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El celo incansable del emperador insomne: sobre Justiniano, de Peter Sarris

La historia, en general, mostró antipatía por Justiniano, un hombre que se granjeó numerosos enemigos en las clases cultas, cuya mejor venganza contra un emperador reformista fue criticarlo a su antojo después de su muerte.

 

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El emperador Justiniano no dormía. Tan preocupado estaba por el bienestar de su imperio, tan incesante era el flujo de los intercambios, tan profunda era su necesidad de control, que simplemente no había tiempo para el descanso. Todo esto lo explicaba a sus súbditos en las leyes que emanaban constantemente de su gobierno: hasta cinco en un solo día; textos largos, complejos y enrevesados ​​en los que el emperador tomaba un atento interés personal.

 

El ritmo de trabajo de quienes servían a Justiniano debe haber sido agotador, y quizá no sea de extrañar que encontrara pocos admiradores entre sus funcionarios. Ellos intercambiaban oscuras indirectas sobre las fuentes ocultas de la energía del emperador. Uno que había estado con él hasta altas horas de la noche juró que, mientras el emperador caminaba de un lado a otro, su cabeza parecía desvanecerse de su cuerpo. Otro estaba convencido de que el rostro de Justiniano se había convertido en una masa de carne informe, carente de rasgos. Aquel no era un emperador humano en el palacio a orillas del Bósforo, sino un demonio vestido de púrpura y oro.

 

Hay algo inquietante en la historia de Justiniano, gobernante del Imperio romano de Oriente entre 527 y 565. Nacido en la pobreza rural de los Balcanes a finales del siglo V, alcanzó prominencia gracias a la influencia de su tío Justino. Un joven de campo quien se hizo un nombre como oficial de la guardia, se convirtió en emperador casi por accidente en 518. Justiniano pronto se convirtió en el pilar del nuevo régimen y, cuando Justino murió en 527, él fue su obvio y predeterminado sucesor. El nuevo emperador mostró de inmediato su característico ritmo frenético de actividad, trabajando en colaboración con su esposa Teodora, una ex actriz de controvertida reputación, pero con verdadera habilidad.

 

Una ráfaga de acciones diplomáticas y militares puso sobre aviso a los vecinos del imperio, mientras que en casa se desató un bombardeo de reformas legislativas. Más ambicioso que esto, el emperador se propuso codificar no solamente la enorme masa del Derecho romano, sino también las opiniones hasta entonces absolutamente salvajes de los juristas romanos: esfuerzos completados en un tiempo increíblemente corto y que todavía sustentan los sistemas legales de gran parte del mundo.

 

Mientras tanto, Justiniano trabajó incansablemente para traer unidad a una Iglesia agrietada por profundas divisiones teológicas. Tras vencer a Persia —el gran rival de Roma— en una guerra limitada a la frontera oriental, Justiniano firmó astutamente una “paz eterna” con el emperador sasánida Cosroes I en 532. El precio —oro, en cantidades— fue elevado, pero valió la pena porque liberó recursos y atención para proyectos más rentables en otros lugares.

 

Ese mismo año, lo que fue o bien un grave episodio de disturbios urbanos que se convirtió en un intento de golpe de Estado, o bien un intento de golpe de Estado que desembocó en disturbios, estuvo a punto de derrocar a Justiniano y arrasó gran parte de Constantinopla. Otros emperadores podrían haber quedado algo desconcertados, pero no Justiniano. El programa de reformas se intensificó, con una severa represión de la corrupción y un intento generalizado de reestructurar la maquinaria de gobierno.

 

Constantinopla fue reconstruida a una mayor escala, siendo la iglesia de Santa Sofía la adición más espectacular, un edificio que aún parece desafiar las leyes de la física. Al mismo tiempo, Justiniano envió ejércitos para recuperar las regiones perdidas por los gobernantes bárbaros durante el colapso del Imperio romano de Occidente a lo largo del siglo V. En brillantes y audaces campañas, el gran general Belisario conquistó primero el reino vándalo en el norte de África (533-534) y luego el mucho más formidable reino ostrogodo en Italia (535-540), con ejércitos que debieron parecerles insultantemente pequeños a los derrotados.

 

Si Justiniano hubiera tenido la fortuna de morir en el año 540, habría sido recordado como el más grande de los muchos emperadores de Roma. Desafortunadamente para él, siguió viviendo. La década de 540 fue una década calamitosa y deprimente para el Imperio romano. Cosroes rompió la paz eterna y un ejército persa saqueó la ciudad de Antioquía. Las rápidas victorias en Occidente dieron paso a difíciles guerras de pacificación, que en algunos momentos los romanos parecían destinados a perder.

 

Por encima de todo, una plaga devastadora azotó al Imperio, matando a un gran número de sus habitantes. Son estos años de tanta decepción tras tan altas esperanzas los que quizá expliquen por qué nuestras fuentes son tan hostiles hacia Justiniano, particularmente el gran historiador de la época, Procopio.

 

Sin embargo, el ​​emperador insomne no había terminado. Justiniano disfrutó de un destacable tercer acto al final de su reinado. Persia fue contenida, las guerras en el oeste se ganaron e incluso una pequeña parte de España se incorporó al imperio. A medida que envejecía, Justiniano invirtió cada vez más energía en intentar unificar a la Iglesia. Incluso si fracasaba, él habría estado más cerca de lo que cualquier otro emperador o clérigo lo hubiera estado.

 

Justiniano y su época son temas intrincados: la gran variedad de acontecimientos y su complejidad pueden dificultar la interpretación. Peter Sarris, profesor de estudios tardoantiguos, medievales y bizantinos en la universidad de Cambridge, posee, sin embargo, una triple calificación: es autor de una indispensable monografía académica sobre el emperador, es traductor de gran parte de su voluminosa legislación y es ya un escritor experimentado para el público general. Él ha producido aquí una biografía versada, amena y sugerente de Justiniano.

 

Sarris adopta un enfoque ampliamente cronológico, aunque no teme avanzar o retroceder en el tiempo según lo requiera el tema. Los hitos del reinado están aquí, narrados con agilidad y atención al detalle, pero Sarris también dedica atención a temas que a veces se pierden en la aglomeración: aquí es donde el libro brilla más.

 

Los esfuerzos de Justiniano por reformar el Estado se analizan con precisión, ofreciendo un retrato de un visionario tecnocrático, limitado por el hecho de que las clases altas, en las que se basaba el gobierno romano, eran también aquellas cuya corrupción y egoísmo cualquier reformador necesitaba reprimir. El impacto de la peste es enfatizado —pues Sarris es un maximalista en este punto (hay mucho por lo que ser maximalista)— y se entrelaza cuidadosamente con la narrativa del reinado posterior de Justiniano.

 

Las controversias teológicas de la época son delineadas con sorprendente claridad: Sarris expone extremadamente bien la mezcla de cinismo político y sincera fe cristiana que las hacía tan insolubles.

 

La narrativa está animada con anécdotas y disecciones, tal vez en ningún otro lugar más efectivas que en la brillante evocación de cómo debió ser entrar en Santa Sofía mientras el kontakion (una especie de sermón en verso) resonaba en ella. A lo largo de todo el relato, Sarris destaca la importancia de Justiniano y la frescura de la historia de la época. Los paralelismos clásicos con los acontecimientos actuales pueden ser algo torpes, pero en este caso son perceptivos y estimulan la reflexión.

 

Este libro es una lectura esencial para cualquier persona que sienta curiosidad por la Antigüedad tardía, y será provechoso y placentero para quienes tengan intereses más amplios. La historia, en general, mostró antipatía por Justiniano, un hombre que se granjeó numerosos enemigos en las clases cultas, cuya mejor venganza contra un emperador reformista fue criticarlo a su antojo después de su muerte.

 

Sarris se muestra mucho más comprensivo, aunque aún está consciente de los aspectos autoritarios y desagradables del carácter y las acciones de su biografiado. No hay demonios sin rostro aquí, sino que se pueden discernir los rasgos cuidadosamente delineados del inquieto, insomne ​​e incansable Justiniano.

 

Artículo aparecido originalmente en la revista The Critic diciembre-enero (2024). Se traduce con autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia

 

 

Justiniano
Peter Sarris
Trad. P. Hermida y R.Marqués
Editorial Taurus
Barcelona, 2024
478 pp.
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