A la búsqueda del sonido rebelde. Sobre Filosofía y experimentación sonora de Gustavo Celedón
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A la búsqueda del sonido rebelde. Sobre Filosofía y experimentación sonora de Gustavo Celedón




En el film Memoria (2021) de Apichatpong Weeresethakul la protagonista, Jessica-Tilda Swinton, pide al técnico de sonido de un estudio de grabación reproducir (¿no sería mejor decir crear?) un ruido que ha escuchado en un sueño. Se trata de una especie de colapso sonoro producido por un cuerpo (una pelota de hierro) que cae desde cierta altura.


La reconstrucción es muy precisa: se toman en cuenta características como el eco, el tamaño del cuerpo, el lugar de la caída. El ambiente aséptico y cerrado del estudio posee algo del consultorio del psicoanalista: en ambos casos se trata de dejar que contenidos enterrados salgan a la luz, precisándose. Finalmente, el instrumento que produce el sonido es una computadora, una “máquina que suena” (se podría decir que sueña), una interfaz del contenido sumergido, dotada de una “´potencia inconsistente”, de una “consistencia tejida para/por una inconsistencia”. En la secuencia del film, el inhumano se conecta a lo humano en una interferencia transformadora para lograr no una composición, sino una experiencia sonora (un “sonido maquinal”) donde la computadora es “un auditor, un sistema de escucha”.


Al mismo tiempo, ¿quién inventa el sonido? ¿la mujer que intenta recordarlo o la máquina que lo produce (como dice Leroi-Gourhan, es la tekhné que inventa el hombre y no el hombre que inventa la técnica)? El resultado de esta “mayéutica tecnológica” (B. Stiegler) es una experiencia “más bien ruidosa”, “la escena de una experiencia sonora” que nos hace pensar, más que en la música, en los sonidos del ambiente, aquí imbricados en el subconsciente de la protagonista, en un nudo entre interior y exterior, en un sonido vuelto acontecimiento, “resonancia de la nada o resonancia (del) vacío”.

Esta secuencia me hace pensar inevitablemente en el libro de Gustavo Celedón (a él pertenecen todos los entrecomillados).


El libro no habla simplemente de sonido, más bien intenta cartografíar en una “ubicuidad musical que solicita una escucha continua” (M. Solomos), una nebulosa en expansión que el autor llama “experimentación sonora”. Llamar a esta experiencia “nebulosa” significa señalar su aspecto movedizo, “esquivo”, errante, definiéndola a través de un movimiento continuo que se puede encontrar en todas las experiencias musicales.


Gustavo se pone a la búsqueda de un sonido que llama “rebelde”, como Descartes hacía con el cogito y John Cage con el “silencio perdido”. La suya es, al mismo tiempo, una obra filosófica y de detection, una ficción especulativa y una recherche de algo que, al final, es recobrado.

El ámbito de esta búsqueda corresponde a las prácticas experimentales en la música de los siglos XX y XXI (los nombres convocados, como en una sesión espiritista ruiziana, son numerosos: Cage, Lucier, Schaeffer, Oliveros, Marclay, Kagel, y muchos más) y se ubica, como dice el autor, en un lugar extraño, tendido entre la inestetica de Badiou y lo sensible de Rancière: “la experimentación sonora no es un objeto para la filosofía, pero es, por el contrario, un movimiento de lo sensible que tiene efectos políticos que la filosofía puede pensar”.


Si el fin de esta búsqueda es una emancipación de la escucha y de lo sensible como cuestión político-filosófica, su movimiento no sigue las reglas del sistema, sino aquellas de la aproximación, que (como escribe de nuevo Gustavo), implica azar y lleva a zonas insospechadas.


Cada búsqueda implica siempre una experiencia, “experiencia como pasión, resistencia o descanso interminable”. Y aquí surgen de inmediato algunos de los primeros grandes espectros evocados en el libro, John Cage y Merce Cunningham que, siguiendo los postulados de John Dewey, no quieren dividir la teoría de la experimentación, el arte de la experiencia cotidiana: el resultado es, por ejemplo, tomar los movimientos de alguien que desplaza una planta en su habitación o captar los sonidos de la atmósfera, ya que “la experiencia es a la vez sentir, historia de este sentir y sentir como experimentación”. Y es, también, algo siempre interminable (J. Derrida).


Esta experiencia nos lleva a particulares tipologías del sonido: un sonido que, ni irrepresentable ni invisible, se puede tocar y explorar táctilmente. Un sonido que es el analogon del cine-puño de Eisenstein que golpea directamente en la cara del espectador (sin, que quede claro, sus premisas ideológicas: aquí es todo lo contrario, el sonido buscado es a-ideológico, en revuelta permanente); el sonido del Symphony Monotone-Silence de Yves Klein (donde es posible escuchar el sonido del color o el color del sonido, como en las vocales de Rimbaud); el sonido del Imaginary landscape de John Cage, introducción a una “atmósfera electrónica llena de sonidos y ruidos”.


Ejemplos como estos (entre muchos otros contenidos en el libro) nos llevan inevitablemente a una transvaloración constante de todas las jerarquías y a una emancipación de los valores. Esto implica ir en contra de los soportes tradicionales, del privilegio de la imagen, de la armonía, llegando al serialismo y a la inclusión del ruido. El ruido. Esta deflagración, este límite de todo sonido nos permite desplazarnos en una parábola de intensidad que va desde el ambiente sonoro típico de la metrópoli hasta aquel ruido apenas concebible, casi imposible, que es el susurro, pasando desde la multiplicidad masiva del ruido ambiental de la ciudad a la intimidad, a la comunidad de los cuerpos que el susurro implica, para llegar, finalmente, a todos aquellos sonidos que se encuentran “alrededor de la lengua” donde “la maquina suena”.


Esta transvaloración implica una filosofía, ya que la experimentación sonora es, finalmente, un “pensamiento del pensamiento”, donde el sonido se vuelve un acontecimiento de carácter móvil y dinámico que siempre tiene -o encuentra-, su hogar: hasta en una habitación anecoica, tierra de nadie insonorizada, es siempre posible escuchar, como dice John Cage, el sonido de la sangre y del corazón.

No es nuestro intento, en los reducidos límites de una reseña, analizar o resumir con detenimiento todos los lugares del libro de Gustavo: es, esta, tarea que aconsejamos al lector, que encontrará, en las páginas de este libro rizomático, un continuo desafío a lo normalmente percibido, y un mapa tridimensional que lo conducirá a un lugar “rico y extraño” donde podrá sentarse y escuchar sonidos nunca escuchados, que se parecen a los que el protagonista de aquel libro raro que es L’Ève Future escucha en el gabinete subterráneo de Edison, mezclados (mixados) con el “ruido blanco” de Don DeLillo.


La reflexión de Gustavo se desarrolla, después del “bosquejo” inicial del cual hemos ofrecido unas coordenadas, en otros cuatro capítulos exaltantes, dedicados, respectivamente, a Alain Badiou (“el vacío que escucha”), donde la experimentación sonora es vista no como un objeto, sino “según un pensamiento del acontecimiento”; Jacques Rancière (“el auditor emancipado”), donde la emancipación es pensada en relación a las cuestiones tanto de la audición como del sonido y su valor “político”, que implica una coparticipación mutua de las acciones; y Bernard Stiegler (“el espíritu, la música, la técnica”) y su democratización de las practicas espirituales ligadas a la tecnología.


Finalmente, en el capítulo cinco (donde es quizás más evidente aún la presencia de un pensamiento a través del montaje, en este caso verbal-sonoro), “Reflexiones técnicas” (que empieza con una referencia al “grano de la voz” de Barthes y que pasa de la Gramatología de Derrida –el programa logra vivir una experiencia- al Crátilo de Platón –leído como precursor de lo digital y de su sentido de control-, el autor nos revela que la lengua, más que ser portadora de un sentido, suena, es “puesta en escena en la práctica del habla”.


Esto lleva a una pluralidad, a una gama de sonidos y ruidos donde podemos incluir “los sonidos de la garganta y de la saliva”, “aquellos de los zapatos cuando caminamos mientras hablamos” y hasta “las interrupciones al hablar por Skype” o el “ruido de la aguja del disco en el caso de la tornamesa”. Lo que se produce es, entonces, “una condición maquinica de la lengua” donde “todo un sistema de aparatos de comunicación conformaría el lenguaje” hasta una différance sonora, donde la máquina susurra en una “acontecimentalidad imprevisible e indiferenciada” de sonidos, ruidos, silencios, crujidos. Una experiencia sonora, a cada rato, entonces, se modifica, modifica su entorno y nos modifica.


Otras preguntas, sin embargo, surgen. Si esta pluralidad acontece en el mundo de la ideología digital, donde el sonido es siempre “indicado”, ¿cómo puede el sonido lograr su emancipación? Nos parece una pregunta fundamental, a la cual Gustavo contesta con precisión. Sintetizando, la escucha en un mundo digital no tiene que ser a su vez digital. La construcción de una nueva escucha es, sin embargo, posible: se trata de “timpanizar lo digital”. Si el tímpano (según Derrida), es el lugar donde el sentido filosófico se desarrolla, haciéndolo resonar, vibrar y estallar, es necesario entonces “timpanizar la escucha”, haciendo estallar la presencia de lo que se está escuchando y logrando así ir más allá de la toda significación en una relación desconocida donde “comprensión e intelección hacen aguas”.

En contra de todo lo digitalizable, de todo lo indicativo, la escucha descubre así su capacidad subversiva de luchar, en una tensión agónica, contra toda escritura, contra toda determinación apriorística de “sentido”. Sentido y escucha, escritura y sonido, finalmente, terminan por ser implicados en una “différance sin descanso”, en una secuencia de golpes corporales-musicales. ¡Ah, si supiera escribir!: es el grito de Roland Barthes que, en los últimos párrafos del libro, restituye esta incapacidad de decir el “ello late” del sonido sin utilizar metáforas. Sin embargo, mientras estas metáforas se dicen o se tientan (como tientan el vacío los dedos de una sonámbula), “aquel” sonido (que puede indicarse con el dedo: es decir, es digitalizable) ya es pasado, ya es otra cosa, y, al mismo tiempo, se despliega en un agujero de la memoria donde lo que se recuerda, al fin, es lo no-visible, “lo que no está indexado, lo que no es visto por una visibilidad que compone un lugar, un tiempo, un discurso, un sujeto o un objeto”.


El libro de Gustavo nos lleva, al final, ante una ribera del fin del mundo donde es posible escuchar un sonido preciso. Es aquel del saxo de Ornette Coleman (podría ser también el del piano de Cecil Taylor, pero esta es otra historia ¾y otro libro). El músico free jazz, parte de aquella vanguardia de experimentadores locos que han llevado el standard y su sublime melodía encima de una balsa de Medusa, logra un sonido sobreviviente, extático, errático, ruidoso y fragmentado, que, en un movimiento pasional que ha abandonado toda escritura, se ha vuelto berrido, golpeteo, frote y gesto de revuelta que “con coraje” piensa cruzando fronteras y expropiando identidades. El músico free jazz piensa lo imposible haciéndolo polifónico. Piensa, como dice Gustavo, “la vida en la muerte, a pesar de la muerte, con la muerte”. Captar el sentido de la música como experiencia -ya no derridiana sino batalliana- de lo imposible, es quizás, justamente, el regalo más grande de este libro.


(El libro posee otro final que no es, por supuesto, aquel de esta breve y lagunosa reseña. No queremos arruinar la sorpresa al lector. Advertimos que se trata de un cortometraje de los hermanos Quay, In absentia, con música de Stockhausen).


Giovanni Festa


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