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Carrete y catarsis: por un deseo sin programas

Presentación de Clandestino, de Salvador Young


Si tuviéramos que mantenernos en la superficie de la novela, una superficie ambigua, donde reluce una ingenuidad peligrosa, descrita al mismo tiempo con un placer algo cruel, resumiríamos así la situación, como un preámbulo necesario:

 

Nataniel y Daniela, jóvenes estudiantes de teatro, sienten que no tienen un lugar en el mundo. Dani, que debe representar a Antígona, tiene sobrepeso, por lo que su profesor no la deja participar de los ensayos. Con su amigo Nata, cansados de estos malos tratos, parten a carretear. Critican a sus compañeros, comparten fracasos amorosos, se quejan de los hombres, de la superficialidad general, y con ayuda del alcohol, parten en búsqueda de algo que no tiene nombre, pero que esperan los saque de esa sensación de soledad, de derrota, de banalidad terrible. La amistad se fortalece a medida que, de crítica en crítica, y de queja en queja, se consolida una imagen sobre el tiempo que les toca vivir. Los hombres son básicos. Solo les interesa el sexo. Son superficiales y no se interesan realmente en el amor. Ambos, sin embargo, buscan precisamente eso: el amor, a pesar de todas las experiencias que desmienten su existencia. El amor podría no ser más que un mito, y lo que queda, en el entretanto, es una noche abierta al encuentro de los cuerpos entregados al deseo. Y la repetición de esta escena, semana tras semana, fracaso tras fracaso, parece dibujar un horizonte miserable emocionalmente. No solo no hay amor, sino que hay brutalidad, desprecio, instrumentalización. El deseo, mezclado con el alcohol, la música, el baile y la oscuridad, animaliza las relaciones, da lugar a una cacería en que la presa es un objeto que se utiliza y desecha.

 

El encuentro con Guillermina, la ayudante del curso de Teoría del Teatro, va a producir un giro en esta situación. Instala otro horizonte en la vida de Dani y Nata. Guillermina recoge sus desilusiones y les devuelve la esperanza incorporándolos al colectivo Antígona, un grupo de lesbianas que se reúne para conversar sobre feminismo y reivindicar un tipo de sabiduría femenina, encarnada en la heroína trágica de Sófocles, anterior a lo que denominan el optimismo socrático, de donde derivarían todos los males de nuestra sociedad: el racionalismo excesivo, la opresión de las mujeres, la hegemonía del patriarcado y el capitalismo, etc. Mediante intervenciones artísticas y literarias, el colectivo busca instalar un nuevo paradigma que liberará a las mujeres de las injusticias sufridas históricamente, proponiendo además el amor lésbico como nuevo ideal.

 

Si nos quedáramos en esta superficie, no me cabe duda de que es posible desesperarse. Pero la novela es hábil es mostrar cómo, tanto en el colectivo como entre Dani y Nata, hay un ímpetu de generalización que es el motor de la ingenuidad. El diagnóstico, tanto sobre los hombres como sobre la sociedad, se arma de manera burda, evidenciando un carácter mecánico y maniqueo, que recuerda a las argumentaciones lógicas, persuasivas y monstruosas de los personajes del marqués de Sade. Son operaciones mentales y teóricas sin singularidad. Esta dinámica va fortaleciendo una visión sin matices sobre los hombres, oscura, pero también una visión sin fisuras sobre el nuevo paradigma donde las mujeres constituyen el centro. ¡Vivan las mujeres!, gritan cada tanto los integrantes del colectivo.

  

Por otra parte, Dani y Nata también van consolidando sus impresiones mediante el mismo mecanismo. El apego también se construye muchas veces sin singularidad, sino que mediante la comparación con algo más, que funciona como garantía de su valor. Estar en el colectivo con Guillermina les recuerda, así, a alguna película francesa; una esquina de la ciudad en el barrio Lastarria, en un día de niebla, les hace sentir que están viviendo en una ciudad europea moderna, cosmopolita. Nada es lo que es, si es que las cosas pueden llegar a ser algo. ¿Cómo pueden llegar a ser las cosas? Salvador resalta esta mecanización espontánea del pensamiento porque afecta la forma de sentir el mundo: predispone nuestra apertura o cierre a lo que este nos ofrece. Al laberinto de experiencias que se presentan, Nata y Dani entran con el hilo que estas fantasías generales, sin singularidad, les prestan. Son fantasías que se superponen a la experiencia, imprimiéndole a priori un carácter positivo o negativo que refuerza esa construcción que, como en una antecámara, los personajes van elaborando antes de encontrarse con el mundo y construir su lugar en él. 

 

El problema – tal vez uno más común de lo que pensamos, o inevitable incluso – es que estas fantasías donde se mezclan imágenes y teorías sobre los otros, tienen por lo general un signo luminoso u oscuro que no habilita experiencias ambivalentes. Hay ahí una primera forma de la desmesura: las fantasías son monstruosas porque no se ajustan a la singularidad. No hay un intento de medir el mundo en su complejidad multiforme, con la simultaneidad de sus luces y sombras. Cuando las fantasías son unilaterales, operan como signos morales del bien y el mal, y son interpretadas como revelaciones de un destino del que huir o al que perseguir.

  

Esto no impide a los personajes enunciar, de tanto en tanto, su verdad. Daniela, por ejemplo, afirma que en Chile se reprime lo dionisiaco y que “por eso en nuestra identidad no está bien resuelto lo apolíneo y dionisiaco, y lo que se exterioriza es pura evasión” (21). Esto coincide con la manera en que, desde el interior, una fantasía identitaria puede operar como una evasión del otro, vuelto monstruo. Se suele pensar a la literatura como forma de evasión. Un ex ministro se enorgullecía de no tener tiempo para leer novelas. Pero la evasión, al menos como aparece en Clandestino, no es la ficción. La evasión tampoco es un no querer ver consciente, o un perderse en otra visión distinta a la de lo real. Más bien, sugiere Salvador, evadirse es no querer verse, pero recubriendo ese no querer con verdades sobre el mundo y los demás. Verse, pero desplazado en otro, viendo la verdad del otro, sería una de las formas privilegiadas de la evasión que explora Salvador en su novela. Es la figura de Edipo la que encarna ese poder auto-afirmativo de la evasión que esconde una verdad insoportable sobre uno mismo.

 

Hay en los personajes de la novela una constante fisura entre ideas y experiencia. Como si las ideas fueran una droga que permite sostener experiencias demasiado duras, insoportables, miserables. La oportunidad de decir lo que se quiere del mundo y la voluntad de transformarlo está ahí. Por otro lado, está el deseo. Según Florencia Abadi, el deseo nace de la envidia de lo que el otro tiene. Pero si las palabras nos distancian del otro, para mostrar que podemos ver en él lo que él no ve en sí mismo, ¿podemos envidiar? ¿Puede haber un país sin deseo? O, más bien, ¿un país donde el deseo no pueda reconocerse como tal, pues choca al mismo tiempo con la idea de lo monstruoso de lo que se envidia? Si el deseo divide al sujeto, y toma posición ante él recubriendo la envidia con un envilecimiento, ¿puede que el deseo ya no aparezca como conflicto, sino que como programa? No lo sé. Tal vez.

  

Es cierto, aparte de Dani, heterosexual, tanto Nata como las integrantes del colectivo Antígona desean algo que la sociedad rechaza. Si la norma es la heterosexualidad, los pantalones Dockers, el pelo rubio, el Derecho y nombres de colegios, hay deseos fuera de ese estrecho círculo, y cuya diferencia es experimentada, en una sociedad moralista, sexista y clasista, como marginalidad. El Clandestino, como lugar de encuentro de una relación con el deseo más abierta, ofrece una aparente solución al problema: un lugar en que los distintos deseos pueden convivir. Ahí está Nico, el zorrón, y Nata, el gay, el punk, las lesbianas, etc. Pero en realidad, el Clandestino (ahí donde el destino y lo relativo al clan se imbrica) no resuelve el problema, porque ahí el deseo se desata sin conflicto, sin incomodidad, sin “velo”, sino que como caza, como programa. Hay un aspecto mecánico en el deseo tal como se despliega en el Clandestino, que parece acoger lo diferente pero con el costo, pareciera, de aplastar su misterio.

 

El humor, en la novela, viene de esa distancia cada vez mayor entre el engrupimiento teórico del colectivo Antígona, que establece un programa para el deseo, y la oscuridad sintomática de los deseos de sus integrantes, que van a contrapelo de las teorías. Así, Nata, convencido por sus amigas lesbo-feministas acerca del carácter bisexual del ser humano, pero que celebra el amor lésbico como forma superior del amor (no dominada por la lógica socrática patriarcal hegemónica capitalista etc. etc.), se pregunta a sí mismo si no será momento de explorar su lado bisexual y probar suerte con...una mujer. Este retorno paradójico, en su caso, al amor entre hombre y mujer, no le excita para nada a pesar de la razón teórica, y termina escapando, en secreto, a un after, para poder vivir ese deseo que en ese momento resulta inconfesable, no por su diferencia con respecto a la norma hegemónica heteronormativa, sino que con respecto al engrupimiento teórico del colectivo Antígona que erige el amor entre mujeres como ideal.

 

Ese deseo de Nata, inconfesable pero avasallador, que lo hace huir del lugar que al mismo tiempo le da refugio intelectual, y que luego se guarda a sí mismo, ¿no es la verdadera forma de lo clandestino? Es decir, lo clandestino se desplaza del lugar en que se desata el deseo sin incomodidades al espacio en que este no puede presentarse socialmente y se oculta, incluso ahí donde se supone que reina la diferencia y el espíritu progresista-revolucionario. El cuarto oscuro donde llega a experimentar su deseo en penumbras y sombras, donde “nunca supo con quién, con quiénes, estuvo” (200), es una imagen que muestra las dificultades de esta clandestinidad íntima del deseo, que contrasta con los ropajes retóricos que intentan programar al deseo como salvación del mundo.

  

El colectivo Antígona promueve así el nacimiento de la “munda”, teniendo a la hija de Edipo, su convicción, su pasión y su irracionalidad desafiante de las injusticias masculinas como ícono. Esto los lleva a preparar performances, textos poéticos, guiones teatrales que culminarán con una presentación pública en la primera jornada del segundo encuentro “Pensando la diversidad de los feminismos en Chile y Latinoamérica”, que se realizará en la Universidad de Chile. Esta domesticación académica de los deseos de transformación nos recuerda que no es tiempo de guerrilleros revolucionarios – aunque las integrantes del colectivo me recordaron mucho al “Frente poético” de la película Realismo socialista, de Raúl Ruiz, así como la mirada del narrador me recordó también a La revolución a dedo, de Cynthia Rimsky –, ni de resistencia contra la dictadura, ni de revueltas. Son los años de los primeros movimientos estudiantiles, donde el consenso de la transición empieza a ser cuestionado y desafiado. Las jóvenes del colectivo provienen de familias más bien conservadoras y medios socialmente privilegiados, sin mayor formación política, pero se entusiasman con la posibilidad de transformar el mundo. Si bien su utopía parece ir avanzando paso a paso, los deseos corren en otra dirección. La incomodidad crece hasta que la tragedia irrumpe.

 

Esta irrupción es esperable por distintas razones. No solo el colectivo lleva el nombre de Antígona. Los protagonistas, Nata y Daniela, son estudiantes de teatro y están ensayando para representar la tragedia del mismo nombre, la tragedia es también un tema de reflexión en el curso de Teoría del Teatro. Pero la verdadera irrupción de lo trágico se produce cuando se entromete en la estructura misma de la novela, y se pasa de una narración en tercera persona, omnisciente, a una forma dramatizada, trágica, de narración, a medida que se acerca el espectáculo del colectivo Antígona. La novela da paso a la tragedia. Los hechos se arremolinan. Para Salvador, lo trágico no es un destino que hace imparable un sufrimiento que produce compasión y catarsis, sino que la aparición del deseo clandestino - no necesariamente progre - en la escena del deseo programado, utópico. Pueden imaginar lo que eso significa. Teleserie venezolana progre, dice un personaje por ahí.

  

Pero una novela siempre está cruzada por una serie de conflictos que no necesariamente son nombrados explícitamente. Pienso en las tensiones existentes entre narrador y personajes, que, en cierto plano, se oponen. Porque tanto los miembros del colectivo como el narrador proponen imágenes del mundo, del mundo que es o del mundo por venir. Las imágenes y representaciones que crea el colectivo son como las fantasías mecánicas que comandan la lógica de un deseo interrumpido en su conflictividad. Son imágenes en que el conflicto desaparece, en que un orden - concebido desde su pura negatividad - es sustituido por otro - concebido como pura positividad. Pareciera ser que esta es la otra cara de la desmesura. ¿Qué hace el narrador con estos personajes que conspiran contra sí mismos? El humor en la narración - la vertiente de Las sabias mujeres de Molière (origen de uno de los epígrafes del libro) - pareciera ser una primera respuesta. La aparición de lo trágico - la reaparición del Edipo (de donde proviene el segundo epígrafe) - la segunda. El narrador oscila así entre la mirada irónica sobre el colectivo utopista - un feminismo burdo, grosero, sin matices - y la mirada trágica sobre Nata, con su creciente dolor en el pene, y su relación con el colectivo. Nata piensa encontrar en este nuevo colectivo una salvación a su condición masculina - origen de todas las culpas posibles. Sin embargo, convertido en Edipo, descubrirá que su intento de escapar de sí mismo solo lo acercará al descubrimiento de sus propias faltas.

 

¿Pero cuáles son sus faltas? ¿Ser hombre? ¿Gay? ¿Dejarse llevar por las sabias mujeres? ¿Oponerse a su propio deseo, castrándose? La tragedia, si bien despliega las consecuencias de la desmesura, no explica el origen de las faltas, sino que las expone en su profundidad contradictoria. El narrador no es quien realiza afirmaciones sobre las identidades sociales, sino quien muestra cómo quienes abrazan identidades trenzan destinos desconocidos para ellos mismos. Novela y tragedia nos devuelven, lejos de cualquier programa, una visión del carácter incompleto y contradictorio de la experiencia. En tiempos de corrección política, revelar con humor e ironía cómo programas y teorías políticas progresistas sirven para enmascarar la opacidad del deseo y sus ambigüedades, parece un gesto atrevido, que seguramente será malinterpretado por muchos. Que sea yo, hombre heterosexual, uno de los invitados a presentar este libro, puede ser el primer paso en ese camino.   

 

 

 

 

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