Sobre la capacidad de estar solo [o cómo cultivar el propio jardín]
- Luca De Vittorio
- hace 2 días
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“Y en las horas de soledad,
Cuando mi corazón latía con pesadez,
Los vientos que bañaban mi frente
Llegaban hasta mí cargados de quedos suspiros”.
Edgar Allan Poe
De acuerdo a Donald Winnicott, la capacidad para estar solo se funda, paradójicamente, en una presencia. En sus palabras, “si bien la capacidad para estar solo es fruto de diversos tipos de experiencias, solo una de ellas es fundamental...; se trata de la experiencia, vivida en la infancia y en la niñez, de estar solo en presencia de la madre”. La madre acompaña al niño mientras juega, duerme o interactúa con el exterior, de forma que va inculcando en este, paulatinamente, un íntimo sentimiento de suficiencia de sí. A través de su presencia, dona al infante una compañía cuya débil noticia va generando en este un recorte con el exterior que le permite experimentar una relación consigo mismo que no está, necesariamente, atravesada por la solicitud de estímulos y objetos externos. En palabras de Nahuel Krauss, la capacidad de estar solo originalmente es también “la capacidad de olvidar la presencia del otro sin que esto signifique su rechazo”; se trata, en otras palabras, de alojar la disponibilidad gratuita del otro sin la necesidad de acudir a su encuentro.
Por ende, la madre, en este escenario, opera como una garantía o soporte sobre el cual descansa imaginariamente la subjetividad. Su presencia no invade la esfera del niño, pero lo tranquiliza, porque se siente acompañado en su quehacer. De ahí, también, se originan sentimientos reactivos ante situaciones adversas, como el miedo a la oscuridad: se trata del miedo ante una soledad prematuramente acaecida. En los Tres ensayos sobre teoría sexual, caracteriza Freud ese sentimiento como una angustia infantil, cuyo contenido es el “miedo por hallarnos desprovistos de la madre”. Por lo mismo, la disolución de esta angustia no reside precisamente en encender la luz, sino en recibir y sentir su mano: sentirse nuevamente en compañía.
Posteriormente, y a medida que el desarrollo madurativo del niño sigue su curso, la presencia de la madre se va interiorizando, se vuelve parte del niño, produciendo en este una confianza de sí de la que antes era un mero depositario: “La madurez y la capacidad para estar solo implican que el individuo ha tenido la oportunidad, gracias a una buena maternalización, de formarse poco a poco la creencia de un medio ambiente benigno”, sostiene Winnicott. Este ambiente, que inicialmente era un espacio físico, deviene luego un espacio psíquico en el momento en que el niño inaugura un medio interior dentro del cual podrá alojar su propia presencia.
La madre, entonces, es condición de posibilidad para la apertura de este espacio. Para esto, es imperioso que renuncie a una presencia asfixiante y establezca, en cambio, una relación de distancia que articule proximidad con separación en una suave armonía. El psicoanálisis enseña que una ausencia bien regulada es preferible a una presencia invasiva, y que el deseo comienza a nacer en los intersticios de la presencia/ausencia de este, el objeto primario del deseo. En palabras de Massimo Recalcati, “sin experimentar la alternancia de ausencias y presencias de la madre, la presencia puede adquirir rasgos persecutorios volviéndose sofocante, mientras que la ausencia puede despertar vivencias depresivas y de abandono”. Se trata, por lo tanto, más que de una toma de posición (una ausencia indiferente o una presencia agobiante), de un juego de alternancias que le permiten al niño inaugurar tanto el anhelo de un objeto cuando falta, como la gratificación de su presencia cuando se halla junto a él.
Cuando este proceso se cumple rectamente y la capacidad para estar solo se habilita, el niño adquiere lo que Winnicott llama su posibilidad de “relajarse”, esto es, “de alienarse, de obrar torpemente, de encontrarse en un estado de desorientación; es capaz de existir durante un tiempo sin ser reactor ante los estímulos del exterior ni persona activa dotada de capacidad para dirigir su interés y sus movimientos”. El niño aprende a estar solo sin ser atravesado por la angustia. Se pierde, pero sin la sensación de desaparecer. Se tropieza, pero sin la sensación de caer indefinidamente. Se equivoca, pero sin la sensación de poner en riesgo su existencia en ese error. La relajación, así entendida, más que la liberación de tensiones implica una singular presencia de sí donde la soledad no exige objetos exteriores para ser suprimida, sino que se contenta en un interior hospitalario del propio yo.
Por el contrario, un déficit grave en esta capacidad puede ser fuente de un conjunto de efectos mórbidos en el sujeto cuando se halla a solas consigo mismo. Configura, según Winnicott, “una vida falsa edificada sobre las reacciones producidas por los estímulos externos”. Esta forma de vida se define por el requerimiento constante del exterior, tanto de personas como objetos, para soslayar constantemente el encuentro con la propia existencia.
Actualmente, comprendemos mejor este fenómeno bajo el rótulo de la ansiedad. Esta define una resistencia del cuerpo contra la propia subjetividad, contra la distancia que se abre entre un deseo y su cumplimiento, y cuyo índice más evidente es la inquietud por la sumisión en un presente que se devora vertiginosamente a sí mismo. En este escenario, se abre un abanico de actos compulsivos donde el cuerpo manifiesta un continuo malestar originados por la incapacidad para soportar la propia presencia: revisar constantemente el teléfono, agitar desenfrenadamente la pierna, comerse las uñas.
El cuerpo confiesa inexorablemente lo que la consciencia a ratos no quiere admitir: el no estar habilitados para lidiar con nosotros mismos. En palabras de Barthes, “lo que oculta mi lenguaje lo dice mi cuerpo... Mi cuerpo es un niño encaprichado, mi lenguaje es un adulto muy civilizado”.
Pero una soledad demasiado encerrada en sí misma puede devenir fácilmente en el aburrimiento. Este constituye, según Giannini, una actitud psicológica que se define por “una abierta hostilidad al presente, que se explica en cuanto el presente nos detiene en la consideración de lo otro; en cuanto el presente real –no el mediatizado en función del futuro– importuna, estorba...”. Es un presente que inquieta, porque no encuentra un objeto o un pensamiento en el cual se pueda extender apaciblemente.
Es este último un presente auténtico que, de nuevo siguiendo Giannini, se define por ser “lo que verdaderamente es: presencia, don. En la medida en que pretende morar y demorar en nosotros, hacernos domicilio de su ser”. El presente, así entendido, no es un instante ni un corte: es un flujo, una corriente temporal que no está marcada por las exigencias del afuera ni por el tedio interior, sino que constituye una brecha de reposo existencial.
De esta manera, una interrogación fundamental aparece: ¿Qué formas puede adoptar una soledad que, abriendo ese tiempo originario, pueda también protegerse de devenir en su reverso, el aburrimiento como directa hostilidad con el ahora?
En El malestar en la cultura, Freud suscribe a una visión de mundo pesimista y trágica que, según él, emana de una directa observación de los asuntos humanos: “La vida, como nos es impuesta, resulta gravosa: nos trae hartos dolores y desengaños, tareas insolubles. Para soportarla, no podemos prescindir de calmantes...”. Una vida demasiado consciente de sí misma –de sus límites, de su finitud, de sus necesidades y carencias– resulta demasiado dura para ser tolerada. Por lo mismo, se vuelven necesarios suplementos que varían, según Freud, desde las religiones hasta las toxicomanías. Profundicemos en esto.
Freud sostiene que la condición humana hace muy difícil la adquisición de la felicidad como fin último de la vida. Sea esta comprendida positivamente –como presencia de placer– o negativamente –como ausencia de dolor–, desafortunadamente “estamos organizados de tal modo que solo podemos gozar con intensidad el contraste [el movimiento de la insatisfacción al placer], y muy poco el estado”. Los clásicos griegos enseñaban que la dicha, más que un sentimiento, era un estado de plenitud, caracterizado por la posesión y disposición de los bienes básicos del alma (la virtud, la templanza, la sabiduría, entre otros). A contrapelo de esta visión, Freud sostiene que la felicidad se define, brevemente, por la satisfacción que produce la supresión de un estado de carencia.
Además, a este factor constitucional se le añaden otros que aumentan la gravedad de la tragedia humana: el cuerpo –con su corrupción interna–, las relaciones interpersonales –con sus dolorosos reveses– y la naturaleza –con sus inclementes embates–. Todos estos elementos que multiplican las fuentes de la desdicha y la miseria, y que configuran un panorama de patente desesperanza y abatimiento.
Pero el sujeto no está inerme. Y de los calmantes anteriormente aludidos, uno, por su humilde sensatez, despunta por sobre los demás: es el que Freud rotula bajo las “poderosas distracciones, que nos hagan valuar en poco nuestra miseria”, y cuyo sentido se condensa en el sabio consejo que nos da el Cándido de Voltaire: el que cada uno se aboque a “cultivar su propio jardín”. Con esto, Freud apela al desarrollo de un conjunto de actividades cuyo ejercicio desinteresado –esto es, no motivado por la búsqueda del valor o de beneficios externos–, permite gozar de sencillas satisfacciones que hacen de la vida, en su ominosa tragedia, un espectáculo soportable.
“Cultivar el propio jardín”, en este sentido, refiere a una tendencia del sujeto a realizar tareas que, siendo objeto de sus pasiones y habilidades, estén justificadas únicamente por su disfrute improductivo. La artesanía, la lectura, el paseo, entre otra infinidad de empeños posibles y variables según los intereses particulares en juego, permiten al sujeto estar consigo mismo, y soportar lo difícil de vivir, pero sin sucumbir en el hastío. Como Emmanuel Carrère lo refleja maravillosamente en su afamada novela Yoga, se trata de abocarse a algo que abra un tiempo único y singular que, a su vez, nos permita resistir a lo terrible que hay en el hecho de existir (y que el autor halló en la actividad que dio el título al libro). Todos podemos desarrollar esa capacidad para estar solos, y todos nos podemos incluso gratificar en ella, si encontramos algo con lo que podamos gozar de nuestra propia presencia. De esta manera florece la subjetividad, cuando nos abocamos al cultivo de nuestro propio jardín.
