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Un día en la vida

Sobre el libro de Álvaro Campos, Negocio familiar: Sobre el trabajo, la riqueza y el progreso

Tusquets, 2025

 

En este libro, todo y nada es lo que parece. Y no se sabe si es por diseño o por accidente. Su primera publicación, Diarios (Laurel, 2023), no deja dudas de sus intenciones. En la tradición del género, es una bitácora de las disquisiciones de su autor, escrita en un teléfono en los tiempos libres que tiene entre clientes en un almacén de barrio en Pudahuel, y que sorprende al revelar una intimidad impulsada por un ánimo que parece querer abarcar cada asunto de lo humano. Y si bien la empresa es masiva, no fracasa porque no pretende ganar; no se aprecia voluntad de conquista tanto como una de registro, una que no es de dominio sino de alcance, y que encuentra mérito en cada interacción y circunstancia, dándonos la oportunidad de volver a mirar la cotidianidad como fenómeno y no como mera existencia.

 

Si bien en esta nueva entrega encontramos la misma voz, el objetivo a ratos impresiona más difuso, acaso porque ahora se declara; gesto que, en sí mismo, termina bajo sospecha. Porque este libro parece dejar —o simplemente permite imaginar— huellas que ponen en duda cualquier intención manifiesta. No queda claro si esos rastros están o se proyectan, si la voluntad existe o se inventa, pero el texto permite ese juego —entre lo que se escapa y lo que se trama—, sin que importe del todo cómo se lea. Partiendo por su título y sobre todo por el subtítulo, que tiene más de tratado que de otra cosa. Pronto veremos que no lo es, para después dudar que tal vez sí lo era.

 

En términos formales, calza perfectamente con la acepción de “Escrito o discurso de una materia determinada”, ya que, a lo largo del libro, de forma directa o lateral, surgen reflexiones en torno a la relación que tenemos con el dinero y a la forma en que su lógica estructura dinámicas que, curiosamente, parecen sostener uno de los pocos campos que escapan a la multiplicidad de subjetividades. Si bien el valor de algo es personal, su precio es inequívoco. Y en eso, aún podemos encontrar comunidad, valores de sentido que trascienden nuestro individualismo, una convención tan frágil como absurda que deposita toda la paz en un papel, a ratos práctica, las más de las veces injusta, y que aun así compartimos. Se puede engañar a alguien con cualquier cosa, pero engañarlo con dinero, con el precio, es algo más difícil. Por cierto, no hay que exagerar, no es que su carga negativa se revierta, solo que lo acusa como uno de los últimos lenguajes comunes en una época cuya fuerza dominante es centrífuga. En esa línea, abre la posibilidad de contemplar ángulos inesperados para conceptos con pasiones tiempo atrás definidas, y en no pocos casos, hostiles.

 

Con todo, para aquellos que simplemente no toleran otra cosa que no sea la utopía, Campos, a riesgo de espanto, no cumple la exigencia. Es cierto: en algunos contextos, donde la ironía es la costumbre, quien se acerque al título esperando un respiro en el recurso probablemente se defraude. A cambio, el texto ofrece un baño de realidad que, curiosamente, no suele ser tan frío –no parece darlo por gusto y menos por castigo, sino por evidente; hacer otra cosa es cultivar frustraciones irreparables y sobre todo autodestructivas. Pero no hay que engañarse, todo esto no es porque no contemple el paraíso en la tierra, sino precisamente por hacerlo. Solo que, dado un candor que sobrevive al desencanto, no se le escapan ciertos abismos infranqueables que los utopistas a sabiendas ignoran, develando vocaciones suicidas de raíz religiosa que se niegan con el verbo y disimulan con política. Así es como narra con culpa la ocurrencia nocturna de los tormentos que provocan algunos oficios, y llega a una solución “a lo Charles Fourier”, el cooperativista y pre-marxista francés, en donde “los trabajos debieran realizarse por turnos”, para luego vislumbrar la imposibilidad práctica de tamaña solución al considerar la labor del neurocirujano (p. 143).

 

Así, si funciona como tratado, no es uno cerrado ni definitivo, pero sí uno que aborda el consumo y el dinero desde unas coordenadas que despiertan convicciones y tientan a tomar posición; que desnudan contradicciones y que, por lo mismo, provocan y se mastican por igual. Que provenga de la voz pragmática de quien conoce y experimenta el fenómeno –y no de quien solo lo estudia– ayuda. Pero sin duda que el autor no rehúye la polémica; todos saben dónde encontrarlo.

 

Ahora bien, quien busque un gesto metaliterario también lo encontrará. Solo que aquí opera al revés. Sea por propuesta autoral o por sugerencia de su editor (el también poeta Juan Manuel Silva), la estructura del libro, dividida en capítulos que representan progresivamente las fases del día –mañana, mediodía, tarde y noche–, insinúa una intención narrativa que diluye la frontera entre personaje y sujeto, y que, paradójicamente, ofrece un marco que sostiene lo que dice y sobre todo lo que no cuenta. Tampoco es que el autor se esconda, sino que se convierte en el protagonista de una trama inexistente, porque en estricto rigor, el cuento lo imagina el lector; un día en la vida de un almacenero puede que no sea lo que uno esperaría. O es eso y mucho más. Alguien que mientras atiende y da el vuelto, encuentra los puentes entre los clásicos y los mortales, como para dar cuenta de que todo es solo una cuestión de grados y que, en esencia, la experiencia es la misma.

 

La vida es literatura para quien tenga capacidad de asombro. Una especie de antítesis de Marcello Rubini –el periodista perdido y hedonista interpretado por Mastroianni en la obra maestra de Fellini, La Dolce Vita–, que no busca la épica, sino la ética, y que rehúye la performance del sufrimiento ilustrado para habitar, a lo Updike o Cheever, un mundo de clase media, vidas estables y turbulencias no necesariamente subterráneas que transcurren en la intimidad de suburbios de “casas y trazados de calles homogéneas, con la misma paleta de colores, con patio exterior ordenado con un césped geométrico, coronado por un patio trasero normalmente adornado con una piscina” (p. 60). Y si Rubini es periodista y desea ser escritor, Campos es tendero y escribe sin saber si eso lo convierte en autor.

 

Que su nombre se confunda con uno de los heterónimos de Fernando Pessoa no ayuda a una identificación plena. Como si algo en esa contingencia también expresara una disposición que, sin confesarlo, desafía los bordes de la ficción. Y que en su primer libro firmara como Álvaro D. Campos para perder la sigla en este, solo acentúa la pregunta: ¿se afirma o se borra? ¿Se acerca o se aleja? No se sabe. Pero el cambio invita a leerlo como parte del mismo gesto ambiguo. Y así como reflexiona que “Rimbaud nos muestra su rostro ocultándolo” (p. 24), queda la sospecha, o al menos la sensación, de que Álvaro Campos también. 

 

 

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