Pocas veces había visto un acto de funambulismo, siempre me pareció una proeza, pero lo que nunca vi antes fue a una equilibrista sexy. No porque fuera bonita, que sí lo era, sino por su baile en la cuerda floja. Justo donde hay que tener un control supremo, con su baile hacía el amague de estar pisando con una seguridad que entonces le daba margen para moverse con soltura, tanto, que su acto no era solo un espectáculo de equilibrio sino de seducción.
Quizá lo preciso sería decir que seducía, no además de ir en la cuerda floja, sino a causa de estar en ella. Caminar sin garantías exige estar presente a cada paso. Caminar así es como ser un árbol enraizado en el cielo.
El detalle principal de este acto de equilibrio y baile es que el modo de fingir estar firme es un mal fingir, la simulación no tiene como objeto ocultar su desajuste. Como un truco de magia que fascina no porque creamos en él, sino porque hay placer en dejarse engañar; la funambulista sexy no niega que existe la gravedad –el nervio del acto es reconocer su ley irrevocable– pero nos dice que, pese a ella, a veces se puede flotar. Nos dice que existe la gracia.
Esto no es para nada obvio. Hay engaños cuyo objetivo es negar la gravedad, su ley. Engaños que pueden ser sexys, engaños de vocación brillante, inflamada, dura; pero negar la gravedad no significa hallar el secreto de la gracia. Como una belleza perfecta, pero sin estilo.
La gravedad es el límite. Las cosas caen, el culo se cae, las ruedas se pinchan, los discursos se agotan. Mientras que la gracia es el truco de la vida, su erotismo. La gracia hace algo con lo imposible, hace, por ejemplo, puentes para relacionar cosas que nunca van a ser “Una”: liga a unos y a otros en el amor y en la política, todas cosas que requieren de ese caminar presente, nunca cómodo ni pacífico.
El sexy tipo funambulista es puro ritmo – por eso el baile dice tanto del poema interno – no es raíz, no es origen, no es fundamento, no es identidad, no es decir: yo soy. La mirada es oblicua en lo sexy, la palabra insinúa, el sexo consumado es con temblor, porque el truco es fingir estar firme para invitar, no para ocultar el silencio que acompaña a cada palabra. Las palabras son puentes en el aire. Nada más. No es poco.
Hay palabras que no se usan como puentes sino como decretos. A veces pueden fascinar a quien las emite y a quien se somete a ellas. Hay un tipo de sexy sado maso cuya vocación no es el juego, sino lo serio. El sexy cuyo esfuerzo (duro) es dominar la gravedad (y otras leyes), negarla si es posible. El poder afrodisiaco, la tiranía de la belleza que daña los ojos, los trofeos y otras cosas que brillan (las pistolas), todas las cosas inflamadas en su categoría son este tipo de sexy. Quignard escribió sobre Roma: fascinus es raíz de fascinación y fálico. También de sostenes que aprietan para abultar las tetas. También de fascismo. Cosas que aprietan para verse erectas. Susan Sontag escribió sobre la fascinación del fascismo en la estética, el cuero, los látigos, las botas, la perfección que juega a ser ama de la muerte.
Esta seducción “dura”, hace del deseo un signo, una cosa congelada. Congela a quien se somete a esa fascinación porque no puede seducir de vuelta a quien lo sedujo, pues no tiene poder sobre el otro. Difícilmente se tiene lugar en alguien, quien, embriagado de sí, siente que prescinde de cualquiera: el sexy “duro” no necesita nada, aunque devora todo. Con suerte, quien se somete a esta fascinación encarnada en alguien (duro), podrá competir por su poder, cortarle el pelo como a Sansón por la noche, humillar (pero la humillación no genera deseo), o bien, demandar un amor nunca correspondido como proyecto de vida. Trabajo arduo que suele terminar en ruinas.
Esta forma de lo sexy congela también al duro, quien ve por todas partes que lo envidian, que le quieren robar su encanto y su oro. Su tragedia es que la gravedad existe, y cuando ésta ejerce su potestad y el inflamado cae, muchas veces esa caída se vuelve un estado irrecuperable. A veces la violencia y el suicidio son la salida a una vergüenza insoportable. Ursula K. Leguin lo dice así: las personas muy masculinas son de frases cortas. Como Hemingway. Pum. Un escopetazo. Una frase corta. El orgullo es una frase corta. Desde luego, hay personas de frases cortas de todas las anatomías.
El campo de lo sexy en su versión inflamada es sin duda, excitante. Pero crea pirámides crueles, lugares fijos y aburridos, de superioridad e inferioridad. Como ocurre en lugares en que la evaluación es unidimensional, por ejemplo, lugares sociales que son como las fiestas de discoteque adolescente (¡que lugares más crueles!) o lo campeonatos olímpicos, donde la estimación del lugar de cada uno es fija y estereotipada.
A veces pasa que detrás de un diagnostico psiquiátrico, lo que se encuentra oculto es el dolor del lugar que se ocupa en la pirámide cruel de lo sexy duro. Es más digno a la conciencia decir que se padece de una depresión que de una envidia paralizante.
El fascinante fascismo de las cosas sexys carece de humor. Y la falta de humor es, a fin de cuentas, estar en guerra con la muerte. Negándola a costa de sacrificios propios y ajenos, negando, en el fondo, que se baila siempre en la cuerda floja. Bailar, como el humor no aspiran a tener la razón, y por eso tan sexys; sexys, en la mejor versión posible: como algo vivificante.
Pero no nos engañemos, hay antecedentes de sobra para decir que buscamos dominar la muerte. El ser humano se fascina con lo que traiga esa promesa, desde una crema cara a una ideología canalla. La tragedia, es que tal como Edipo, quien creyó que podía dominar su destino cuando, con horror, cayó en cuenta que estaba follando con su madre; la humanidad, en su carrera por negar la gravedad, seguramente terminará antes consigo misma.
¿Seremos sexys en cien años más? Seamos realistas, ¿en diez?
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Leí una de las versiones del mito del origen del Génesis que decía que Adán tuvo tres mujeres. La primera Lilith, creada igual que él, hecha de la tierra. Tan iguales que compitieron sexualmente por quién quedaba arriba en el coito. Dios, desde luego en un acto muy condescendiente con su cachorro, expulsó a Lilith del paraíso y le hizo otra mujer. Esta vez de las propias vísceras de Adán y sin nombre propio, así no quedaba duda de quien dominaba. Pero a Adán le dio asco y Dios la destruyó. La tercera oportunidad para Adán le fue dada con un truco: la creación de Eva ocurrió mientras dormía. Su padre creó a Eva de su costilla y cerró su carne, dejándolo incompleto para siempre. Ese detalle es central. Adán, nunca más será un señorito satisfecho, Eva no es un complemento sino una dialogante.
Eva hace a Adán a alguien en falta, es decir, a alguien deseante. Esto permite comprender que lo sexual no es una llave que se ajusta a un candado, si no la historia (y todas las historias) serían fáciles; más bien no habría historias. Y también es una clave que indica que el deseo no nace de la conciencia, sino que de una escena que no vemos. La escena de nuestro origen está velada, no podemos estar presentes a nuestra concepción; hasta ahora. El deseo no es una decisión consciente, sin embargo, la responsabilidad sobre éste nos comienza en los sueños. Eso hace al deseo algo tan inquietante.
Hay una lectura del mito que dice que Adán no nació macho ni Eva hembra, hay interpretaciones que indican que Adám era el nombre para la especie. Y es solo con la aparición de Eva, que Adán se vuelve hombre: por diferencia, no por esencia. “Hombre”, es el resto de la operación de separación de sí mismo. ¿No es así como somos hombre o mujer, o trans, o amarillos o altos, o humanos? Es decir, no somos nada de eso cuando estamos cortándonos las uñas o cuando sentados en el W.C miramos el horizonte en la pasta entre las baldosas; somos recién alguna cosa cuando estamos en relación. Y no debemos olvidar que nunca es seguro que un día no vayamos a despertar como Gregorio Samsa, la cucaracha de Kafka. Basta ver cuantos seres humanos hoy mismo viven en la imposibilidad de ingresar a la comunidad humana.
Volvamos a los primeros humanos. Si bien la diferencia no es algo fijo, sí es algo radical. Nunca dos harán uno. Ni en el amor ni en la patria. Lo que no quita que algo se puede hacer con otro. Adán y Eva son (somos) animales legales, mortales, sexuados; pueden hacer alianzas, guerras, hijos, política, equilibrio. No hay un manual (aunque no paremos de hacerlos) para indicar que hacer con el propio cuerpo ni en su encuentro con el de otro. El sexo humano es equilibrio, es caminar en el aire.
Fijar las posiciones, es negar está condición: caminamos sobre el abismo. Si negamos la muerte, negamos el sexo. Si negamos el sexo, negamos la muerte. Negaciones que siempre tienen consecuencias. Negar el sexo + negar la muerte = la muerte. Camus en La Peste lo describe bien: la ciudadanía ya no creía en la peste, pero a la peste eso no le importa.
La imagen de la funambulista se parece a la de Cleopatra desenrollándose de la alfombra ante César. Sin armas, su poder en la escena es un gesto insólito. César al verla a sus pies le pide al esclavo una habitación, pero es interrumpido por ella. Cleopatra vuelve a darle la misma orden al esclavo, pues, ese es era su castillo y él, César, su huésped. Cleopatra no se somete ni compite en una guerra, la que de todos modos perdería. Sino que desestabiliza al poder: revela la ficción de la potencia, cuya escritura se pretende a sí misma absoluta. Agujerea al poder con deseo.
El deseo, como el humor son sexys, porque juegan con el poder, pero no aspiran a dominar. Pero tampoco son pura rebeldía que destruye cuanto hay sin crear nada. No niegan la ley ni la dominan, sino que hacen trucos con ella, esa es su inteligencia secreta. Esa inteligencia es la del arte, difícil, de gobernar sin hacer claudicar el deseo.
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Mi educación sexual entre los diez y los doce años ocurrió en el trayecto hacia mi pieza. En ese tiempo dejé la pieza compartida con mi hermano y me fui a la parte trasera de la tienda de ropa que mi mamá montó en la casa. Separada por un tabique escuálido, podía escuchar el cuchicheo de un ir y venir de mujeres que hablaban sobre cómo se veían con unas telas que las fascinaban, eran cueros y gamuzas. Comprendía, creo, que el cuerpo es artificio, se hace cuerpo; somos un animal apócrifo. La desnudez, como la verdad humana, no son un punto de partida, sino de llegada.
Las clientas casi nunca iban solas, en grupo se dirimía algo sumamente enredado, algo que el espejo no alcanzaba para zanjar el asunto de qué ropa elegir. A veces, cuando pasaba por ahí, me quedaba un rato viéndolas cómo se miraban al espejo y en los ojos de sus amigas. Segunda lección: el deseo no se posee. Hay un mercado gigante de lo sexy, se puede comprar en su versión congelada – objeto o objetualizarse – pero se compra un fracaso. No hay objeto ni técnica que enseñe a cazar al revés, porque la difícil operación de lo sexy es hacerse buscar. ¿Cómo buscar algo que no se puede pedir? Hasta lo que sé, aún el derecho a ser considerados sexy no existe.
Mi mamá vendía más que ropa, eso veía yo. Usaba algunas estrategias. Por ejemplo, les decía a varias lo mismo, como un seductor charlatán, ofrecía a cada una ser única, “un descuento exclusivo solo para ti” (solo por ser tú). Una vez me dijo que si una clienta se demoraba mucho en elegir, siempre servía decirle que otra se había llevado tal o cual prenda, cosa que inmediatamente convertía a esa pilcha en objeto del deseo. Lección tres: el objeto no importa, no es el trapo, sino quién antes de mí, deseó ese trapo. Deseamos lo que otros desean. Semilla de confusiones interminables.
Por supuesto no aprendí nada. Y en vano trato de salvar a mis hijas de los dolores violentos que traen las primeras aproximaciones del deseo adolescente. Por más que les diga que la belleza no es una cosa, que el deseo no pasa por tener tetas, una buena foto o popularidad, que en realidad nadie “tiene” y que más vale tener humor, no me creen. Piensan que se los digo porque las quiero. Cosa que es indudable. Están en su propio trayecto. Como yo, mi madre, las clientas, ustedes lectores, seguramente la funambulista, Cleopatra y hasta Adán y Eva. Todos en la travesía entre el espejo, las miradas cruzadas, los pantalones de cuero (y otros fetiches), y el cuarto propio (a veces con un tabique demasiado frágil).
No hay manual para la vida. Hay saberes sí, contrasaberes también. Pero pensar es otra cosa. Es la experiencia de un cuerpo que se desplaza por una escritura previa – la cultura que nos antecede– y hace su interpretación, su equilibrio. Lo que traemos de novedad al mundo es un ritmo, no un poder sobre el mundo. Por eso el deseo que trae alegría, no es el ligado al poder –que, en todo caso, es indiscutible que sí excita –, sino al ritmo.
Meschonnic dice que la letra camina. Hay que caminar, leer en voz alta, para agujerear a lo Mismo, a lo ya dicho mil veces: lo sexy es un pasar.
Los lenguajes institucionalizados son nauseabundos, y son fetichistas, como las imágenes que cautivan a los ojos y nos congelan en religiones peligrosas. La del deseo en cambio, es una religión de adultos, es un cielo vacío que obliga a salir del origen (el goce pajero) y caminar.
Caminar: “cuando nos arrancamos los grilletes con los dientes como un animal salvaje que ha caído en una trampa y prefiere perder una pata a quedarse atrapado hasta la muerte”. Es la diferencia entre ser víctimas y ser sobrevivientes. (Este poema lo escribió Claudia Masin. Me lo envió una equilibrista. Y yo lo volví a escribir para reconocerlo como una herencia materna, la educación sexual más alta que recibí: un vitalismo desesperado).
*El espectáculo de funambulismo es de la compañía francesa Basinga, que estuvo en la edición del Festival Puerto de Ideas 2022, Valparaíso.