Barbarie pensar con otros
Revista de pensamiento y cultura
info@barbarie.cl
www.barbarie.lat
<!-- Google Tag Manager -->
<script>(function(w,d,s,l,i){w[l]=w[l]||[];w[l].push({'gtm.start':
new Date().getTime(),event:'gtm.js'});var f=d.getElementsByTagName(s)[0],
j=d.createElement(s),dl=l!='dataLayer'?'&l='+l:'';j.async=true;j.src=
'https://www.googletagmanager.com/gtm.js?id='+i+dl;f.parentNode.insertBefore(j,f);
})(window,document,'script','dataLayer','GTM-MNF8HCS');</script>
<!-- End Google Tag Manager -->
<link rel="icon" href="/path/to/favicon.ico">
Resultados de la búsqueda
Se encontraron 974 resultados sin ingresar un término de búsqueda
- Hablar por una
Escribir es estar dispuesta dejar de ser una misma The difference between poetry and rhetoric is being ready to kill yourself instead of your children. La diferencia entre la poesía y la retórica es estar dispuesta a matarte a vos misma en lugar de a tus hijos Audre Lorde, “Power”, 1978 Cuando empecé a pensar que lo que anotaba sobre mi hijo Galileo era un texto inclasificable de filosofía política del autismo ( Diario de Galileo , Buenos Aires, Bosque Energético, 2025), inmediatamente registré dos riesgos en los que no debía caer: hablar por otros y la literatura del yo. En una obra que toma mi maternidad de un niño sin habla como inicio de la reflexión esto se volvía difícil. En la presentación del libro el lunes 16 de junio en Buenos Aires, en su contribución, Emi Exposto habló, entre otras cosas, de dar testimonio. Cuando lo escuchaba pensé en los versos de Celan: ¿quién atestigua por el testigo? Mi escritura es filosófica, no es poética ni literaria. Jamás pude escribir ficción, ni siquiera un cuento, y a esta altura de mi práctica filosófica la escritura me es semiautomática. De hecho, escribí Diario de Galileo con escritura automática, con los ojos cerrados por momentos, con mis hijos yendo y viniendo por la casa, con las ecolalias, zumbidos y sonidos guturales de Galileo como música de fondo; también lo escribí llorando cada vez que veía una epifanía en la escritura, en la pantalla del procesador de textos. Lo escribí, además, mientras cocinaba, mientras preparaba clases para la universidad, mientras lidiaba con la mezquindad de colegas de la academia, mientras mi país era y es objeto del recrudecimiento de la desposesión, también mientras barría, lavaba ropa a mano y pensaba en la lista de las compras. Pero en rigor no lo escribí yo, lo escribieron las yemas de mis dedos volando sobre el teclado. *** La filosofía bien practicada es metatestimonio y es el ejercicio del metatestimonio lo que permite no caer en la glorificación de la “vivencia” sin mediación, es decir: evitar esa literatura del yo que invirtió los conceptos de la frase ya hecha jirones: “lo personal es político”. Que lo personal es político significa que muchos malestares son impersonales, no que cualquier fenómeno inmediato de la conciencia de cualquier persona sea un hecho político digno de ser narrado y publicado. Tampoco significa que nuestras emociones sean siempre y en sí mismas universales, interesantes o inauditas. No todo lo que nos pasa es materia poetizable. Sí, muchas más veces, materia prima maleable para la retórica subsumida bajo la valorización del capital. Hay vivencias que se transforman en narraciones para ser vendidas a quienes consumen los productos sin carácter de la industria cultural; incluso, hay hasta una primerización de la economía de la escritura por la que cualquier vivencia dada, sin procesar, es la mercancía estrella de un mercado del morbo ajeno, dispuesta como algodón recién salido de las plantaciones para ser elaborada por las fantasías comerciales de terceros impasibles frente al dolor de las personas que no se les parecen en nada. Pero hay también quienes escriben sobre sus experiencias para poder pensarse desde afuera, porque solamente llevando la percepción y la sensación (ni siquiera digo “el afecto”, “la pasión”, “la emoción” o “el sentimiento”) al concepto, metapercibiéndose, es como muchas personas se salvan –nos salvamos–. La gente duele. Sobre todo, hurt people hurt people (este giro me lo dijo un amigo y me lo atesoré). La gente rota rompe, la gente quemada quema, la gente jodida jode, dicho en rioplatense. Es difícil entender la rotura del otro. El otro es un pantalón que nos queda chico o grande e intentamos que nos calce: lo rompemos si no nos rompe, se nos cae si no nos ponemos algo que lo ajuste. Lo que no calza no se nos adapta. Pero el punto es: no tenemos que esperar que otros se nos adapten ni adaptarnos a los otros. Los seres humanos somos seres condenados a estar mal vestidos. Quizás lo mejor sea la desnudez. El destino humano es intentar cubrirnos infructuosamente o decidir aparecer como vinimos al mundo, vulnerables, mostrar nuestra piel. Hay algo curioso que aprendí de la peor manera. Mi mejor amiga murió por quemaduras extremas y aprendí entonces que la piel es lo más importante de nuestra constitución: es nuestra primera armadura contra un exterior que intenta aniquilarnos. Nuestra piel desnuda señala simbólica y materialmente la fortaleza de nuestra vulnerabilidad. La literatura del yo es lo contrario de mostrar la piel propia. Es un desfile de moda de ropa blanca y pasada de moda. Detrás del testimonio desnudo, se entienda o no se entienda, importe o no importe, hay un aura que espera ser contagiada, una pústula, una caricia, una cicatriz fresca y un abrazo. *** Los sentidos y los conceptos siempre me parecieron más importantes que los sentimientos. Yo soy hiperacúsica y misófona, también tengo hiperosmia. No puedo separar los “afectos” de la sensibilidad, de la aísthesis más elemental. Un olor casi imperceptible para otras personas puede arruinarme la psiquis en instantes. Un ruido cotidiano puede desarmar mi fortaleza como catapulta de napalm. Tampoco puedo separar un concepto de su base material. Esto no me pasa a mí exclusivamente, les pasa a muchas personas. Saber que este fenómeno subjetivo es un hecho impersonal es el primer paso para poder elevarlo a la autoconciencia: convertir esta “vivencia” en una experiencia compartida, sacarla del estatuto solipsista de un fenómeno más de una conciencia cualquiera y convertirlo, por ejemplo, en un objeto filosófico para la reflexión sobre el modo en el que las personas estamos en el mundo. Hablar en primera persona no es literatura del yo. Un stream of consciousness de Virginia Woolf no es literatura del yo. Literatura del yo es la escritura en cualquier persona gramatical que pierde de vista que no hay acceso privilegiado a la propia conciencia, que decide ignorar que los sistemas de dominación imparten antes que nada modos de percibir al mundo y de percibirse. Literatura del yo es la narrativa que se toma a sí misma demasiado en serio, es estar torpemente convencida de que el mero procedimiento de la escritura convierte la adaptación más sumisa a la norma en un acto de rebeldía. *** Mientras escribía más arriba sobre la piel sabía que estaba incurriendo en un uso metafórico. Desde hace un tiempo intento evitar caer en usos metafóricos de aquello que para otras personas y no para mí es índice de inferiorización. La piel no es una abstracción: no existe en este mundo sin estar rígidamente clasificada en taxonomías por racialización y expectativas de las normas de edades y géneros, incluso sin estar condicionada por el acceso a protectores solares y productos de skincare . Doy un ejemplo que todas las personas que hacemos nuestras propias tareas de cuidado conocemos bien. Las yemas de mis dedos no solamente tipean: también son inmunes al calor de la sartén sobre la que las apoyo inadvertidamente al cocinar. Y sobre todo: la visibilidad de las cicatrices y sus lugares en la geografía corporal son producto no meramente de una genética de la cicatrización; son cuestiones de clase. De lo que se sigue: desnudarse no es igual para todo el mundo. No es lo mismo la desnudez para el Rey Desnudo que para quien tiene que evitar una detención racista. Un Rey puede aparecer en bolas cuando quiera: no le pasa nada. En una requisa policial, la piel no blanca tiene que disimularse. No es igual la valentía de la desnudez de las personas cuyas fisonomías y edades –su colágeno– las convierten en mercancías y mercaderes de sus imágenes, que la piel ajada por los trabajos, las amarguras, las quemaduras y los días. Para las personas cuya epidermis es objeto del proceso de epidermización de una ontología inferiorizante (hablando en fanoniano), cubrirse la piel puede ser un acto de supervivencia. No hablo de la máscara blanca, de la “lactificación alucinatoria” que Fanon destruye en Piel negra, máscaras blancas . Hablo de cuando hay que disimularse a sí misma para sobrevivir. La piel, como la subjetividad, es una cuestión de relaciones sociales. El tacto, como el sentir, es inseparable del mundo. Nadie tiene aísthesis por fuera de las coordenadas de su existencia en unas relaciones sociales. Tan obvio, tan solapado. *** La diferencia entre la poesía y la retórica es la diferencia entre póiesis , un decir que es hacer algo en el mundo, y un decir que no es más que biri biri , charlatanería. La escritura es praxis, no es teoría pura (no hay teoría pura, de todos modos). El punto es si la praxis es emancipadora o reproductora de la opresión. La escritura como práctica que puede ser liberadora es la praxis que supera el malestar individual actuando, como sugería el Fanon psiquiatra, de manera orientada a trasformar las relaciones sociales. La literatura del yo es falsa conciencia, lo contrario de la praxis revolucionaria, es un fijador tóxico de maquillaje que tapa los poros. Atestiguar por el propio testimonio es separarse de una misma y reencontrarse años después. Es viajar en el tiempo, una odisea sin héroes en la que el destino no es el hogar del que se parte sino tan solo el estar a salvo por un momento breve. En ese instante salvífico del nostos es cuando la filosofía nos salva de nosotras mismas.
- El aplauso
¿Es posible preguntarse cuáles son los materiales con los que se construye una novela? ¿Vale la pena esa aproximación? Si ambas preguntas fuesen afirmativas, podríamos decir entonces que, por ejemplo, una novela como Iluminación artificial está construida desde los materiales de la poesía. Una novela como Vals chilote o Jamás el fuego nunca o Me dijo Miranda lo hacen desde las utopías y sus fracturas. Podríamos decir, en fin, que una novela como Poste restante se elabora narrativamente desde el diario de viaje y otros tejidos residuales. Si quisiéramos, podríamos construir distintas tradiciones de la novela nacional a partir de los materiales con los que trabajan los escritores para darles forma. Decir materiales no es lo mismo que decir “argumento”; nada más alejado que eso. El material es algo bastante más estructural que un tema: se refiere al tipo de forma socialmente estable (o inestable) que se encuentra latente en su construcción, el sustrato narratológico que está presente en cada novela. ¿Desde dónde se construye Chilco de Daniela Catrileo ? Un fragmento nos podría ayudar a responder esta pregunta: “Siempre creí que no alcanzaría a presenciar algo así, que este tipo de experiencias las viviría otras generaciones o que ocurriría primero en otros países. Esto es porque tenemos una imagen preconcebida de la guerra, una imagen del fin. Crecemos con esas ideas que nos inyectan a través de diferentes artefactos, año tras año. Sin embargo, las imágenes del horror están desparramadas en nuestra imaginación sobre un territorio desconocido o en un pasado inerte. En un más allá inalcanzable que apenas sabemos nombrar en el mapa extendido de la humanidad.” Quien habla es Marina, la narradora, una chica proveniente de un barrio marginalizado de la capital. Es perfilada como una joven impenitente, crítica con la sociedad y algo utópica. Por supuesto, es también lesbiana, posición que le permite marcar una saludable distancia (una distancia casi nada problemática) con su progenie, mujeres trabajadoras y esforzadas que han salido a delante gracias a sus propios esfuerzos, sin necesidad tener hombres en sus vidas, todos los cuales han resultado ser unos típicos abandonadores. Marina es una voz narrativa pedagógica, que no puede cesar de explicar lo evidente, que no desaprovecha oportunidad de teorizar sobre algún asunto de la trama, y que por momentos pareciera asumir que el lector o lectora debe ser guiado a las conclusiones que ella misma estima importantes. Es una voz irritante, en el siguiente sentido: irritante muy a su pesar, involuntariamente insufrible. Una voz así puede darse ciertas licencias. Por supuesto, no sólo tiene la libertad de obedecer a la compulsión frenética de decir cosas inteligentes todo el tiempo, sino también puede darse el lujo de ser inconsistente desde un punto de vista político. Puede criticar el progresismo blanco de las artistas provenientes de las grandes potencias, pero también puede imaginar una ciudad reconstruida desde las cenizas a partir de artistas como Matta-Clark. Puede criticar la mirada antropológica sobre el pueblo mapuche, sediento de “fantasías ancestrales” y pensamiento mágico, pero tiene la libertad de decir que, si la ascendencia no lo “llevas encarnado en el cuerpo, en la memoria, jamás podrás saber cómo se siente”. Puede tratar de derrumbar la mirada colonial sobre lo mapuche, pero luego puede describir la isla de Chilco como un lugar donde los hombres tienen la costumbre de ir a un cuchitril a beber alcohol y las mujeres prefieren “mirar por las ventanas, escribir cartas o leer viejos diarios”. La voz de Marina es una voz que no avanza si no reconstruye todo eso que quiere derrumbar. Que tropieza constantemente con las piedras que lanza hacia delante. Marina vive con Pascale, su pareja, en un pequeño departamento en pleno centro de la capital, desde donde ambas observan la destrucción de la ciudad y son parte de movimientos sociales que buscan desestabilizar el sistema. De las dos, es Pascale la que carga con la tradición lafkenche, la que tiene familiares en Chilco, y por tanto la que está autorizada (según la lógica de la misma novela) a decir cosas como que la ascendencia si no se lleva cargada en el cuerpo y en la memoria, no se puede comprender a cabalidad. ¿Por qué entonces es Marina la que dice esto, con tanta propiedad? ¿Le basta con ser nieta de una migrante peruana? Según el estándar moral que la propia novela instala, no le bastaría. Pero dejemos esta inconsistencia de lado. La relación entre Pascale y Marina está rodeada de un patetismo desconcertante. Abundan las frases hechas, cargadas de una melosidad que poco tiene que ver con la ternura. Se puede leer en una de sus páginas: “Aquella vez, como si Pascale tuviera un centenario más de experiencia, secó mis lágrimas, besó mis hombros y preparó una agüita con azúcar y toronjil (...) Y me sentí pequeñita, como una bacteria que oscila ante la mirada del microscopio y necesita del movimiento de sus hermanas bacterias para confirmar su existencia”. Y también, un poco más adelante: “Esto, por ejemplo, me desplaza a la primera vez que me quedé en el piso de Pascale, la primera noche que desperté a su lado. Labios tibios, gruesos. El palpitar de su corazón. Toco su constelación de lunares, la cicatriz de su rostro iluminada por el sol de la mañana. Un beso largo, lenguas que se palpan, se reconocen.” Los diálogos tampoco se quedan atrás. Este aspecto es, probablemente, el más desdichado de la novela, pues en ellos es posible observar todo lo que he dicho hasta el momento, y algunas cosas más. Sea como fuere, son diálogos empaquetados y truncos, donde pareciera que asistimos a la conversación entre dos inteligencias artificiales. En ellos se evidencia el esnobismo de la narradora (que ella misma detesta) y el poco oficio de Catrileo con la lengua oral. Por ejemplo, poner una coma antes del “po”, como en el siguiente diálogo: “Promete que no te vas a enojar, po”, revela el intento de literaturizar la lengua oral en el traspaso hacia lo escrito. En la lengua oral, esa muletilla jamás se ha escuchado con esa pausa que induce la coma. Corregir su musicalidad no sólo devela el miedo de Catrileo de parecer demasiado informal, sino también es signo de su intento de ajustarse a las normas burguesas de buena escritura, esfuerzo que la propia novela intenta una vez más desalojar. ¿Sorprende esto? Desde mi punto de vista, no, pues en el fondo lo que hay aquí es una desesperación por recibir el aplauso cerrado de la academia. Chilco es un monstruo de Frankenstein: un poco de teoría decolonial por aquí, un poco de esnobismo por allá; un poco de movimientos sociales por aquí, un poco de ambiente postapocalíptico por allá. Chilco tiene todos los ingredientes para ser el nuevo fetiche de la academia nacional y latinoamericana, ese objeto que permitirá oxigenar unos estudios literarios que ya hace tiempo vienen de capa caída. Todo en esta novela es fallido: la construcción de un ambiente postapocalíptico, demasiado forzado en su introducción al texto; la voz narrativa, incoherente y políticamente inconsistente; los diálogos, automatizados y torpes en el uso de la lengua oral. Chilco es, además, una novela peligrosa desde un punto de vista político, pues se ajusta muy bien a cierta deriva reaccionaria de la narrativa de los últimos años, donde la única forma de construir una alternativa a nuestro presente es volviendo a nuestros orígenes, de una manera más o menos melancólica y un tanto más desesperada. En esta novela, se asoma la siguiente idea: la destrucción del capitalismo conllevaría de suyo la destrucción irremediable del mundo. ¿Desde dónde se escribe Chilco , entonces? ¿Cuáles son sus materiales narratológicos? No son, por cierto, esos espíritus románticos con que la literatura supo criticar al capitalismo industrial. Tampoco es la lengua oral. El material de construcción de Chilco es el paper académico . Es de allí, de su exceso de explicación y su pedagogía somnolienta, de donde Catrileo extrae sus herramientas para concebir esta novela, un texto que sin lugar a dudas les permitirá a unos cuantos académicos acariciarse la barba y financiar, por varios años más, sus nuevos proyectos de investigación universitaria.
- Leo y releo las Teorías de Bruno Montané
Es evidente que se trata de teorías filosóficas y poéticas. Pero en el caso de este libro eso sería una reducción. Hay algo más que me hace volver a estas teorías como a un recetario de cocina, sin orden en particular, dependiendo del antojo o de las cosas que ese día haya en la despensa. Estoy convencido de que se trata, por ejemplo, de consejos prácticos para la vida cotidiana y, por ende, para el espíritu, pero no es un libro místico. Puede ser un manual hecho a la medida de quien duda y se ha iniciado en el oficio de relativizar todo, pero no es un instructivo. ¿Qué son las teorías de Bruno Montané sino aparatos que, sin buscar la verdad, la muestran? Estudios profundos de un observador de su tiempo —monje taoísta, ermitaño, de seguro perteneciente a la dinastía Tang, autodidacta, evidentemente vagabundo y sabio— que se ha especializado en el estudio de los dioses de las cosas pequeñas y que es perfectamente consciente de que en el proceso de medir altera lo medido. El efecto de este libro es similar al de una vacuna: uno debe infectarse de sus teorías para inmunizarse contra ellas y crecer más seguro. Cada teoría lleva una carga fotónica propia y, al leerlas en su conjunto, es posible medir cuánta energía traen consigo, determinadas por la luz que irradian en nuestro espíritu. Interactúan con nuestra experiencia, logrando que nuestros pensamientos tomen direcciones insospechadas. Por lo tanto, las teorías parecen planteadas usando el asombro como el primer motor de cada postulado y uno siente la necesidad de reducir las verdades a verdades anteriores y, estas, a su vez, a verdades primigenias. El no saber como base de cada teoría y el área geométrica de la página en blanco como el límite de cada verdad indemostrable, pero contenedora, como un acto de fe. Pero no todo es luz con sus teorías. Por momentos es necesario perturbar a la teoría para que expanda su sentido cabal que también implica oscuridad; es importante no saber dónde está ni a dónde se ha ido para encontrarle sentido: «El nombre es la materia concentrada de la carne y la vibración de la vieja respiración o del abismo ya ganado», dice una de ellas; «aquello que sucede en nuestra mente mientras poco a poco, nos hacemos conscientes de la transformación de las cosas, los conceptos o la feroz mutación de las bestias», dice otra. Las teorías de Montané son el milagro de escuchar lo que nunca se verá. No sé bien qué puedo aportar yo mismo con la lectura de las teorías, pero sé que alivian lo que ellas mismas hieren en la reflexión de la condición humana. Desde hace un mes, llevo el libro de Bruno en mi bolso. Leo y releo las teorías en distintos parajes esperando que el movimiento descubra algo que aún no logro asir. Teoría no de lo que fui, sino de lo que pude haber sido. Un escudo luminoso que invita a mi ejército unipersonal a asumir que no es necesario luchar con el devenir ni con la estocada final de encontrarse frente a una silla vacía donde descansa su futuro. *** Sobre algunas de las Teorías de Bruno Montané Teoría de la continuidad. Esta es una teoría del ritmo y la velocidad de la materia poco a poco humanizada, es decir, de aquello que, para entendernos, hemos decidido llamar Naturaleza. Es una teoría del valor y la incertidumbre, una teoría de personas mal pagadas a quienes, de manera ontológicamente absurda se les imputa la otredad y su extranjería. Por lo tanto, es una teoría profusamente social, una teoría de la raíz y la consecuencia de nuestros actos; es, en suma, una teoría de la compasión y del sentido de conciencia con el que deberíamos tener el valor de asumirlo todo. Teoría que relaciona, comunica, liga y conecta, y que une todo aquello que deviene luz y sombra empotrada y que, sin embargo, es flexible en la difusa o dura trayectoria del tiempo. Como decimos, se trata de una teoría de percepciones y constataciones, de evidencias epidérmicas, gustativas, visuales, olfativas, auditivas y cognitivas; una teoría de tránsito del sujeto en el mundo, una hipótesis del ombligo que se ilumina e incendia en la continuidad de la intemperie o en las olvidadas noches amnióticas. Es una teoría de la fluidez y la precisión, una teoría del latido de los actos y de la repetida velocidad de las cosas, una teoría del «comienzo y sigo, aunque no sepa qué viene después», del «ya cae la noche y hay que encender las fogatas». Una teoría de infinitas palabras que no acaban, una teoría de frases y raras canciones sin un verdadero final. La teoría de la culpa parece desenvolverse con un aire minuciosamente dramático. Impregnada de un humor y una humedad notoriamente psicológicos, nos empapa con su peso dudoso y eterno y, sumergida en un lago claroscuro y circular, flota e intenta nadar en la noche del tiempo humano. Podríamos decir que se trata de una teoría del esqueleto y la sangre, del barro y la esquiva sonrisa; una teoría que asume su propio peso paseándose por los pasillos de su palacio invisible, revolcándose en el duro suelo de barro de su choza real y arquetípica. Es una teoría del reflejo y la inmersión, de la fermentación y las respuestas; una teoría que —aún no lo sabemos a ciencia cierta— quizá ha tenido un problema o colisión con el lenguaje, con su piel, con lo que interpretamos como su esencia, su corazón o su puño de hierro, que brillan helados en el centro de aquello que magnánimamente podríamos llamar las posibilidades de la vida. La escuela de la culpa es la de los errores y la infamia, la pedagogía vital de lo fallido sobre la que nadie se atreve a sacar conclusiones o beatíficas moralejas. Salvarse de ella es una tarea de malabaristas cotidianos, de un generoso fluir de la sangre y las refractarias neuronas. La psicología y otras religiones proclaman saber mucho de este asunto, sin embargo, el resplandor y la gravedad del mundo ofrecen otras explicaciones para la permanente opacidad de esta teoría. TEORÍAS Bruno Montané Libros del Pez Espiral Colección Mantarraya Santiago de Chile 2024
- Nadie sabe lo que puede una pintura
Disfruto hacer la clase de la pregunta por el arte. Ante esa pregunta inicial, ¿qué es arte?, mis estudiantes suelen responder que es una forma de expresión, un canal a través del cual una persona transmite sus emociones. Aparece ahí la idea de un mensaje que debemos decodificar. Por eso nos desesperamos cuando no entendemos lo que tenemos delante y quisiéramos preguntarle al autor o autora qué quiere decirnos. Pero es justamente sobre esa desesperación donde debemos poner el foco. Lo que está frente a nuestros ojos no es un mensaje dado por una persona, es un objeto puesto en el mundo que funciona de manera independiente de su creador/a. El objeto habla por sí solo, está vivo, y no nos entrega afirmaciones, sino más bien preguntas ante las cuales no tenemos escapatoria. Lo que entendemos por arte hoy día es un concepto nacido en la modernidad. Si hacemos un repaso por la Historia del Arte, veremos que lo que posicionamos en el pasado como obra, no responde a lo que ahora vemos en ellas. Las antiguas civilizaciones, como Egipto y Mesopotamia, utilizaban las manifestaciones artísticas para responder a una religión y a una casta social. Pinturas, esculturas, orfebrería. En la Edad Media, los murales y vitrales de iglesias y catedrales tenían como objetivo educar al vulgo. Dado que la mayoría no sabía leer, el catolicismo buscó una forma didáctica de llegar al pueblo: a través de imágenes. Nadie asistía a uno de estos recintos buscando una experiencia estética a través de la pintura, aunque, sin duda, esta se lograra, gracias a la majestuosidad, imponencia y presencia divina. Sin la necesidad de creer en el dios cristiano, visitar una iglesia conlleva una experiencia espiritual innegable. Yo misma lo he sentido. Aún tengo la sensación de caminar a través de colores y texturas dentro de la Sagrada Familia, en Barcelona, algo que ocurrió hace más de quince años atrás. Pero no era esa vivencia lo que los artistas buscaban. Existen varias versiones de cuándo fue que nació la idea de arte como la conocemos en nuestros días. Una de ellas sitúa “El almuerzo sobre la hierba” de Manet como uno de los hitos fundantes. A partir de ahí, el objeto artístico no está al servicio de la religión, de una clase social, ni es un encargo utilitario de ningún tipo. Es un objeto sin una función clara que logra humanizarnos. Es un objeto experimental que no imita la realidad. Es parte de la realidad y busca ser subjetivado. Cuando digo función, me refiero a lo que Heidegger pensaba como utensilio: no se trata de un martillo, una silla o una mesa. La obra de arte, en estricto rigor, no sirve para nada, para nada más que humanizarnos. La idea de este texto nació cuando decidimos dar un paseo con unas amigas, un sábado por la tarde en Santiago. Entramos a la galería de Espacio Londres y recorrimos los tres pisos. Fue en uno de los pasillos, frente a una obra de María Pía Dell Orto, llamada “Agua, niña y niño”, que una de mis amigas quedó prendada: “esta pintura me produce mucha nostalgia”, dijo. Mi deformación profesional me llevó al ejercicio inicial de un análisis de obra: describirla para obtener dentro de esos conceptos emergentes alguna idea que pudiera trenzarse a preguntas que nos llevaran a un diálogo. Fantasmas, transparencias, sujetos recortados, fue lo que dije. El detonante para que mi otra amiga dijera: “algo así como cuando no podemos llegar a ese recuerdo que queremos recordar”. Sin pensarlo, la imagen nos llevó a la infancia. Las tres somos de Punta Arenas. Aparecieron temperaturas y amistades de las que ahora desconocemos su historia, casas y habitaciones por las que a algunas nos costó transitar, porque los detalles parecían diluirse, pero, de alguna manera, la memoria fue capaz de hacer presente en ese pasillo en el que estábamos, historias, sensaciones y leyendas, como la del bebé en Cerro Sombrero, una guagua que lloraba de noche y que, al verlo a los ojos, podía petrificarte. No se trata entonces de descubrir un mensaje cifrado en la pintura. O, más bien, tenemos que pensar que la obra da de qué hablar. Si se tratara esto de un significado único, entonces la gracia se perdería al descubrirlo. ¿Por qué leemos un cuento o una novela que nos gusta varias veces? Porque no es asunto de información o de datos, la historia ya la conocemos. Lo que pasa es que hay una experiencia que es única cuando nos enfrentamos ante una obra de arte, la cual, además, cambia como tantas veces cambiamos nosotros. Antes de que se me olvide, para recalcar este punto, cuando vimos las obras del primer piso, leímos en una de las paredes, sobre un mural en el cual aparecían cuerpos trenzados de color azulado, la frase: “no somos dueños de nuestra propia ausencia”. Nos quedamos un rato leyéndola, una y otra vez, como si en ese ejercicio, en ese ir palabra por palabra, pudiéramos encontrar un significado oculto. Y, aunque existiera una lectura que pudiéramos llamar literal para hallar algo a lo que aferrarnos, el arte y la poesía tienen esa gracia: torcer lo que dice el lenguaje cotidiano, para darnos cuenta de que, en realidad, es en esas fisuras es donde podemos encontrar atisbos de lo que somos. Algo similar decía Paul Valery sobre las palabras: estas son como un puente sobre un abismo. Si lo atravesamos sin mirar abajo, podemos llegar al otro lado sin tanto cuestionamiento. El problema es que, si miramos hacia el abismo en el momento del cruce, nos daremos cuenta de que hay un vacío tremendo con el que convivimos y del que no queremos (o no alcanzamos) a darnos cuenta a diario. Entrar a un museo o a una galería de arte, es una invitación a mirar el abismo. Puede ser un acto temerario y darnos miedo, pero, sin duda, no saldremos de la misma manera en la que ingresamos. Para Heidegger, la obra abre mundo. Y el mundo no es simplemente un conjunto de cosas, es un existenciario que da sentidos. Se devela una verdad ante esta apertura. El concepto griego que utiliza el filósofo alemán para la palabra verdad es “Aletheia”. No es una verdad entendida como una afirmación irrefutable, sino más bien, algo que se ha desocultado y de lo cual no podemos escapar. Como esas luces sobre la conciencia que cada cierto tiempo ocurren en terapia o en esas conversaciones con las amigas, en las que, por más que haya habido frases que nos repitieran una y otra vez, en algún momento golpean de otra manera. Hacen efecto en el cuerpo. Si algo hizo la pintura esa tarde, fue abrir una emoción y una pregunta por el pasado, por la memoria que nos construye. Los recuerdos nos salvan y nos atormentan. A veces son mi ancla en las noches de desvelo, vuelvo a visitar lugares en los que me sentí bien, segura, y puedo recorrer esos antiguos pasillos observando desde la distancia lo que fue y seguirá existiendo en la medida que les dé un lugar. El pintor Henri Matisse dijo alguna vez: “No trabajo sobre el lienzo, sino sobre aquel que lo mira”. La obra de arte es, a la vez que una pregunta abierta, la experimentación de un juego al que se nos invita, uno en el cual no hay respuestas correctas o incorrectas. Es en la mirada donde se establece el vínculo y donde ese objeto “obra”, pensando ahora esa palabra como verbo en presente y modo indicativo. Obra en la medida en que hace un trabajo. Lo que se puede decir de un cuadro es extenso, puesto que, tal como lo indicara Jean Luc Nancy, en el arte estamos ante una “espacialidad del sentido”: se abre. El sentido es reenvío-a… y este reenvío es, finalmente, a “nada”, es decir que es infinito”. Que alguien te explique una obra diciéndote esto es aquello, es una forma, sí, de leer, pero no es la única. Lo interesante es el viaje que produce en cada cual, que es capaz de sacarte de ti y volverte a un centro inexistente al cual no volverás de la misma manera, porque esta te habrá modificado. Esa verdad de la que hablaba Heidegger, es una que la obra pone en marcha. Tal como él declaraba, es un acontecimiento. Si hay algo que puede hacer el arte, es elaborar heridas. Digo elaborar, remitiéndome a una cuestión psicoanalítica, para no caer en la trampa de la sanación o de la cura. Claro que la cura, tal y como la pensó Lacan, no es algo que deba entenderse como una sanación pensada desde un aspecto biomédico. Por eso prefiero decir elaboración, porque hay un trabajo que no se agota, que insiste y persiste en tratar de darle un lugar a aquello que nos ha dolido y marcado. Esa tarde, con mis amigas, pensamos en cuánto más atrás podemos ir en el pasado para entender lo que nos pasa ahora y por qué respondemos de una u otra manera ante ciertas situaciones. Pensamos, por ejemplo, en los momentos más iniciáticos de la vida, saliendo del vientre. No sabemos qué clase de conciencia hay armada en el cuerpo de un bebé, ni cómo se vivencia esa maraña de emociones que poco a poco serán acomodadas y nombradas por el otro, a través de gestos y palabras. Pero, ¿qué ocurre en esa piel en esos primeros segundos? ¿cuánto queríamos salir al mundo exterior? ¿qué tan difícil fue el corte que se hizo sobre ese cordón que nos ataba al cuerpo de nuestra madre? ¿lo sentimos? ¿quedó ese corte alojado en algún lugar nuestro? ¿cómo fue ese primer recibimiento, esas manos, la temperatura, las frases que transitaron alrededor nuestro? ¿cómo fueron apareciendo las primeras imágenes frente a nuestros ojos, que no eran capaces aún de mirar como lo hacemos ahora? Tal vez, a partir de ese momento, comenzó la búsqueda de algo propio, sin saber aún que éramos un cuerpo y una subjetividad independiente de quien nos albergó durante tantos meses en su vientre. Tuvimos una pausa en ese pasillo, viendo la pintura de una niña y un niño, sumergidos en agua, de colores amarillentos y ocres, sin figuraciones precisas, una pausa dada por una ventana que nos llevó a conversar sobre la complejidad de estar vivas y relatarnos una historia propia que haga sentido. Si no fuera por la expresión artística, la vida no tendría pausas para entender que nunca estamos tan “encontradas” como creemos. Vivimos más bien en una alienación que no nos permite darnos cuenta de que estamos vivos. Esa alienación no es sana. Y Louise Bourgeois lo declaró así: “El arte es garantía de sanidad”. Esa noche, antes de separarnos, decidimos pasar a un bar. Brindamos con unas copas de vino por la amistad y por habernos conocido, lo cual fue una cosa azarosa. Quizás, así como se conoce todo el mundo. Fue hace un par de años, cuando nos encontramos en una noche de fiesta en Santiago y descubrimos que las tres veníamos de Punta Arenas. Incluso, habíamos asistido al mismo colegio, pero nuestra diferencia de edad en aquellos años, no nos permitió recordarnos. Y ahora, adultas, viviendo nuestra década de los treintas, estábamos reunidas en una mesa en el centro de la capital. Y, por supuesto, dada la velocidad de nuestros tiempos, quisimos ponernos al día: en qué estaban cada una con sus vidas. Y volvimos a nuestros recuerdos, porque hay algo en ellos que no nos deja tranquilas (por suerte), y repasamos historias sobre viejas amistades de la época universitaria, amores juveniles, desenfrenos que, pese a que en esos momentos no fueron las mejores vivencias, hoy nos sacan sonrisas. Esa es la gracia de visitar aquello que ocurrió: podemos volver a verlo y reírnos, en el mejor de los casos. Conversamos sobre los cambios de la vida, la diferencia entre los veintes y los treintas, las ventajas y desventajas, el tiempo acelerado y de todo lo que tenemos ahora y que, aún así, no somos conscientes de ello. Juntarse con las amigas a beberse unas copas de vino, es tratar de darle un sentido a lo que vamos haciendo y qué podemos seguir haciendo con aquellas piezas que hemos ido recolectando en el camino. Después de todo, tal y como una obra de arte, en la vida, desde que venimos a este mundo, la gran tarea a la que nos entregamos es esta: la construcción de significados que pueden ir mutando y que van siendo gestos de creación de sentido.
- El arte y la literatura de Freud
Pareciera que las artes y la literatura le hacen un gran favor al psicoanálisis, no así a la inversa. Sin embargo, sabemos en la práctica que psicoanalistas y creadores nos buscamos mutuamente, nos interesa ese contacto, dando cuenta de una silenciosa fascinación. A lo largo de su vida, Freud mantuvo una relación muy cercana, casi un coqueteo, con el arte y la literatura. Su gran anhelo vocacional, su amor de juventud, fue ser escritor, pero las vicisitudes de su vida lo condujeron por otros rumbos que, por cierto, no están exentos de gran valor no solo desde lo clínico y lo psicopatológico, sino también desde lo poético-estético. Freud a lo largo de su pensamiento se interrogó constantemente respecto de la naturaleza del proceso creativo, situando su interés en dilucidar los mecanismos psíquicos involucrados en él. No obstante, si seguimos el recorrido del grueso de sus escritos dedicados a obras artísticas o literarias, apreciamos un panorama un tanto complejo. En muchos de ellos, hallamos fácilmente cómo se tiende a ilustrar, a partir de estos, formulaciones psicopatológicas. El Moisés de Miguel Ángel deja de ser esa escultura de imponente prestancia y pasa a ser únicamente una manifestación del conflicto psíquico de su autor. De igual modo, la relevancia del viaje a Pompeya de Norbert, el joven arqueólogo alemán protagonista de la Gradiva de Jensen, se reduce exclusivamente a sus experiencias infantiles. El interés termina poniéndose al servicio del ejercicio de desmenuzamiento de la estructuración psíquica, haciendo de las obras únicamente manifestaciones de conflictos psíquicos, mecanismos de defensa, experiencias infantiles o formaciones de compromiso sublimatorias. El lugar de estos objetos no solo queda reducido a ser una mera expresión de su creador -sin que ello nos aporte mucha información sobre los mecanismos psíquicos involucrados en la creación-, sino que además destruye el aura propia de cada obra. Es decir, en palabras de Walter Benjamin, se pierde de vista aquello que la hace única en un espacio y temporalidad determinados, aquello que le confiere su singularidad y autenticidad. Otro problema es que Freud escribió principalmente de literatura no necesariamente porque considerara que fuera un medio más privilegiado para pensar el ámbito de lo creativo, sino porque, simplemente, era lo que más le gustaba. La historiadora y crítica de arte Teresa del Conde, a razón del cuadragésimo aniversario de la muerte de Freud, no sólo reflexionaba sobre este impasse al que se llega descomponiendo psicopatológicamente la obra, sino que además subraya que, a través de la mayoría de estos textos, es más posible rastrear la estética freudiana basada en el gusto freudiano. Es decir, una predilección sensible por las palabras, lo volumétrico y lo artefactual, en desmedro de la visualidad bidimensional y la musicalidad. En ese sentido, y paradójicamente, podemos pensar que esta fórmula de pensamiento nos lleva inevitablemente a aplicar este ejercicio psicopatológico sobre el padre del psicoanálisis. Pareciera que las artes y la literatura le hacen un gran favor al psicoanálisis, no así a la inversa. Sin embargo, sabemos en la práctica que psicoanalistas y creadores nos buscamos mutuamente, nos interesa ese contacto, dando cuenta de una silenciosa fascinación. Al pensar en esta orgánica atracción, pienso en cómo el mismo Freud en sus escritos señala insistentemente el modo en que los artistas, desde la intuición, logran entrar en contacto con aquello hasta ese momento incognoscible y plasmarlo en una representación palpable en el mundo. El proceso creativo se generaría como una manera particular de reconciliación entre nuestra realidad interna e inconsciente, y aquella externa e inteligible. Como en un proceso alquímico, se produciría un encuentro entre el subterráneo mundo de nuestros sueños y fantasías desconocidas y la realidad. El artista sería quien tiene un pie en el mundo concreto y el otro en el mundo de las ideas platónicas, haciendo las veces de un profeta que, por vía de una invocación singular, termina creando una nueva realidad. Si seguimos esa comprensión de las cosas, es posible hipotetizar que la acción creativa se instala en un umbral: entre lo concebible y lo incomprensible, entre aquello que es perceptible y aquello que no, en la frontera entre lo sublime y lo siniestro. No es menor que en “Lo ominoso”, escrito estético en el cual Freud más se aleja de la labor psicopatológica, nos ofrezca una manera diversa de enfrentar esta interrogante. En este su autor realiza un análisis de la experiencia de lo ominoso (también conocido como lo terrorífico o lo siniestro) a partir de las diferentes acepciones que tiene dicha palabra en varios idiomas, con énfasis en el término alemán “ unheimlich”, que refiere a esa experiencia de horror e inquietud que surge de algo que, estando destinado a permanecer oculto, ha salido a la luz; algo -ya sea un objeto o una representación- que no debiera estar ahí, que debía permanecer imperceptible a nuestra visión. Freud contrapone “unheimlich” con heimlich” , lo familiar. Podríamos pensar, a partir de esta contraposición, que aquello que transgrede con su materialización es algo conocido que ha sido necesario desconocer. Pareciera, entonces, que el acto creativo tiene que ver con el encuentro de aquello que se ha vuelto un tabú, algo en lo que ni siquiera se puede pensar. ¿Cómo algo que en su contenido sería terrible pasa a generar sentimientos de atracción y disfrute? ¿Qué hace que se despierte tal sentimiento de regocijo que el grado de horror que le pertenece queda suspendido de la experiencia sensible en favor de una fuerza irresistible? O sea, ¿cómo lo abominable se vuelve sublime? Me es inevitable, en este punto, vincular el proceso creativo con la gran labor del oficio analítico: la interpretación. Aquella enunciación que nosotros, los analistas, hacemos con la finalidad de darle forma a aquello que ha sido vivenciado como informe. No es menor el modo en que, progresivamente, Freud fue descubriendo el poder transformador de la palabra. Desde sus primeros hallazgos, se dio cuenta del impacto que tienen en la función representativa. Decir algo, incluso solo por decir, deja una huella, generando una experiencia. Primero, esto se evidencia a partir de su capacidad de producir efectos sobre el cuerpo; luego ve su impacto sobre la actividad onírica -y por lo tanto en el ámbito de la fantasía-; y, finalmente, ciertas palabras, al ser formuladas, producen alivio. Todo esto ocurre en quien las dice y en quien las escucha. Las palabras, expresadas en un determinado momento y de una determinada manera, funcionan como vehículos que hacen emerger algo de nuestra verdad más profunda. Freud también descubrió cómo el devenir de la conciencia es fragmentado e incompleto. Hay cosas que no queremos mirar, experiencias que hemos buscado olvidar, y también otras cosas que nunca hemos podido visualizar. Esta ceguera selectiva tiene como efecto que una y otra vez nos tropecemos con la misma piedra, a pesar de nuestros deliberados y serios esfuerzos por evitarlo. Por ello, el trabajo analítico se orienta hacia que el paciente pueda entrar en contacto con aquellas vivencias que han sido denegadas de la consciencia, lo cual estaría el germen del malestar. Si bien para esta labor se contarán con fragmentos de recuerdos y otro tipo de manifestaciones psíquicas más indirectas, existirían lagunas de olvido que tendrán que ser completadas mediante el ofrecimiento de representaciones, ya sea dando un nuevo sentido a lo ya existente o figurando las cosas de una manera que no había sido dado hasta ese momento. La interpretación no adquiere su valor exclusivamente a partir de la originalidad del analista, sino que se obtiene por ser, sobre todo, una composición de los elementos del paciente, organizados por medio de una escucha que abre un espacio a la novedad. De manera análoga, una obra de arte o literaria adquiere su valor por el grado de originalidad que le otorga su composición a partir de la recomposición de nuestras percepciones externas e internas; es decir, de una experiencia que impacta, pero que en este caso ocurre desde un plano colectivo. Al igual que la gracia del chiste, es la posibilidad de tocar alguna fibra de lo inconsciente en el otro. Podemos pensar que, aunque en ambos casos hay un factor ineludible relacionado con el desarrollo de la técnica, es decir el cómo se plasman las cosas, esta funciona como vehículo para transmitir algo que solo se vuelve accesible en la medida en que se ve, al menos en forma relativa, levantada la barrera de la represión. El psicoanálisis logra poner en palabras el modo en que lo creativo se vuelve creativo. Su esencia tiene que ver con situarse en un umbral, entre el sentir y el pensar, entre lo agradable y lo perturbador, entre lo conocido y lo novedoso, entre lo chistoso y lo serio. Un descubrimiento que no se agota en la mera racionalización del conocimiento, sino más bien sitúa el fenómeno de lo creativo precisamente allí donde su marca es únicamente sensible, dando cuenta de su carácter inconmensurable.
- Maniobra, sobre la temporalidad de los fenómenos naturales
Virginia Errázuriz, Pablo Langlois y Camilo Yáñez Hasta el 10 de agosto Oficina de Artistas y Galería de Arte Merced 152, 1er piso -Santiago En un contexto donde las prácticas artísticas se ven arrastradas por dinámicas de circulación acelerada, SOBRE LA TEMPORALIDAD DE LOS FENÓMENOS NATURALES aparece como una anomalía: una pausa, una resistencia, una insistencia en el arte como espacio por habitar más que por mostrar. Cada gesto se inscribe en sincronía con el lugar, en una arquitectura que aloja tiempos superpuestos y abre fisuras para pensar otras formas de hacer, exhibir y sostener el arte hoy. E l edificio no es un mero contenedor: su memoria material, su ubicación estratégica y sus proporciones singulares tensionan el montaje, convirtiéndolo en una capa activa de la exhibición. Las obras de Virginia Errázuriz, Pablo Langlois y Camilo Yáñez son intervenciones en presente. No hay aquí una voluntad retrospectiva ni apego a una narrativa cerrada. Lo que emerge es una pregunta compartida: ¿cómo seguir haciendo arte cuando los formatos, los discursos y los sistemas de validación parecen agotados? En lugar de responder desde los tópicos, los artistas apuestan por la potencia material del gesto, por lo que una imagen, una acción o un residuo pueden producir en su precariedad de remanente. Esta práctica supone también una ética: la de tomarse el tiempo, ser hacedores del arte solo por hacerlo —sin estar al servicio de un sistema, indiferente a las tendencias o a una demanda externa. Virginia Errázuriz ( Santiago, 1941) ha desarrollado una obra sostenida en el tiempo que explora la relación entre cuerpo, espacio y memoria. A menudo desde materiales precarios o reutilizados, su práctica se ha caracterizado por una economía de medios y una dimensión política que desborda lo doméstico, abriendo preguntas sobre el habitar, la fragilidad y las formas silenciosas de resistencia. Pablo Langlois ( Santiago, 1964) ha trabajado desde la pintura, la instalación y el objeto para problematizar el paisaje urbano y sus fisuras, creando intervenciones que transforman la percepción del entorno. Su obra se caracteriza por una mirada crítica y deconstructiva, que cuestiona los límites entre arte y política. Camilo Yáñez (Santiago, 1974) despliega una práctica interdisciplinaria que cruza imagen, texto y archivo, tensionando los marcos discursivos del poder y la memoria colectiva desde una mirada crítica y estructural. Esta muestra no busca clausurar sentidos. Es, más bien, un dispositivo poroso donde confluyen trayectorias marcadas por momentos históricos y prácticas que han puesto el paisaje social como soporte. La memoria y la cultura no son vehículos seguros de redención: pueden iluminar, sí, pero también abrumar, saturar o encerrarnos en repeticiones sin fin. De ahí la urgencia de abrir grietas e insistir en el presente como lugar de construcción crítica.
- Gabriela Arriagada: La obsesión por la IA nos invita a remirarnos y querernos
Gabriela Arriagada es una académica especializada en ética de IA y datos en el Instituto de Éticas Aplicadas y el Instituto de Ingeniería Matemática y Computacional de la Universidad Católica de Chile. Es, además, investigadora joven del Centro Nacional de Inteligencia Artificial (CENIA). De formación filósofa, se formó en la ética aplicada y su interés está orientado a ámbitos de impacto social. Su diagnóstico de trastorno de espectro autista y doble excepcionalidad, hizo que sus inquietudes profesionales se volcaran a integrar sus experiencias y dificultades personales en su investigación y también en Los sesgos del algoritmo: La importancia de diseñar una inteligencia artificial ética e inclusiva (La pollera), su primer libro, que acaba de publicar. Encarás los desafíos de la IA desde una perspectiva personal que involucra un diagnóstico de neurodivergencia en la adultez. ¿Cómo fue recibir ese diagnóstico y cómo cambió tu mirada sobre tu trabajo y tu ámbito de investigación? Diametralmente. Recibir un diagnóstico así le da sentido a tu vida. Vas hacia atrás y entiendes el dolor, la frustración, el aislamiento… el que no tenías nada malo tú, es que el mundo no sabía quién eras y tú tampoco. Entonces, el diagnóstico para mí fue renacer, y ese renacer no solo me afectó de manera personal con mi propio duelo para volver a conocer quién realmente soy, sino que cambió mi manera de hacer investigación. Nuevos paradigmas entraron en mi manera de ver y experimentar el mundo, ya no sentía que vivía en un mundo ajeno, y empecé a convertir el mundo a mi alrededor en el arcoíris que yo tenía dentro. Esto significó que pude transformar mis intereses académicos y científicos a través de mi propia transmutación. No solo reenfoqué mis temas, sino que también empecé a vivirlos como propios. ¿Cuáles son hoy los mayores desafíos de los profesionales que trabajan para que la IA sea más justa e inclusiva? Yo diría que el enemigo siempre es el hacer entender a otros que ser ético no es solo bonito, bueno y algo valioso en sí mismo. Que el actuar virtuosamente y el seguir principios éticos nos hace mejores profesionales y personas, pero que al mismo tiempo genera mejores resultados. Nuestra realidad no funciona en ideales, en la práctica (que justamente es lo que yo hago, una ética aplicada) el mundo es hostil, el mundo tiene limitaciones y el contexto en el que nos desarrollamos está plagado de sesgos. En esa realidad extensa y compleja es que tenemos el desafío de ser éticos y buscar maneras de desarrollar IAs inclusivas. Pero cuando logras quebrar esa barrera que reconoce a la inclusión como un “extra”, como una cosa costosa y anexa, y entiendes que hacer IAs más éticas e inclusivas es, al fin y al cabo, también una inversión para lograr mejores sistemas, más representativos, con mejores adaptaciones de usuario y confiabilidad, entonces ahí logramos superar esa brecha que existe al pensar que la ética es un adorno deseable y no algo inherente a todo lo que hacemos. ¿Te parece que podremos alcanzar una IA libre de sesgos, o es una utopía? En el libro lo comento, pero en otros trabajos soy más directa: NO ES POSIBLE DESHACERSE DE LOS SESGOS. Los sesgos son parte de nosotros, sesgos cognitivos, optimización de información, procesamiento de estímulos, es parte de nuestra naturaleza porque nos permite lidiar con un mundo que, en nuestra finitud, nos exige que discriminemos a conveniencia qué entender, qué procesar y qué no. Pero esto no significa que el panorama sea malo. La labor que tenemos en la ética de IA no es caer en falsos ideales de “desesgarlo todo”, sino más bien reflexionar sobre qué son los sesgos, cómo nos afectan, qué rol juegan en el desarrollo de la IA, y qué medidas podemos tomar para identificarlos, manejarlos, y usarlos en algunos casos a nuestro favor. Citás a Meredith Broussard y su concepto de “tecnochovinismo”. Otros autores hablan de “solucionismo tecnológico”. ¿Creés que estamos demasiado fascinados con la IA y estamos perdiendo de vista las soluciones humanas a los problemas humanos? El hype de la IA es claro, y me parece que es el juguete nuevo. El problema que veo es que el juguete nuevo evoluciona muy rápido y no nos detenemos a entender si lo que ya tenemos nos sirve, para qué y con qué limitaciones. En muchos casos, las exigencias que le hacemos a la IA son exigencias relacionadas a la parte humana, a cómo es diseñada o implementada. Me gusta pensar que está obsesión por la IA nos invita a remirarnos y querernos. A no caer en esas ficciones de futuro donde las máquinas hacían todo por nosotros, donde el futuro significaba automatización, optimización, y tecnología. Quizás, lo que estos nuevos paradigmas de aprendizaje nos están diciendo es que el futuro es HUMANO, y que las respuestas para una mejor sociedad están enfocadas en que nosotros revaloremos la condición humana, su finitud, su emocionalidad, y su fragilidad. Decís que la IA no tiene “complejidades sentimentales ni comprende el humor”. ¿Cambiará eso en los próximos años? ¿Qué muestra la investigación más reciente? A mí me parece que seguimos en lo mismo. Incluso si es que es posible programarle para que analice dinámicas de humor, siguen estas siendo réplicas no auténticas de una manifestación humana. Veo difícil que esto cambie en los próximos años. Más bien, creo que es factible que mejoren en simularlas a un nivel que pueda incluso engañarnos y hacernos creer que las entiende. Hacia el final del libro planteás la necesidad de una interdisciplina entre investigadores de IA y psicólogos para atender las necesidades de las personas neurodivergentes. ¿Qué avances hay en esa intersección? GA: Yo creo que ha habido avances. Cada vez vemos mejor y más investigación relacionada y me parece que la interdisciplina es justamente la única manera que tenemos de hacerle frente a la IA. Lo que quizás creo que falta (aunque esto puede ser un sesgo mío, jaja) es ver más análisis ético robusto en estas interacciones. La idea es que no solo tengamos más y mejores datos sobre poblaciones neurodivergentes para poder modelar mejores soluciones, sino que también cómo las incluimos en los procesos de desarrollo, y cuáles son los marcos éticos que nos permiten manejar esas intervenciones. Me parece que aquí hay mucho que hacer todavía. ¿Cómo llegaste a interesarte por la IA? Cuando estaba terminando mi magíster, recuerdo que en 2017 empecé a leer los primeros artículos relacionados con una ética de la IA. Hablaban de nuevos avances en procesamiento de datos, de los “big data”, y que sistemas de IA estaban avanzando rápidamente. Me pareció que había un espacio innovador, interesante y con mucha incertidumbre, lo que significaba que iba a haber mucho por hacer y opinar, en especial por las preocupantes consecuencias discriminadoras que tenían los primeros sistemas y cómo esto afectaba a diferentes minorías en la sociedad. Por eso, decidí estudiar ética en IA, por su novedad, el espacio de poder explorar múltiples aspectos éticos en una misma área, y por mi obsesión con entender las dinámicas de justicia en la sociedad. ¿Cuál es el libro sobre IA que más te sorprendió o cambió tu mirada? Justamente el de Meredith Broussard “Artificial Unintelligence: How Computers Misunderstand the World”, porque me encantó su enfoque para no solo entender la IA, sino para también desmitificarla. Me pareció que algo similar se tenía que hacer con la ética, lo que también me motivó a hacer algo accesible, corto y personal al escribir mi libro. ¿Estás trabajando en algo nuevo? Sí. Actualmente ya terminé un manuscrito para un segundo libro donde hablo de discapacidades, IA y ética. Esta vez me enfoco en la ética de IA y la ética de las discapacidades, enfatizando en cómo tenemos que entender el concepto de discapacidad, los aciertos y desaciertos que ha tenido el avance de la IA en incluir a personas con discapacidades, y mi propia propuesta de cómo creo debemos avanzar en está línea. Esta vez no me enfoco únicamente en neurodivergencias, sino que en discapacidades en general.
- La noche de las ratas
“ Wer reilet spat dur ah Nacht un Wind ” Goethe Son sólo los pies sucios de su hijo, inexplicablemente marcados bajo el esquinero del living, pero con su cuerpo encorvado y cabeza ladeada, la mancha le parece una antigua pintura rupestre en la que animales, hombres y dioses bailan y avanzan por la pared. ¿Por qué, piensa entonces, no ha podido escuchar la plegaria que la mancha ha levantado durante ese o quién sabe cuántos días? Su extinción, la limpia con un paño húmedo, dura un par de minutos y le sosiega. Luego termina de ordenar la casa, apaga la luz y se dirige al segundo piso. Una rata, justo en la mitad de la escalera, le detiene. Su cuerpo diminuto se encuentra recostado de lado, con el estómago grisáceo apuntándole. Los pequeños incisivos sobresalen de su boca. No hay sangre ni nada que relacione ese cuerpo diminuto con su estado. Su rigidez incluso le hace pensar en cansancio o aburrimiento. Es una cría, apenas superior a su dedo meñique, que parece perdida o abatida más que muerta, pero eso no logra enternecer su figura. Vuelve tras sus pasos, más decidido por el asco que la cordura. Toma un par de toallas de papel y una cuchara de plástico, y con esas armas se dirige a la escalera. Intenta no mirar cuando empuja al animal con la cuchara y la envuelve en las toallas, pero la sensación de tocar ese cuerpo blando, tibio aún a través del papel, custodia sus temblores. No empieces, hombre, por tan poca cosa. Cálmate. Es solo una rata. La alimaña es arrojada en una bolsa de supermercado, y continúa su cortejo fúnebre hasta el tarro de la basura fuera de la casa. Después de entrar y cerrar la puerta, se apoya en ella, como si hubiera despedido al último invitado de una fiesta que ha sido un desastre. Camina por el living con la luz apagada. No sabe si lo hace en puntillas por la falta de luz o porque teme encontrar otra sorpresa desagradable. En la escalera, vuelve a revisar el escalón donde descansaba la rata y limpia con una toalla de papel allí donde no ha quedado ningún rastro de su muerte. Bota el papel directamente en el tarro fuera de la casa, y esta vez se asegura de moverlo un poco más hacia la calle. Qué mierda, piensa cuando termina de subir la escalera. Algo falta. Piensa, piensa. Regresa al primer piso y cuando vuelve a subir la escalera está agitado, como si el peso del objeto que ha traído aferrado a su pecho fuera superior a la capacidad de sus fuerzas. Es una historia ilustrada de Colmillo Blanco. Su hijo, apenas había visto el libro, quedó prendido de él. Los dibujos me fascinan, les dijo a sus padres con un ímpetu poco común en esa última palabra. La ilustración, sin embargo, donde se mostraba la pelea clandestina entre Colmillo Blanco y un bulldog les hizo discutir si no sería mejor buscar otra opción de libro. Había cierta arrogancia en la postura de los animales, cuyos músculos encogidos y tensos, presagiaban una mordida que de algún modo traspasaba las hojas. Pero a diferencia de otros niños de su edad, el niño solía guardar silencio cuanto más deseara algún tipo de regalo. Y contra esa clase de docilidad no se podía luchar. Además, hasta donde él recordaba haber visto en una película, la historia del lobo tenía un final feliz. Y toda historia con un final feliz debía tener una buena moraleja para un niño, le dijo a la madre. La madre nunca dejó de tener reservas sobre algunas imágenes, pero los últimos días el padre ha descubierto en ellas también una suerte de mensaje que podía hasta negar el destino beato del lobo. De ahí su curiosidad cada vez que el niño sacaba el libro del estante y hojeaba las hojas sentado en su cama, como si invitara a su padre no a descifrar aquellos signos que aún no era capaz de comprender, sino a compartir la intimidad que él mantenía con el lobo. Él se sentaba a su lado, y le leía sin quitarle el libro de las manos. El niño pedía que le releyera los capítulos una vez que los terminaba, y su padre le complacía esta petición, aunque a su hijo le entretuviera más seguir las ilustraciones del lobo con el borde de sus dedos que escucharle. ¿Hay lobos en Chile, papá? No creo, Monito. En el sur de Chile hay pumas. Unos gatos grandotes, a los que no les debe gustar que les quiten su comida. ¿Son más grandes y malos los pumas que los lobos, entonces? No lo sé, cabezón. Por las fotos que he visto, creo que sí. Fraulein Irma dice que los lobos son uno de los animales más listos que existen. Los pumas son más grandes, pero los lobos son más inteligentes… El niño levantó la vista y escrutó a su padre, como si el adulto no hubiera reparado en algo fundamental. Pero papá, ¿por qué los lobos comen carne si son tan inteligentes? … ¿Por qué comen carne los lobos, papá? ¿Qué tiene que ver la carne con la inteligencia?, contestó algo enojado el padre. Tontos no son. De hecho, todo tiene su razón de ser. Algunos animales tienen que comer carne y otros tienen que comer hojas o frutos. Otros, hierbas o insectos. Porque… porque así es de justa la naturaleza. Hay animales que se alimentan hasta de carroña, que es carne muerta. Pero no todos pueden ser carnívoros, y sólo a unos cuantos les toca ser la presa. Por ejemplo, a ti te encanta comer salchichas, ¿verdad? Bueno, las salchichas están hechas de carne. ¿Ves? Tú también comes carne, como los lobos. Eso no te hace mejor o peor, ni tampoco tontito, ¿verdad? Pero, papá, no seas menso. Las salchichas están preparadas y los lobos se comen la carne cruda. A mí no me gusta la carne cruda. Río, complacido. ¡No te pases, cabro chico de mierda! Mira qué patudo saliste... Los lobos son animales. Los animales tienen que hacer esas cosas. Nosotros, no. No podemos andar comiendo por ahí lo primero que se nos cruce por el camino. El padre mordió con suavidad a su hijo en el cuello mientras continuaba aleccionándole. Aunque a veces uno se encuentre niñitos ricos, y no puede aguantarse las ganas de pegarles una mascadita. Después comenzó a intercalar sus mordidas con besos y arrumacos. Como si aquel día estuviera privado de sensibilidad hacia su padre, el niño no reaccionó. Pero nosotros podemos aullar, ¿cierto? ¿Por qué no le sorprendió la impasibilidad de su hijo y sí una pregunta tan simple? ¿Se le habían agotado ya las respuestas fáciles, aquellas aprendidas de antemano para explicar aquello que no se comprende pero necesita ser nombrado? ¿Debía inventar una respuesta o mentirle a su hijo? ¿Cuál era la diferencia, después de todo?, pensó entonces. Sus manos estaban apoyadas en sus muslos y vio entre sus uñas restos de la masa de la cena y también, con un poco más de detenimiento y abstracción, cuánto estaban hinchadas sus venas, pero no la respuesta que allí buscaba. Debo dejar de tratarlo como un niño e irme de la habitación, prender la televisión y relajarme. No, reprenderlo. ¿Por qué? Mejor, abrazarlo, disimular y decir ya es muy tarde, tienes que dormir. Volvió a alzar la vista y lo enfrentó sin mirarlo realmente. Luego, riéndose, lo había abrazado mientras imitaba el aullido de un lobo. Esto a su hijo le había parecido de lo más gracioso, pero contuvo la expresión de su alegría. Colmillo Blanco no aúlla así, papá. Sin impostar la seriedad que para él representaba el asunto, el niño se había soltado y puesto en cuatro patas sobre la cama para imitar la señorial postura del lobo. Aulló y la noche se volvió más clara para el padre. Volvió a aullar y el aullido fue a esconderse con su hijo bajo la cama desde donde fueron también acompañados con rabiosos ladridos que intentaron alcanzar los pies de su padre. Sal de ahí, animalito, que vas a quedar lleno de polvo. De verdad lo hacía mejor, piensa el padre, sólo que ahora el recuerdo es acompañado también cierta aversión, como si el cuello demasiado elástico y fino de su hijo le atenazara el rostro en esos momentos. Era la misma clase de desenfadado que los animales en el libro. Sin duda será mucho más fuerte. Mucho más fuerte y valiente, se dice , y por algunos segundos confunde el orgullo con la vergüenza. La televisión, a un volumen considerable, sólo consigue despertarle de sus pensamientos cuando sus gritos son insoslayables. Toca antes de abrir la puerta, aunque para su hijo la intimidad todavía es un concepto lejano. Bajo el cubrecama el bulto parece ligero, casi anodino. Mono, Monito, lo llama con suavidad. Sabe que no le responderá y se acerca para rozarle la frente con su mano. Está caliente. Comienza a desvestirle sin descubrirlo. El niño no reacciona mientras debajo del cubrecama surgen pantalón, chaleco y zapatillas. Toca sus mejillas, y le sube un poco más las mantas. Espera hasta que el cuerpo vuelva a ser un bulto tibio antes de salir de la habitación. En su habitación intenta hojear el libro, pero se da cuenta que sin su hijo tanto su lectura como los dibujos pierden interés o textura. Desde la cama arroja desganado el libro al suelo, aunque luego se arrepiente de su exceso y lo ordena sobre el aparador. Se desviste con calma y deja su pijama sobre la cama antes de calzárselo. Su desnudez le recuerda un enorme manzano silvestre que alguna vez estuvo plantado en medio del patio de la casa de sus padres. A la edad de su hijo había pasado todo un día escondido en sus ramas para evitar asistir a la escuela sin que sus padres hubieran descubierto jamás el engaño. Todavía siente una corriente de aire frío, pero desiste de su rutina nocturna y su pijama cae al suelo cuando, despreocupado, entra desnudo en la cama. El control es un anzuelo con el cual recolecta segmentos de todo lo que encuentra a su paso. Desde el primer hasta el último canal, una y otra vez repite esa travesía. Disfruta del zapping, piensa que gracias a él la luz cae en pequeños trocitos sobre su cuerpo. Para él es fácil saludar a esa luz y olvidarla. Las intermitencias provocadas por cambiar de canal casi sin detenerse terminan por cansarlo y tras media hora el primer síntoma que se lo anuncia es la irritación en sus ojos. Han caído lágrimas por sus mejillas, pero sólo lo nota cuando apaga el aparato. Quieto continúa llorando, sin pena. Todavía le parece inverosímil su descubrimiento cuando la lámpara va perdiendo poco a poco su intensidad hasta apagarse por completo. En el sueño cree estar en un cine al aire libre, aunque pocos objetos del lugar le correspondan. No hay butacas y los espectadores están sentados en pequeñas lomas enfiladas hacia la función, donde tampoco hay una pantalla, sino una jaula que pende de una cadena cuyo principio se pierde en el cielo estrellado. Ve en su mano un control remoto y cómo, gracias a él, los objetos cambian a su antojo. Pronto le aburre el poder que tiene en ese juego, y se concentra en el espectáculo. El animal encerrado en la jaula, una especie de perro famélico, observa los dibujos que la sombra de las rejas forma sobre los hombres y mujeres que le contemplan. Sus costillas sobresalen, y hasta puede diferenciar en sus ojos las ojeras. La fragilidad del animal se vuelve un narcótico para el padre. Con el control logra acercársele, expandiendo la imagen, y la mirada febril del animal de pronto gobierna todo el sueño. Aquellas pupilas le incitan deseos contradictorios que no cuestiona, porque la excitación que le provocan parece provenir de dos videos que se superponen a distinta velocidad. ¿Por qué este dolor me entretiene?, se pregunta. Intenta apretar off , pero sólo los espectadores desaparecen. Aprieta otra vez off y bajo la jaula aparece un viejo desnudo, desprovisto de sexo, que espera su decisión agitando un letrero de ceda el paso en su mano. Aprieta off por última vez y el viejo ríe antes de desaparecer consumido por el aullido del animal. No es un sonido lobezno sino uno metálico, como si alguien puliera o royera con una fuerza desmesurada una barra de hierro entre los colmillos del animal. Despierta y es él quien abre su boca, pero no grita. Su gesto es hacia dentro. Ha sentido, justo antes de despertar, el movimiento de un animal entrando en su boca y hasta podría jurar que, ya despierto, una cola finísima se ha despedido de su garganta antes de perderse dentro de su estómago. ¿Me he tragado una rata? Se sienta en la cama y la sensación ostensible del paso del animal por su tráquea le estremece. ¿Puede ser posible tamaña estupidez? ¡Hasta siento que la muy puta rasguña mi estómago! No puede vomitar, y su respiración se acelera. Tranquilízate, hombre. Tuviste una pesadilla, ya pasó. Para de una vez. No pienses tan fuerte, puedes asustar a Monito. Entonces, desde el refugio de sus sábanas percibe el sonido entre las paredes. Su principio ha sido anterior a su reconocimiento, piensa, como si sólo ahora, una vez tragado el animal, sus oídos estuvieran capacitados para escucharlo. ¿Hace cuánto, dios mío? Al principio es sólo un roce, después ya dientes y garras muerden y hurgan entre las paredes para poder avanzar a través de la madera. Pareciera que su arduo trabajo fuera desganándoles, pero el sonido es persistente, y él intenta contenerse. Se levanta, ahora empapado en sudor, y pone cuidado donde pisan sus pies descalzos. Camina de un lado a otro de la habitación, y no puede explicar la procedencia de los objetos con los que tropieza. Escucha un leve movimiento en la pieza de al lado pero no se dirige a la pieza de su hijo, sino a la escalera, donde se detiene otra vez. Cuando sus dientes comienzan a castañear, regresa a su cama sin haber vencido el primer escalón. Se eleva, inconfundible, el chillido del animal.
- El maestro aprendiz
Sobre ‘Los poetas continúan su cacería nocturna’ de Jorge Polanco Jorge Polanco Una de las cualidades prácticas de las obras reunidas, sino la más ventajosa de todas ellas, es que permite una lectura historizada de los textos: la selección de distintos materiales, el empleo de tonos, la órbita alrededor de determinados temas por parte de sus autores. De una u otra forma esto comienza por establecer las coordenadas de una escritura que ha sido puesta en marcha en el tiempo, y que desde un tiempo otro (el de la lectura), nos ayuda a reconocer topográficamente el mundo personal desde donde ésta se singulariza. En el caso de Los poetas continúan su cacería nocturna (Aparte, 2024) la antología a trabajos de esas distintas épocas en su producción pueden leerse como aquel ‘singular discurrir’ que refiere Yanko González; un recorrido sin linealidad establecida a través de esa poética que Polanco edifica ahistórica en el ejercicio de escritura pero histórica en lo discursivo, situada en torno a una ubicuidad de lo sensible y su relación con la memoria, tanto en las distintas voces literarias como en su íntimo tránsito humano y ciudadano, siempre en resistencia a la reproducción de lo tradicional por lo tradicional, al vicio familiar irreflexivo, el abandono del juego, entre otras materias de búsqueda. Ese registro desplegado, sorteando sus diversas etapas de mundo real , confirma porfiadamente una suspicacia, esa duda de la que Jorge se hace y nos hace parte en sus distintas cavilaciones enriquecidas de técnicas e imágenes, primero sólo textuales pero que hacia el centro de su aquí-y-ahora poético ofrecido en este libro, deviene en poemas gráficos: su experimentación se expande hacia los diversos medios en los que el poeta textual y visual convergen, para suerte de sus lectores. El poeta en ejercicio de duda y consulta, en relación al mundo, no es sino un muy querido maestro aprendiz: no imposta certezas o precisiones, sino que comparte a ras de agua necesarias e íntimas preguntas por la poesía, su fenómeno de escritura y de lectura. Los poetas cazan de noche y se encuentran, persisten en su afán en todas direcciones, burlan el cerco y reúnen lo recolectado para compartirlo entre todas y todos. Este libro es, en ese sentido, una medida vital y necesaria de esa complicidad.
- Siempre distinta: Preferiría que me imaginaran sin cabeza, de María José Bilbao
Son cuentos que juegan a la pinta, puesto que cada parte se conecta a la siguiente no por la búsqueda de una resolución o un giro o una revelación, sino más bien para conducir la energía del vagabundeo y la sorpresa, esa electrocución que agazapada espera, casi fumando, a la vuelta de la página. Cuando se trabaja con palabras, más del lado de la lectura que de la escritura —caras de una misma página, siempre distinta—, la perfecta metáfora del dinero se despoja de sentidos y parece literal, manejable. Hablo de dinero por no decir literatura —recordando a Borges y Wallace Stevens— y para no echarle la culpa a nadie. El hábito provoca que se active la función de autocompletar: en términos precisos, la inferencia es la que rellena los espacios ambiguos con info, con data. Contamina, además, lo que se lee y los lectores profesionales acaban pasándose películas similares: qué cosa vendrá a continuación, cuándo se usará todo lo que se ubicó en el comienzo (sería muy gracioso leer la historia del mundo desde el Génesis bajo la premisa de que si se deja un arma encima de una mesa esta se debe usar) y qué será lo que me oculta el narrador o la narradora. Desde luego, hablo del relato moderno, la capa de la torta más cercana a la boca. Pero hay también relatos folklóricos que hablaban de prohibiciones y reglas; historias de quienes sobrevivieron la batalla o los que se hundieron como una nave bajo el nocturno y vinoso mar. El cuento trabaja una sabiduría y un conocimiento, respectivamente, de una acumulación dinámica de astucias y de síntesis, de selección natural. Sergio Chejfec trata esto en el primer ensayo del libro El visitante (Excursiones, 2017) metiendo la voz de la mente, el ensayista, digamos, en un relato, como un personaje más que busca la diferencia entre lo que se sabe y lo que se conoce. Se conocen muchos relatos, pero no se sabe a ciencia cierta qué cosa son. Sin ir tan lejos (Córdoba), Juan Filloy en Gentuza (1991) parodia seriamente a Teofrasto en sus Caracteres y se vale de la silueta del cuento (de extensión breve y una acción central) para desarrollar una sabiduría bastante ladina sobre las personas que más le interesan (o no) En su novela corta (o cuento largo) llamada El habitante y su esperanza , Pablo Neruda escribe a este respecto: “Como ciudadano, soy hombre tranquilo, enemigo de leyes, gobiernos e instituciones establecidas. Tengo repulsión por el burgués, y me gusta la vida de la gente intranquila e insatisfecha, sean estos artistas o criminales”, y lo traigo a colación, simplemente por que fue Neruda quien dijo que Juan Emar —autor de cuentos tan desconocidos que no alcanzamos a saberlos— era nuestro Kafka: ese escritor que gozaba construyendo artificios sobre el conocimiento natural, clásico y judío y las sabidurías desprendidas de la incertidumbre; sus textos no tienen personajes ni acciones que representen la transformación del mundo (y de los personajes y acciones, por añadidura), tampoco giros abruptos o emergencias de relatos que descansan bajo el primer estrato de la narración, como ocurre con la superficie de la Tierra y el emerger violento e intempestivo de un contenido profundo. No, este tipo de textos, ajenos a la ley del cuento —como los delincuentes que adoraba Neruda— y de la legibilidad burguesa, renuncian a las conclusiones, fines y finalidades, ampliamente estudiadas por Frank Kermode, y sin rechazar el lugar común del género abrazan la contradicción del ensayo: parten de la duda para explorar cómo se puede exponer un sujeto, ya sea a través de anécdotas, citas, reflexiones, excursos y descripciones, proponiendo una separación entre el tiempo del relato (que parece calmo e inmóvil, como un lago sin cieno) y el tiempo de la historia (nuestro calendario gregoriano, el chino y el judío, sin irnos por las ramas). Algo así ocurre en la saga de Mishima, en la que esta estrategia detiene el curso de las aguas, esa otra forma del tiempo. En esto pensé cuando leí por primera vez los cuentos de María José Bilbao ( Preferiría que me imaginaran sin cabeza , 2022). ¿Hacia dónde van? Poco importa la verdad, pues además de jugar con las expectativas son textos que, como ocurre con los mosaicos, exhiben su participación de una unidad mayor distinta al dibujo que representan como conjunto. Cada cuento ejercita un modo diferente de entender el género, con el único factor común de la traición al conocimiento del mismo. Esto, en realidad, afirma un tipo de saber elusivo, más cercano a la poesía (y la alusión) que al uso del lenguaje para llevar al lector de un punto A a un punto B. Me explico: son cuentos que juegan a la pinta, puesto que cada parte se conecta a la siguiente no por la búsqueda de una resolución o un giro o una revelación, sino más bien para conducir la energía del vagabundeo y la sorpresa, esa electrocución que agazapada espera, casi fumando, a la vuelta de la página. Ojalá Raúl Ruiz hubiese alcanzado a leer este libro, habría sido interesante saber qué pensaría con ese primer cuento, “Rubio en la escalera”, que parece ir en su primera página hacia una confesión, pero al cambiar de página quiebra su dirección hacia un espacio totalmente distinto, el Metro de Santiago y el trabajo rutinario y gris. Leer equivale a introducir nuestra mente en un enjambre de ideas, las abejas de María José Bilbao, esos cuentos extraños, como las canciones de Mr Morale , los relatos de Los mejores días , mosaicos hechos de mosaicos, pixeles, rebaños de imágenes que comparten el humor y el vagabundeo chispeante de ese símbolo ruiciano: la conversación de bar, tan especial en Chile, pero con una genealogía densa y lejana. Desde los apuntes de la Iluminaciones de Rimbaud, las notas de Taberna , de Dalton, los hallazgos de Louis Aragon, la Adagia de Stevens, los sampleos surreales de Ashbery y la sintaxis visual del mismo Ruiz. Si quisiéramos contar la historia de otro modo, podríamos ir con Walter Benjamin a las esquirlas de la Antigüedad que se organizan en el tratado medieval o incluso llegar a los jeroglíficos. Ese “incluso”, por decirlo de otra manera, es lo que dejó “para la historia” mi idea inicial de estos textos, un libro de cuentos tan especial. Preferiría que me imaginaran sin cabeza María José Bilbao Montacerdos, 2022.
- Triste es nuestro pueblo, triste es la memoria: breves notas sobre Call center de Pili Arteaga
Pili Arteaga La innominada protagonista de la primera novela de la escritora Pili Arteaga, Call center (Emergencia narrativa, 2024) afirma en uno de los pasajes del texto: “Triste es nuestro pueblo, triste es la memoria y, con algo de suerte, también nuestros sueños”. El alter ego de la autora maltrabaja en una empresa a la que alguna de las transnacionales de telecomunicaciones terceriza los servicios de asistencia al cliente. La labor es esclavizante y pésimamente pagada: trabajo basura. En este contexto, la protagonista delinea una historia cuya principal virtud es que deriva de allá para acá relatando penurias y bosquejando críticas al sistema laboral, pero evitando discursos que caben como anillo al dedo al argumento, convenientemente. De esta forma, Arteaga opta por el sarcasmo, la ironía y el autobullyng descarnado para elaborar una novela que se lee engañosamente rápido, puesto que lo que hay en el libro es una verdadera declaración de principios antineoliberal, pero declaración leve, burlesca, que da con todo a los agentes del sistema (desde la factoría que produce hasta el consumidor final) y que elude soberbiamente cualquier arrojo bienpensante, altruista o políticamente correcto. La prosa de la novela -ambientada en los años pandémicos- es rápida y no atiende a morosidades, y si se detiene es para morder al modelo: “La verdad ya no sé siquiera si me pagan las horas extras. Entre los descuentos legales y todo lo descontable por sistema, estoy ganando un poquito más que el sueldo mínimo” (Pág. 45). O también para filtrar la posibilidad de la fuga -opción que la novela desde el primer instante intuye como algo posible, quizás lo único posible: “Cualquier trocito de mar cerca de la city sirve. San Antonio, Cartagena, Valpo, donde el mar es frío y el viento te desmorona el pelo…” (pág.32). Call center es un texto crítico (leve y profundo a la vez), escrito con rapidez de prosa noventera, mordaz, aguja, y con el ácido sentido del humor que esgrimen locos, artistas y desesperados.
- 64
El loco. Sus abismos son sus eslabones.
















