corrió sangre en pueblo chico y bien dotado para el pelambre.

Por treinta años sólo nos vimos al interior de tu consulta. El cumplimiento del pacto invisible fue celoso. Nada, ni un almuerzo, comida, café, ni un vaso de agua fuera de tu consulta. Por tres décadas mantuvimos una relación delimitada a los muros donde te ganabas la vida, un pediatra cuyos pacientes, ya crecidos, repiten con los ojos húmedos que eres el mejor. Hay madres que todavía te visitan para seguir manifestándote su agradecimiento. A veces me las topo por ahí afuera, a ellas y a los ex niños, y me detienen, necesitan decirme muchas veces: “Tu padre es maravilloso”.

Cuando mis hijos enfermaban me comía el orgullo y los conducía a tu consulta, como al oráculo de Delfos, para que dieras inicio a la exploración que los traería de regreso la salud. Tú examinando a mis hijos, mis hijos en tus manos, mi porción de padre.


***

Hasta que una noche fría, treinta años después de ese último almuerzo de febrero, reapareciste. Necesitabas a los hijos de sangre que antes habías corrido por incómodos.

El padre ido, ahora perdido, pasadas las once de la noche, al teléfono. Mi nombre en tus labios, alargabas las tres vocales que lleva, te demorabas en él. De inmediato, el balde de agua fría: no sabías dónde estabas. O sea, sí sabías, dijiste, que era una calle conocida pero ay, no podías acordarte cuál era y habías pinchado un neumático.

Me mordí los labios, te pedí que buscaras un local abierto, lo encontraste, fuiste a preguntar disimuladamente el nombre de la calle. Cuando llegué a buscarte revolvías el asiento trasero de un auto de carabineros que se había detenido a acompañarte. Tú buscabas, decías, la herramienta que te faltaba para cambiar el neumático que habías pinchado.

La calle era Vitacura, estabas a dos cuadras de nuestra casa y el neumático pinchado no tenía reparación. Hay reparaciones imposibles. ¿Qué hacías ahí esa noche si vivías en otro barrio? ¿Volvías a descansar? ¿El reposo del guerrero? Volvías cuando nuestra casa era un local comercial frente a un restorán de sushi. Tenías las manos frías y las mejillas también, te toqué aunque muy lejos de los besos y los abrazos a los que llegué hasta el virus de Wuhan.

Entraste al asilo. Fui a verte cada vez más seguido; cuando ya no supiste tu nombre, que eras doctor ni que tenías hijos, regularicé mis visitas una vez por semana. Tocaba el timbre, me abrían sin necesidad de preguntas y subía.

Ni me di cuenta como tu cuerpo se me hizo familiar, te daba besos en las mejillas, te las ensuciaba de mi rouge, te hacía reír diciéndote tu nombre en diminutivo, con cosquillas en las axilas. Te compraba un par de latas de Coca Cola normal que fue tu favorita porque ya tampoco pareces disfrutar.

No hay salida aquí, papá. Ésta es una esquina que no lleva a ninguna parte.

La demencia es sin compasión: el miembro que la padece es el ser y lo estruja hasta transformarlo en un estropajo. Por las mañanas despiertas como metido en una cuna, no puedes bajarte, tocar el timbre que hay sobre el velador, llamar a viva voz, nada. Sólo esperas.

El día que llegamos al piso, te traje conmigo en auto. Se te veía estresado, el cinturón atravesado, la cara de terror como si cruzáramos el estrecho de Magallanes en una canoa de pino. Todo le resulta extraño a tu mente: calles, autos, buses, bocinas, gente, hasta tu propia imagen en el espejo.


***

Llevábamos seis meses, papá, contra marea haciendo recuerdos en el piso quinto, y el virus llegó a suspender la incipiente corriente. No nos alcanzó la vida, papá. La bancarrota es con fanfarria, globos y serpentinas.

Íbamos a la cafetería del asilo ubicada en el primer piso del edificio. Fue la cafetería de nuestra vida, papá. Bajábamos, ocupábamos una mesa, comíamos o tomábamos algo, nos decíamos algo, como si la vida nos fuera normal a los dos. Costaba físicamente llegar contigo allí, tu verdugo te ha achicado los pasos y los tuyos fueron siempre largos, felinos.

A veces estabas somnoliento, y aunque te alegrabas, no podías evitar dormirte sentado con la boca abierta. Otros días tenías más empuje y empezabas con la letanía ininteligible que le he escuchado similar a otros residentes, un idioma propio, personalísimo. Yo creo que me voy a ir de aquí también dijiste un día, esas mismas nueve palabras. Y yo me levanté para gritar que era muy buena idea y darte besos y abrazos. Te pusiste feliz y dijiste más palabras que no entendí y te di más abrazos y más besos. Tienes que irte te dije con seriedad, pensando en que aprovecharas los moretones que nos avisaron que te habían aparecido.

En el piso transcurre la vida de los que se han quedado sin yo, lo bauticé el piso de la última esperanza, es el lugar de hombres y mujeres devenidos sombras de sí mismos, pálidas réplicas de quienes alguna vez fueron. Pertenece a aquellos a los que se les desapareció la información del disco duro, toda, un imposible en ingeniería de software; es de los que viven a solas y al fondo de su cuerpo, asustados, en el suelo boca abajo.

El pasillo central del piso quinto tiene forma de U y los veintitantos dormitorios se van sucediendo a ambos lados como si uno paseara por un corredor de salas rotativas. Las puertas permanecen día y noche abiertas, la intimidad abolida como en un orfanato de menores, pero a ningún residente le preocupa.

Sin necesidad de asomar la nariz a las piezas, uno se topa con televisores hablando solos y camas clínicas, de lánguidas sábanas blancas, sosteniendo humanidades semidesnudas. Es un espectáculo el desfile de extremidades en desuso, piernas y brazos desnutridos, deformados. Conjuntos de huesos humanos petrificados, puñados de pellejo desecado… y en medio de esa tormenta, entre las ruinas como un sol a mediodía, los brazos fuertes y saludables de alguna cuidadora, luminosos, desentonando el panorama, armados por una cuchara y un plato de espesa sopa verdeamarilla.

Alguna vez tuve ganas de preguntar a los familiares de los residentes por sus historias, pero no me atreví. No son dementes felices; quizá los haya, pero contigo no están. Hay quienes dicen que se trata de niños felices, no es cierto. Nadie es feliz en el piso quinto. Miradas azoradas, abatidas, enojadas, eso sí prolifera en él como las bolsas de pañales.


***

Cuando te sientas, tu tronco largo de Quijote se te escapa; el torso largo se inclina, con el pecho hacia adelante. Tienes la boca medio abierta y en los ojos azules de siempre, la mirada del que no entiende.

¿Hay vida en el piso quinto? En tu habitación, la 511, el reloj que no tiene pila marca las doce veinte desde hace largo tiempo y da igual, es irrelevante actualizarlo. Ese diálogo permanente con uno mismo que caracteriza la vida humana se ha extinguido, son vidas que todo lo ignoran, vidas de soledad.

¿Dónde ha ido el ser del demente? Ha ido a ningún lado, ésa es la tragedia. Tu ser, papá, está ahí dentro de ese cuerpo, pasándola de terror, contemplando sin recursos como una plaga cada día le asesina nuevos miembros. Estás arrinconado, papá, empobrecido.

La última vez que te visité, que no sabía por supuesto que lo sería, nos sentamos uno al lado del otro en el borde del catre. Me aguanté de llorar para no asustarte y entonces recibí un suave golpe de tu cabeza contra la mía y pareció un cariño a propósito; me conmoví y recordé a alguno de mis amados gatitos cuando me hace un gesto amoroso con intención.

Te hice cariño en tu pelo suave que te cubre toda la cabeza, largo y gris; y algo deforme me surgió bajo la mano: un hueco, una cavidad inesperada. Tu cráneo tiene una extraña y profunda hendidura, papá, por la parte de arriba. Debe ser la llave abierta por donde se te escapó todo. Mi papá lindo te dije, mi papá tan alto, los ojos azules, tan inteligente, tan buenmozo, tan buen médico, mi papá, el mejor.

Algún día clamé venganza, algún día te deseé un dolor equivalente al mío por tu ausencia. Ahora vives en el piso de los torturados y yo quiero ir a abrir la puerta para que salgas tú y los demás, papá.

Pero vino la cuarentena y nos quedamos los dos encerrados, tú allá y yo acá, todo en pausa aunque ustedes ya estaban en una pausa cruel y sinrazón, una espera con bien poco de vida humana. Y ese poco que restaba, ese poco, se lo robó el virus.

Te volví a perder, como se corta un cable de un tirón, de bruces. A tu mente no la tocan las explicaciones. No llegué más no más, desaparecí de tu vida como tú mucho antes de la mía, papá.

Una vez traté de que habláramos por Skype, pero te asustaste; ¿qué hijos? le preguntaste a la enfermera que te decía que tu hija quería hablarte. Miraste un segundo con cara de desconfianza y no quisiste seguir.

Se acabaron mis visitas semanales, nuestra cafetería, tus Coca Colas. Me acuerdo de nuestra última vez en la cafetería, sonreías, diciéndome que no nos vayamos todavía, que estaba rico.

El virus llegó a confirmar la verdad tipo catedral de que todo puede siempre empeorar. Seguirás aún más encerrado y solo junto a aquellos para los que, como a ti, vivir se les convirtió en algo peor que morir. Suspendidos en un limbo, un purgatorio, un eterno principio sin pasado, sin futuro, un tiempo sin tiempo donde esperan a la caprichosa, a esa que no gusta de ir donde se la llama y quiere.

Te abrazaba fuerte, abrazaba huesos, un esqueleto, el esternón, te tomaba la mano, larga y delgada de siempre, y nos quedábamos así, sin movernos sin hablar, como enamorados, como nunca.

Se acabó el tiempo, lo con sumimos en un acuerdo envenenado.

¿Cómo te explico que no te abandoné, que es pandemia?

Esta vez yo falté a la cita, esta vez tú te quedaste esperando, sin entender, navegando encerrado en un Arca de Noé sin mañana.


Ximena Hinzpeter

bottom of page