Barbarie pensar con otros
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- ¿La pesadilla de los otros?
Sobre: "Ojos bien cerrados" (Eyes Wide Shut, 1999) Stanley Kubrick, filme póstumo. Revisitar "Ojos bien cerrados" de Stanley Kubrick es toda una "experiencia", porque de hecho el filme lo es -casi todas la películas de Kubrick lo son- pero creo que su última cinta lo es más, porque se queda adosada en la vivencia de cada espectador y cómo a experimentado tales asuntos: el amor, las revelaciones insospechadas, la verdad y sus consecuencias, y los sueños, sobre todo los sueños (Dream story es una novela corta escrita por Arthur Schnitzler en 1925) y sobre todo el deambular flaneurista en este caso por las calles del Village, cargadas de tensión deseante y esa irrealidad lumínica que cargan de tensión los neones. La trama, aunque sea un tanto reivindicativa, en la que un médico de clase media alta (Tom Cruise), sorprendido por una verdad que quizá era mejor mantener en ese espacio que todos guardamos en un lugar impenetrable, por su esposa (Nicole Kidman), además es una de esas cintas como la magnífica "After Hours" de Martin Scorsese, donde todo transcurre en una noche y en un barrio ajeno -en este el Soho-, y en la de Kubrick, un Village chisporroteante de neones, prostíbulos, clubes de jazz, hoteles clandestinos, etc.- donde el personaje no maneja los códigos y se somete a una alucinante y onírica vivencia, por la desmesurada y rara experiencia, donde la pesadilla es lo que ordena el caos, es decir, da forma a lo inesperado de su tránsito por la urbe y los lugares perversos y extravagantes donde es mejor no entrar, si no es por un equívoco, o como en el caso de Ojos bien cerrados, vivir reivindicativamente un absurdo y machista "empate" erótico con la pareja que contó, en un estado alterado de conciencia, una fábula sobre el deseo que sabemos o creemos es mejor obliterar. Y claro, eso trae consecuencias, sobre todo en la película de Kubrick, con el médico que se adentra en el espacio exclusivo del Poder, ya fuera de la urbe, en palacios imponderables-o los poderosos de siempre- para hacer de su deseo corrupto una manera de gozar "teatral" (en algún momento el personaje central se lo dice). Ojos bien cerrados es como el título de la novela en que se basa, una Dream Story, y así hay que entenderla. Entrar en una pesadilla es entrar en un sueño que no te pertenece, porque ha sido configurada por otros, cuyos deseos están adosados al Poder que un médico un tanto bobalicón no logrará comprender sus alcances, porque si bien su status, "un buen doctor" que además de hacer visitas nocturnas a pacientes extremadamente lejanos a su experiencia, y sin tenerlo todo del claro, "limpia", como esos personales aledaños a la mafia, sus "basuras" o la muerte que su "soberanía" deja. El médico que todo lo soluciona, para sus "normales" pacientes, de buena manera, y digámoslo, de buena fe, no llega a la casa del teatro sádico -centro siniestro de la historia- en limusina, y lo hace con un frack alquilado, y, sobre todo, no conoce los códigos: lo que lo condena, no conocer los códigos del otro -o esos otros que son legión, una legión poderosa de los poderes menos impalpables e intocables de la "alta sociedad" neoyorkina- y porque ha conseguido de un amigo pianista en una fiesta previa, el password para entrar a ese otro Mundo: "Fidelio", casi en la más elemental de las trampas: cuando una prostituta a la que le salvó la vida en esa fiesta anterior de una sobredosis le dice que se vaya, que está en riesgo su vida y más, ya ¿consciente? que debe huir, salir del teatro sublime, responde mal a la pregunta: que "Fidelio" era la contraseña para entrar, pero no para salir, dice que la olvidó, cuando en realidad, todas esas estrategias que no son o son oblicuas, es que no había un password para salir. Así la película está plagada de códigos, detalles y entresijos engañosos, que si uno no pertenece a la cofradía jamás los sabrá ni siquiera intuirá. La misma manera de obtener el código, con un pianista (el director, actor y también músico, Todd Field, de la magnífica y también disruptiva Tarr) que comete el error de contarle de esas fiestas donde el tocaba el piano con "los ojos bien vendados" pero que al tocar el teclado entreveía "mujeres como jamás se habría imaginado", desata el deseo pulsional ya latente de, en principio, empatar a la historia de deseo narrada por su mujer bajo los efectos de la mariguana, pasa directamente a la pulsión pura. Y ya en el teatro de la perversión sublime, va evidenciando su angustia en un gestualidad de permanentes equívocos o errores gestuales y corporales, no es su ordo, finalmente. Lograr zafar de ese teatro fatal no es fácil, porque al no saber el password de salida es impelido a sacarse la máscara que por regla todos los conjurados deben llevar: he ahí también la inflexión decisiva: es "desnudado": es desvestido ante la mirada de todos los conjurados. Mostrar el rostro es más fatal que mirar los culos desnudos de las chicas que su voyerismo le impelen a ver: el médico muestra el culo al mostrar su cara a todos los poderosos que creía haber engañado: mostrar la cara: esa otra y fatal desnudez. El buen médico queda expuesto y desamparado. La intimidad más valiosa en ese otro orden ya fue expuesta y esa exposición, por más que al día siguiente, cuando recorra las calles del Village tratando de deshacer sus errores, ya es imposible. Y hay consecuencias; la prostituta que lo salvó muere de sobredosis, su amigo el pianista que por azar develó el password, desaparece del hotel donde se alojaba, y así. Para abreviar, porque narrar toda la cinta y seguir dando detalles significativos -porque en los detalles está la clave de la película- al llegar a su casa burguesa después del recorrido nocturno y posteriormente diurno, de madrugada, encuentra a su mujer que tiene en la almohada junto a ella un olvido -¿un lapsus?- del disfraz: la máscara. Al llegar, su mujer está presa de un ataque de risa, dentro de un sueño, y cuando él la despierta, ella tiene aún vívido el sueño y lo logra narrar, antes que se desvanezca como todo sueño, al pasar poco tiempo: ella ríe porque en el sueño estaba desnuda, en una playa, y le pedía a él que buscara ropa, y mientras él desaparecía de la escena onírica, ella tiraba con el marino -que que anteriormente había confesado bajo los efectos de la mariguana por el cual lo habría abandonado en ese mismo momento, sin importar el amor, la ternura, la hija que ambos tenían y que de alguna manera es el dispositivo de la absurda necesidad de empatar en el "engaño"- continúa el relato del sueño en que termina follando con todos los hombres que están en la playa, en una orgía desenfrenada, pornográfica (narrada, no explícita en la cinta). De la risa pasa al llanto y el médico la abraza y le da el peor de los consuelos: "Era sólo un sueño". Ella, con una lucidez de duermevela, le responde: "¿Era sólo un sueño?" Y la realidad del médico en su deambular por el Village cargado de pulsión y deseos, "¿era solo una realidad?" En unas secuencias previas, el personaje centro de todo esto, espléndidamente personificado por Sydney Pollack, le aclara al médico, cuando lo impele a olvidarlo todo, que, finalmente, lo ocurrido en la mansión de la orgía, que todo era sólo representación, teatro, y por eso las máscaras, los trajes, el ritual, y que por lo tanto mejor que lo olvide todo, y si no lo convence la explicación dramática, mejor considere su seguridad y la de su familia, porque hay cosas a las cuales él, el médico de clase media alta, no podrá comprender, porque lo exceden, es decir ese espacio inasequible o mejor dicho "exclusivo" es lo que lo de "ellos", lo excluye, porque está cerrado para él. De alguna manera Ojos bien cerrados es justamente la consecuencia fatal de intentar violar ese espacio exclusivo de la soberanía, por haber entrado a otro espacio "exclusivo". Lo que guardamos en nuestro imaginario del deseo y su "verdad", que ella, su mujer, en un momento disfórico abrió de par en par y produjo un Dream Story, que fue fatal para una ramera intercambiable, que pudo morir cualquier noche, y un pianista que no llegó a ser médico, pero tocó una notas de más con su ex-compañero de facultad. Todo esto hace de Ojos bien cerrados una de las películas más Hitchcockianas de Kubrick: va pautando el erotismo y el deseo con una banda sonora muy ad hoc, (Shostakovich Waltz Nr. 2 de Jazz Suite) y sobre todo una nota de piano que se reitera en los momentos más siniestros, ya sea en el palacio de las orgías, como en las calles del Village, donde el médico regresa a "borrar huellas" de su noche de tensión erótica y deseo insospechado y adentrarse en lo prohibido, en el corazón de la cosa. También se descubre vigilado por un sujeto con aspecto de gangster, vestido con un abrigo amarillo oscuro, que de alguna manera emula los cameos de Hitchcock en sus filmes, sólo que son un tanto más extensos, y se repite en dos tomas, cruzando esquinas o deteniéndose en un cruce de calles, con pasos lentos, amenazadores. Como en el maestro del suspenso, nada en Kubrick es casual, y todo es interpretable y planificado y remite de una u otra manera al cine: así como la banda sonora, los gestos, las miradas, la corporalidad, la profusión de rubias en la mansión de las orgías y los prostíbulos de mala muerte del Village. Y, sobre todo Nicole Kidman, nos remiten a un suspense más de cinema noir que otras películas de Kubrick. También la forma cómo se va graduando el suspenso y los sesgos sicológicos de la pareja protagonista y la secreta y siniestra cofradía sin sombra que ya les acecha desde la sombra. Todo y todos parecen estar confabulados, y de hecho lo están, y lo siniestro se va haciendo cada vez más intenso, desde el misma fecha en que transcurre el filme: dos días de vísperas de Navidad, y la Nochebuena transformada en esa noche de deambular del médico por las calles más equívocas de Nueva York. De esta manera, y lateralmente, Nicole Kidman es la rubia fatal de turno: su belleza es, por ejemplo en el baile con el noble húngaro de la primera fiesta, y su deseo insatisfecho (¿la satisface al explicitarlo?) hasta el momento con el marino del secreto "confesado" por los efectos de la mariguana: una femme fatale burguesa y a su pesar, pero a sabiendas de lo que produce su belleza en el otro y el en otro que termina siendo su marido algo bobo, pero que finalmente es arrastrado como tantos personajes del cine negro al límite de la transgresión (Recordemos El cartero llama dos veces, Tay Garnett, 1946, también una mujer burguesa, aunque de otro estrato social, pero emulable, porque siempre el deseo tiene y tendrá, siempre, un "mÁs allá"). Esta perversión, o imantación a la misma de los personajes, tan propia de Hitchcock, es un detonante de la trama y sus consecuencias que es, creo, central en el sentido no manifiesto de la historia y todo el sentido subyacente de Ojos bien cerrados. Ojos bien cerrados, o quizá más precisamente, entrecerrados, es todo aquello: los sueños que no son sólo sueños, la realidad no es sólo esa que narramos, ciertos espacios exclusivos serán también teatro, representación si es la precisa determinación del poder, y como los sueños, según Freud son el teatro de los deseos reprimidos y la represión del deseo hay que dejarla en su lugar adecuado, ese otro teatro, el que finalmente al amanecer disuelve, el que la razón oblitera. Porque la “verdad” también es teatral, dramática, y, muchas veces, secreta, como esos entresijos que en los sueños se guardan, y que ni al sicoanalista finalmente le dejamos un relato detallado y definitivo. Son formas de convivir y sobrevivir. Las más efectivas y consecuentes. Y sobre todo en estos personajes como el de Nicole Kidman, rubia, exuberante, deseable, pero así también intuitiva pero frágil. Objeto de deseo también para los portadores del poder y ya sabemos que esa belleza, prostituta callejera, etaira o esposa de un médico ingenuo, para "ellos" no hace diferencia. Y los ojos, creo, entrecerrados como cuando éramos chicos, les poníamos sobre la mirada los dedos al ver una película de terror en sus momentos más espeluznantes. La mirada de Ojos bien cerrados es una mirada (modo de ver) sin duda Hitchcocniana y eso es no es poco decir en el cine desde el siglo pasado: es decir desde Freud, Hitchcock y Kubrick. Y también si consideramos que el adjetivo wide en inglés, también significa, amplio, extenso, variado... en una de esas más que oclusivo o cerrado.
- Sarah Polley: “La escritura llega después”
Sara Polley nació en Toronto (Canadá, 1979). Trabajó como actriz en series de televisión y en películas como Las aventuras del barón Munchausen (1988), El dulce porvenir (1997) y La vida secreta de las palabras (2005). Se formó en el programa de dirección cinematográfica del Canadian Film Center, y con Away from Her (2006) se lanzó como directora. Ese estreno la llevó a alzarse con una nominación a mejor guion adaptado en los premios Óscar. Dos de sus películas más aplaudidas son Alias Grace , adaptación del libro homónimo de Margaret Atwood, y Ellas hablan , basado en el texto de Miriam Toews, por la que ganó el premio Óscar a mejor guion adaptado en 2022. IMAGEN: LUC MONTPELLIER En 2022, Polley publicó Run Towards The Danger , que en 2024 se editó en Argentina con el título Correr hacia el peligro. Encuentros con un cuerpo de recuerdos (Fiordo) y que reúne seis ensayos autobiográficos en los que explora las posibilidades de la memoria, el miedo, el amor y la pérdida. Polley ha tenido una vida de experiencias fuertes: perdió a su mamá a los once años, se emancipó tres años después y atravesó diferentes problemas de salud, como embarazos de alto riesgo, cirugías y un síndrome postconmocional que le impidió llevar una vida normal durante algún tiempo. Todo eso aparece en este libro, que admite le costó escribir, y en el que también habla acerca de la literatura y del cine como narrativas de sublimación de una realidad que por momentos se enquista con el dolor. VSG: El primer título de tu nuevo libro fue "Correr hacia el peligro" (esta es la traducción exacta del español) y te referís a la idea -tentativa- de que la memoria podría funcionar en más de una dirección. ¿Cuánto hablamos del futuro cuando escribimos sobre nuestro pasado? ¿Qué perspectiva tiene una memoria o un escrito autobiográfico? O, al menos, ¿cuánto en el caso de tu libro? SP: Al decidir qué ensayos incluir en el libro y cuáles escribir, me centré en la idea de una conversación entre el pasado y el presente, o la forma en que nuestras experiencias presentes informan nuestra relación con el pasado. Siempre he sido consciente de que el pasado guía y dirige el presente, pero no tanto de la naturaleza cambiante de nuestros recuerdos cuando la experiencia presente nos lleva en direcciones inesperadas. Lo que pasa con la experiencia de escribir una memoria es que las historias siguen cambiando y nunca dejan de mutar. Con suerte, si evoluciono como ser humano, todas estas historias seguirán cambiando para mí cada año que pasa. VSG: En el prólogo también hacés referencia a cierta valentía que fue necesaria para convertir textos que habías estado escribiendo y guardando para vos misma en un libro con vistas a su publicación. ¿Qué te ayudó a decidirte? ¿Cómo te diste cuenta de que era el momento, de que tenías el coraje necesario para "sacar a la luz" hechos de tu pasado que habías guardado en tu interior? SP: Creo que alguna vez me sentí lista o supe que era el momento. Lo hice de todos modos, a pesar de todo mi terror y ansiedad al respecto. Creo que esto, en cierto modo, es el núcleo del libro; una invitación a seguir avanzando junto al miedo, en lugar de esperar a que desaparezca antes de actuar. VSG: ¿Qué hace que una experiencia personal se convierta en material jugoso para un libro autobiográfico? ¿Y qué pasa con la ficción? SP: Para mí, sólo es útil escribirlo si indica un camino a seguir. La mayoría de nosotros tenemos nuestra parte de trauma sobre el que escribir, pero a menos que exista la experiencia (o al menos la posibilidad) de recuperación, tiendo a estar menos interesada en escribir sobre ello. VSG: Pienso en la idea de "correr hacia el peligro" también como una metáfora de publicar o hacer películas, en tu caso, ¿verdad? Nunca se sabe qué pasará con un texto cuando deje de ser íntimo y se haga público. SP: Sí, siempre es un poco como caminar sobre la cuerda floja. ¡Nunca estás segura acerca de si caerás y de si el público se reirá o se burlará cuando lo hagas! VSG: Hay quienes dicen que la infancia contiene todo lo que un escritor puede necesitar para escribir. ¿Crees que eso es cierto? SP: Sí, aunque en cierto modo creo que incluso el año más aburrido de la edad adulta podría ser una gran escritura dependiendo de quién sea el escritor. Siempre me sorprende cómo Deborah Levy puede escribir sobre las cosas más comunes y hacerlas cautivadoras. VSG: En tu libro hay una relectura de "Alicia en el país de las maravillas". ¿Qué tiene de especial el libro de Lewis Carroll y cómo influyó en tu vida y tu obra? SP: Creo que “Alicia a través del espejo” se convirtió en una especie de metáfora de la época de la vida en la que interpretaba a Alicia en el escenario. Contenía todos los temas que me llevaron a mi propio ataque de nervios a la edad de 15 años. El absurdo y la injusticia del mundo, la experiencia surrealista de mi cuerpo cambiando y mutando, un "demasiado" con adultos que no conocen límites con los niños, una frustración constante por no poder encontrar una base sólida o respuestas. Me di cuenta de que profundizar en este texto abriría mi propia historia de una manera que no podría haberlo hecho sin su reflejo. VSG: En el capítulo titulado “Alto Riesgo” transcribís la última conversación que tuviste con tu madre. "Feliz cumpleaños. Adiós, querida", te dijo. Dijiste hasta mañana y ella respondió: "No. Adiós, querida". Creo que es el fragmento más fuerte del libro, porque no solo habla del vínculo con ella sino también del vínculo con tu bebé. Habla de esa conexión entre generaciones y del fino hilo que separa la vida de la muerte. ¿Escribís en los momentos más difíciles de tu vida o la escritura llega después? SP: Creo que la escritura generalmente llega más tarde, aunque ahora que he escrito este libro me encuentro narrando en silencio experiencias difíciles del momento. ¡No estoy segura de si esto es algo que me hace feliz! Es una pregunta constante para mí. Crea significado, pero también distancia del momento presente. VSG: ¿Cómo eres como lectora? ¿Qué te atrae de un libro: la estructura, el tono, el tema, la trama? SP: ¡Nunca lo sé! Me sorprende constantemente lo que me atrae. VSG: ¿Qué estás leyendo ahora mismo? SP: En custodia (de Anita Desai, Premio Booker 1984). Es asombrosamente bueno. VSG: ¿Estás trabajando en algo nuevo? SP: Llevo más de 10 años trabajando en una novela. ¡Deseame suerte!
- Culto al ego
El ego es una ficción social, como el dólar o la línea del Ecuador. Alan Watts CULTO AL EGO JULIA TORO GALERIA ISABEL ANINAT 07 DE JUNIO - 06 DE JULIO 2025 Después de décadas de un cuerpo de obra caracterizado principalmente por fotografías íntimas, desenfocadas y espontáneas, Julia Toro decide en el año 2023 darle un giro a la que venía siendo su reconocida y consagrada producción. Deja entonces a un lado la cámara análoga, toma dos digitales de última generación y establece un estudio de fotos en el living de su casa, con telón de fondo, luces y sillas. Explora un poco, incluso, la imagen a color. Nació así el proyecto Culto al Ego , que fundamentalmente se trata de recibir personas en su casa para ser retratadas, en un entorno de factores lumínicos controlados. La antigua práctica de fotografiarse, ya sea solo o en familia, ante un profesional, ha sido olvidada desde que el acceso a las cámaras fotográficas se volvió masivo y popular; además con los celulares, participamos todos hoy en día de un bombardeo constante de selfis , donde construimos rápidamente una imagen propia – a semejanza de millones de otras-, que muy pronto se desvanece en el maremágnum de las redes sociales. Entonces ¿qué es lo nuevo de eso tan viejo que propone Julia Toro? En Culto al Ego se localizan varios procesos simultáneos: Uno) es el de esta escenografía que trasvierte lo doméstico hacia un espacio con intenciones neutrales, pero que aún denota hogar -no solo por el obvio contexto- sino por las dinámicas que se ciernen sobre la sesión de fotos. Este medio ambiente familiar le va a restar solemnidad al proceso de posar y ser retratado. Sin embargo, y aunque el entorno casa sigue existiendo en las fotos de Julia (como en gran parte de las fotos anteriores), este espacio va a estar de ahora en más organizado y delimitado formalmente para conseguir fotos perfectamente iluminadas y enfocadas, un ejercicio visual nuevo para la fotógrafa. Dos) la espontaneidad de la mirada escondida -aquella que ejercía Toro anteriormente- es reemplazada esta vez por una observación inquisidora que disfruta totalmente de un sujeto dispuesto a ser revelado ante ella. Frente a frente sentados, una desnuda con la mirada al otro. Esto recuerda la dinámica de Marina Abramovic, cuando realiza la performance “El artista está presente” en la que el público se sienta delante de ella por algunos minutos. Julia va a sentarse también frente a los invitados durante las sesiones de retratos, para escudriñar activamente en el alma de la persona; y mientras les conversa y captura rápidamente, saca a relucir los personajes internos que cada persona cree que porta: porque Toro fotografía mientras invita a creerse el cuento , a creerse la muerte , a creerse importante en medio de una lucha imaginaria de Eros y Tánatos por dejar un mensaje a posteriori a través del propio autorretrato. Dice la propia Julia: “En este ejercicio de sentarme frente a otros, desarrollo una conversación mientras indago en el rostro y la máscara del personaje, para llegar a revelar alguna verdad, que puede ser la timidez, la sensualidad, la travesura o incluso el agobio y la tristeza. Pero también los motivo a posar, a desarrollar su personaje, su propio Culto al Ego. Es un ejercicio que los desafía a ellos y a mí y nos saca de la comodidad”. En esta acción tenemos ya la oposición total a la masividad precaria de la selfi : cada retratado se ha pensado así mismo al momento de posar y ha decidido cada gesto como algo que se presenta al mismo tiempo tanto falso como auténtico, pero a condición de permanecer. Es que realmente no hay espontaneidad, sino un proceso de construcción de la imagen propia tras preguntarse: ¿Qué máscaras llevo conmigo? ¿Dónde termina mi persona y empiezan mis personajes? ¿Qué elijo develar de mí mismo: lo que se supone qué es mi persona o uno de estos otros yo ? Tres) la invitación a posar ante el lente fue extendida a familiares, amigos, vecinos y en menor medida, algunos desconocidos. A diferencia de proyectos de retratos de otros fotógrafos, acá no predomina la intención de develar la vida de las personas a través de sus rostros, sino de conducirlas a un juego de soñarse en otros planos y elevar su autoestima: es decir, posar. En la presente serie fotográfica, tenemos un abanico de artistas e intelectuales, profesionales, migrantes, hombres y mujeres de diferentes oficios, ocupaciones, etnias y edades. Hay canas, arrugas y también bellezas normadas. Y aunque Julia Toro insiste en que ha querido hacer una frivolidad, la verdad es que el despliegue de retratos nos retrotrae a la importante y humana cuestión de la construcción de la propia imagen. Para la gran retrospectiva de Julia Toro que se realizó en el Museo de Arte Contemporáneo el año 2016, Francisco Brugnoli señalaba que la autora espiaba sus modelos desde el lente y captaba en cada pose aquello que el modelo desprevenidamente hacía, poniendo en crisis ese yo deseado de toda pose. Esta vez y a los 90 años, Julia consagra visualmente justamente lo contrario. Cuatro) Durante más de dos años, la autora ha retratado a decenas y decenas de personas, incluyendo parejas y familias. Pero para la exposición en Galería Aninat hemos seleccionado una treintena de fotografías solo de individuos, aquellos que mejor lograron transmitir esa sensación del culto al propio ego . Hemos querido mantener una paridad entre hombres y mujeres, en el mismo fondo y similar encuadre. Sin embargo, una de las fotos es totalmente diferente. Se trata de un desnudo de espaldas a una mujer de edad mayor. La foto es de las primeras que realizó Julia en el estudio de su casa, y casualmente recuerda a la pintura “La Venus del Espejo”, de Velázquez. Esta imagen va a marcar fielmente una transición entre el estilo antes conocido de la fotografía de Toro, y el nuevo uso del color, de la cámara digital y del entorno doméstico iluminado de forma adecuada para fotografiar. Pervive sin embargo esta pulsión de lo no-perfecto, del ángel caído a las sábanas desordenadas. Cinco) Para la psicología, el ego es la forma por la cual el sujeto se reconoce como individuo y es consciente de su propia identidad. Pero a veces señalamos también al ego como algo negativo, al percibir un exceso de autoestima en el otro, lo que se suele sancionar socialmente. Según Althusser, el ego es el centro de reconocimiento de las normas sociales de determinado contexto ideológico e histórico. Así mismo, para Erich Fromm, el ego convierte al individuo en un objeto que debe venderse y promoverse en el mercado social. De esta manera entendido, el ego es un desdoblamiento para plantearnos ante los otros pero dentro de determinados contextos culturales que varían históricamente. En Culto al Ego se construye entonces un relato contrapunto de la obra anterior de Julia Toro, donde aparece esta polifonía del Chile actual, con más colores y diversidad. Si antes el entorno sombrío de la Dictadura sobrevolaba indirectamente las imágenes, hoy lo hace el sistema neoliberal altamente competitivo que nos domina. En el fondo, el “Amor por Chile” sigue ahí, adaptándose a las posibilidades actuales de la autora y a la realidad contemporánea del país. Esta radiografía cultural se encarna en rostros individuales, cuyo conjunto nos habla de las expectativas normativas que el modelo neoliberal impone globalmente.
- Patricia Erlés: conectar con la extrañeza
La escritora española de narrativa fantástica y gótica, Patricia Erlés, estuvo recientemente de visita en Chile. Vino como invitada a la Cátedra Abierta Homenaje a Roberto Bolaño (UDP) a dar una charla titulada “Lo doméstico fantástico”, además de inaugurar el año académico en la Escuela de Literatura de la Universidad Finis Terrae. Hace poco se editó por 4ta vez su libro Casa de muñecas . Sobre su visita a Chile, la nueva edición de su libro y el lugar de la oscuridad y el miedo conversamos en esta entrevista para Barbarie: “el deseo tiene que ver con la curiosidad, con el asomarse, mientras que el miedo con la prudencia. De hecho, el miedo es lo que nos ayuda a no meternos en líos. Si no tuviéramos miedo nos pasarían muchas más cosas terribles y caeríamos en peligro de forma mucho más frecuentemente”. Te quiero comenzar preguntando por tu libro Casa de muñecas , porque aquí rastreas aspectos de la infancia que son poco comunes. Normalmente, asociamos la infancia a un periodo de inocencia y de crecimiento, sin embargo, en tú libro abordas la infancia desde la crueldad infantil y como un tiempo eterno que no es cronológico. Comencemos por aquí. Dos apreciaciones muy acertadas. Yo he mencionado cada vez que se hace una pregunta sobre este libro y en especial por la sección que tiene que ver con la infancia, porque en realidad el libro es un artefacto que va analizando etapas de la vida a través de las habitaciones, del uso que damos a las habitaciones de la casa. Ahora, me importaba mucho contar cómo se comienza a vivir, o donde empezamos a vivir, que es la habitación infantil y el cuarto de juego. Creo que las ambas cosas que mencionas están relacionadas. Yo no recuerdo mi infancia como ese lugar feliz, maravilloso, en el que un día con tristeza te das cuenta de que lo has abandonado y estás en la edad adulta, y lo recuerdas todo con nostalgia porque la vida era maravillosa. Yo recuerdo la infancia como un lugar de formación, como una etapa en la vida en que estás aprendiendo a ser el adulto que serás y eso tiene que ver en buena medida con las cosas negativas que también tenemos como adultos. ¿Cómo es eso? ¿A qué te refieres? A mí no me gusta que se hable de la infancia solamente enfocando la cara soleada que sin duda la tiene, la inocencia, la belleza, la pureza, etc. Me gusta que se hable con naturalidad de la cara oscura, y la cara oscura está formada por el miedo, la traición, la mentira, aprendemos estrategias, emociones que no son agradables y que vamos a tener que utilizar, y eso aparece en el libro. A veces, con bastante humor, tampoco me interesa hacer una tragedia, al cabo estamos todos vivos, y con suerte salimos de la infancia y nos esperan muchos años de otras cosas, pero sí que considero que no es ese edén. Me interesan muchas autoras como Ana María Matute, que han hablado de la infancia como de la noche que no se acaba, y esto tiene que ver con la segunda parte de tú pregunta, con ese tiempo que da la sensación de que no tiene fin, que es una cinta transportadora, de estas de aeropuerto que te va llevando y llevando, pero de donde nunca sales. No hay final para los días de colegio, para las veces que sufres la tortura por parte de la crueldad de otros niños, esto parece que nunca se acaba. Es un día de la marmota perpetuo donde te va a volver a pasar al día siguiente lo mismo. Incluso se podría decir que en la propia adultez hay algo de la infancia que retorna Yo estoy convencida de que las cosas que me obsesionaban de pequeña son las mismas que me obsesionan ahora. Estoy convencida de que somos un bonsái o que somos adultos condensados cuando niños y que nos vamos desplegando más o menos, dependiendo de la altura que alcancemos, pero yo creo que todo lo que vamos a hacer este contenido en la infancia, lo que nos va a importar, lo que nos va a obsesionar. Yo he cambiado muy poco. De hecho, recuerdo que muchas de las cosas que me interesaban antes son las mismas que ahora. y las cosas que me causaban rechazos siguen siendo las mismas. De hecho, cuando comienzas a recorrer otras partes de la casa en el libro, al inicio de la parte adulta y aparecen los celos: ¿son un sentimiento de infancia o de la adultez? Pensad que los celos los inventamos los adultos, aunque celos tienen hasta los perros, pero los celos, son una forma de amor muy obscura que experimentamos cuando nos damos cuenta de que aquello que más queremos pone los ojos en otro ser. Esto, nos parece la peor de las traiciones, es un veneno que te consume por dentro. A mí me interesó reflejar eso. Incluso, los celos que puede despertar una muñeca. Uno de mis cuentos habla de eso, de una niña que sabe que va a morir y no soporta la idea de que su muñeca vaya a vivir el resto de la infancia de su hermana, y prefiere llevársela con ella al otro mundo. Este cuento es una especie de maqueta o de versión infantil de los crímenes pasionales que se comenten, porque no soportan la idea de que otro se lleve lo que es tuyo o lo que crees que es tuyo. Te quería preguntar por la muñeca como elección que representa la infancia. Hay un psicoanalista que se llama Winnicott que plantea un objeto que no es objetivo, ni es subjetivo, sino que está en la mitad digamos. Me parece que las muñecas operan un poco así en tus cuentos. En un territorio de intermedio. Pues a mi es que las muñecas me fascinan, me han dado siempre una mezcla de terror y de fascinación que hasta hoy me sigue pasando, o sea cada cierto tiempo hay gente que me quiere regalar una muñeca espeluznante porque sabe que la voy a recibir con los brazos abiertos en mi casa. Ahora, en la literatura, la muñeca es como un doble del ser humano. A mí el tema del doble me interesa porque cuestiona la identidad y tu singularidad, la idea de que tu seas único e irrepetible. Hay muchas variantes del doble: el espejo, el retrato, el gemelo, etc.… y la muñeca es un doble del ser humano. Y algo de lo que has dicho tanteo también en el libro, porque no conocía la definición de Winnicott, pero se ajusta perfectamente a mi juicio de que las muñecas no están vivas ni muertas, de que son inmortales. ¿Cómo así? Yo me acuerdo de estos programas de chicas desaparecidas en España en donde la madre recorre la habitación de la hija con las muñecas colocadas en estanterías y te paras a pensar que estas muñecas han sobrevivido a la chica a la que vienen a acompañar. Tú te vas haciendo mayor y las muñecas permanecen inalterables, perfectas. Las muñecas son un ser que no disfruta del todo de la vida, pero que tampoco se ven perjudicada por la muerte. Es un ser que permanece al margen del tiempo. A mí me dan mucho miedo, aunque tienen una belleza extraña, la de la inmovilidad, de lo que no está vivo, pero que emula la vida. Me parece muy atractivo que cuentan con todos los elementos que tiene el ser humano, pero rígidos, son brillantes, de un material que no es la piel pero que se asemeja, tienen pelo, etc. Esa característica de lo animado Claro, lo animas tú con tu amor. Al final tú crees que está viva, pero eres tú quien le da vida, y cuando la olvidas se la has quitado. Me parece que hay una simbiosis aquí y un juego, una dialéctica que tiene algo de escalofriante. ¿No te parece un poco que se ha perdido el miedo a la oscuridad? Que vivimos en un mundo donde sólo hay luz, y donde la sobrexposición a las pantallas, al celular, etc., hace que todo sea un poco pornográfico. Como si el miedo estuviese en extinción. Yo soy muy optimista. Y, por lo mismo, si bien creo que tiene razón en algunas cosas que dices, en que nos estamos acostumbrando a lo terrible y que lo hemos normalizado, y que ya no nos sorprendemos de que cada día nos lleguen cifras en donde nos digan han muerto 200 personas aquí, es decir: que despersonalizas a seres humanos y seres querido es heavy. Sin embargo, me emociona el mundo de lo terrorífico. Yo creo que a las autoras y autores que nos dedicamos a este género literario también. En mi caso, no se hacer otra cosa. No sé contar una historia realista sin que aparezca lo extraño, lo inquietante o lo siniestro. Yo creo que hemos descubierto el mejor gimnasio para entrenar una forma de mirar al mundo que tiene que ver con la necesidad de contar esa realidad que nos da tanto miedo, pero desde una óptica que refleje sobretodo lo extraño que es el mundo. Yo no creo que las personas que nos dedicamos al terror o a lo fantástico, seamos personas especialmente críticas de la realidad que nos rodea, y que por eso queremos escaparnos. No somos Houdini. No queremos huir de la realidad, sino que nos colocamos de otro ángulo y conectamos con la extrañeza que tiene eso que estamos viviendo, con lo raro que es el mundo. Afortunadamente, creo que sigue existiendo el deseo, el miedo y el terror, porque estos son rasgos propios del ser humano que no van a desaparecer. A menos que tengamos la brillante idea de apretar un botón y dinamitar el mundo, pero mientras eso no ocurra, no creo que desaparezcan, porque son parte de nuestro ADN. ¿Y entonces? Bueno, lo que si pienso es que cada vez la realidad nos está ofreciendo motivos más terroríficos, porque da miedo lo que ocurre, en todo tipo de ámbito. Por ejemplo, en esto que hablamos de que la realidad se haya en una pantalla y que se haya convertido en un programa de televisión macabro. O lo que ocurre con las mujeres y esta sociedad que no te permite cumplir años de una forma normal, porque la cirugía es una manera de monstruosidad en muchas ocasiones. Me refiero es como ponerse a hacer ciencia ficción, ¿dónde están los límites del derecho a vivir o a morir? O lo que se puede hacer con la ingeniería genética, en fin, el poder de las maquinas. En este sentido, yo creo que cada vez nos están dando miedos más sofisticados y enrevesados. Hay nuevos miedos ahora, pero que parecieran estar a plena luz del día… Está bueno eso, porque claro, el deseo tiene que ver con la curiosidad, con el asomarse, mientras que el miedo con la prudencia. De hecho, el miedo es lo que nos ayuda a no meternos en líos. Si no tuviéramos miedo nos pasarían muchas más cosas terribles y caeríamos en peligro de forma mucho más frecuentemente. Cuéntanos sobre tu viaje a Chile. Estuviste en la Universidad Diego Portales, también en la Universidad Finis Terrae, ¿de qué se ha tratado esta visita? Pues muy entretenida, muy interesante, porque aquí en Chile tenéis muchas investigadoras, en especial, a dos personas con las que he tratado, que son dos profesoras universitarias que están trabajando mucho el tema de lo fantástico femenino, vinculado a la casa y al ámbito de lo doméstico como museo de los horrores, como lugar de las apariciones. Y en esto, pues, hay muchísimas autoras que estamos siguiendo la estela de Shirley Jackson, que es la autora que siempre ha reconocido Stephen King como su maestra. La casa ya no como el lugar que contiene fantasmas del pasado, sino como un lugar donde aparecen tus propios miedos y traumas que te tienen acorralada, que te generan paranoias o estados mentales de total desequilibrio. Hay en lo cotidiano, en la realidad de todos los días algo muy siniestro. ¿Cómo es eso? La casa es un nombre, es un sustantivo muy polisémico, se puede vincular a la patria, al linaje de alguien, se puede vincular al lugar de dónde vienes, al origen, etc. Pero, para mí la casa es un femenino, un femenino absolutamente, pero eso no es necesariamente bueno. Al lado de una casita de muñecas, una niña puede parecer una gigante, o se puede sentir una gigante. Es un micromundo que puede gobernar. Este es otro tema que me interesa, el poder mal ejercido, el del demiurgo que crea un mundo y que siente que el mundo es su casa de muñecas, donde puede jugar, romper una silla, tirar una muñequita por la ventana como una gigante. Yo creo que es un tema que he tratado en mi novela Las madres negras , donde las vidas de mujeres que viven en un orfanato son las muñecas de la protagonista. Esta es una de mis obsesiones. La casa es un lugar donde quien la gobierna puede hacerlo como un demiurgo. En la casa de muñecas hay un incendio, se puede jugar a quien se elimina del juego, incendiar esto o esto otro, etc., hay niños que se entretienen vistiendo a la muñeca, peinándola, maquillándolas, vistiéndolas o dejándola perfecta, y también, quienes las tiran por la ventana y las queman. Hay, en el juego, un ensayo de quienes vamos a ser. A veces tengo la sensación de que somos muñequitos. Aterrador. Un poco. Tú abordaje es desde el cuento, ¿cómo fue que deviniste una escritora de cuentos? Yo estudié filología y me di cuenta mientras iba estudiando que los autores y autoras que más me impresionaban, que más envidia me provocaban, que más admiración y ganas de ponerme a escribir me generaban eran los cuentistas. En España estudiamos muchos cuentistas latinoamericanos, porque en España no hemos podido conservar esta tradición. He escrito novelas, de hecho, a mí me han dicho en muchas ocasiones que es mejor económicamente escribir novelas, pero cuando las escribí fue porque me dio la gana, porque mi pasión es el cuento. El cuento es un género más misterioso, tiene algo que lo vincula con la poesía en el enigma, requiere de un lector cómplice que te siga en el tono, que te siga en la atmósfera, que complete las elipsis y que sepa de dónde vienes y a dónde vas con el relato, que se quede pensando cuando termina sobre lo que ha ocurrido, sobre los personajes, en su vida, sobre qué será de ellos, etc. ¿Y la novela? Yo creo que la novela es un género mucho más complaciente, porque lo que hace es brindarte un mundo entero. Tú te sientas y lo disfrutas, pero no te pide tanto que participes. No voy a abandonar nunca la novela, siempre estoy escribiendo textos breves junto con otros proyectos y otras cosas que me interesan, pero yo sobre todo me defino como cuentista. El cuento es el hermano misterioso de la poesía, son gemelos que se parecen, el concepto de verdad, porque está más desprovisto de significado, lo esencial, la revelación, la epifanía está en la poesía y en el cuento.
- Clichés
Cliché Del fr. cliché. 1. m. Plancha clisada, y especialmente la que representa algún grabado. 2. m. Tira de película fotográfica revelada, con imágenes negativas. 3 m. Lugar común, idea o expresión demasiado repetida o formularia. Cliché N°0: Las cuentas Cuatro de la tarde, y busco entre el sol sus pieles desnudas: ustedes se ríen de lo terrible para delatar mis celos desde la pared, otro afuera. No es bossa nova ni trova cubana pegada a mi tímpano, endurecidos con mi clic clac maratónico. Sólo el mismo deseo, la misma risa repetida como si aún pudieran medirse en cinco minutos. ¿Pero pasa el tiempo, o es otro dolor que desconozco esta tarde? Un poco más, y no basta. Un poco más, y otra vez lengua y labios. Un poco más, y las cuatro se me deslizan sin avanzar, sin que logre cortar sus respiraciones. ¿Quién dirá que avancemos a tientas, a ciegas, a cualquier otro paisaje que no sean estas sábanas amarradas a sus cinturas, a cualquier otro grito que no sea una burla para el sol? ¿Quién dirá: es tarde? Cuatro de la tarde, y la luz vuelve a desnudarlos, como si esperara que besaran sus rayos. Pero ustedes no caerán en el sueño de los cerdos. No se abandonarán a los días parcos, ni mediocres vivirán mi tiempo. Cuatro de la tarde, y me olvido en sus pieles inmóviles. N°2: El eros Aunque el trasero se deslice por el sillón y termine entumecido para impedirlo, la puntada en la espalda acaba enterrando el libro en el estómago. Los codos, como despellejados por arrastrarse hoja por hoja. ¿En la mirada? Inyecciones de penicilina. Un encendido mareo, también. Si un pedo no detuviera el paso de la siguiente página, hasta el último poro sería apedreado. Se cierran los párpados y, por un instante, no lastima la salvación en la lectura: acaso un gemido, apenas perpetuo. N°5: Los otros Mis cabellos le dicen buenos días entre sus piernas sin lograr erotizarle. Anoche, en cambio, le alcanzaba la hombría para burlarse de mis visos o imitaciones. Su profesora, decía, en quinto básico simuló tener una muestra de semen entre sus dedos, mientras les hablaba de la masturbación: es tan hediondo, chiquillos, tan hediondo . Sospechó de la exagerada medida de su asco. Incrédulo, observó la caricatura de una adolescente desnuda que descubría sus vellos negros en el libro de Orientación. Retumbaron en sus sienes más las palabras de esa muchachita rubia que las de la profesora. ¡Es tan sorprendente! , decía la chica justo bajo su pubis fotocopiado sobre papel de roneo. Esas rayitas oscuras sobre un triángulo ovalado ensalivaron su slip por primera vez. Es tan hediondo, es tan sorprendente , le repito entonces entre risas. Mancha, hasta transparentarlo, el reflejo dorado sobre mi cabeza. N°7: La suerte Con mis hermanos nos arrancábamos después del colegio al tranque detrás de los cerros de nuestra casa. Tragábamos el almuerzo y corríamos para ir y regresar antes de que llegaran de sus trabajos papá y mamá. Como dormíamos en la misma habitación, aparejados en camas de una plaza, y nuestro patio carecía de cualquier aventura para la imaginación, nuestra pequeña fuga significaba una también una victoria para nuestra libertad. No había casi diferencia entre esa libertad y la que ganábamos con nuestras diarias peleas a combos. Quizá, tras el encierro de la sala de clases, los combos eran una necesidad y la fuga una promesa. Para llegar al tranque debíamos atravesar las dos canchas al final de la población. En invierno, solían acampar gitanos en ese descampado. Sus destartaladas carpas eran apenas un poco peor que nuestras ropas, pero eso no nos intimidaba como para negarnos nuestro destino. La alternativa era atravesar una ladera donde era usual encontrar bolsas con neoprén y mierda de los que allí lo habían jalado. Además, era casi catártico cuando lográbamos sortear los olores de las carpas y nos encontrábamos el alambrado con el cartel de Cuidado, rondín armado . Ese saludo, antes de cruzar el alambre de púas y hacer una caminata de más una hora a través del fundo privado donde se encontraba el tranque, nos embriagaba. Un día, sin que mis hermanos lo notaran, me escabullí por otro sendero entre las carpas y di de frente con una gitana. Estaba acuclillada, orinando a la orilla del canal que rodeaba las canchas. Me doblaba la edad, pero sus quince o dieciséis años ya estaban agrietados por la embriaguez o el hambre. Aunque estaba a dos cuerpos de ella, no notó mi presencia. Bajo su vestido, vi el triángulo ennegrecido entre sus piernas como único contraste a su piel quemada. Era pleno invierno, pero parecía embadurnada con greda incluso bajo las partes que nunca veían la luz, como uno de sus pezones, que se escapaba apenas entre su escote. Mirarla, de algún modo, enrojeció también mi piel. Hasta el día de hoy, recordar esa piel me obliga a oler también mis dedos, como si la mancha terrosa sobre su imagen aún impregnara sus yemas. Y de la mano de ese color, aún más perturbador, el sonido amarillando la tierra bajo sus piernas. De pronto, la gitana acabó de orinar y levantó hacia mí su mirada, como si en todo momento hubiera sabido que estaba allí. Comenzó a gritarme palabras ininteligibles agitando sus brazos, pero no pude salir arrancando. Estaba petrificado por el ardor en mi sien, como si dos enormes manos hubieran abofeteado mis orejas a la vez. Mi horror, si es que lo era, debió durar apenas un minuto. Mis hermanos habían corrido hacia mí apenas escucharon los gritos. Anda a lavarte el poto, cochina culiá. Te gusta chupársela a los cabros chicos, maraca y la conchadetumadre, quizá escuché mientras ella huía de las piedras. Mis hermanos probablemente siguieron gritando incluso cuando corrimos de vuelta a nuestra casa, pero en cambio, para mí, solo hubo silencio antes y después del chorro, aún tibio y vivo su pálpito en el charco que dejábamos atrás. Hay cuchillos en los sonidos del mundo, dicen. Por la noche, no pude quedarme dormido. Como nuestra madre nos bañaba antes de acostarnos, el aroma a jabón Popeye sobre mi piel y la de mi hermano me mareaba, y el calor de nuestros cuerpos en la cama me parecía insoportable. Sudaba y en cada gota de mi frente hervía el sonido de la gitana. Ninguna imagen podía escapar de esos compases que escuché afilar sus notas sobre la tierra. La gitana, de noche y desnuda, bañándose en el tranque e invitándome a acompañarla. La gitana, aunque me sacara dos cabezas de altura, rozando sus duros pezones contra mi pecho con su húmedo abrazo. La gitana, después de salir de las aguas, macerando las gotas sobre su piel colchovino bajo la luz nocturna, también desnudada. La gitana acostándose bajo el bosque que rodeaba el tranque, para confundir su cuerpo con las agujas secas de los pinos. La gitana abriéndose de piernas mientras la penetraba y escuchaba con cada embestida cómo las hojas, una a una, se quebraban bajo su culo, aferrado con mis manos. La gitana sonriéndome antes de orinar a la orilla de las aguas, con los brazos cruzados sobre sus minúsculas tetas, como si le avergonzaran más que el ardor fluyendo desde su entrepierna. Primero, descubrí el roce alrededor de mi glande. Después, que no era provocado por el slip, sino por mis dedos. Había estado extendiendo mi prepucio de arriba hacia abajo, hasta extremos donde casi era posible rajar la piel, pero lo hacía con una lentitud y un silencio calculados, como si aún inconsciente pudiera contener milímetro a milímetro el avance de mi deseo. No dejé escapar ningún gemido en ningún momento. Tampoco detuve mis movimientos, sólo los demoraba aún más cuando sentía los de mi hermano, ya dormido de espaldas hacía mí. Apreté los dientes con todas mis fuerzas para no gritar cuando finalmente eyaculé, conteniendo el chorro en la palma de mi mano. La cantidad de semen, aún sin saber qué era ni bien de dónde había salido, me pareció absurda para el tamaño de mi pene. Y aunque tardé un par de minutos en poder respirar con normalidad, en todo momento fui consciente que no debía delatarme con la humedad que atesoraba en mi mano. Intenté secar el aún tibio líquido frotándolo entre mis manos. Me sentí casi victorioso cuando descubrí, tras un rato de otros lentos movimientos, que casi lo había logrado por completo. Solo una parte formó minúsculas bolitas plásticas que, con mucho cuidado, arrojé al piso por el costado de la cama. Entonces, me hundí entre las sábanas y frazadas para palpar si había alguna mácula de mis movimientos. Solo una vez satisfecho de su ausencia, bajé aún más para salir por los pies de la cama sin despertar a mi hermano. Como al frío imperturbable de la mediagua solo lo contradecía el sudor ardiente sobre mi piel, me lavé en el baño las manos tratando de acompasar mis latidos y movimientos a los de las mudas paredes. Regresé a la habitación y repetí a la inversa los mismos malabares para entrar en la cama. Antes de quedarme dormido, volví a escuchar el sonido de la orina azotando la tierra bajo las piernas de la gitana. Agitó, esa y otras noches, el silencioso gemido de la suerte en nuestra habitación. N°9: Las palabras En la comisura de los labios, mordisqueamos nuestras palabras hasta silenciarlas. Banderas sangrantes, ya no les creemos ni las defenderíamos aunque algo de sus colores colme aun nuestros apetitos. Me tiras de espaldas a la cama y tu humedad recorre mis venas erectas cuando entro en ti. Cae y cae y cae. Se enreda y entierra en mis vellos. Dibuja su entrada triunfal. En mi pecho no hay roce que no sea surco, ni botón no arrancado de la piel con tus uñas. ¿Qué contendrá el caudal de sangre sobre mi pecho, esos finos cauces que te esmeras en dibujar desde allí por todo mi cuerpo como si no tuviera que ver contigo el río desabrochado? ¿Qué sed esperas saciar cuando empapas tus cabellos en las heridas abiertas? ¿Qué mapa lacerado te daría paz, María Magdalena indiferente a mis terrores? ¿Debo decir lo obvio con un hilito de voz, mediocre resistencia cuando mis latidos se quiebren con tus gemidos? Manos, uñas, dientes, sabiendo las respuestas, no contestan. Tampoco replican mi te amo . No es tuya esta trizadura. N°11: Las poses -¡Cara de loco! ¡En una pata! ¡Levantando las manos! Su espalda intentó aferrarse al tronco del árbol para mantener el equilibrio. -¡Sin hacer trampa! Trastabilló antes de caer de rodillas y, en un segundo, volver a estar parada en un pie frente a quien la fotografiaba. Salvo su rostro, todo el parque era un festival de sonrisas y carcajadas. -Esa señora tiene mucho tiempo para cuidar el pasto-, escuchó a su espalda. -Que le peguen un polvo, por favor. Si no, va a seguir hueviando. Las dos jóvenes caminaban arrimadas una en los brazos de la otra, y no repararon en que las escuchaba, más cerca de la desesperación por no saber dónde afirmarse que de la curiosidad. El cabello de una, ondulado, caía hasta sus orejas y tenía una perfecta partidura en el medio. De un lado, era color rosa, del otro, negro. O más bien, negrísimo o azabache, como el caballo del cuento. Sus uñas estaban pintadas intercalando los mismos colores de sus cabellos. Pulgar rosa, índice negro y así… ¡Rozabache!, pensó. Casi todos sus rasgos contrastaban con los de su compañera, salvo que ambas eran pálidas y compartían los ojos achinados y delineados, como si hubieran salido de un cómic en blanco y negro. - ¿Qué te pasó ahora? De nuevo andas paveando-, le dijeron, pero ya no ponía atención a esas palabras, sino al lugar en el pasto donde las dos jóvenes se habían sentado. - Y tuve la conversación con ella. La conversación, te juro, ahí mismito. Me dijo: te voy a decirte una pura huea: para con el escándalo o te echo a los pacos. - ¡No! Se pasó la vieja… - Ya pos. Nos vamos, si sigues así. A ver… ¡Pecho paloma! ¡Poto parado! Los gritos casi le hicieron dar un brinco y sus movimientos, de tan mecánicos, le agarrotaron todos los músculos. Y aunque las órdenes y risas siguieron - ¡Pecho paloma! ¡Poto parado! -, más parecía una gallina sin huesos que una paloma con el poto parado. - Y yo por hacerle un favor a la floja culiá de mi hermana, me agarro el queso gratis. - Si, po. Si voh tení un cachorro, tení que hacerte cargo. ¿Notaba Rozabache su incomodidad? No lo sabía, pero vio cómo le señalaba con un movimiento de su cabeza. Después se acercó su compañera para susurrarle y sonreírle mientras le acariciaba sus cabellos lisos, como si amasara chicle o algodón de azúcar entre sus dedos. El vaho de su aliento entraba en esa oreja, pero estaba segura de que saldría por sus propias mejillas en tanto observara a la pareja. Se imaginó, por un momento, dictaminando los movimientos de Rosabeche. -¡Pecho paloma! ¡Poto parado! ¡Cuello de tortuga!- Sonrío por primera vez en toda la tarde. El flash, entonces, iluminó no su rostro, sino los cuerpos de las jóvenes, y Rozabache le sonreía haciendo movimientos que ella jamás hubiera pensado que existían. Pero la brisa invernal, como una ingrata aparición, ruborizó aún más sus pómulos y la trajo de vuelta al cansancio del parque. - ¡Chascona! ¡Chascona!-, escuchó antes de que desordenaran sus cabellos. Apenas fue un segundo, pero una furia perfecta le embargó, como si ningún borde se opusiera a su odio. Su manotazo fue igual de limpio, aunque sufriera las consecuencias de su propia fuerza y después retiraría el brazo. - ¿Y ahora qué bicho te picó! Ándate con cuidadito y cambia esa cara. Ella se miró los pies y aceptó las palabras rumiando con la mirada sus zapatillas, sucias y desabrochadas. Comenzó a hurgar con uno de sus pies la grava, aún húmeda por la lluvia de los días anteriores. Cuando notó que comenzaban a atarle los cordones, levantó la mirada. Rozabache la estaba observando: sonreía y simulaba una pistola con su mano que no la apuntaba, sino que fingía darse un tiro a sí misma y luego le sonreía. No pudo descifrar si ese gesto o las risas que le siguieron fueron cómplices o lastimeras. Justo en medio de su pecho, fue como si un dibujo se arrugara y, mientras lo hacía, extendiera su lento crepitar por su cuerpo. Pateó entonces con todas sus fuerzas y dejó atrás las manos que antes estaban atando sus cordones. -¡Pero, oye…! Escuchó su nombre a sus espaldas más de una vez hasta perderlo casi por completo. Corrió y corrió, sin preocuparse por el desborde de sus latidos, ni por los tropiezos que nunca lograron hacerle caer. Cuando finalmente se detuvo, intuyó un sabor en el aire que escapaba entre sus labios. Era como lamer la herida de un clavo o que sus dientes pudieran sangrar alquitrán, pensó. Y ese gusto tenía también manos y le empapaba aún más que el sudor su cuello, sobacos o piernas. Quiso llorar, pero el dibujo seguía allí, seco y arrugado. ¿Era porque el llanto podía también ser un cuerpo, cálido o frío, vivo o extenuado, como el suyo? Casi sintió alivio cuando le agarraron las patillas y sus lágrimas, por fin, estallaron. Saltaron de sus ojos y deshilvanaron la hoja crepitando en todos los miembros de su cuerpo. -Cabra de mierda. ¡Qué te has creído! Quiso, como siempre, replicarle a esa voz, pero contuvo hasta la más mínima muestra de su dolor. ¿Debía gritarle a esa mano ¡Poto parado! ¡Pecho paloma! ? No. De alguna u otra forma, sería como negar el pálpito de esa otra palabra, coloreada en su pecho. Lázaro Daniel , 40 años. Nací en Salsipuedes, un pequeño pueblo agrícola de la zona central de Chile, a unos cien kilómetros de Santiago, su capital. El lugar y la fecha de tal acontecimiento podrían haber pasado desapercibidos si una hora exacta después de mi nacimiento, no hubiera comenzado un terremoto (grado 8 Mw) que interrumpió mi primera lactancia. El resto es silencio para la literatura.
- Carrete y catarsis: por un deseo sin programas
Presentación de Clandestino , de Salvador Young Si tuviéramos que mantenernos en la superficie de la novela, una superficie ambigua, donde reluce una ingenuidad peligrosa, descrita al mismo tiempo con un placer algo cruel, resumiríamos así la situación, como un preámbulo necesario: Nataniel y Daniela, jóvenes estudiantes de teatro, sienten que no tienen un lugar en el mundo. Dani, que debe representar a Antígona, tiene sobrepeso, por lo que su profesor no la deja participar de los ensayos. Con su amigo Nata, cansados de estos malos tratos, parten a carretear. Critican a sus compañeros, comparten fracasos amorosos, se quejan de los hombres, de la superficialidad general, y con ayuda del alcohol, parten en búsqueda de algo que no tiene nombre, pero que esperan los saque de esa sensación de soledad, de derrota, de banalidad terrible. La amistad se fortalece a medida que, de crítica en crítica, y de queja en queja, se consolida una imagen sobre el tiempo que les toca vivir. Los hombres son básicos. Solo les interesa el sexo. Son superficiales y no se interesan realmente en el amor. Ambos, sin embargo, buscan precisamente eso: el amor, a pesar de todas las experiencias que desmienten su existencia. El amor podría no ser más que un mito, y lo que queda, en el entretanto, es una noche abierta al encuentro de los cuerpos entregados al deseo. Y la repetición de esta escena, semana tras semana, fracaso tras fracaso, parece dibujar un horizonte miserable emocionalmente. No solo no hay amor, sino que hay brutalidad, desprecio, instrumentalización. El deseo, mezclado con el alcohol, la música, el baile y la oscuridad, animaliza las relaciones, da lugar a una cacería en que la presa es un objeto que se utiliza y desecha. El encuentro con Guillermina, la ayudante del curso de Teoría del Teatro, va a producir un giro en esta situación. Instala otro horizonte en la vida de Dani y Nata. Guillermina recoge sus desilusiones y les devuelve la esperanza incorporándolos al colectivo Antígona, un grupo de lesbianas que se reúne para conversar sobre feminismo y reivindicar un tipo de sabiduría femenina, encarnada en la heroína trágica de Sófocles, anterior a lo que denominan el optimismo socrático, de donde derivarían todos los males de nuestra sociedad: el racionalismo excesivo, la opresión de las mujeres, la hegemonía del patriarcado y el capitalismo, etc. Mediante intervenciones artísticas y literarias, el colectivo busca instalar un nuevo paradigma que liberará a las mujeres de las injusticias sufridas históricamente, proponiendo además el amor lésbico como nuevo ideal. Si nos quedáramos en esta superficie, no me cabe duda de que es posible desesperarse. Pero la novela es hábil es mostrar cómo, tanto en el colectivo como entre Dani y Nata, hay un ímpetu de generalización que es el motor de la ingenuidad. El diagnóstico, tanto sobre los hombres como sobre la sociedad, se arma de manera burda, evidenciando un carácter mecánico y maniqueo, que recuerda a las argumentaciones lógicas, persuasivas y monstruosas de los personajes del marqués de Sade. Son operaciones mentales y teóricas sin singularidad. Esta dinámica va fortaleciendo una visión sin matices sobre los hombres, oscura, pero también una visión sin fisuras sobre el nuevo paradigma donde las mujeres constituyen el centro. ¡Vivan las mujeres!, gritan cada tanto los integrantes del colectivo. Por otra parte, Dani y Nata también van consolidando sus impresiones mediante el mismo mecanismo. El apego también se construye muchas veces sin singularidad, sino que mediante la comparación con algo más, que funciona como garantía de su valor. Estar en el colectivo con Guillermina les recuerda, así, a alguna película francesa; una esquina de la ciudad en el barrio Lastarria, en un día de niebla, les hace sentir que están viviendo en una ciudad europea moderna, cosmopolita. Nada es lo que es, si es que las cosas pueden llegar a ser algo. ¿Cómo pueden llegar a ser las cosas? Salvador resalta esta mecanización espontánea del pensamiento porque afecta la forma de sentir el mundo: predispone nuestra apertura o cierre a lo que este nos ofrece. Al laberinto de experiencias que se presentan, Nata y Dani entran con el hilo que estas fantasías generales, sin singularidad, les prestan. Son fantasías que se superponen a la experiencia, imprimiéndole a priori un carácter positivo o negativo que refuerza esa construcción que, como en una antecámara, los personajes van elaborando antes de encontrarse con el mundo y construir su lugar en él. El problema – tal vez uno más común de lo que pensamos, o inevitable incluso – es que estas fantasías donde se mezclan imágenes y teorías sobre los otros, tienen por lo general un signo luminoso u oscuro que no habilita experiencias ambivalentes. Hay ahí una primera forma de la desmesura: las fantasías son monstruosas porque no se ajustan a la singularidad. No hay un intento de medir el mundo en su complejidad multiforme, con la simultaneidad de sus luces y sombras. Cuando las fantasías son unilaterales, operan como signos morales del bien y el mal, y son interpretadas como revelaciones de un destino del que huir o al que perseguir. Esto no impide a los personajes enunciar, de tanto en tanto, su verdad. Daniela, por ejemplo, afirma que en Chile se reprime lo dionisiaco y que “por eso en nuestra identidad no está bien resuelto lo apolíneo y dionisiaco, y lo que se exterioriza es pura evasión” (21). Esto coincide con la manera en que, desde el interior, una fantasía identitaria puede operar como una evasión del otro, vuelto monstruo. Se suele pensar a la literatura como forma de evasión. Un ex ministro se enorgullecía de no tener tiempo para leer novelas. Pero la evasión, al menos como aparece en Clandestino , no es la ficción. La evasión tampoco es un no querer ver consciente, o un perderse en otra visión distinta a la de lo real. Más bien, sugiere Salvador, evadirse es no querer verse, pero recubriendo ese no querer con verdades sobre el mundo y los demás. Verse, pero desplazado en otro, viendo la verdad del otro, sería una de las formas privilegiadas de la evasión que explora Salvador en su novela. Es la figura de Edipo la que encarna ese poder auto-afirmativo de la evasión que esconde una verdad insoportable sobre uno mismo. Hay en los personajes de la novela una constante fisura entre ideas y experiencia. Como si las ideas fueran una droga que permite sostener experiencias demasiado duras, insoportables, miserables. La oportunidad de decir lo que se quiere del mundo y la voluntad de transformarlo está ahí. Por otro lado, está el deseo. Según Florencia Abadi, el deseo nace de la envidia de lo que el otro tiene. Pero si las palabras nos distancian del otro, para mostrar que podemos ver en él lo que él no ve en sí mismo, ¿podemos envidiar? ¿Puede haber un país sin deseo? O, más bien, ¿un país donde el deseo no pueda reconocerse como tal, pues choca al mismo tiempo con la idea de lo monstruoso de lo que se envidia? Si el deseo divide al sujeto, y toma posición ante él recubriendo la envidia con un envilecimiento, ¿puede que el deseo ya no aparezca como conflicto, sino que como programa? No lo sé. Tal vez. Es cierto, aparte de Dani, heterosexual, tanto Nata como las integrantes del colectivo Antígona desean algo que la sociedad rechaza. Si la norma es la heterosexualidad, los pantalones Dockers, el pelo rubio, el Derecho y nombres de colegios, hay deseos fuera de ese estrecho círculo, y cuya diferencia es experimentada, en una sociedad moralista, sexista y clasista, como marginalidad. El Clandestino, como lugar de encuentro de una relación con el deseo más abierta, ofrece una aparente solución al problema: un lugar en que los distintos deseos pueden convivir. Ahí está Nico, el zorrón, y Nata, el gay, el punk, las lesbianas, etc. Pero en realidad, el Clandestino (ahí donde el destino y lo relativo al clan se imbrica) no resuelve el problema, porque ahí el deseo se desata sin conflicto, sin incomodidad, sin “velo”, sino que como caza, como programa. Hay un aspecto mecánico en el deseo tal como se despliega en el Clandestino, que parece acoger lo diferente pero con el costo, pareciera, de aplastar su misterio. El humor, en la novela, viene de esa distancia cada vez mayor entre el engrupimiento teórico del colectivo Antígona, que establece un programa para el deseo, y la oscuridad sintomática de los deseos de sus integrantes, que van a contrapelo de las teorías. Así, Nata, convencido por sus amigas lesbo-feministas acerca del carácter bisexual del ser humano, pero que celebra el amor lésbico como forma superior del amor (no dominada por la lógica socrática patriarcal hegemónica capitalista etc. etc.), se pregunta a sí mismo si no será momento de explorar su lado bisexual y probar suerte con...una mujer. Este retorno paradójico, en su caso, al amor entre hombre y mujer, no le excita para nada a pesar de la razón teórica, y termina escapando, en secreto, a un after, para poder vivir ese deseo que en ese momento resulta inconfesable, no por su diferencia con respecto a la norma hegemónica heteronormativa, sino que con respecto al engrupimiento teórico del colectivo Antígona que erige el amor entre mujeres como ideal. Ese deseo de Nata, inconfesable pero avasallador, que lo hace huir del lugar que al mismo tiempo le da refugio intelectual, y que luego se guarda a sí mismo, ¿no es la verdadera forma de lo clandestino? Es decir, lo clandestino se desplaza del lugar en que se desata el deseo sin incomodidades al espacio en que este no puede presentarse socialmente y se oculta, incluso ahí donde se supone que reina la diferencia y el espíritu progresista-revolucionario. El cuarto oscuro donde llega a experimentar su deseo en penumbras y sombras, donde “nunca supo con quién, con quiénes, estuvo” (200), es una imagen que muestra las dificultades de esta clandestinidad íntima del deseo, que contrasta con los ropajes retóricos que intentan programar al deseo como salvación del mundo. El colectivo Antígona promueve así el nacimiento de la “munda”, teniendo a la hija de Edipo, su convicción, su pasión y su irracionalidad desafiante de las injusticias masculinas como ícono. Esto los lleva a preparar performances, textos poéticos, guiones teatrales que culminarán con una presentación pública en la primera jornada del segundo encuentro “Pensando la diversidad de los feminismos en Chile y Latinoamérica”, que se realizará en la Universidad de Chile. Esta domesticación académica de los deseos de transformación nos recuerda que no es tiempo de guerrilleros revolucionarios – aunque las integrantes del colectivo me recordaron mucho al “Frente poético” de la película Realismo socialista , de Raúl Ruiz, así como la mirada del narrador me recordó también a La revolución a dedo , de Cynthia Rimsky –, ni de resistencia contra la dictadura, ni de revueltas. Son los años de los primeros movimientos estudiantiles, donde el consenso de la transición empieza a ser cuestionado y desafiado. Las jóvenes del colectivo provienen de familias más bien conservadoras y medios socialmente privilegiados, sin mayor formación política, pero se entusiasman con la posibilidad de transformar el mundo. Si bien su utopía parece ir avanzando paso a paso, los deseos corren en otra dirección. La incomodidad crece hasta que la tragedia irrumpe. Esta irrupción es esperable por distintas razones. No solo el colectivo lleva el nombre de Antígona. Los protagonistas, Nata y Daniela, son estudiantes de teatro y están ensayando para representar la tragedia del mismo nombre, la tragedia es también un tema de reflexión en el curso de Teoría del Teatro. Pero la verdadera irrupción de lo trágico se produce cuando se entromete en la estructura misma de la novela, y se pasa de una narración en tercera persona, omnisciente, a una forma dramatizada, trágica, de narración, a medida que se acerca el espectáculo del colectivo Antígona. La novela da paso a la tragedia. Los hechos se arremolinan. Para Salvador, lo trágico no es un destino que hace imparable un sufrimiento que produce compasión y catarsis, sino que la aparición del deseo clandestino - no necesariamente progre - en la escena del deseo programado, utópico. Pueden imaginar lo que eso significa. Teleserie venezolana progre, dice un personaje por ahí. Pero una novela siempre está cruzada por una serie de conflictos que no necesariamente son nombrados explícitamente. Pienso en las tensiones existentes entre narrador y personajes, que, en cierto plano, se oponen. Porque tanto los miembros del colectivo como el narrador proponen imágenes del mundo, del mundo que es o del mundo por venir. Las imágenes y representaciones que crea el colectivo son como las fantasías mecánicas que comandan la lógica de un deseo interrumpido en su conflictividad. Son imágenes en que el conflicto desaparece, en que un orden - concebido desde su pura negatividad - es sustituido por otro - concebido como pura positividad. Pareciera ser que esta es la otra cara de la desmesura. ¿Qué hace el narrador con estos personajes que conspiran contra sí mismos? El humor en la narración - la vertiente de Las sabias mujeres de Molière (origen de uno de los epígrafes del libro) - pareciera ser una primera respuesta. La aparición de lo trágico - la reaparición del Edipo (de donde proviene el segundo epígrafe) - la segunda. El narrador oscila así entre la mirada irónica sobre el colectivo utopista - un feminismo burdo, grosero, sin matices - y la mirada trágica sobre Nata, con su creciente dolor en el pene, y su relación con el colectivo. Nata piensa encontrar en este nuevo colectivo una salvación a su condición masculina - origen de todas las culpas posibles. Sin embargo, convertido en Edipo, descubrirá que su intento de escapar de sí mismo solo lo acercará al descubrimiento de sus propias faltas. ¿Pero cuáles son sus faltas? ¿Ser hombre? ¿Gay? ¿Dejarse llevar por las sabias mujeres? ¿Oponerse a su propio deseo, castrándose? La tragedia, si bien despliega las consecuencias de la desmesura, no explica el origen de las faltas, sino que las expone en su profundidad contradictoria. El narrador no es quien realiza afirmaciones sobre las identidades sociales, sino quien muestra cómo quienes abrazan identidades trenzan destinos desconocidos para ellos mismos. Novela y tragedia nos devuelven, lejos de cualquier programa, una visión del carácter incompleto y contradictorio de la experiencia. En tiempos de corrección política, revelar con humor e ironía cómo programas y teorías políticas progresistas sirven para enmascarar la opacidad del deseo y sus ambigüedades, parece un gesto atrevido, que seguramente será malinterpretado por muchos. Que sea yo, hombre heterosexual, uno de los invitados a presentar este libro, puede ser el primer paso en ese camino.
- Desplazamiento del tiempo del fin
¿Cuánto puede durar el tiempo del fin? 0, ¿cuántas veces puede terminar el mundo? ¿El fin del mundo debemos imaginarlo como un punto; como un punto final, tras el cual nada hay?, ¿o como una línea que se dirige en una sola dirección hacia un término que se prolonga infinitamente hacia adelante? El texto cuya traducción al español nos convoca hoy es un escrito originalmente publicado el año 1960; se trata de un capítulo del libro Die atomare Drohung –La amenaza atómica–, que lleva por título “Die Frist” – El plazo. El tiempo de un plazo podría graficarse como una línea que termina en un punto. Una vez que se cumpla el plazo, algo termina y acaso otro tiempo comienza. El libro que comentamos está pensado desde un acontecimiento: la caída de la bomba atómica sobre Hiroshima. Para Anders, lo que llama el “acontecimiento Hiroshima” ha cambiado el estatuto metafísico de la humanidad. El cambio que se habría operado es que pasamos de ser pertenecientes a un “ genus mortalium ” a ser parte del “ genus mortale ”, es decir, de pertenecer a una especie que no se preguntaba por su condición mortal en tanto especie a una que se sabe confrontada a su propia muerte. Esta condición mortal que atañe a la especie humana, ya no solo a los individuos que la encarnan, así sigue la argumentación de Anders, es la degradación de la Historia, escrita con mayúscula. La fórmula que sintetiza el espíritu histórico y narrativo del “Érase una vez”, debe de ser sustituido por un “Habrá sido una vez una Historia”. Escribe Anders en este tiempo del futuro perfecto: Habrá sido una vez una Historia, aquella de una gran y célebre humanidad. Pero el tiempo en el cual esta historia se habrá desarrollado no habrá sido un tiempo. Y en este no-tiempo, la humanidad de la cual contamos la historia ya no habrá sido célebre. Y la historia que nos apremiamos a contar no lo habrá sido tampoco pues los glorificadores pertenecen a la gloria y los narradores de historias, así como sus oyentes, pertenecen a la Historia. Y porque ya no habrá, entonces, glorificadores ni narradores, ni oyentes. Porque el futuro, que sería capaz de acarrear el pasado, se derrumbará con la caída del pasado y él mismo se volverá lo sido, no, el futuro que nunca fue. Es por esto que evocamos hoy la memoria del pasado por venir, un pasado en el cual sucederá aquello que, visto desde hoy, puede aún ser del futuro. Me interesa reparar un momento en las relaciones que trama acá Anders entre la Historia, con mayúscula y el contar/se historias, como una forma de estar en la historia, de formar parte de ella, de poder dar cuenta de ella, de poder darse cuenta de ella. Narrar, y así lo destacó Walter Benjamin en su ensayo El narrador , puede ser comprendido como un acto colectivo de configurar un común. Narrar/se es hacer comunidad al mismo tiempo que representarla; es, en este sentido, un acto performático, en la medida en que lo que dice simultáneamente lo hace. El narrador cuenta historias y a partir de ello también posibilita la Historia. Habría un vínculo indisoluble, entonces, entre el narrar y el devenir histórico; si no hay Historia, con mayúscula, tampoco existen historias que narrar; y si no hay narración posible, podemos inferir, ha llegado el fin de la Historia. Escribe Benjamin en su ensayo acerca de la escala de los narradores que se trata de una “escala que alcanza las entrañas de la tierra y se pierde entre las nubes, sirve de imagen a la experiencia colectiva a la cual, aun el más profundo impacto sobre el individuo, la muerte, no provoca sacudida o limitación alguna.” Narrar entonces se convierte también en una forma de sobrellevar la muerte del individuo, dado que hay otra cosa que lo excede que no muere. La humanidad, la historia –nuevamente con mayúscula–, la comunidad, el mundo. Para Benjamin, cuando el individuo se vuelve órgano central de la narración, algo del narrar en tanto acto comunitario, se disuelve. En el experimento narrativo que nos propone Anders, por su lado, formulado en futuro perfecto, el futuro se proclama como imposible, pues es el futuro de algo que nunca fue. Existe en la prefiguración de su destrucción. El futuro es, de este modo, solo en un presente, cuyo futuro es su desaparición. Volvamos al “acontecimiento Hiroshima”; bien sabido es lo que provocó en Anders la necesidad de escribir acerca de esta nueva forma apocalíptica que apareció en la estela trágica dejada por las bombas de Hiroshima y de Nagasaki: el intercambio epistolar que el filósofo alemán mantuvo con Claude Eatherly, el piloto de avión cuya función era realizar un reconocimiento climático que diera el “vamos” a la orden de lanzar la bomba sobre Hiroshima. Eatherly estaba en tal entonces, cuando Anders le manda su primera carta en el año 1959, recluido en un centro psiquiátrico para veteranos en Texas. Eatherly no pudo vivir con el peso de su involucramiento en el desastre atómico, y tras cometer una serie de crímenes comunes como robos y falsificaciones para atraer el juicio de la ley sobre sí, además de intentar suicidarse, fue internado como enfermo mental. Anders utiliza al piloto de Hiroshima para convertirlo en un nosotros: todos somos pilotos de Hiroshima, pues tanto la responsabilidad como la culpa se diluyen en un colectivo que estaría unido indisolublemente por el hecho de que moriremos todos. Permítaseme un pequeño excurso biográfico: viví mi infancia en los años ochenta en Alemania; dicho sea de paso, un país colmado, al menos hasta hace poco tiempo atrás, de culpa. Recuerdo que en tal entonces se comenzaron a llenar las lunetas de los autos con una calcomanía en la que se veía un sol riente, y en la que podía leerse el logo: Atomkraft, Nein Danke – Energía atómica, no gracias. El logo provenía originalmente de Dinamarca y se convirtió en un emblema internacional del movimiento antinuclear. La calcomanía no contenía nada de la ferocidad de la amenaza que al mismo tiempo se abría paso de forma más terrorífica y que decía relación con la convicción expresada por Anders; que la humanidad había llegado a un momento en que su destrucción total no solo era posible sino inminente. Me interesa la calcomanía en la medida en que es cifra de una época. Una en que la preocupación por la energía nuclear estaba muy presente. En sexto básico, una de las lecturas escolares era el libro: Die letzten Kinder von Schewenborn – Los últimos niños de Schwewenborn, de la escritora alemana Gudrun Pausewang, autora de libros infantiles y juveniles, publicado el año 1983. En la novela una familia –padre, madre y tres hijos– emprenden un viaje para ir a visitar a los abuelos. Nunca llegarán a puerto porque en el camino ven el estallido de una luz muy luminosa; se trata de la denotación de una bomba atómica. El libro, no es difícil de adivinar, es una advertencia distópica acerca de la guerra fría y el armamento nuclear. Recuerdo el profundo impacto que las descripciones de la lluvia ácida, de los vómitos provocados por la radiación, así como la caída del pelo, las enfermedades hereditarias y las malformaciones causaron en mí; el espíritu Anders se estaba apoderando de mi imaginario infantil. Todos iríamos a morir envenenados por radiación. El desastre de Tschernobyl, el año 1986, no hizo más que agudizar la sensación de una amenaza apocalíptica. Que solo el regreso de mi familia a Chile el año 1988 me salvara de ese escenario es harina de otro costal. Lo que quiero señalar con este paréntesis biográfico es que el fin del mundo estaba presente bajo la figura de una catástrofe. En un ensayo que Slavoj Zizke dedica al acontecimiento, lo define en primero términos como un “efecto que parece exceder sus razones – y el espacio de un acontecimiento es el que se abre por la brecha entre un efecto y sus causas.” Si bien no todo acontecimiento es una catástrofe, podríamos desde aquí pensar que toda catástrofe es un acontecimiento. La imaginación de una guerra atómica es proyectada como un acontecimiento que no solo cambiaría la faz de la tierra para siempre, sino que erradicaría a la humanidad de ella. Lo que me parece hace Anders de una forma muy inteligente es convertir ya no la denotación de la bomba atómica, o la guerra atómica, en el acontecimiento del fin del mundo, sino de pensar el tiempo del fin como uno donde el acontecimiento está siempre por venir, y donde la existencia de la posibilidad de la denotación se vuelve la condición del tiempo del fin. El posible porvenir queda truncado por la amenaza de su fulminación y se inscribe radicalmente en el presente. Ahora bien, si pensamos el contexto de la publicación de este libro, habría que preguntarse por su relación con nuestro mundo, con el de 2025, en el que dos guerras insisten en no terminar; en que tenemos a personajes como Donald Trump amenazando día a día nuestras convicciones democráticas; en que problemas como la migración se instalan en tanto centrales en todo el mundo; en que no nos separan muchos años de nuestra experiencia de encierro por la presencia de un virus global, y en que la crisis climática, el calentamiento global, la inminente crisis energética, etc. convierten, una vez más, el mundo en algo que anticipa continuamente su propio fin. Las teorías del antropceno, los nuevos materialismos y las teorías posthumanas comparten un diagnóstico sobre el estado del mundo y la vida humana en él. Independientemente de las posibles vías de escape que pueden surgir –desde la tecnofobia a la tecnofilia, el llamado a la desaceleración o los sueños de colonizar marte– el mundo se ve con ojos apocalípticos. Como bien dice Anders, el fin puede no advenir, pero a pesar de ello vivimos en el tiempo del fin, lo que significa en palabras del autor que el tiempo que nos queda es para siempre el tiempo del fin. Silvia Schwarzböck, en el excelente prólogo que le precede al texto de Anders en el libro que hoy presentamos, pone el acento en que la oscuridad que impera en el trazado el mundo que hace el filósofo alemán es evocada por el “nosotros” que ocupa. No sería solo un nosotros que nos anuda al piloto de Hiroshima; tampoco solo sería un nosotros que abarca la humanidad completa. En la medida en que la inminente catástrofe apagaría toda vida se trataría de un nosotros que incluye toda vida en la tierra. Quizás lo más catastrófico de esta catástrofe es que se trate de una que vive en su continuo desplazamiento: está siempre por venir, en un futuro que queda al mismo tiempo fulminado por su imposibilidad, sin nunca advenir. Un acontecimiento que no acontece, pero cuyos efectos nos marcan endeblemente. Quisiera felicitar a Silvana por la oportuna traducción y publicación de este libro en estos tiempos tan convulsos y colmados de distopías. Un libro importante en su época que cobra una renovada actualidad desde las catástrofes que nos rodean. Quiero cerrar con la primera estrofa de un poema de Jorge Teillier, titulado “Fin del mundo”: El día del fin del mundo será limpio y ordenado como el cuaderno del mejor alumno. El borracho del pueblo dormirá en una zanja, el tren expreso pasará sin detenerse en la estación, y la banda del Regimiento ensayará infinitamente la marcha que toca hace veinte años en la plaza. Sólo que algunos niños dejarán sus volantines enredados en los alambres telefónicos, para volver llorando a sus casas sin saber qué decir a sus madres y yo grabaré mis iniciales en la corteza de un tilo pensando que eso no sirve para nada. […] - El tiempo del fin Günther Anders Editorial Alma Negra , 2025
- Transitar lo inestable: sobre la narrativa inquieta presente en Santiago, otra visita de Eduardo Cobos
No es necesario viajar muy lejos para salir de o llegar a Santiago. En mi caso, voy y vuelvo –casi siempre– desde el interior de la quinta región, desde San Felipe. No es extraño, entonces, que me concierne lo de “otra visita”. Ser visitante implica la acción de ir a ver, hacer una especie de inspección (oficial o informal), es decir, guarda mayor relación con el ojo, con el sentido de la vista, con la capacidad de observar y atender cuidadosamente eso, el objeto que convoca, el lugar al que se asiste. Y es esa también la misión del contador de historias: sabernos guiar a través de su ojo. Santiago produce contradicciones no solo oculares. Por ello, a la vez, se le quiere y se le odia. No hay otra forma de relacionarse con ella. Santiago es como el azúcar, hace bien y hace mal. Da y quita. Alimenta y desnutre. Como todo centro, da esa sensación de moverse en círculos, de ser parte de un torbellino cuyo vórtice te atrae y te expulsa, en un movimiento que es centrípeto y centrífugo al mismo tiempo: Caribdis atragantado. Y esta urbe, como todo dios o todo monstruo, ha sido creada contra su voluntad. En los relatos escritos por Eduardo Cobos, Santiago es un lugar de ambigüedades. Aunque antes de llegar hasta la metrópolis chilena, primero establece una distancia que en el mapa podemos identificar desde muy lejos, en Venezuela. Mientras la Caracas que se nos presenta en el primer relato, “Sunset Boulevard”, resulta un espacio que, aunque también lidia con los problemas de ser una capital –es decir, cuenta con los recovecos por donde lo incorrecto se cuela, los intersticios que van contra la moral del Estado, donde habita el mercado sexual, el consumo de drogas y la diversidad –, esta pareciera gozar de una cierta unicidad cultural donde las diferencias están menos marcadas que en, sorpresa, Santiago de Chile. El fracaso amoroso del protagonista de origen chileno lo lleva a un último estado de resignación que abre una pregunta: ¿qué viene después? Y la respuesta implicará un tránsito. Pero antes de avanzar hacia el siguiente relato, y al tránsito mismo, quisiera destacar la imposibilidad del narrador/protagonista por ocultar su nacionalidad: se le cuela el chilenismo en medio de la jerga venezolana y queda al descubierto. Frases como “se metía perico” seguida de “era, sin duda, la que avivaba la cueca” da cuenta de la permanencia de un Chile que no se aparta de quien enuncia. El lenguaje que lo ha habitado se asoma en la narración y es una capa más del devenir migrante. Pero este primer sujeto no es el único que sufre los efectos de ser chileno. Otros personajes soportan decepciones, se agotan de sus propias búsquedas, o se sacrifican a ellas. En el segundo relato titulado “El corvo”, el marco contextual dictatorial permite dar cuenta de un medio no sólo violento sino también encarnizado que afecta al protagonista, quien se ve forzado a volver desde Venezuela a Chile en medio de la persecución política y cultural. En el paisaje, las cordilleras se vuelven más presentes y se tornan el escenario donde el personaje central debe tomar decisiones, reposicionarse frente a la brutalidad dictatorial del Estado, y también ante habitantes cuya capacidad de odio y sed de sangre resultan abrumadores. Todo esto ocurre, al decir de Pablo Aravena, “en pequeños pueblos en donde pareciera que se encuentra a Chile en estado concentrado, allí donde la pequeña escala lo vuelve todo más abusivo, violento y abyecto, lugares en donde los principios que irradió la Junta Militar se acoplaron solidariamente a las costumbres más arraigadas de un país en el latifundio” ( lemondediplomatique.cl ). Frente al ímpetu de la urgencia política ¿cómo se compromete un retornado? ¿Pueden seguir sosteniéndose las medias tintas? ¿Qué trae consigo el recién llegado que pueda aportar en la lucha contra el despotismo sanguinario? Quien lea el relato, podrá saber cómo se responde a estas preguntas. En el cuento a continuación, las polarizaciones políticas tienden a diluirse después de la dictadura, porque la ciudad es un espacio que evita mostrar su herida. Santiago mete todo debajo de la alfombra, pero no puede esconder su dolor. Por eso los espacios contraculturales son nichos que se codean con el partido comunista. La narración que da nombre al libro, “Santiago, otra visita”, se desarrolla en los años noventa/dosmil y la capital chilena es el lugar donde una contracultura literaria emergente no puede dejar de replicar los estereotipos tanto del ser literato como del que está relacionado al medio. La figura de Pedro Lemebel se trasluce en este texto que coquetea con la crónica, haciendo un juego de traslapes narrativos para hacer mención de uno de los cronistas nacionales más importantes de nuestra época y, a la vez, usar al formato para dar cuenta de la relación del narrador con el espacio físico y cultural del periodo: “Santiago se había convertido en el sitio de donde no debí haber salido, pero con seguridad era un espacio intangible al cual ya nunca más regresaría” (Cobos 55) dice en primera persona su protagonista. Luego los tránsitos siguen sucediendo, porque, no olvidemos, es este un libro inquieto. En cada cuento ocurren muchas cosas. Pareciera que, en un espacio reducido; toda violencia, todo deseo, todo encuentro y toda vergüenza se amalgaman en la necesidad de relatar un yo estuve aquí, pero ya no estuve más, y entonces volví y estar puede significar algo, o puede carecer de sentido . Santiago es el lugar desde donde se parte y hacia donde se vuelve. En su calidad de origen, guarda en sí misma la contradicción del viajero que se siente turista en su propia tierra, o que hace de la nación ajena una propiedad personal, el famoso “no soy de aquí ni soy de allá” o lo que la norteamericana Rebecca Solnit ha desarrollado en Wanderlust: A History Of Walking (2000). En la introducción al trabajo de investigación sobre el acto de caminar y la relación con el espacio, dice la autora que “los paisajes, urbanos y rurales, originan relatos” (Solnit 17). De este modo, la circulación de los personajes que conocemos en estos cuentos abre historias en la medida en que abren caminos. Por antonomasia toca volver entonces al “Caminante no hay camino” de Antonio Machado, solo que, en este caso, para poder construir las historias, los protagonistas de Eduardo Cobos se ven obligados a volver a andar las rutas que habían dejado atrás, porque esa es la piedra de Sísifo del migrante, el ir y venir. Por ello el siguiente relato, “Hotel Quintero”, conserva en sí mismo la nostalgia de las vacaciones en un lugar recurrente, las visitas familiares, la idea de ser extranjero en tu propia tierra en ese gesto de visitar a la parentela y darse de frente con rutinas, historias y hábitos diferentes. Coincido con la lectura de Mauricio Tapia en la reseña “La calle es una selva de cemento. Sobre «Santiago, otra visita» de Eduardo Cobos” ( carcaj.cl ), quien destaca este cuento como uno de los mejores logrados dentro del libro. Lo que Mauricio releva es el tono de aventura juvenil enmarcado en la belleza del balneario popular chileno en pleno invierno, cuando la fluctuación de turistas es baja. Dice Tapia: “En ningún momento se nos dice algo como ‘antes las cosas eran mejores’, sino que provoca una cierta envidia al lector de vivir en una realidad menos frenética y llena de ruido visual como la de hoy. Pero esta envidia se rompe al notar que todo ocurre bajo la sombra de Pinochet y sus soldados”, y aunque estoy plenamente de acuerdo, lo que más agrada de este relato es el tufillo a Tom Sawyer que detenta, porque incluso el horror no logra perturbar la belleza de la relación entre los protagonistas. Luego del momento de mayor tensión en el relato, queda la sensación de que ambos personajes cuidan los afectos mutuos y deciden no afectarse por lo vivido. Es una raya más al tigre. La complicidad sostiene la relación entre los dos, un código compartido en ese jugar de visita/local. El último relato viene a cerrar la idea de que nos hemos enfrentado a una lectura inquieta. El recurso polifónico pretende mostrar distintos puntos de vista de una fiesta que ya no es en Santiago. Como en un sueño, hemos vuelto a Caracas, a su gente, su jerga, su forma de fiesta. Mauricio Tapia dice que el libro le sonó a salsa, de principio a fin, sobre todo el primer y el último relato, y claro, la apertura y cierre del libro suceden fuera de Chile, en una Venezuela que transversaliza a su población: no importa tu lugar jerárquico en el mundo, allí todos son justos y pecadores. Por otro lado, Juan Manuel Mancilla en su presentación “Pasajeros en tránsito perpetuo hacia ninguna parte” ( viajeinconcluso.cl ) ha destacado la hibridez, la unidad temática que une a los relatos y la relación fracaso-cuerpo que pesa sobre los personajes, mientras que Pablo Aravena ha puesto el foco en los horrores de la dictadura chilena concentrados en “El corvo” y “Hotel Quintero”. De manera que es el relato llamado “La antorcha” donde se concentran todos estos elementos mencionados tanto por Tapia como por Mancilla y Aravena: fiesta, exceso, búsqueda de un éxito que se diluye, cuerpos dispuestos a la violencia. A todo tipo de violencia. Pero me gustaría agregar lo que he venido recalcando a lo largo de esta revisión: el movimiento es central en la narrativa de Eduardo Cobos. Ya sea como viaje de ida y vuelta, como cambio de casa, como la apertura sigilosa de caminos para la lucha contra una tiranía atroz, la pesquisa de cuñas interesantes de literatos, una visita al primo en la costa o los sucesos dentro de una casa en medio de una celebración pseudoacadémica; todo en Santiago, otra visita es pasar, mover, transitar. Es una narrativa del transporte y del trasfondo. Es fácil determinar la relación estrecha con la generación Beat, sobre todo con Kerouac y Cassady, porque su propuesta fue la del viaje. Hace poco vi la versión audiovisual de Queer , la novela de William Burroughs, en manos de la sensibilidad erótica del cineasta italiano Luca Guadagnino. Recordé cuando leí En el camino y la obsesión de los yankis por probar drogas nuevas y sostener la mirada exótica sobre Latinoamérica. Por eso, aunque haya algo de Beat en la escritura de Eduardo, no está esa distancia impersonal de la mirada gringa. Todo lo contrario. Al leer la propuesta de Eduardo Cobos, da la impresión de que siempre hay un mundo de afuera y un mundo de adentro. No quiero hablar de Lyotard y de metarrelatos, sino más bien de afectos y tránsitos, porque los mundos interiores de estos personajes conectan de alguna manera con los mundos de afuera, los visitan. Si afuera está la dictadura, adentro están las anécdotas, la familia, los amigos. En este adentro los afectos movilizan a los personajes y los hacen inquietos. Demandan un meneo. Entonces sí, hay salsa caribeña, pero también bolero, cumbia, marcha militar; un conglomerado de sonidos que se correlacionan con la mixtura y densidad de cada personaje. Entrar al libro Santiago, otra visita , implica sumirse en una escritura alborotada, de sucesos bullidos; es estar dispuesto a finales inesperados, a no saber exactamente hacia dónde se dirige cada relato, lo que se agradece en esta era de tanta serie con guion predecible. En esa inquietud, en ese afuera y adentro, en ese movimiento centrípeto y centrífugo es al lugar que nos invita la escritura de Eduardo Cobos. Santiago puede ser el centro, pero, al final, no importa tanto. Es un punto más entre tanto vórtice. La posibilidad de que siempre sea, en el horizonte, otra visita.
- El chincol
Los pájaros hacen felices. Ellos inventaron los colores, las fiestas de disfraces. Yo pajareo, tú pajareas, él pajarea, nosotros pajareamos. Hay petreles que se mantienen en el aire durante días, volando miles de kilómetros. A veces amarizan un rato. En óptimas condiciones, aprovechando las corrientes y planeando, un albatros errante podría cruzar el Pacífico entre Sídney (Australia) y El Tabo (Chile) sin parar. A veces duermen volando. ¡Volando! Vi en la playa, sobre la arena, un grupo de pajaritos cobrizos. Eran varios. El registro fue perfecto. Nunca más volví a ver la especie. Consulté libros. Nada. Seguramente migraban. De otro pajarito tengo memoria viva de su canto ahuecado. Lo he oído por años. No he logrado verlo. Estuve a punto una vez. Se me escapó. Le pregunté a un ornitólogo. Le reproduje el sonido con la garganta. Nada. Cantan. Los lobos aúllan, pero no cantan. ¿Todas las aves cantan? Pían, cacarean, varios chillan, otras ululan, graznan, chirrían, la rara matraquea. ¿O matrequea? Ninguno rebuzna. No son burros. Tampoco los burros cantan. Son burros. El tiuque hace “tiu tiu”. Nada más. Pero cuando baila, baila. Lo hace de a dos. Se elevan y juegan. Vi una pareja de pilpilenes volando a toda velocidad, chillando, cubriendo de lado a lado una distancia de 200 metros durante media hora. Paraban sobre la arena un momento. Emprendían de nuevo el vuelo, y otra media hora. Le pregunté al mismo ornitólogo. Lo anotó en una libreta. Vi a un peuco atacar a una tórtola como un F-16. ¡Terrible! Vi a un jote desgajando a un lobo marino en plena lisis. ¡Un asco! La tenca imita a otros pájaros. Plagia. El gorrión es apocado. Lo que tiene de bueno es que no imita a nadie. Los pingüinos son aves, no pájaros. El pájaro piquero es llamado también pájaro bobo porque no arranca. Me acerqué a uno parado en un sendero costero, pensando el pájaro no sé qué. Avancé despacio. Quise tocarle la cabeza. Me largó un picotazo en defensa propia. Me acerqué de nuevo y terminé haciéndole cariño. El piquero alzaba el cuello y ronroneaba. “¡Gripe aviar!” – me dijeron – “cómo se te ocurre”. “No, pájaro bobo”, respondí. La gallina clueca cluequea: “Soy gallina”, orgullosa, rodeada de pollos aprendiendo a distinguir un grano de un gusano. El Chincol canta como Mon Laferte. Por eso Chincol se escribe con mayúscula. El Chincol improvisa como en el jazz. Me despertó uno tipo seis de la madrugada. En vez de empeñarme en retomar el sueño, los escuché unos 45 minutos. Cantó canciones distintas una tras otra. Entonaba una. La repetía 10 veces. Luego otra completamente diferente, diez veces más. Me hice la idea de un pajarito capaz de crear infinitas canciones. Tengo pruebas. Desde aquel día, al escuchar a un Chincol, tomo el celular y lo grabo. Hay pájaros de jaula y pájaros que no. Aves de paso, sedentarias y peregrinas. El Chincol canta, los demás tratan de imitarlo. Los demás parecen pájaros. No lo son en propiedad. No hay gallo más gallo que el gallo. ¡Quiquiriquí! Trabaja desde temprano. Recuerdo en la Vega Central a un vendedor de tordos. Fue años atrás. Dicen que se lo llevó el Señor. La Vega no es más la Vega. El huairavo repite: “El fin del mundo es impajaritable”, y agacha la cabeza. Pájaro de malos agüeros. Noé, tras cuarenta días de diluvio, apenas menguó la lluvia, soltó un cuervo. No volvió. Soltó una paloma. La paloma volvió con una rama de olivo en el pico. La tierra emergía de las aguas. El Chincol es alegre. El huairavo es triste. La esperanza de un Chincol es inmarcesible. Canta como Laferte. Es el único pájaro que canta, canta. Las demás aves ensayan. Todavía no son pájaros. Insisto: el Chincol es el único pajarito, pajarito. El Chincol.
- Sobre la capacidad de estar solo [o cómo cultivar el propio jardín]
“Y en las horas de soledad, Cuando mi corazón latía con pesadez, Los vientos que bañaban mi frente Llegaban hasta mí cargados de quedos suspiros”. Edgar Allan Poe De acuerdo a Donald Winnicott, la capacidad para estar solo se funda, paradójicamente, en una presencia. En sus palabras, “si bien la capacidad para estar solo es fruto de diversos tipos de experiencias, solo una de ellas es fundamental...; se trata de la experiencia, vivida en la infancia y en la niñez, de estar solo en presencia de la madre”. La madre acompaña al niño mientras juega, duerme o interactúa con el exterior, de forma que va inculcando en este, paulatinamente, un íntimo sentimiento de suficiencia de sí. A través de su presencia, dona al infante una compañía cuya débil noticia va generando en este un recorte con el exterior que le permite experimentar una relación consigo mismo que no está, necesariamente, atravesada por la solicitud de estímulos y objetos externos. En palabras de Nahuel Krauss, la capacidad de estar solo originalmente es también “la capacidad de olvidar la presencia del otro sin que esto signifique su rechazo”; se trata, en otras palabras, de alojar la disponibilidad gratuita del otro sin la necesidad de acudir a su encuentro. Por ende, la madre, en este escenario, opera como una garantía o soporte sobre el cual descansa imaginariamente la subjetividad. Su presencia no invade la esfera del niño, pero lo tranquiliza, porque se siente acompañado en su quehacer. De ahí, también, se originan sentimientos reactivos ante situaciones adversas, como el miedo a la oscuridad: se trata del miedo ante una soledad prematuramente acaecida. En los Tres ensayos sobre teoría sexual, caracteriza Freud ese sentimiento como una angustia infantil, cuyo contenido es el “miedo por hallarnos desprovistos de la madre”. Por lo mismo, la disolución de esta angustia no reside precisamente en encender la luz, sino en recibir y sentir su mano: sentirse nuevamente en compañía. Posteriormente, y a medida que el desarrollo madurativo del niño sigue su curso, la presencia de la madre se va interiorizando, se vuelve parte del niño, produciendo en este una confianza de sí de la que antes era un mero depositario: “La madurez y la capacidad para estar solo implican que el individuo ha tenido la oportunidad, gracias a una buena maternalización, de formarse poco a poco la creencia de un medio ambiente benigno”, sostiene Winnicott. Este ambiente, que inicialmente era un espacio físico, deviene luego un espacio psíquico en el momento en que el niño inaugura un medio interior dentro del cual podrá alojar su propia presencia. La madre, entonces, es condición de posibilidad para la apertura de este espacio. Para esto, es imperioso que renuncie a una presencia asfixiante y establezca, en cambio, una relación de distancia que articule proximidad con separación en una suave armonía. El psicoanálisis enseña que una ausencia bien regulada es preferible a una presencia invasiva, y que el deseo comienza a nacer en los intersticios de la presencia/ausencia de este, el objeto primario del deseo. En palabras de Massimo Recalcati, “sin experimentar la alternancia de ausencias y presencias de la madre, la presencia puede adquirir rasgos persecutorios volviéndose sofocante, mientras que la ausencia puede despertar vivencias depresivas y de abandono”. Se trata, por lo tanto, más que de una toma de posición (una ausencia indiferente o una presencia agobiante), de un juego de alternancias que le permiten al niño inaugurar tanto el anhelo de un objeto cuando falta, como la gratificación de su presencia cuando se halla junto a él. Cuando este proceso se cumple rectamente y la capacidad para estar solo se habilita, el niño adquiere lo que Winnicott llama su posibilidad de “relajarse”, esto es, “de alienarse, de obrar torpemente, de encontrarse en un estado de desorientación; es capaz de existir durante un tiempo sin ser reactor ante los estímulos del exterior ni persona activa dotada de capacidad para dirigir su interés y sus movimientos”. El niño aprende a estar solo sin ser atravesado por la angustia. Se pierde, pero sin la sensación de desaparecer. Se tropieza, pero sin la sensación de caer indefinidamente. Se equivoca, pero sin la sensación de poner en riesgo su existencia en ese error. La relajación, así entendida, más que la liberación de tensiones implica una singular presencia de sí donde la soledad no exige objetos exteriores para ser suprimida, sino que se contenta en un interior hospitalario del propio yo. Por el contrario, un déficit grave en esta capacidad puede ser fuente de un conjunto de efectos mórbidos en el sujeto cuando se halla a solas consigo mismo. Configura, según Winnicott, “una vida falsa edificada sobre las reacciones producidas por los estímulos externos”. Esta forma de vida se define por el requerimiento constante del exterior, tanto de personas como objetos, para soslayar constantemente el encuentro con la propia existencia. Actualmente, comprendemos mejor este fenómeno bajo el rótulo de la ansiedad. Esta define una resistencia del cuerpo contra la propia subjetividad, contra la distancia que se abre entre un deseo y su cumplimiento, y cuyo índice más evidente es la inquietud por la sumisión en un presente que se devora vertiginosamente a sí mismo. En este escenario, se abre un abanico de actos compulsivos donde el cuerpo manifiesta un continuo malestar originados por la incapacidad para soportar la propia presencia: revisar constantemente el teléfono, agitar desenfrenadamente la pierna, comerse las uñas. El cuerpo confiesa inexorablemente lo que la consciencia a ratos no quiere admitir: el no estar habilitados para lidiar con nosotros mismos. En palabras de Barthes, “lo que oculta mi lenguaje lo dice mi cuerpo... Mi cuerpo es un niño encaprichado, mi lenguaje es un adulto muy civilizado”. Pero una soledad demasiado encerrada en sí misma puede devenir fácilmente en el aburrimiento. Este constituye, según Giannini, una actitud psicológica que se define por “una abierta hostilidad al presente, que se explica en cuanto el presente nos detiene en la consideración de lo otro; en cuanto el presente real –no el mediatizado en función del futuro– importuna, estorba...”. Es un presente que inquieta, porque no encuentra un objeto o un pensamiento en el cual se pueda extender apaciblemente. Es este último un presente auténtico que, de nuevo siguiendo Giannini, se define por ser “lo que verdaderamente es: presencia, don. En la medida en que pretende morar y demorar en nosotros, hacernos domicilio de su ser”. El presente, así entendido, no es un instante ni un corte: es un flujo, una corriente temporal que no está marcada por las exigencias del afuera ni por el tedio interior, sino que constituye una brecha de reposo existencial. De esta manera, una interrogación fundamental aparece: ¿Qué formas puede adoptar una soledad que, abriendo ese tiempo originario, pueda también protegerse de devenir en su reverso, el aburrimiento como directa hostilidad con el ahora? En El malestar en la cultura, Freud suscribe a una visión de mundo pesimista y trágica que, según él, emana de una directa observación de los asuntos humanos: “La vida, como nos es impuesta, resulta gravosa: nos trae hartos dolores y desengaños, tareas insolubles. Para soportarla, no podemos prescindir de calmantes...”. Una vida demasiado consciente de sí misma –de sus límites, de su finitud, de sus necesidades y carencias– resulta demasiado dura para ser tolerada. Por lo mismo, se vuelven necesarios suplementos que varían, según Freud, desde las religiones hasta las toxicomanías. Profundicemos en esto. Freud sostiene que la condición humana hace muy difícil la adquisición de la felicidad como fin último de la vida. Sea esta comprendida positivamente –como presencia de placer– o negativamente –como ausencia de dolor–, desafortunadamente “estamos organizados de tal modo que solo podemos gozar con intensidad el contraste [el movimiento de la insatisfacción al placer], y muy poco el estado”. Los clásicos griegos enseñaban que la dicha, más que un sentimiento, era un estado de plenitud, caracterizado por la posesión y disposición de los bienes básicos del alma (la virtud, la templanza, la sabiduría, entre otros). A contrapelo de esta visión, Freud sostiene que la felicidad se define, brevemente, por la satisfacción que produce la supresión de un estado de carencia. Además, a este factor constitucional se le añaden otros que aumentan la gravedad de la tragedia humana: el cuerpo –con su corrupción interna–, las relaciones interpersonales –con sus dolorosos reveses– y la naturaleza –con sus inclementes embates–. Todos estos elementos que multiplican las fuentes de la desdicha y la miseria, y que configuran un panorama de patente desesperanza y abatimiento. Pero el sujeto no está inerme. Y de los calmantes anteriormente aludidos, uno, por su humilde sensatez, despunta por sobre los demás: es el que Freud rotula bajo las “poderosas distracciones, que nos hagan valuar en poco nuestra miseria”, y cuyo sentido se condensa en el sabio consejo que nos da el Cándido de Voltaire: el que cada uno se aboque a “cultivar su propio jardín”. Con esto, Freud apela al desarrollo de un conjunto de actividades cuyo ejercicio desinteresado –esto es, no motivado por la búsqueda del valor o de beneficios externos–, permite gozar de sencillas satisfacciones que hacen de la vida, en su ominosa tragedia, un espectáculo soportable. “Cultivar el propio jardín”, en este sentido, refiere a una tendencia del sujeto a realizar tareas que, siendo objeto de sus pasiones y habilidades, estén justificadas únicamente por su disfrute improductivo. La artesanía, la lectura, el paseo, entre otra infinidad de empeños posibles y variables según los intereses particulares en juego, permiten al sujeto estar consigo mismo, y soportar lo difícil de vivir, pero sin sucumbir en el hastío. Como Emmanuel Carrère lo refleja maravillosamente en su afamada novela Yoga, se trata de abocarse a algo que abra un tiempo único y singular que, a su vez, nos permita resistir a lo terrible que hay en el hecho de existir (y que el autor halló en la actividad que dio el título al libro). Todos podemos desarrollar esa capacidad para estar solos, y todos nos podemos incluso gratificar en ella, si encontramos algo con lo que podamos gozar de nuestra propia presencia. De esta manera florece la subjetividad, cuando nos abocamos al cultivo de nuestro propio jardín. KLARA KRISTALOVA - CAMOUFLAGE 2017
- La tríada: cuerpo- deseo- poesía
Después de volver a escuchar Poesía & Capitalismo, espacio al que fui invitado a conversar con Jaime, Jonnathan y Jorge, quedé capturado por algunas afirmaciones, que por el formato o la poca elaboración de mis ideas, debido a mi escasa costumbre del en vivo, quedé digo, un poco disconforme, especialmente con el desarrollo de la triada: cuerpo- deseo- poesía. No estoy seguro de que sea un problema masculino, o del género, pero sí induce a pensar, que al afirmar esta problemática de retroceso del deseo del cuerpo, principalmente en la poesía, esté pensando probablemente desde la masculinidad, y ese retroceso del deseo, esté lejos –quizás– de ser un problema en otras poéticas. Pienso en: Alejandra González, Malú Urriola y Florencia Smiths. Recuerdo la primera vez que leí La enfermedad del dolor (2003) de Alejandra González, ahí estaba pasando algo inusual para lo que se leía en ese momento. El cuerpo, no como mera alegoría si no que real, la poética estaba atravesada por el dolor. Un mapa del cuerpo insuperable, desde su propia condición. En Nada (2003) y Bracea (2007) de Malú, también vemos algo similar, y en prácticamente en toda la obra de Florencia, el cuerpo es un escenario, incluso desde el ritmo y su influjo fonético. No es la mera tematización del cuerpo, es la experiencia de este, expandida hacia el lenguaje poético. Algo similar ocurre con Natalia Berbelagua, basta asomarse a su último libro de narrativa Independencia (2024), en que los sopores de la adolescencia son tan palpables, que el lector no puede evitar sentirlos también en su propio cuerpo. Decía en la conversación, que el cuerpo es la posibilidad de actualizar la experiencia. Un modo de habitar un espacio desde el desplazamiento, desde la piel, la vista, el oído y no sólo, desde el reconocimiento cognitivo de ese espacio. Otro ejemplo es Raúl Zurita, pues en su poética apela al cuerpo como un escenario político fragmentado por la violencia de la dictadura, que desde esa misma fractura, que también es territorio, volver a pensar nuestra historia. Y para agravar el plano de mis omisiones, el mismo anfitrión del podcast, el poeta Jaime Pinos con 80 días (2014), realiza en su libro de poesía una deriva de la ciudad, mediante el cuerpo estableciendo coordenadas que se inscriben entre el espacio y el tiempo, de su propio trayecto, como detonador de una doble configuración entre ciudad y memoria. Dicho esto, no desmerezco la aseveración de la “deserción del cuerpo” y por ende una merma del deseo o más que una merma, una atribulada burocratización de este, a la hora del encuentro con el Otro. Ni tampoco, quisiera tratar los ejemplos que he descrito como meras excepciones. No deseo quedar atrapado y ser injusto. Sin embargo, en lo que sí podemos estar de acuerdo, que a la luz de la tecnología, pienso en la IA, o el protagonismo tecnológico, hay un secuestro calificado del cuerpo y por ende de la subjetividad. Estas mediaciones técnicas son infinitas capas de cebolla, que burocratizan la experiencia sensible, o incluso en algunos reconocidos casos, se recurre a la parodia digital (a modo de intervenir la figura del poeta) que reviste una emulación caricaturesca de los índices del pathos, como una desmerecida acogida a la precariedad del Otro. Más allá de la bufonería, hay una formulación medial, a la manera de Marshall McLuhan, donde las señales relevantes, parecen estar dadas por su propio medio. Lejos de desmerecer estos despliegues técnicos, hoy se realiza habitualmente, una lectura crítica en poesía, que por lo general, omite los gestos paratextuales y mediales, centrándose únicamente en el contenido y las manifestaciones semánticas; o viceversa, hay una lectura medial, que deja fuera cualquier manifestación subjetiva. Entonces sería posible afirmar, que a partir de la práctica misma de la escritura, o incluso desde sus modos de producción técnico, hay una lectura pendiente del sujeto, desde la técnica. Existe una tendencia, a creer que no hay diferencia entre una “pinza” y un “martillo”, para decirlo en términos de las herramientas, o se realiza una lectura que desnaturaliza el contexto desde el cual surge el objeto, y por ende la elección de su caja de herramientas. Decía que en algunos casos se promueve una lectura crítica de las tecnologías de la escritura, que se manifiesta desde el ámbito de sus recursos técnicos, sin prever que está el sujeto dando su opinión en la manipulación de estos. Por más que haya una sublimación o atenuación de este. Para decirlo en clave lacaniana, para un analista de diván, no será relevante el contenido del mensaje del analizante, sino sus cambios de voz, tonos, lapsus, gestos, por decirlo en términos muy generales. ¿Qué deseo decir con esto? Que, en el caso del sujeto poético, al estar rodeado o bordeado por la forma, esa misma forma es contenido (inconsciente) que se puede leer más allá (o acá) de cualquier mediación. Para decirlo en términos más básicos: la mediación es contenido, y no una vía de escape del sujeto, ni mucho menos de su cuerpo y deseo. Un claro ejemplo de aquello es La ciudad (1979) de Gonzalo Millán, un libro que responde a un contexto político, pero mediante una serie de recursos técnicos, que nos recuerdan al ojo mecánico (retroceso de la escena), el arte combinatorio, la repetición, etc. Todo aquello está totalmente impregnado por la desolación del exilio. La ciudad, disloca, en ese momento, al testimonio poético como respuesta política, transformando la mirada distanciada en una impugnación, que finalmente permite sugestivamente, vislumbrar la violencia del Golpe de Estado y la dictadura. Vale decir hay un acervo técnico, por parte de Millán, pero a favor de su propia huella mnémica. Y en ningún caso un acervo técnico como un fin en sí mismo. Todo esto no significa que, la única vía sea que vayamos de lleno al “libro de quejas”, apodo que el Chico Figueroa le colocaba a ciertos libros de poesía, incluso a su propia escritura; tampoco se trata de que la poesía deba ser un tratado de portentosos resentimientos para darnos toda la paleta de colores del sujeto y su experiencia subjetiva. Sería poner a la poesía en términos de una competencia, de quien expresa mejor a sus anchas, sus propias precariedades. Tal vez– aquí debería subrayar la palabra tal vez– se trate, de una exploración a contrapelo, que se desanuda a pesar del sujeto, donde la técnica y sus mediaciones sean la vestimenta, que una vez desabotonada se despliega en el titubeo nervioso, de tocar o de ser tocado por primera vez por otro cuerpo. Creo. Fotografía: Nan Goldin
- José Carlos Ruíz: el filósofo elegante
Su último libro Incompletos: Filosofía para un pensamiento elegante es una respuesta a la angustia de estos tiempos acelerados y confusos. En él, el filósofo español José Carlos Ruiz defiende cualidades que hoy están pasadas de moda, como la discreción, el secreto, el respeto, la cortesía y el autocontrol. “Puede sonar arcaico, pero construirse como un sujeto elegante es una alternativa”, dice. Ser “elegante” no tiene que ver con un rasgo asociado al estatus social. Etimológicamente la palabra viene de elegire. “Elegante” sería, en rigor, un sujeto que sabe elegir bien, que ha formado un criterio propio para evaluar y seleccionar los estímulos el mundo. Resumen: un sujeto elegante es aquél que practica el pensamiento crítico. Algo que, a juicio de José Carlos Ruiz, se echa en falta en estos tiempos. El filósofo está convencido de que pensar críticamente es una práctica que puede y debe enseñarse y, por eso, se ha empeñado en introducirla como materia en las aulas escolares de Córdoba, ciudad donde se formó y donde vive junto a su mujer, educadora infantil, y dos hijos adolescentes. Fue en esa preciosa ciudad de Andalucía, donde se doctoró especializándose en Filosofía de la Cultura y Pensamiento Crítico. Durante 20 años fue profesor en un liceo y en los últimos años comenzó a escribir con una marca de autor. La academia lo reclutó y hoy es profesor universitario a tiempo completo. En 2017 sacó el libro De Platón a Batman , una guía para educar niños integrados, que sepan tomar decisiones, acompañados por las ideas de los grandes filósofos de la historia. Al año siguiente publicó El arte de pensar, seguido por El arte de pensar para niños. En 2021 sacó un libro más autoral que los anteriores: Filosofía ante el desánimo Allí rastreaba algunos factores de la insatisfacción actual. Y, hace poco, publicó Incompletos: Filosofía para un pensamiento elegante, donde propone elementos para la construcción de una subjetividad que nos permita elaborar respuesta propias ante las situaciones de la vida. De la mano del filósofo Gilles Lipovetsky, sobre el cual hizo su tesis de doctorado, José Carlos Ruiz se refiere a la época actual como la “hipermodernidad”, un momento marcado por la aceleración del tiempo, la globalización y el imperio de lo digital y las redes sociales. Un ambiente cultural que está favoreciendo la impulsividad, el empobrecimiento del lenguaje, la literalidad, la exacerbación de las emociones, el fanatismo, la pérdida de serenidad, el culto a la personalidad, la ansiedad y la confusión, entre otro temas. Tú has dedicado mucho tiempo a diseñar actividades para que los escolares configuren un pensamiento crítico. ¿De qué se trata eso? Esto parte de un diagnóstico en el que, junto a mi mujer, vimos que los niños de 3 años han reducido muchísimo su capacidad de lenguaje y su creatividad. Chicos que se han criado mirando videos en internet donde se les entrega todo resuelto en un tiempo mínimo. Los niños actuales hacen menos preguntas que hace 15 años y se aburren más rápido. Necesitamos que los niños comiencen a pensar con criterio. Si conseguimos que sigan asombrándose ante lo que le rodea y haciendo preguntas, podemos comenzar a trabajar en ello. Se ha perdido el asombro que viene de la propia experiencia con el mundo, en vivo y en directo. Un viaje que hacías por primera vez a un lugar era algo asombroso antes de que la globalización inundara el criterio. Hoy vas a viajar a París y desde el ordenador te metes al hotel, ves la habitación, ves el restaurante y hasta puedes elegir el menú. De manera que cuando tú llegas París, tu asombro es ínfimo. ¿Y en la práctica como trabajas esto? Lo que hacemos es que los profesores y la familia ayuden a ejercitar el asombro de lo cotidiano en los niños. Por ejemplo, que de camino al colegio vayan mirando lo que les rodea y preguntándose por eso. Y también les damos herramientas para ayudar a los niños a hacer preguntas. En tu último libro hablas de la hiper emocionalidad como un peligro. Eso es lo que estamos viendo, que todo pasa por la emoción. Se nos insta a creer y desear lo que nos produce emociones intensas, y eso nos vuelve fácilmente manipulables. Por otro lado, la idea de “felicidad” actual se asocia a esas emociones gratificantes y se ha externalizado. Hoy día hay ministerios de la felicidad y departamentos de felicidad en las empresas. Se ofrece como un paquete homogéneo, una serie de condiciones que todos deben alcanzar, independientemente de sus circunstancias biográficas. ¿Puede seguir llamándose a eso “felicidad”? Yo le tuve que buscar otro nombre y le puse Postfelicidad , porque el concepto ha cambiado radicalmente. Antes de la globalización la felicidad era un concepto secundario, era una consecuencia de la vida y no un objeto a conseguir, como es ahora. Desde Grecia hasta el siglo XX esta idea no varió mucho. Para Aristóteles era el desarrollo de las potencias y virtudes del sujeto y, Kant, dos mil años después, dice que es el agrado de la vida que te acompaña durante toda la existencia de manera virtuosa. Es decir, no son muy diferentes las definiciones. La felicidad es el resultado de un trayecto de vida virtuoso y está asociada a la construcción de la propia vida. Antes era un proceso reflexivo y subjetivo. Hoy la “felicidad” no tiene nada que ver con la virtud ni tampoco con un proyecto personal, sino con un modelo de satisfacción de deseos. Cuando el sujeto está movilizado de manera inmediata por la emoción, todo el sistema va en función de eso. Esto no es algo nuevo, los publicistas y comunicadores siempre han sabido que si acuden a las emociones primarias, al llanto o a la risa, van a tener enganchado al consumidor. Pero ahora es muy sofisticado, porque las herramientas de inteligencia digital permiten manipular de manera mucho más efectiva los apetitos emocionales y además, por la rapidez, no dejan espacio a la reflexión. Por otro lado, el sujeto hipermoderno está expuesto a muchas ofertas, hasta puede elegir una pareja entre múltiples opciones. Y ahí hay una gran trampa. En la sociedad actual hay una asociación extrañísima entre opcionalidad y libertad. Pero, en efecto, la eclosión de opciones es paralizante cuando no tienes jerarquizados tus valores y categorías vitales, es decir, no tienes un criterio claro para elegir. Y, por otro lado, el 90% de las opciones que se presentan están fuera de las posibilidades reales de un sujeto y por ahí nuevamente se filtra el desánimo. Y además muchas de las decisiones no las está tomando uno, sino el algoritmo. Por eso es importante fortalecer el propio criterio. Y eso es difícil porque se ha perdido el relato biográfico. La biografía te anclaba a un contexto y a una circunstancia que determinaba tu criterio. Esa biografía se construía en la convivencia con otros, en relatos que surgen de vidas que se entrelazan. Cuando la presencia en vivo y en directo está cada vez más disminuida, le estás quitando al sujeto el anclaje biográfico. Claro, la biografía no es lo que uno dice de sí mismo, sino también lo que dicen distintas personas que han convivido con uno. Porque uno puede vender cualquier cuento sobre uno mismo. Pero estamos en una época en que lo verosímil le ha ganado la batalla a la verdad. Con que parezca cierto, con que parezca posible y con que sea emocionante, ya es creíble. Hay que distinguir entre autobiografía y biografía. Hoy estamos en bajo el mandato de la autobiografía. Estamos viendo como las personas en sus redes sociales potencian su propia historia para que el resto las vea como quieren ser vistas, en un proceso unilateral. Pero en el proceso biográfico es la comunidad la que construye tu imagen. Otra cosa que tú señalas es la importancia de recuperar la filosofía como instrumento para la vida. Es que la filosofía abandonó el estudio de la felicidad. Aristóteles, Platón y Epicuro hablaban de la felicidad. En Grecia las escuelas de pensamiento eran escuelas de vida, personas que se juntaban a pensar colectivamente para aplicar esas ideas a la realidad, a cómo vivir juntos, a la amistad. Hoy día tenemos la autoayuda, que ya la palabra me parece terrorífica, porque es "ayúdate a ti mismo". Es decir, se le quita la idea del colectivo. Y en este proceso de "autoestima" y "autodesarrollo" las personas se esfuerzan mucho por conseguir metas que se imponen como ideales, olvidando su entorno y sus contextos. Además que los mismos filósofos que están en la academia se han puesto en el Olimpo, se han presentado como unos seres difíciles e inalcanzables... Claro, ese erotismo es muy fuerte. Quién va a querer renunciar a esa imagen tan erótica del gremio de los filósofos. Los que nos hemos ido por la tangente y hemos buscado llegar a un público más masivo no tenemos muy buena prensa dentro del gremio académico. Pero eso ha ido cambiando después de la pandemia, porque la autoayuda no era suficiente y muchos medios de comunicación acudieron a filósofos y filósofas para que dotaran de sentido lo que estaba sucediendo. Ya Chul-Han, que es best seller en Europa, desde el libro La sociedad del cansancio venía ofreciendo un diagnóstico de la sociedad. Yo no te puedo ofrecer recetas de cómo vivir, porque no conozco tus circunstancias, pero puedo hacer un diagnóstico. Entonces el lector puede ir identificando problemas para, desde ahí, buscar sus propias soluciones. Me parece que la filosofía puede ofrecer una diagnosis que permita poner en marcha procesos de autoconocimiento. O sea, la filosofía sirve para identificar el problema, pero no ofrece soluciones estándar, porque cada persona tiene circunstancias diferentes. Por ejemplo, tú tienes un problema con tus hijos, o con tu pareja. Y en la conversación filosófica puedes descubrir que tu idea del amor, o de la familia, o de la felicidad está descompensada. Dar el paso hacia las ideas abre una posibilidad de abordar los problemas. Otra distinción que surge de la lectura de tu libro es entre emoción y sentimiento. Claro, porque no se trata de eliminar la emoción, sino de procesarla. El sentimiento implica pensar la emoción y si consideramos que es importante, sostenerla en el tiempo. El sentimiento de amor que tengo con mi pareja es algo que debo reflexionar constantemente y si consigo extraer lo mejor de esa reflexión, me sigo sintiendo enamorado. Pero no es una emoción. La emoción es leve, pasajera, se evapora. El sentimiento requiere tiempo, y eso es lo que más escasea hoy. ¿Y tú eres sentimental? Totalmente, pero soy muy básico emocionalmente, no tengo un gran abanico de emociones. Hay una definición muy bonita que se le atribuye a San Agustín y que dice "la felicidad es seguir deseando lo que uno ya tiene". Eso de proyectar el deseo hacia algo que viene del pasado, me parece que es una solución maravillosa. Si tú quieres a tu hijo y proyectas ese amor al futuro, es probable que crezca. Lo mismo puede pasar en cualquier relación. La convivencia es algo que se da día a día, y la puesta en valor de las relaciones que ya tenemos requiere de un pensamiento constante. Pero eso es difícil, porque la novedad se vende muy bien, impulsa a la curiosidad, a algo por conocer. Regresemos a la idea de elegancia La elegancia es saber elegir. No es un tema exclusivamente estético, es un tema ético también. Tiene que ver con cómo te comportas, cómo hablas, cómo piensas. Incluye la serenidad, la capacidad de no espolear al otro, de comprender al otro, la capacidad de guardar secretos, la discreción, la reserva de la intimidad, el valor de la imaginación. También apela a un pensamiento jerarquizado. Oye, pero mirando esto como una película, el sujeto elegante sería un personaje que vaga solitario en medio del caos hipermoderno. Pero, por suerte, hay muchos sujetos elegantes, que lo llevan bastante bien. Yo tengo amigos elegantes.














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