Desplazamiento del tiempo del fin
- Andrea Kottow
- hace 2 días
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¿Cuánto puede durar el tiempo del fin? 0, ¿cuántas veces puede terminar el mundo? ¿El fin del mundo debemos imaginarlo como un punto; como un punto final, tras el cual nada hay?, ¿o como una línea que se dirige en una sola dirección hacia un término que se prolonga infinitamente hacia adelante?
El texto cuya traducción al español nos convoca hoy es un escrito originalmente publicado el año 1960; se trata de un capítulo del libro Die atomare Drohung –La amenaza atómica–, que lleva por título “Die Frist” – El plazo. El tiempo de un plazo podría graficarse como una línea que termina en un punto. Una vez que se cumpla el plazo, algo termina y acaso otro tiempo comienza.
El libro que comentamos está pensado desde un acontecimiento: la caída de la bomba atómica sobre Hiroshima. Para Anders, lo que llama el “acontecimiento Hiroshima” ha cambiado el estatuto metafísico de la humanidad. El cambio que se habría operado es que pasamos de ser pertenecientes a un “genus mortalium” a ser parte del “genus mortale”, es decir, de pertenecer a una especie que no se preguntaba por su condición mortal en tanto especie a una que se sabe confrontada a su propia muerte.
Esta condición mortal que atañe a la especie humana, ya no solo a los individuos que la encarnan, así sigue la argumentación de Anders, es la degradación de la Historia, escrita con mayúscula. La fórmula que sintetiza el espíritu histórico y narrativo del “Érase una vez”, debe de ser sustituido por un “Habrá sido una vez una Historia”. Escribe Anders en este tiempo del futuro perfecto:
Habrá sido una vez una Historia, aquella de una gran y célebre humanidad. Pero el tiempo en el cual esta historia se habrá desarrollado no habrá sido un tiempo. Y en este no-tiempo, la humanidad de la cual contamos la historia ya no habrá sido célebre. Y la historia que nos apremiamos a contar no lo habrá sido tampoco pues los glorificadores pertenecen a la gloria y los narradores de historias, así como sus oyentes, pertenecen a la Historia. Y porque ya no habrá, entonces, glorificadores ni narradores, ni oyentes. Porque el futuro, que sería capaz de acarrear el pasado, se derrumbará con la caída del pasado y él mismo se volverá lo sido, no, el futuro que nunca fue. Es por esto que evocamos hoy la memoria del pasado por venir, un pasado en el cual sucederá aquello que, visto desde hoy, puede aún ser del futuro.
Me interesa reparar un momento en las relaciones que trama acá Anders entre la Historia, con mayúscula y el contar/se historias, como una forma de estar en la historia, de formar parte de ella, de poder dar cuenta de ella, de poder darse cuenta de ella. Narrar, y así lo destacó Walter Benjamin en su ensayo El narrador, puede ser comprendido como un acto colectivo de configurar un común. Narrar/se es hacer comunidad al mismo tiempo que representarla; es, en este sentido, un acto performático, en la medida en que lo que dice simultáneamente lo hace. El narrador cuenta historias y a partir de ello también posibilita la Historia. Habría un vínculo indisoluble, entonces, entre el narrar y el devenir histórico; si no hay Historia, con mayúscula, tampoco existen historias que narrar; y si no hay narración posible, podemos inferir, ha llegado el fin de la Historia. Escribe Benjamin en su ensayo acerca de la escala de los narradores que se trata de una “escala que alcanza las entrañas de la tierra y se pierde entre las nubes, sirve de imagen a la experiencia colectiva a la cual, aun el más profundo impacto sobre el individuo, la muerte, no provoca sacudida o limitación alguna.” Narrar entonces se convierte también en una forma de sobrellevar la muerte del individuo, dado que hay otra cosa que lo excede que no muere. La humanidad, la historia –nuevamente con mayúscula–, la comunidad, el mundo. Para Benjamin, cuando el individuo se vuelve órgano central de la narración, algo del narrar en tanto acto comunitario, se disuelve.
En el experimento narrativo que nos propone Anders, por su lado, formulado en futuro perfecto, el futuro se proclama como imposible, pues es el futuro de algo que nunca fue. Existe en la prefiguración de su destrucción. El futuro es, de este modo, solo en un presente, cuyo futuro es su desaparición.
Volvamos al “acontecimiento Hiroshima”; bien sabido es lo que provocó en Anders la necesidad de escribir acerca de esta nueva forma apocalíptica que apareció en la estela trágica dejada por las bombas de Hiroshima y de Nagasaki: el intercambio epistolar que el filósofo alemán mantuvo con Claude Eatherly, el piloto de avión cuya función era realizar un reconocimiento climático que diera el “vamos” a la orden de lanzar la bomba sobre Hiroshima. Eatherly estaba en tal entonces, cuando Anders le manda su primera carta en el año 1959, recluido en un centro psiquiátrico para veteranos en Texas.
Eatherly no pudo vivir con el peso de su involucramiento en el desastre atómico, y tras cometer una serie de crímenes comunes como robos y falsificaciones para atraer el juicio de la ley sobre sí, además de intentar suicidarse, fue internado como enfermo mental. Anders utiliza al piloto de Hiroshima para convertirlo en un nosotros: todos somos pilotos de Hiroshima, pues tanto la responsabilidad como la culpa se diluyen en un colectivo que estaría unido indisolublemente por el hecho de que moriremos todos.
Permítaseme un pequeño excurso biográfico: viví mi infancia en los años ochenta en Alemania; dicho sea de paso, un país colmado, al menos hasta hace poco tiempo atrás, de culpa. Recuerdo que en tal entonces se comenzaron a llenar las lunetas de los autos con una calcomanía en la que se veía un sol riente, y en la que podía leerse el logo: Atomkraft, Nein Danke – Energía atómica, no gracias. El logo provenía originalmente de Dinamarca y se convirtió en un emblema internacional del movimiento antinuclear. La calcomanía no contenía nada de la ferocidad de la amenaza que al mismo tiempo se abría paso de forma más terrorífica y que decía relación con la convicción expresada por Anders; que la humanidad había llegado a un momento en que su destrucción total no solo era posible sino inminente.
Me interesa la calcomanía en la medida en que es cifra de una época. Una en que la preocupación por la energía nuclear estaba muy presente. En sexto básico, una de las lecturas escolares era el libro: Die letzten Kinder von Schewenborn – Los últimos niños de Schwewenborn, de la escritora alemana Gudrun Pausewang, autora de libros infantiles y juveniles, publicado el año 1983. En la novela una familia –padre, madre y tres hijos– emprenden un viaje para ir a visitar a los abuelos. Nunca llegarán a puerto porque en el camino ven el estallido de una luz muy luminosa; se trata de la denotación de una bomba atómica. El libro, no es difícil de adivinar, es una advertencia distópica acerca de la guerra fría y el armamento nuclear. Recuerdo el profundo impacto que las descripciones de la lluvia ácida, de los vómitos provocados por la radiación, así como la caída del pelo, las enfermedades hereditarias y las malformaciones causaron en mí; el espíritu Anders se estaba apoderando de mi imaginario infantil.
Todos iríamos a morir envenenados por radiación. El desastre de Tschernobyl, el año 1986, no hizo más que agudizar la sensación de una amenaza apocalíptica. Que solo el regreso de mi familia a Chile el año 1988 me salvara de ese escenario es harina de otro costal.
Lo que quiero señalar con este paréntesis biográfico es que el fin del mundo estaba presente bajo la figura de una catástrofe. En un ensayo que Slavoj Zizke dedica al acontecimiento, lo define en primero términos como un “efecto que parece exceder sus razones – y el espacio de un acontecimiento es el que se abre por la brecha entre un efecto y sus causas.” Si bien no todo acontecimiento es una catástrofe, podríamos desde aquí pensar que toda catástrofe es un acontecimiento. La imaginación de una guerra atómica es proyectada como un acontecimiento que no solo cambiaría la faz de la tierra para siempre, sino que erradicaría a la humanidad de ella.
Lo que me parece hace Anders de una forma muy inteligente es convertir ya no la denotación de la bomba atómica, o la guerra atómica, en el acontecimiento del fin del mundo, sino de pensar el tiempo del fin como uno donde el acontecimiento está siempre por venir, y donde la existencia de la posibilidad de la denotación se vuelve la condición del tiempo del fin. El posible porvenir queda truncado por la amenaza de su fulminación y se inscribe radicalmente en el presente.
Ahora bien, si pensamos el contexto de la publicación de este libro, habría que preguntarse por su relación con nuestro mundo, con el de 2025, en el que dos guerras insisten en no terminar; en que tenemos a personajes como Donald Trump amenazando día a día nuestras convicciones democráticas; en que problemas como la migración se instalan en tanto centrales en todo el mundo; en que no nos separan muchos años de nuestra experiencia de encierro por la presencia de un virus global, y en que la crisis climática, el calentamiento global, la inminente crisis energética, etc. convierten, una vez más, el mundo en algo que anticipa continuamente su propio fin. Las teorías del antropceno, los nuevos materialismos y las teorías posthumanas comparten un diagnóstico sobre el estado del mundo y la vida humana en él. Independientemente de las posibles vías de escape que pueden surgir –desde la tecnofobia a la tecnofilia, el llamado a la desaceleración o los sueños de colonizar marte– el mundo se ve con ojos apocalípticos.
Como bien dice Anders, el fin puede no advenir, pero a pesar de ello vivimos en el tiempo del fin, lo que significa en palabras del autor que el tiempo que nos queda es para siempre el tiempo del fin.
Silvia Schwarzböck, en el excelente prólogo que le precede al texto de Anders en el libro que hoy presentamos, pone el acento en que la oscuridad que impera en el trazado el mundo que hace el filósofo alemán es evocada por el “nosotros” que ocupa. No sería solo un nosotros que nos anuda al piloto de Hiroshima; tampoco solo sería un nosotros que abarca la humanidad completa. En la medida en que la inminente catástrofe apagaría toda vida se trataría de un nosotros que incluye toda vida en la tierra.
Quizás lo más catastrófico de esta catástrofe es que se trate de una que vive en su continuo desplazamiento: está siempre por venir, en un futuro que queda al mismo tiempo fulminado por su imposibilidad, sin nunca advenir. Un acontecimiento que no acontece, pero cuyos efectos nos marcan endeblemente.
Quisiera felicitar a Silvana por la oportuna traducción y publicación de este libro en estos tiempos tan convulsos y colmados de distopías. Un libro importante en su época que cobra una renovada actualidad desde las catástrofes que nos rodean.
Quiero cerrar con la primera estrofa de un poema de Jorge Teillier, titulado “Fin del mundo”:
El día del fin del mundo
será limpio y ordenado
como el cuaderno del mejor alumno.
El borracho del pueblo
dormirá en una zanja,
el tren expreso pasará
sin detenerse en la estación,
y la banda del Regimiento
ensayará infinitamente
la marcha que toca hace veinte años en la plaza.
Sólo que algunos niños
dejarán sus volantines enredados
en los alambres telefónicos,
para volver llorando a sus casas
sin saber qué decir a sus madres
y yo grabaré mis iniciales
en la corteza de un tilo
pensando que eso no sirve para nada.
[…]
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El tiempo del fin
Günther Anders
Editorial Alma Negra, 2025
