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  • El Psiconauta. Sobre la obra de Victor Mahana 

    "Quien ama nunca sabe lo que ama, ni por qué ama, ni lo que es amar. Amar es la eterna inocencia, y la única inocencia es no pensar".  Fernando Pessoa El Psiconauta Sala Gasco Santo Domingo 1061.-Santiago Hasta el 12 de septiembre Hay artistas que se resisten a abandonar el “paraíso de la infancia”. Nostalgia de un tiempo anterior al tiempo, de ese anchísimo espacio del “no pensar”, república del inconsciente.  Son artistas que no olvidan la era de la inocencia, cuando transitábamos alegremente por ese “Jardín del Edén” que fundó el relato bíblico. Pero vino la serpiente y nos inyectó la envidia, tentándonos con el poder del pensamiento. Entonces desobedecimos al mandato divino y nos lanzamos ansiosos a devorar el fruto prohibido del árbol del conocimiento.  Tras ese desacato, la mente nos advirtió que andábamos desnudos, expuestos al roce. Y nos vino la vergüenza, se nos inhibió el instinto y los oídos se nos taponearon. Ya no escuchábamos el sonido de Dios.    *** De esos artistas instintivos, de los que se niegan a abandonar el inconsciente: así es Víctor Mahana. Ya a los siete, ocho años,  dibujaba todos los días, a cada rato, cualquier cosa. Lo hacía compulsiva y virtuosamente, como esos niños prodigio que viven en una burbuja. Al terminar el colegio, no le quedó otra opción que estudiar arte. No es que necesitara convertirse en “artista profesional” para ser “alguien”: era lo único que sabía hacer.   Desde 1999, cuando aún no egresaba de la universidad, comenzó a exhibir sus pinturas. Y en sus 25 años de trayectoria ha realizado más de 72 muestras, tanto en Chile como fuera. En paralelo, siempre ha compuesto e interpretado piezas musicales, en un movimiento constante de ida y vuelta entre lo visual y lo sonoro. En su obra la música es imagen y las imágenes son música. Este vínculo de lenguajes define el ánimo creativo de su propuesta. *** Es curioso, porque las pinturas de Mahana son de una figuración nítida: sus elementos apelan a un imaginario colectivo reconocible y están cargados no sólo por su carácter icónico sino también  por la destreza técnica  de su factura. Pero sus obras rehúyen la lógica realista, se despliegan en un espacio intermedio entre lo real y lo ficticio, contradictorio y ambiguo, ofreciendo al observador una pregunta por lo misterioso e incomprensible.   ***    De la imaginación a la imagen; de la imagen al imaginario. Suele asociarse el arte de Mahana a las estéticas del surrealismo, el pop y el simbolismo. Y sí: hay mucho de eso, pero no  es  eso.  O quizás se trata de una mezcla rara que no se ajusta bien a ninguna de las categorías que se van estableciendo en la historia del arte. El artista es, ante todo, un hacedor de imágenes: un artesano en el más profundo sentido de la palabra. Sus construcciones visuales, que pueden adquirir influencias estéticas de diversas fuentes, buscan perturbar desde adentro los cánones de la representación. En ese sentido, su pintura es rebelde frente a los códigos que obstaculizan el fluir del lenguaje.     La suya es también una obra cuya estrategia no se ajusta a las tendencias que imponen las políticas curatoriales de turno.  Mahana siempre está “pasado de moda”: llega a deshora, antes o después. Uno podría hablar de un artista anacrónico. Su lealtad responde a esa belleza que pertenece al tiempo de la nostalgia paradisíaca, una especie de “fuera del tiempo”, que corre indiferente a la progresión del reloj.  Y es que cuando se dice “anacrónico”, en el habla común, suele confundirse con algo “antiguo”. Pero el origen del concepto no tiene que ver con eso: lo anacrónico alude a aquello que irrumpe en descalce con su momento cultural, que se salta las reglas epocales de la representación.  *** La actitud de Mahana no sólo es anacrónica en el sentido de sostener su independencia frente a los discursos de moda, sino que también su obra está repleta de anacronismos. En ellas conviven figuraciones de impecable factura que, en sí mismas, son claras  y reconocibles pero que quiebran con la representación del mundo, tal como lo experimentamos cotidianamente. Hay hombres que vuelan en alfombras, ciudades que tienen rostro de mujer, cuerpos geométricos que flotan en el cielo, pasillos de edificios que conducen hacia alta mar, escaleras modernistas que trepan cordilleras.   Es como si los objetos del mundo estuvieran alterados por efecto de un desmontaje psíquico o, al revés, como si la imaginación imitara al mundo. La razón se disloca, las perspectivas se subvierten, las proporciones se trastocan, las ciudades y paisajes se deforman. Como si lo real y lo inconsciente se entremezclaran para crear un lenguaje simbólico que exhibe sus encuentros y distancias.                                                                               ***  Como todo imaginario, el de Mahana insiste en ciertas obsesiones: en sus pinturas hay mucha agua (mares, inundaciones); poliedros que se insertan en espacios o paisajes; territorios y nubes que dibujan siluetas humanas. No es casual que la imagen del agua sea tan recurrente. El agua, en ciertas simbologías analíticas se considera una imagen del inconsciente, por su naturaleza móvil, fluida y profunda. Llevar el agua a pintura es, de algún modo, hacer que emerja lo que estaba oculto.   Las figuras geométricas en forma de poliedros son también objetos simbólicamente cargados. En la tradición clásica a menudo se asocian con elementos de la naturaleza, la creación y el universo. Platón, por ejemplo, en su diálogo "Timeo", asoció cada uno de los cinco poliedros regulares con un elemento: el tetraedro con el fuego, el octaedro con el aire, el icosaedro con el agua, el cubo (o hexaedro) con la tierra, y el dodecaedro con el universo como un todo.   Ver caras en las nubes, cuerpos de mujer en las colinas, animales en las grietas de las tablas: Mahana replica muchas veces en sus obras esa común ilusión óptica  que nos lleva a interpretar estímulos visuales ambiguos dándoles la forma de algo familiar y conocido. Nuevamente aquí la primacía de la imaginación como posibilidad de volver a mirar el mundo.                                                             ***  Pintura de la imaginación emancipada y la mano que se aplica a figurarla. ¿Para qué? ¿para quién? Lo que empuja la faena creativa de Mahana es un anhelo de vinculación que se sostiene como puro movimiento hacia la alteridad. El otro, observador partícipe, es un “alter” que “altera”, afecta, al artista. Mahana, entonces, crea un “espacio alterado” a favor del vínculo. La obra, entonces, ya no como un objeto en sí mismo que pide la contemplación, sino como superficie de contacto.                                                             Si la obra es superficie de contacto, su vocación profunda es inmaterial. La figuración opera como médium, como lugar donde se encuentren los sentidos, artefacto que convoca al vínculo. Pintura figurativa que apela a una experiencia abstracta. No pide el reconocimiento, no cuenta una historia, no entrega un discurso, no defiende una idea: propone un espacio de relación.    ***  Pintura y música, imagen visual e imagen acústica: dos lenguajes inseparables en la obra de Mahana. La música, la más abstracta de las artes, circula por el aire, evocando emociones y estados de ánimo que provocan a la subjetividad. Su capacidad de generar sensaciones sin necesidad de un contenido literal la lleva más allá del razonamiento lógico. Además, muchas veces, la música sólo se puede experimentar en el momento en que se reproduce, lo que añade otra capa de abstracción a su naturaleza.   La combinación de visualidad y sonido, en la obra de Mahana, viene a legitimar el carácter dialógico de su trabajo: entre lo real y lo imaginario, entre lo figurativo y lo abstracto, entre lo consciente y lo inconsciente, entre un saber y un no saber. Nos resitúa en el ese tránsito fundacional entre la desnudez y la cultura.    *** El Psiconauta: así titula Mahana este, su más reciente proyecto. Del griego  psychē   (mente) y  naútēs  (“navegante"), el Psiconauta sería quien navega por su mente. El concepto viene de los años 70, cuando investigadores curiosos por explorar y conocer las aguas ocultas de la psiquis utilizaron en personas, y también en sí mismos, drogas alucinógenas, ejercicios meditativos y rituales para inducir estados de conciencia alterados. Estaban revisitando ese “tiempo antes del tiempo” cuando nuestros ancestros practicaban formas de destrabar sus mentes para poder volver a escuchar a Dios.

  • Prototipo: disco+libro de Fiat600 [Miguel Conejeros]

    “Prototipo”, el nuevo libro + disco de Fiat 600 (Miguel Conejeros), rescata demos y rarezas grabadas entre 1994 y 1998, al mismo tiempo que abre un espacio íntimo donde el músico relata en primera persona sus procesos creativos. Editado por Grieta , sello y editorial fundado por Laura Estévez y Sebastián Herrera, con la incorporación de Mauricio Magnasco como productor ejecutivo, el proyecto se inscribe en la colección Origen, que apuesta por narrar la historia de la electrónica chilena a través de sus protagonistas. En una época marcada por la fugacidad del single y la sobreexposición en redes, la propuesta busca devolverle tiempo, cuerpo y espesor a la música, uniendo escucha y lectura en un mismo objeto cultural. "Lo que tratamos de buscar es rescatar la historia, darle coherencia y espesor a la música. Poner los procesos creativos en primer lugar, en una época donde todo son singles e imagen”, dice Mauricio . Para Plataforma Grieta, la apuesta es doble: música + edición . No solo un disco, sino un objeto que sostenga la escucha y la lectura. “La aspiración es darle voz a los actores de la escena: contexto, influencias, conexiones. Contar la historia según cómo cada uno la vivió y la hizo ”, explica Sebastián . ... Lee la nota completa en Rauversion

  • La poética de Thomas Harris en el libro Cipango: El tópico del viaje

    Cipango apareció en la poesía chilena con una fuerza oscura e inusitada a inicios de los 90. Tomas Harris escribió los cinco libros que integran el volumen en los 80, en Concepción. Cipango, el nombre con que los antiguos navegantes llamaban a Japón, era la utopía que perseguía Colón. El poeta toma esa imagen y traza un mapa denavegación que le da voz a los conquistadores. Es una travesía por una geografía herida, por ciudades devastadas: “Había ciudades hechas carnes/ había ciudades enteras orgánicas latiendo/ había edificios que respiraban con inhumana lentitud”. Un territorio de hambre, precariedad y muerte. “Esta es la luna,/ viene desde Lima,/ va hacia Nueva York;/ brilló sobre un millón de mendigos en el Perú,/ brillará sobre diezmillones de mendigos en Nueva York, / brilla sobre miles de mendigos en La Concepción./ Esta es otra década turbia, solo que con miles o/ millones de muertos más./ La vida y la muerte/ cosa de números/ y superposiciones”. Una obra clave de la poesía chilena, reeditada por Tajamar. Clyo Mendoza, La Tercera, 31 de marzo de 2025   Los puntos cardinales se habían perdido y el vértigo de la velocidad entraba por los ojos,por los poros, yo estaba poseído por efectos especiales. Thomas Harris.     El viaje en la literatura ha sido un tema universal tratado en diarios y memorias que registraron a través de testimonios la búsqueda de un lugar o la migración de una comunidad, tal es el caso de  Números  y Éxodo , libros históricos del Antiguo Testamento. Los griegos iniciaron el género a partir de los “Periplos” para navegantes donde se detallaban las características de ciertos lugares, sus rutas y la vida de sus habitantes. Con el tiempo nacieron obras como los textos de Ctesias de Cnido  Historia de los Persas  e  Historia de la India  (395 a. de C.), que contenían narraciones sobre la India y Etiopía. Luego, el historiador Agatárquides de Cnido (siglo II a. de C.), escribió  Sobre el Mar Eritreo , narración donde describe lugares, gentes y costumbres. Plinio el viejo, en su  Historia Natural  (23-79) fue el primero en dar noticias de hombres con cabeza de perro, o con un solo ojo en la frente, cara plana y sin nariz, y se constituyó en la fuente de la imaginería europea. Más tarde, Marco Polo sorprende con sus relatos fabulosos de  Il Milione  (1298). En el transcurso del tiempo, el tema del viaje adoptó diversas características en la literatura occidental y se desarrolló a modo de viaje territorial o espiritual, como ocurre en  La Odisea  (siglo IX a. de C.), de Homero;  La Divina Comedia  (1304-1321), de Dante o  Siddartha (1922), de Herman Hesse, y cuyo sentido puede implicar para el protagonista la búsqueda de una verdad o de un lugar externo o interno que es el fin de la travesía. También son importantes las obras de Juan de Mandeville,  Libro de las maravillas del mundo y el viaje de la Tierra Santa de Jerusalén y de todas las provincias y ciudades de las Indias y de todos los hombres monstruos que hay en el mundo, con otras cosas admirables  (Valencia, 1521); los textos de Sir Richard Burton, quien a fines del Siglo XIX, escribió alrededor de cuarenta diarios de sus viajes por Asia, y Sir Walter Raleigh, que es un referente en el tema con  The Discoverie of the Large, Rich, and Beatiful Empire of Guiana, with a relacion of the Grat and Golden Citie of manoa, which the Spaniards call El Dorado and the Provinces of Emeria, Arromaia, Amapia and other Countries, with their Rivers adjoyning  (Londres, 1596) donde se describe América. Otras obras que abordan el motivo del viaje en la literatura (viajes reales o imaginarios) son:  Veinte mil leguas de viaje submarino  (1870), de Julio Verne;  Encuentro con hombres notables  (1932), de G.I. Gurdjieff;  Ecuador: diario de viaje  (1929) y  Un bárbaro en Asia  (1933), ambos de Henry Michaux;  La ciudad perdida de los Incas  (1948), de Hiram Bingham;  Los pasos perdidos  (1953), de Alejo Carpentier; En el camino  (1957) y  El viajero solitario  (1959), de Jack Kerouac;  Las ciudades invisibles  (1972), de Italo Calvino, y  Vigilia del Almirante  (1992), de Augusto Roa Bastos, entre otras grandes obras —que omitimos para evitar extendernos—, donde el viaje ha permitido vincular creativamente tiempos, espacio, voces y escritura.   La crónica, por otra parte, toma su nombre del latín cronos, “tiempo”, y es una forma medieval de historiografía que consiste en cubrir un conjunto de acontecimientos durante un periodo histórico, en orden cronológico. A partir del siglo XVI, la crónica ha dado cuerpo a narraciones como las crónicas de Indias que exponen las realidades vividas en torno al descubrimiento y la conquista, y son los primeros textos que registran la historiografía y la narrativa ficcional escrita en América, entre los que se encuentran: el  Diario de a bordo , de Cristóbal Colón;  Relación de Indias  (1496), de Fray Ramón Pané; la obra de Pedro Mártir de Anglería, que en su  Historia del Nuevo Mundo  y  Décadas  (1494-1510) escribe sobre una América que da existencia a las sirenas, arpías, indias y amazonas al interior de una geografía fantástica. Textos importantes en la línea del viaje para explorar reconocer y documentar son: Mundus Novus  (1503), de Américo Vespucio;  Relación del primer viaje alrededor del mundo  (1522), la obra de Antonio de Pigafetta;  Naufragios y comentarios  (1542), de Alvar Núñez Cabeza de Vaca. En todos estos textos se consuma el tema del viaje que aporta a quien lo experimenta y lo registra una revelación o un desengaño, que posteriormente conformará el imaginario social que nutre la memoria colectiva del sujeto americano.   Cipango  de Tomás Harris, es una obra compuesta por cinco libros:  Zonas de peligro  y  La forma de los muros, ( 1985),  Diario de navegación  (1986),  El último viaje  (1987) y  Cipango  (1992), donde el tema del viaje es una constante que marca la ruta por diversos espacios. Así encontramos en  Zonas de peligro , un hablante que en los años ochenta recorre la ciudad de Concepción en un rito exploratorio    —donde el viaje es tanto exterior como interior— y va siguiendo los rastros de sangre y musgo genésico que le deja la vida entre nieblas, lluvia, alcohol, y a veces algo de amor para espantar a la muerte en algún lugar de la calle Orompello. En  La forma de los   muros ,el hablante inicia un recorrido por la historia leyendo en los muros los horrores que allí se han grabado, dando cuenta de la degradación de los cuerpos torturados que quedaron impresos como en una película, evocando su padecer colectivo, capa sobre capa, formas esperpénticas reaparecen como en un aquelarre de Goya. Más tarde, en el Hotel King afloran esos fantasmas que son también los suyos. El viaje termina en el poema “Baldío”, donde finaliza la historia y las imágenes se repiten como en un cine rotativo, a la espera de la caída del agua que devuelva el mito o el sueño otra vez a la tierra. En  Diario de navegación  el hablante se desplaza por las “urbes del sur” donde reconoce el estatuto ficcional de cuanto ve, y, como una forma de rechazo, da cuenta de que todo es parte de un simulacro, una película como pudo haber sido la de Colón cuando veía brillar el oro entre las avecitas mansas y las hojas de palma, una obra de teatro con una tragedia como la de Edipo que transcurre en Tebas, así duda, mientras se oye el ulular de las sirenas que anuncia la muerte y el cielo truena sobrepoblado por bandadas de helicópteros. Y al final, el viaje se cierra con “Calle última” desde el Yugo Bar, donde el hablante ve, como cada día, el paso de la carroza de pompas fúnebres que avanza por la calle Prat hacia el Cementerio General.  Por su parte, en  El último viaje  el hablante asume la voz del Almirante para evidenciar el dolor de sentirse “Virrey de la Nada”, y poner en duda la validez de su misión, así se rebela y da cuenta del error dejando que se oigan también otras voces a modo de lamento. El viaje se da a través de un recorrido por diversos espacios y tiempos, así, calles de Concepción y rutas colombinas se pliegan y funden en el tono de la crónica poética hasta llegar al último poema que cierra el viaje: “Finis terrae” donde el hablante se expresa a modo de confesión ante el Reverendo Padre y lamenta el estado degradante en que se encuentra “ahora que los navíos son innavegables” y reflexiona acerca de todo cuanto ocurrirá a partir de su muerte, cuando su cuerpo travestido baje por calle Prat hacia el vacío. En el libro  Cipango , el hablante inicia la narración de la travesía que lo ha situado allí, la llegada a las costas de Cipango, su viaje en el Demeter con las cajas de arcilla que contienen la tierra de sus antepasados, Cathay, su encuentro con el Can, el delirio, la duda, las tardes en el Yugo Bar de Concepción, el éxodo de las putasde Orompello, los espejismos de la fosa común donde desembocan los cuerpos y los sueños, las perlas, el oro y las máscaras ancestrales que no figuraban en las pinturas de los mapamundis. El viaje se cierra con el poema “Poiesis de la vida mejor”, al interior del Yugo Bar, donde las mariposas nocturnas negras mueren atraídas por el polvo de oro de la luz de los tubos, quizás neones o reflectores que le permiten abandonar la escena tras un túnel dorado y fulgurante como una alcantarilla.   Cipango  construye un mundo original que permite al lector viajar de un punto a otro sobre el mapa que se abre ante sus ojos, donde los poemas son rutas que se iluminan para dar pistas sobre el camino a seguir, y continuidad a las escenas que de cuando en cuando se fragmentan para insertar en la pieza que falta una nueva visión de lo hallado. Rafael Núñez Ramos dice en su libro  La Poesía , que: “La originalidad como conocimiento de lo posible que hay en cada uno no es un sentimiento de individualidad, sino de comunidad o humanidad, pues no cabe duda de que en el cúmulo de posibilidades que constituye el origen, no se encuentra ya un individuo particular, sino la especie, no un hombre concreto, sino el hombre, todos los hombres (todas las posibilidades); en la experiencia original, el hombre se eleva al nivel de la especie, y así la poesía une la novedad y unicidad del acontecimiento, con lo general, arquetípico y ejemplar que se presenta a la experiencia”.   Construir un viaje que justificase la búsqueda del sentido de la existencia en los abismos de la memoria, donde laten las voces de aquellos que vivieron la travesía original —en el mismo espacio que se habita hoy— para expresar finalmente que la gesta consiste en contemplar y narrar la génesis de su propia historia, es la motivación que ha gatillado el zarpar de la nave del poeta Tomás Harris para navegar en medio de la tempestad hacia los mares de  Cipango . Y es a partir de entonces cuando se produce la transformación de un espacio que entre sus capas deja traslucir épocas y personajes que cohabitan en medio del colapso y del oleaje, en un continente híbrido que sólo es posible leer desde la transtextualidad, develando con ello una civilización que va y viene sobre sus propias huellas para encontrar el camino, donde las maravillas del hallazgo o del encuentro son reales en tanto se escriben, cobran cuerpo, imagen y nombre. El tema del viaje y de la travesía en pos de un objeto o un lugar es una constante en la obra poética de Tomás Harris, quien recurre a la naturaleza histórica de ciertos hitos que marcaron el descubrimiento de América para montar su propuesta literaria, donde articula un poeta cronista cuyo destino es ir tras la recuperación de los aspectos conflictivos del suceso para contrastarlos con la aventura personal, que es el viaje interior. Allí confronta su visión del encuentro con el otro, que es también consigo mismo —y la colectividad con la cual comparte esta empresa que se va desgastando continuamente— y motiva la reflexión. Así, en una poética que retoma los diarios de navegación, cartas, crónicas y relaciones, describe cuanto ve y se incluye en el reconocimiento del territorio personal poblado de fantasmas e irradiaciones de la imaginería cultural europea, con el consiguiente cruce de civilizaciones y el hallazgo de piezas arqueológicas, que parecieran flotar sobre él como espectros de una sociedad de confusas raíces y que no tiene cómo definir. De esta manera nos acercamos al reconocimiento del instante en que podemos experimentar cómo se producen dos situaciones que se contrastan mutuamente con respecto a la llegada a un lugar, y el posterior encuentro con “el otro”. En Colón, hay una visión deslumbrante y festiva como leemos en el  Diario  de su primer viaje y que corresponde al día 14 de octubre: “En amaneciendo mandé aderezar el batel de la nao y las barcas de las carabelas (…) para ver las poblaciones, y vide luego dos o tres, y la gente que venían todos a la playa llamándonos y dando gracias a Dios. Los unos nos traían agua; otros otras cosas de comer; otros, cuando veían que yo no curaba de ir a tierra, se echaban a la mar nadando y venían, y entendíamos que nos preguntaban si éramos venidos del cielo. Y vino uno viejo en el batel dentro, y otros a voces grandes llamaban todos hombres y mujeres: Venid a ver los hombres que vinieron del cielo; traedles de comer y de beber. Vinieron muchos y muchas mujeres, cada uno con algo, dando gracias a Dios, echándose al suelo, y levantaban las manos al cielo, y después a voces nos llamaban que fuésemos a tierra (…) Y para ver todo esto me moví esta mañana, porque supiese dar de todo relación a Vuestras Altezas y también a dónde pudiera hacer fortaleza”. Por su parte, la autotextualidad del hablante de  Cipango , que de cuando en cuando recupera pasajes, senderos y puentes de su transitar, lo hace volver sobre sí mismo para repetir un parlamento en otro texto y poner en duda lo que ha dicho. De tal modo, da la impresión de ir recuperando en cada viaje visiones de diversos acontecimientos de historias reales o de ficción para insertarlos como parte de su experiencia y proponer a quien participa de este mundo que no hay un tiempo posible para obstaculizar su desplazamiento: “Al rayar el alba los primeros neones/ lumínicos verdes dorados ultramarinos/ travestían la nao que parecía puta/ macho de tanta pedrería, oro falso,/ lo último que le vimos fue la popa/ que se meneaba hundiéndose a la fuerza (…) Lo que ellos vieron fue más o menos esto,/ que pocos sobrevivieron para narrarlo y/ menos/ conservaron el juicio: estábamos/ en Tebas, capital principal de una urbe/ suramericana”. (“Mar de la muerte roja”, Pág. 81). El Almirante ve hundirse la nave cargada de metal y pedrerías y poco después se encuentra en Tebas, ciudad sudamericana, donde el horror se instala y sus hombres pierden el juicio. Luego, vemos en otro texto que: “Había muchas estatuas en figura de mujeres,/ y muchas cabezas en manera de caratona,/ muy bien labradas,/ no sabíamos si eso tenían por hermosura o/ adoraban en ellas,/ había perros que jamás ladraron,/ nosotros teníamos la peste del miedo,/ ahí podía morir el último de nosotros;/ estábamos en Tebas,/ una isla toda solitaria,/ nos rodeaba una ciudad hecha de carne,/ los edificios latían,/ los habitantes lloraban de hambre,/ apilaban los cadáveres en las calles:/ miramos hacia los últimos pisos, supuraban/ pestilencia ñache o semen las ventanas./ Las vitrinas inmensas cubrían el panorama”. (“Museo de cera”, Pág. 95). El miedo sale al encuentro. Hay hambre, hay muerte en las calles pero las vitrinas están allí, altas como murallas para ocultar el horror que permite sentir el latido de los edificios, como si fueran monstruos heridos desangrándose hacia el vacío. La referencia de Harris en el verso “había perros que jamás ladraron”, alude al Almirante en su texto del domingo 28 de octubre, cuando dice: “Saltó el Almirante en la barca y fue a tierra, y llegó a dos casas que creyó ser de pescadores y que con temor se huyeron, en una de las cuales halló un perro que nunca ladró”. Posteriormente, escribe el martes 6 de noviembre que: “bestias de cuatro pies no vieron, salvo perros que no ladraban”.   La angustia que se manifiesta en  Cipango  recorre los cinco libros, a pesar de la propuesta paródica que instala. Podemos descubrirlo y sentirlo en la atmósfera mientras el hablante va cambiando el decorado y el retrato ancestral que se persigue migra de rostro en rostro para encontrar en el espejo, dramáticamente, la imagen de sí mismo enfrentando otra vez las dudas iniciales ante la conciencia de la propia alteridad: “Ante nosotros, las ciudades eran el teatro del dolor;/ eran esos pueblos malditos: hombres hembras y niños/ hallan los terrestres alimentos/ en las bolsas de nylon negras: los ojos/ buscan puntos de fuga en el vacío; las caparazones/ de los autos muertos nos cobijaban,/ como úteros/ estas formas de involución les tuercen nuestro/ cerebro corroído”. (“Las islas de arena”, Pág. 77). El dolor aparece sin máscaras para remover las heridas de un cuerpo monstruoso que aflora desde el mar, la tierra o el cielo, confundiendo la rosa de los vientos, los senderos del portulano y la apariencia de las estrellas que alguna vez fueron confiables. Un cuerpo que congrega a todos los sacrificados del pasado de América, un cuerpo en movimiento que trasciende el espacio y deja en evidencia su inestabilidad  —a la manera de una película expresionista donde todo parece resbalar bajo el contraste feroz activado por esas luces que atacan desde diversos flancos a un personaje que deambula diagonalmente sobre el plano, tras su sombra que ha llegado primero—, un monstruo torturado que vaga entre la niebla, y cuya piel cae a pedazos dejando en el camino los indicios de su larga agonía.   Cristóbal Colón, por su parte —una vez que la meta se ha cumplido—, escribe a los Reyes una carta en la que da cuenta de las bonanzas de las islas descubiertas en su primer viaje, Harris en cambio, asume la voz de Marco Polo en su encuentro con el Can para plantear la paradoja de la empresa —cuyo destino era duplicar ese objetivo—, y que ahora aparece como un engaño. Colón dice en su carta del 15 de febrero de 1493: “Pueden ver Sus Altezas que yo les daré oro cuanto hubieren menester, con muy poquita ayuda que Sus Altezas me darán; ahora, especiería y algodón cuanto Sus Altezas mandarán (…) y esclavos cuantos mandarán cargar, y serán de los idólatras; y creo haber hallado ruibarbo y canela, y otras mil cosas de sustancia hallaré”.  El cronista de  Cipango , en cambio, expresa ante la decepción: "Pero dije cosas como éstas que ahora repito para mí,/ en este gran silencio,/ dije que el lugar sin límites estaba dentro de mi cráneo,/ que afuera el mundo era un cubo,/ un puto cubo,/ antes yo creía que el mundo era una esfera,/ una perfecta, ventral y podrida esfera;/ pero no,/ para demostrarlo dibujé con mis manos en el aire,/ frondosos universos,/ fluorescentes espejismos(…) dibujé;/ pero no tenía axiomas, ni mónadas, ni dialéctica,/ sólo fulgores; por eso tracé recuerdos (…) sobre todo engañé o creí engañar,/ mis palabras eran oropel, pedrerías, oro falso/ por el aire (…) hablé de un mendigo de Cipango, Marco,/ Marco porque había venido allende el mar”. (“Discurso de Marco frente al Can”,  Pág. 225).  Constatamos que para Colón es necesario dar cuenta de lo hallado y lograr credibilidad para obtener una buena respuesta de los Reyes. Es decir, la empresa debe continuar, habrá prosperidad futura, oro, tierras, especiería, esclavos idólatras para lograr su conversión. Cabe recordar que esta carta tenía un conjunto de lectores concretos entre los que se contaban los monarcas, Luis de Santángel y los otros banqueros y financieros que “quedaban así satisfechos: para unos el signo económico (el oro) y para otros el signo espiritual (la evangelización)”. [1]   El viaje ha dado sus frutos y esta carta confirma con su palabra que un gran tesoro se abre ante sus ojos y gracias a los cuales podrá describir cuanto ve en las nuevas tierras. No es el caso del hablante de  Cipango , quien expresa su horror al descubrir que este mundo no es el que buscaba. Ni está en una esfera ni existe y debe construirlo frente a otro —que puede ser el Can, así como él puede ser Marco Polo—, y la tarea es ahora situar ese mundo en algún lugar, en un universo espectral a modo de dibujo, mímica, palabras que para el otro no tienen significado y son como la falsa pedrería del error y el engaño. La semejanza de los discursos reside en el tono de la carta colombina que Harris instala sobre el soporte de la crónica de la conquista, pero las diferencias en cuanto al contenido de los mensajes es clave. La poesía, dice Núñez Ramos, opera como juego que, “participa doblemente de la condición de ficción; en primer lugar, porque todo juego lo es en alguna medida, ya que implica un universo cerrado, convencional, y en algunos aspectos imaginario; en segundo lugar, porque como la literatura toda, pertenece a la clase de juegos que Callois llama de  mimicry   (imitación), que consisten en convertirse uno mismo en un personaje ilusorio, y comportarse como tal, en los que se juega a creer, a hacerse creer o a hacer creer a los demás que es distinto de sí mismo”.  El aventurero cronista entonces, toma a veces la voz del Almirante, la tripulación o una suerte de oráculo que habla desde un tiempo indefinido para asistir a la proyección del continente que será o que pudo ser. Desde allí narra cuanto percibe ante el asombro de encontrarse sometido al azar, al deber de la escritura y al dar cuenta de la naturaleza de un continente al que no pertenece y del cual es, sin embargo un pasajero en tránsito. ¿Y el destino? ¿Hay destino? ¿Es la meta la constatación del error o la propia travesía donde los riesgos están latentes y las armas aún disparan hacia el presente? ¿Y el enemigo? ¿Hay enemigo?: “Me cosieron la boca y los ojos/ me inocularon coca cola por las venas/ todo transcurre en una película mexicana/  wat is your name  me preguntó alguien/ desde ninguna parte/ ahora ya no puedo seguir hablando por todos/ ustedes se esfumaron tras ese halo de luz (…) ¿ sugar mister ? Me preguntan ocultos/ por la radio tocaban un corrido/ perros ladraban/ la música se me emplasta en los oídos/ por ahí puedo sentir bien/ por acá no/ el corrido comienza a arderme en los oídos/ los hombres sacan pistolas/ a mí me trataron como a todo prisionero de guerra/ olvidando los tratados y la piedad (…) la sangre me chispeaba en las venas/ (me habían inoculado coca cola)/ el pasillo se hacía verde azul dorado tras la venda/ todo iba siendo brillo y color y ardor/ I HAVE THE POWER”. (“Mar del dolorido sentir”, Pág. 85).  En los textos de  Cipango  aparecen continuamente expuestos los sistemas represivos y de tortura usados durante la dictadura militar chilena contra sus opositores, prácticas que fueron recurrentes por un amplio periodo, especialmente entre los años 1973-1985, y cuyas fórmulas de pesadilla circulaban de boca en boca, como un rumor que permitía propagar el miedo y desmotivar el circuito de la resistencia. Los métodos de tortura más conocidos tenían su referente en el modo operativo de la GESTAPO en la Alemania Nazi, y en las dictaduras latinoamericanas, fundamentalmente la de Brasil (1964-1985), ambas basadas en la crueldad, el miedo y la destrucción progresiva de la víctima  —cuerpo y mente—, en un ritual oscuro destinado a conseguir la confesión y la delación de sus camaradas-compañeros-cómplices-colaboradores y/o adyuvantes mágicos:   “El horror te inventa    el Hotel King el/ baldío de Orompello te inventa una cárcel/ oculta al otro extremo de La Concepción/ la vida y la muerte lo mismo en/ cada Zona de Peligro (hacían apuestas/ sobre quién de una cuchillada abría/ al hombre de por medio o le cortaba la/ cabeza de un piquete o le descubría/ las entrañas) (…) el horror te inventa     el horror no/ se inventa    rojo a rojo sangre a semáforo/ a cuerpo a cuerpo rasgado desflorado hasta la/ muerte acá al Sureste de La Concepción/ del Imperio  de este baldío donde no se/ pone el sol    una larga y angosta faja/ de muerte sin oasis para detenerse a respirar”. (“Zonas de peligro”, Pág. 49). El ocultamiento o destrucción de los cuerpos para negar los excesos tuvo un sello característico en los casos de Chile y Argentina. Así pudimos observar la inquietante paradoja en el comportamiento de las Fuerzas Armadas de algunos países latinoamericanos, que pactaron acuerdos entre ellos para hacer desaparecer “cuerpos” en operaciones conjuntas, en cuyo caso las fronteras y digresiones territoriales dejaban de tener importancia. Por otro lado, la civilidad no sólo presentía la indefensión sino que la vivía como parte de un acto trágico que bien podría situarlos en Tebas: “Lo que ellos vieron fue más o menos esto,/ que pocos sobrevivieron para narrarlo y/ menos conservaron el juicio: estábamos/ en Tebas, capital principal de una urbe/ suramericana (…) entre estas ausencias presentes, se/ nos fueron confundiendo los hechos en/ la mente, Almirante (…) Estábamos en Tebas: los cuerpos/ no tenían ojos”. La alusión al desenlace trágico de  Edipo Rey , quien se arranca los ojos al descubrir el error en que ha incurrido por obra del destino,  es clara al decir que los cuerpos no tenían ojos, y podemos leer también quizás un velado autocastigo para esa sociedad de ánimas ciegas que se negaron a ver lo que ocurrió. Luego, el cronista retoma el miedo a la muerte que ha invadido todo: “Nosotros teníamos la peste del miedo,/ ahí podía morir el último de nosotros;/ estábamos en Tebas”. (“Museo de cera”, Pág. 95).  La violencia y crudeza de ciertas escenas que recorren los cinco libros de  Cipango  responden a la realidad de lo ocurrido entonces en Chile y que, extrapolado a la realidad universal produce imágenes que postulan una crueldad inherente al Poder cuando éste lucha por mantenerse. Está en las permanentes guerras e invasiones, en las torturas medievales de la inquisición, en la quema de brujas o el empalamiento masivo de enemigos, entre otros métodos, sustentados por doctrinas, dictámenes y leyes que aseguran la continuidad de un sistema. Lo incomprensible de la conducta humana a través de la historia  —en esta suerte de apremios a sí misma—, la falta de piedad, el absurdo que la corroe y que el cronista pone en cuestión en estos textos, muestran cómo en nombre de una religión, una idea, un objeto, un deseo o una meta, entran en función una gama de sofisticadas torturas con las cuales amedrentar, derruir física y psicológicamente al enemigo y vencerlo para obtener la satisfacción de comprobar la magnificencia del Poder (humano) que se asume o representa, ya venga en línea directa gracias a una genealogía real o dictaminada desde la metafísica divina. “Como si viera el oro;/ Pero oro no había,/ Noche había, muchas noches (…) Sobre la tierra,/ El polvo,/ El humo,/ La sombra/ Nada;/ Así, yendo como un perro, llegó a los límites de la/ Ciudad, brumosos;/ En una punta de tierra halló dos maderos muy/ Grandes,/ Uno más largo que el otro,/ Y el uno sobre el otro hechos una cruz:/ -Di lo que deseas –dijo una voz en  off ./ -Maese, sólo deseo tu Poder” .  (“Mar del deseo”, Pág. 151).  Los textos de  Cipango  muestran un cruce de sucesos que insertan elementos distanciados entre siglos y culturas al sintetizar el gesto y la actitud que muestran vencedores y vencidos al ser sometidos a una situación similar, y que es la que de alguna manera el cronista vivió como natural de Chile, en la ciudad de Concepción durante largos años, y como explorador de la literatura —donde la realidad va inscribiendo sus sentencias a través de la ficcionalización de la historia, en todas las formas que adquiere la creación literaria. Así, al describir estos hechos, Harris realiza una fusión entre los enfrentamientos de los conquistadores de la misión colombina, versus los habitantes de las tierras nuevas, con los “falsos enfrentamientos” chilenos entre los defensores del régimen y la militancia opositora. El recurso de la puesta en escena fue muy usado por los grupos militares de inteligencia de la época, que abusaron hasta el exceso de esa singular  performance  que los llevaba a preparar acciones cinematográficas con extras y efectos especiales para luego dar noticia ante la opinión pública —a través de la prensa controlada por la dictadura—, de las continuas escaramuzas a las cuales eran llevados por la resistencia, que operaba desde la clandestinidad y que valientemente ellos habían sabido aplacar y reducir. Posteriormente fue comprobado que los “enemigos” habían participado del combate ya muertos y habían sido dejados y ubicados allí por los furgones del aparataje de inteligencia —que también llevaba todo lo necesario para iluminar y fotografiar la locación—;  patéticamente, esos cuerpos —organizados como figuras de un museo de cera— habían puesto en peligro la seguridad interior del Estado, desde sus arriesgados puestos de combate en las ventanas y los techos de las casas de seguridad donde planificaban sus acciones de resistencia. Por otra parte, la referencia a México en “Mar del dolorido sentir”, a través del corrido que el torturado escucha por la radio mientras le inyectan Coca-Cola, remite al rol social que éste cumplía al propagar, al modo de una crónica oral, la circulación masiva de acontecimientos, accidentes y tragedias que conmovían al pueblo. Así leemos en “El descarrilamiento de Temamatla”: “Escuchen, señores, esta triste historia/ Que traigo en el pensamiento,/ De lo que hace poco pasó en Temamatla/ Con el descarrilamiento. //El corazón se entristece/ Tan sólo al considerar/ Que muchos quedan sin padres/ En este mundo a  llorar.// El jueves 28 del mes de febrero/ Del año 95,/ Todos en Ameca para la estación/ Iban con gran regocijo. //Eran las once del día/ Y luego, al momento,/ Silbó la locomotora/ Y se puso en movimiento.// Diez coches jalaba la locomotora/ Número cincuenta y cuatro,/ Y su maquinista era un extranjero,/ Causa de tanto quebranto.// En los coches de tercera/ Venían con mucho contento;/ Pues nadie podía advertir/ Que era el último momento. (…) Cuando al llegar a Tenango,/ Kilómetro treinta y dos,/ El tren salió de la vía (…) Cuatrocientos cinco eran los heridos/ Que allí fueron auxiliados,/ Y setenta y dos toditos los muertos,/ Que quedaron destrozados.// La sociedad alarmada/ Asegura con  firmeza/ Que de esta horrible hecatombe/ Tiene la culpa la empresa”. El corrido mexicano como forma musical cobró gran importancia durante la Revolución Mexicana para exponer la valentía de personajes o grupos admirados por el pueblo, tal es el caso de Francisco Madero, Emiliano Zapata o Francisco Villa, entre otros. En la actualidad mantiene su vigencia para narrar las desventuras de hombres anónimos que mueren al ser descubiertos por la policía mientras intentan traspasar la frontera hacia los Estados Unidos. El dolor por la vulnerabilidad que afecta a los personajes en sus acciones desesperadas por conseguir la meta, delata un conflicto social que involucra la justicia, la opresión y la corrupción: “Todo transcurre en una película mexicana/  wat is your name  me preguntó alguien”. En “Mar del dolorido sentir”, vemos cómo se alude directamente al problema con la utilización de la voz inglesa expresada por el sujeto que dirige el interrogatorio. El cronista de  Cipango  deambula en la semioscuridad de la noche donde recibe los destellos de alguna constelación que a veces titila desde el letrero de un falso cielo y debe sospechar de la profusión de espejismos que lo acosan, esto lo obliga a detenerse en callejones sin salida, vagar para reencontrar el camino, la frase, la idea, la letanía del rumor o del grito superpuesto a su discurso en el rotar del tiempo y el espacio hasta incorporarse por fusión a un palimpsesto que lo hace relativizar el futuro, el pasado y el presente desde el que vislumbra el error histórico en el que se basa la construcción de un mundo que lo ha situado allí por inercia, entonces dice: “Navegó su camino al Oueste salvaje/ noche y día cincuenta y cien leguas/ la mar llana y siempre buena/ quedaban atrás las mujeres el oro que traía/ pintado en la carta de su imaginación/ toda la noche oyeron cantar pájaros/  sugar mister  le decían los otros por ahí ocultos/ él releía para atrás los días y prefería hacerlo como/ si hubiera muerto”. (“Mar de la ceniza”, Pág. 99).  Vemos aquí un poema que dialoga con el texto de Colón correspondiente al 16 de septiembre: “Navegó aquel día y la noche a su camino al Oueste. Andarían treinta y nueve leguas, pero no contó sino treinta y seis. Tuvo aquel día algunos nublados, lloviznó (…) siempre de allí adelante hallaron aires temperantísimos, que era placer grande el gusto de las mañanas, que no faltaba sino oír ruiseñores, según le parecía, que se había desapegado de tierra, por lo cual todos juzgaban que estaba cerca de alguna isla; pero no de tierra firme”. El contraste entre ambos textos está dado por la decepción del hablante de  Cipango  y el clima hostil que vive, en un tiempo donde hay otros, quizás delatores “por ahí ocultos” y sus objetivos “el oro de su imaginación” ha quedado atrás, cuando la vida aún tenía sentido. Para Colón, en cambio, el aire temperado trae el canto de los ruiseñores que abren las cortinas del sueño donde se realiza su objetivo, aquel que da sentido a su Misión.  Diversas formas de rebelión se observan en la actitud del hablante de  Cipango  cuando decide atacar a sus fantasmas al constatar que con él hay otros, quizás sombras —o cuerpos que de algún modo las proyectan—, formas que se camuflan en cuanto lugar lo permita sin dar razones acerca de dónde vienen ni qué pretenden. La  ira por la confusión que proponen lo lleva a enfrentarlos para delatar la ficción y oponer resistencia a esas visiones desde un espacio virtual en una especie de juego macabro. Al decir de Núñez Ramos: “Algunas de las más difundidas caracterizaciones de lo poético (“consagración del instante”, retorno al origen”, “unidad con el mundo”, “autenticidad”) han de ser explicadas por su condición de juego, es decir, afectan a la poesía no en su contenido o en su modo de ser propio, sino en la disposición lúdica con que se produce o consume (que promueve). La función antropológica, esto es, la seriedad secreta de la poesía, le viene de su condición de juego”. La dicotomía del hablante se hace notar como un cronista que está dentro y fuera, que conforma la paradoja de la voz autorizada por el Poder, su mensajero, y la voz  marginal que narra desde la opacidad para burlar al Imperio y a la Ideología de la Representación. Por ello confluyen aquí, en estas relaciones, lenguajes y medios que ruedan hacia sus destinatarios con la densidad de una revelación pesimista una vez que se ha descubierto el simulacro: "Alguien revolvía los huesos en la fosa común,/ la fosa común era alumbrada por la luz plana,/ equinoccial,/ de los reflectores;/ desde una sala de proyecciones del Otro Mundo/ nos pasaron una película del miedo,/ lúgubre,/ puro Hammer Films,/ como un tren fantasma, así tan falsa”. (“Fenomenología del descenso”, Pág. 214). Una gran diferencia encontramos entre el sentimiento doloroso del hablante de  Cipango  al descubrir el simulacro de las proyecciones, y el discurso del Almirante: “díjole (…) que él daría cuanto oro quisiese, y de ello diz que le daba razón, y en especial que lo había en Cipango (…) El rey comió en la carabela con el Almirante, y después salió con él en tierra, donde hizo al Almirante mucha honra y le dio colación de dos o tres maneras (…) donde lo llevó a ver unas verduras de árboles junto a las casas, y andaban con él bien mil personas, todos desnudos”. Así vemos la alegría de Colón, que ha compartido un almuerzo en la “nao” con el Rey de un nuevo lugar que ha hallado en su ruta y que le llevará a encontrar todo el oro que hay en Cipango. En Cipango, eso ha creído oír el Almirante y sobre eso escribe en su diario del primer viaje el 26 de diciembre de 1492. Toda comunicación pareciera establecerse telepáticamente con los naturales que, momentos antes han intercambiado cascabeles por oro. Y le proveerán de mucho más. El hablante de Harris ve ante sus ojos la parodia de una película de aventuras, Colón vive dentro del sueño la aventura que le proyectan sus ojos.  Existe el viaje, hay un punto de partida, un registro donde el cronista deja en evidencia lo confuso de los sucesos que narra, quizás porque han sido recogidos desde las miradas de los otros que rebotan la información —o de sí mismo— para instalar una puesta en abismo donde pueden reconocerse aún los decorados de la ideología renacentista vigente, sustentada, reafirmada y legitimada universalmente por el poder de la imagen. Una imagen que hoy se hace ver entre neones como una manifestación consagrada al Mercado por el lenguaje de la publicidad, estructurada con elementos retóricos que estaban también en la intención de las crónicas originales para persuadir al destinatario e inducirlo a materializar la respuesta que se deseaba obtener. Esta crítica puede verse en la representación icónica que puebla las escenas de los cinco libros de  Cipango , donde las imágenes se despliegan en todos los soportes posibles: vidrios, pantallas, charcos de agua, falso cielo, pinturas, muros, fotografías, postales, holografías, videos y escenas virtuales. El navegante-cronista narra ahora desde el mundo del brillo y las texturas, del volumen y las sombras, de las alucinaciones de la virtualidad, ya detectadas las fronteras del espejo de la realidad para aludir a la publicidad y a la propaganda ideológica-religiosa que subyace a la misión evangelizadora de la conquista para decir: "Yo fui quien pintó los peces rojos/ en las puertas de las casas de Cipango;/ pero no los pinté con sangre de cordero,/ como Dios manda, /sino con esmalte sintético/ para darles todo el fasto de lo falso". (“Confesiones más o menos espontáneas”, Pág. 235). Cipango  expone el equívoco de Colón; que navegando hacia occidente, quiso llegar al oriente, y se encontró con otras tierras y sin embargo no lo supo. Él quería ir a Cipango y Cathay, a la China y Japón. Y narró la travesía. La historia de América se escribe a partir de estos textos cuyo camino abrieron los cronistas. El desengaño acecha y ataca desde distintos flancos, hay hambre, sed, duda, ansias, intentos de motines, la meta está desvaneciéndose y parece alejarse cada vez más de la razón. Algo cercano a la locura hace que las relaciones comiencen a degradarse para propiciar la imagen obsesiva de encontrarse situado en un “no lugar”, ese espacio cambiante, de tránsito permanente que urge al movimiento, un lugar de paso y poco grato, pensado así para ser continuamente desocupado por los pasajeros en tránsito que circulan por la sociedad actual, al decir del antropólogo Marc Augé: “Los no-lugares son tanto las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de personas y bienes (vías rápidas, empalmes de ruta, aeropuertos) como los medios de transporte mismos o los grandes centros comerciales, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los refugiados del planeta”.  En medio de esta desazón que lo invade el cronista revisa su papel en la escena, pero las glorias futuras que justificarían el sacrificio de un viaje mítico aparecen ahora como el objetivo perdido: “Esperando el tiempo de nuestro salvaje,/ Medieval/ Y marinero deseo; pero/ Nada de esto quedó en las esferas,/ En las pinturas de mapamundis (…) Lo escrito, la condena;/ Todas estas millas para coronarse Virrey de la nada,/ Magro bufón de la corte de los milagros”. (“Los sentidos del deseo”, Pág. 171). La materialización de un espacio real se ha concretado para Cristóbal Colón, el Almirante, y los miedos comienzan a amainar, como podemos observar en el fragmento de la carta del 15 de febrero de 1493: “En estas islas hasta aquí no he hallado hombres monstrudos, como muchos pensaban, mas es toda gente de muy lindo acatamiento, ni son negros como en Guinea, salvo con sus cabellos correndíos (…) Así que monstruos no he hallado, ni noticia, salvo de una isla Quaris, la segunda a la entrada de las Indias, que es poblada de una gente que tienen en todas las islas por muy feroces, los cuales comen carne humana”. Y una voz desencantada delata el vacío en el lugar buscado por el cronista de  Cipango , que encuentra un simulacro de cultura donde es posible construir lo que no está, actuarlo, doblarlo, representarlo sin perder de vista el dolor y la tragedia surgida tras bambalinas: “Un gran despliegue se abría ante nosotros/ orquídeas carne búfalos pradera oro mujeres/ el desierto rojo de la calle se había superpoblado/ a lo Cecil B. De Mille/ 46 papeles principales 82 menores/ más de doscientas intervenciones habladas (...) pero tanta suntuosidad, Almirante, te produce chancro/ tanto deseo abolido, oscuros vacíos hacia el final/ del pensamiento”. (“Mar de la necesidad”, Pág. 75). La promesa de encontrar al final del viaje ese paraíso que permitiría volver al origen en el Nuevo Mundo y borrar los errores cometidos por la humanidad en el Viejo, se ha frustrado en el cronista de  Cipango  quien expone su visión de este pliegue de tiempos que lo sitúa afuera como espectador, y adentro de sí mismo como explorador de la travesía en las zonas de peligro: “Una copa de árbol aguada/ Cuya frondosidad es el miedo/ Y los reflejos rojos entre las ramas/ No son frutas/ Ni flores que se pudren en invierno/ De muerte natural/ Tal vez una ruina o el recuerdo/ De un semáforo que no termina nunca de parpadear/ En la memoria”. (“Zonas de peligro”, Pág. 31).  La poesía, dice Rafael Núñez Ramos “a través de los mundos de ficción habla de lo que más importa, de nosotros mismos, pero no del hombre en general, sino de cada uno en particular, que experimenta, en el acto de lectura, su relación personal con el mundo a través de su relación con la realidad imaginaria del poema”. Así, el transcurso de este viaje ha dado cuenta de sus incursiones a través de diversos espacios y tiempos, asumiendo que detrás de todo hay una ficción que permite retomar la ruta a modo de una película, una secuencia pictórica, un monólogo dramático, un palimpsesto sobre los muros de una ciudad o de la mente, una relación de los hechos para que nada se pierda entre los senderos del ir y venir de la historia. Una crónica poética.

  • Tributo a una madre de la noche

    Acuérdate de tu creador antes de que se corte el cordón de plata y se rompa la vasija de oro; antes de que el cántaro se estrelle contra la fuente y se haga añicos la polea del pozo; antes de que el polvo regrese a la tierra de dónde salió, y el espíritu vuelva a Dios, quien lo otorgó. Eclesiastés   Prefacio Llegó al mundo bajo un cielo otoñal el 4 de octubre de 1941 en Luisiana, Nueva Orleans; la ciudad que ha sabido albergar – en sus pliegues– la vida y la muerte. En ese anochecer estuvieron presentes los crisantemos y los pensamientos. Cerca del barrio francés unas dalias moradas – que contuvieron el calor del tiempo – acompañaron junto al jazz. Allí, en medio de un conflicto bélico; entre aviones, barcos y astilleros, un alma antigua era anunciada por el canto de los grillos: nacía una niña perfumada a melaza y naftalina. Criada junto a cinco hermanos en una familia que comulgaba el catolicismo irlandés, la niña, quién había sido llamada durante cinco años de una forma, les dijo a sus padres que su nombre era otro: Anne. Anne sintió en sus primeros años gran atracción por los cementerios. Caminaba con su padre por el cementerio de Lafayette recorriendo criptas, acariciando lápidas de bronce y mármol de quienes murieron de fiebre amarilla; cambiando el agua de los floreros de las hierbas y las flores. Un gesto que fundaba una muy buena relación con los muertos. En la adolescencia, a sus catorce años, el deceso de su madre y el nuevo matrimonio de su padre, la alejaron de Nueva Orleans y la acercaron al agnosticismo; el mismo que la llevaría a preguntarse una y otra y otra vez, qué sucede con los muertos, trazando un camino de búsqueda paralelo a Dios. Algunos desenrollan el ovillo familiar para tejer otro camino. En Texas, en la secundaria; en una clase de periodismo conoció a quien luego sería su pareja: el poeta y pintor Stan Rice. Ambos se casaron en el año 1961. Buscando sus pasiones, el matrimonio se mudó a San Francisco, donde Anne estudió Filosofía, obteniendo un título en Ciencias políticas y Escritura Creativa. Fruto de la relación de ambos nació primero Michele (1966) y luego Christopher (1978). Pero la repentina muerte de Michele, a los cinco años por leucemia, envolvió a Anne entre interrogantes y tristezas. Ese tipo de tristezas que la llevarían a escribir en una noche de preguntas.    I  Los Condenados «Yo creí que a los vampiros no les gustaba la luz», le dice el periodista Daniel Molloy a Louis de Pointe du Lac, dos de los protagonistas de la novela Entrevista con el Vampiro , publicada en el año 1976. En la historia Louis le narra al periodista su vida, su muerte y su nueva “vida” cuando era un humano de treinta y tres años, dueño de una plantación en la Nueva Orleans de 1791. A esa ciudad llega un seductor hombre de acento francés: Lestat de Lioncourt. Ojos azules grisáceos, a veces violetas, cabello rubio sobre los hombros, de un metro ochenta y cinco de altura y uñas cristalinas es como Louis describe a Lestat, ignorando que Lestat no es un humano sino, más bien, un hijo de la noche: un vampiro. Atormentado por la muerte de su hermano – quien le decía que se comunicaba con Dios – Louis enfurece con la iglesia católica por falta de respuestas. Lestat, entonces, le revela su identidad ofreciéndole la eternidad: convertirlo en una criatura nocturna, convertirlo en un vampiro. Luego Louis, ya no como un ser humano, sino como vampiro se encuentra con más preguntas que respuestas. Lestat no le resuelve ningún interrogante tensionando el vínculo – de padre de sangre – de amigo – de amante –. La relación se complejiza cuando ambos convierten en vampira a una niña de cinco años afectada por la plaga: Claudia. A partir de allí, los tres caminarán juntos durante décadas de alegría y violencia, pues para ellos – a veces– no existe bifurcación entre una y otra. El manuscrito que Anne comenzó escribiendo como una carta hacia su hija – y que le llevaría varios años en convencer a un editorial de publicarlo–  se convertiría en una célebre saga de Crónicas vampíricas, teniendo su primera adaptación cinematográfica en el año 1994. A Entrevista con el vampiro le seguirá Lestat el Vampiro (1985), La Reina de los Condenados (1988), El ladrón de los cuerpos (1992), Memnoch el diablo (1995), El vampiro Armand (1998), Merrick (2000 ), Sangre y Oro (2001), El Santuario (2002) y Cántico de Sangre (2003).   II Las Brujas En el medio de escribir sobre los vampiros y atravesada por las lecturas de Jules Michelet, Anne se interesará por otras de sus obsesiones literarias: Las brujas. En La hora de las Brujas (1990), la primera de la trilogía, Rowan Fielding, es una joven neurocirujana que vive en la ciudad de San Francisco interesada en mejorar la calidad de vida de sus pacientes y de su madre, pero desde que era una niña Rowan no puede evitar ocasionar heridas fisiológicas e histológicas hacia otros seres humanos cuando sus emociones mutan; infartos coronarios, aneurismas cerebrales, cólicos abdominales son algunas de las afecciones que – de manera inconsciente – provoca. La situación da un giro el día que, durante la noche, salva la vida de un hombre en la playa. Además de infligir daño – como cualquier mortal – también su reverso. A partir de un evento trágico Rowan heredará una mansión – cubierta de flores y plantas – en Nueva Orleans. Al decidir mudarse a esa ciudad ella descubre que desciende de un linaje de trece brujas a lo largo de los siglos; comenzando por unas mujeres que utilizaban las hierbas para aliviar a las personas en el siglo XVI: Las Sanadoras. Cada una de ellas; cada una de estas mujeres; cada una de estas brujas, serán nombradas de manera colectiva: Las Brujas Mayfair. Pero no hay nada más escurridizo que acercarse a un origen. A través de ciertos relatos, muñecas, relicarios, pinturas y objetos mágicos Rowan desvelará que ser una Mayfair, y más aún, una de las elegidas Mayfair, implicará llevar consigo una misteriosa fuerza mística que las ha acompañado durante cientos de años: Lasher. Lasher (1993), será la continuación de la novela. Siendo Taltos (1994) quien le dé un “cierre” a la llamada trilogía de las brujas. Aunque, a veces – como una sinapsis neuronal–, una historia está relacionada con otra historia.   III Los Ángeles Se puede cambiar por un desgarro. Habían transcurrido varios años desde que Anne fuera alcanzada por un coma diabético y que su marido, Stan Rice, falleciera en el año 2002.  Ante ese clima personal surgieron las llamadas Crónicas Angélicas.    En La hora del Ángel (2009) Toby O’Dare, un joven de veintiocho años, lleva diez años trabajando como sicario. En su última misión, Toby es interceptado por un misterioso ser: el Ángel Malaquías. Una vez que Toby se convence – que está frente a un Ángel –  es enviado al siglo XIII para ayudar a una familia judía en la antigua Londres, quienes son acusados de haber matado a su hija. Sin la ayuda del ángel, Toby deberá proteger a la familia para lograr desvelar la verdad y evitar así una masacre. La prueba del Ángel (2010) concluye la secuela.   IV Viejas Verdades Había transcurrido mucho tiempo desde que Anne decidiera alejarse de los personajes que la dieron a conocer en el mundo de la literatura gótica y que la convirtieron, junto con Sheridan Le Fanu ( Carmilla , 1872) y Bram Stoker ( Drácula , 1897), en una novelista de seres de la noche. Seres que no son demonios sino, mejor dicho, seres condenados; eróticos, seductores; padecientes de la eternidad y la soledad. Cada uno de ellos – a diferencia de la obra de Stoker – interiorizando el conflicto del bien y el mal: portadores de una voz. Una voz eternamente condenada por un deseo: el deseo de muerte que no puede satisfacerse. Años antes, en una conversación, afirmó que no estaba interesada en escribir sobre los asuntos que le interesaron de niña. Aunque la infancia es un estado que no se va de una vez y para siempre. Un día, en otra entrevista, le comentó al entrevistador que estaba escribiendo de vuelta sobre los bebedores de sangre: los vampiros. Todavía tenía un trayecto que recorrer y lo haría con el personaje que gestó en la oscuridad: Lestat. El Príncipe Lestat (2014), El Príncipe Lestat y los Reinos de la Atlántida (2016) y La Comunidad de la Sangre (2018) serán las novelas de la partida. Y quien mejor que Lestat, con su voz poética, describa la composición de su obra: «Viejas verdades y magias antiguas, revoluciones e inventos, todo conspira para distraernos de la pasión que, de un modo u otro, nos vence a todos. Y cansados finalmente de esta complejidad, soñamos con aquel tiempo lejano de nuestra existencia, cuando nos sentábamos en el regazo de nuestra madre y cada beso era la consumación perfecta del deseo. ¿Qué podemos hacer sino tender las manos para el abrazo que ahora debe contener el cielo y el infierno: ¿nuestro funesto destino, repetido una y otra vez? »   V La Inmortalidad Vampiros, brujas, hombres lobo, dioses, ángeles, e incluso una bella durmiente (esta última bajo el seudónimo de A. N. Roquelaure) han sido la reinvención de estos arquetipos populares, desarrollados en su compleja narrativa; siendo la gran zona de su escritura el sinónimo universal de la vida humana: la sangre. Si bien fue llamada por algunos la reina del terror y la madre de los vampiros por otros, lo cierto es que Anne Rice no fue alguien que sólo haya parido la noche, sino por lo que su mirada hizo de ella: fue una de las disruptivas de una nueva religión estética del siglo XX. Anne Rice muere en California el once de diciembre de 2021 a los ochenta años. Sus restos descansan en el mausoleo familiar de Metairie, Nueva Orleans. Su hijo, el escritor Christopher Rice, sigue promoviendo en la actualidad la obra de su madre, adaptando en series televisivas Entrevista con el Vampiro (2022) y Las Brujas de Mayfair (2023). Algunos de sus lectores se acercan al mausoleo dejándole flores y velas encendidas. Cuentan que durante la noche llevan violines para entonar una canción. Dicen que la noche la llama de regreso.

  • Un elefante y un paisaje

    CENTRO CULTURAL MONTECARMELO SANTIAGO - CHILE HASTA EL 8 DE NOVIEMBRE I Dicen que la madre de Buda soñó con un elefante blanco la noche antes del nacimiento de su hijo. Dicen que por eso este animal es sagrado para el budismo.    Tal vez ese elefante con el que soñó la mamá de Buda cinco siglos antes de Cristo, sea el mismo que ahora regresa, persistentemente, a los sueños de Elena Loson: un elefante que es forma simbólica. Pero el elefante de la artista no es albo e inmaculado como el que anunció la llegada de Siddhartha. Su animal aparece forrado en piel grisácea, áspera y rugosa, marcado por líneas que trazan una grafía misteriosa. Un cuerpo robusto que siempre está en transformación.     Elena es argentina. Nació en Rosario, estudió en Buenos Aires y se trasladó a Santiago hace 18 años. Desde ese cruce decisivo de los Andes, Elena ha sobrevolado innumerables veces la Cordillera. Cada vez, como la primera, se le aparece como una silueta consistente y majestuosa que domina el paisaje. En algún incierto espacio de su memoria, cruce a cruce se ha registrado este intervalo rocoso que fisuró su biografía. Imaginemos que para Elena la cordillera es un elefante.  Trasandina. La que está siempre del otro lado de los Andes; la que emigra; la que no es de ningún lugar; la suspendida; la que pierde y recupera su identidad; la que no termina de decir su propio nombre. En sobrevuelo la vista cenital despliega escarpados montes que se aplanan en un suelo expandido. Es un fondo jaspeado por rocas, tierra y nieve; es un lienzo abstracto donde la materialidad se imprime. Piel no codificada, paréntesis de accidentada belleza.    Pero si Elena se proyectara acercándose a la cordillera, la estampa se transformaría en volúmenes sobrepuestos que sus ojos no lograrían atrapar. Aun así, las siluetas se replicarían en múltiples perspectivas: habría tantas cordilleras como posiciones que adoptara su mirada. Y si se arrojara a la cadena montañosa, si su pasión decidiera introducirse en ella, se lanzaría a buscar los senderos probables y los tajos imposibles. O también podría elegir quedarse allí, quieta, entre los murallones, atrapada en su grieta silenciosa.   Metáfora de la transformación. Las tradiciones espirituales hacen también de la montaña un símbolo: vía de ascenso hacia un estado más elevado de conciencia. Allí, en esas alturas que limitan con el cielo vacío, las palabras están borradas. A la montaña se retiran los meditadores y anacoretas para encontrarse con Dios: “el que no se deja nombrar”.   Ser trasandina es llevar una cordillera adentro.     II Lo que anima su obra son materialidades lanzadas a su proceso de configuración visual. Las imágenes se autoproducen, se van haciendo a sí mismas, como encarnaciones que se desarman y rearman. Para generar imágenes utiliza el grafito, un polvillo oscuro que como tierra volcánica se dispersa y se expande sembrando al azar su negrura. Para permitir este desborde, trabaja sobre papeles en el suelo de su taller, como superficie primera de unos paisajes que se autogeneran.    Papel y polvo negro. La imagen renuncia al color y a la forma: ¿es una anti-imagen? Elena abraza su pérdida y retiene sus huellas dejando que se impriman en el papel los restos de la experiencia. Guarda residuos, los deja latentes, los mira, los rearma, los traspasa, y así impulsa una visualidad que los materializa, los recorta y los arroja a su infinito. Es la búsqueda permanente de reconfigurar un paisaje psíquico. Elena persigue sin prisa y sin tregua ese lugar extraño del elefante-montaña que no se deja nombrar.    Si las montañas desaparecieran, seguirían existiendo en la memoria. Seguiría resonando su entre-medio como espacio de habitar experimentando el tránsito entre una imagen y otra.     ¿Qué tienen en común un elefante, una cordillera y una capilla? La respuesta no se encuentra en el código de las palabras. No hay nada que entender.  Son esos entre-medio , esos espacios sin nombre, por los que transita quien se arroja a la instalación que ahora Elena Loson ha montado en lo que alguna vez fuera una capilla, hoy sala de exposiciones del Centro Cultural Montecarmelo. Aquí otra azarosa sincronía:  Monte Carmelo es la montaña sagrada del profeta Elías en la tradición judeo cristiana.    Al ingresar a esta capilla-montaña-elefante, el visitante podría tener la perspectiva de todo el conjunto. Frente a sí tendrá una imponente cadena montañosa hecha de texturas impresas que se sobreponen. Para sentirlo, tendrá que descubrir las rutas de tránsito, que lo ubicarán dentro de la obra, en el entre-medio, como en un intervalo vacío donde las cosas se transforman y advienen. Un momento en que las cosas van perdiendo su identidad para adquirir otra, momento en el que, despojados del propio nombre, quedamos librados a la pura presencia.

  • Poética de los pies

    Están allá abajo, al final de nuestros cuerpos, olvidados salvo cuando nos molestan, nos duelen o fallan, cuando perdemos pie, tropezamos con algo o nos aprieta un zapato. Nos avergüenzan, como si fueran unas manos torpes, toscas, sucias, pero al mismo tiempo sin ellos no podríamos pararnos, caminar, pedalear, patalear, ni saltar o bailar.   El cine, la pintura o la literatura se centran en el rostro, las manos, el torso, no en principio en los pies. Por lo mismo, el pie gigante en primer plano en la pintura "Abaporu" (1928) de la pintora brasileña Tarsila do Amaral es un desafío a la pintura occidental, una obra en que se invierten la jerarquía y la proporción tradicionales y se reivindica el primitivismo, lo salvaje y las modernidades periféricas, contra lo racional y civilizado. Georges Bataille escribió un texto titulado "El gran pulgar" en que reivindica a este dedo olvidado como fundamento de la posición erecta del homínido y como conexión con lo terrestre y bajo, con el barro y lo material. Contra la cabeza, que Tarsila pinta como un punto diminuto, los dedos del pie enraizados en el suelo...   En el campo de la metáfora, los pies de página o notas al pie son aclaraciones prescindibles, referencias bibliográficas pedantes, mientras que los pies como medida nos recuerdan la relación entre nuestra anatomía y el espacio. En la poesía grecolatina y anglosajona, el verso se articula a partir de pies métricos (combinaciones de sílabas largas y cortas), pero en castellano hemos optado por un sistema en que predomina el número de sílabas por sobre su relación rítmica. En el lenguaje coloquial, los pies son patas, extremidades de animal, y están cargados de connotaciones negativas (como en el contraste entre la ternura que producen los "piececitos de niño" de Mistral y el horror de las "patas de perro" de Droguett). Hacer algo con las patas es hacerlo pésimo, patear a alguien es terminar una relación, y aunque "tener patas" no es necesariamente malo, ser patudo es una falta de educación, y ser patipelado es estar en la miseria. Patalear es defenderse a menudo en vano y una pataleta es una pérdida de control infantil. Dormir a pata suelta puede ser bueno, pero no está lejos de la patanería...   Por supuesto, esta desvaloración de los pies tiene su contraparte en su exaltación como fetiche (según Freud, una manera de hacerse cargo del horror a los órganos sexuales femeninos desplazando el deseo a otro lugar del cuerpo). Me parece, sin embargo, que el fetiche tiende a abordar el pie recubierto de calzado, idealmente con zapatos de tacón, más que desnudo...pero imagino que hay para todos los gustos. Por supuesto que el cine se nutre de esta pasión: ya en una película de la compañía Edison ( The Gay Shoe Clerk , el vendedor de zapatos entusiasta, de 1903), vemos cómo un vendedor se exalta ante la visión (filmada en primer plano) del pie y la pierna de una dama, que sujeta para probarle un zapato, hasta el punto de que se lanza a besarla en la boca. Ella lo corresponde, pero la chaperona que la acompaña lo castiga golpeándolo con un paraguas. Pienso en la experiencia de esos espectadores de películas de la era temprana del cine, que veían por primera vez un pie enorme en la pantalla, un espectáculo seguramente tan atractivo como apabullante, y que ampliaba las fronteras de su mundo al alterar las proporciones habituales de los cuerpos por medio del montaje.   Otra tradición en que los pies se "roban la película" es la de los musicales con baile, desde el tap de Fred Astaire a Happy Feet . En esta película, los pies inquietos y hábiles del pingüino protagonista se oponen a la habilidad del canto que cultiva su tribu, es decir a la cabeza y a la boca, al lenguaje aéreo, articulado, del cortejo. Es el ritmo en estado puro, la percusión, contra la melodía y armonía. Mirando clips de Fred Astaire, me sorprende la escasez de primeros planos de sus pies: si bien la percusión de sus zapatos se escucha fuerte en la banda sonora, la imagen que predomina es la de su cuerpo completo. En las películas de ballet, de Los zapatos rojos (1948) a El cisne negro (2010) predominan los pies sufrientes, encarcelados por zapatos estrechos y forzados a sostener el cuerpo de puntillas. No es casualidad que para los cuerpos femeninos predomine el padecimiento del zapato que constriñe mientras que para los pies masculinos prime la libertad de movimientos ágiles que dominan el espacio. Pero habría que contrastar aquí el ballet con el flamenco: hay escenas magníficas de Carmen (1983), de Carlos Saura, en que la cámara se pone a ras de suelo para filmar el feroz zapateo de las bailaoras.   Sin duda una de las películas con más protagonismo de los pies es My Left Foot  (1989), en que Daniel Day-Lewis encarna a un tripléjico que logra aprender a pintar y escribir con sus pies, pero en esta conmovedora historia de superación los pies funcionan como manos, adquieren la destreza de las extremidades superiores, a las que reemplazan. Dejan, por tanto, de ser una zona baja del cuerpo por su capacidad de manipular herramientas y producir obras con ellas. En una comedia olvidable ( Boomerang , 1992), Eddie Murphy encarna a un seductor obsesionado por encontrar una mujer con pies perfectos, en una búsqueda que por supuesto se descarrila inesperadamente.  No soy experto en el cine de Quentin Tarantino pero, buscando información sobre películas y pies, leo que es conocido por su fascinación por estas extremidades, y por supuesto que un fanático se dio la molestia de montar un compilado con todas las escenas de pies en su filmografía: hay pies calzados con botas y con zapatillas, con sandalias y zapatos de charol, pies enyesados y descalzos, acariciando sensualmente un vaso de whisky, bailando, sangrando, pisoteando un ojo, pies elegantes y delicados, con las uñas pintadas, y pies con los dedos deformes, pies que suben escaleras y que descansan encima de una mesa o en el asiento trasero de un auto, pies que se acarician uno al otro y pies cosquilleados por una mano intrusa, casi como si el director estuviera ensayando todos los modos posibles en que la cámara puede filmarlos.   Un pie desnudo en contacto con el suelo puede ser placentero pero también peligroso, la piel de las plantas puede sufrir cortes, pinchazos, frío o quemaduras. Es inolvidable la escena de Persona (1966) de Ingmar Bergman en que Alma deja a propósito un trozo de vidrio en el suelo para que Elizabeth lo pise. En el momento en que se corta y grita de dolor, casi en la mitad exacta de la película, la relación entre ellas pasa a otra fase más agresiva y tormentosa, se desencadenan afectos ambiguos y agresivos. Recuerdo vivamente cómo, en Robinson Crusoe, el encuentro con la huella de un pie desnudo en la arena produce a la vez esperanza y temor, la ilusión de acabar con su soledad pero también el miedo a enfrentarse a enemigos feroces. Una imagen muy conmovedora de los pies es la estatua helenística conocida como "Spinario", un niño mirándose la planta del pie en busca de una espina que la ha herido. Hay también una versión de este motivo en la escultura colonial cusqueña, donde abundan las imágenes de un niño Jesús con una espina en el pie, tal vez símbolo de su posterior crucifixión.   La práctica terapéutica del grounding  nos propone descalzarnos para conectarnos con la tierra, con el fin de descargarnos de tensión eléctrica. No sé si tiene fundamento científico, pero me siento mejor tras caminar descalzo un rato por el pasto, la tierra o la arena, aunque haya riesgo de pisar un pedazo de vidrio o una caca de perro. Para los inquietos como yo, meditar sentado puede ser una tortura: te asedian hormigueos, dolores musculares, tensiones en el cuello y en la espalda. Mejor mover los pies. El Taichi, como práctica taoísta, intenta finalmente enseñarte cómo estar parado en el mundo, me explica un profesor, y me doy cuenta de que ese enfoque me viene mejor. Nietzsche acusó a Flaubert de nihilista por defender que el pensamiento y la escritura debían llevarse a cabo cómodamente sentados: "Sólo los pensamientos caminados tienen valor", replica Nietzsche indignado, y me inclino a darle la razón.   Rebeca Solnit tiene una maravillosa historia del caminar ( Wanderlust ) en que repasa su genealogía desde el pensamiento de Rousseau hasta Kierkegaard, y se queja de su ausencia en las teorías postmodernas sobre el cuerpo, que lo piensan como entidad deseante pero estática. Retrocede hasta los primeros homínidos que desarrollaron la capacidad de sostenerse erguidos sobre sus piernas, liberando así las manos para otras tareas, evoca los modos de caminar del peregrinaje, la marcha, la exploración de un laberinto, el ascenso a una montaña, y por supuesto la figura del flâneur , pero también las diferencias de género en el uso del espacio público para recorrerlo a pie. Para las mujeres, escribe, caminar solas de noche implicaba el riesgo de ser consideradas prostitutas, de ser violentadas sexualmente o detenidas por la policía, y sus aventuras en espacio público estuvieron siempre acompañadas por ese miedo, y por la conciencia de estar siendo vistas, como un espectáculo y una mercancía, modelos en una pasarela. En las Metamorfosis de Ovidio, los pies muchas veces aparecen como modo de escape ante la amenaza de una violación, como en la historia de la ninfa Dafne, que huye corriendo de la voracidad sexual de Apolo hasta que, sin aliento, pide ser transformada, y siente cómo sus pies se hunden en el suelo y se vuelven raíces, su pecho corteza, su rostro follaje y ramas sus brazos.   Cuando leí Del caminar sobre hielo de Werner Herzog, me impresionó, además de su determinación absurda pero admirable de ir a pie desde Múnich a París para decirle en persona a la historiadora y crítica de cine Lotte Eisner, gravemente enferma, que no podía morirse todavía, el modo en que la caminata destruye sus pies, que a medida que sus zapatos ceden se van llenando de ampollas y heridas. Mi propia experiencia de caminatas exigentes, mucho menos extrema, ha estado marcada también por las lesiones, seguramente porque las practico muy de vez en cuando, de manera impulsiva, en vez de entrenarme constante y gradualmente como un buen deportista.   Algo que me encanta del inclasificable libro Historia de mis pies , de Federico Galende, es el modo en que explora su relación con una podóloga, entremezclándola con el relato de una caminata urbana, con la cabeza agachada, contemplando el pavimento. Galende detesta a los escritores que se consideran parte de una cofradía de caminantes, o a quienes hacen del caminar un deporte organizado, y tal vez por eso en vez de destrozarse los pies los cuida, como a un auto o una bicicleta, reparándolos periódicamente: "Estos locales son a los caminantes lo que los pits a los autos de carrera: uno hace cada tanto una parada en sus boxes para mantener en buenas condiciones la base de su instrumental de viaje, que requiere de un cierto equilibro entre buena presencia y sanidad." Hay algo fascinante en la narración de una relación centrada en el cuidado de los pies, en manos que los tratan sin fetichizarlos, como herramientas de locomoción pero también como parte del cuerpo digna de cosmética, en un gesto que recuerda en cierto sentido la humildad de Cristo lavándole los pies a sus discípulos. En contraste con la indiferencia con la que Herzog les exige a sus pies hasta herirlos, Galende les presta una atención delicada que él atribuye a sus dificultades tempranas para caminar.   Los pies son nuestro punto de contacto con el suelo, con lo horizontal del espacio en el que nos erguimos sin dejar de ser parte de él. Con ellos podemos recorrerlo, medirlo, pasear, perseguir o escapar. Los usamos para saltar, desafiando la gravedad por un instante, patinar o pedalear transformando su fuerza en impulso a las ruedas, patalear en el agua impulsándonos hacia adelante. Podemos postrarnos a los pies de una figura de autoridad o pisotear a alguien humillándolo, perder pie y caer, dar pie a una situación o poner el pie para una propiedad. Podemos marchar o bailar un pie de cueca, zapatear o caminar de puntillas, cautelosamente, como pisando huevos. Podemos tener pies de barro, una debilidad oculta que pone en riesgo nuestro prestigio, o un talón de Aquiles, pie de atleta o pie plano. Podemos levantarnos con el pie derecho o el izquierdo, ponernos un pie forzado, creer en algo a pie juntillas o seguir las instrucciones al pie de la letra, andar con pies de plomo o buscarle cinco pies al gato, ponernos en pie de guerra o quedarnos al pie del cañón, decir algo sin pies ni cabeza o echar pie atrás, sacar los pies del plato, poner pies en polvorosa o salir con los pies por delante. No podemos, por mucho que queramos, olvidarnos de ese extremo de nuestro cuerpo que nos enraíza en el suelo y sirve de contraparte a nuestra cabeza y sus ensoñaciones aéreas.

  • Una historia cultural del traje

    En El traje , Christopher Breward examina esta prenda como objeto de belleza y científico, como recipiente de la masculinidad. El libro examina casi seiscientos años de vestimenta masculina, prestando atención de manera impresionante tanto al auge del traje como a las reacciones en su contra.   La prenda sobre la que escribe Christopher Breward en su libro no es un traje cualquiera. O, mejor dicho, es cada traje, tanto su forma corpórea como su resonancia simbólica. Breward examina el traje en todas sus cualidades estéticas, materiales, filosóficas y políticas. Lo considera un objeto de belleza y refinamiento y un objeto de logro científico; como símbolo de tradición y conformidad, y como recipiente adaptable de ideas cambiantes de masculinidad y modernidad. Breward cubre una impresionante cantidad de tiempo y una variedad de pensamiento, recopilando a todos los principales escritores, creadores y pensadores de la moda tradicional masculina en un libro conciso y bellamente realizado.   No es fácil identificar dónde ubicar el libro de Breward entre otras publicaciones sobre moda masculina. No funciona como una historia cronológica de la moda masculina, como el querido, pero agotado libro A History of Men's Fashion  (1996) de Farid Chenoune, o el American Menswear  (2011) de Daniel Delis Hill. A pesar de sus preciosas fotografías en color, El traje  es mucho más minucioso que algunas de las recientes publicaciones “coffee-table” sobre Savile Row o la sastrería británica, como Bespoke , de James Sherwood y Tom Ford (2010), o Best of British , de Simon Crompton con fotografías de Horst Friedrichs (2015).  Tampoco está realmente en diálogo con publicaciones más académicas sobre el traje, como Ready-Made Democracy (2003) de Michael Zakim, o The Three-Piece Suit and Modern Masculinity (2002) de David Kuchta. Los historiadores de la moda pueden verse tentados a dejarlo de lado junto a otros libros de historia cultural, en conversación con Men in Black  (1997) de John Harvey, o Sex and Suits  (2016) de Ann Hollander, aunque se han publicado pocas otras cosas en los veinte años transcurridos entre medio. En todo caso, El traje calza en la tendencia reciente de las “microhistorias”, libros que se centran en un solo tema, muy notablemente en libros como El Bacalao  y Sal  de Mark Kurlansky. Esto podría sugerir que hay un interés renovado en el público general por la vestimenta masculina, no sólo estéticamente, sino como símbolo de mayor importancia cultural. Breward hace un gran trabajo al cerrar lo que podría verse como una brecha entre diferentes enfoques para el análisis y la apreciación de la sastrería y de la historia de la ropa masculina.   Las espléndidas fotografías en color y en blanco y negro del libro avanzan mucho en demostrar los elementos del traje que no se pueden describir solamente con palabras. Las pinturas y fotografías muestran a hombres bien vestidos desde el siglo XVI al XXI, exponiendo el particular sentido del estilo que su época consideraba apropiado, y se compensan con láminas de moda de sastrería y caricaturas que muestran cómo a la vez se publicitaba y se satirizaba la moda en su época. Los sastres a lo largo de la historia están representados en su oficio, con énfasis en los detalles y técnicas. Los trajes históricos se muestran con los accesorios adecuados en los maniquíes de los museos, y los trajes modernos se presentan a través de anuncios, fotogramas de películas y fotografías de pasarela de diseñadores.   El libro comienza, acertadamente, con “El arte del sastre” (se le llama “Introducción”, aunque en realidad es un capítulo propio), que rastrea la relación de los hombres y sus sastres desde la Florencia del Renacimiento hasta el Londres de la Regencia y los diseñadores de alta costura contemporáneos. Si bien de ninguna manera es una guía para la confección de trajes, Breward demuestra muy bien la realidad material de la sastrería, desde la elección de la tela hasta los patrones, el acolchado, el forro y las pinzas en los que confían los sastres a medida para su precisión en el ajuste. Vincula lo físico con lo filosófico, mostrando cómo las conversaciones sobre la evolución de la estandarización de las medidas y las técnicas científicas de corte no se referían solamente a cómo hacer un traje, sino a un noble esfuerzo (para el sastre victoriano) por lograr una figura anatómica ideal del hombre moderno, concebida a través de una construcción precisa de escala y proporción.   En el capítulo uno, “El traje apropiado”, Breward se centra en la evolución del traje como forma de estandarizar la vestimenta masculina y examina las ramificaciones tanto elevadoras como restrictivas de este uniforme civil. Utiliza la introducción por Carlos II en Inglaterra del chaleco de inspiración otomana en 1666 como punto de partida para el origen del traje, y examina la influencia de la vestimenta militar en el guardarropa masculino a lo largo del siglo XVIII. La precisión militar es quizás lo que llevó al traje a asociarse con una conformidad asfixiante, como una forma disciplinaria de imponer el estatus a través de las apariencias: mantener a los hombres en su lugar demarcando sartorialmente el rango militar (o social). La paleta de colores restringida y la silueta cuadrada que llegó a asociarse con la Revolución Industrial, afirma Breward, “incrementaron su longevidad y la hicieron tan apropiada como símbolo de las preocupaciones dominantes de la vida moral, filosófica y económica del siglo XIX”. A medida que esto evolucionó hasta convertirse en el traje de negocios del siglo XX, continuó comunicando un sentido de respetabilidad y responsabilidad. La industria estadounidense contribuyó al uso democrático de los trajes en la oficina, desde una especie de traje de negocios que transmitía una discreta uniformidad hasta el surgimiento de los trajes de poder conscientes del estatus de los corredores financieros de la década de 1980.   Antes de que una estrecha paleta de colores y siluetas dominara por completo los trajes usados ​​en la vida pública, todavía quedaban lugares en el guardarropa masculino que permitían el tipo de telas suntuosas y cortes holgados que serían inaceptables en un traje usado durante el día en público. La túnica o bata “baniano” de inspiración otomana era un artículo popular para pintar un autorretrato durante el siglo XVIII, lo que demostraba una informalidad hogareña. Breward considera que el “baniano” es un obstáculo para el aumento de la formalidad más estricta del traje. A medida que estas telas de India y China fueron reutilizadas para el consumo inglés como un signo de esteticismo mundano, el traje occidental se infiltró en otras naciones, ya sea por elección o por dominio cultural. El capítulo dos, “Naciones adaptadas”, toma el predominio previamente establecido del traje en Europa occidental y analiza las formas en que otras naciones reaccionaron ante él. Breward, aunque evita un poco el daño duradero del colonialismo, examina el peligro inherente a las definiciones tradicionalistas de masculinidad y estilo nacional, y las formas en que estas se han convertido en conceptos fijos de identidad —esencialmente, como una determinación visual de los que tienen y los que no tienen—. Breward considera la ropa como símbolo de resistencia al imperialismo occidental a través del examen de la chaqueta Nehru de la India y el traje de Mao en la China revolucionaria. Contrasta esto con la adopción japonesa de los trajes occidentales como una demostración de “superioridad militar, económica y moral”. Los sapeurs de la República del Congo se presentan como ejemplos de una reapropiación cultural del traje a medida, ya que visten trajes con las siluetas tradicionales de la sastrería occidental, pero en combinaciones de colores brillantes y patrones que se alejan de los colores sombríos asociados con la calle Savile Row.   El capítulo tres (“La elegancia del traje”) analiza a aquellos que han utilizado el rigor del traje para subvertir las cosas que tradicionalmente representaba. Breward considera la alteración intencionada del traje entendido como una insignia de conformidad por parte de quienes están fuera de la élite patriarcal, es decir, los hombres y las mujeres homosexuales. El exceso en la moda se ha relacionado con el afeminamiento desde mucho antes del surgimiento del traje, pero aquí Breward analiza a los petimetres y macaronis  “demasiado a la moda” del siglo XVIII, los dandies  del siglo XIX y los neoeduardianos y los teddy boys  del siglo XX, todos los cuales utilizaron la ropa como “arma de estilo”, cuando no como disidencia social consciente. Beau Brummell y Oscar Wilde son ejemplos de caballeros que cuestionaron las actitudes prevalecientes en la moda, Brummell ayudando a mover la moda hacia un estilo más sobrio y Wilde representó la rebelión estética contra la vestimenta convencional. Fuera de Gran Bretaña, Breward examina el Zoot Suit  estadounidense como un signo sartorial de desafío a las normas raciales y culturales. A los diseñadores italianos Giorgio Armani y Gianni Versace se les atribuye el mérito de aportar una estética más suave y consciente del cuerpo al mundo de la moda masculina. Se ofrece una breve descripción general de la sastrería femenina, desde lesbianas y artistas que cooptan la vestimenta masculina como símbolos de subversión hasta Yves Saint Laurent que utiliza ropa formal masculina como inspiración para su perdurable línea “ Le Smoking ”.   El capítulo cuatro (“El traje y sus significados”) analiza la relación entre el traje y los árbitros estéticos de todas las épocas, desde pintores impresionistas, arquitectos y cineastas modernistas hasta diseñadores contemporáneos. A través de esta lente, Breward analiza el simbolismo del traje como un elemento necesario de la estructura social y la psicología de la vestimenta. La forma en que el traje proporcionaba una metáfora de la estabilidad y la civilización de un mundo moderno fue adoptada por quienes querían un sistema utópico de igualdad social. De esta manera la uniformidad del traje sigue siendo vista como un símbolo de modernidad. Los héroes de la pantalla muestran su sastrería hecha a medida, desde Cary Grant hasta un elenco rotativo de James Bonds. Diseñadores de ropa masculina como Vivienne Westwood y Alexander McQueen son considerados artesanos expertos en enfatizar la belleza y el atractivo de la sastrería tradicional, pero que también están interesados ​​en subvertirla y deconstruirla. Como dice Breward, la versión del traje en el siglo XX reconoce la “atrofia gradual de su antiguo poder como medio de cambio y control social”.   El libro termina con un breve tratado filosófico sobre el estado de la moda masculina actual, en particular cómo se cruza con los conceptos tradicionales (aunque en evolución) de masculinidad. Si bien la deliberación aquí es tanto una insistencia en que estamos presenciando un renacimiento de la moda masculina como también una determinación de que el traje durará otros 400 años, la atención está en los productores de trajes a medida y en las marcas de lujo globales, lo que tal vez no le interese a una mayoría de los lectores.   Si hay un defecto en este libro bien concebido es quizás que intenta hacer demasiado, tratando de abarcar demasiado material sin suficiente análisis. El libro examina casi seiscientos años de vestimenta masculina, prestando atención de manera impresionante tanto al auge del traje como a las reacciones en su contra. No es un libro que deba leerse cronológicamente, aunque si uno fuera nuevo en la historia de los trajes masculinos, si presta atención, ciertamente llena la mayoría de los vacíos. Debido a que su alcance es tan amplio, nos perdemos el comentario de Breward sobre la uniformidad en la vestimenta ligeramente “fuera de la caja” de la ropa de negocios, ya que solo menciona brevemente la ropa formal o deportiva, y cómo esos elementos del guardarropa masculino evolucionaron a partir del traje o son influenciados por él. Si bien el capítulo dos supuestamente trata sobre la diversidad cultural, Breward quizá aborda demasiado a la ligera las cuestiones de dominio cultural y colonialismo. Aunque menciona brevemente la raza en las conversaciones entre el Zoot Suit y los sapeurs  congoleños, hubiera sido interesante saber si Breward considera el traje no sólo un símbolo de lo británico, sino también de la blancura. Es notablemente neutral en cuestiones de clase, promocionando a todos los diseñadores de ropa masculina más interesantes de la actualidad, pero sin mencionar realmente lo exclusivo que es este mundo debido a su costo. Si bien muchos admiradores del traje sin duda desearían usar trajes de Ozwald Boateng, Rei Kawakubo o Thom Brown, ¿quién puede darse el lujo de vestirse exclusivamente en este mercado de alta costura? Aunque hay un gran enfoque en la relación entre los trajes y la sexualidad, un tema sobre el que Breward ha escrito antes, no lo separa del todo de las cuestiones de género, donde hubiera sido interesante escuchar lo que pensaba de los hombres que no estaban fuera de la élite cultural heterosexual, pero que aun así querían vestirse con el garbo a menudo asociado con la extravagancia y, por lo tanto, la homosexualidad. Las mujeres con traje se muestran sólo en el contexto de lesbianas vistiendo como hombres o guiños de alta costura a la ropa masculina como sexualmente provocativa, con poca consideración dada a las mujeres modernas (las políticas, por ejemplo) que han adoptado la uniformidad del traje como un indicador de poder y estabilidad.   No hay duda de que Breward cree en la belleza inherente al oficio de la sastrería y en la longevidad de esta forma de vestir. Hemos esperado tanto tiempo por un libro de esta naturaleza que sólo podemos esperar que sigan más libros del mismo género de historia cultural que puedan ampliar las ideas funcionales y simbólicas discutidas por Breward.     Este artículo apareció originalmente en The Fashion Studies Journal 2 (2016). Se traduce con autorización de su autora. Traducción: Patricio Tapia .     El traje Christopher Breward Trad. L. Mosconi Editorial Ampersand Buenos Aires, 2023

  • Floreros - pinturas y collages

    Una sensibilidad burguesa que quizá es popular   FLOREROS ANTONIA DAIBER GALERÍA ANINAT 12 DE AGOSTO-15 SEPTIEMBRE 2025 “Grandes riesgos corre y grandes exigencias acepta el pintor de flores. Ellas son angélicas hasta cuando se llaman dalias y parecen obesas; o son cactus y lindan con lo mineral. Siempre pertenecen a lo sobrenatural terrestre, siempre las sabremos inefables. Ustedes tienen con ellas el peligro de caer en la famosa pintura intelectual, que es una especie de descartismo pictórico”. Gabriela Mistral, “Recado para Inés Puyó sobre unas Flores ”, 1948     Esta exposición consiste en un conjunto de floreros pintados con témpera sobre lino y papel. Algunos de ellos tienen recortes de tela pegados sobre la superficie como collage. En su gran mayoría los tamaños son de 20 x 35 cm (aproximadamente), a excepción de cuatro telas sobre bastidor de 60 x 40 cm que representan igualmente vasos con flores. Los modelos varían poco y tienen la ventaja del bodegón o de la naturaleza muerta; dispuestos en el taller, es posible controlar las condiciones del experimento pictórico, su quietud permite el estudio y la observación. El experimento no consiste tanto en una mimesis del modelo como en una búsqueda material del soporte. Pedazos de papeles, telas y manchas van encajando como las piezas de un puzle o el patrón de un traje. La traducción del modelo está en la construcción de una superficie sensible que habla de ese rincón de la realidad a partir de un correlato material. Resulta por eso muy adecuada una sala con gabinetes por largos muros de 8.5 metros. La elección del modelo es todo menos vanguardista: pintar flores remite a un imaginario anticuado. La historia del arte y de las artes decorativas está llena de flores, miles de flores de todo tipo, es un modelo representado bajo muchas formas. Pintar flores y floreros entra en lo decorativo, la función ornamental del florero está dada en su definición. El camino moderno que han recorrido las artes visuales se vincula a una búsqueda de lo esencial. Las artes visuales no se definen desde lo ornamental sino desde lo reflexivo. Del ornamento se puede prescindir, de la reflexión no, porque es esencial. Si bien todos estamos de acuerdo en que las flores son bellas, también lo estamos en su carácter decorativo. Aunque pueda entenderse mas allá de su connotación negativa, es difícil superar la mala reputación que alude a lo prescindible. Desde una supuesta moral del arte, lo decorativo limita con lo superficial. Si vamos más lejos, se puede aplicar lo decorativo a cualidades de las personas: florerito, pinturita. El uso del diminutivo es lapidario y la mayor parte del tiempo se aplica a mujeres. Hace no mucho, una persona de género masculino en medio de una discusión me dijo “tu sensibilidad burguesa no le interesa a nadie”. En este límite donde supuestamente termina el arte, ese territorio empalagoso, como puede ser el exceso de flores, se sitúa mi búsqueda productiva. Desde una sensibilidad burguesa, porque no tengo otra, intento construir una superficie viva donde la mirada ojalá pueda perderse, o quedarse.

  • Ariel Florencia Richards: “La historia del arte y de la arquitectura es también la historia del ocultamiento de lo femenino”

    Ariel Florencia Richards es una escritora e investigadora de artes visuales chilena.​ Su obra aborda temáticas como el género, el arte y la relación con el cuerpo, además de su historia personal como mujer trans.​ En su último libro Gordon Matta-Clark. Contra viejas superficies (Metales Pesados, 2024), reconstruye a través de su investigación archivística la obra y vida del arquitecto, escapando a cualquier tipo de categoría convencional, situándose entre el ensayo académico, la investigación estética y la biografía.    Hay muchas formas y caminos por donde entrar a tu libro, sin embargo, quisiera comenzar preguntándote por la noción de corte que pudiste observar en su trabajo a partir de esta investigación.   Primero que nada una salvedad: a Matta-Clark me gusta observarlo y estudiarlo como un arquitecto, no como un artista. Esto, no sólo porque él se formó como arquitecto en la Universidad de Cornell (1962-1968) sino porque su práctica, vista desde las artes visuales es espectacular, pero desde la arquitectura es radical. En ese sentido Rosalind Krauss no advierte que la belleza de sus acciones es engañosa porque vela o eclipsa su dimensión crítica. Esta, desde la arquitectura es ineludible. Lo otro es que los cortes yo los veo más como aperturas. Jack Halberstam es quien los lee como cortes y quien los vincula a prácticas de mutilación. Hemos conversado eso con Jack y para él, el corte lo es todo. Para mí el corte es una más de las acepciones que tiene la perforación, la separación, la rajadura y, sobre todo, la apertura. Evidentemente que la muerte está ahí, respirándole encima a Matta-Clark desde su infancia, pero creo que sus disecciones a edificios tenían más que ver con una forma radical de hacer arquitectura y re-formular el espacio existente que con desmembrarlo.   El inicio de la investigación contaba con un objetivo específico que era comprobar que la intervención que hizo Matta-Clark en el Museo de Bellas Artes el año 71, era la primera vez que el arquitecto cortaba un edificio que no fuera residencial. A partir de esto, reconstruyes el proceso que lo lleva a realizar estos cortes, exploras el carácter evanescente y performático de su obra, pero también el contexto biográfico y nacional que se vivía en ese momento en el país. ¿Qué lugar piensas que tuvo para Matta-Clark esta intervención en el Bellas Artes?   Veamos. Por un lado está lo que creo sobre el Corte sin título (1971) del Bellas Artes: creo que fue una obra importante e inaugural para él. Creo que fue una obra experimental, hecha con completa libertad y creo que los registros fotográficos de la obra son la obra. Con esto quiero decir no creo que los relatos orales que han sobrevivido a esa acción sean la obra. Por otro lado, está lo que sé. Sé que la hizo con su amigo Jeffrey Lew a finales de 1971 durante las noches de verano entre Pascua y Año Nuevo, sé que nunca le puso título, sé que aunque la incluyó en sus currículums como su primera exposición en un museo, jamás habló de ella. No se la mencionó a su novia después de hacerla ni tampoco a su padre, en la carta que le escribió después de visitar Santiago. Sé que es una obra nocturna, que apuesta por hacer aparecer la “verdad interior” del edificio del museo y sé también que en algún nivel la vocación de esa obra es ser fantasma.   En tu libro amplías la idea que tenemos sobre la obra de Gordon Matta-Clark, recorres una trayectoria, describes contextos, influencias, afectos y efectos de sus relaciones y su época. Sin embargo, quisiera remitirme al Matta-Clark más conocido, al anarquitecto . Me gustaría preguntarte por estos edificios en ruinas, a punto de descomponerse y desaparecer que fueron el escenario que Matta-Clark decide intervenir.   Matta-Clark daba muy buenas entrevistas y dijo en más de una ocasión que trabajaba con edificios abandonados porque “eran los que estaban disponibles”. Sin embargo su buen amigo y colega Richard Nonas desconfía de esa respuesta y cree que Gordon elegía estos edificios porque él también había sido abandonado. Yo me inscribo en esa creencia. Y me parece que su padre lo abandonara a él y a su mellizo Batán a los pocos días de nacer determinó su relación con la ausencia y lo negado.   Sobre Splitting (1974), quizás relevar que la realización de esa obra coincide con el fin de la más importante relación amorosa que tuvo desde principios de los setenta: su noviazgo con la bailarina y fotógrafa Carol Goodden. Entonces para mí resulta imposible no ver, en ese corte simétrico de una casa, algo de una separación literal, como dice su título.   En el capítulo “El álbum familiar”, reflexionas sobre los puntos de encuentro que compartía Roberto Matta con su hijo. Pero, además, iluminad un aspecto diferente de la vida familiar de Matta-Clark, que es la relación con su madre, Anne Clark, y su influencia en la obra de Gordon.   Dos preguntas entonces: ¿De qué manera descubriste esta genealogía que parecía oculta? Y, luego, ¿por qué piensas que normalmente se ha puesto énfasis en la tensión y lo problemático de la relación entre padre e hijo?   La historia del arte y de la arquitectura es también la historia del ocultamiento del talento femenino. Lo estamos viendo por todas partes: cómo emergen en nuevas curatorías críticas y libros con perspectivas feministas los nombres y trabajos de mujeres excepcionales que fueron eclipsadas por sus pares masculinos. Entiendo que para los historiadores del arte sea atractivo vincular a Gordon Matta-Clark con Roberto Matta, que fue un gran pintor, pero esa es solo la mitad de su influencia. Gordon desde 1971 comienza a llamarse a sí mismo Matta-Clark como un afán de diferenciarse del padre y relevar a la madre. En ese sentido, el trabajo, la visión, el rol y el impacto de Anne Clark sobre su hijo y sobre el trabajo de su hijo es algo que recién comienza a ser pensado.   Sobre la segunda pregunta, no lo sé. Por un lado hay algo muy chileno en eso, y luego quizás, ¿es más dramático y problemático? No sé.   Gordon Matta-Clark. Contra viejas superficies a ratos es una biografía, en otros momentos, un ensayo de estética, o un diario de campo o, una bitácora de investigación. De hecho, llama la atención cómo logras articular un registro académico con uno personal y afectivo. Nos podrías contar un poco sobre este proceso de escritura…   El proceso de escritura estuvo marcado por la lectura de dos libros: Escribir después de morir , de Javier Guerrero y La atracción del archivo , de Arlette Farge. El primero es la ruta de navegación de cómo un cuerpo puede llegar a activar el deseo dormido de un archivo y el segundo amplió, en términos narrativos, las posibilidades para aproximarse a contar el encuentro con un archivo. Fue a propósito de esos dos libros que comencé a llevar un diario de investigación durante mi residencia doctoral en el Canadian Centre for Architecture (CCA) en Montreal, que para efectos de Gordon Matta-Clark. Contra viejas superficies es el diario de Ella .   Por último, te quería preguntar por el archivo y la labor archivística que es una labor que está muy presente en tú investigación. Pero, más que por el archivo como lugar físico, me gustaría que te explayarás sobre el archivo como habito o practica para quien investiga.   El archivo de Matta-Clark, como muchos archivos suelen hacerlo, provocó en mí una primera impresión de desconcierto, de ahogo, como dice Farge. ¿Qué hago con todo este material en tan poco tiempo? ¿A qué me aferro? A pesar de que tenía tres meses y que era la primera en llegar y la última en irme, rápidamente me di cuenta que no iba a ser tiempo suficiente para abordarlo todo. Entonces tuve que clarificar algo: en la medida en que yo deseaba algo, tenía que entender que él archivo también quería o pedía otra cosa. Creo que una de las claves fue entender que ésta era una relación consensuada y que parte de mi labor era descifrar qué deseaba el archivo. Y el archivo deseaba que le abrieran nuevas aperturas.

  • Un día en la vida

    Sobre el libro de Álvaro Campos,  Negocio familiar: Sobre el trabajo, la riqueza y el progreso Tusquets, 2025   En este libro, todo y nada es lo que parece. Y no se sabe si es por diseño o por accidente. Su primera publicación, Diarios  (Laurel, 2023), no deja dudas de sus intenciones. En la tradición del género, es una bitácora de las disquisiciones de su autor, escrita en un teléfono en los tiempos libres que tiene entre clientes en un almacén de barrio en Pudahuel, y que sorprende al revelar una intimidad impulsada por un ánimo que parece querer abarcar cada asunto de lo humano. Y si bien la empresa es masiva, no fracasa porque no pretende ganar; no se aprecia voluntad de conquista tanto como una de registro, una que no es de dominio sino de alcance, y que encuentra mérito en cada interacción y circunstancia, dándonos la oportunidad de volver a mirar la cotidianidad como fenómeno y no como mera existencia.   Si bien en esta nueva entrega encontramos la misma voz, el objetivo a ratos impresiona más difuso, acaso porque ahora se declara; gesto que, en sí mismo, termina bajo sospecha. Porque este libro parece dejar —o simplemente permite imaginar— huellas que ponen en duda cualquier intención manifiesta. No queda claro si esos rastros están o se proyectan, si la voluntad existe o se inventa, pero el texto permite ese juego —entre lo que se escapa y lo que se trama—, sin que importe del todo cómo se lea. Partiendo por su título y sobre todo por el subtítulo, que tiene más de tratado que de otra cosa. Pronto veremos que no lo es, para después dudar que tal vez sí lo era.   En términos formales, calza perfectamente con la acepción de “Escrito o discurso de una materia determinada”, ya que, a lo largo del libro, de forma directa o lateral, surgen reflexiones en torno a la relación que tenemos con el dinero y a la forma en que su lógica estructura dinámicas que, curiosamente, parecen sostener uno de los pocos campos que escapan a la multiplicidad de subjetividades. Si bien el valor de algo es personal, su precio es inequívoco. Y en eso, aún podemos encontrar comunidad, valores de sentido que trascienden nuestro individualismo, una convención tan frágil como absurda que deposita toda la paz en un papel, a ratos práctica, las más de las veces injusta, y que aun así compartimos. Se puede engañar a alguien con cualquier cosa, pero engañarlo con dinero, con el precio, es algo más difícil. Por cierto, no hay que exagerar, no es que su carga negativa se revierta, solo que lo acusa como uno de los últimos lenguajes comunes en una época cuya fuerza dominante es centrífuga. En esa línea, abre la posibilidad de contemplar ángulos inesperados para conceptos con pasiones tiempo atrás definidas, y en no pocos casos, hostiles.   Con todo, para aquellos que simplemente no toleran otra cosa que no sea la utopía, Campos, a riesgo de espanto, no cumple la exigencia. Es cierto: en algunos contextos, donde la ironía es la costumbre, quien se acerque al título esperando un respiro en el recurso probablemente se defraude. A cambio, el texto ofrece un baño de realidad que, curiosamente, no suele ser tan frío –no parece darlo por gusto y menos por castigo, sino por evidente; hacer otra cosa es cultivar frustraciones irreparables y sobre todo autodestructivas. Pero no hay que engañarse, todo esto no es porque no contemple el paraíso en la tierra, sino precisamente por hacerlo. Solo que, dado un candor que sobrevive al desencanto, no se le escapan ciertos abismos infranqueables que los utopistas a sabiendas ignoran, develando vocaciones suicidas de raíz religiosa que se niegan con el verbo y disimulan con política. Así es como narra con culpa la ocurrencia nocturna de los tormentos que provocan algunos oficios, y llega a una solución “a lo Charles Fourier”, el cooperativista y pre-marxista francés, en donde “los trabajos debieran realizarse por turnos”, para luego vislumbrar la imposibilidad práctica de tamaña solución al considerar la labor del neurocirujano (p. 143).   Así, si funciona como tratado, no es uno cerrado ni definitivo, pero sí uno que aborda el consumo y el dinero desde unas coordenadas que despiertan convicciones y tientan a tomar posición; que desnudan contradicciones y que, por lo mismo, provocan y se mastican por igual. Que provenga de la voz pragmática de quien conoce y experimenta el fenómeno –y no de quien solo lo estudia– ayuda. Pero sin duda que el autor no rehúye la polémica; todos saben dónde encontrarlo.   Ahora bien, quien busque un gesto metaliterario también lo encontrará. Solo que aquí opera al revés. Sea por propuesta autoral o por sugerencia de su editor (el también poeta Juan Manuel Silva), la estructura del libro, dividida en capítulos que representan progresivamente las fases del día –mañana, mediodía, tarde y noche–, insinúa una intención narrativa que diluye la frontera entre personaje y sujeto, y que, paradójicamente, ofrece un marco que sostiene lo que dice y sobre todo lo que no cuenta. Tampoco es que el autor se esconda, sino que se convierte en el protagonista de una trama inexistente, porque en estricto rigor, el cuento lo imagina el lector; un día en la vida de un almacenero puede que no sea lo que uno esperaría. O es eso y mucho más. Alguien que mientras atiende y da el vuelto, encuentra los puentes entre los clásicos y los mortales, como para dar cuenta de que todo es solo una cuestión de grados y que, en esencia, la experiencia es la misma.   La vida es literatura para quien tenga capacidad de asombro. Una especie de antítesis de Marcello Rubini –el periodista perdido y hedonista interpretado por Mastroianni en la obra maestra de Fellini, La Dolce Vita–, que no busca la épica, sino la ética, y que rehúye la performance del sufrimiento ilustrado para habitar, a lo Updike o Cheever, un mundo de clase media, vidas estables y turbulencias no necesariamente subterráneas que transcurren en la intimidad de suburbios de “casas y trazados de calles homogéneas, con la misma paleta de colores, con patio exterior ordenado con un césped geométrico, coronado por un patio trasero normalmente adornado con una piscina” (p. 60). Y si Rubini es periodista y desea ser escritor, Campos es tendero y escribe sin saber si eso lo convierte en autor.   Que su nombre se confunda con uno de los heterónimos de Fernando Pessoa no ayuda a una identificación plena. Como si algo en esa contingencia también expresara una disposición que, sin confesarlo, desafía los bordes de la ficción. Y que en su primer libro firmara como Álvaro D. Campos para perder la sigla en este, solo acentúa la pregunta: ¿se afirma o se borra? ¿Se acerca o se aleja? No se sabe. Pero el cambio invita a leerlo como parte del mismo gesto ambiguo. Y así como reflexiona que “Rimbaud nos muestra su rostro ocultándolo” (p. 24), queda la sospecha, o al menos la sensación, de que Álvaro Campos también.

  • El celo incansable del emperador insomne: sobre Justiniano, de Peter Sarris

    La historia, en general, mostró antipatía por Justiniano, un hombre que se granjeó numerosos enemigos en las clases cultas, cuya mejor venganza contra un emperador reformista fue criticarlo a su antojo después de su muerte.   El emperador Justiniano no dormía. Tan preocupado estaba por el bienestar de su imperio, tan incesante era el flujo de los intercambios, tan profunda era su necesidad de control, que simplemente no había tiempo para el descanso. Todo esto lo explicaba a sus súbditos en las leyes que emanaban constantemente de su gobierno: hasta cinco en un solo día; textos largos, complejos y enrevesados ​​en los que el emperador tomaba un atento interés personal.   El ritmo de trabajo de quienes servían a Justiniano debe haber sido agotador, y quizá no sea de extrañar que encontrara pocos admiradores entre sus funcionarios. Ellos intercambiaban oscuras indirectas sobre las fuentes ocultas de la energía del emperador. Uno que había estado con él hasta altas horas de la noche juró que, mientras el emperador caminaba de un lado a otro, su cabeza parecía desvanecerse de su cuerpo. Otro estaba convencido de que el rostro de Justiniano se había convertido en una masa de carne informe, carente de rasgos. Aquel no era un emperador humano en el palacio a orillas del Bósforo, sino un demonio vestido de púrpura y oro.   Hay algo inquietante en la historia de Justiniano, gobernante del Imperio romano de Oriente entre 527 y 565. Nacido en la pobreza rural de los Balcanes a finales del siglo V, alcanzó prominencia gracias a la influencia de su tío Justino. Un joven de campo quien se hizo un nombre como oficial de la guardia, se convirtió en emperador casi por accidente en 518. Justiniano pronto se convirtió en el pilar del nuevo régimen y, cuando Justino murió en 527, él fue su obvio y predeterminado sucesor. El nuevo emperador mostró de inmediato su característico ritmo frenético de actividad, trabajando en colaboración con su esposa Teodora, una ex actriz de controvertida reputación, pero con verdadera habilidad.   Una ráfaga de acciones diplomáticas y militares puso sobre aviso a los vecinos del imperio, mientras que en casa se desató un bombardeo de reformas legislativas. Más ambicioso que esto, el emperador se propuso codificar no solamente la enorme masa del Derecho romano, sino también las opiniones hasta entonces absolutamente salvajes de los juristas romanos: esfuerzos completados en un tiempo increíblemente corto y que todavía sustentan los sistemas legales de gran parte del mundo.   Mientras tanto, Justiniano trabajó incansablemente para traer unidad a una Iglesia agrietada por profundas divisiones teológicas. Tras vencer a Persia —el gran rival de Roma— en una guerra limitada a la frontera oriental, Justiniano firmó astutamente una “paz eterna” con el emperador sasánida Cosroes I en 532. El precio —oro, en cantidades— fue elevado, pero valió la pena porque liberó recursos y atención para proyectos más rentables en otros lugares.   Ese mismo año, lo que fue o bien un grave episodio de disturbios urbanos que se convirtió en un intento de golpe de Estado, o bien un intento de golpe de Estado que desembocó en disturbios, estuvo a punto de derrocar a Justiniano y arrasó gran parte de Constantinopla. Otros emperadores podrían haber quedado algo desconcertados, pero no Justiniano. El programa de reformas se intensificó, con una severa represión de la corrupción y un intento generalizado de reestructurar la maquinaria de gobierno.   Constantinopla fue reconstruida a una mayor escala, siendo la iglesia de Santa Sofía la adición más espectacular, un edificio que aún parece desafiar las leyes de la física. Al mismo tiempo, Justiniano envió ejércitos para recuperar las regiones perdidas por los gobernantes bárbaros durante el colapso del Imperio romano de Occidente a lo largo del siglo V. En brillantes y audaces campañas, el gran general Belisario conquistó primero el reino vándalo en el norte de África (533-534) y luego el mucho más formidable reino ostrogodo en Italia (535-540), con ejércitos que debieron parecerles insultantemente pequeños a los derrotados.   Si Justiniano hubiera tenido la fortuna de morir en el año 540, habría sido recordado como el más grande de los muchos emperadores de Roma. Desafortunadamente para él, siguió viviendo. La década de 540 fue una década calamitosa y deprimente para el Imperio romano. Cosroes rompió la paz eterna y un ejército persa saqueó la ciudad de Antioquía. Las rápidas victorias en Occidente dieron paso a difíciles guerras de pacificación, que en algunos momentos los romanos parecían destinados a perder.   Por encima de todo, una plaga devastadora azotó al Imperio, matando a un gran número de sus habitantes. Son estos años de tanta decepción tras tan altas esperanzas los que quizá expliquen por qué nuestras fuentes son tan hostiles hacia Justiniano, particularmente el gran historiador de la época, Procopio.   Sin embargo, el ​​emperador insomne no había terminado. Justiniano disfrutó de un destacable tercer acto al final de su reinado. Persia fue contenida, las guerras en el oeste se ganaron e incluso una pequeña parte de España se incorporó al imperio. A medida que envejecía, Justiniano invirtió cada vez más energía en intentar unificar a la Iglesia. Incluso si fracasaba, él habría estado más cerca de lo que cualquier otro emperador o clérigo lo hubiera estado.   Justiniano y su época son temas intrincados: la gran variedad de acontecimientos y su complejidad pueden dificultar la interpretación. Peter Sarris, profesor de estudios tardoantiguos, medievales y bizantinos en la universidad de Cambridge, posee, sin embargo, una triple calificación: es autor de una indispensable monografía académica sobre el emperador, es traductor de gran parte de su voluminosa legislación y es ya un escritor experimentado para el público general. Él ha producido aquí una biografía versada, amena y sugerente de Justiniano.   Sarris adopta un enfoque ampliamente cronológico, aunque no teme avanzar o retroceder en el tiempo según lo requiera el tema. Los hitos del reinado están aquí, narrados con agilidad y atención al detalle, pero Sarris también dedica atención a temas que a veces se pierden en la aglomeración: aquí es donde el libro brilla más.   Los esfuerzos de Justiniano por reformar el Estado se analizan con precisión, ofreciendo un retrato de un visionario tecnocrático, limitado por el hecho de que las clases altas, en las que se basaba el gobierno romano, eran también aquellas cuya corrupción y egoísmo cualquier reformador necesitaba reprimir. El impacto de la peste es enfatizado —pues Sarris es un maximalista en este punto (hay mucho por lo que ser maximalista)— y se entrelaza cuidadosamente con la narrativa del reinado posterior de Justiniano.   Las controversias teológicas de la época son delineadas con sorprendente claridad: Sarris expone extremadamente bien la mezcla de cinismo político y sincera fe cristiana que las hacía tan insolubles.   La narrativa está animada con anécdotas y disecciones, tal vez en ningún otro lugar más efectivas que en la brillante evocación de cómo debió ser entrar en Santa Sofía mientras el  kontakion  (una especie de sermón en verso) resonaba en ella. A lo largo de todo el relato, Sarris destaca la importancia de Justiniano y la frescura de la historia de la época. Los paralelismos clásicos con los acontecimientos actuales pueden ser algo torpes, pero en este caso son perceptivos y estimulan la reflexión.   Este libro es una lectura esencial para cualquier persona que sienta curiosidad por la Antigüedad tardía, y será provechoso y placentero para quienes tengan intereses más amplios. La historia, en general, mostró antipatía por Justiniano, un hombre que se granjeó numerosos enemigos en las clases cultas, cuya mejor venganza contra un emperador reformista fue criticarlo a su antojo después de su muerte.   Sarris se muestra mucho más comprensivo, aunque aún está consciente de los aspectos autoritarios y desagradables del carácter y las acciones de su biografiado. No hay demonios sin rostro aquí, sino que se pueden discernir los rasgos cuidadosamente delineados del inquieto, insomne ​​e incansable Justiniano.   Artículo aparecido originalmente en la revista The Critic  diciembre-enero (2024). Se traduce con autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia     Justiniano Peter Sarris Trad. P. Hermida y R.Marqués Editorial Taurus Barcelona, 2024 478 pp.

  • Couve a la intemperie

    En la callecita Colón, en lo alto de Cartagena, vivió por casi 20 años el escritor y profesor Adolfo Couve. La casa, construida para la familia Bratti, fue diseñada por el arquitecto Casasbellas en 1910 a semejanza de una villa toscana; y bautizada como Villa Lucia. Sus puertas, ventanas, y pisos fueron traídas del puerto de Génova a pedido de los Bratti, que como otras tantas familias, había desembarcado en Valparaíso para establecer su negocio. Allí permaneció hasta 1983 la última descendiente de los Bratti. Una anciana que, sin más, vendió la propiedad familiar a Adolfo Couve que en una de sus visitas a Cartagena vio la casa como un lugar que posibilitaba el aislamiento. La anciana, aburrida de las sobremesas de etiqueta, aprovecha la venta y se embarca con destino a Shanghai en el puerto de Valparaíso.  Adolfo Couve nace en Valparaíso en marzo de 1940, y pasa su primera infancia en la localidad de Llay Llay. Allí aprende a aburrirse, y cultiva su gusto por lo local, los caminos pedregosos, los cielos abiertos, y las palmeras.  Supongamos que de su padre hereda la agudeza y el razonamiento francés; la fascinación por lo bello y lo divino, y el espíritu de exigencia. De su madre, Clemencia Rioseco, tuvo que heredar la mirada ausente, el interés por el campo, lo oculto, y el sentido del humor.  ¡Qué gran estampa tiene! Adolfo Couve nació con el envidiable don de la belleza. De cuerpo delgado y flojamente erguido, todos los que le conocieron conservan de él la impresión de un personaje entrañable, encantador, delicado, y exigente; con un extraño e inagotable talento para el chiste y el escarnio. El desenvuelto y fascinante pintor habla con elocuencia, y con el ímpetu de quien no conoce la indiferencia. La seguridad que demuestra, sus observaciones indulgentes, y su mirada abstraída que desvía con la ayuda de una boina o kufi , lo ascienden. Una buena señora escribe al recordarlo: bello como era, y vestido de blanco; tras el esquivo personaje de Adolfo. En Santiago pasa los días entre los jardines y pasillos como alumno interno del San Ignacio. Es, entre sus pares, el más pequeño de los internos, y hace y deshace a su antojo. La picardía de Couve es ignorada por los curas y superiores, y sus fechorías son atribuidas a otros niños más grandes y revoltosos. Por primera vez, pasa las noches bajo un techo extraño, y a diferencia del resto de los niños que caen con la noche, Adolfo no duerme. Esta dificultad para dormir, lo obliga a interrumpir, a temprana edad, el sueño de los otros, y a sostener, durante su adultez, largas conversaciones hasta la madrugada. Durante la adolescencia, mata las tardes dibujando. Su padre, al constatar la facilidad con que traza líneas y figuras con pasta de zapatos y de dientes, le regala su primera caja de óleos. A esos primeros dibujos experimentales, le seguirán una serie de paisajes y retratos.  A los 18 años asiste a sus primeras clases de pintura en el Palacio Vergara que le servirán para ingresar como alumno rezagado a la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Tiene una memoria prodigiosa, y en esos primeros años de estudio conoce a Augusto Eguiluz y Alberto Pérez sus maestros de dibujo y pintura. Es durante ese mismo año y en una de las clases de pintura de Pablo Buchard, que conoce a la pintora e ilustradora Marta Carrasco, con quien contraerá matrimonio en 1961. A sus 20 años viaja a Manhattan y estudia becado en la Art Students League of New York;  y dos años después, y en compañía de Marta, viaja a París a estudiar con una beca en la École Nationale de Beaux Arts. En lo alto de un viejo edificio, el joven matrimonio pasa las tardes en una buhardilla que han acomodado para esos años de estudio. Mientras Marta da forma y vida a sus personajes desde los cafés de París, Couve recorre la ciudad y estudia en los museos. Es durante este viaje que visita el castillo donde Napoleón vivió junto a Josefina de Beauharnaisen en Malmaison. Couve, que había mirado con fascinación la figura de Napoleón desde que era un niño, aprovecha la visita para escabullirse entre los pasillos. Solo y con el tiempo a su favor, recorre sus salones, y se recuesta en la cama del primer emperador francés. Pese a la inmensidad de los corredores, no tolera la decoración, los dorados y las cortinas. La cama, que había alojado el sueño de Napoleón, era hueca.  De su viaje a Italia junto a la pintora Ana Cortés, fijará para siempre su devoción por el renacimiento italiano, por Rafael, Perseo de Cellini, Giorgio Morandi y Giorgione. Su paso y parentesco con Francia marcan su formación. Y aunque jamás regresa, la proyecta en las casonas, jardines y personajes que habitan sus novelas.  De regreso, el matrimonio se acomoda en una casa en la comuna de Providencia. Allí pasan sus días dibujando, y atendiendo todo tipo de compromisos sociales. En 1963, y con 23 años de edad, Adolfo y Marta reciben a Camila, la única hija y destinataria de casi todas las novelas que publicará en los años que le siguen.  Couve, que ya prende fuego a sus cuadros malogrados, es un hombre inquieto, exigente consigo mismo, y perfeccionista. Aunque buen padre, la vida conyugal le resulta incómoda, y tras 10 años de matrimonio, se separan.  Adolfo se refugia en Cartagena; y Marta regresa a la casa de sus padres junto a Camila. La Casa Grande, nombre con la que el pintor bautiza su casa de Cartagena, es amueblada con lo estrictamente necesario. Retirado de la vida pública, lee y escribe en la construcción trasera que ocupa de taller. Apenas pinta,  y decide entregarse a la escritura. Ralla cuadernos enteros, y como hace con las pinturas, rompe y arroja a la basura todas las soluciones que le parecen fáciles. Se adhiere a la  prosa francesa de Balzac, Flaubert y Stendhal; formándose como un realista descriptivo ; y apartándose de la escuela realista americana. Son los caídos y pequeños personajes los que llaman su atención; y a la manera del hagiógrafo, dibuja a sus personajes como santos y mártires. Es durante ese período que escribe La copia de yeso , El tren de cuerda , Cuarteto de infancia ; y Cuando pienso en mi falta de cabeza ; su última novela. Escritas en el encierro absoluto, experimenta la fuga que le brinda una ventanita que, aunque lejos, desemboca en el mar de la playa grande. Las radios prendidas, la falta de autoridad de Cartagena, y su rostro impúdico, cultivará su gusto por los monasterios, la penumbra y el momento crepuscular.  Bachelard, como otros tantos autores que vieron el mar con fascinación y se entregaron a la imaginación material, advirtió que los elementos proyectan imágenes fundamentales en la psique de las personas. El mar –escribió–, por su cualidad fascinante y peligrosa, nos devuelve imágenes de viaje, naufragios, y toda clase de eventos extraordinarios.  Los visitantes son pocos, pero el teléfono le basta para comunicarse con el mundo. Desde allí realiza llamadas a Buenos Aires, Francia y Santiago; y combate la soledad y el encierro que se ha autoimpuesto. El jesuita Töhötöm Nagy en los textos que dedica a sus años de formación, reconoce la posibilidad que le ofrece el encierro y los ejercicios de la vida jesuita. Thomas Merton, e l monje Francés, sostiene que la vida interior debe vivirse en la soledad de la habitación, lugar que permite el encuentro con lo divino.  En una época en la que todos viven empeñados en triunfar, Couve nos conmueve por sus faltas, por las dificultades y exigencias autoimpuestas, y sus desaciertos.  Su temor a los aviones y la imposibilidad de dejar a su loro en Cartagena lo inmovilizan. Tres veces pierde su vuelo a último minuto. Los domingos, durante sus paseos a Valparaíso, se consuela recorriendo el Muelle Prat. Allí transita junto a Carlos,  a la espera de que uno de los barcos salga con destino a Francia.

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