Couve a la intemperie
- Verónica Echeverría
- hace 3 días
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En la callecita Colón, en lo alto de Cartagena, vivió por casi 20 años el escritor y profesor Adolfo Couve. La casa, construida para la familia Bratti, fue diseñada por el arquitecto Casasbellas en 1910 a semejanza de una villa toscana; y bautizada como Villa Lucia. Sus puertas, ventanas, y pisos fueron traídas del puerto de Génova a pedido de los Bratti, que como otras tantas familias, había desembarcado en Valparaíso para establecer su negocio. Allí permaneció hasta 1983 la última descendiente de los Bratti. Una anciana que, sin más, vendió la propiedad familiar a Adolfo Couve que en una de sus visitas a Cartagena vio la casa como un lugar que posibilitaba el aislamiento. La anciana, aburrida de las sobremesas de etiqueta, aprovecha la venta y se embarca con destino a Shanghai en el puerto de Valparaíso.
Adolfo Couve nace en Valparaíso en marzo de 1940, y pasa su primera infancia en la localidad de Llay Llay. Allí aprende a aburrirse, y cultiva su gusto por lo local, los caminos pedregosos, los cielos abiertos, y las palmeras.
Supongamos que de su padre hereda la agudeza y el razonamiento francés; la fascinación por lo bello y lo divino, y el espíritu de exigencia. De su madre, Clemencia Rioseco, tuvo que heredar la mirada ausente, el interés por el campo, lo oculto, y el sentido del humor.
¡Qué gran estampa tiene! Adolfo Couve nació con el envidiable don de la belleza. De cuerpo delgado y flojamente erguido, todos los que le conocieron conservan de él la impresión de un personaje entrañable, encantador, delicado, y exigente; con un extraño e inagotable talento para el chiste y el escarnio. El desenvuelto y fascinante pintor habla con elocuencia, y con el ímpetu de quien no conoce la indiferencia. La seguridad que demuestra, sus observaciones indulgentes, y su mirada abstraída que desvía con la ayuda de una boina o kufi, lo ascienden. Una buena señora escribe al recordarlo: bello como era, y vestido de blanco; tras el esquivo personaje de Adolfo.
En Santiago pasa los días entre los jardines y pasillos como alumno interno del San Ignacio. Es, entre sus pares, el más pequeño de los internos, y hace y deshace a su antojo. La picardía de Couve es ignorada por los curas y superiores, y sus fechorías son atribuidas a otros niños más grandes y revoltosos. Por primera vez, pasa las noches bajo un techo extraño, y a diferencia del resto de los niños que caen con la noche, Adolfo no duerme. Esta dificultad para dormir, lo obliga a interrumpir, a temprana edad, el sueño de los otros, y a sostener, durante su adultez, largas conversaciones hasta la madrugada. Durante la adolescencia, mata las tardes dibujando. Su padre, al constatar la facilidad con que traza líneas y figuras con pasta de zapatos y de dientes, le regala su primera caja de óleos. A esos primeros dibujos experimentales, le seguirán una serie de paisajes y retratos.
A los 18 años asiste a sus primeras clases de pintura en el Palacio Vergara que le servirán para ingresar como alumno rezagado a la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Tiene una memoria prodigiosa, y en esos primeros años de estudio conoce a Augusto Eguiluz y Alberto Pérez sus maestros de dibujo y pintura. Es durante ese mismo año y en una de las clases de pintura de Pablo Buchard, que conoce a la pintora e ilustradora Marta Carrasco, con quien contraerá matrimonio en 1961.
A sus 20 años viaja a Manhattan y estudia becado en la Art Students League of New York; y dos años después, y en compañía de Marta, viaja a París a estudiar con una beca en la École Nationale de Beaux Arts. En lo alto de un viejo edificio, el joven matrimonio pasa las tardes en una buhardilla que han acomodado para esos años de estudio. Mientras Marta da forma y vida a sus personajes desde los cafés de París, Couve recorre la ciudad y estudia en los museos. Es durante este viaje que visita el castillo donde Napoleón vivió junto a Josefina de Beauharnaisen en Malmaison. Couve, que había mirado con fascinación la figura de Napoleón desde que era un niño, aprovecha la visita para escabullirse entre los pasillos. Solo y con el tiempo a su favor, recorre sus salones, y se recuesta en la cama del primer emperador francés. Pese a la inmensidad de los corredores, no tolera la decoración, los dorados y las cortinas. La cama, que había alojado el sueño de Napoleón, era hueca.
De su viaje a Italia junto a la pintora Ana Cortés, fijará para siempre su devoción por el renacimiento italiano, por Rafael, Perseo de Cellini, Giorgio Morandi y Giorgione. Su paso y parentesco con Francia marcan su formación. Y aunque jamás regresa, la proyecta en las casonas, jardines y personajes que habitan sus novelas.
De regreso, el matrimonio se acomoda en una casa en la comuna de Providencia. Allí pasan sus días dibujando, y atendiendo todo tipo de compromisos sociales. En 1963, y con 23 años de edad, Adolfo y Marta reciben a Camila, la única hija y destinataria de casi todas las novelas que publicará en los años que le siguen.
Couve, que ya prende fuego a sus cuadros malogrados, es un hombre inquieto, exigente consigo mismo, y perfeccionista. Aunque buen padre, la vida conyugal le resulta incómoda, y tras 10 años de matrimonio, se separan.
Adolfo se refugia en Cartagena; y Marta regresa a la casa de sus padres junto a Camila. La Casa Grande, nombre con la que el pintor bautiza su casa de Cartagena, es amueblada con lo estrictamente necesario. Retirado de la vida pública, lee y escribe en la construcción trasera que ocupa de taller. Apenas pinta, y decide entregarse a la escritura. Ralla cuadernos enteros, y como hace con las pinturas, rompe y arroja a la basura todas las soluciones que le parecen fáciles. Se adhiere a la prosa francesa de Balzac, Flaubert y Stendhal; formándose como un realista descriptivo; y apartándose de la escuela realista americana. Son los caídos y pequeños personajes los que llaman su atención; y a la manera del hagiógrafo, dibuja a sus personajes como santos y mártires. Es durante ese período que escribe La copia de yeso, El tren de cuerda, Cuarteto de infancia; y Cuando pienso en mi falta de cabeza; su última novela. Escritas en el encierro absoluto, experimenta la fuga que le brinda una ventanita que, aunque lejos, desemboca en el mar de la playa grande. Las radios prendidas, la falta de autoridad de Cartagena, y su rostro impúdico, cultivará su gusto por los monasterios, la penumbra y el momento crepuscular.
Bachelard, como otros tantos autores que vieron el mar con fascinación y se entregaron a la imaginación material, advirtió que los elementos proyectan imágenes fundamentales en la psique de las personas. El mar –escribió–, por su cualidad fascinante y peligrosa, nos devuelve imágenes de viaje, naufragios, y toda clase de eventos extraordinarios.
Los visitantes son pocos, pero el teléfono le basta para comunicarse con el mundo. Desde allí realiza llamadas a Buenos Aires, Francia y Santiago; y combate la soledad y el encierro que se ha autoimpuesto. El jesuita Töhötöm Nagy en los textos que dedica a sus años de formación, reconoce la posibilidad que le ofrece el encierro y los ejercicios de la vida jesuita. Thomas Merton, el monje Francés, sostiene que la vida interior debe vivirse en la soledad de la habitación, lugar que permite el encuentro con lo divino.
En una época en la que todos viven empeñados en triunfar, Couve nos conmueve por sus faltas, por las dificultades y exigencias autoimpuestas, y sus desaciertos. Su temor a los aviones y la imposibilidad de dejar a su loro en Cartagena lo inmovilizan. Tres veces pierde su vuelo a último minuto. Los domingos, durante sus paseos a Valparaíso, se consuela recorriendo el Muelle Prat. Allí transita junto a Carlos, a la espera de que uno de los barcos salga con destino a Francia.
